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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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jueves, 24 de diciembre de 2009

NECROLÓGICA

NECROLÓGICA

Mi esposo Lancelot siempre lee el periódico durante el desayuno. Lo primero que veo de él es su rostro enjuto y abstraído, con ese perpetuo aire de furia y de desconcertada frustración. En vez de saludarme, se acerca el periódico a la cara.
Luego, sólo veo el brazo que sale de detrás del periódico para coger una segunda taza de café, donde acabo de echar la acostumbrada medida de azúcar, ni mucha ni poca, para evitar que él me fulmine con la mirada.
Ya no lamento esta situación. Al menos, nos permite desayunar en paz.
Sin embargo, esta mañana la paz fue interrumpida cuando Lancelot vociferó:
— ¡Santo cielo! Ese idiota de Paul Farber ha muerto. ¡Apoplejía!
Apenas reconocí el nombre. Lancelot lo había mencionado en ocasiones, así que yo lo conocía como uno de sus colegas, otro físico teórico. Por el exasperado epíteto de mi esposo tuve la razonable certeza de que era un físico de cierto renombre que había alcanzado el éxito no conseguido por Lancelot.
Dejó el periódico y me miró irritado.
— ¿Por qué llenan las necrológicas con estos embustes? Lo convierten en un segundo Einstein sólo porque ha muerto de apoplejía.
Si había un tema que yo había aprendido a eludir era el de las necrológicas. Ni siquiera me atreví a asentir.
Lancelot arrojó el periódico y se marchó de la habitación, dejando los huevos a medio terminar y la segunda taza de café sin tocar.
Suspiré. ¿Qué más podía hacer? ¿Qué más?

Claro que el verdadero nombre de mi esposo no es Lancelot Stebbins. Cambio los nombres y las circunstancias para proteger a cierta persona. Aún así, aunque utilizara los nombres reales, nadie reconocería a mi esposo.
Lancelot tenía cierto talento en este sentido: un talento para pasar inadvertido. Invariablemente, alguien se le adelantaba en sus descubrimientos, o un descubrimiento mayor y simultáneo lo dejaba en segundo plano. En las convenciones científicas, sus ponencias atraían poco público porque en otra sección alguien presentaba una ponencia más importante.
Como es lógico, esto había hecho mella en él. Lo cambió.
Cuando nos casamos hace veinticinco años, él era un partido interesante. Gozaba de buena posición gracias a una herencia y ya era un físico ambicioso y prometedor. En cuanto a mí, creo que entonces era bonita, pero eso no duró. Lo que duró fue mi introversión y mi ineptitud para ese éxito social que un profesor joven y emprendedor necesita en una esposa.
Tal vez eso formase parte del talento de Lancelot para pasar inadvertido. Si se hubiera casado con una mujer más brillante, quizás ella lo hubiera iluminado hasta hacerlo visible.

