Empezó la misma noche que terminó. No fue gran cosa. Sólo que me fastidió; y sigue fastidiándome.
Joe Bloch, Ray Manning. y yo estábamos agazapados alrededor de nuestra mesa favorita del bar de la esquina, con una velada entera en las manos y una barahúnda de charlas con que tirarla por la bora. He ahí el comienzo.
Joe Bloch puso el asunto en marcha al hablar de la bomba atómica y de lo que consideraba que se podía hacer con ella, y exclamando que quién lo habría pensado cinco años atrás. Yo repliqué que infinidad de personas lo habían pensado cinco años atrás y escribieron narraciones sobre el tema y que ahora tendrían un trabajo ímprobo tratando de llevarles la delantera a los periódicos. Lo cual nos condujo a una discusión general acerca de cómo un montón de cosas dementes podían resultar verdaderas, sazonada con un montón de «por ejemplo»
Ray dijo que había oído decir a alguien que un científico famoso había mandado un bloque de plomo para atrás en el tiempo durante dos segundos, o dos minutos, o dos milésimas de segundo... no sabia bien cuál de los tres casos. Dijo que el científico no explicaba nada a nadie porque no creía que nadie le creyese.
Por lo cual yo pregunté, con bastante sarcasmo, cómo se había enterado él... Ray quizá tenga montones de amigos, pero yo tengo los mismos, y ninguno de ellos conoce a ningún científico famoso. Pero él replicó que no importaba cómo se hubiese enterado y que podíamos tomarlo o dejarlo.
Después de lo cual no tuvimos más remedio que hablar de máquinas de viajar en el tiempo y de qué pasaría si, supongamos, uno retrocediese unos años y matase a su propio abuelo y de por qué no venía ninguna persona perteneciente ya al futuro a decirnos quién ganaría la próxima guerra, o si habría una próxima guerra, o si quedaría algún lugar de la Tierra donde se pudiera vivir después de la contienda, sin importar quién hubiera vencido.
Ray opinaba que nada más que se pudiera saber quién iba a ganar la séptima carrera mientras se corria la sexta ya sería algo.
Pero Joe se pronunció en otro sentido. Dijo:
– Lo malo en vosotros, muchachos, es que sólo tenéis guerras y carreras en la mente. Yo tengo curiosidad. ¿Sabéis qué haría si tuviese una máquina del tiempo?
Claro, quisimos saberlo inmediatamente, dispuestos a dedicarle la risotada habitual, fuera lo que fuese.
El prosiguió:
– Si yo tuviera una, retrocedería en el tiempo un par de millones de años, o cinco, o cincuenta millones, y averiguaría qué les pasó a los dinosaurios.
Palabras que tuvo que lamentar amargamente, porque tanto Ray como yo opinamos que aquello no tenía sentido, en absoluto. Ray dijo que a quién le importaban un pepino los dinosaurios, y yo dije que sólo sirvieron para dejar un revoltijo de esqueletos con los que ocuparse esa gente bastante chiflada para ir a desgastar suelos de museos, y que se habían portado estupendamente al quitarse de en medio y dejar sitio a los seres humanos. Naturalmente, Joe replicó que con respecto a ciertos seres humanos que él conocía -y aquí nos dirigió una mirada severa-, habría sido mejor seguir con los dinosaurios. Pero nosotros no le hicimos caso.
– Vosotros, cabezas de chorlito, podéis reiros y aparentar que sabéis algo; pero si os portáis así es porque no poseéis ni una pizca de imaginación -dijo él-. Los dinosaurios eran unos bichos dignos de ser tenidos en cuenta. Había millones, de todas cíases; grandes como casas, y estúpidos como casas, también... por todas partes. Pero luego, repentinamente, ahí va... -y chasqueó los dedos-, no queda ni uno.
– ¿Cómo fue? -quisimos saber nosotros.
Pero él estaba apurando la cerveza y llamaba a Charlie con un ademán, mostrándole una moneda en señal de que quería pagarla, y se limitó a encogerse de hombros.
