Richard Awlinson
Aguas Profundas
REINOS
OLVIDADOS
Volumen III de Avatar
Prólogo
La patrulla había salido de Marsember, con la
misión de proteger las granjas que lindaban con el bosque en forma de lágrima
llamado del Ermitaño. El sargento, Ogden el Centauro, era uno de los mejores de
Cormyr, y gozaba de la fama de mantener su sector libre de bandoleros.
A las órdenes de Ogden habían servido doce
jinetes. Formaban un grupo de soldados típicos: media docena de jóvenes
holgazanes, un par de borrachos, dos hombres de valía y dos asesinos. Como era
de suponer, estos últimos eran insubordinados y habían prometido añadir a Ogden
a su corta lista de víctimas, si bien ninguno de ellos jamás había conseguido
reunir el valor suficiente para atacar al sargento.
Ahora ya no volverían a tener ni siquiera la
oportunidad de intentarlo. La patrulla de Ogden yacía a unos cien metros al
norte del bosque del Ermitaño; todos muertos, hasta los caballos. El Dragón
Púrpura, blasón del rey Azoun IV, aún resplandecía, y el acero bruñido de las
armaduras brillaba cuando la luz de la luna aparecía entre los nubarrones y
alumbraba sus cuerpos.
Pero ahora la pulcritud y el lustre no tenían
importancia. Los chacales y los cuervos habían hecho acto de presencia el día
anterior, y dejado una espantosa carnicería a su paso. Ira había perdido las
orejas. Los dedos de los pies de Fineas habían sido arrancados a dentelladas.
Un ojo de Ogden había servido de festín a un cuervo. Los cadáveres de los demás
miembros de la patrulla habían tenido un destino todavía peor, y había trozos
de sus cuerpos dispersos por todo el campo.
Incluso sin la ayuda de los carroñeros, el
espectáculo ofrecido por la patrulla habría sido horripilante. Cabalgaban por
el campo cuando el suelo había comenzado a vomitar un gas negro y pestífero. No
había ningún motivo aparente para aquella emisión letal. El terreno no estaba
situado cerca de ningún volcán, pantano o ciénaga, ni tampoco había, en un radio
de ciento sesenta kilómetros, una caverna donde se hubiesen podido acumular
gases. Aquel vapor negro no era más que otra prueba del caos que asolaba a los
Reinos.
Todo esto había ocurrido dos días antes y,
desde entonces, la patrulla había estado expuesta al sol. Los cadáveres tenían
los miembros hinchados y abotagados, y, en algunos casos, una pierna o un brazo
aparecía retorcido de una forma extraña como consecuencia de las fracturas
producidas en la caída. Las partes de los cuerpos en contacto o próximas al
suelo estaban negras y cubiertas de sangre coagulada, mientras que las
expuestas a la luz habían tomado un color gris pardusco. El único signo de vida
que quedaba en los integrantes de la patrulla de Ogden era el perturbador matiz
rojizo que ardía en sus ojos.
Debido a que sus almas todavía no se habían
separado de sus cuerpos, los soldados eran completamente conscientes de su
situación. Estar muertos no era precisamente lo que esperaban. Habían estado
listos y dispuestos para unirse a las gloriosas huestes de Tempus, dios de la
Guerra, o encontrar el dolor eterno bajo el látigo cruel de la señora del
Dolor, la diosa Loviatar. No habían contado con que su conciencia permanecería
en sus cadáveres mientras su carne se descomponía lentamente.
Por lo tanto, cuando Ogden recibió la orden de
levantarse y formar fila, él y sus soldados se alegraron al comprobar que
podían obedecer. Los hombres y los caballos se incorporaron, sin gracia alguna
y muchas dificultades, pero se levantaron. Los jinetes empuñaron las riendas de
sus caballos muertos y se acomodaron en perfecta formación, igual como lo
habían hecho cuando estaban con vida.
La orden de levantarse había llegado de la
ciudad de Aguas Profundas, donde noventa apóstoles de la maldad y la corrupción
estaban arrodillados en el interior de un templo en penumbras. La sala apenas
era lo bastante grande para acogerlos, y se parecía más al interior de una
cripta mohosa que a un templo. Las paredes de piedra estaban negras por el
légamo y el moho. La única luz del recinto la suministraban dos antorchas
humeantes colocadas en las hornacinas detrás del enorme altar de piedra.
Los apóstoles vestían unas mugrientas túnicas
de ceremonia de color marrón, hechas de burda tela. Mantenían la mirada fija en
el suelo, y tenían tanto miedo del ser que estaba ante el altar manchado de
sangre que apenas si se atrevían a respirar para no molestarlo.
El hombre del altar era alto, demacrado y
padecía de lepra. Su rostro deforme mostraba unas profundas arrugas, y todo él
estaba cubierto de pústulas tumefactas. En todos los puntos de su cara y manos
donde las heridas habían destrozado la piel enferma, colgaban trozos de carne
gris y apestosa. Él no había hecho nada para ocultar su estado. En realidad, se
sentía encantado con su enfermedad, y exhibía las consecuencias de la misma a
la vista de todos.
Este extraño comportamiento con respecto a la
enfermedad no resultaba sorprendente, porque el ser del altar no era otro que
Myrkul, dios de la Decadencia y de la Muerte. Estaba sumido en la concentración
más profunda mientras enviaba su mensaje telepático a través del continente a
la patrulla de Ogden. El esfuerzo para poder transmitir las órdenes superaba su
capacidad, y se había visto obligado a tomar el poder de las almas de cinco de
sus fíeles adoradores. Al igual que las demás deidades de los Reinos, Myrkul ya
no era omnipotente porque había sido expulsado de los Planos y obligado a tomar
un cuerpo humano —un avatar— en los Reinos.
La razón para el exilio había sido que alguien
había robado las Tablas del Destino, las dos piedras sobre las cuales lord Ao,
señor de los dioses, tenía escritos los privilegios y las responsabilidades de
cada deidad. Ni Ao ni los demás dioses sospechaban que Myrkul y el difunto dios
de la Lucha habían sido los autores del robo de las tablas. Se habían llevado
una cada uno, para esconderlas por separado sin revelar el escondite al otro.
Las dos divinidades habían actuado de esta manera con la esperanza de
aprovechar la confusión provocada por el robo de las tablas, y aumentar su
propio poder.
Pero la pareja no había previsto el alcance de
la cólera de su señor. Apenas hubo descubierto el robo, Ao desterró a todos los
dioses a los Reinos, no sin antes despojarlos de la mayor parte de sus poderes.
Prohibió a sus siervos el regreso a los Planos si no eran portadores de las
tablas. La única divinidad que se libró de este destino fue Helm, dios de los
Guardianes, a quien Ao encargó la custodia de la Escalera Celeste que llevaba
de vuelta a los Planos.
Ahora Myrkul no era más que una mera sombra de
lo que había sido antes del exilio. Pero, con las almas de las víctimas del
sacrificio como materia prima para la obtención de energía, aún podía emplear
su magia. En este preciso momento, estaba utilizando la magia para examinar a
la patrulla de cormytas muertos, y lo que veía no podía ser más agradable. Era
obvio que los soldados y sus caballos, que comenzaban a pudrirse poco a poco,
estaban muertos. Pero no estaban del todo inanimados. Myrkul había tenido
suerte, porque había descubierto a la patrulla antes de que sus espíritus
hubiesen abandonado la materia. Estos zombis serían más inteligentes y ágiles
que la mayoría, porque hacía relativamente poco que habían muerto. Si los
soldados debían realizar las órdenes de Myrkul, necesitarían estas ventajas
adicionales.
Myrkul hizo que Ogden se dirigiera hacia el
bosque del Ermitaño, y luego transmitió sus órdenes a la patrulla por
telepatía. Hay dos hombres y una mujer acampados en este bosque. En sus
alforjas, llevan una tabla de piedra. Matad a los hombres, y luego traedme a la
mujer y la tabla.
La tabla era, desde luego, una de las Tablas
del Destino. Era la misma que Bane había escondido en Tantras, y que a su vez
había sido encontrada sin muchas dificultades por otro dios y un puñado de
humanos. Lord Black había intentado con desesperación recuperar el objeto, y
para ello movilizó su ejército. Pero este ambicioso plan había significado su
perdición. Los saqueos de las huestes de Bane habían alertado a sus enemigos,
quienes habían unido sus fuerzas y derrotado al dios de la Lucha...
definitivamente.
Myrkul estaba dispuesto a seguir un plan más
prudente. Allí donde Bane había recurrido a un ejército para recuperar la
tabla, él emplearía a una patrulla con el mismo fin. Tampoco caería en el error
de creer que una vez que la tabla estuviera en su poder, sería cosa fácil
conservarla. En aquel mismo momento, el trío con la tabla de Bane era
perseguido por un traidor despiadado. Este traidor no se detendría ante nada,
con tal de robarles la tabla a ellos, o incluso a los zombis de Myrkul. Pero el
dios de la Muerte conocía los planes del criminal, y ya había enviado a un
agente para desbaratar sus propósitos.
Mientras Myrkul reflexionaba sobre todas estas
cosas y muchas más, un dorado y trémulo disco de fuerza apareció en un lugar de
Aguas Profundas, muy apartado del mohoso templo del dios, delante mismo de una
torre inmaculada. La estructura tenía casi quince metros de altura, y estaba
construida toda de piedra. No se apreciaban entradas o ventanas, ni siquiera en
la parte más alta, y no parecía ser otra cosa que un pilar de granito pulido.
Un anciano salió del disco dorado, luego se
volvió y, con un gesto de su mano, esfumó el portal. A pesar de la edad, el
hombre ofrecía un aspecto robusto y saludable. Una pesada capa de viaje de
color marrón colgaba de sus huesudos hombros, sin poder disimular su figura
esbelta. Su rostro era delgado, de facciones angulosas, ojos avispados y
vivaces, y larga nariz recta. Tenía la cabellera blanca y abundante, y una
barba tan tupida como la melena de un león.
—¿Quién es el que llama? —La voz imperiosa
surgió de la base de la torre, si bien su dueño no era visible.
El anciano contempló la torre con una
expresión de disgusto, y luego respondió:
—Si Khelben ya no conoce a su maestro, quizás
es que he venido al sitio equivocado.
—¡Elminster! ¡Bienvenido! —Un hombre de
cabellos negros asomó la cabeza y los hombros directamente por la pared del
segundo piso de la torre. Sus facciones eran elegantes, tenía los ojos castaños,
y la barba negra bien recortada—. ¡Pasa! ¿Recuerdas dónde está la entrada?
—Desde luego —contestó Elminster. El viejo
caminó hacia la base de la torre y atravesó la pared como si ésta fuese una
puerta. Se detuvo en un salón bien amueblado atestado de cuernos de dragón,
coronas de hierro y otros trofeos procedentes de las aventuras del mago.
Elminster sacó de un bolsillo de la capa su pipa de espuma de mar, la encendió
con la llama de una de las velas, y luego se sentó en el sillón más cómodo de
la habitación.
Un momento después, Khelben Báculo Oscuro Arunsun
bajó a toda prisa las escaleras, al tiempo que se echaba una capa púrpura sobre
la sencilla túnica de seda blanca que era su prenda habitual cuando no tenía
visitas. El hechicero de cabellos oscuros frunció la nariz ante el olor
demasiado dulzón de la pipa, mientras se acomodaba en el sillón reservado a los
invitados.
—Bienvenido a Aguas Profundas, amigo mío. ¿Qué
te trae...?
—Necesito tu ayuda, Báculo Oscuro —lo
interrumpió Elminster.
El viejo apuntó con la boquilla de su pipa al
joven mago. Éste hizo una mueca, y respondió:
—Mi magia ya no es...
—¿Acaso crees que no lo sé? —lo cortó el
anciano sabio—. En todas partes ocurre lo mismo. No ha pasado ni un mes desde
que mi pipa favorita estalló ante mis ojos cuando intenté encenderla con un
hechizo pirotécnico, y la última vez que quise hacer un truco con una soga,
tuve que cortarla para conseguir desatarme.
Báculo Oscuro asintió en un gesto de simpatía,
y comentó:
—Establecí una comunicación telepática con
Petrucho el Paladín, y toda la ciudad de Aguas Profundas se enteró de nuestros
pensamientos.
Elminster llevó la pipa a sus labios y dio
varias chupadas. Después, dijo:
—Y esto no es lo peor. El caos reina a todo lo
largo y ancho del mundo. Los pájaros del valle de las Sombras han comenzado a
cavar madrigueras y el agua del río Arken se ha convertido en sangre hirviente.
—Pues en Aguas Profundas ocurre exactamente lo
mismo —afirmó el joven mago—. Los pescadores se niegan a salir del puerto,
porque los bancos de caballas les hunden los barcos.
El anciano sabio asintió y con aire distraído
soltó un anillo de humo verde. Tras un momento de reflexión, preguntó:
—¿Ya sabes cuál es la causa de todos estos
trastornos?
En el rostro de Báculo Oscuro apareció una
expresión de molestia. Respondió:
—Sé que todo empezó cuando Ao echó a los
dioses de los Planos por el robo de las Tablas del Destino, pero no he
conseguido enterarme de nada más.
Elminster dio varias chupadas a la pipa antes
de decir:
—Por fortuna, yo sí he podido averiguar
algunas cosas más. Poco después del Advenimiento, vino a buscarme un grupo de
cuatro aventureros. Se trataba de una maga llamada Medianoche, un clérigo de
nombre Adon de Sune, un guerrero que dijo ser Kelemvor Lyonsbane y un ladrón que
respondía al nombre de Cyric. Afirmaron que habían rescatado a la diosa Mystra
de las manos de Bane. A continuación, Mystra intentó regresar a los Planos,
pero perdió la vida cuando Helm rehusó dejarla pasar. En su último suspiro,
según su versión, Mystra les encomendó la misión de advertirme de que Bane
atacaría el valle de las Sombras, y que obtuvieran mi ayuda para buscar las
Tablas del Destino.
»Al principio, no les creí —prosiguió
Elminster, después de una pausa para dar un par de chupadas a su pipa—. Pero la
mujer me presentó un medallón que le había dado la diosa. Y, tal como habían
anunciado, Bane atacó el valle de las Sombras. Los cuatro se comportaron muy
bien en la defensa del valle.
El sabio omitió expresamente hacer mención de
los infortunios que habían padecido los cuatro héroes como consecuencia de su
propia desaparición durante la batalla del valle de las Sombras. Los lugareños
habían acusado a Medianoche y a Adon de haberlo asesinado. Por fortuna, aquel
asunto había quedado aclarado.
—En cualquier caso —añadió Elminster—, no
tardé en saber que una de las tablas estaba en Tantras. Después de haber estado
separado por poco tiempo de ellos, como resultado de la batalla del valle de
las Sombras, volví a reunirme una vez más con Medianoche, Kelemvor y Adon en
Tantras.
—¿Y qué se hizo del ladrón..., el tal Cyric?
—preguntó Khelben. Era un buen oyente y no había pasado por alto el hecho de
que Elminster había omitido el nombre de Cyric en su última frase.
—El ladrón abandonó el grupo durante el viaje
a Tantras. No estoy muy seguro de lo que ocurrió, pero parece que traicionó a
sus compañeros. De todas maneras, él carece de importancia para lo que sucedió
después. Bane siguió a Medianoche y a sus amigos hasta Tantras, y una vez allí
intentó recuperar la tabla por sí mismo. El dios Torm, que había fijado su
residencia en la ciudad, se enfrentó a Bane en combate. La batalla amenazó con
destruir a Tantras, pero Medianoche tocó la campana de Aylan Attricus...
—¿Que ella hizo qué? —gritó Báculo Oscuro, al
tiempo que se ponía de pie de un salto—. Nadie puede tañer esa campana... ¡Ni
siquiera yo!
—Medianoche lo hizo —afirmó Elminster—. Y puso
en marcha el escudo antimagia que protegía a la ciudad. Los avatares de ambos
dioses resultaron destruidos. —Tras estas palabras, el viejo sabio se dedicó a
fumar su pipa con toda calma.
—Y luego ¿qué? —preguntó Khelben después de un
momento.
Elminster lanzó una sucesión de anillos de
humo.
—Pues que es aquí donde nosotros entramos en
escena —respondió por fin—. Medianoche y sus amigos están de camino hacia Aguas
Profundas con la tabla.
El joven mago analizó la información recibida
durante un buen rato, en un intento por encontrar una explicación que
justificara la necesidad de emprender un viaje tan largo y peligroso. Cuando
fracasó en su empeño, preguntó:
—¿Por qué?
—Por dos razones —contestó Elminster, sin
poder ocultar la sonrisa—. La primera, porque en algún lugar cercano a este
punto hay una Escalera Celeste. La segunda es que la otra tabla está aquí y
necesitamos las dos para hacer que los dioses vuelvan a los Planos.
—¿Hay una tabla en Aguas Profundas? —preguntó
Báculo Oscuro—. ¿Dónde?
—Éste es el motivo por el que te necesito
—dijo el sabio—. Todo lo que he podido averiguar es que podía encontrar una
tabla si venía a Aguas Profundas.
—Aguas Profundas es una ciudad muy grande
—replicó el joven, quien puso los ojos en blanco.
—Entonces, ya es hora de ponernos en marcha
—afirmó Elminster, mientras guardaba la pipa—. Me gustaría poder encontrar la
tabla antes de la llegada de Medianoche.
1
Visitantes
Los ojos de Medianoche, tan oscuros y
profundos como la noche, siguieron a la sombra cuando se movió detrás de las
raíces al aire de un sauce tumbado. Un viento fuerte susurró a través del
bosque oscuro; agitó los arbustos, sacudió las ramas de los árboles y llenó el
bosque de siluetas danzarinas de formas y tamaños ambiguos. En el cielo, las
nubes de una tormenta pasajera desfilaron delante de la luna; sus densas
sombras se deslizaron entre la enmarañada vegetación como guerreros
silenciosos.
Medianoche y dos compañeros estaban acampados
en el extremo sur del bosque con forma de lágrima. Sus amigos dormían en una
pequeña tienda montada entre dos árboles. Uno de los hombres, Kelemvor, roncaba
con un rumor suave y profundo parecido al gruñido del lobo.
Mientras sus compañeros descansaban,
Medianoche permanecía sentada veinte metros más allá, a cargo de la guardia.
Todavía no había cumplido los treinta años, tenía el cuerpo delgado y era una
mujer de encantos voluptuosos. Las cejas eran finas y negras como un trazo
pintado por encima de sus ojos, y tenía una larga trenza de cabellos negro
azabache que le llegaba a la mitad de la espalda. Su único defecto, si es que
así se lo podía denominar, eran las prematuras arrugas de preocupación que
surcaban su frente y marcaban la comisura de sus labios.
Estas arrugas de preocupación se habían hecho
más profundas en los últimos días. Adon, Medianoche y Kelemvor habían estado a
bordo de una pequeña galera con destino a la ciudad portuaria de Ilipur, donde
pretendían encontrar una caravana con destino a Aguas Profundas. Cuando el navío
recorría la última singladura del viaje, a través del mar protegido llamado
Dragonmere, una tormenta antinatural había surgido de pronto de las aguas
encalmadas y casi había destrozado el barco. La terrible tempestad había durado
tres días, y la galera se había salvado, única y exclusivamente, gracias a los
valientes esfuerzos de su tripulación.
El supersticioso capitán, ya nervioso por la
presencia de un trirreme de Zhentish que los había seguido, había culpado de su
mala suerte a los pasajeros. Cuando por fin amainó la tormenta, el capitán puso
rumbo a la playa más cercana y dejó a los tres compañeros en tierra.
Se oyó un sonido procedente de la tienda y
Medianoche se giró para ver a Adon que se arrastraba hacia ella. En la mano
derecha, el clérigo empuñaba una maza que había comprado a un marinero; en la
izquierda sostenía unas alforjas. Una de las bolsas contenía una piedra plana
de unos treinta centímetros de ancho por cuarenta y cinco de largo; la Tabla
del Destino que el grupo había recuperado en Tantras.
Incluso ahora, en medio de la noche, los
rubios cabellos de Adon estaban bien peinados. Su físico era delgado, pero
musculoso y bien proporcionado, y sus ojos verdes brillaban con luz propia. Los
otros rasgos de Adon eran simétricos aunque un tanto insulsos, excepto por la
roja cicatriz que marcaba un sendero oscuro desde el ojo izquierdo hasta la
barbilla.
La cicatriz era un severo recuerdo de la
crisis personal que el clérigo había sufrido durante las últimas semanas. En la
noche del Advenimiento, cuando Ao había expulsado a los dioses de los Planos,
todos los clérigos de los Reinos habían perdido sus poderes. A menos que
estuviesen a un kilómetro y medio de su dios, sus plegarias de encantamientos
pasaban inadvertidas. Al principio, esto no había preocupado al optimista Adon,
y se había mantenido fiel a su deidad, Sune, la diosa de la Belleza.
Luego, cerca de Tilverton, lo habían herido en
una emboscada. En un primer momento, Adon había temido que la herida fuese un
castigo por alguna ofensa ignorada contra su diosa. Este sentimiento se había
hecho cada vez más fuerte. Por fin, durante la batalla del valle de las
Sombras, Elminster había sufrido un accidente y Adon se encontró incapacitado
para ayudar al anciano sabio. El clérigo se sumió en una depresión
catastrófica. Cuando finalmente se recuperó, varias semanas más tarde, su fe en
Sune había desaparecido. A cambio, el clérigo había enfocado su fervor y dedicación
a su compañero.
—¿Por qué estás despierto? —preguntó
Medianoche, en un susurro lo bastante fuerte para hacerse oír a pesar del
viento.
Adon se acurrucó a su lado y respondió en voz
muy baja:
—¿Quién puede dormir con tanto escándalo en
sus oídos? —Con un movimiento de cabeza indicó el cuerpo tendido de Kelemvor—.
Me ocuparé de la guardia si estás cansada.
—Todavía no —dijo Medianoche, y se volvió
hacia el sauce tumbado. La sombra que antes había observado permanecía en
cuclillas detrás de las raíces al descubierto.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Adon, al ver el
interés de Medianoche por el sauce. Siguió su mirada, y descubrió la forma
oscura detrás de la maraña—. ¿Qué es aquello?
—Una sombra que he estado observando —replicó
Medianoche, encogiendo los hombros.
La luna asomó su faz entre las nubes y alumbró
el bosque con su luz plateada. En la parte superior de la sombra, Medianoche
pudo ver la silueta de una cabeza y hombros.
—Parece un hombre —comentó Adon, sin alzar la
voz.
—Así es —replicó Medianoche.
El clérigo miró hacia la tienda.
—Deberíamos despertar a Kelemvor.
La sugerencia de Adon tenía sentido. Ninguno de
los dos estaba en plena posesión de sus fuerzas. Al igual que había sucedido
con los demás magos, los poderes de Medianoche se habían vuelto inestables
desde la caída de los dioses. La situación del clérigo no era mejor. Incluso si
todavía hubiese tenido fe en su diosa, Sune estaba demasiado lejos para que él
pudiera aprovechar su poder.
Pero Medianoche quería dejar que Kelemvor
roncara un poco más. No estaba convencida de que la sombra fuera peligrosa, y,
si lo era, la maga no quería alarmarlo con un repentino despliegue de
actividad. Además, incluso sin sus hechizos, Adon y ella eran buenos
luchadores.
—Podemos cuidar de nosotros mismos si es necesario
—dijo—. Pero no creo que exista ningún peligro.
Una nube volvió a cubrir la luna, y otra vez
sumergió al bosque en las tinieblas. Adon espió el amasijo de raíces, intrigado
por la afirmación de Medianoche.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Si aquello es un hombre, no pretende hacernos
daño. Ya habría hecho algo si ésa fuera su intención —respondió Medianoche—. No
se estaría sentado allí, sin hacer más que mirarnos.
—Si no pretendiera hacernos daño, ya tendría
que estar en el campamento —replicó Adon.
—No necesariamente —dijo Medianoche—. Quizá
tenga miedo de hacerlo.
—No tenemos aspecto de ladrones —afirmó Adon,
y con un gesto se indicó a sí mismo y a su compañera—. ¿Quién podría tener
motivos para tener miedo de nosotros?
Medianoche no respondió de inmediato y evitó
la mirada del clérigo. Tan pronto como Adon había formulado su pregunta, a ella
se le había ocurrido que la sombra podía ser la de Cyric, el camarada ausente
del trío. Sólo habían transcurrido unas pocas semanas desde la desaparición del
ladrón en el río Ashaba, pero ya parecía como si faltase desde hacía años. Ella
echaba de menos su ingenio mordaz, su porte despreocupado, incluso su mal
humor.