Es posible que Lancelot lo comprendiese al cabo de un tiempo y por eso se volvió distante tras un par de años de moderada felicidad. A veces yo misma lo creía así y me sentía culpable.
Pero luego pensé que era sólo por su sed de fama, que creció al no ser satisfecha. Dejó su puesto docente y construyó un laboratorio propio en las inmediaciones de la ciudad, donde -según decía- dispondría de un terreno barato y aislado.
El dinero no constituía un problema. En esa especialidad, el Gobierno era generoso con las subvenciones y siempre se conseguían. Además, él hacía uso de nuestro propio dinero sin reserva ninguna.
Yo trataba de respaldarlo.
— Pero no es necesario, Lancelot -le decía-. No tenemos problemas económicos. Ellos no te niegan un puesto en la universidad. Yo sólo quiero hijos y una vida normal.
Pero lo consumía una llama que lo cegaba para todo lo demás.
Se volvió furiosamente hacia mí.
— Hay algo que debe venir primero. El mundo de la ciencia tiene que reconocerme por lo que soy, por un..., por un gran investigador.
En esa época, aún vacilaba al aplicarse la palabra genio.
Fue en balde. La suerte se ensañaba con él. Su laboratorio era un hervidero de actividad, y Lancelot contrataba ayudantes con sueldos estupendos y se deslomaba trabajando, pero no obtenía resultados.
Yo seguía esperando que desistiera, que regresara a la ciudad y nos permitiera llevar una vida normal y apacible. Lo esperaba, pero cada vez que él estaba a punto de admitir la derrota surgía una nueva batalla, un nuevo intento de asaltar los bastiones de la fama.
En cada ocasión, acometía con esperanzas renovadas y caía víctima de la desesperación.
Y siempre se desquitaba conmigo, pues si el mundo lo maltrataba podía desahogarse maltratándome a mí. No soy una persona valiente, pero empecé a pensar que debía abandonarlo.
Y, sin embargo...
Era evidente que durante el último año se había estado preparando para otra batalla. Una más, pensé. Había en él algo más intenso, más crispado que antes. El modo en que murmuraba a solas y se reía por nada, o las veces que se pasaba días sin comer y noches sin dormir. Incluso se acostumbró a guardar apuntes del laboratorio en una caja de caudales del dormitorio, como si recelara de sus propios ayudantes.
Yo tenía la fatalista certeza de que ese intento también fracasaría. Y si fracasaba a su edad tendría que reconocer que su última oportunidad había pasado. Tendría que desistir.
Así que decidí aguardar, armándome de paciencia. Pero la lectura de aquella necrológica durante el desayuno fue una especie de sacudida.
Una vez, en una ocasión similar anterior, yo comenté que al menos él podría contar con un cierto grado de reconocimiento en su nota necrológica.
Supongo que no fue un comentario muy inteligente, pero mis comentarios nunca lo son. No fue más que un intento de bromear para arrancarlo de una creciente depresión que, como yo sabía por experiencia, lo volvería insoportable.
Y tal vez hubiera en mi comentario un poco de despecho inconsciente. Francamente, no lo sé.
De cualquier modo, se giró impetuosamente hacia mí y, temblándole todo el cuerpo y uniendo sus oscuras cejas sobre los ojos hundidos, me gritó con estridencia:
— ¡Pero jamás leeré mi necrológica! ¡Me privarán hasta de eso!
Y me escupió. Me escupió deliberadamente.
Me fui corriendo a mi dormitorio.
Nunca se disculpó, pero tras unos días de evitarlo por completo continuamos nuestra fría existencia como de costumbre. Ninguno de los dos hizo referencia alguna al incidente.
Y ahora otra necrológica.
Sentada a la mesa del desayuno, comprendí que para él era la gota que colmaba el vaso, la culminación de su prolongado fracaso.
Intuí que sobrevendría una crisis y no sabía si temerla o recibirla con gusto. Tal vez debiera recibirla con gusto. Era imposible que un cambio no fuera para mejor.

Poco antes del almuerzo fue a verme a la sala de estar, donde un cesto de costura me ocupaba las manos y un poco de televisión me ocupaba la mente.
Necesitaré tu ayuda -dijo en un tono brusco.
Hacía más de veinte años que no me decía nada semejante, e involuntariamente me ablandé. Parecía estar poseído de una euforia enfermiza. Había un rubor en sus pálidas mejillas.
— Con mucho gusto -contesté-. Si hay algo que pueda hacer por ti.
Si, hay algo. Les he dado a mis ayudantes un mes de vacaciones. Se marcharán el sábado y, luego, tú y yo trabajaremos a solas en el laboratorio. Te lo digo ahora para que no organices ninguna actividad para la semana próxima.
Me amilané un poco.
— Pero, Lancelot, sabes que no puedo ayudarte en tu trabajo. Yo no entiendo...
— Lo sé -me interrumpió con desdén-, pero no tienes que entender mi trabajo. Sólo es preciso que sigas unas cuantas instrucciones y que lo hagas con cuidado. Lo cierto es que por fin he descubierto algo que me pondrá donde merezco...
— Oh, Lancelot -se me escapó sin darme cuenta, pues había oído esa frase varias veces.
— Escúchame, tonta. Por una vez trata de comportarte como una adulta. Esta vez lo he conseguido. Esta vez nadie puede adelantárseme porque mi descubrimiento se basa en un concepto tan heterodoxo que ningún físico viviente, excepto yo, tendría el genio suficiente para pensar en ello; al menos, durante toda una generación. Y cuando mi trabajo se difunda por el mundo, quizá se me reconozca como el mayor científico de todos los tiempos.
— Me alegro por ti, Lancelot.
— He dicho que quiero se me reconozca. También podría suceder lo contrario. Se cometen muchas injusticias a la hora de atribuir los méritos científicos. He escarmentado ya demasiadas veces. Así que no bastará con anunciar el descubrimiento. Si lo hago, todos se pondrán a trabajar en ello y al cabo de un tiempo seré sólo un nombre en los libros de historia, y la gloria estará distribuida entre un montón de oportunistas
Creo que la única razón por la que me habló entonces, tres días antes de iniciar el trabajo que planeaba, fue porque ya no podía contenerse. Necesitaba contarlo, y yo era una nulidad tal que no resultaba peligroso confiar en mí.
— Tengo la intención de que mi descubrimiento esté rodeado de tal aura de dramatismo, de que llegue a la humanidad con un estruendo tan resonante, que no quedará espacio para que se mencione a nadie en la misma frase que a mí, nunca.
Lancelot estaba yendo demasiado lejos y yo temía el efecto de otra desilusión. ¿No estaría enloqueciendo?
— Lancelot, ¿por qué molestarnos? ¿Por qué no desistir? ¿Por qué no nos tomamos unas largas vacaciones? Has trabajado con empeño y durante muchísimo tiempo, Lancelot. Tal vez pudiéramos hacer un viaje a Europa. Siempre he querido...
Pegó una patada en el suelo.
— ¿Por qué no dejas de soltar esos estúpidos maullidos? ¡El sábado vendrás conmigo al laboratorio!