– No lo sé. Eso es lo que descubriría, precisamente.
Y no hubo más. La cuestión habría quedado resuelta. Yo hubiera dicho algo, y Ray habría salido con alguna ocurrencia, y los tres habríamos pedido otra cerveza y quizá hubiésemos hecho algún comentario sobre el tiempo y sobre el equipo de los Brooklyn Dodgers y después nos habríamos despedido sin volver a pensar más en dinosaunos.
Pero no lo hicimos así, y ahora nunca tengo otra cosa que dinosaurios en la cabeza, y me dan náuseas.
Y no lo hicimos porque hete ahí que el tío borracho de la mesa vecina levanta la vista de pronto y grita'
– ¡Eh!
No le habíamos visto. Por regla general no nos dedicamos a ir por los bares mirando a borrachos desconocidos. Por mi parte, bastante trabajo me da llevar la cuenta de los borrachos a quienes si que conozco. El sujeto en cuestión tenía ante si una botella ya medio vacía, y en la mano un vaso todavía medio lleno.
– ¡Eh! -repitió. Todos le miramos, y Ray dijo:
– Joe, pregúntale qué quiere.
Joe era el que estaba más cerca del borracho. Inclinó la silla hacia atrás y preguntó:
– ¿Qué quiere?
– ¿No les he oído mentar a los dinosaurios, caballeros? -contestó el beodo.
El hombre estaba un poco confuso nada más, y tenía unos ojos que parecían manar sangre, y sólo se distinguía que su camisa fue blanca, en otro tiempo, por pura suposición..., pero el efecto que nos causó probablemente se debería a su manera de hablar. No eran palabras de borracho, si comprenden qué quiero decir.
Sea como fuere, Joe se suavizó y dijo:
– Sin duda. ¿Le interesa saber algo en particular?
El hombre nos dedicó una especie de sonrisa. Era una sonrisa extraña; empezaba en los labios y terminaba inmediatamente antes de llegar a los ojos. Y respondió:
– ¿No querían construir una máquina del tiempo para retroceder y averignar qué les ocurrió a los dinosaurios?
Vi perfectamente que Joe sospechaba que el sujeto iba a prepararnos un timo. Yo abrigaba idéntica sospecha. Joe dijo:
– ¿Por qué? ¿Quiere ofrecerse a construir una para mí?
El borracho exhibió una confusión de dientes y replicó:
– No, señor. Podría, pero no quiero. ¿Sabe por qué? Pues porque hace un par de años construí una para mi y retrocedí hasta la Era Mesozoica y descubrí qué les había ocurrido a los dinosaurios.
Más tarde, miré cómo se escribe exactamente «Mesozoica», y por eso estoy seguro de que lo escribo bien, si es que ustedes se lo preguntaban, y hallé que la Era Mesozoica es la época en la que los dinosaurios hacían lo que a un dinosaurio le corresponde hacer. Aunque, por supuesto, a la sazón era como si me hablasen en acertijos, y más bien tendía a dar por descontado que nuestro interlocutor estaba un poco chiflado. Joe afirmó luego que él ya estaba enterado de la Mesozoica ésa; pero tendría que perorar largo y tendido si quería que Ray y yo le creyéramos.
A pesar de todo, las palabras del vecino de mesa obraron su efecto igualmente, y le invitamos a trasladarse a la nuestra. Yo me figuré, imagino, que podíamos escucharle un rato, y luego quizá pudiéramos ayudarle a despachar la botella, y probablemente los otros habían tenido la misma idea... Sin embargo, el hombre sujetaba la botella fuertemente con la diestra al sentarse entre nosotros, y no la abandonó ni por un momento.
Ray inquiría:
– ¿Dónde construyó usted una máquina del tiempo?
– En la Universidad de Midwestern, Trabajábamos en ella mi hija y yo.
El caso es que hablaba como los de la enseñanza.