Después de esperar en vano la respuesta de
Medianoche a su pregunta, Adon se volvió hacia la tienda. La hechicera lo
sujetó del hombro para impedir su marcha.
—Podría ser Cyric —susurró.
Adon se giró velozmente para enfrentarse a
Medianoche, y le respondió en voz muy baja:
—¡Cyric! ¡No es posible!
—¿Por qué no? —preguntó Medianoche, con la
mirada puesta en la sombra—. El trirreme que preocupó a nuestro capitán de
barco parecía venir en nuestra persecución.
—Ésa no es razón suficiente para pensar que
Cyric estaba a bordo —replicó Adon—. ¿Cómo podría haberse enterado de que
abandonábamos Tantras, y, además, saber en qué barco navegábamos?
—Cyric tiene sus medios —dijo Medianoche, muy
seria.
—Sí, ya lo ha demostrado en Tantras —afirmó
Adon, frunció el entrecejo y apretó la maza con tanta fuerza que los nudillos
se le pusieron blancos.
Medianoche y Adon se volvieron para mirar a
Kelemvor. El guerrero había sido el último en ver a Cyric en Tantras. Un
asesino zhentilés había atacado a Kelemvor, pero había fracasado en su intento
de matarlo. Cuando acabó el combate, había descubierto a Cyric entre la
muchedumbre, como otro espectador cualquiera. El clérigo apartó la mano de la
mujer de su hombro, y anunció:
—Voy a buscar a Kelemvor.
—Pero él matará a Cyric —exclamó Medianoche,
con una sombra de preocupación en su voz.
—Bien —replicó Adon. El clérigo se volvió otra
vez hacia la tienda.
—¿Cómo puedes decir algo así?
—Él se ha aliado con los zhentileses
—respondió Adon por encima del hombro—. ¿O te has olvidado?
Según los rumores, Cyric había estado con uno
de los ejércitos zhentileses llegados para atacar Tantras. Tras la presencia de
Cyric en el intento de asesinato de Kelemvor, Adon daba crédito a las
habladurías.
—¿Qué esperabas? —preguntó Medianoche, sin
poder creer en la traición de su amigo—. Cyric es un intrigante. Enfrentado a
la decisión de escoger entre los zhentileses de Bane o morir, se uniría a
ellos. Eso no quiere decir que nos haya traicionado.
—Tampoco significa que no lo haya hecho
—objetó Adon, sin volverse. Una fuerte ráfaga de viento cruzó el bosque y se
escuchó el estruendo de las ramas sacudidas.
—Hace unas pocas semanas, Cyric era un amigo
de confianza y un buen aliado —dijo Medianoche—. ¿Te has olvidado de que fue él
quien salvó nuestras vidas en el valle de las Sombras?
—No —admitió Adon. Esta vez el clérigo se
volvió para mirar a Medianoche—. Pero tampoco he olvidado que Cyric me habría
entregado al hacha del verdugo si tú no te hubieses negado a abandonarme.
Medianoche no supo qué argumentar, porque el
clérigo tenía razón. Después de la desaparición de Elminster durante la batalla
del valle de las Sombras, la gente de la ciudad había improvisado un juicio y
acusado a Medianoche y Adon del asesinato del anciano sabio. Por desgracia, la
desaparición de Elminster también había precipitado la depresión catatónica del
clérigo, y éste había sido incapaz de pronunciar ni una sola palabra en su
propia defensa. El tribunal no tardó mucho en emitir su veredicto de culpables
y condenarlos a muerte.
La noche anterior a la ejecución, Cyric había
aparecido para rescatar a Medianoche. El ladrón estaba disgustado con Adon por
su colapso durante el juicio, y sólo ante la insistencia de Medianoche había
aceptado salvar también al clérigo. Luego, mientras el trío escapaba hacia el
río Ashaba, Cyric había tratado a Adon como a un perro sarnoso; únicamente le
había hablado para insultarlo, e incluso, de tanto en tanto, le había pegado.
La maga había tenido que intervenir muchas veces en defensa de Adon.
Mientras Medianoche recordaba el desagradable
viaje, la luna apareció otra vez, y una luz débil bañó el bosque. Esta vez
parecía que la luna tardaría en ocultarse, porque las únicas nubes cercanas
eran las que el viento acababa de arrastrar. Adon aprovechó la oportunidad para
mirar a Medianoche a los ojos.
—No tengo ninguna deuda con Cyric —dijo—. Por
lo que a mí respecta, sólo estoy en deuda contigo por salvarme la vida en el
valle de las Sombras.
—Entonces quiero que pagues tu deuda
—respondió Medianoche, sin apartar la mirada—. No des por sentado que Cyric nos
traicionó sólo porque no te trató bien en el pasado.
—Tú no conoces a Cyric como a Kel...
Medianoche levantó una mano para silenciar al
clérigo.
—¿Vas a cumplir o no con el pago de tu deuda?
—preguntó.
—Jamás confiaré en Cyric —replicó Adon,
furioso.
—No te pido que lo hagas —dijo Medianoche.
Miró otra vez en dirección a la sombra—. Todo lo que te pido es que le otorgues
a Cyric el beneficio de la duda. No lo mates en cuanto lo veas.
El rostro de Adon reflejó su frustración, y el
clérigo desvió la mirada.
—De acuerdo..., pero jamás conseguirás
convencer a Kelemvor —replicó.
—Resolveremos el problema cuando llegue su
momento —afirmó la maga, sin poder ocultar su alivio—. En primer lugar, pienso
que debo averiguar qué quiere Cyric. —Sin esperar a la respuesta, Medianoche
comenzó a arrastrarse hacia las raíces del sauce. Las hojas empapadas
amortiguaron el roce de sus rodillas y manos, y disimularon lo que de otra
manera hubiese sido un sonoro ruido.
—¡Espera! —siseó Adon—. Ni siquiera sabes si
aquello es él.
—Es hora de que lo averigüemos, ¿no es así?
—respondió Medianoche, que se detuvo tan sólo un instante—. Si no lo es, ya
puedes despertar a Kelemvor.
Adon suspiró resignado. Se echó las alforjas
al hombro, y se preparó para correr en ayuda de la maga si hacía falta.
Mientras Medianoche avanzaba, el silbido del
viento ahogó los ronquidos de Kelemvor, si bien todavía se podía escuchar un
rumor suave. La joven apretó el mango de la daga, consciente de que cuanto más
se alejaba de sus amigos, mayor era el riesgo de ser atacada. Como había
señalado Adon, no podían estar seguros de que el hombre que estaba detrás de
las raíces enredadas fuera Cyric. Bien podía tratarse de un ladrón, o de un
espía zhentilés, que los hubiera seguido desde Tantras. Pero Medianoche
comprendió que no tenía otra opción que la de acercarse y ver.
Seis metros más adelante, la maga apoyó una
mano sobre una ramita y la quebró. La sombra permaneció inmóvil, pero cuando
Medianoche miró a sus espaldas, vio cómo Kelemvor se movía hasta encontrar la
empuñadura de la espada, para después reanudar los ronquidos. Una vez más se
arrastró hacia las raíces del sauce y avanzó otros tres metros.
De pronto se calmó el viento, y en la arboleda
se extendió un silencio inquietante. Hacia el norte, el estampido seco de las
ramas al quebrarse y el chasquido de la maleza resonó en el bosque. Alarmada,
Medianoche se detuvo y miró hacia el lugar donde se producía el alboroto.
Varias siluetas muy grandes avanzaban entre el matorral.
—Despierta a Kelemvor —le gritó Medianoche a
Adon—. ¡Algo se aproxima! —La joven miró en dirección a las raíces del sauce y
descubrió que la sombra había desaparecido.
Sesenta metros hacia el norte, trece soldados
cormytas —los mismos de la patrulla al mando de Ogden el Centauro— cabalgaban
sin prisa hacia el sur, a la búsqueda de Medianoche y sus compañeros. A la
mayoría de los hombres les faltaban las orejas, los dedos, las narices, incluso
una mano o un pie enteros. En sus torsos se veían las heridas desgarradas donde
las aves carroñeras los habían picoteado en busca de las apetitosas entrañas.
Los caballos no estaban en mejor estado; les habían arrancado grandes tiras del
cuero y habían desaparecido las partes más tiernas de sus cuerpos.
De regreso en la tienda, Adon puso una mano
sobre la boca de Kelemvor, y después sacudió al guerrero por un hombro. El
fornido guerrero despertó sobresaltado, y, en un acto instintivo, apartó a Adon
de un empellón que hizo caer al clérigo de espalda. Un momento más tarde,
Kelemvor comprendió que había sido la mano de Adon lo que había tapado su boca
y ayudó a su amigo a sentarse, sin pensar en disculparse por haberlo tumbado.
La apariencia de Kelemvor era tan ruda como
sus modales. Medía casi un metro ochenta de estatura, era muy ancho de espaldas
y su cuerpo era todo músculo. Una barba negra de tres días cubría su rostro de
facciones muy marcadas, y sus ojos verdes quedaban ocultos por las cejas
espesas y muy gruesas. El guerrero se movió con una gracia felina que era el
único rastro de la maldición licantrópica de la que hacía poco había conseguido
librarse. Se frotó los ojos para quitarse el sueño, y preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Algo se aproxima por el norte —contestó Adon,
al tiempo que se echaba las alforjas al hombro y empuñaba su maza—. Medianoche
no ha dicho qué es. —El clérigo no hizo mención de que la sombra podía haber
sido Cyric, porque había prometido no matar al ladrón en cuanto lo tuviera
delante. Si comunicaba a Kelemvor la presencia de Cyric habría equivalido a lo
mismo.
—¿Dónde está ella? —preguntó Kelemvor,
arrodillado en el suelo.
Adon se volvió hacia las raíces del sauce.
Medianoche no se veía por ninguna parte.
—Hace un minuto estaba allí —respondió.
Kelemvor soltó una maldición y desenvainó su
espada.
—Será mejor que la busquemos.
En aquel momento, Medianoche se había
arrastrado hasta unos cuarenta y cinco metros de las sombras al norte del
campamento. Podía ver las siluetas de ocho hombres a caballo, aunque la maga
oía los ruidos de más jinetes detrás de ellos. Los ocho primeros avanzaban
lentamente hacia la tienda, así que la maga comenzó a buscar un lugar donde
ocultarse.
Cuando lo encontró, bien arrimada a un aliso,
Kelemvor y Adon habían comenzado a buscarla. El guerrero se había arrastrado
hasta la maraña de raíces de un árbol caído y buscaba algún rastro de su
presencia. Adon estaba en cuclillas a medio camino entre la tienda y las
raíces.
—¿Medianoche? —susurró el clérigo—.
Medianoche, ¿dónde estás? ¿Te encuentras bien?
Si bien Medianoche conseguía escuchar las
llamadas de Adon, no podía responder. Los jinetes estaban sólo treinta metros
más allá, y tenía miedo de que pudieran oír su respuesta. Empuñó la daga con
fuerza y rogó que la presencia de los hombres a caballo en el bosque fuese una
coincidencia, y que no pretendieran hacerles ningún mal. Pero a medida que se
acercaban, Medianoche pudo ver dos docenas de ojos que resplandecían como
ascuas en la oscuridad, y dudó que su plegaria hubiese sido escuchada. Se
apretó todo lo que pudo contra el árbol, con la esperanza de ser confundida con
la sombra del tronco. Revisó los bolsillos de su capa, para saber cuáles eran
los componentes de hechizos a su disposición. Esta batalla, pensó, no podría
ganarse sin la ayuda de la magia.
Mientras Medianoche preparaba un hechizo, los
jinetes prosiguieron su avance. A la débil luz de la luna, el primer signo de
vida que vieron fue la presencia de Adon en cuclillas entre las raíces del
sauce y la tienda. Los dos jinetes en cabeza cargaron; detrás de ellos, los
otros seis se desplegaron por el bosque y pusieron sus caballos al trote, en un
intento de sacar a Medianoche y Kelemvor de sus escondrijos. Los cinco cormytas
permanecieron entre los árboles, ocultos de las miradas de la maga.
Los dos atacantes fueron en línea recta hacia
Adon, sin descubrir a la figura oscura que acechaba a unos quince metros más
allá de la posición del clérigo, oculto detrás de un frondoso arbusto. De
repente, la figura se arrodilló, levantó un arco corto y disparó. La flecha se
clavó en la garganta del primer jinete, y lo hizo caer de la montura. El hombre
cayó sobre su lado izquierdo, rodó cuatro veces y se puso de pie con la espada
en alto. Con la flecha clavada en el cuello, corrió hacia el bosque en búsqueda
del arquero.
El segundo jinete, sin advertir lo ocurrido a
su compañero, prosiguió su avance hacia el clérigo. Adon buscó refugio debajo
de un tronco caído que estaba a unos tres metros a la izquierda de la masa de
raíces. El atacante se colgó de la montura, con un hombro a menos de un metro
del suelo, y enarboló la espada.
Cuando el soldado pasó delante de su
escondite, Kelemvor lanzó su ataque. De un salto se apartó de las raíces del
sauce, y de un mandoble cercenó la cabeza del hombre, que rodó entre los cascos
de su animal. El guerrero no perdió ni un instante en volver a su refugio, con
sus pensamientos puestos en la flecha que había tumbado al primer jinete.
Kelemvor sabía que Adon no la había disparado, porque lo había tenido todo el
tiempo ante sus ojos; y dudaba que hubiese sido Medianoche, porque nunca la
había visto emplear arco y flecha.
Los pensamientos del guerrero fueron interrumpidos
por el avance de la siguiente fila de jinetes. Cinco de ellos pasaron por
delante del escondite de Kelemvor sin aminorar la marcha, pero el sexto se
detuvo a unos tres metros de las raíces del sauce.
El insoportable hedor de la carne podrida dejó
a Kelemvor sin respiración. El guerrero se tambaleó y estuvo a punto de bajar
la guardia. Pero entonces vio los ojos rojos del jinete y comprendió que no
podía dejar que lo distrajera el olor de su atacante.
Con el fin de poder combatir entre las raíces
del sauce, el jinete podrido desmontó, sin olvidarse de mantener su montura
entre él y Kelemvor. Luego el jinete rodeó a su caballo y lanzó una rápida
estocada entre las raíces. Kelemvor esquivó el ataque, y después descargó su
espada entre la maraña. La punta se clavó en la carne esponjosa del atacante,
pero el jinete no prestó atención a la herida. Fue entonces cuando el guerrero
comprendió que se enfrentaba a un cadáver.
Mientras el zombi atacaba a Kelemvor, Adon
salió de debajo del árbol caído tras ocultar las alforjas con la Tabla del
Destino. Se puso de pie y echó a correr hacia el lugar del combate, con la maza
en alto. El primer golpe del clérigo se estrelló contra la nuca del asaltante:
el zombi no acusó ningún dolor, pero el mazazo sirvió para hacerlo caer al
suelo. Kelemvor corrió presuroso alrededor de las raíces para reunirse con
Adon. Luego, en un esfuerzo combinado, se dedicaron a cortar y a destrozar a
mazazos el cuerpo del atacante.
Los otros cinco jinetes de la segunda ola,
ajenos a la suerte corrida por el zombi solitario, buscaban en el bosque al
arquero fugitivo. Hasta el momento, no habían descubierto señal alguna de la
mujer que debían atrapar. En la suposición errónea de que había sido ella la
autora de los flechazos, estaban dispuestos a capturarla antes de que pudiese
desaparecer en la fronda.
En realidad, Medianoche todavía permanecía
junto al árbol donde había buscado refugio al principio de la batalla. En sus
manos sostenía una pizca de polvo y su cantimplora. Si Adon y Kelemvor no
hubieran conseguido acabar con su atacante, ella habría utilizado el componente
para producir una tormenta de granizo mágica. Con un poco de suerte, el granizo
habría hecho pedazos a los zombis, siempre y cuando, desde luego, el resultado
del hechizo hubiese sido el esperado. Por fortuna, Medianoche no se había visto
forzada a utilizar la magia.
Al igual que Kelemvor, Medianoche sentía
curiosidad acerca de quién podía ser el arquero que había tumbado de la montura
al primer zombi. Sospechaba que debía de ser Cyric, pero si era así, no
conseguía comprender por qué el ladrón no había revelado su presencia antes del
inicio de la batalla. Quizás había oído la discusión entre ella y Adon, y había
decidido esperar una ocasión más favorable para presentarse.
Mientras Medianoche pensaba en la identidad
del arquero, otros cuatro jinetes pasaron a todo galope por delante de su árbol
para cargar contra Adon y Kelemvor. El clérigo había recuperado las alforjas
del lugar donde las había ocultado, y ahora junto con el guerrero habían
reemprendido la búsqueda de Medianoche.
—¿Medianoche? —vociferó Kelemvor—. Por todo el
reino de Myrkul, ¿dónde estás?
Cuando Kelemvor y Adon escucharon el
repiqueteo de los cascos, dieron media vuelta dispuestos a rechazar a los
nuevos atacantes. El clérigo aseguró en sus hombros las alforjas con la tabla,
para después, junto con Kelemvor, deslizarse detrás de las raíces del árbol
caído. Pretendían que los jinetes se vieran obligados a realizar su ataque a
pie.
Sin embargo, antes de que los soldados
alcanzaran a los dos hombres, Medianoche se apartó del árbol que la había
ocultado. En sus manos todavía conservaba los componentes para provocar la
pedrizca mágica.
—¡Kelemvor, Adon! ¡Poneos a cubierto! —gritó.
La maga volcó un poco de agua sobre el polvo,
y luego pronunció el hechizo. Al instante, le apareció un terrible dolor de
cabeza, los miembros le pesaron como plomo, y todo su cuerpo se vio sacudido
por convulsiones. Un centenar de dardos plateados salieron de las puntas de sus
dedos; luego, a seis metros por detrás de los jinetes, se reunieron de pronto
en una pequeña nube que se elevó hasta la copa de los árboles. Un segundo
después, se desprendió de la misma una lluvia de diminutas bolas de fuego. La
nube flotó hacia Kelemvor y Adon, incendiando todo lo que había por debajo. En
unos momentos, una cortina de fuego separó a Medianoche de sus amigos. El
hechizo no había funcionado.
A medida que la nube avanzaba hacia ellos,
Adon y Kelemvor se pusieron de pie, sin prisa. Cuando Medianoche les había
avisado de que se pusieran a cubierto, los dos hombres comprendieron que ella
se disponía a realizar un hechizo, y sin perder un segundo se habían arrojado
al suelo, espantados.
Los cuatro jinetes se detuvieron a unos tres
metros de la pareja, y luego desmontaron para atacar entre el enredo de raíces.
Mientras los muertos vivientes avanzaban, sus cabalgaduras huyeron en dirección
al bosque para evitar la lluvia de fuego.
—Medianoche está al otro lado de las llamas
—dijo el guerrero—. Cuando yo te avise, sal de aquí y corre hacia el bosque.
Rodearemos el incendio, recogeremos a Medianoche y nos iremos.
El clérigo no tuvo tiempo de contestar a
Kelemvor. Los zombis habían alcanzado el otro lado de las raíces. Sin perder un
segundo, dos de ellos comenzaron a lanzar estocadas entre la maraña, mientras
la pareja restante intentaba rodear el obstáculo para atacar sin estorbos.
Kelemvor se adelantó para enfrentarse a los
muertos vivientes que pretendían rodear las raíces. Adon mantuvo su posición
para evitar que los otros dos pudieran escalarlas. Cuando el segundo zombi
metió su espada entre las raíces, el clérigo descargó su maza contra la hoja y
la hizo pedazos. El muerto viviente soltó un siseo furioso, y luego se arrojó
contra las raíces, con la furiosa intención de poder sujetar al hombre.
Mientras tanto, Kelemvor ya había trabado
combate con los otros dos zombis, con lo que evitó un ataque contra Adon por el
flanco. El guerrero no tuvo problemas para detener el mandoble del primer
muerto viviente y rebanarle la mano en su contraataque. El segundo intentó
hendirle la cabeza, pero Kelemvor se agachó y dio un paso atrás.
A espaldas de los atacantes, la nube comenzó
la descarga de más bolas de fuego. El matorral se incendió como la yesca, y las
llamas lamieron los cuerpos de los soldados.
—¡Corre! —gritó Kelemvor.
El guerrero descargó un puntapié contra el
pecho del zombi armado y lo hizo caer entre las llamas. En el mismo instante,
el otro soldado se lanzó contra Kelemvor, moviendo los brazos como aspas de
molino. Kelemvor aguantó la carga a pie firme, y de un empellón lo envió a
reunirse con su compañero en medio del incendio. Los cuerpos de los dos zombis
se incendiaron, pero no cesaron en su empeño y se incorporaron para iniciar
otro ataque. El guerrero dio media vuelta y corrió hacia el bosque a su
derecha, en la confianza de que los muertos vivientes no conseguirían
alcanzarlo antes de acabar consumidos por el fuego.
Adon tuvo menos problemas para escapar, porque
sólo necesitó apartarse de las raíces y escalar el tronco caído. Echó a correr
en la dirección opuesta a la de Kelemvor. Los zombis que lo habían atacado
intentaban trepar por las raíces, cuando los sorprendió la lluvia de fuego
procedente de la nube y sus cuerpos ardieron como teas.
Al otro lado del incendio, Medianoche se
desesperaba por ver qué les había ocurrido a sus compañeros. Sus miembros
todavía se sacudían y un latido sordo retumbaba en su cabeza como consecuencia
del hechizo fracasado. Por fin, gritó:
—¡Kelemvor! ¡Adon!
La joven no escuchó ninguna respuesta, pero
sospechó que sus gritos no podían ser oídos por encima del fragor del incendio
que los separaba. No sabía muy bien qué hacer: si intentar rodear el fuego para
reunirse con sus amigos, o permanecer donde estaba con la esperanza de que ellos
pudiesen llegar hasta ella.
Entonces Medianoche oyó el trueno sordo de
unos cascos a sus espaldas. Sin preocuparse de mirar atrás, la maga corrió a
buscar el refugio de las sombras del aliso. El jinete pasó al galope acompañado
por el tufo de la carne podrida. Medianoche no pudo evitar las arcadas.
El zombi, que una vez había sido Ogden el
Centauro, tiró de las riendas y, con una cabriola, dio la vuelta para
enfrentarse a la mujer. El caballo resolló, y el olor tan nauseabundo que flotó
en el aire sólo podía provenir de los pulmones de algo muerto y en
descomposición.
Medianoche empuñó la daga con un ademán que
esperó pareciera amenazador. Pensó en apelar a otro hechizo, pero había
abandonado la idea. No tendría tiempo suficiente para preparar los componentes
antes de que el jinete estuviese a su lado. Además, lo más probable sería que
el hechizo diese cualquier otro resultado menos el deseado.
Ogden envainó su espada, para después hacer
avanzar a su caballo al paso hacia Medianoche. Incluso a la débil luz de la
luna, la maga podía ver a su atacante con toda claridad. El Dragón Púrpura de
Cormyr decoraba su escudo. El casco reflejaba la luz lunar, y el peto de cuero
relucía de aceite y cera. Pero la piel gris colgaba de las mejillas como una
tela raída, y un único ojo rojo asomaba de las cuencas hundidas.
El caballo debió de ser en vida un ejemplar
magnífico, de músculos poderosos, y bien atendido. Ahora, la criatura resultaba
algo demoníaca. Cada vez que respiraba, unos vapores negros y pestilentes
salían del morro, y el bocado, al tirar hacia atrás los labios de la bestia,
dejaba a la vista una hilera de dientes enormes que parecían colmillos
afilados.
Medianoche comenzó a rodear el árbol, con
mucha precaución de no dar la espalda a Ogden. El zombi espoleó a su caballo,
y, en un instante, estuvo a su lado. La maga mantuvo la daga apuntando hacia el
muerto viviente, poco dispuesta a echar a correr. Las posibilidades de salir
airosa en el combate eran pocas, pero sabía que no tendría ninguna si pretendía
escapar.
Finalmente, el sargento acortó la distancia y
se inclinó en la montura para cogerla. Medianoche descargó la daga contra sus
costillas, y le causó una herida enorme. El cadáver no le hizo caso. Cinco
dedos de hielo sujetaron la muñeca de la joven y casi le arrancaron el brazo
del hombro, cuando el jinete la alzó en el aire y la depositó atravesada en la
grupa del caballo.