Dormí mal las tres noches siguientes. Él nunca se había portado de ese modo, nunca había llegado a tal extremo. ¿Acaso ya se había vuelto loco? Podía ser locura de verdad, una locura nacida de una desilusión insoportable y despertada por la nota necrológica. Se había deshecho de sus ayudantes y me quería en el laboratorio. Antes nunca me dejaba entrar allí. Sin duda se proponía hacerme algo, someterme a un experimento demencial o matarme sin más.
Durante esas desdichadas noches de miedo pensaba en llamar a la policía, en huir, en..., en cualquier cosa.
Pero luego llegaba la mañana y pensaba que no estaba loco y que sin duda no me trataría con violencia. Ni siquiera el episodio del escupitajo era violento de verdad y, en realidad, nunca había intentado causarme daño físico.
Así que me resigné a esperar, y el sábado me dirigí con la docilidad de una gallina hacia lo que podía ser mi muerte. Juntos, en silencio, recorrimos el sendero que unía la casa con el laboratorio.
El laboratorio era intimidatorio ya por si mismo, y entré con toda cautela, pero Lancelot me reprendió:
— Oye, deja ya de mirar a tu alrededor como si fueran a hacerte daño. Sólo tienes que hacer lo que yo te diga y mirar a donde yo te indique.
— Sí, Lancelot.
Me había conducido a una pequeña habitación cuya puerta estaba cerrada con candado. Estaba muy abarrotada de objetos de extraña apariencia, con muchos cables.
— Antes de nada, ¿ves este crisol de hierro?
— Sí, Lancelot.
Era un pequeño, pero profundo recipiente de metal grueso, con manchas de herrumbre en el exterior. Estaba cubierto con una tosca red de alambre.
Dentro vi un ratón blanco y con las patas delanteras en el lado interior del crisol y el hocico en la red de alambre, temblando de curiosidad o quizá de ansiedad. Me temo que di un salto, pues ver un ratón inesperadamente es alarmante, al menos para mí.
— No te va a hacer nada -gruñó Lancelot-. Ahora ponte contra la pared y observame.
Mis temores se agudizaron. Tenía la certeza de que un rayo saldría de alguna parte y me quemaría viva, de que una cosa metálica y monstruosa saldría y me trituraría, de que..
Cerré los ojos.
Pero no sucedió nada. No a mí, al menos. Sólo oí un siseo, como si un petardo hubiera fallado.
— ¿Bien? -me dijo Lancelot.
Abrí los ojos. Me estaba mirando, henchido de orgullo. Yo lo miré a él, desconcertada.
— Aquí. ¿No lo ves, idiota? Aquí.
A medio metro del crisol había otro. Yo no lo había visto antes.
— ¿Te refieres a ese segundo crisol? -pregunté.
— No es un segundo crisol, sino un duplicado del primero. Para todos los efectos son el mismo crisol, átomo por átomo. Compáralos. Verás que las manchas de óxido son idénticas.
— ¿Hiciste el segundo a partir del primero?
— Sí, pero de un modo especial. Normalmente, la creación de materia requeriría una cantidad imposible de energía. Se necesitaría la fisión total de cien gramos de uranio para crear un gramo de materia duplicada, incluso con un rendimiento perfecto. El gran secreto que he descubierto es que la duplicación de un objeto en un punto del futuro requiere escasa energía si dicha energía se aplica correctamente. La esencia de esta proeza..., querida, es que al crear el duplicado y traerlo de vuelta he logrado el equivalente del viaje por el tiempo.
El hecho de que me dirigiera un término afectuoso revelaba su grado de exaltación y felicidad.
— ¡Es extraordinario! -exclamé, pues a decir verdad estaba muy impresionada-. ¿El ratón también ha vuelto?
Miré dentro del segundo crisol y tuve otro sobresalto desagradable. Había un ratón blanco... y muerto.
Lancelot se ruborizó un poco.
— Es un inconveniente. Puedo traer de vuelta la materia viviente, pero no como materia viva, sino muerta.
— Qué lástima. ¿Por qué?
— Aún no lo sé. Sospecho que los duplicados son del todo perfectos a escala atómica. Desde luego, no hay daños visibles. Las disecciones lo demuestran.
— Podrías preguntar...
Me callé de inmediato ante su mirada. Comprendí que era mejor no sugerir una colaboración, pues sabia por experiencia que en tal caso el colaborador recibiría invariablemente todo el mérito por el descubrimiento.
— Ya he preguntado -dijo Lancelot, en un tono amargamente divertido-. Un biólogo les hizo la autopsia a algunos de mis animales y no encontró nada. Por supuesto, no sabía de dónde venía el animal y me cuidé de llevármelo antes de que algo me delatara. ¡Cielos, ni siquiera mis ayudantes saben qué estoy haciendo!
— ¿Pero por qué tanto secreto?
— Porque no puedo traer objetos vivos. Algún sutil trastorno molecular. Si publicara mis resultados, alguien podría descubrir el modo de impedir ese trastorno, añadir una mejora de poca importancia a mi descubrimiento y hacerse más famoso que yo porque traería de vuelta a un hombre vivo que podría proporcionar información sobre el futuro.
Lo comprendí perfectamente. No tenía ni que decirme que aquello podría ocurrir; ocurriría sin duda. Inevitablemente. De hecho, hiciera lo que hiciese, otro se llevarla los laureles. Estaba segura de ello.
— Sin embargo -continuó, hablando para si mismo más que para mí-, no puedo esperar más. Debo hacerlo público, pero de tal modo que quede indeleble y permanentemente asociado conmigo. El aura dramática ha de ser tan efectiva que no haya modo de referirse al viaje por el tiempo sin mencionarme a mí, hagan lo que hagan otros en el futuro. Yo prepararé ese drama y tú representarás un papel en él.
— ¿Pero qué quieres que haga, Lancelot?
— Serás mi viuda.
Le agarré el brazo.
— ¿Lancelot, ¿quieres decir...?
No puedo analizar los sentimientos conflictivos que me embargaron en ese instante.
Se zafó de mí rudamente.
— Sólo provisionalmente. No me voy a suicidar; simplemente, me haré volver desde un futuro de tres días.
— Pero estarás muerto.
— Sólo el «yo» que regrese. El «yo» real estará tan vivo como siempre. Como ese ratón blanco. -Fijó la vista en un cuadrante-. Ah, tiempo cero dentro de pocos segundos. Observa el segundo crisol y el ratón muerto.
Se esfumó ante mis ojos y de nuevo oí un siseo.
— ¿Adónde ha ido?
— A ninguna parte. Era sólo un duplicado. En cuanto pasamos por ese instante del tiempo en el cual se formó el duplicado, desapareció de forma natural. Pero el primer ratón era el original y está vivito. Lo mismo ocurrirá conmigo. Un duplicado regresará muerto. El «yo» original estará vivo. Dentro de tres días, llegaremos al instante en que se formó el «yo» duplicado, usando mi «yo» verdadero como modelo, y regresó muerto. Una vez que pasemos ese momento, el muerto desaparecerá y el vivo permanecerá. ¿Está claro?
— Parece peligroso.
— Pues no lo es. Cuando aparezca mi cadáver, el médico me declarará muerto, los periódicos anunciarán que estoy muerto, el sepulturero se dispondrá a enterrar al muerto. Luego, volveré a la vida y haré público cómo lo hice. Cuando eso ocurra, seré algo más que el descubridor del viaje por el tiempo. Seré el hombre que regresó de la tumba. El viaje temporal y Lancelot Stebbins gozarán de tanta publicidad y quedarán tan unidos el uno al otro que nada podrá separar mi nombre de la idea del viaje por el tiempo.
— Lancelot -murmuré-, ¿por qué no nos limitamos a anunciar tu descubrimiento? Es un plan demasiado rebuscado. Con sólo hacerlo público te harás famoso y luego podremos mudarnos a la ciudad y...
— ¡Cállate! Haz lo que te digo.