– ¿Dónde la tiene ahora? ¿En el bolsillo? -intervine yo.
El desconocido no parpadeó siquiera. No nos devolvía nunca el golpe, por más que nos hiciésemos los graciosos. Seguía hablando consigo mismo en voz alta, como si el whisky le hubiese soltado la lengua y no le importase que continuaramos allí o nos marchásemos.
– La destrocé -dijo-. No la quería. Estaba harto de ella.
No le crefamos. No le dábamos ni un triste comino de crédito. Conviene que lo tengan muy en cuenta. Y es muy lógico que no le creyésemos; porque si un individuo inventase una máquina del tiempo, podría forrarse de millones..., podría hacerse con todo el dinero del mundo, sabiendo con toda segugidad lo que había de ocurrir en la Bolsa, en las carreras de caballos y en las elecciones. No me importaban los motivos que tuviera... Además, ninguno de nosotros creería en eso de los viajes por el tiempo, porque, insisto, ¿qué pasaría si uno matase a su propio abuelo?
Bueno, no importa.
– Joe dijo:
– Sí, claro, la hizo pedazos. Claro que si. ¿Cómo se llama usted?
Pero el otro no contestó a esta pregunta, en ningún momento. Se la hicimos varias veces más, y terminamos llamándole
El vació el vaso por completo y volvió a llenárselo pausadamente. Como no nos ofreció whisky, bebimos unos sorbos de cerveza.
– Bien, continúe -dije yo entonces-. ¿Qué les pasó a los dinosaurios?
Pero no nos lo dijo en seguida. Clavaba la mirada en el centro de la mesa, y a ésta dirigía sus palabras:
– No sé cuántas veces me envió Carol hacia el Pasado... (unos pocos minutos nada más, o unas horas), antes de que diera el gran salto. No me importaban los dinosaurios; sólo quería ver cuán lejos me llevaba la máquina con la reserva de energía que tenía disponible. Supongo que me exponía a un gran peligro, pero ¿es la vida tan maravillosa? Por aquel entonces bramaba la guerra... ¿Una vida mas?
Casi habría podido decirse que el hombre mimaba y acariciaba el vaso, como si pensara en cosas de tipo general; luego pareció colocar un papel en su mente y seguir la pauta sin desviación alguna.
– Hacia sol -dijo-, hacía sol y el dia estaba resplandeciente, y el suelo duro y seco. No había ciénagas, ni helechos. No había ninguno de los aderezos del Cretáceo que solemos asociar con los dinosaurios...
En fin, creo que es eso lo que dijo. No siempre lograba retener las palabras sabias, de manera que a partir de este momento me limitaré a lo que recuerdo bien. Luego comprobé los sonidos que daba a las palabras, y debo decir que a pesar del licor que había despachado, las pronunciaba sin tartamudear.
Quizá fuera eso lo que nos fastidiaba. Parecía perfectamente familiarizado con todo, y las frases fluían de su lengua como si nada.
– Se trataba de una era reciente, el Cretáceo sin duda -prosiguió-. Los dinosaurios habían emprendido ya la retirada..., todos excepto los pequeños, con los cinturones de metal y las armas.
Se me antoja que Joe hundió la nariz, de golpe, dentro de la cerveza y resbaló en semicírculo alrededor del vaso, cuando el profesor soltó la aseveración anterior con voz un tanto plañidera.
Joe tenía la voz de un loco.
– ¿Que dinosaurios pequeños? ¿Y con qué cinturones de metal? ¿Y con qué armas?
El profesor le miró por un segundo nada más; luego dejó que sus ojos resbalasen de nuevo hacia la nada.
– Eran unos reptiles pequeños, de unos ciento veinte centímetros de altura. Se sostenían sobre las patas traseras, con una gruesa cola detrás, y tenían unos antebracitos con dedos. Llevaban en la cintura anchos cintos metálicos, de los que colgaban las armas... Pero no eran armas que disparasen balas; eran proyectores de energía.