Una mano, fría y dura como el granito, la
apretó contra la montura. Medianoche intentó zafarse para poder descargar
nuevas puñaladas, pero sus esfuerzos resultaron inútiles, y se vio indefensa.
El jinete puso su caballo al paso.
En ese momento, Kelemvor había conseguido
rodear el perímetro del incendio y vio a Medianoche atravesada sobre la montura
del zombi. De inmediato, echó a correr con todas sus fuerzas para interceptar
al jinete.
Antes de que el caballo pudiera dar más de una
docena de pasos, Kelemvor le dio alcance. El guerrero apareció entre las
sombras y con un salto hirió al sargento en la cintura. El impacto arrancó de
la silla al zombi y a Medianoche. El caballo huyó espantado. Medianoche
aterrizó sobre el muerto viviente, y Kelemvor encima de ella.
El guerrero se incorporó en el acto, espada en
mano. Con la mano libre, levantó a la joven de un tirón. El zombi intentó
patearle las piernas, pero Kelemvor se apartó.
—¿Estás bien? —le preguntó Kelemvor a
Medianoche, al tiempo que con el brazo la apartaba del lugar del combate.
—Sí. ¿Dónde está Adon y la tabla? —La maga se
separó un buen trecho, consciente de que Kelemvor necesitaba espacio para
maniobrar, y no la poca ayuda que ella pudiera prestarle con la daga.
Antes de que Kelemvor pudiese responder, el
zombi desenvainó su espada y lanzó un golpe contra el estómago del guerrero.
Éste tuvo que dar un paso atrás, ocasión que aprovechó el muerto viviente para
ponerse de pie. Kelemvor replicó con un revés que Ogden paró sin dificultad,
para después contraatacar con una serie de golpes durísimos.
Mientras tanto, Adon, todavía cargado con la
tabla, acababa con su rodeo por el otro flanco del incendio. Hacia el este, el
clérigo vio que la mayoría de los zombis restantes eran destruidos por la nube
de fuego. Unos pocos se adentraban en el bosque, pero Adon consideró que no
representaban ningún peligro, siempre y cuando él continuara el avance
sigilosamente. Entonces escuchó el choque de las espadas, y decidió correr el
riesgo de caminar más deprisa.
En el lugar del combate, Medianoche se movía
cerca de los dos rivales con la daga preparada. Estaba lista para acuchillar al
zombi a la primera oportunidad, pero Ogden no dejaba de moverse con una rapidez
y agilidad sorprendentes. Hasta el momento, ella no se había atrevido a
colocarse al alcance de la espada del sargento.
Kelemvor descargó un mandoble y el muerto
viviente lo esquivó, para responder de inmediato con un golpe a la cabeza. El
guerrero se agachó y aprovechó para acortar distancias; descargó un golpe con
el pomo de la espada contra la mandíbula del zombi. El golpe no hizo mella, así
que Kelemvor puso una rodilla en tierra y rodó hacia un costado. Apenas si tuvo
tiempo suficiente para ponerse de pie y detener otro de los mandobles de su
enemigo.
Mientras esperaba su ocasión, Medianoche
comprendió que a Kelemvor se le agotaban las energías y necesitaría ayuda para
destruir al zombi. La muchacha pensó primero en emplear un arma mágica, pero
después del fracaso anterior, tenía miedo de emplear la magia. A pesar del
riesgo que representaba, lo único a su alcance era apuñalar al sargento por la
espalda.
Entonces, cuando caminaba para situarse en una
posición favorable, Medianoche vio aparecer a Adon entre la maleza. El muerto
viviente no parecía haber percibido su presencia, y la maga decidió asegurarse
de que la aparición del clérigo pasase inadvertida. Se colocó en la posición
directamente opuesta a Adon, y, en el momento que Kelemvor descargaba un golpe
hacia la cabeza de Ogden, ella le hundió la daga en el costado.
La hoja penetró en el torso del sargento hasta
la empuñadura. El zombi contuvo el golpe del guerrero, y luego miró a Medianoche
con una sonrisa feroz en sus labios. Este segundo de distracción fue la
oportunidad para que Kelemvor descargara su primer golpe con éxito, y su espada
abrió una profunda herida en la cintura de Ogden. Éste se giró, y lanzó una
estocada en arco con toda su furia. El guerrero consiguió evitar la muerte por
los pelos, pero perdió el equilibrio. El muerto viviente alzó una vez más su
espada y pareció que había llegado el final de Kelemvor.
Pero en aquel instante salió Adon de los
matorrales y descargó su maza contra las corvas del zombi, que cayó a tierra.
Kelemvor aprovechó para adelantarse, y cortarle la mano que sostenía la espada.
El clérigo le asestó un mazazo en la nariz, y Kelemvor otro mandoble; al cabo
de unos momentos, Ogden el Centauro dejó de ser una amenaza para nadie.
Durante unos segundos, Kelemvor permaneció
junto al cadáver pestilente mientras intentaba recuperar la respiración,
demasiado agotado para pensar en agradecer al clérigo y a Medianoche la ayuda
recibida. Pero Adon, sin preocuparse de cortesías, consideró que no era
prudente perder tiempo en esperar que Kelemvor descansara un poco.
—Será mejor irnos cuanto antes —dijo, mientras
arrancaba la daga de Medianoche de las costillas del muerto y la utilizaba para
señalar hacia el bosque—. Todavía quedan un par de zombis por allí.
—¿Qué pasará con el arquero que nos ayudó?
—jadeó Kelemvor—. Puede estar en apuros.
—Si no lo han encontrado hasta ahora, dudo
mucho que lo consigan —replicó Adon, y dirigió una mirada de complicidad a
Medianoche.
—Estoy segura de que aquel arquero sabe cuidar
de sí mismo —añadió la maga. Si el arquero era Cyric, como Adon y ella
sospechaban, lo último que necesitaría en aquel momento sería tener a Kelemvor
tras su rastro en el bosque.
—Me parece que vosotros dos sabéis algo que yo
no sé —comentó el guerrero con expresión preocupada.
—Ya hablaremos de eso más tarde —respondió
Medianoche, y comenzó a caminar hacia el norte.
2
El aviso
—Los hombres no descansarán esta noche
—anunció Dalzhel, mientras pasaba por la abertura retorcida de la puerta.
Dalzhel era un hombretón de casi dos metros de
estatura, que parecía un oso tanto por su aspecto físico como por sus modales.
Tenía los hombros anchos y caídos, una barba negra muy espesa, y llevaba los
cabellos peinados en una trenza que le llegaba hasta la cintura. Sus ojos
castaños tenían una mirada tranquila y penetrante.
Cyric no respondió al comentario de Dalzhel.
En cambio, observó atento a su lugarteniente cuando éste entró en el aposento.
El ladrón y sus hombres estaban a ocho kilómetros al norte de Estrella del
Anochecer, en el salón principal de un castillo en ruinas. La sala medía quince
metros de largo por seis de ancho. Una imponente chimenea ocupaba un extremo
del sucio recinto; el resplandor de la gran hoguera que ardía en el hogar
proveía de la única iluminación. En medio del salón había una mesa de banquete
de nueve metros de largo, desvencijada y mugrienta por el paso de los años y la
falta de cuidados. Alrededor de la mesa y dispersas por las esquinas de la sala
había una docena de sillas destartaladas.
Cyric había colocado la silla en mejor estado
delante de la chimenea, y ahora estaba sentado en ella. Con su nariz aguileña,
el mentón estrecho y sus ojos oscuros y tormentosos, sus facciones afiladas
eran idóneas para el humor sardónico o la más terrible cólera. Una espada
corta, que había conseguido no hacía mucho, descansaba sobre el regazo del
ladrón. El lustre rojizo de la hoja indicaba a las claras que se trataba de un
arma extraordinaria.
Dalzhel se quitó la capa empapada, y se acercó
al fuego. Debajo de la capa, el soldado zhentilés llevaba por camisa una cota
de malla negra. La armadura pesaba como mínimo unos quince kilos, pero él sólo
se la quitaba para dormir y eso únicamente cuando estaba en un refugio bien
seguro.
—No podríais haber encontrado una madriguera
más oscura —comentó Dalzhel, mientras se calentaba las manos en la hoguera—.
Los hombres han bautizado este lugar con el nombre de los Salones Embrujados.
Si bien no lo manifestó en voz alta, Cyric comprendió
el sentimiento de sus soldados. Ubicada en el fondo de una garganta muy
profunda y de cara a las turbulentas corrientes del río de las Estrellas, las
minas eran la cosa más desolada que jamás había visto. El castillo había sido
construido antes de que Cormyr se convirtiera en un reino, pero no obstante la
mayoría de sus gruesos muros y torres negras permanecían intactos. Tenía unos
cien metros de largo por unos cincuenta de ancho, y las murallas todavía
alcanzaban, en algunos puntos, una altura de nueve metros. Las garitas de las
entradas no mostraban ninguna señal de la antigüedad del castillo, si bien sus
muy elaborados rastrillos hacía ya mucho que no servían de nada.
El gran salón, la zona de vivienda, las
cocinas y los establos habían estado una vez adosados a la muralla interior, y
sus puertas y ventanas se abrían al patio de armas. Pero de todo esto, sólo el
salón —edificado con la misma piedra de granito negro utilizada en las garitas—
se conservaba intacto. El resto, construido con un material de inferior
calidad, se había desmoronado con el paso de los años.
A la vista de la combinación formada por las
paredes derrumbadas y las edificaciones imponentes, Cyric no encontró extraño
que sus hombres se inquietaran en semejante lugar. Sin embargo, no estaba de
humor para ocuparse de sus quejas. Dalzhel y el resto de la tropa habían
llegado al castillo aquella misma mañana, con tiempo suficiente para escapar de
la tormenta que había durado toda la tarde. Él, en cambio, no había llegado
hasta el anochecer, cansado, con frío y empapado después de pasar horas en
medio de la lluvia. No tenía ningunas ganas de escuchar las reclamaciones de la
tropa. Sin desanimarse por el humor de su comandante, Dalzhel continuó con su
informe.
—Hay alguna cosa más allá de la muralla
exterior —dijo, en un intento por despertar el interés de Cyric. Se despojó de
la espada y la colocó sobre la mesa polvorienta—. Al menos eso es lo que dice
el centinela.
A Cyric no le preocupaba en lo más mínimo lo
que pudiera haber al otro lado de las murallas para atemorizar a sus hombres.
Decidido a cambiar de tema, preguntó:
—¿Cómo está mi caballo? Se ha comportado de
maravilla, a pesar de la dureza del viaje y de mis exigencias.
—Se recuperará con un poco de descanso,
siempre que alguien no lo mate antes —contestó Dalzhel, y se arrimó un poco más
a la chimenea—. Hay quien dice que come mejor que los hombres.
—¡Ha demostrado ser más útil! —replicó Cyric.
El caballo había recorrido casi ciento ochenta kilómetros en los últimos tres
días. Ni un caballo de guerra lo hubiese hecho mejor. Consideró la posibilidad
de amenazar con la pena de muerte a cualquiera que se animara a tocar al
corcel, pero descartó la idea. La orden podía provocar más encono, y alguno
podría sentirse tentado a aceptar el reto—. Si todavía está vivo por la mañana,
llévalo a la llanura y suéltalo.
—Sí. Será lo mejor para todos —respondió
Dalzhel, sorprendido por el inesperado rasgo de compasión de su comandante—.
Los hombres están de un humor terrible. ¿No podríamos habernos quedado en algún
otro lugar?
—¿Se te ocurre algún otro lugar mejor? —gruñó
Cyric, con la mirada fija en la figura de Dalzhel—. ¿Quizás Estrella del
Anochecer?
—Desde luego que no, señor —contestó el
soldado, envarado.
Dalzhel había tenido la intención de que su
pregunta fuera retórica. A la vista de que él y sus hombres vestían armaduras
zhentilesas, nada hubiese sido más estúpido que buscar alojamiento en una
ciudad cormyta.
—¡Jamás cuestiones mis órdenes! —Cyric desvió
su mirada y contempló el fuego. Dalzhel no respondió. El ladrón de nariz
aguileña decidió castigar todavía más a su subordinado, y tocó un tema
especialmente delicado. Con voz dura, preguntó—: ¿Dónde están tus mensajeros?
—Encamados con algunas mujerzuelas baratas de
uno a otro extremo de Cormyr —contestó Dalzhel, con voz agria, y sin abandonar
su posición de firmes.
Cyric había ordenado la colocación de vigías
en todas las carreteras que salían de Cormyr, y había recaído en los hombros de
Dalzhel la responsabilidad de ejecutar la orden. Hasta el momento, no se había
presentado ni uno solo de los guardias.
—Y yo estaría con ellos —añadió Dalzhel— si mi
madre me hubiese bendecido con los sesos de un buey.
Cyric se volvió hacia Dalzhel, con la espada
de color rosa en su mano, dispuesto a clavarla en el pecho de su subordinado. A
su vez, el teniente zhentilés dio un paso atrás y recogió de un manotazo la
espada que había dejado sobre la mesa; luego se enfrentó, un tanto perplejo, a
la mirada furiosa de su comandante. Su réplica había estado fuera de lugar,
pero nunca antes Cyric había respondido a la insolencia de esta manera.
Tres golpes vacilantes sonaron en la puerta.
La interrupción hizo que Cyric recuperara la cordura; envainó la espada, y
gritó:
—¡Adelante!
El sargento Fane, encargado de la guardia
nocturna, entró temeroso. Era un hombre robusto con una barba roja rala. El
agua que chorreaba de su capa formó un pequeño charco en el suelo, mientras él
se volvía hacia Dalzhel para dar su informe.
—Alrik ha desaparecido de su puesto —dijo.
—¿Lo habéis buscado? —preguntó Dalzhel,
dejando la espada sobre la mesa.
—Sí —replicó Fane, sin casi atreverse a
enfrentar la mirada de su jefe—. ¡No aparece por ninguna parte!
Dalzhel maldijo por lo bajo.
—Manda a otro que ocupe su lugar —ordenó—. Nos
ocuparemos de Alrik por la mañana. —Le volvió la espalda al sargento, como una
indicación de que la audiencia había acabado, pero Fane no se retiró.
—Alrik no es de los que desertan —insistió el
soldado.
—Entonces dobla la guardia —gruñó Dalzhel, con
la mirada puesta en el sargento—. Pero no permitas que los hombres vengan a
quejarse por ello. Ahora vete.
Sin poder evitar dirigir una mirada de
irritación a su comandante, Fane asintió y retrocedió hacia la puerta.
Mientras el sargento salía, Cyric comprendió
que se había vuelto en contra de Dalzhel por una falta menor. No era una
actitud inteligente. Todos sus hombres eran asesinos y ladrones, y necesitaba a
alguien como su lugarteniente para que le cuidara las espaldas. No le haría
ningún bien tener a un custodio enfadado con él. A modo de disculpa, dijo:
—Todo depende de los mensajeros.
Dalzhel comprendió el verdadero sentido de la
explicación, y la aceptó con un gesto.
—No les habrá resultado fácil eludir a las
patrullas cormytas. Además, la tormenta ha debido convertir las carreteras en
auténticos fangales, y eso dificultará su regreso. Parece que Talos está en
contra nuestra.
—Sí —replicó Cyric, mientras volvía a
sentarse—. Todas las deidades están contra nosotros, no sólo el dios de las
Tormentas. —El ladrón recordó el episodio ocurrido cinco noches antes, cuando
había estado espiando el campamento de Medianoche, y de repente había aparecido
un grupo de jinetes zombis. Cabía la posibilidad de que hubiese sido una
manifestación más del caos en los Reinos, pero Cyric pensó como más probable
que un dios los hubiese enviado para capturar a Medianoche y apoderarse de la
tabla.
—No es que me infunda miedo, créame —dijo
Dalzhel, con la mirada clavada en Cyric—, pero este asunto no parece ser un
tema propio de simples soldados. Resulta extraño para cualquiera.
Cyric no respondió, porque cualquiera que
tuviese conocimiento de sus intenciones podría intentar ocupar su posición.
—El rencor entre usted y los tres que buscamos
debe de ser muy profundo —insistió el lugarteniente.
—Hubo un tiempo... en el que fuimos casi
amigos —contestó Cyric, con cautela. Consideró que no había riesgo en
admitirlo.
—¿Y qué hay de la piedra? —preguntó Dalzhel,
intentando dar un tono natural a su pregunta, pero su interés distaba mucho de
ser casual.
Cyric quería tanto apoderarse de la tabla de
piedra que llevaba el trío como capturar a sus miembros. Dalzhel quería saber
el motivo.
—Mis órdenes son de recuperarla. —Cyric
intentó intimidar a Dalzhel con una mirada imperiosa—. No me interesa saber el
porqué.
Cyric mentía. Antes de la batalla del valle de
las Sombras, él y sus compañeros habían ayudado a la diosa Mystra en su intento
de abandonar los Reinos. El dios Helm se había negado a dejarla pasar a menos
que ella presentara las Tablas del Destino que le habían sido robadas a Ao, el
misterioso señor de los dioses. Cyric sabía muy poco más acerca de las tablas,
pero sospechaba que Ao pagaría un rescate muy generoso por su devolución.
Durante la mayor parte de sus años, Cyric se
había ganado el sustento por medio del robo y las peleas, sin preocuparse de
tener una meta o encontrar sentido a su existencia. A lo largo de más de una
década, había vagado de un lugar a otro sin ninguna esperanza, pero el ladrón
había sido incapaz de encontrar un destino superior para su vida. Cada vez que
lo intentaba, las cosas acababan como en el valle de las Sombras: nadie
apreciaba sus esfuerzos. De una manera u otra, Cyric se encontraba con que las
mismas personas a quienes había pretendido ayudar acababan por echarlo de la
ciudad.
Después de los sucesos en el valle de las
Sombras, Cyric había llegado a la conclusión de que únicamente podía creer en
sí mismo, y no en el concepto abstracto del «bien», la santidad de la amistad,
o en la esperanza del amor. Si su vida debía tener un objetivo, éste debería
ser su propio beneficio. Después de haberlo decidido, Cyric comenzó a elaborar
un plan que no sólo daría sentido a su existencia, sino que también le
permitiría escoger su propio destino. Recuperaría las Tablas del Destino y se
las entregaría a Ao a cambio de una recompensa que, sin ninguna duda, lo
convertiría en alguien tan rico como cualquier rey.
Sin llamar, alguien pasó por el hueco de la
puerta entreabierta y penetró en el salón. Cyric se puso de pie y enarboló su
espada. También Dalzhel empuñó la suya. Los dos hombres se prepararon para
hacer frente al intruso.
—¡Os pido perdón, mis comandantes! —Era Fane
una vez más, calado hasta la médula. Su mirada estaba fija en las espadas
empuñadas por Cyric y Dalzhel, y en su rostro había una expresión de miedo.
Jadeó—: Sólo he venido a informar.
—¡Entonces, hazlo! —ordenó Dalzhel.
—El puesto de Edan también está vacío. —Fane
medio se encogió al decir estas palabras, como si esperase que su jefe le
atizara un mandoble.
Pero el teniente zhentilés se limitó a fruncir
el entrecejo.
—Podría estar oculto con Alrik —sugirió
Dalzhel.
—Edan no es mucho de fiar —admitió el
sargento.
—Si dos hombres han abandonado sus puestos —le
increpó Cyric a su lugarteniente—, significa que tu disciplina no es ni la
mitad de férrea de lo que dices.
—Ya me ocuparé del asunto por la mañana —gruñó
Dalzhel—. Pero... ¿has doblado la guardia?
—No —contestó Fane, con el rostro lívido—. No
creí que fuese una orden.
—Pues hazlo de inmediato —gritó Dalzhel—. Después
busca a Alrik y Edan. Tu castigo por desobedecer mis órdenes dependerá de la
rapidez con que los encuentres. —Fane tragó saliva, pero permaneció en
silencio—. Retírate.
El sargento dio media vuelta y corrió hacia la
puerta. El lugarteniente se volvió hacia su comandante:
—Esto es malo. Los hombres están
desmoralizados, y los soldados sin moral son malos guerreros. Quizá los
animaría un poco saber que les aguarda una recompensa; aquella aldea de los
halflings que asaltamos dio un botín bastante pobre.
—No puedo hacer nada por aliviar los
sentimientos de los hombres. Tenemos nuestras órdenes —mintió Cyric. Si
conseguía mantener a raya a sus hombres durante una o dos semanas más, las
tablas serían suyas.
—Señor, los hombres no son tontos —dijo
Dalzhel, sin envainar su espada—. Os hemos seguido desde Tantras porque habéis
tenido la inteligencia suficiente para conseguir que no nos mataran a todos.
Pero jamás hemos creído que vuestras órdenes provinieran de Zhentil Keep. Si
sois un oficial zhentilés yo soy Nuestra Señora de la Luna Plateada, y eso es
algo que sabemos desde hace mucho tiempo. Nuestra lealtad es única y
exclusivamente para vos. —Dalzhel hizo una pausa, y miró de frente a los ojos
de Cyric—. Unas pocas respuestas ayudarían mucho a mantener esa lealtad.
Cyric miró furioso a su lugarteniente, molesto
por la velada amenaza formulada por Dalzhel. Sin embargo, reconoció la verdad
que había en sus palabras. Los hombres llevados por el resentimiento se habían
vuelto rebeldes. Sin la promesa de una recompensa, no tardarían en desertar o
amotinarse.
—Supongo que debo sentirme halagado por el
hecho de que los hombres me hayan escogido a mí antes que a su patria —dijo
Cyric. Luego hizo una pausa para pensar en las cosas que podía revelar a
Dalzhel.
Podía hablarle acerca de las Tablas del
Destino o de la caída de los dioses. Cyric podía incluso informar a su
guardaespaldas de su sospecha referente a que uno de los miembros del trío que
perseguían poseía el poder de la difunta diosa Mystra. El ladrón de nariz aguileña
sacudió la cabeza. Si él tuviese que escuchar esta historia por primera vez, no
le daría mucho crédito.
—¿Qué es lo que buscáis? —preguntó Dalzhel. La
larga pausa de Cyric había despertado aún más su curiosidad.
—Sólo te diré una cosa —respondió el ladrón,
sin apartar la mirada de Dalzhel—. La piedra que busco es la mitad de la llave
de acceso a un inmenso poder. La otra mitad está en Aguas Profundas, hacia
donde van la mujer y sus amigos. La mujer, Medianoche, tiene la fuerza
necesaria para hacer girar la llave. Nosotros la capturaremos a ella y a la
piedra; luego iremos a Aguas Profundas para buscar la otra piedra. Una vez
hecho esto, Medianoche pondrá la llave en la cerradura... ¡y yo la haré girar!
Seré más poderoso que cualquier otro hombre de los Reinos, y os daré a ti y a
tus hombres todo el oro, o cualquier cosa que os apetezca. —Cyric se volvió
hacia la hoguera—. Esto es todo lo que diré. No quiero que nadie cometa el
error de creer que puede ocupar mi lugar.
Dalzhel contempló a Cyric durante un buen
rato, mientras analizaba sus palabras. Las promesas eran importantes, pero
también poco precisas. Al parecer, Cyric esperaba convertirse en un emperador
sin necesidad de batallas. En una ocasión Dalzhel había luchado al servicio de
un noble sembiano de poco rango, el duque Luthvar Garig, cuyo delirio de
grandeza había acabado en la destrucción de todo un ejército. Había sido una
experiencia que Dalzhel no tenía ningunas ganas de repetir.
Sin embargo, Cyric había hablado con una
decisión y lucidez que Luthvar no había tenido, y Dalzhel jamás había
considerado a su comandante como un hombre dado a imaginar cosas imposibles.
Además, los Reinos estaban sumidos en el caos, y Dalzhel conocía sus leyendas
lo suficientemente bien para saber que los reyes no eran más que mercenarios
con el coraje necesario para ganarse un trono fuera de la anarquía. Al parecer,
estaba al servicio de un hombre que iba para rey.
—Si cualquier otro hombre me hubiese hecho
semejantes promesas —dijo Dalzhel—, lo habría tomado por un loco y abandonado
su servicio. Pero te juro fidelidad, y lo mismo harán los demás.
—Tened cuidado con lo que prometéis —le
advirtió Cyric, con su mejor sonrisa.