No sé cuánto tiempo llevaba Lancelot pensando en todo eso antes de que la necrológica aquella llevara las cosas a tal extremo. No subestimo su inteligencia. A pesar de su pésima suerte, su brillantez era incuestionable.
Antes de que se marcharan sus ayudantes, les había informado sobre los experimentos que se proponía realizar en su ausencia. Una vez que ellos dieran testimonio, nadie se extrañarla de que Lancelot estuviera trabajando con una combinación de reacciones químicas y muriera envenenado con cianuro.
— Encárgate de que la policía se ponga en contacto en seguida con mis ayudantes. Ya sabes dónde se encuentran. No quiero que haya insinuaciones de homicidio ni de suicidio; que sólo se hable de accidente, un accidente lógico y natural. Quiero que un médico certifique rápidamente la defunción y que se notifique de inmediato a los periódicos.
— Pero, Lancelot, ¿y si encuentran a tu verdadero yo?
— ¿Por qué iban a encontrarlo? Si encuentras un cadáver, ¿te pones a buscar su réplica viviente? Nadie me buscará, y entre tanto yo me ocultaré en la cámara del tiempo. Hay retrete y lavabo y puedo llevar suficientes sándwiches preparados para alimentarme. -Y añadió con disgusto-: Claro que tendré que prescindir del café hasta que todo haya terminado. No puedo permitir que alguien huela un inexplicable aroma a café mientras se supone que estoy muerto. No importa; hay agua en abundancia y son sólo tres días.
Entrelacé las manos nerviosamente.
— Y si te encontraran ¿no sería igual? Habrá un «yo» muerto y un «yo» vivo...
En realidad, intentaba consolarme a mi misma, prepararme para la inevitable desilusión.
— ¡No! ¡No sería igual! ¡Todo se convertiría en un engaño que había fracasado! ¡Me haría famoso, pero sólo como un tonto!
— Pero, Lancelot -dije cautamente-, siempre algo sale mal.
— No esta vez.
— Pero siempre dices "no esta vez" y, sin embargo, siempre...
Pálido por la rabia y con los ojos en blanco, me agarró del codo y me zarandeó, pero no me atreví a gritar.
— Sólo algo puede ir mal y eres tú. Si me delatas, si no desempeñas perfectamente tu papel, si no sigues las instrucciones al pie de la letra, yo..., yo... Pareció buscar el castigo apropiado y dijo:
— Te mataré.
Volví la cabeza aterrorizada y traté de zafarme, pero él me retuvo con fuerza. Su fuerza era notable cuando lo poseía la ira.
— ¡Escúchame! Me has causado bastante daño con tu forma de ser, pero me he culpado a mí mismo primero por casarme contigo y luego por no haber encontrado tiempo para divorciarme. Pero ahora, a pesar de ti, tengo la oportunidad de transformar mi vida en un gran éxito. Si estropeas esta oportunidad, te mataré. Lo digo en serio.
No me cabía duda.
— Haré todo lo que digas -susurré, y me soltó.