– ¿Qué eran? -pregunté-. Oiga, ¿cuándo ocurría eso? ¿Hace millones de años?
– En efecto -contestó él-. Eran reptiles. Estaban cubiertos de escamas y carecían de párpados, y probablemente ponian huevos. Pero utilizaban pistolas energéticas. Había cinco allí. Se echaron sobre mí apenas salí de la máquina. Debía de haber millones por toda la faz de la Tierra..., millones. Desparramados por todas partes. Debían de ser los reyes de la Creación entonces.
Me figuro que en este punto fue cuando Ray creyó tenerle cogido, porque apareció en sus ojos esa mirada de tío enterado que hace que te den ganas de darle un golpe en la cabeza con una jarra de cerveza vacía. Porque si se le diera con una llena se perdería la cerveza.
– Oiga, profesor -dijo-, en número de millones, ¿eh? ¿Acaso no hay por ahí fulanos que no hacen otra cosa que hallar huesos antiguos y liarse con ellos hasta deducir qué aspecto tenía un dinosaurio? Los museos están llenos de esqueletos de esa clase, ¿verdad que sí? Bueno, pues ¿dónde encontraría uno rodeado de un cinturón de metal? Si había millones, ¿qué ha sido de ellos? ¿Dónde están los huesos?
El profesor suspiró. Había sido un suspiro auténtico, de verdad, triste. Acaso se diera cuenta por primera vez de que estaba hablando solamente con tres sujetos que vestían mono, en un bar. O quizá no le importase.
– Fósiles no se encuentran muchos -dijo-. Piensen en la multitud de animales que han vivido sobre la Tierra. Piensen en cuántos millones... y billones. Y luego recuerden cuán poquísimos fósiles encontramos... Y aquellos lagartos eran inteligentes. Recuérdenlo. No iban a dejarse cazar por aludes de nieve, ni caerían en la lava, excepto por accidente fatal. Piensen en cuán pocos hombres fósiles tenemos..., aun incluyendo los hombres-monos tan poco inteligentes de un millón de años atras.
El hombre clavaba los ojos en el vaso medio lleno y lo hacia rodar incansablemente.
– ¿Qué manifiestan los fósiles, en fin de cuentas? -exclamó-. Los cinturones metálicos se oxidan y no dejan nada. Aquellos lagartos tenían la sangre caliente. Yo lo sé, pero los huesos petrificados no sirven para demostrarlo. ¡Qué diablos! Dentro de un millón de años, observando un esqueleto humano, podrían adivinar ustedes qué aspecto tiene ahora Nueva York? ¿Podrían distinguir a un hombre de un gorila, sólo mediante los huesos, y deducir cuál de los dos construyó la bomba atómica y cuál comía plátanos en un zoo?
– ¡Eh! -le interrumpió 3oe, protestando sin reparos-. El patán más simple sabe diferenciar el esqueleto de un gorila del de un hombre. El hombre tiene el cerebro mayor. Cualquier estúpido sabría decir cuál de los dos poseía el don de la inteligencia.
– ¿De veras? -El profesor rió para si mismo, como si aquello fuera tan obvio que hubiera de considerarse una vergüenza inexcusable el perder tiempo en ello-. Ustedes lo juzgan todo según el tipo de cerebro que el hombre ha logrado desarrollar. La evolución tiene diversos modos de hacer una misma cosa. Las aves vuelan de una manera; los murciélagos vuelan de otra. La vida tiene infinidad de tretas para todo... ¿Qué cantidad de cerebro creen ustedes que utilizan? Una quinta parte, aproximadamente. Eso dicen los psicólogos. Por lo que ellos saben, y por lo que sabe todo el mundo, el ochenta por ciento de nuestro cerebro no nos presta el menor servicio. Todo el mundo funciona a marcha lenta, excepto, quizá, unas cuantas figuras de la Historia. Por ejempío, Leonardo da Vinci, Arquímedes, Aristóteles, Gauss, Galois, Einstein...