—Sé lo que hago —replicó Dalzhel. Se echó la
capa sobre los hombros y envainó la espada—. Con vuestro permiso, iré a
ocuparme de los hombres.
Cyric asintió y observó la marcha de Dalzhel,
sin poder evitar pensar si su lugarteniente era consciente de que su promesa
podía significar el enfrentamiento con los propios dioses. El ladrón no dudaba
de que uno o dos dioses, como mínimo, perseguirían a Medianoche tan pronto como
se enteraran de que ella tenía la tabla.
La primera intención de Cyric, cuando
persiguió a la maga desde Tantras, había sido apoderarse de ella y la tabla en
cuanto el barco en que viajaba hiciese escala en Ilipur. Pero, cuando había
entrado en las aguas tranquilas del Dragonmere, una tormenta había estallado de
pronto. Había sido imposible saber si la tormenta era obra de alguna deidad, o
sólo otro de los tantos fenómenos provocados por el caos desatado en los
Reinos.
Pero daba igual el origen de la tempestad, lo
importante había sido que por ella el barco de Medianoche se desvió hacia el
norte. Cyric había hecho todo lo posible para mantener el contacto, pero fue en
vano. Por fin, en la tarde del tercer día, cesó la tormenta. El ladrón había
navegado hacia el norte, en la suposición correcta de que la galera buscaría el
refugio del puerto de Marsember. No había tardado mucho en dar alcance al
pequeño barco, pero descubrió que el supersticioso capitán había abandonado a
sus pasajeros en algún punto cercano a la boca del Canal de Immer. Cyric había
cambiado el curso y, a lo largo de noventa kilómetros de costa, había repartido
exploradores con la misión de buscar a sus antiguos amigos.
Había sido el propio Cyric quien encontró el
campamento de Medianoche, en un bosquecillo cercano a la desembocadura del río.
Había enviado a su compañero a buscar a Dalzhel y a los veinticinco hombres que
tenía de reserva en su barco. Luego se había acercado al campamento, con la
esperanza de secuestrar a la maga o robar la tabla.
Pero la tormenta había convertido los campos
en lodazales, y esto demoró la llegada de los refuerzos. Antes de que Dalzhel
pudiese reunirse con él, los misteriosos jinetes zombis habían atacado el
campamento de Medianoche. Sin dejarse ver, Cyric había utilizado su arco para
ayudar a sus antiguos aliados y evitar así que la tabla cayera en manos de los
zombis.
Durante el combate, uno de los hechizos de
Medianoche no había dado el resultado esperado, sino que había incendiado el
bosque. Por desgracia, Cyric había quedado a un lado del fuego, y Medianoche y
la tabla en el otro. Ella, Adon y Kelemvor habían conseguido huir antes de que
él pudiera impedirlo.
En cuanto Dalzhel llegó con sus hombres, Cyric
puso en marcha un plan desesperado que era casi su última baza. A la vista de
que no tenía muchas posibilidades de encontrar a Medianoche y a sus amigos en
territorio cormyta, donde cualquier soldado con armadura zhentilesa era muerto
en el acto, debía llevar a la maga hacia una trampa. Decidió empujarla hacia el
norte, y asegurarse de que el trío no tuviese muchas ocasiones para descansar.
Su intención era atacarla después de su llegada a Estrella del Anochecer.
Colocó patrullas de seis hombres a lo largo de
todas las carreteras principales que llevaban al sur. Las patrullas tenían
orden de permanecer ocultas hasta que vieran al grupo de Medianoche. Entonces
debían atacar para obligarla a marchar hacia el norte.
Cyric y el resto de su gente marcharían a pie
con rumbo noroeste, siempre de noche, para evitar las patrullas cormytas. En su
avance, el ladrón visitó las ciudades de Wheloon e Hilp, donde dejó preparado
un recibimiento hostil en caso de que Medianoche y sus compañeros se detuviesen
allí. Al norte de Hilp, los soldados de Cyric habían encontrado un solitario
poblado halfling. No habían desaprovechado la ocasión para saquearlo, y allí
fue donde su comandante había conseguido su nueva espada y el caballo.
Después, Dalzhel y sus hombres habían
continuado su caminata hacia el norte, y dejaron centinelas en cada uno de los
cruces de carreteras. Cyric había montado su caballo y recorrido todas las
otras ciudades de la zona para ocuparse de que Medianoche no encontrase
refugio.
El ladrón consideraba que su plan era tan
bueno como sutil. Pero al no tener noticias de sus mensajeros, no podía saber
si había dado resultado.
Las reflexiones de Cyric se vieron
interrumpidas por la llamada a la puerta de Fane, quien entró en la sala sin
esperar permiso. Su rostro estaba blanco como el de un cadáver.
—Hemos encontrado a Alrik y Edan —dijo—. El
teniente Dalzhel solicita vuestra presencia.
Cyric frunció el entrecejo, luego se levantó y
recogió su capa.
—Muéstrame el camino —dijo y empuñó su espada
corta, como medida de precaución ante la posibilidad de que Fane lo llevara a
una emboscada preparada por soldados amotinados.
Cruzaron la puerta retorcida del salón y
salieron a la oscuridad del patio de armas. Las botas de Cyric se hundieron en
el fango hasta los tobillos. Una lluvia torrencial, que por lo fría debía de
ser aguanieve, le azotó el rostro. El siniestro aullido del viento resonó entre
las murallas de piedra.
En la esquina opuesta del patio, se veía la
luz de las antorchas entre lo que antaño habían sido los barracones de los
guardias y la herrería. Allí era donde se encontraba el gran pozo. Fane
encabezó la marcha a través del patio, y cada uno de sus pasos creaba un
pequeño cráter que embalsaba el agua de la lluvia. Tres hombres estaban debajo de
unos aleros, en un intento de resguardar las antorchas y a sí mismos de la
lluvia. Era evidente que dos de los hombres trataban de apartar sus miradas del
pozo. Dado que todavía suministraba agua, era lo único del castillo que sus
ocasionales visitantes mantenían en buen estado.
Un gemido, ahogado y estremecedor, surgía del
pozo. Atada al brocal había una cuerda gris que se perdía en la oscuridad del
agujero. Dalzhel se adelantó y sujetó la soga. Sin pronunciar palabra, comenzó
a tirar. De inmediato, se oyó un grito de agonía que surgía de las
profundidades del pozo. El oficial dejó que el grito se prolongara por unos
cuantos segundos antes de soltar la soga.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Cyric, mientras
espiaba en el interior del pozo.
—Pensamos que es Edan —respondió Dalzhel.
—Todavía está con vida —añadió Fane—. Cada vez
que intentamos izarle, grita.
Si bien había visto muchas muertes lentas, e
incluso había sido responsable de un par, a Cyric se le revolvió el estómago
mientras intentaba imaginar qué estaba ocurriendo al otro extremo de la soga.
El sargento desenvainó su espada para cortar
la cuerda. Cyric sujetó el brazo de Fane, y dijo:
—No, necesitamos el pozo. —Se volvió hacia los
hombres que sostenían las antorchas y ordenó a dos de ellos—: Vosotros, sacadlo
y acabad con sus sufrimientos.
Los soldados palidecieron, pero no pusieron
ninguna objeción.
Un instante después, Dalzhel y Fane se
dirigieron a una de las antiguas letrinas junto a la muralla exterior. El
castillo llevaba demasiado tiempo abandonado como para que el lugar apestara
por el uso, pero quedaba aún un olor metálico que era, por partes iguales, de
sangre y bilis. Del interior, surgió un gemido.
—Es Alrik —informó el sargento.
Cyric espió en la letrina. Alrik estaba de
cara a un rincón, de rodillas en un charco formado por su propia sangre.
Mantenía las manos unidas junto a su vientre. Una punta con lengüetas
sobresalía de su espalda casi a la altura de los riñones; al parecer, lo habían
atravesado con una lanza. Debido a las lengüetas, no se podía quitar la lanza
sin arrancar los intestinos de Alrik al mismo tiempo. Cuando su comandante se
apartó de la puerta, Dalzhel dijo:
—Jamás he visto nada tan cruel. Le haré sentir
el filo de mi espada a quien ha...
—No prometas algo que tal vez no te atrevas a
cumplir —lo interrumpió Cyric, con un tono helado—. Libra a Alrik de su dolor.
Fane, despierta a todos los hombres y envíalos de ronda en patrullas de tres.
—Ya están despiertos —contestó el sargento—.
Me ocu... —Un grito de terror que provenía de la caseta de guardia interior
cortó las palabras de Fane.
—¡No! —Un chillido muy agudo siguió a la
exclamación. La nota se mantuvo, incluso después de que la garganta del hombre
hubiera enronquecido.
Cyric se volvió hacia la garita de guardia,
sin saber muy bien con qué se iba a encontrar. Eran pocos los humanos capaces
de ejercer la eficaz brutalidad demostrada en la tortura de Alrik y Edan. Sin
embargo, el ladrón caminó con su mejor paso. Si demostraba tener miedo del
asesino, sus hombres dejarían de temerle, y eso sería una invitación a que se
amotinaran.
Dalzhel y Fane lo siguieron de cerca. Cuando
llegaron a la garita de guardia, ya no se oía el grito. Una docena de hombres
se había reunido en la escalera, en una fila que llegaba hasta el segundo piso.
Sus antorchas proyectaban una luz amarillenta sobre las paredes.
Los soldados no advirtieron la llegada de
Cyric, y el sargento gritó:
—¡Dejad paso! ¡Haceos a un lado!
Al ver que los hombres no acataban la orden,
Fane se abrió camino escaleras arriba por la fuerza seguido por Cyric y
Dalzhel, hasta conseguir llegar a la puerta de una habitación. En el interior
había cinco hombres, que contemplaban a un cuerpo encogido en el suelo. Un
charco oscuro se extendía ante sus pies, y el hombre moribundo lanzaba un
gemido audible.
—¡Dejad paso a vuestros superiores! —exigió
Fane, al tiempo que apartaba a empujones a los soldados.
Cyric y Dalzhel lo siguieron.
—¡Acabad con su suplicio! —ordenó Cyric—. Y
que esta noche nadie salga solo.
Fane obedeció la orden de inmediato, y asestó
el golpe de gracia con una frialdad sorprendente. Uno de los hombres que estaba
en la entrada afirmó:
—¡En cuanto llegue la mañana, yo me largo!
—Quien había hecho la afirmación era Lang, un hombre larguirucho muy diestro en
el manejo de la espada y el arco—. Yo no me alisté para luchar contra
fantasmas.
Rápido como el rayo, Dalzhel desenvainó la
espada y apuntó con ella al amotinado.
—¡Tú harás lo que se te diga y nada más!
—dijo.
Cyric se colocó a la izquierda de su
lugarteniente, hombro con hombro. Si el enfrentamiento acababa en combate,
ganarían o caerían juntos.
—¡Yo también he corrido demasiados peligros sin
conseguir más que un botín miserable! —gritó Mardug, quien se encontraba detrás
de Cyric y Dalzhel—. ¡Yo estoy con él!
—Entonces irás con Lang al reino de los
Muertos —afirmó Dalzhel, al mismo tiempo que se giraba con la espada en alto.
La descargó de plano en la cabeza de Mardug, quien cayó de rodillas.
Lang desenvainó su arma y lanzó su ataque
contra la espalda del teniente. Cyric interceptó la carga, y sin ninguna
dificultad desvió la espada del soldado con la suya. Luego propinó un puntapié
en el estómago de Lang, enviándolo contra el marco de la puerta. Antes de que
el amotinado tuviera tiempo de recuperarse, Cyric le puso la punta de la espada
en la garganta.
—Cualquier otra noche, acabaría contigo
—siseó, con una furia terrible. Una sed de sangre como no había experimentado
jamás recorría sus venas, y tuvo que hacer un gran esfuerzo por no hundir la
espada en la carne del soldado—. Pero todos estamos trastornados por la muerte
de nuestros compañeros, así que te perdono.
El ladrón dejó que el silencio cargado de
amenazas se prolongara durante unos momentos, y luego, volviéndose hacia
Dalzhel, añadió:
—Quien quiera marcharse puede unirse a ellos.
Los demás que permanezcan aquí por la mañana seguirán conmigo hasta el final.
—Sí. —Dalzhel se volvió hacia los dos
amotinados—. Marchaos antes de que vuestro comandante cambie de opinión.
Los dos hombres salieron de la habitación y
bajaron las escaleras a la carrera. Nadie más se movió para unirse a ellos.
Cyric permaneció en silencio. El ansia de
matar que se había adueñado de él cuando había empuñado su espada todavía no
había desaparecido. Por el contrario, se había hecho más fuerte. Si bien nunca
había sentido escrúpulos a la hora de matar, esto era algo nuevo para él. Ahora
no sólo deseaba matar, sino que dudaba poder descansar si no lo hacía. Fane
interrumpió sus pensamientos, cuando preguntó:
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—¿Acerca de qué? —replicó Cyric, sin prestarle
mucha atención.
—Del asesino —contestó el sargento. Con la
punta del pie puso boca arriba al cadáver, extrañamente fascinado por sus
espantosas heridas—. Tenemos que encontrarlo.
—Podría ser una tontería —opinó Dalzhel, sin
poder ocultar un gesto de repulsión ante la manera con que Fane movía al
muerto—. Si enviamos más hombres detrás del asesino, los expondremos a nuevos
ataques.
Cyric y su lugarteniente seguían la misma
línea de pensamiento. A lo largo de su vida, el ladrón había conocido a muchos
hombres malvados, pero ninguno de ellos era capaz de hacer algo como lo que
había visto esta noche. Ordenó:
—Que los hombres se reúnan en grupos de a
seis. Un grupo en el salón principal... —Un terrible relincho interrumpió las
órdenes de Cyric.
—El establo —apuntó Dalzhel.
Los hombres murmuraron, pero permanecieron
firmes, y esperaron sus instrucciones. Una vez más, se oyó un relincho de
espanto, y su sonido hizo correr un sudor frío por la espalda del ladrón.
—Será mejor que echemos una mirada —dijo
Cyric, temeroso de antemano de lo que pudiesen ver.
Los soldados que estaban en la escalera se
pusieron en marcha, de mala gana, hacia el establo, seguidos por Cyric y
Dalzhel.
En el momento en que el hombre de nariz
aguileña llegó a la planta baja, el caballo había dejado de relinchar. Cuando
Cyric salió al patio de armas, un aullido espectral resonó por todo el
castillo. Delante del establo, había diez soldados con las espadas
desenvainadas que espiaban el interior y, evidentemente, sin ninguna voluntad
de entrar. El ladrón cruzó el patio, y los apartó a empujones. Sujetó una
antorcha, y penetró en la cuadra, ansioso por descargar su espada contra lo
primero que se cruzara en su camino.
El caballo yacía muerto en la paja del
pesebre, con un enorme y desgarrado agujero sobre el corazón. Tenía la boca
retorcida en una mueca de terror, y uno de sus ojos miraba sin ver a Cyric.
Dalzhel se acercó para ponerse junto a su
comandante. Por un instante, observó la escena en silencio, sin poder evitar
pensar si Cyric lloraba la muerte de la bestia. Luego, vio algo en la viga que
cerraba el pesebre.
—¡Mirad! —gritó.
Un círculo de puntos había sido dibujado con
sangre sobre el madero. Cyric no tuvo ninguna dificultad en reconocer el
Círculo de Lágrimas. Era el símbolo de Bhaal, dios de los Asesinos.
3
Robles Negros
Kelemvor tiró de las riendas para detener a su
caballo y se llevó la cantimplora a los labios. Le pareció haber olido humo,
pero esto no era de extrañar. A pesar de la ausencia del sol, que aquella
mañana no había salido, el día era abrasador. Una espesa niebla naranja se
adhería al suelo, y lo bañaba todo con un terrible calor seco.
La niebla había arrancado toda la humedad de
la tierra, y convertido la carretera en una cinta de polvo que ahogaba a
hombres y bestias por igual. Los caballos avanzaban poco a poco y de mala gana,
y se detenían una y otra vez para olisquear en busca del olor fresco de un río
o un estanque. Kelemvor sabía que no encontrarían agua. El grupo había cruzado
varios arroyos, y lo único que había en sus lechos eran jirones de niebla
anaranjada.
Después de limpiarse el polvo de la boca,
Kelemvor volvió su rostro curtido hacia la izquierda. La niebla hacía muy
difícil ver el bosque que había al lado izquierdo de la carretera. Olió el aire
y se convenció de que era humo. Era un olor semejante al del sebo de la carne
quemada. En su mente apareció un tumulto de imágenes de batallas y de aldeas y
ciudades arrasadas.
—Huelo humo —dijo Kelemvor, al tiempo que se
giraba sobre la montura para mirar a sus compañeros.
El segundo jinete, Adon, se detuvo y olió el
aire.
—Yo también —afirmó el clérigo, manteniendo la
cabeza un poco torcida para ocultar la cicatriz que se iniciaba debajo de su
ojo izquierdo—. Diría que hay un incendio en alguna parte, ¿no crees?
—Tendríamos que echar una ojeada —dijo el
guerrero.
—¿Para qué? —preguntó Adon, con un gesto de su
mano que abarcaba la niebla a su alrededor—. No me extrañaría que el mismo aire
se hubiese incendiado.
Kelemvor volvió a oler. Resultaba difícil
estar seguro, pero insistía en pensar que el olor era de carne quemada.
—¿No lo podéis oler? —preguntó—. ¿No huele a
carne quemada?
El tercer componente del grupo sofrenó su
cabalgadura detrás de los animales de Kelemvor y Adon. Su capa negra se había
vuelto gris con el polvo del camino, y llevaba el cabello recogido en una cola
de caballo.
—Yo también puedo olerlo —afirmó Medianoche—.
¿No es un olor como a cordero quemado?
—Es probable que no sea más que la hoguera de
un campamento —dijo Adon, resignado, mientras se volvía para mirar a la maga—.
Sigamos nuestro camino.
En un gesto inconsciente, el clérigo puso una
mano sobre el motivo de su preocupación: las alforjas donde se hallaba la Tabla
del Destino. Nada había más importante que llevarla a Aguas Profundas, tan
deprisa como fuese posible. Adon no quería desperdiciar ni un solo momento en
rodeos, máxime después de los problemas de los últimos días.
Kelemvor sabía el origen de las preocupaciones
de Adon. Tras haber escapado de los jinetes zombis, se habían dirigido a
Wheloon para descansar. Pero en cuanto el trío llegó a la ciudad, lord Sarp
Barbarroja había acusado al guerrero del asesinato de un comerciante local. Los
guardias habían intentado detener al acusado, y los tres compañeros se vieron
obligados a escapar en caballos robados.
Si Adon no estaba preocupado por los guardias
de Wheloon, entonces lo estaba por los zhentileses. Después de Wheloon, el
grupo había cabalgado hasta Hilp, y luego tomado en dirección sur hacia Suzail.
En aquel lugar esperaban conseguir abordar un barco y cruzar el Dragonmere
hasta Ilipur, para luego unirse a cualquier caravana con destino a Aguas
Profundas.
Sólo habían conseguido llegar hasta el puente
del río de las Estrellas, donde seis soldados zhentileses les tendieron una
emboscada. Kelemvor había sido partidario de hacerles frente, pero Adon había
insistido en la prudente medida de huir. Si bien el guerrero de ojos verdes
tenía fuerzas de sobra para el combate, Adon y Medianoche estaban demasiado
cansados para medirse con unos rivales que los doblaban en número.
Kelemvor dudaba que los zhentileses o los
guardias de Wheloon los persiguieran. Los guardias no eran más que mercaderes y
comerciantes. Lo más probable era que se hubiesen vuelto a casa después de un
día de marcha. Resultaba más difícil aún creer que los zhentileses venían tras
sus pasos. En territorio cormyta, sólo podían conservar la vida si se ocultaban
durante el día y avanzaban con mil y una precauciones por la noche. Si los
soldados zhentileses se hubiesen atrevido a moverse libremente, no habrían
pasado más de dos días antes de que una patrulla cormyta los encontrase y
acabase con ellos.
—No te preocupes, Adon —dijo Kelemvor—.
Tenemos tiempo para explorar un poco. Al menos, de eso estoy seguro.
—¿Y de qué no lo estás? —preguntó Medianoche.
La maga había aprendido hacía tiempo que lo que Kelemvor no mencionaba podía
ser más importante que lo que decía.
—No comprendo por qué hemos encontrado
zhentileses en territorio cormyta. No tiene sentido —respondió el guerrero,
consciente de que sería inútil ocultar su preocupación.
—Tiene mucho sentido —afirmó Medianoche, más
tranquila—. Son soldados de Cyric. Él intenta por todos los medios mantenernos
apartados de las carreteras que van al sur.
Kelemvor y Adon intercambiaron una mirada.
—Si yo creyese que Cyric desea obligarnos a ir
hacia el norte —replicó Kelemvor—, no vacilaría ni un segundo en marchar hacia
el sur.
—Cueste lo que cueste —asintió Adon.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Medianoche,
enfadada.
—Porque Cyric quiere verme muerto —contestó el
guerrero.
Era otra vez la misma historia. Durante casi
toda una semana, Medianoche había hecho todo lo posible para convencer a sus
amigos de que Cyric no los había traicionado por el hecho de haberse unido a
los zhentileses.
—¿Quién disparó las flechas que nos salvaron
hace cinco noches atrás? —preguntó Medianoche, refiriéndose al misterioso
arquero que los había ayudado en su combate con los jinetes zombis. Desvió la
mirada y contempló el bosque, segura de que ellos no podrían darle una
respuesta satisfactoria.
—No lo sé —contestó Kelemvor, resuelto a que
Medianoche no se quedara con la última palabra—. Pero no las disparó Cyric. Él
no se habría ocupado de tumbar a los jinetes cuando tenía la posibilidad de
matarme.
Medianoche inició una protesta, pero entonces
lo pensó mejor y decidió abandonar el tema. Kelemvor no era persona que
cambiara fácilmente de opinión. Con un tono severo, dijo:
—Continuemos la marcha.
—Sí —asintió Adon, quien se apresuró a
taconear a su caballo—. Cada hora de marcha es una hora menos para llegar a
Aguas Profundas.
Kelemvor le quitó las riendas.
—Pero... —Irritado por la negativa de Kelemvor
a aceptar su liderato aun en las cosas más simples, el clérigo recuperó las
riendas, y protestó—: No pienso ir. Sólo es alguien que asa un cordero.
Molesto por la testarudez de Adon, Kelemvor
apretó los dientes y entrecerró los ojos, pero después se controló para no ser
tan empecinado como el clérigo. En cambio, dijo:
—Si tienes razón, no tardaremos más de un
minuto en averiguarlo. Pero si te equivocas, quizás haya alguien que necesita
de nuestra ayuda.
A pesar de su tono moderado, Kelemvor no
estaba dispuesto a marcharse sin averiguar el origen del humo. Tenía el olor de
la muerte por fuego, y para él esto significaba que había alguien en
dificultades. Ahora que podía hacerlo, Kelemvor Lyonsbane estaba ansioso por
ofrecer su ayuda a cualquiera que la necesitase de verdad.
Durante cinco generaciones, los hombres de la
familia de Kelemvor se habían visto obligados a vender sus habilidades
guerreras por culpa de la codicia de uno de sus antepasados. Kyle Lyonsbane, un
mercenario despiadado, en una ocasión había desertado del servicio de una
poderosa hechicera en medio de una batalla para dedicarse al saqueo de un
pueblo enemigo. En represalia por aquel acto, la maga le había echado una
maldición para que se convirtiese en pantera cada vez que se dedicara a
satisfacer su codicia. En los descendientes de Kyle, la maldición se había
invertido y sólo se manifestaba en las ocasiones en que pretendían hacer algún
acto desinteresado.
La maldición había sido una prisión más
terrible de lo que cualquier hombre hubiese sido capaz de imaginar. Obligado a
servir de mercenario, Kelemvor había aparecido ante los demás como un ser tan
despiadado como su antepasado. En consecuencia, había llevado una vida amarga y
solitaria.
Por una de esas cosas del destino, lord Bane,
el dios de la Lucha, lo había cambiado todo. A través de una complicada serie
de sucesos, había engañado a Bane para que lo librase de la maldición familiar.
Ahora era libre de ayudar a los demás, y estaba decidido a nunca más volver la
espalda a nadie que necesitara auxilio.