Se pasó un día entero trabajando con sus máquinas.
— Nunca he logrado transportar más de cien gramos -dijo reflexivamente.
Pensé: No funcionará, no puede funcionar.
Al día siguiente, reguló el aparato de tal modo que yo sólo debía apagar un interruptor. Durante un buen rato me hizo practicar con ese interruptor en un circuito desconectado.
— ¿Lo entiendes ahora? ¿Ves cómo se hace?
— Si.
— Pues hazlo cuando se encienda esta luz, ni un segundo antes.
No funcionará, pensé.
— Sí -dije.
Ocupó su puesto y guardó un hosco silencio. Llevaba puesto un delantal de caucho sobre una chaqueta de laboratorio.
La luz destelló y la práctica rindió sus frutos, pues conecté el interruptor automáticamente antes de que ningún pensamiento pudiera detenerme o hacerme vacilar.
Por un instante vi a dos Lancelots, uno al lado del otro; el nuevo, vestido como el viejo, pero más desaliñado. Luego, el nuevo se desplomó y se quedó inerte.
— ¡Bien! -exclamó el Lancelot vivo, saliendo de ese lugar cuidadosamente marcado-. Ayúdame. Cógele por las piernas.
Me quedé maravillada de Lancelot. Sin una mueca de inquietud, era capaz de trasladar su propio cadáver, su cadáver de tres días más tarde, tan impávido como si llevara un saco de trigo.
Lo agarré de los tobillos, sintiendo un retortijón en el estómago. Aun estaba tibio, recién muerto. Lo llevamos por un corredor, subimos por una escalera, cruzamos otro corredor y entramos en un cuarto. Lancelot ya lo tenía todo preparado. Una solución burbujeaba en un extraño artilugio de vidrio en un sector cerrado con una puerta corrediza.
Había otros aparatos de química esparcidos por allí, sin duda destinados a hacer creer que había un experimento en marcha. En el escritorio, sobresalía de entre otros un frasco con la etiqueta de «Cianuro de potasio». Cerca de él había algunos cristalitos desparramados; cianuro, supongo.
Lancelot dejó caer el cadáver como si se hubiera caído del taburete, le puso cristales en la mano izquierda y arrojó un puñado en el delantal de caucho y otro en la barbilla.
— Ellos lo entenderán -murmuró. Echó una última ojeada y me dijo-: Muy bien. Ahora vete a casa y llama al médico. Di que viniste a traerme un sándwich porque yo seguí trabajando durante la hora del almuerzo. Ahí está. Y señaló un plato roto y un sándwich esparcido, tirado donde presuntamente se me había caído de las manos-. Grita un poco, pero no exageres.