Yo no había oído nombrar a ninguno de ellos, exceptuando a Einstein; pero no me delaté. Todavía mencionó unos cuantos más; yo he puesto solamente los que he recordado. Y en esto él dijo:
– Aquellos pequeños reptiles tenían unos cerebros menudos, quizá la cuarta parte de los nuestros, o quizá menos todavía; pero los usaban del todo, hasta el último trocito. Puede que sus huesos no lo demuestren, pero eran inteligentes; inteligentes como los seres humanos. Y eran los dueños de la Tierra.
En este punto, Joe tuvo una ocurrencia buena de verdad. Por un rato pareció que había cogido al profesor en una trampa, y yo me alegraba infinito que hubiera tenido aquella idea.
– Oiga, profesor ~dijo-, si aquellos lagartos eran tremendamente listos, ¿cómo no dejaron ningún resto? ¿Dónde están sus ciudades y sus edificaciones y el sinfín de instrumentos que hallamos todos los días (cuchillos de piedra y otras cosas) dejados por el hombre de las cavernas. ¡Diablos!, si los seres humanos fueran a largarse de la faz de la Tierra, piense en la enormidad de material que dejaríamos como prueba de nuestro paso. No se podría andar un par de kilómetros sin encontrar una población. Y carreteras y ¡qué sé yo!
Pero, sencillamente, al profesor no había quien lo parase. Sin perder los estribos, replicó al momento:
– Sigue juzgando las otras formas de vida según los raseros humanos. Nosotros construimos ciudades, y carreteras, y aeropuertos, y todo lo demás que va con nuestro modo de ser... y ellos no los construían. Estaban organizados según un plan diferente. Su manera de vivir se diferenciaba de la nuestra ya desde el principio. Ellos no vivían en ciudades. No tenían un arte como el nuestro. No sé con seguridad qué tenían, porque era una cosa tan ajena a la nuestra que yo no la comprendía, salvo las armas. Esas eran iguales. Curioso, ¿no?... Por lo que sé, acaso tropecemos continuamente con restos que nos dejaron y no sabemos reconocerlos siquiera.
A la sazón, yo ya estaba harto de aquel juego. Sencillamente, no se podía cazar al sujeto aquel. Cuanto más agudo te mostrabas tú, más agudo se mostraba él.
– Oiga -dije-. ¿Cómo está tan enterado de esas cosas? ¿Qué hacía usted? ¿Vivir con ellos? ¿O acaso ellos hablaban inglés? O acaso usted habla el lenguaje de los lagartos... Díganos unas cuantas palabras de ese lenguaje.
Me parece que también empezaba a perder la cabeza, a mi vez. Ya saben qué pasa. Un fulano te cuenta algo que no puedes creer porque es demasiado inverosímil, pero no consigues que confiese que está mintiendo.
En cambio el profesor no perdía la cabeza. Se estaba llenando el vaso otra vez, con gran parsimonia.
– No -dijo-, yo no hablaba, y ellos tampoco.
Sencillamente, me miraban con aquellos ojos duros, fríos y fijos, ojos de serpiente, y yo sabía qué estaban pensando, y veía que ellos también sabían qué estaba pensando yo. No me pregunten cómo se producía el fenómeno. Se producia, y nada más. Siempre. Yo sabía que habían salido a una expedición de caza, y sabía que no iban a soltarme.
Y dejamos de hacerle preguntas. Nos limitábamos a mirarle. Después Ray dijo:
– ¿Qué sucedió? ¿Cómo pudo escapar?
– Fue fácil. Un animal se escabulló hacia el otro lado de la cima de la colina. Era largo, quizá unos tres metros, y estrecho, y corría pegado al suelo. Los lagartos se excitaron. Yo percibla su excitación a oleadas. Era como si se olvidaran de mi en una sola y cálida eclosión de sed de sangre... Y salieron disparados. Yo me metí dentro de la máquina, regresé y la destruí.