Cuando Adon no mostró ninguna voluntad de
acceder al pedido de Kelemvor, fue Medianoche quien se ocupó de zanjar el
problema. Después de oler el aire otra vez, dijo:
—Huelo a carne quemada. —A pesar de que
todavía estaba enfadada con el guerrero por su postura en contra de Cyric, la
maga estuvo de acuerdo con Kelemvor—. Venga, Adon. Kel está en lo cierto.
—De acuerdo. Acabemos con este asunto lo antes
posible —aceptó el clérigo, resignado.
Kelemvor encabezó la marcha hacia el bosque.
Entre los árboles, la niebla no parecía ser tan espesa, ni la temperatura
demasiado elevada. Hasta donde podían ver, el rojo de las hojas de zumaque
hacía que el bosque pareciera estar en llamas. Los tres compañeros continuaron
su avance, si bien hacían una pausa cada cinco minutos para oler el aire y
saber si marchaban en la dirección correcta.
Por fin, encontraron un sendero que se
adentraba en las profundidades del bosque. A medida que avanzaban, el olor a
humo y carne quemada era cada vez más fuerte. Llegó el momento en que tuvieron
que desmontar y llevar a los caballos del cabestro, porque el sendero se estrechó
y las ramas bajas hacían imposible cabalgar. Después de unos cinco minutos de
caminata, el sendero los llevó por la ladera de un cerro. Ahora aparecían de
tanto en tanto unas nubes de humo negro que se mezclaban con la niebla
anaranjada. Al otro lado del cerro, los zumaques cedieron paso a un anillo de
robles negros que con su altura de veinticinco metros convertían en enanos a
los demás árboles.
En el centro del anillo de robles había un
círculo quemado y pisoteado de unos cuarenta metros de diámetro. Un incendio
había arrasado todo el sector. Aquí y allá, los escombros se amontonaban en
pilas de medio metro de altura. Si bien era obvio que había pasado algún tiempo
desde el incendio de la aldea, todavía se elevaban delgadas columnas de un humo
aceitoso de algunas de las casas en ruinas. Medianoche fue la primera en
hablar. Señaló un montón de piedras dispuestas alrededor de un agujero.
—Aquello debió de ser el pozo —dijo.
—¿Qué habrá pasado aquí? —preguntó Adon.
—Veamos si podemos averiguarlo —respondió
Kelemvor. Ató las riendas de su caballo a un zumaque. Se acercó al primer
montón de escombros, y comenzó a apartar las piedras grasientas.
La pequeña estructura, que no medía más de
cuatro metros por lado, había sido construida con mucho cuidado. Los cimientos
de piedra y mortero tenían una profundidad de poco más de un metro, y alguien
había utilizado barro para enlucir las paredes y evitar el paso del viento.
Por fin, Kelemvor encontró una mano diminuta.
De no haber sido por las arrugas y el curtido de la piel habría pensado que era
de una niña. Se apresuró a quitar las piedras que cubrían el resto del cuerpo.
La mano pertenecía a una mujer. Si bien no era más alta que un niño y pesaba
menos que la espada del guerrero, se trataba de una anciana. Los aceites y el
pigmento habían desaparecido hacía ya tiempo de la piel, que aparecía agrietada
y cenicienta. Su rostro todavía mostraba una expresión de bondad, y sus ojos
resultaban suaves y amistosos incluso en la muerte. Kelemvor la depositó con
cuidado junto a su casa en ruinas.
—¡Halflings! —exclamó Medianoche—. ¿Por qué
querría alguien arrasar una aldea de halflings?
Kelemvor sólo respondió con un movimiento de
cabeza. Los halflings no acostumbraban poseer oro o esconder tesoros. En
realidad, no tenían cosas con valor para otros que no fuesen como ellos. El
guerrero se acercó a su caballo y comenzó a desensillarlo.
—¿Qué haces? —preguntó Adon, calculando que
todavía disponían de un par de horas de luz para marchar.
—Me preparo para acampar —contestó Kelemvor—.
Esto puede llevarnos algún tiempo.
—¡No, de ninguna manera! —protestó Adon—.
¡Hemos venido hasta aquí, y ahora debemos irnos! ¡Esta vez no pienso ceder!
—Un hombre, incluso un hombre pequeño, merece
ser sepultado —replicó Kelemvor, y miró furioso al clérigo—. Hubo un tiempo en
que no hubiese hecho falta recordártelo.
—No lo he olvidado, Kel —dijo Adon, con el
dolor que le habían causado las palabras de Kelemvor reflejado en el rostro—.
Pero nos faltan semanas para llegar a Aguas Profundas, y cada hora que perdemos
acerca más el mundo a su destrucción.
—Puede haber supervivientes que necesiten
ayuda —manifestó Kelemvor, mientras dejaba caer la silla y quitaba el freno de
la boca del caballo.
—¿Supervivientes? —gritó Adon—. ¿Te has vuelto
loco? Pero si han matado hasta las ratas. —Al ver que Kelemvor no contestaba,
el clérigo se volvió hacia Medianoche—. A ti te escuchará. Dile que no tenemos
tiempo. Esto puede llevarnos días.
La maga no respondió de inmediato al pedido de
Adon. Si bien Kelemvor se mostraba tan testarudo como siempre, éste no era la
persona que recordaba. Aquel hombre había sido egoísta e intratable. Éste, en
cambio, se consumía por la desgracia de gente que ni siquiera conocía. Tal vez
la maldición había sido responsable de la dureza y de la vanidad más de lo que
había creído. Quizá su cambio era auténtico.
Por desgracia, Medianoche sabía que Adon
estaba en lo cierto. Kelemvor había elegido un mal momento para exhibir su
nueva personalidad. Les quedaba un largo camino por recorrer, y no se podían
permitir el lujo de desperdiciar ni un solo día. La joven desmontó y,
acercándose al guerrero, dijo:
—Has cambiado más de lo que hubiese podido
imaginar, y este gentil Kelemvor es el que me agrada. Pero no es el momento. Lo
que ahora necesitamos es al viejo Kelemvor, al hombre capaz de enfrentarse a un
titán.
—Si ahora abandono a estos halflings —replicó
el guerrero, con la mirada puesta en Medianoche—, ¿para qué sirve haberme
librado de la maldición?
La respuesta se la dio Adon:
—Si dejas que los Reinos desaparezcan, ¿qué
importancia tendrá haberte librado de la maldición? ¡Deja de pensar en ti mismo
y pongámonos en marcha sin perder un segundo!
—¡Tú haz lo que creas conveniente que yo haré
lo mismo! —dijo Kelemvor, y se volvió hacia la aldea halfling.
Medianoche suspiró. De nada serviría intentar
razonar con Kelemvor tal como estaban las cosas.
—Yo me encargaré de preparar el campamento
—anunció—. En cualquier caso, necesitamos descansar, y este lugar está bien
resguardado. —La muchacha ató su caballo a un árbol y comenzó a limpiar un
trozo de terreno junto al montículo.
Sin ocultar su preocupación, Adon se resignó a
la tozudez de Kelemvor, y también ató a su caballo. Luego le entregó las
alforjas con la tabla a Medianoche y fue a ayudar a Kelemvor.
—Supongo que terminarás antes si te echo una
mano —dijo el clérigo, con voz seca. La declaración sonó más dura y rencorosa
de lo que había pretendido Adon. No le entusiasmaba la idea de dejar sin
enterrar a los halflings, pero no podía evitar sentirse enfadado con Kelemvor.
—Creo que los halflings no están en situación
de quejarse de quien los entierra —replicó el guerrero, con una mirada fría.
Los dos hombres trabajaron durante una hora y
media; encontraron dos docenas de cadáveres, la mayoría de ellos quemados. El
humor de Adon pasó de la rabia a la depresión. Si bien tres varones halflings
habían muerto en la defensa de su aldea, los demás eran casi todos mujeres y
niños. Los habían golpeado, mutilado o pisoteado con los caballos. Cuando
habían corrido hacia sus casas en busca de refugio, los atacantes las habían
incendiado para que se desplomaran sobre sus ocupantes. No había
supervivientes, al menos en la aldea, ni tampoco ninguna pista acerca del
porqué habían destruido el poblado.
—Mañana cavaremos sus tumbas —dijo Kelemvor,
al ver que anochecía—. Habremos acabado y estaremos de camino para el mediodía.
—Tenía la esperanza de que la demora fuese tolerable. No deseaba enemistarse
aún más con el clérigo.
—No veo señal alguna de un cementerio —comentó
Adon—. Tal vez sería mejor quemarlos esta noche.
Kelemvor frunció el entrecejo. Sospechó que
Adon intentaba darle prisa, pero él no era un experto en funerales de
halflings. Si alguien sabía cuáles eran las ceremonias adecuadas, ése era Adon.
Replicó:
—Lo pensaré mientras descansamos.
Volvieron al lugar donde Medianoche había
barrido el terreno e improvisado unos jergones con ramas y paja. Al verlos
llegar, la maga exclamó:
—¡Me muero de hambre! ¿Dónde están las
galletas?
—En mis alforjas —contestó Kelemvor, y señaló
sus avíos.
Medianoche recogió las alforjas y miró en su
interior, luego las puso boca abajo. Unas pocas migas cayeron al suelo, pero
nada más.
—¿Estás segura que ésas son las mías?
—preguntó el guerrero, extrañado—. Tendrían que contener una daga, una capa de
abrigo y guantes, una bolsa de harina y varias docenas de galletas de trigo.
—Pienso que son las tuyas —contestó
Medianoche. Levantó las otras alforjas y las tumbó. Sólo la tabla y el espejo
de Adon fueron a parar a tierra.
—¡Nos han robado! —gritó Adon. Su capa, la
comida y sus cubiertos habían desaparecido.
Alarmada, Medianoche cogió sus alforjas y
rebuscó en su interior.
—Aquí está mi daga, el libro de hechizos, mi
capa... —La maga sacaba cada cosa a medida que las nombraba—. No falta nada.
Los tres compañeros miraron atontados su
campamento durante un minuto, incapaces de creer que alguien los había robado.
Finalmente, Adon recogió la tabla y la apretó contra su pecho.
—Al menos no se han llevado esto —dijo,
volviéndola a meter en las alforjas. Si bien echaría en falta el resto de su
equipaje, el clérigo experimentó un alivio tan inmenso por no haber perdido la
tabla que se sintió feliz.
En cambio, Kelemvor no compartía su optimismo.
—Pasaremos una noche de hambre a menos que
consiga cazar algo para comer —dijo—. Podrías comenzar a preparar el fuego,
Adon. —El guerrero sacó la yesca y el pedernal de la bolsa que colgaba de su
cuello y se los dio al clérigo.
Medianoche asintió, recogió sus cosas y las
colocó cerca de las de Adon.
—He visto un nogal cuando llegábamos. Sus
frutos son alimenticios, si bien amargos. —La maga se puso de pie y sacudió sus
prendas. Se puso en marcha hacia el bosque, no sin antes formular una
advertencia a Adon—: Vigila las cosas que nos han dejado los ladrones.
—No te preocupes —replicó el clérigo—. Una
cosa es robar unas alforjas olvidadas y otra muy distinta desvalijarlas ante la
mirada atenta de un guardia.
—Esperemos que así sea —murmuró Kelemvor,
encaminándose hacia el bosque en dirección opuesta a Medianoche. Si bien no
quería decirlo, tenía la esperanza de encontrar alguna pista del ladrón.
Kelemvor regresó una hora más tarde sin nada
más que una buena provisión de nueces para la cena. Se había hecho de noche
deprisa, y no había conseguido encontrar ninguna huella de hombre o animal.
Incluso mientras había permanecido inmóvil en el sendero, no había escuchado
otra cosa que el chistido de un búho.
Medianoche estaba junto a una pequeña hoguera,
dedicada a quitar las cáscaras de las nueces con su daga. Sobre el regazo tenía
un montón de nueces peladas que parecían tan poco apetitosas como las piedras.
Adon había recogido una abundante cantidad de leña, y ahora empleaba la maza
para partirla en trozos adecuados para el fuego.
—¿No hay carne? —preguntó el clérigo,
desilusionado. Ya había probado algunas nueces y esperaba que Kelemvor
consiguiese alguna cosa mejor para la cena.
—Hay mucha carne —replicó Kelemvor—. Pero viva
y muy lejos de aquí.— Recogió sus alforjas y rebuscó en el interior, con la
esperanza de que al ladrón se le hubiese pasado por alto algún trozo de torta
de maíz. Excepto por unos pocos mendrugos, el saco estaba vacío. El guerrero
suspiró resignado; decidió esconder sus restantes pertenencias antes de que
también desaparecieran—. Devuélveme la yesca y el pedernal, Adon.
—Están en tus alforjas —contestó el clérigo.
—Pues aquí no están —afirmó Kelemvor, y puso
las alforjas boca abajo.
—Vuelve a mirar —exclamó Adon, irritado por el
fracaso de Kelemvor en buscar algo decente para la cena—. Yo mismo los guardé
hace un momento.
—El ladrón ha vuelto —anunció Kelemvor, con el
corazón acongojado.
Medianoche se apresuró a buscar sus alforjas,
y las dio vuelta. También éstas estaban vacías. Se volvió hacia Adon:
—¡Maldito asno, mi libro de hechizos ha
desaparecido!
—Se suponía que tú estabas encargado de la
vigilancia... —Kelemvor se interrumpió en mitad de la frase, y luchó por
controlarse. La ira no les haría recuperar lo perdido—. Olvídalo. Cualquiera
capaz de robar algo delante de tus narices no es un ladrón vulgar.
—¡Tú no puedes ser Kelemvor Lyonsbane!
—exclamó Medianoche, con una expresión de asombro en su rostro. No era propio
de él ser tan comprensivo. El tranquilo desinterés del guerrero hizo que la
maga se sintiese avergonzada de su propia ira. Sin embargo, no podía
contenerla. Sin su libro de hechizos, estaba impotente.
El clérigo no prestó atención a ninguno de los
dos. Recogió las alforjas que contenían la tabla y se las echó al hombro. Se
sentía como un tonto por haber dejado que el ladrón los robase otra vez, pero
podía vivir con la vergüenza mientras conservaran la tabla.
Si bien Kelemvor había conseguido dominar su
enojo, no estaba resignado a dar por perdidas sus pertenencias. Fue hasta el
borde del campamento y examinó con cuidado la maleza. Después de varios minutos
de búsqueda, encontró unas pocas migas de las tortas. El guerrero llamó en voz
baja a sus compañeros y les señaló las migas.
Medianoche echó a correr hacia el interior del
bosque, sin preocuparse del ruido que provocaba. Kelemvor y Adon la alcanzaron
de inmediato.
—Despacio —sugirió el guerrero, con una mano
puesta sobre el hombro de la mujer.
—¡No tenemos tiempo! —gritó ella—. ¡El ladrón
se ha llevado mi libro de hechizos!
—Esta noche no podrá ir muy lejos —afirmó
Kelemvor—. Pero si nos oye llegar, jamás lo encontraremos.
—¿Qué te hace pensar que tiene miedo a la
oscuridad? —preguntó la maga, mientras apartaba la mano del guerrero.
—Desplegaos y guardad silencio —ordenó Adon,
poco dispuesto a tolerar más discusiones. Sabía que Kelemvor tenía razón acerca
de la conveniencia de avanzar con sigilo, pero también consideraba poco probable
que pudiesen encontrar al ladrón con el único dato de unas pocas migas—.
Necesitamos encontrar otro rastro para poder determinar el rumbo que ha seguido
nuestro ladrón.
Medianoche soltó un suspiro y aceptó la
sugerencia del clérigo. Diez minutos más tarde, encontró en el suelo una bola
de cera sulfurosa. Era uno de los componentes para producir encantamientos que
guardaba en una de sus alforjas.
—No es mucho —comentó Adon. Hizo girar la bola
en la palma de su mano y añadió—: Pero es lo único que tenemos. —El clérigo
trazó una línea imaginaria desde el punto donde Kelemvor había visto las migas
hasta el sitio donde habían recogido la bola de cera. Marcaba una dirección en
ángulo recto a la que habían pretendido seguir Medianoche y Kelemvor—. Creo que
lo encontraremos un poco más adelante. Será mejor que no hagamos ruido.
El trío avanzó con mucho cuidado a través de
la oscuridad del bosque. En varias ocasiones, el pie de alguno pisó una rama
seca y la quebró, y una vez Adon tropezó sin poder acallar un grito cuando dio
con sus huesos en tierra. Sin embargo, los ojos de los héroes se acostumbraron
muy pronto a la oscuridad y pudieron moverse más deprisa, sin hacer ruido.
El resplandor de una hoguera apareció entre
los árboles al cabo de unos pocos minutos. Los compañeros disminuyeron la
velocidad de la marcha y, con mucho sigilo, se aproximaron al borde de un
claro.
Dos docenas de halflings, la mayoría mujeres y
niños, estaban sentados en círculo. Vestían las mismas prendas de algodón
sencillas que los halflings muertos en la aldea. Una matrona se valía de la
daga de Kelemvor para cortar las tortas de maíz en porciones pequeñas. Puestos
a asar en la hoguera, había tres conejos jugosos, cada uno lo bastante grande
como para alimentar a todos los reunidos.
Varios niños halflings se amontonaban debajo
de una tienda hecha con la gruesa capa de Kelemvor, y un anciano bebía vino de
una bota improvisada con uno de los guantes del guerrero. Si bien la compañía
no parecía estar alegre, tampoco parecían melancólicos. Los halflings estaban
dispuestos a continuar con sus vidas a pesar de las condiciones adversas, y
Kelemvor no pudo menos que admirar su coraje.
Adon le hizo una seña al guerrero para que
hiciese un rodeo hacia el lado izquierdo del campamento, y después indicó a
Medianoche que hiciese lo mismo pero hacia la derecha. El clérigo les señaló
que él mantendría su actual posición.
Kelemvor avanzó para cumplir la orden y, siete
pasos más adelante, pisó una rama que se partió con un estampido seco y fuerte.
Los halflings se volvieron en dirección a la fuente del sonido, y los adultos
se armaron con bastones dispuestos a la defensa. El guerrero se encogió de
hombros y penetró en el claro.
—No tengáis miedo —dijo con voz suave,
levantando las manos para que todos vieran que no llevaba armas.
La matrona halfling miró a Kelemvor con miedo
y asombro. Los hombres dieron un paso atrás; enarbolaron sus bastones sin dejar
de hablar entre ellos en su propia lengua. Los niños se echaron a llorar y
corrieron a buscar refugio detrás de los adultos. Kelemvor se puso de rodillas,
con la esperanza de infundirles menos pavor, y repitió:
—No tengáis miedo.
Un momento más tarde, Medianoche apareció por
el lado opuesto de la hoguera. Cuando habló, lo hizo con una voz serena y
melodiosa.
—No vamos a haceros ningún daño.
Los halflings no perdieron sus expresiones de
asombro, pero tampoco se dieron a la fuga.
En los ojos de la matrona brilló una mirada de
astucia y comprensión. Luego se volvió hacia Kelemvor, le apuntó con su propia
daga, y preguntó:
—¿Qué quieres? ¿Has venido para acabar la
faena?
La respuesta se la dio Adon, quien apareció en
aquel momento ante la vista de todos. El clérigo aprovechó la oportunidad para
decir:
—No. No hemos sido nosotros quienes...
—¡Puaj! —La mujer lanzó un escupitajo, y
volvió la daga de Kelemvor hacia Adon—. Los Altos son todos iguales. Vienen a
saquear las ciudades ricas de los halflings. —Movió el arma en un gesto de
amenaza—. No tomarán Berengaria sin lucha. Cortaré...
—¡Por favor! —exclamó Adon, señalando la
daga—. ¡Ese cuchillo con el que me amenazas es nuestro!
—Ahora mío —replicó Berengaria—. Despojos de
guerra, como tienda. —La matrona señaló la capa de Kelemvor—. Y pellejo de
vino. —Apuntó el guante.
—Nosotros no estamos en guerra —la interrumpió
el guerrero, a punto de perder la paciencia.
Pese a vivir muy cerca de Hilp, estos
halflings parecían muy salvajes y poco civilizados. Quizá no eran bien
aceptados en la ciudad, porque a los halflings se los tenía por una raza de
ladrones. Al parecer, era una reputación bien merecida.
—Estamos en guerra —gruñó Berengaria. Hizo una
señal a dos ancianos y éstos se adelantaron, armados con lanzas plegadas en dos
partes.
Kelemvor se inquietó a pesar de la evidente
debilidad de los viejos. Sus lanzas eran wumeras, un tipo especial de arma que
había visto emplear con terrible eficacia. La wumera consistía en una lanza de
unos noventa centímetros de largo y un palo de la misma medida con un surco a
todo lo largo y un tope en un extremo. Los guerreros halflings colocaban la
lanza en el surco, y luego utilizaban el palo como una prolongación del brazo,
lo que les permitía lanzar la flecha con una velocidad y precisión asombrosa.
En manos expertas, el arma resultaba tan poderosa y acertada como un arco
largo. Adon se adelantó, sin olvidar de mantener bien a la vista sus manos
vacías.
—Nosotros no destruimos vuestra aldea —dijo—.
Somos vuestros amigos.
—Y como prueba de ello —añadió Kelemvor—, os
regalamos la daga, la tienda y el pellejo de vino. —El guerrero señaló cada uno
de los objetos a medida que los mencionaba.
Adon arrugó el entrecejo, pero no dijo nada.
Los «regalos» que había mencionado Kelemvor eran de su propiedad, y era asunto
suyo si los quería regalar. Por su parte, la matrona estudió a los héroes con
una mirada astuta durante un buen rato, mientras valoraba sus palabras.
—¿Regalos? —se sorprendió.
—Para ayudar a la reconstrucción de tu aldea
—asintió Kelemvor.
—¿Qué quieres a cambio? —preguntó Berengaria.
—El libro —respondió Adon—. Y la yesca y el
pedernal de Kelemvor. Los necesitamos para poder sobrevivir.
Berengaria puso una cara muy seria, pero los
niños se echaron a reír, y la matrona respondió:
—Hecho. Todos...
Medianoche, que hasta el momento había
permanecido en silencio, soltó un grito de angustia y corrió hacia la hoguera.
Al instante, Kelemvor desenvainó la espada, de un salto dejó atrás a Berengaria
y a los dos ancianos.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¡Mi libro de hechizos! —respondió a gritos la
maga—. ¡Lo han quemado! —Medianoche arrebató la espada de las manos del
guerrero, para luego intentar rescatar del fuego un ancho trozo de cuero
retorcido. Kelemvor sabía que la mujer utilizaba el libro para anotar los
hechizos demasiado complicados como para confiarlos a la memoria y, por lo
tanto, comprendía su desesperación. De todas maneras, recuperó su espada y la
envainó; el fuego no era nada bueno para el temple de la espada.
Medianoche contempló la hoguera, y una lágrima
solitaria corrió por su mejilla. Susurró:
—Ha desaparecido.
—No es tan grave —dijo Kelemvor, con la
intención de consolarla.
Pero Medianoche se volvió hacia él, y lo
amenazó con los puños.
—¡Grave! —chilló—. ¡Pedazo de animal! Allí
estaban todos mis encantamientos; sin ellos, no soy nada.
Un manto de silencio se extendió sobre el
campamento. Durante unos minutos, Medianoche contempló a Kelemvor como si el
libro lo hubiese quemado él mismo. Por último, siseó:
—¿Para esto ha servido enterrar a los
halflings? —Le volvió la espalda y miró el fuego.
Un momento después, Berengaria se acercó a
Adon.
—¿Todavía se mantiene el trato? —preguntó la
matrona, un tanto asustada—. ¿Todavía somos amigos?
—Todavía somos amigos —afirmó Adon. No
sacarían ningún provecho con castigar a los halflings—. Vosotros no lo
comprenderíais.
—Tal vez ella no se dio cuenta de lo que era
el libro de hechizos —dijo una clara voz masculina—. Pero eso es lo único que
no comprende. —Un halfling macilento entró en el campamento. Su piel tenía el
color de la ceniza, unas profundas sombras rojizas bordeaban sus ojos, y un
vendaje mal hecho envolvía su frente.
Los demás halflings se apartaron del recién
llegado, mientras cuchicheaban entre ellos. Él se puso en cuclillas junto al
fuego y recogió los dos conejos asados.
—Tomad esto —dijo, y entregó uno a Adon y otro
a Kelemvor—. Hay muchos más en el bosque, y es trato justo por todo lo que
habéis perdido.
Kelemvor aceptó el conejo, pero no mostró
intención de comerlo. El guerrero tenía una sensación extraña respecto al
halfling, y no sólo era porque los demás lo temían. Preguntó:
—¿Quién eres tú?