No me resultó difícil gritar ni llorar cuando llegó el momento. Hacia días que tenía ganas de hacer ambas cosas y fue un gran alivio poder desahogar mi histeria.
El médico se comportó tal como Lancelot había previsto. El frasco de cianuro fue lo primero que vio. Frunció el ceño.
— Cielos, señora Stebbins. Era un químico descuidado.
— Supongo que si -sollocé-. No debía hacer este trabajo, pero sus ayudantes están de vacaciones.
— No se debe tratar el cianuro como si fuera sal.
— El médico sacudió la cabeza con aire moralizador-. Señora Stebbins, tendré que llamar a la policía. Es envenenamiento accidental por cianuro, pero se trata de una muerte violenta y la policía...
— Oh, si. Llame usted. -Y de inmediato me reproché haber hablado con tan sospechosa avidez.
Llegó la policía, acompañada de un cirujano forense, quien gruñó disgustado al ver los cristales de cianuro en la mano, en el delantal y en la barbilla. Los policias no demostraron el menor interés. Se limitaron a hacer preguntas estadísticas relacionadas con los nombres y las edades. Me preguntaron que si yo podría encargarme del sepelio. Dije que sí y se marcharon.
Luego, telefoneé a los periódicos y a dos agencias de prensa. Les dije que suponía que obtendrían noticias del deceso en los archivos de la policía y que esperaba que no hicieran hincapié en que mi esposo era un químico descuidado, con el tono de alguien que desea que no se hable mal de los difuntos. A fin de cuentas, agregué, era físico nuclear y no químico, y últimamente yo tenía la sensación de que podía hallarse en problemas.
Seguí las indicaciones de Lancelot al pie de la letra y eso también funcionó. ¿Un físico nuclear con problemas? ¿Espías? ¿Agentes enemigos?
Los periodistas acudieron ávidamente. Les di un retrato juvenil de Lancelot y un fotógrafo tomó fotos del laboratorio. Los conduje por algunas salas del laboratorio principal para que tomaran más fotos. Ni los policías ni los periodistas me hicieron pregunta alguna sobre la habitación cerrada, y nadie pareció reparar en ella.
Les di también un montón de material profesional y biográfico que Lancelot había dejado preparado y les conté varias anécdotas destinadas a revelar una combinación de humanidad y brillantez. Traté de ser literal en todo y, sin embargo, no me sentía confiada. Algo saldría mal, sabia que algo saldría mal.
Y cuando eso ocurriera él me echaría la culpa. Y esta vez había prometido matarme.

Al día siguiente le llevé los periódicos. Los leyó una y otra vez con ojos relucientes. Le habían dedicado un recuadro entero en el lado inferior izquierdo de la primera plana del New York Times. Tanto el Times como Associated Press hacían poco hincapié en el enigma de su muerte, pero uno de los tabloides tenía un llamativo titular en primera página: «Misteriosa muerte de sabio atómico.»
Lancelot se rió estentóreamente mientras leía y, cuando terminó con todos, volvió al primero.
Me miró severamente.
— No te vayas. Escucha lo que dicen.
— Ya los he leído todos, Lancelot.
— Te digo que escuches.
Me los leyó uno por uno en voz alta, demorándose en las alabanzas a los difuntos. Finalmente dijo, radiante de satisfacción:
— ¿Sigues creyendo que algo saldrá mal?
— Si la policía volviera a preguntarme por qué pienso que estabas en apuros...
— Tus declaraciones fueron imprecisas. Diles que habías tenido pesadillas. Para cuando quieran investigar más, si es que lo hacen, será demasiado tarde.
Por supuesto, todo iba bien, pero me costaba creer que seguiría así. De todos modos, la mente humana es extraña, insiste en tener esperanzas cuando todo está en contra.
— Lancelot, cuando todo esto haya terminado y seas famoso, famoso de verdad, podrás retirarte. Podremos regresar a la ciudad y vivir en paz.
— Eres una imbécil. Una vez que se me reconozca deberé continuar, ¿no lo entiendes? Los jóvenes acudirán a mi. Este laboratorio se convertirá en un gran Instituto de Investigación Temporal. Seré una leyenda viviente, y mi grandeza alcanzará tales alturas que nadie podrá ser otra cosa que un enano intelectual en comparación conmigo.
Se puso de puntillas, con los ojos brillantes, como si ya viera el pedestal donde iban a ponerlo.
Había sido mi última esperanza de recibir una migaja de felicidad. Suspiré.