Era el final menos espectacular que hubiera escuchado jamás. Joe emitió un sonido gutural.
– Bueno, ¿y qué fue de los dinosaurios?
– Ah, ¿no lo entienden? Yo creía que quedaba sobradamente claro... Fueron aquellos pequeños lagartos inteligentes los que se encargaron de la limpieza. Eran cazadores... por instinto y por vocación. Era la pasión de su vida. No cazaban en busca de alimento, sino de diversión.
– ¿Y barrieron a todos los dinosaurios de la Tierra?
– Al menos a todos los que vivieron por aquella época, a todas las especies contemporáneas suyas. ¿No lo creen posible? ¿Cuánto tiempo tardamos nosotros en barrer los rebaños de bisontes, que constaban de centenares de millones de cabezas? ¿Qué fue del dodo, en pocos años? Supongan que nos dedicásemos a la tarea con verdadero empeño. ¿Cuánto durarían los leones, y los tigres, y las jirafas? ¡Por la época en que yo vi aquellos lagartos ya no quedaba ninguna pieza de caza mayor..., ningún reptil que sobrepasara los cuatro metros y medio! Todos habían desaparecido. Aquellos diablillos se entretenían ya cazando a los pequeños y escurridizos, y seguramente en lo más íntimo de sus corazones lloraban de añoranza de los viejos y hermosos tiempos.
Todos permanecíamos callados, contemplando las vacías botellas de cerveza y meditando lo que acabábamos de escuchar. Aquel número inmenso de dinosaurios... grandes como casas... matados por los lagartos pequeños, con armas. Matados por diversión.
Y entonces Joe se inclinó sobre la mesa, posó la mano, con gesto desenvuelto, en el hombro del profesor, y lo zarandeó.
– Eh, profesor -dijo-, en ese caso, ¿qué les ocurrió a los lagartos pequeños, los que iban armados? ¿Eh? ¿Volvió usted allá alguna vez para averiguarlo?
El profesor levantó la vista con una expresión en los ojos, como si se hubiera extraviado.
– ¿Todavía no lo ven? Ya empezaba a ocurrirles entonces. Lo vi en sus ojos. Se estaban quedando sin caza mayor..., sin diversión. Por consiguiente, ¿qué esperaría que hiciesen? Se dedicaron a otra caza..., la mayor y más peligrosa de todas... y se divirtieron de veras. Y siguieron la cacería hasta exterminar la especie.
– ¿Qué caza? -preguntó Ray. El no lo entendía; en cambio Joe y yo si lo comprendimos.
– Ellos mismos -respondió el profesor con voz fuerte-. Agotados los otros, se lanzaron contra ellos mismos hasta que no quedó ninguno.
De nuevo nos callamos para pensar en aquellos dinosaurios grandes como casas, todos exterminados por los pequeños lagartos provistos de armas. Luego pensamos en los mismos lagartos armados y en cómo tenían que mantener sus armas en acción incluso cuando ya no podían dirigirlas sino contra su propia especie.
– ¡Pobres lagartos estúpidos! -exclamó Joe.
– ¡Si -dijo Ray-, pobres lagartos dementes!
Y lo que sucedió entonces nos asustó de verdad. Porque el profesor se puso en pie de un salto, con unos ojos que parecían querer salirse de las órbitas y venir disparados hacia nosotros.
– Malditos locos! -gritó-. ¿Cómo se quedan sentados ahí lloriqueando por unos reptiles que se extinguieron hace cien millones de años? Aquélla fue la primera inteligencia que apareció sobre la Tierra, y terminó de este modo. Eso ya pasó. Pero nosotros somos la segunda inteligencia... ¿y cómo diablos se figuran que vamos a terminar nosotros?
El profesor empujó la silla y se encaminó hacia la puerta. Pero de pronto se plantó un momento allí, antes de salir definitivamente, y gritó:
– ¡Pobre humanidad estúpida! Adelante, lloren por eso.
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