—Atherton Cooper —respondió el halfling, sin
desviar su mirada de los ojos de Kelemvor—. Pero la mayoría me llama Hurón.
Ahora haced el favor de comer. Berengaria no se ha comportado esta noche como
una buena anfitriona.
—Sí, por favor, comed —añadió Berengaria—.
Siempre podemos cazar más conejos. —La matrona guardó la daga y sonrió.
A Adon no se le pasó por alto que el lenguaje
de Berengaria había mejorado de pronto. Estaba bien claro que los halflings los
habían tomado por tontos.
—Sabías desde el principio, que nosotros no
habíamos atacado tu aldea, ¿verdad? —dijo Adon—. ¡Nos habéis robado mientras
nosotros enterrábamos a vuestros muertos!
—Es verdad —replicó Berengaria, un tanto
encogida. Luego se volvió hacia Kelemvor y añadió—: Pero esto no niega nuestro
acuerdo. Lo hecho, hecho está. Además, nuestra necesidad es grande.
El guerrero de ojos verdes gruñó y dio un
bocado al conejo. No tenía intención de reclamar lo que había dado a los
halflings, porque Berengaria tenía razón en cuanto a sus penurias. Sin embargo,
no le hacía feliz verse despojado de sus posesiones a través del engaño y la
superchería.
Kelemvor masticó sin prisa, mientras valoraba
a Hurón. Atherton Cooper era más alto y delgado que la mayoría de su raza y
había un cierto aire de amenaza en su apostura. El alto halfling era el único
varón en buen estado físico en el campamento, y esto resultaba sospechoso. Sin
embargo, Hurón era el único que no había robado o mentido a los héroes, y él
estaba dispuesto a responder a la honestidad y el respeto con la misma moneda.
—¿Dónde están los demás hombres? —preguntó el
guerrero, entre bocado y bocado de conejo—. No había muchos en la aldea, y aquí
todavía hay menos.
—Han marchado a cuidar su vanidad mientras las
mujeres mueren de hambre en el bosque —respondió Hurón.
Berengaria, que intentaba consolar a
Medianoche, añadió:
—Los hombres estaban de cacería cuando los
zhentileses...
—¿Zhentileses? —la interrumpió Adon—. ¿Estás
segura?
—Sí, estoy segura —contestó Berengaria—.
¿Vestían las armaduras de Zhentil Keep, no es así? En cualquier caso, los
hombres no estaban, porque si no la historia en Robles Negros hubiese sido
diferente. Ahora, los guerreros han marchado tras la pista de aquellos hijos de
perra.
—Y para que también los maten a ellos —comentó
Hurón, con voz amarga.
Berengaria le dirigió una mirada amenazadora.
—¡Estarán bien sin tu compañía! —replicó la
matrona.
—Los aventajan en número, tamaño, y sesos —dijo
el halfling, burlón.
Kelemvor compartía la opinión de Atherton,
pero no lo dijo. Incluso si los halflings conseguían alcanzar a los atacantes,
los zhentileses harían una masacre de los guerreros inexpertos. Los soldados de
Zhentil Keep eran unos luchadores traicioneros y desalmados, que jamás
plantaban cara a menos de estar seguros de llevar la mejor parte. Después de
una pausa bastante larga, el halfling añadió melancólico:
—Ojalá estuviese ahora con ellos.
—¿Por qué no lo estás? —preguntó Adon, dirigiendo
al halfling una mirada suspicaz, porque no conseguía desprenderse de la
inquietud que le producía el porte un tanto siniestro del ser.
—No me han querido con ellos —respondió Hurón,
y encogió los hombros.
—¡Es culpa suya que vinieran a atacarnos!
—protestó Berengaria, al tiempo que agitaba uno de sus dedos retorcidos ante el
rostro de Hurón—. Él tenía su propio caballo y una espada mágica. ¡Era eso lo
que buscaban!
—¿Es verdad? —le preguntó Adon a Hurón.
Éste sacudió la cabeza con la mirada gacha.
—Quizá —murmuró. Luego lo miró de frente—.
Pero lo dudo. No tenían necesidad de arrasar toda la aldea para conseguirlo; me
alcanzaron antes de entrar al poblado. —La mirada de los ojos enrojecidos del
halfling se volvió dura y distante—. Oíd, por casualidad no iréis hacia el
norte, ¿verdad? ¡Sería un placer alcanzar a esos cerdos zhentileses!
—Ahora que lo mencionas —dijo Kelemvor,
después de tragar un trozo de conejo—, pre...
—¡Kelemvor! —exclamó Adon, furioso—. Tenemos
nuestros propios problemas.
Hurón se irguió en toda su altura para
enfrentarse al clérigo, y dijo:
—Sin el libro de vuestra hechicera,
necesitaréis toda la ayuda posible. Yo soy tan buen explorador como cualquiera
que pudierais encontrar fuera del bosque de los Elfos.
—Mucho me temo... —dijo el clérigo, con un
gesto definitivo.
—Puede cabalgar conmigo —afirmó Kelemvor, con
una voz que era casi un gruñido—. ¿Qué se ha hecho de tu sentido de la
cortesía, Adon?
El joven clérigo miró al guerrero durante un
buen rato, irritado una vez más por la negativa de Kelemvor a escucharlo. Por
fin, decidió abandonar el tema, ya que su compañero estaba dispuesto a acceder
en parte. Con su mejor voz de mando, exclamó:
—¡Entonces marcharemos al amanecer!
Pero Kelemvor no estaba dispuesto a dejar que
lo mandaran.
—No. Los halflings muertos...
—¡Serán enterrados por halflings! —Adon acabó
la frase por él, y apuntó al guerrero con un dedo cubierto de grasa—. ¡A ti no
te importan estas gentes! Sólo pretendes demostrar que la maldición ha
desaparecido. ¿Piensas que no lo sabemos? —El clérigo miró a Medianoche,
ensimismada en la contemplación de su libro quemado—. Tu demostración nos ha
costado mucho, Kel. —Adon puso su mano sobre el hombro de la maga y añadió—:
Sólo deseo que podamos llegar a Aguas Profundas sin contar con la ayuda de los
hechizos de Medianoche.
Los cuatro
compañeros salieron de Robles Negros al alba, hambrientos, ateridos y
empapados. Durante la noche, la niebla naranja se había convertido en una
llovizna helada que se prolongó a lo largo de toda la mañana. No habían
desayunado. Los halflings se habían comido las últimas tortitas de maíz en la
cena, y a la gris luz de la mañana, los restos del grasiento conejo frío sólo
habían resultado apetecibles para Kelemvor.
Adon se puso al frente, y sugirió la conveniencia
de viajar hacia el norte hasta Estrella del Anochecer, y desde allí tomar la
ruta hacia Aguas Profundas. Hurón cometió el error de decir que conocía un
atajo y Adon insistió en que el halfling cabalgase con él para servirle de
guía.
A pesar de su pérdida de fe, la conversación
del clérigo no resultaba menos pedante, y Hurón no era un oyente tolerante.
Kelemvor, con expresión seria y preocupada,
cabalgaba en el segundo lugar. En dos ocasiones había intentado disculparse con
Medianoche por la pérdida de su libro de hechizos, pero cada vez le había
fallado la voz y apenas si había murmurado algo.
La muchacha cerraba la columna, todavía
demasiado alterada para conversar. Sentía en la boca del estómago un vacío de
pánico y dolor. Desde que había cumplido los dieciséis años había escrito con
todo cuidado en su libro todos los encantamientos que aprendía, y el texto se
había convertido casi en una extensión de su mente. Sin él se sentía vacía e
inútil, como una madre sin hijos.
Sin embargo, no todo estaba perdido.
Medianoche todavía recordaba muy bien varios encantamientos, y los podía volver
a anotar en un libro nuevo. Algunos eran tan comunes que, con un poco de tiempo
y la ayuda de un mago amigo, podría recuperarlos sin muchas dificultades. En
una o dos semanas de búsqueda, sería capaz de reconstruir otros. Pero había
algunos, como el de la fuerza fantasmal y el crecimiento de las plantas, tan
exóticos que jamás podría volver a recordar. Estos hechizos se habían perdido,
y no había nada que pudiese hacer al respecto.
En su conjunto, la situación no era tan
terrible como había supuesto en un primer momento. Por desgracia, este
conocimiento no había servido para disminuir el enfado de Medianoche. Deseaba
con ansias poder culpar a cualquiera por la destrucción del libro, y dado que
Kelemvor había sido quien los había llevado hasta Robles Negros, él resultaba
el blanco más próximo.
Pero en su corazón, Medianoche sabía que el
guerrero no era más responsable que ella de la crisis. Él no había arrojado el
libro al fuego, e incluso los halflings no lo habían quemado por malicia. Había
sido un accidente, sin más, y nada conseguiría con descargar su furia sobre sus
amigos.
Sin embargo, Adon no ayudaba a calmar los
ánimos de nadie. En varias ocasiones había echado en cara a Kelemvor el
haberlos llevado a Robles Negros, además de recordarle al desconsolado guerrero
que el libro de hechizos seguiría intacto de no haber sido por aquel rodeo.
Contra todo pronóstico, Kelemvor había aceptado las regañinas. Las agudas
palabras pronunciadas por el clérigo la noche anterior habían herido al rudo
guerrero mucho más que cualquier espada, y Medianoche estaba enfadada con Adon
por su comportamiento. A pesar de su pena, no podía soportar ver a Kelemvor tan
humillado.
Ensimismada en sus melancólicos pensamientos,
la maga apenas si notó el paso de las horas. Para el mediodía el grupo estaba
en las profundidades del bosque, y ella todavía no había aclarado las cosas con
Kelemvor. En parte, esto se debía a que el sendero era demasiado estrecho para
permitir que sus caballos marchasen a la par. Así que, cuando Adon, sin previo
aviso, mandó parar, ella adelantó su caballo y se detuvo a la derecha del
guerrero.
—Kelemvor... —comenzó a decir, pero Adon se
giró en su montura y levantó una mano para reclamar silencio al tiempo que
ordenaba:
—¡Escuchad!
Medianoche inició una protesta, pero entonces
escuchó un fuerte rumor; provenía de algún lugar sendero arriba, y sonaba como
si todo un ejército estuviese en marcha sobre un campo de hojas secas. Al crujido
y las detonaciones de las ramas al quebrarse se sumó después un golpeteo sordo
que se aproximaba al grupo.
—¿Qué puede ser? —preguntó la maga.
—No se me ocurre ninguna explicación —replicó
Adon.
—Ha llegado el momento en que me gane el viaje
—dijo Hurón, deslizándose de la grupa del caballo del clérigo, avanzó por el
sendero y, en un instante, desapareció por un recodo.
Durante diez minutos, Medianoche, Kelemvor y
Adon permanecieron montados. El rumor se hizo más fuerte, hasta convertirse en
un auténtico estrépito, y los crujidos y estampidos se convirtieron en gritos y
gemidos. Los golpes adquirieron una cadencia rítmica y resonaban como tambores
en el bosque.
Por fin, apareció Hurón por el sendero; el
halfling corría tan deprisa como le permitían las piernas.
—¡Apartaos del camino! ¡Ahora mismo! —gritó,
casi sin aliento.
La cara del halfling mostraba tal expresión de
terror que nadie pensó en pedir explicaciones. Clavaron las espuelas a sus
caballos y penetraron en el bosque, para reagruparse unos treinta metros más
allá. En el momento en que Hurón se reunió con ellos, Adon preguntó:
—¿Qué...?
El clérigo no tuvo tiempo para acabar. Un
sicómoro de treinta metros de altura apareció a la vista, moviendo docenas de
ramas como si fuesen brazos. Cada vez que sus raíces se retorcían para avanzar,
resonaba en todo el bosque un ruido tan fuerte que destrozaba los tímpanos. La
tierra se sacudía al recibir el impacto de las raíces. Un segundo sicómoro
escoltaba al primero y detrás de él venían varios centenares más.
Durante una hora, la compañía contempló
boquiabierta y en silencio el desfile de los árboles por el sendero. Para el
momento en que había pasado el milésimo sicómoro, a todos les silbaban los
oídos y la cabeza les daba vuelta. El caballo de Kelemvor se encabritó y sólo
consiguieron dominarlo a costa de muchos esfuerzos.
Pero por fin el último árbol se perdió de
vista y el grupo pudo volver al camino. El ruido los dejó sordos para el resto
de la tarde, y no pudieron comentar el fantástico episodio. En su avance hacia
el norte, tuvieron oportunidad de ver miles de enormes agujeros donde todos los
sicómoros del bosque habían arrancado sus raíces para ponerse en marcha.
Poco antes del crepúsculo, llegaron al límite
norte del bosque. Estrella del Anochecer estaba a menos de un par de
kilómetros, y los candiles iluminaban sus ventanas. La ciudad carecía de
fortificaciones, y contaba con una cincuentena de edificios más o menos
grandes. Los compañeros cabalgaron hasta las primeras casas, y después hicieron
una pausa antes de aventurarse a entrar en el pueblo. Todos recordaban las
acusaciones de asesinato de que habían sido objeto en Wheloon.
Al estar ubicada en un cruce de caminos,
Estrella del Anochecer contaba con unos cuantos establos, posadas y mercados
casi en las afueras. Hacia el centro se ubicaban las tiendas de los artesanos
que producían tejidos, vino, útiles de labranza y, como Medianoche pudo ver,
pergamino. Las calles estaban limpias y bastante tranquilas. Si bien por la
hora que era las tiendas habían cerrado, hombres y mujeres iban de un lado a
otro, sin prestar atención a los cuatro forasteros.
Después de decidir que no había peligro a la
vista, Adon puso su caballo al paso. Medianoche pidió a los demás que la
esperasen mientras iba a llamar a la tienda de pergaminos, con la esperanza de
encontrar a su propietario. Por desgracia, excepto los comercios dedicados a
atender a los viajeros, todos los demás negocios de Estrella del Anochecer
cerraban a la puesta de sol. Tendría que esperar hasta la mañana para poder
comprar el pergamino destinado a un nuevo libro de hechizos.
A sugerencia de Hurón, los héroes fueron a La
Jarra Solitaria, la única hostería del pueblo. La posada era limpia y
acogedora, y su cálido ambiente resultaba un cambio agradable después del frío
y la humedad del bosque. Un amplio salón comedor, atestado de viajeros y
lugareños, ocupaba la mayor parte de la planta baja. Medianoche observó
satisfecha que en el suelo de madera no había basura ni mugre acumulada. Una
escalera en la pared izquierda conducía a las habitaciones en las plantas
superiores.
Hurón sobornó al vigilante de la entrada que
controlaba a los huéspedes de la casa. Después de aceptar el dinero del
halfling, el guardia estudió a Medianoche con una mirada atenta y preguntó:
—Por casualidad, ¿no será taumaturga?
—No, no. —El halfling respondió por ella—. De
ninguna manera. La dama pertenece al mundo de las artes, nada más.
En el rostro del hombre apareció una expresión
de duda.
—Su Majestad el rey Azoun IV ha decretado que
las hechiceras de cualquier tipo deberán registrarse con el heraldo local
cuando viajen por Cormyr.
Hurón le alcanzó otra moneda de oro. El
guardia la hizo desaparecer en su bolsillo y dijo:
—Desde luego, con tanta gente como hay en
estos días por los caminos, es imposible llevar ninguna clase de control.
Dicho esto, el vigilante abandonó su puesto y
dejó que el grupo se las arreglase con el mozo de la posada. Después de
alquilarles dos habitaciones, el mozo acompañó a los cuatro hasta una mesa
cerca del fondo del bar.
Una camarera joven se apresuró a servirles
vino y cerveza, y les preguntó si deseaban cenar. Unos minutos más tarde,
volvió cargada con fuentes de nabos, patatas hervidas y cerdo asado. A pesar de
su mal humor, el aroma de las viandas fue suficiente para despertar el apetito
de Medianoche. Se sirvió una abundante ración de patatas y nabos, y un trozo de
carne.
La calidad de la comida no sirvió para alegrar
al grupo. Medianoche deseaba poder pedirle disculpas a Kelemvor, pero no frente
a los demás compañeros. Adon y Hurón eran los únicos dispuestos a charlar, pero
no entre sí. El clérigo intentó animarlos con una discusión referente al camino
a seguir, pero todos respondieron que preferían postergar el tema hasta la
mañana. Kelemvor permaneció ensimismado en sus pensamientos, y a Medianoche se
le agotó la paciencia ante la exhibición constante que Adon hacía de su
posición como jefe temporal del grupo.
Después de cenar, los cuatro subieron las
escaleras hasta el primer piso. Era demasiado pronto para dormir, pero habían
cabalgado mucho durante el día, y les esperaba otra jornada igual de agotadora.
Las habitaciones disponían de dos camastros y una pequeña ventana que daba a
las negras aguas del río de las Estrellas.
—Los hombres dormiremos en este cuarto —dijo
Adon, y señaló la habitación de la derecha—. Tú puedes acomodarte en la otra.
No creo que nadie se moleste si cambiamos de lugar una de las camas.
—No creo que quepa —comentó Hurón—. Yo me
quedaré con Medianoche.
Kelemvor puso cara de celos, pero fue Adon
quien protestó.
—¡No lo dirás en serio!
—Gracias, pero prefiero la compañía de
Kelemvor —replicó la maga, con una sonrisa para el halfling y sin hacer caso
del clérigo.
—Pero si tú estás... —dijo Adon, asombrado.
—No creo necesario que dispongas cómo debemos
dormir —respondió Medianoche, sin alzar la voz ni enfadarse.
—Pero si no has hablado con Kelemvor en todo
el día —insistió Adon. Luego encogió los hombros, resignado, y añadió—: No es
asunto mío si quieres pasar la noche con él. Sólo pretendía ser cortés.
Hurón suspiró. Después de compartir la montura
con Adon durante todo el día, había tenido la esperanza de no tener que pasar
la noche con el pedante ex clérigo.
Medianoche entró en su habitación sin hacer
ningún otro comentario. Cuando Kelemvor no la siguió, la joven asomó la cabeza
al pasillo y le preguntó:
—¿Vienes o no?
Kelemvor sacudió la cabeza como si con el
gesto quisiese aclarar sus ideas, y después entró en el cuarto. Medianoche
cerró la puerta, y dejó a Adon y Hurón en el pasillo. El guerrero miró nervioso
a su alrededor, y manipuló con torpeza la hebilla del cinturón de su espada.
Por fin, la desabrochó y dejó el arma sobre uno de los camastros.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Medianoche, al
tiempo que se quitaba la capa empapada—. No es la primera noche que pasaremos
juntos.
El hombre la estudió con la mirada; no tenía
muy claro si ella lo había perdonado o lo había atraído a su cuarto para
tomarse venganza. Respondió:
—Tu libro de hechizos. Pensé que estabas
enfadada.
—Lo estoy, y mucho más de lo que piensas. Pero
no fuiste tú quien lo arrojó al fuego. —Medianoche intentó sonreír—. Además, lo
podré reescribir, con un poco de tiempo y pergamino. —En el rostro del guerrero
no apareció ninguna expresión de alivio—. ¿No lo comprendes? La pérdida del
libro no fue culpa tuya. Los halflings lo tiraron al fuego. Es algo que tú no
podías evitar.
—Gracias por tu perdón —dijo Kelemvor—. Pero
Adon estaba en lo cierto. Fui a la aldea por razones egoístas.
—Tus razones no fueron egoístas —replicó
Medianoche, cogiendo la mano del guerrero—. No tiene nada de malo ayudar a los
extraños.
Por un momento, los dedos de Kelemvor
permanecieron como muertos y la mirada de sus ojos esmeraldas no se apartó de
los ojos de la maga. Luego le devolvió el apretón y la atrajo hacia él. Un
ascua adormecida durante mucho tiempo volvió a la vida en los cuerpos de ambos.
La disculpa de Medianoche había ido más allá de lo que había pretendido, pero
no lo lamentaba.
Más tarde, Medianoche permaneció sentada y
despierta en su lecho, mientras Kelemvor roncaba en el otro camastro. Hacer el
amor con él había sido diferente a las veces anteriores en Tantras. Se había
mostrado más considerado, más gentil. La joven no tenía ninguna duda de que él
había cambiado de verdad al desaparecer la maldición que lo afligía.
Pero la maldición de su amante, o su
desaparición, no era la causa del insomnio de la hechicera. Este nuevo Kelemvor
era más encantador y atractivo que antes de Tantras, y Medianoche pensaba en
las consecuencias que dicho cambio podían tener para ella. El guerrero se había
vuelto más peligroso, porque se entregaba más y, por lo tanto, reclamaba más a
cambio. La mujer no sabía muy bien hasta qué punto podía corresponderle, porque
su arte siempre había sido, y siempre sería, su primer amor.
Además, tenía que pensar en la misión. Se
sentía cada vez más ligada a Kelemvor, y la maga tenía miedo de que una
relación sentimental pudiese influir en ella en caso de verse obligada a
decidir entre la seguridad del hombre y la de la tabla.
En el pasillo, se oyó el ruido de una pisada.
Medianoche se deslizó de la cama y se puso la capa, muy alerta. Hacía cosa de
una hora había escuchado las suaves pisadas de Hurón cuando abandonó el cuarto
de Adon. No sabía dónde había ido. El hombrecillo tenía sus propios secretos,
como ella tenía los suyos, y no era cuestión de entrometerse en sus asuntos.
Pero la pisada había sido demasiado fuerte
para corresponder a Hurón; los halflings podían caminar con la suavidad de un
copo de nieve. Medianoche desenfundó la daga y se acercó a la puerta.
Visiones de ladrones y asesinos bailaron en la
mente de la maga cuando abrió la puerta y espió. Un solitario candil de aceite
colgado sobre el hueco de las escaleras alumbraba el pasillo. La débil luz de
la lámpara le permitió ver a un hombre en el rellano, quien despedía al
recepcionista con un gesto de su mano. La otra mano permanecía oculta debajo de
su capa empapada. El extraño se giró un poco para estudiar el pasillo, y la
silueta de su nariz aguileña se recortó contra la luz.
¡Cyric! Con el corazón embargado de júbilo y
también con un poco de miedo, Medianoche salió al pasillo. El ladrón se volvió
hacia ella, con una expresión de alarma en los ojos.
—¡Cyric! —susurró la muchacha, avanzando hacia
él—. ¡Me alegro tanto de verte!
—Tú..., eh, yo también me alegro mucho
—contestó el hombre, al tiempo que retiraba la mano oculta debajo de la capa.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Medianoche. Le
cogió del brazo, y caminó con él hacia el fondo del pasillo. Allí era menos
probable que fuesen oídos, y la maga no tenía intención de despertar a Kelemvor
y a Adon—. ¿Fueron tus flechas las que nos salvaron de los jinetes zombis?
Cyric asintió, con los ojos entrecerrados, y
preguntó a su vez:
—¿No le habrá pasado nada a la tabla, verdad?
—Desde luego que no —replicó Medianoche—. ¿Y
qué hay de los zhentileses que nos obligan a marchar hacia el norte? ¿También
son tuyos?
—Así es —afirmó el ladrón—. Quería que
vinierais a Estrella del Anochecer. —La mano del hombre volvió a deslizarse
debajo de la capa.
—¿Por qué? —preguntó Medianoche, muy seria—.
¿Qué peligros yacen en el sur?
—La fuerza de los aliados de Bane, por
supuesto —contestó Cyric, tranquilo y sonriente, tras un momento de duda—. Lord
Black puede haber muerto, pero tenía muchos partidarios y los jinetes zombis no
eran los más importantes. —El ladrón apartó la mano de la capa y rodeó con el
brazo los hombros de la hechicera—. Ésta es la razón de mi presencia aquí.
—Si has venido para reunirte con nosotros,
debemos tener cuidado —dijo Medianoche, sin poder ocultar su preocupación—. Kel
y Adon no han olvidado Tantras.
—No es esto lo que pretendía decir —exclamó
Cyric, que se apresuró a apartar el brazo de los hombros de la muchacha—. He
venido a buscarte a ti y a la tabla.
—¿Pretendes que los abando...?
—Ellos no pueden protegerte —afirmó Cyric,
tajante—. Yo sí.
—No puedo —respondió Medianoche, con sus
pensamientos puestos en Kelemvor—. No quiero.
El ladrón la estudió en silencio durante unos
segundos, y luego exclamó:
—¡Piensa! ¿Acaso no comprendes el poder que
posees?