Le pedí al sepulturero que dejara el ataúd con el cuerpo en el laboratorio antes de enterrarlo en el terreno de la familia Stebbins en Long Island. Le pedí que no lo embalsamara y me ofrecí a conservarlo en una sala refrigerada a cuatro grados.
El sepulturero llevó el ataúd al laboratorio con un gesto de fría desaprobación. Sin duda eso se reflejó en la cuenta que recibí más tarde. Mi explicación de que deseaba tenerlo cerca por última vez y darles a los ayudantes la oportunidad de ver el cadáver era incongruente y sonaba como tal.
De todas formas, Lancelot había especificado claramente qué debía decir.
Una vez que el cuerpo estuvo en el ataúd, con la tapa abierta, fui a ver a Lancelot.
— Oye, el sepulturero está muy disgustado. Creo que sospecha que hay gato encerrado.
— Bien -dijo Lancelot con satisfacción.
— Pero...
— Sólo es preciso aguardar un día más. Una mera sospecha no va a cambiar las cosas. Mañana por la mañana, el cuerpo desaparecerá, o debería desaparecer.
— ¿Quieres decir que tal vez no desaparezca?
Lo sabia, lo sabia, pensé.
— Podría darse alguna demora o algún adelanto. Nunca he transportado nada tan pesado y no sé hasta qué punto son exactas mis ecuaciones. Si quiero que el cuerpo esté aquí y no en una sala de velatorios es, entre otras cosas, para poder realizar las observaciones pertinentes.
— Pero en la sala de velatorios desaparecería ante testigos.
— ¿Y piensas que aquí sospecharán alguna artimaña?
— Desde luego.
Lancelot parecía divertido.
— Dirán: ¿por qué mandó de vacaciones a sus ayudantes?, ¿por qué se mató realizando experimentos que un niño podría realizar?, ¿por qué el cadáver desapareció sin testigos? Dirán: esa historia del viaje por el tiempo es absurda; tomó drogas para sumirse en un trance cataléptico y los médicos se dejaron embaucar.
— Si -murmuré. ¿Cómo se había dado cuenta de todo eso?
— Y cuando yo afirme que he resuelto el problema del viaje por el tiempo -prosiguió-, que incuestionablemente se certificó mi muerte y que yo incuestionablemente no estaba vivo, los científicos ortodoxos me denunciarán por farsante. Y en una semana me habré convertido en un nombre cotidiano para todos los habitantes de la Tierra. No hablarán de otra cosa. Me ofreceré para hacer una demostración del viaje por el tiempo ante cualquier grupo de científicos que desee presenciarla. Ofreceré hacer la demostración por un circuito intercontinental de televisión. La presión pública obligará a los científicos a asistir, y la televisión a darles autorización. Lo de menos será si la gente ansía un milagro o un linchamiento. ¡Lo verá! Y entonces alcanzaré el éxito y nadie en la historia de la ciencia habrá logrado una culminación más trascendente.
Me quedé obnubilada un instante, pero algo dentro de mí insistía: demasiado largo, demasiado complicado, algo saldrá mal.
Esa noche llegaron sus ayudantes y trataron de mostrarse respetuosamente acongojados en presencia del cadáver; dos testigos más que jurarían haber visto muerto a Lancelot, dos testigos más que embrollarían la situación y contribuiaían a llevar los acontecimientos hasta una cima estratosférica.

A las cuatro de la madrugada siguiente estábamos en la sala refrigerada, arropados en abrigos y esperando el momento cero.
El eufórico Lancelot revisaba sus instrumentos una y otra vez, mientras el ordenador trabajaba constantemente. No sé cómo lograba mover los dedos con tanta agilidad haciendo el frío que hacía.
Yo estaba totalmente alicaída. Era el frío, el cadáver en el ataúd, la incertidumbre del futuro.
Hacía una eternidad que estábamos allí cuando Lancelot exclamó a media voz:
— Funcionará. Funcionará tal como predije. A lo sumo, la desaparición se retrasará cinco minutos, y esto tratándose de setenta kilogramos de masa. Mi análisis de las fuerzas cronométricas es magistral.
Me sonrió, pero también le sonrió al cadáver con igual calidez.
Noté que tenía la chaqueta arrugada y desaliñada, igual que el segundo Lancelot, el muerto, cuando apareció. La llevaba puesta desde hacía tres días hasta para dormir.
Lancelot pareció leerme los pensamientos, o tal vez la mirada, pues bajó la vista a su chaqueta y dijo:
— Si, será mejor que me ponga el delantal. Mi segundo yo lo tenía puesto cuando apareció.
— ¿Qué ocurriría si no te lo pusieras? -pregunté con voz neutra.
— Tendría que hacerlo. Sería necesario. Algo me lo habría recordado. De lo contrario, él no habría aparecido con el delantal puesto. -Entrecerró los ojos-. ¿Sigues creyendo que algo saldrá mal?
— No lo sé -murmuré.
— ¿Crees que el cuerpo no desaparecerá o que yo desapareceré? -No respondí-. ¿No ves que mi suerte ha cambiado al fin? -chilló-. ¿No ves que todo sale a la perfección y según lo planeado? Seré el hombre más grande que haya vivido. Vamos, calienta agua para el café. -De pronto, recobró la calma-. Servirá para celebrar que mi doble nos abandona y yo regreso a la vida. Hace tres días que no tomo café.
Era café instantáneo, pero después de tres días se conformaría con eso. Manipulé el calentador eléctrico del laboratorio con los dedos congelados hasta que Lancelot me empujó a un lado y puso a calentar una jarra de agua.
— Tardará un rato -dijo. poniendo al máximo el mando. Miró al reloj y a los cuadrantes de las paredes-. Mi doble se habrá ido antes de que el agua hierva. Ven a mirar.
Se puso a un lado del ataúd. Yo vacilé.
— Ven -me ordenó.
Fui.
Se miró con infinito placer y esperó. Ambos esperamos, con la vista fija en el cadáver.