—He perdido mi...
—¡Con las tablas, podemos ser dioses! —casi
gritó Cyric.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó Medianoche,
con la inquietante sensación de que Cyric hablaba para sí mismo—. ¡Es una
blasfemia!
—¿Blasfemia? —Cyric soltó la carcajada—.
¿Contra quién? Los dioses están aquí: destrozan los Reinos en busca de las
Tablas del Destino. Nosotros podríamos ser nuestros propios dioses. ¡Podríamos
forjar nuestros propios destinos!
—¡No! —Medianoche dio un paso atrás.
—Los dioses os siguen el rastro —dijo Cyric, y
la sujetó del brazo—. Hace dos noches, lord Bhaal asesinó a tres de mis mejores
hombres. No pienso abrumarte con los detalles de sus muertes. —Por un momento,
los ojos del ladrón adquirieron un brillo rojizo—. Si Bhaal hubiese querido
quedarse un par de días más, habría acabado conmigo y todos mis soldados. Pero
no lo hizo. ¿Sabes por qué? —Medianoche no contestó y Cyric le apretó el brazo
con más fuerza—. ¿Sabes por qué? ¡Porque Bhaal te quiere a ti y a la tabla! ¡Jamás
podréis llegar a Aguas Profundas! ¡Atrapará a Kelemvor y Adon para matarlos de
una forma tan espantosa como la que jamás podrías imaginar!
—¡No! —Medianoche apartó su brazo—. No lo
permitiré.
—Entonces ven conmigo —insistió Cyric—. Es tu
única oportunidad... Es vuestra única oportunidad.
En aquel momento, se abrió la puerta de la
habitación de la hechicera, y se escuchó la voz somnolienta de Kelemvor:
—¿Medianoche?
La mano del ladrón se ocultó bajo la capa y
empuñó la espada. Medianoche empujó a Cyric hacia las escaleras.
—¡Vete! ¡Kel te matará!
—O yo lo mataré a él —replicó Cyric,
desenvainando la corta espada. La hoja resplandeció con un fulgor rojizo.
Medio dormido, Kelemvor salió al pasillo,
después de ponerse los pantalones a toda prisa, y con la espada en la mano. Al
descubrir la presencia de Cyric, se frotó los ojos como si no pudiese creer en
lo que veía. Exclamó:
—¿Tú? ¿Aquí? —Avanzó con la espada en guardia.
—No me obligues a escoger entre amigos —le
dijo Medianoche a Cyric, mientras se apartaba.
—Pronto tendrás que hacer tu elección —replicó
Cyric, con una mirada fría. Luego corrió escaleras abajo y desapareció en la
oscuridad.
Kelemvor no lo siguió, consciente de que, en
las sombras, todas las ventajas estarían de parte de Cyric. En cambio, se
volvió hacia Medianoche y le dijo:
—Tenías razón. Nos ha seguido. ¿Por qué no me
has llamado?
—Vino a hablar —contestó Medianoche, sin saber
muy bien si el tono de Kelemvor era de dolor o enfado—. Tú lo habrías matado.
En aquel preciso momento, Hurón apareció en lo
alto de la escalera con un rollo de soga al hombro y un libro de pergamino en
las manos. Cuando vio a Medianoche y a Kelemvor, casi se cae de bruces.
—¡Estáis despiertos! —exclamó.
—¡Sí! —gruñó el guerrero—. Hemos tenido un
visitante.
—Pues están a punto de llegar más. Un grupo de
zhentileses viene para aquí. —El halfling le entregó el libro a Medianoche sin
ninguna explicación acerca de cómo lo había conseguido.
Por su parte, Kelemvor abrió la puerta del
cuarto de Adon, y gritó:
—¡Despierta! ¡Recoge tus cosas! —Luego se
volvió hacia Medianoche y le preguntó—: ¿Todavía crees que Cyric quería hablar?
—Tú fuiste el primero en desenvainar —contestó
la maga, con la mirada puesta en la espada del guerrero.
—Estee..., ¿no podríais dejar la discusión
para después? —señaló Hurón, al tiempo que descargaba el rollo de soga.
—Tal vez nunca tengamos la oportunidad
—replicó Kelemvor—. Jamás podremos llegar al establo...
—Ni falta que hace —exclamó el halfling con
una sonrisa de oreja a oreja—. En cuanto vi a los zhentileses que husmeaban,
ensillé los caballos y ahora están debajo de mi ventana.
Kelemvor dio una de sus palmadas en la espalda
del hombrecillo y a punto estuvo de tumbarlo al suelo, y exclamó:
—¡Bravo por ti! —Luego el guerrero se volvió
hacia Medianoche y, con tono perentorio, añadió—: ¡Recoge nuestro equipaje!
¡Discutiremos este asunto más tarde!
Si bien estaba molesta por su tono de mando,
Medianoche se apresuró a acatar la orden de Kelemvor. Mientras la maga se
ocupaba de preparar el equipaje, el guerrero cogió la soga y ató un extremo a
una de las vigas. Adon y Hurón salieron por el ventanuco y se descolgaron hasta
la montura del primer caballo. Luego Kelemvor les arrojó las alforjas con sus
cosas y la tabla. Un momento después, apareció Medianoche con el resto de sus
avíos. La hechicera hizo igual que sus otros dos compañeros y en cuanto se
instaló en su montura, Kelemvor le tiró las alforjas, y sin perder un segundo
se descolgó por la soga. El halfling los guió fuera de la ciudad por una
callejuela, y no vieron ni uno solo de los hombres de Cyric.
4
Cuerno Alto
—Baja la guardia, amigo Adon —dijo el lord
comandante Kae Deverell. El anfitrión, un hombre robusto de cabellos rojos y
vozarrón alegre, ocupaba la cabecera de una larga mesa de roble. A sus espaldas,
el fuego rugía en una magnífica chimenea, e iluminaba la sala con una luz roja
amarillenta.
A la derecha de Deverell estaba Kelemvor, y a
la derecha de él, acomodados a lo largo de la mesa como caballos ante un
abrevadero, había quince oficiales cormytas. Había una jarra de cerveza y un
plato de cordero asado para cada hombre. Varios candelabros de hierro
dispuestos sobre la mesa ayudaban al fuego a dar mejor iluminación al recinto.
Hurón ocupaba la primera silla a la izquierda
de lord Deverell, seguido por Adon. Las alforjas con la tabla descansaban en el
suelo junto a la silla del clérigo. Luego venía Medianoche, que bebía vino en
lugar de cerveza, seguida por seis magos guerreros cormytas.
Tres criadas se movían entre las sombras
laterales, y aparecían cada vez que hacía falta servir más bebida o comida a
cualquiera de los comensales.
—Tú y tus amigos estáis seguros aquí —añadió
Deverell, siempre dirigiéndose a Adon.
El clérigo sonrió y asintió, pero mantuvo su
aire de vigilancia. Medianoche gimió para sus adentros, avergonzada por la
descortesía de Adon. Después de perder su libro de hechizos, podía comprender
su cautela. Pero él actuaba como si estuviesen acampados en el camino. No había
ningún motivo para este comportamiento insultante en un bastión cormyta.
En el interior de Cuerno Alto, la tabla estaba
segura —si es que podía haber algún lugar seguro en los Reinos—. La fortaleza,
ubicada en la única carretera a través de las montañas del Diente de Dragón,
había sido construida como un puesto de defensa. Se levantaba en la cima de
unos picos escarpados, y sus paredes curvas se abrían sobre precipicios de
varios centenares de metros de profundidad. Sólo tres senderos, todos muy
fortificados y vigilados, conducían hasta el poderoso castillo. Pero aun así,
cada camino acababa en un puente levadizo y una torre de entrada de tres
rastrillos, los más seguros de Cormyr.
Debido al caos en los Reinos, setenta y cinco
soldados y veinticinco arqueros hacían guardia a todas horas en las torres del
perímetro defensivo exterior. Una fuerza similar ocupaba la muralla interior, y
ocho soldados se ocupaban todo el día del servicio en la torre de vigía. Los
alojamientos destinados a los viajeros habían sido convertidos en barracones
para los refuerzos. Los huéspedes podían ahora optar entre acampar en las
montañas o albergarse en un frío edificio construido de prisa fuera de las
murallas.
Los cuatro compañeros se habían librado de
esta incomodidad porque Kae Deverell era un arpista, y deseaba recompensarlos
por los malos ratos que Medianoche y Adon habían pasado a manos de los arpistas
durante su juicio en el valle de las Sombras. El grupo tampoco sabía que el
comandante cormyta también había recibido un mensaje de Elminster en el que
solicitaba ayuda para Medianoche y sus compañeros si pasaban por allí. Deverell
cogió una jarra de cerveza que le ofreció una de las criadas, y la puso delante
de Adon.
—No ridiculices mi hospitalidad bebiendo menos
de lo que te toca —dijo—. Ni una rata entra en Cuerno Alto sin mi permiso.
—No son las ratas la causa de mi preocupación
—replicó Adon, incapaz de apartar de su mente la aparición de Cyric en la
posada. El ladrón había dicho que Bhaal los perseguía, y él dudaba de que las
defensas de Cuerno Alto fuesen capaces de mantener a raya al señor de los
Asesinos.
Un murmullo de sorpresa se extendió por la
larga mesa de banquete, y una expresión sombría apareció en el rostro del
anfitrión. Antes de que el lord comandante pudiese manifestar su indignación,
intervino Medianoche.
—Por favor, perdonad a Adon, lord Deverell.
Creo que el cansancio le ha hecho olvidar la cortesía.
—¡Pero no a mí! —exclamó Kelemvor, al tiempo
que levantaba la jarra del clérigo. El guerrero había pasado muchas veladas con
hombres como Deverell, y sabía lo que se esperaba de los invitados—. A la salud
de Su Señoría —dijo, y vació el contenido de la jarra de una sola vez.
Deverell sonrió y volvió su atención al
guerrero.
—¡Mi agradecimiento, Kelemvor Lyonsbane! —El
lord comandante se hizo con otra jarra y la bebió tan deprisa como lo había
hecho su invitado—. Desde luego, la obligación del anfitrión dice que debemos
responder jarra por jarra. —Llamó a las criadas y les ordenó, mientras señalaba
a los oficiales sentados a la derecha de Kelemvor—: ¡Hasta que él no deje de beber,
que no quede vacía la copa de ningún hombre!
Los cormytas soltaron una aclamación de
compromiso, porque a algunos la orden no les hizo mucha gracia. También Adon
gimió por dentro; cuando Kelemvor bebía en exceso, resultaba muy difícil de
tratar. El clérigo pensó que más les hubiera valido alojarse en la casa de
huéspedes fuera del recinto fortificado.
No se habían apagado los vítores de los
oficiales, cuando un paje entró en la sala y se acercó a Deverell. El lord
comandante le indicó con un gesto que se aproximase. Si bien el joven susurró
sus noticias junto a la oreja de Deverell, las palabras no pasaron inadvertidas
para el fino oído de Hurón.
—Mi señor, el capitán Beresford me ha pedido
que os transmita la noticia de que dos guardias están ausentes de la muralla de
defensa exterior.
—¿Todavía llueve? —preguntó Deverell, con el
entrecejo fruncido.
—Sí —asintió el paje—. Las gotas son rojas
como la sangre y frías como el hielo. —El muchacho no pudo evitar que el miedo
se trasluciera en su voz.
—Entonces dile a Beresford que deje de
preocuparse —ordenó Deverell—. Ya nos ocuparemos mañana de disciplinar a los
ausentes. No me cabe la menor duda de que los guardias han buscado refugio de
este tiempo tan extraño.
El paje hizo una reverencia y abandonó la sala.
El lord comandante volvió su atención una vez más a sus invitados. Miró a Hurón
y le comentó:
—¡Qué noche vamos a pasar! ¿No lo crees,
hombrecito?
—La recordaré durante mucho tiempo —respondió
el aludido con una sonrisa y se llevó la jarra a los labios.
Adon se prometió controlar que toda la vajilla
de peltre estuviese en la mesa al final de la velada. Había podido comprobar
personalmente que los halflings eran unos ladrones incorregibles, y Hurón ya
había dado motivos para no dudar de que fuese capaz de hacerse con los objetos
propiedad del anfitrión.
Después de escapar de La Jarra Solitaria en
Estrella del Anochecer, el hombrecillo había intentado convencer a la compañía
de que tendiera una emboscada a los zhentileses. Estaba seguro de que la banda
de Cyric era la responsable de la destrucción de su aldea. El halfling estaba
tan decidido en su venganza que fue necesaria la intervención de Kelemvor para
retenerlo. Más tarde, Hurón se había mostrado furioso. El halfling había dicho
que el único motivo para no abandonarlos de inmediato era que Cyric no tardaría
en alcanzarlos.
No le faltaba razón. La rápida huida de La
Jarra Solitaria sólo les había dado una ventaja de quince minutos. Veinticinco
jinetes habían aparecido tras su rastro en cuanto salieron del pueblo. Después
de seis horas de agotadora persecución, cuando llegaron a Tyrluk, Cyric y sus
jinetes más veloces estaban a menos de doscientos metros. Adon había tomado la
calle mayor a través del pueblo, con la esperanza de que la milicia local
atacaría a los soldados zhentileses. Pero era de madrugada, y si algún
vigilante advirtió la presencia de la banda de Cyric, prefirió no dar la voz de
alarma.
Desde Tyrluk, los compañeros habían escapado
en la única dirección posible: hacia las montañas. Una hora más tarde, dieron
con una patrulla de soldados de caballería cormyta que iba de camino a Cuerno
Alto. No les había costado mucho convencer al capitán de que la compañía de
Cyric era zhentilesa, máxime después de la huida de la banda al ver a los
cormytas. El capitán los había perseguido, pero los hombres de Cyric
consiguieron escapar sin problemas. En campo abierto, los ponis de montaña de
los cormytas no eran rivales para los caballos, incluso cuando estos últimos
estaban extenuados tras muchas horas de galope.
El capitán cormyta envió a unos cuantos
exploradores a seguir el rastro de la compañía zhentilesa, para después
reanudar su camino hacia Cuerno Alto mientras anunciaba que se enviaría un
grupo de combate para ocuparse de los intrusos. La perspectiva no entusiasmó a
Medianoche, que no deseaba ver a Cyric muerto, pero no estaba en condiciones de
protestar.
Tras haber puesto en fuga a los perseguidores,
el capitán invitó al grupo a que lo acompañasen hasta Cuerno Alto; el resto del
trayecto había sido tranquilo. A su llegada a la fortaleza, y después de haber
escuchado el informe del capitán, Kae Deverell había ofrecido a los héroes la
seguridad y las comodidades del lugar. Tras haber pasado treinta y seis horas
sobre las monturas, a nadie se le ocurrió rechazar la invitación. Kelemvor y
Medianoche estuvieron felices de poder descansar y relajarse, si bien apartados
uno del otro. De hecho, apenas si habían cambiado una que otra palabra desde la
salida de Estrella del Anochecer.
Al pensar en la relación entre sus amigos,
Adon no podía hacer otra cosa que mover la cabeza. No alcanzaba a comprender en
qué residía la atracción que unía a Kelemvor y Medianoche; cuanto más cerca
estaban, más se peleaban. En esta ocasión, el guerrero se había enfadado porque
Medianoche no había dado la voz de alarma cuando descubrió a Cyric en el
pasillo de la posada. Medianoche justificaba su propia cólera porque Kelemvor
había amenazado con la espada a su viejo amigo.
El clérigo reconoció que en esta situación
debía darle la razón al guerrero. Cyric no se habría colado en la posada si no
pretendiese hacerles daño. Adon se rascó pensativo la fea cicatriz en su
mejilla al descubrir que estaba de acuerdo en algo con Kelemvor.
—¿Os duele, mi señor?
—¿Si me duele qué? —exclamó Adon, sobresaltado.
Miró a la criada que lo había interrogado.
—La cicatriz, mi señor. Os la estabais
rascando con mucha fuerza.
—¿Es posible? —preguntó Adon. Dejó caer la
mano sobre el muslo, y torció un poco el rostro para que la marca roja fuese
menos aparente.
—Tengo un pequeño frasco de ungüento calmante.
¿Podría llevarlo esta noche a vuestra habitación? —preguntó la muchacha,
esperanzada.
El clérigo no pudo menos que sonreír. Había
pasado mucho tiempo desde que una mujer se le había ofrecido con tanto descaro.
Además, la criada era bonita y tenía una figura generosa y bien formada por el
duro trabajo. Sus cabellos rubios le caían sobre los hombros como un chal de
seda, y en sus ojos azules brillaba una chispa de inocencia que de ninguna
manera implicaba una falta de experiencia. Parecía demasiado hermosa para pasar
su vida sirviendo cerveza en los salones de la tétrica fortaleza.
—Creo que el ungüento no servirá de mucho
—respondió con voz dulce—. Pero desde luego sería un placer tener tu compañía.
—Se apagó la conversación en la cabecera de la mesa, y Kelemvor miró al clérigo
con las cejas enarcadas. Al comprender que había cometido una falta social,
Adon se apresuró a añadir—: Quizá podamos discutir tu..., estee..., tu...
—¿Mi señor? —preguntó la muchacha, impaciente
con sus titubeos.
—¿Eres feliz con tu condición de criada? Sin
duda, tendrás otras ambiciones. Podríamos hablar...
—Me gusta lo que hago —respondió la joven,
enfurruñada—. Y no es precisamente charla lo que yo esperaba.
Lord Deverell soltó la carcajada al escuchar
la respuesta.
—No desperdicies tus encantos con él, Treen
—dijo el comandante, antes de volver a reír.
Los oficiales dieron palmadas sobre la mesa
mientras estallaban en fuertes risotadas. Kelemvor frunció el entrecejo, sin
saber muy bien si no había entendido la broma o la situación no tenía nada de
gracioso. Por fin, Deverell consiguió dominar la risa, y añadió:
—Quizá, Treen, tengas más suerte con Kelemvor,
¡es una torre de virilidad como no había visto jamás!
Treen se apresuró a complacer a su amo. Dio la
vuelta a la mesa para acercarse a Kelemvor. Le acarició el brazo con la mano, y
preguntó:
—¿Qué dice usted, señor Torre?
Medianoche y Adon fueron los únicos en no
secundar el coro de carcajadas. Kelemvor bebió un buen trago de cerveza, y
después dejó la jarra sobre la mesa.
—¿Por qué no? —replicó, con la mirada puesta
en Medianoche—. ¡Alguien tiene que disculparse por la descortesía de Adon! —El
guerrero pretendía provocar a Medianoche. Se sentía confuso y herido por la
amargura de la discusión referente a Cyric, y no conseguía evitar pensar que
había algo en el tema que escapaba a su comprensión. Si su coqueteo molestaba a
la muchacha, al menos sabría que él le interesaba lo suficiente para despertar
sus celos.
En el momento en que Treen deslizó sus dedos
por debajo de la camisa de Kelemvor, Medianoche ya no pudo contenerse por más
tiempo. Dejó con violencia su copa de vino sobre la mesa.
—Eso es algo que Adon debería hacer por sí
mismo —dijo, con voz fría.
Un murmullo de sorpresa recorrió la mesa.
Kelemvor le sonrió a Medianoche, que le contestó con una mirada furiosa. Treen
retiró la mano del pecho del guerrero, y dijo:
—Si este hombre os pertenece, mi señora...
—¡No pertenece a nadie! —la interrumpió
Medianoche, poniéndose de pie. No tenía ninguna duda de que Kelemvor había
intentado provocarla, y lo había conseguido. La maga de cabellos negros frunció
el entrecejo y se volvió hacia Deverell—. Estoy cansada, lord, y quisiera
retirarme. —Sin esperar respuesta, dio media vuelta y abandonó la sala.
Nadie habló durante unos momentos hasta que
Treen se dirigió a lord Deverell.
—Lo lamento, señor, yo sólo pretendía...
—No ha sido más que una broma fallida,
muchacha —la interrumpió Deverell—. No pienses más en ello.
La muchacha hizo una reverencia, y luego se
marchó hacia las cocinas. Kelemvor acabó su cerveza, y levantó la jarra para
que le sirviesen más.
Adon se alegró de la marcha de la criada. Los
próximos días prometían ser difíciles para Kelemvor y Medianoche. El clérigo
sabía que ambos estaban enamorados, si bien por el momento las pequeñas
rencillas evitaban que los dos se dieran cuenta de ello. Pero si tardaban mucho
más en poner en claro sus sentimientos, el viaje que les esperaba podía
resultar interminable. Todo hubiese sido más simple, pensó Adon, en el caso de
que Medianoche hubiese sido un hombre o, mejor todavía, Kelemvor una mujer.
El paje apareció una vez más y se acercó a
lord Deverell. En el silencio de la sala, resultó imposible no escuchar sus
palabras susurradas:
—Mi señor, el capitán Beresford me ordena que
os avise de la ausencia de tres centinelas de la muralla interior.
—¿La muralla interior? —exclamó Deverell—.
¿Allí también? —El comandante reflexionó durante unos segundos, mientras
murmuraba alguna cosa. Al igual que todos los otros en el salón, estaba un
tanto bebido; demasiado borracho para adoptar decisiones. Por fin, contestó—:
La disciplina de Beresford deja mucho que desear. Dile al capitán que yo mismo
me encargaré de solucionar el problema... por la mañana.
Hurón dirigió a Adon una mirada de inquietud.
El hecho de que cinco guardias abandonaran sus puestos en una misma noche
resultaba extraño. En voz muy baja, mirando a Kelemvor, quien acababa de tomar
su tercera jarra desde la salida de Medianoche, el halfling dijo al clérigo:
—Es probable que esta noche durmamos poco.
El clérigo asintió; lo invadía una repentina
sensación de funesta intranquilidad.
—Veré si puedo conseguir que no beba tanto
—respondió. Al igual que a Hurón, no le hacía muy feliz la perspectiva de dormir
en un castillo donde los guardias abandonaban sus puestos. El hecho de que
Kelemvor se fuera a dormir embriagado, sólo aumentaba su nerviosismo.
Pero antes de que Adon tuviese la oportunidad
de hablar con el guerrero, lord Deverell alzó su jarra y propuso un brindis:
—Bebamos a la salud del señor Kelemvor y la
señora Medianoche. Que ambos descansen bien —le guiñó un ojo al guerrero—, si
bien en camas separadas.
Las risas y los gritos de los oficiales
festejaron la ocurrencia de su comandante.
—Desconozco las intenciones de la señora
Medianoche —dijo Kelemvor, mientras se llevaba la jarra a los labios—, pero el
señor Torre no dormirá esta noche.
—Si bebes más cerveza —afirmó Adon, al tiempo
que se ponía de pie—, la decisión ya no será tuya. Venga, nos espera una
cabalgata muy dura y necesitamos descansar unas horas.
—¡Tonterías! ¡Tonterías! —gritó lord Deverell,
feliz de que la reunión recuperara su aire festivo—. Mañana habrá tiempo de
sobra para descansar. Medianoche ha dicho que necesitaba todo un día para
reescribir su libro de hechizos, ¿no es así?
—Muy cierto, mi señor —replicó Adon—. Pero
llevamos mucho tiempo de viaje y no estamos acostumbrados a manjares tan
suculentos. Puede que Kelemvor lamente los excesos de esta noche varios días.
El guerrero de ojos verdes frunció el
entrecejo y miró disgustado al clérigo, por la inesperada reprimenda.
—Por la mañana, estaré tan fuerte como un toro
—se vanaglorió, poniéndose de pie sin mucho equilibrio—. Además, ¿quién te ha
elegido capitán?
—Tú lo hiciste —respondió Adon.
El clérigo dijo la verdad tal como la conocía.
Kelemvor había perdido el sentido de la misión. El rodeo para ir a Robles
Negros sólo había sido un ejemplo de la incapacidad del guerrero para mantener
presente que su primer objetivo era recuperar las tablas. Alguien tenía que
asumir el mando, y Medianoche, a pesar de su inteligencia, se había mostrado
poco dispuesta a encabezar la compañía. Esto había dejado a Adon como líder, y
el hombre estaba dispuesto a cumplir con su obligación con toda su voluntad y
empeño.
—Yo no hice tal cosa —respondió Kelemvor,
mientras se desplomaba poco a poco en su silla—. Jamás se me ocurriría seguir a
un clérigo sin fe.