Se oyó el siseo y Lancelot gritó:
— ¡Quedan menos de dos minutos!
Sin un temblor ni un parpadeo, el cadáver desapareció.
El ataúd abierto contenía ropa vacía. Por supuesto, no era la ropa en la que había llegado el cadáver, sino prendas reales y que permanecían en la realidad. Allí estaban: muda interior, camisa, pantalones, corbata, chaqueta. Los calcetines colgaban de los zapatos caídos. El cuerpo se había esfumado.
Oí el hervor del agua.
— Café -dijo Lancelot-. Primero el café. Luego llamaremos a la policía y a los periódicos.
Preparé café para él y para mí.
Le añadí la acostumbrada medida de azúcar, ni mucha ni poca. Incluso en aquella situación, sabiendo que esa vez no le importaría, no pude contra el hábito.
Sorbí mi café, sin crema ni azúcar, según mi costumbre, y el calor me reanimó.
El revolvió su café.
— Con todo lo que he esperado... -dijo en voz baja.
Se llevó la taza a los labios, que sonreían triunfantes, y bebió.
Fueron sus últimas palabras.

Ahora que todo había terminado, sentí un cierto frenesí. Me las apañé para desnudarlo y ponerle la ropa del cadáver desaparecido. Logré levantar el cuerpo y tenderlo en el ataúd. Le coloqué los brazos sobre el pecho.
Lavé todo rastro de café en el fregadero de la otra habitación y también el azucarero. Una y otra vez lo lavé, hasta que desapareció todo el cianuro que había sustituido al azúcar.

Llevé su chaqueta de laboratorio y el resto de la ropa al cesto donde guardé las que había traído el doble. El segundo juego había desaparecido, y puse allí el primero.
Luego, esperé.
Esa noche, comprobé que el cadáver estaba frío y llamé al sepulturero. Nadie tenía por qué asombrarse. Esperaban un cadáver y allí lo tenían. El mismo cadáver. Realmente el mismo. Incluso tenía cianuro, tal como supuestamente lo tenía el primero.
Supongo que serían capaces de distinguir entre un cuerpo muerto doce horas atrás y otro que llevaba tres días y medio muerto, aunque refrigerado; pero ¿quién iba a molestarse en investigar?
No investigaron. Cerraron el ataúd, se lo llevaron y lo sepultaron. Era el homicidio perfecto.
En rigor, como Lancelot estaba legalmente muerto cuando lo maté, me pregunto si en verdad fue un homicidio. Por supuesto, no pienso consultárselo a un abogado.

Ahora llevo una vida apacible y feliz. Tengo suficiente dinero. Voy al teatro. He entablado amistades.
Y vivo sin remordimientos. Lancelot nunca recibirá sus laureles. Algún día, cuando alguien vuelva a descubrir el viaje por el tiempo, el nombre de Lancelot Stebbins permanecerá olvidado en las tinieblas del Estigia. Pero yo ya le había advertido que, fueran cuales fuesen sus planes, así terminaría todo. Si yo no lo hubiera matado, alguna otra cosa habría estropeado sus planes, y entonces él me habría matado a mí.
Así que vivo sin remordimientos.
Incluso se lo he perdonado todo; todo, salvo ese momento en que me escupió. Resulta irónico que gozara de un instante de felicidad antes de morir, pues recibió una dádiva que pocos han tenido, y él fue el único que pudo saborearla.
A pesar del berrido que me pegó aquella vez que me escupió, Lancelot tuvo la oportunidad de leer su propia necrológica.

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