Adon pestañeó, pero no dijo nada. Sabía que el
guerrero debía de estar muy inquieto —y muy borracho— para atacar a su amigo
con tanta crueldad. Después de un suspiro, el clérigo contestó:
—Como quieras. —Recogió las alforjas con la
tabla.
En el rostro de Kelemvor apareció una
expresión de arrepentimiento, al comprender que se había mostrado injusto con
Adon.
—Lo lamento. No tendría que haberlo dicho —se
excusó el guerrero.
—Te comprendo —dijo el clérigo—. Pero ya que
no piensas irte a dormir, por lo menos intenta no beber en exceso. —Se volvió
hacia lord Deverell—. Si me perdonáis, estoy muy cansado.
Kae Deverell asintió, satisfecho de librarse
del aguafiestas.
Tras la marcha de Adon, el humor de Kelemvor
se hizo más sombrío. Habló poco, y bebió incluso menos. Sobre los hombros de
Hurón recayó la responsabilidad de mantener la alegría de la fiesta, cosa que
hizo con la narración de cuentos y poesías de los halflings. Por fin, dos horas
más tarde, lord Deverell bebió una jarra de más y se desplomó en su silla,
desmayado.
Los seis oficiales cormytas que habían
superado el aguante de su señor, soltaron suspiros de alivio y se pusieron de
pie. Mientras protestaban por lo tarde de la hora, recogieron a su lord
comandante y se lo llevaron a la cama. Por su actitud impaciente, el halfling
supuso que esta escena se repetía con demasiada frecuencia para sus gustos.
Después de acompañar a Kelemvor hasta su
habitación en el tercer piso de la torre, Hurón bajó al segundo y espió en los
dormitorios de Medianoche y Adon. Ambos dormían a pierna suelta, así que él se
dedicó a investigar el alcázar.
Mientras el halfling se ocupaba de explorar,
Adon disfrutaba de un sueño tan grato y placentero como hacía mucho tiempo que
no tenía. Si bien el clérigo no había sido consciente de ello hasta el momento
de abandonar la mesa de lord Deverell, los dos días de cabalgata casi ininterrumpida
habían agotado sus fuerzas. Se había desplomado en la cama sin siquiera
quitarse la ropa.
Pero Adon no había olvidado la desaparición de
los cinco guardias o el peligro que acechaba a la compañía, y parte de su mente
se mantenía alerta. Por lo tanto, cuando se encontró completamente despierto
con el vago recuerdo de haber oído un grito, no dudó ni por un instante de que
algo no iba bien. Su primer pensamiento fue que Bhaal había venido en busca de
la tabla. La mano de Adon se deslizó por debajo del jergón de paja, y respiró
aliviado al sentir la suavidad del cuero de la alforja.
El clérigo permaneció inmóvil, a la espera de
escuchar otro grito. Los únicos sonidos eran el de su propia respiración
agitada y el repiqueteo de la lluvia en las persianas. Durante otros treinta
segundos, todo estuvo inmóvil en el interior del cuarto a oscuras. Adon comenzó
a pensar que el grito había sido parte de un sueño, y sonrió para sí mismo.
Hacía mucho tiempo que la oscuridad no le producía este miedo.
Pero Adon no se sentía ridículo por estar
asustado. Bhaal estaba sobre el rastro del grupo, y la única protección ante el
señor de los Asesinos era la bendición de otro dios. Él ya no podía proveer tal
protección y, por un instante, pensó si no había sido un error apartarse de
Sune Cabellos de Fuego. El clérigo acarició la cicatriz que le recorría la
mejilla. Sin duda, había actuado mal al volverle la espalda sólo porque ella no
había hecho desaparecer el costurón. En unos tiempos tan revueltos, había sido
una actitud muy egoísta esperar que ella se ocupara de reparar el daño sufrido
en su cara. Ahora, había aprendido a aceptar el hecho, de la misma manera que
aceptaba la imperfección.
No obstante, seguía sin resignarse a la
indiferencia de los dioses ante sus fieles. Desde su juventud, él había
venerado a Sune, convencido de que la diosa lo protegería a cambio de su
dedicación. Cuando ella había permitido que lo hirieran, Adon se había hundido
en una profunda desesperación, al comprender lo poco que se interesaba Sune por
sus creyentes. El conseguir salir de la depresión había sido un proceso lento y
pesado. Su confianza y su deseo de vivir sólo habían vuelto cuando él había
puesto su devoción en los hombres.
Pero esta nueva devoción no había servido para
renovar la fe del clérigo en Sune. De hecho, cuanto más se dedicaba a los
hombres, más rencor sentía hacia Sune —y todos los demás dioses— por abusar de
la fe de sus adoradores mortales.
Por desgracia, había sido la fe en Sune la que
dotaba a Adon con los poderes de un clérigo. Por muy profunda y sincera que
fuese su devoción por los hombres, no conseguiría recuperar los poderes. Los
dioses eran seres sobrenaturales y mágicos, y, por razones que sólo ellos
conocían, recompensaban la fe más ardiente con una pequeñísima parte de su
poder.
La puerta de la habitación se abrió con un
crujido, y puso fin a los pensamientos de Adon. Un rayo de luz amarilla se coló
en el cuarto. Sin apartar la mirada de la puerta entreabierta, Adon buscó su
maza y puso los pies en el suelo.
En el momento en que se ponía de pie, una
sombra voló por el aire desde la puerta, y sintió contra su cara el golpe de
una cosa fría. El clérigo soltó un grito de sorpresa mientras caía sobre la
cama.
—¡Silencio! —susurró Hurón—. ¡Póntela!
—¿Qué ocurre? —preguntó Adon, furioso. Recogió
la cota de malla y se la deslizó por encima de la cabeza.
Pero Hurón, que había pasado las tres últimas
horas dedicado a estudiar todas las trampas del alcázar, ya no estaba. En el
momento en que el halfling llegaba al pie de las escaleras, se abrieron las
puertas de la sala de banquetes. Seis guardias cormytas penetraron en la
habitación con antorchas y armas.
—¡Jalur, ayúdame a barrar las puertas! —ordenó
el sargento, espada en mano—. ¡Kiel, Makare y los demás, a las escaleras!
Sorprendido ante lo poco que habían tardado
los cormytas en retirarse al torreón, el halfling se dirigió hacia las cocinas.
Su destino era la habitación que estaba directamente debajo de la de Adon, la
oficina del mayordomo. Por desgracia, la puerta estaba cerrada con llave y
Hurón tendría que forzar la cerradura o buscar la llave. Luego tendría que
apilar los muebles para poder alcanzar la manivela. Le llevaría tiempo, cosa de
la que no disponía. Él no sabía contra quién luchaban los guardias, pero sí que
había conseguido abrirse paso con gran celeridad.
Los soldados sabían un poco más que Hurón
acerca de su oponente. Orrel había visto algo que descendía por un rincón
oscuro de la pared interior. Un momento más tarde, un hombre de aspecto tímido
había salido de las sombras y caminado con aire despreocupado hacia la entrada
del alcázar. Orrel y el otro guardia habían salido al vestíbulo para darle el
alto, pero él había apartado sus alabardas de un golpe, luego había extraído
una daga de la manga y matado a los dos con una certera cuchillada.
Un tercer guardia había dado la voz de alarma,
con fatales consecuencias para él. El forastero había lanzado su daga y
atravesado la garganta del hombre sin darle tiempo a acabar el grito. Fitch, el
sargento de guardia, había ordenado a sus soldados que se refugiaran en el
alcázar. Se había sentido ridículo por huir ante un atacante solitario, pero la
brutal eficacia demostrada por éste indicaba con toda claridad que no era un
asesino vulgar. Como sus órdenes eran las de defender el alcázar, el sargento
había considerado prudente retirarse y asegurar la puerta, para luego enviar a
un hombre a buscar ayuda.
Su estrategia no dio resultado. Las puertas
eran gruesas y pesadas, pensadas únicamente para resistir, pero poco maniobrables.
Mientras el sargento y un guardia intentaban cerrarlas, el asesino penetró en
el vestíbulo. El guardia murió al cabo de un instante, cuando los dedos del
atacante le destrozaron la garganta.
Con la espada en alto, el sargento Fitch gritó
su última orden a los hombres en la escalera:
—¡En el nombre de Azoun, no dejéis que suba
las escaleras!
En el segundo piso, Adon escuchó los sonidos
de una breve escaramuza, que fue seguida de unas pocas palabras que no
consiguió entender. La luz de una antorcha alumbraba el pasillo que separaba su
habitación de la ocupada por Medianoche. Su puerta también estaba entreabierta,
pero en el cuarto no había luz suficiente para poder ver en su interior. La
hechicera podía estar dentro o quizá ya había escapado.
A la izquierda de Adon, las escaleras
descendían en una amplia y suave espiral. Un metro y medio más abajo, otra
antorcha proyectaba su luz amarillenta sobre los fríos escalones de piedra. En
el lugar donde la escalera se perdía de vista, aparecían las sombras de cuatro
cormytas que buscaban refugio en la altura. Cada silueta esgrimía una alabarda.
A juzgar por las sombras, su perseguidor era un solo hombre. Una de las
siluetas cormytas atacó. Hubo un momento de gran actividad, después sonó una
risa suave, y al cabo de un segundo, un grito de agonía.
Los otros tres guardias retrocedieron un paso
más. Sus espaldas protegidas por cotas de malla negras aparecieron ante los
ojos del clérigo, pero el atacante continuó invisible. Adon no podía creer que
un hombre solo pudiese atacar con semejante fiereza, pero no había más sombras.
El clérigo no dudó ni por un momento que el
misterioso agresor venía en busca de la tabla. Fue hasta las ventanas de su
habitación y abrió las persianas. El agua de la lluvia le azotó el rostro. Sin
pensar en la tormenta, Adon dejó la tabla en el alero; si era necesario, podría
arrojarla antes de permitir que cayese en manos enemigas. Con un poco de
suerte, alguno de los hombres de Deverell podría recogerla y escapar con ella.
Cuando volvió a la puerta, con la maza
preparada, sólo quedaban dos guardias. Estaban en el descanso del segundo piso,
y hacían frente al ataque a pesar del terror que se reflejaba en sus rostros.
Dos escalones más abajo estaba el misterioso asesino. Cuando Adon vio al hombre
pequeño, no pudo menos que sorprenderse ante el miedo de los soldados cormytas.
El hombre no medía más de un metro sesenta, y
era de complexión delgada. Su cabeza calva estaba tatuada con espirales verdes
y rojas, pero esto no era lo único un poco extraño en su apariencia. Como
colgados de la frente, aparecían su nariz casi ridícula y los ojos saltones.
Las únicas características destacables de su rostro eran sus orejas como
pantallas y los dientes de conejo. En conjunto era una cara tan fea que Adon
dio gracias por su propio aspecto, a pesar de la herida. El cuerpo del hombre
no era más que una bolsa de huesos que se mantenían unidos sólo por nervios y
fuerza de voluntad. Pequeños cortes y heridas lo cubrían de pies a cabeza.
—¿Qué os pasa? —exclamó Adon—. ¡Detenedlo!
Uno de los cormytas desvió la mirada hacia el
clérigo, y replicó:
—¡Inténtelo usted o quítese de en medio!
Un clamor sonó en el exterior del edificio al
correr la voz de que atacaban el alcázar. El hombre de la cabeza tatuada se
detuvo por un momento a escuchar, y luego con toda tranquilidad volvió su
atención a los dos guardias. Dio un paso adelante y, sin el menor esfuerzo, les
quitó las alabardas como si no fuesen más que palillos.
—¡Atrás! —gritó uno de los soldados, al tiempo
que lanzaba un puntapié contra el hombre calvo.
La bota del guardia golpeó de lleno en la
frente del desconocido. El golpe tendría que haber sido suficiente para
lanzarlo escaleras abajo, pero la cabeza tatuada sólo se sacudió. Luego el
atacante soltó un gruñido y, con una agilidad y rapidez asombrosas, quebró la
pierna del soldado de un solo golpe. El guardia gritó y cayó al suelo; su
cabeza dio contra uno de los escalones de piedra y se partió como una calabaza.
De repente Adon comprendió por qué los
guardias no conseguían detener al atacante. El hombre pequeño era un avatar.
Sin poder contenerse, mientras alzaba su maza, exclamó:
—¡Bhaal!
El avatar se volvió hacia el clérigo y
entreabrió sus labios delgados para dedicarle una sonrisa de reconocimiento.
Una ola de miedo sacudió el cuerpo de Adon,
sin que él pudiera hacer nada por controlarlo. Cuando se había enfrentado a
Bane en parecidas circunstancias, el clérigo había contado con su fe para
fortalecerse. La muerte no lo había asustado, porque creía que morir al servicio
de Sune presentaba el más grande de los honores, y su recompensa sería infinita
en el más allá.
Ahora no disponía de las mismas garantías.
Adon había abandonado a la diosa y, si moría, no le esperaba más que la
desesperación y la nada eterna. Y lo que era peor, no habría nadie para
solucionar las cosas. Bhaal se haría con la tabla y sumergiría a la humanidad
en la oscuridad y la miseria.
El último guardia dejó caer la alabarda y
desenvainó la espada. Se agazapó en posición de combate y ejecutó con la espada
diversas fintas defensivas.
Un par de escalones más abajo del rellano,
Bhaal volvió su atención al soldado.
El cormyta se arriesgó a dirigir una mirada a
Adon y le preguntó:
—¿Está de mi parte?
—Sí —respondió Adon, con un nudo en la
garganta. El clérigo salió de su habitación y se colocó junto al guardia que
había caído un momento antes.
El soldado restante se colocó al otro lado del
rellano, y luego alzó la espada. Con toda deliberación le cedió el paso al dios
para que Adon pudiese lanzar su ataque.
Sin preocuparse de la trampa, Bhaal se
adelantó, y Adon descargó la maza contra la cabeza del avatar. El dios se
agachó y esquivó el golpe. Tampoco el cormyta tuvo mejor suerte, porque antes
de poder lanzar su estocada, el señor de los Asesinos le dio un puñetazo en el
abdomen. El hombre trastabilló pero no pudo evitar ir a parar contra la pared.
Bhaal se plantó delante del clérigo.
Sin apartar su mirada de los ojos del avatar,
Adon se puso en guardia con la maza en alto. El cormyta se adelantó un paso y
también levantó su espada. Con una voz que parecía más un jadeo, el guardia
preguntó:
—¿Y ahora
qué?
—¡Ataca! —gritó Adon.
El soldado acató la orden y descargó un
mandoble con todas sus fuerzas. Bhaal dio un paso al costado y eludió el golpe,
para de inmediato moverse de espaldas hacia el cuarto de Medianoche.
De repente la puerta de la maga se abrió del
todo. Medianoche apareció en el hueco, daga en mano. Había vigilado el
desarrollo del combate sin decir ni una palabra, mientras maldecía para sus
adentros la pérdida del libro de hechizos, y aguardaba el momento para atacar.
Por fin, había llegado. Clavó la daga en la espalda del avatar. Los ojos de
Bhaal se abrieron en una expresión de sorpresa. En cuanto hizo el gesto de
volverse, Adon aprovechó la oportunidad para un ataque fácil, y descargó un
mazazo contra las costillas del avatar. Se doblaron las rodillas del dios, y
cayó por las escaleras, con un rugido furioso. El cuerpo se detuvo seis
escalones más abajo, con la daga de Medianoche todavía clavada en la espalda.
La hechicera preguntó:
—¿Estará muerto?
Bhaal se incorporó y miró a la muchacha,
mientras maldecía en un lenguaje que ningún humano podía imitar. Sin prestar
atención a sus heridas, el señor de los Asesinos corrió escaleras arriba.
El cormyta lanzó un grito y, espada en alto,
salió al encuentro del avatar. Bhaal chocó con el guardia a medio camino;
detuvo el mandoble con un terrible golpe en el brazo del hombre al mismo tiempo
que le clavaba los dedos en la garganta. El avatar alcanzó el rellano sin
soltar a su víctima, y luego arrojó el cadáver escaleras abajo sin más
preocupaciones.
Fue en aquel momento cuando Adon comprendió la
situación. No había nada que pudiesen hacer para detener al avatar. Bhaal daba
vida al cuerpo con sus propias fuerzas vitales. El ruido de las botas y un coro
de gritos anunció la llegada de refuerzos al alcázar.
—¡Corre, Medianoche! —gritó Adon—. ¡No podemos
matarlo!
El clérigo se volvió hacia su cuarto, con la
intención de arrojar la tabla por la ventana. Bhaal sonrió, y luego se acercó a
Medianoche.
—¡Adon! —chilló la maga—. ¿Qué haces? —No
podía creer que su amigo la dejase librada a su suerte.
El grito de Medianoche hizo que Adon recobrara
la sensatez. En su preocupación por proteger la tabla, había olvidado que la mujer
estaba indefensa. Se giró y enarboló la maza, al ver que Bhaal le daba la
espalda. Descargó el golpe contra la nuca del dios. Los huesos se hundieron
bajo el impacto del arma. El avatar se balanceó y, por un instante, el clérigo
pensó que caería al suelo.
Bhaal levantó una mano y palpó la herida.
Cuando la retiró tenía los dedos bañados en sangre. Sin siquiera darse la
vuelta, lanzó un puntapié como la coz de un mulo, y golpeó al clérigo en las
costillas. Adon voló hasta el interior de su cuarto, se estrelló contra la
cama, para luego quedar hecho un ovillo en el suelo. Mientras intentaba
introducir un poco de aire en los pulmones, pensó si sería capaz de volver a
levantarse. De pronto sintió que el suelo se movía, y oyó el chirrido de metal
contra metal. No se le ocurrió ninguna explicación para los ruidos y la extraña
vibración.
—¿Qué ocurre ahí abajo? —gritó Kelemvor desde
el rellano de la tercera planta, con una voz aguardentosa por la resaca y el
sueño.
Bhaal miró hacia la planta alta, con la cabeza
convertida en una pulpa sanguinolenta.
—¡Por el puño claveteado de Torm! —añadió el
guerrero, mientras bajaba los escalones con paso poco seguro—. ¿Qué eres tú?
Bhaal volvió su atención a la hechicera, sin
aparentemente preocuparse por el guerrero. Con el corazón en la boca,
Medianoche se apoyó en el marco de la puerta mientras intentaba descubrir la
manera de defenderse sin contar con un arma.
Un terrible rugido resonó en el pasillo. Se
trataba de Kelemvor que volaba por los aires dando mandobles. Bhaal se encorvó
un poco, dejó que el guerrero cayera sobre su espalda, y luego se irguió con
violencia para catapultarlo escaleras abajo. Kelemvor desapareció de la vista
de Adon tan deprisa como había entrado.
Una serie de golpes y maldiciones anunció que
los refuerzos cormytas habían detenido la caída del guerrero, y que tardarían
todavía más en su ascensión. Adon se obligó a sí mismo a ponerse de pie, con
sólo un hilo de respiración. La puerta de su habitación estaba en línea directa
con la de Medianoche, y pudo ver cómo Bhaal avanzaba hacia la joven.
Medianoche permanecía inmóvil mientras el
señor de los Asesinos venía hacia ella. Había pensado en una manera para
demorar a Bhaal, pero todo dependía del elemento sorpresa. Cuando el dios puso
un pie en el umbral, ella cerró la puerta con todas sus fuerzas.
El movimiento pilló desprevenido al dios, y la
pesada puerta le dio de lleno en el rostro. El avatar retrocedió un par de
pasos, ocasión que Medianoche aprovechó para cerrar la puerta, echar el cerrojo
y apoyar su cuerpo contra la plancha de madera. El obstáculo no demoraría mucho
al avatar, pero al menos disponía de unos segundos para pensar en algo mejor.
Bhaal permaneció en la mitad del pasillo con
la mirada puesta en la puerta cerrada, mientras descargaba su ira en un
torrente de maldiciones e insultos.
Adon podía comprender muy bien la sorpresa del
cruel dios ante la jugarreta de Medianoche, porque también a él le había
resultado inesperada. No obstante, no conseguía entender por qué Bhaal sólo
parecía interesado por ella. Quizás el dios suponía que la tabla se encontraba
en su poder, o, sin saber que su libro de hechizos había desaparecido, tenía
más miedo a la magia que a su maza. Pero razones aparte, el clérigo decidió
aprovechar la situación. Se asomó a la puerta. En las escaleras, vio a Kelemvor
y a ocho cormytas apilados, aturdidos y quejosos.
En el momento en que levantaba la maza, el
suelo volvió a vibrar bajo sus pies, y unos débiles tintineos metálicos
resonaron en el rellano. Si bien no sabía a qué atribuirlo, dejó el misterio
para mejor momento, y se preparó para el ataque. En aquel preciso instante,
Bhaal tomó carrerilla y descargó un puntapié contra la puerta de Medianoche. El
cerrojo se quebró, la puerta se abrió de par en par y la maga cayó de bruces.
Adon erró el golpe a la cabeza de Bhaal y su
maza golpeó contra el suelo, que sonó a hueco. Dos piedras se desprendieron del
relleno. El clérigo retrocedió hasta el umbral de su habitación y, asombrado,
miró el agujero.
El avatar se volvió hacia Adon, con una mueca
que hablaba a las claras de su irritación. De repente se hundió todo el
rellano, que en su caída arrastró al señor de los Asesinos y el cuerpo de uno
de los soldados. Los escombros del rellano se estrellaron contra el del primer
piso; se escuchó un ruido atronador, y una densa columna de polvo ascendió por
el agujero recién creado.
Medianoche gateó hasta el umbral y, por un
momento, ella y Adon miraron por el agujero. Cuando se despejó un poco el aire,
pudieron ver el cuerpo retorcido de Bhaal entre los escombros, con el cuello en
una posición extraña, prueba evidente de que estaba partido. El pequeño cuerpo,
lleno de magulladuras, estaba aplastado en una docena de lugares.
Pero los ojos del avatar permanecían abiertos,
y su mirada llena de odio estaba puesta en Adon. El dios cerró primero su mano
izquierda en un puño, y luego la derecha. Medianoche soltó una exclamación, sin
poder creer que aún había vida en aquellos despojos.
—¿Qué es lo que hace falta para matarte?
—gritó Adon.
Como una respuesta a su queja, Hurón asomó la
cabeza por un agujero debajo del umbral del cuarto del clérigo. Era allí donde
debía estar la viga que soportaba el rellano.
—¿No ha sido suficiente? —preguntó el
halfling—. ¿En qué lío me habéis metido?
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Medianoche, sin
dejar de mirar asombrada por el hueco.
—Era una trampa —replicó Hurón, como si fuera
lo más natural—. Una última línea de defensa. Todos los rellanos de la torre
están diseñados para hundirse, si los asaltantes consiguen entrar en el alcázar
y dar tiempo a los defensores para alcanzar el techo.
El halfling no había acabado su explicación
cuando ya Bhaal había levantado una pierna y se había empujado contra los
escombros para poder sentarse.
—Da igual —dijo Adon, señalando al avatar.
Hurón señaló hacia la parte superior de la
puerta de Adon.
—¡Hay una manivela detrás de la puerta!
—gritó, al tiempo que daba vueltas con la mano—. ¡Hazla girar!
El clérigo miró detrás de la puerta. Allí
estaba la manivela. La hizo girar, y un chirrido insoportable llenó la
habitación. La viga superior —la que aguantaba el rellano del tercer piso—
comenzó a moverse.
—¡Más rápido! —chilló Hurón.
Medianoche se separó de la puerta; consideró
prudente mantenerse bien lejos cuando se desplomara el rellano.
Adon hizo girar la manivela con todas sus
fuerzas. Las vigas se movieron poco a poco, y una piedra se desprendió del
rellano. Después, otras dos. Luego una docena, hasta que, por fin, se
desprendió todo el suelo para caer a través del agujero donde había estado el
segundo rellano.
Hurón volvió a asomar la cabeza por el
agujero, y Medianoche se arrastró para espiar desde su umbral. Los refuerzos
cormytas aparecieron finalmente en el segundo piso, seguidos por Kelemvor.
Todos se asomaron por el agujero con la mirada puesta en los escombros del
primer piso.
—¿Está muerto? —preguntó Hurón.
—No —replicó Adon—. Cuando muere el avatar de
un dios, la destrucción es inmensa.
—¡Un dios! —exclamó el halfling. La sorpresa y
el susto casi lo hicieron caer por el boquete.
—Cyric no mentía. Bhaal nos persigue —afirmó
el clérigo. Hizo una pausa, y señaló los escombros—. Allí está. —Como una
respuesta a las palabras de Adon, se despejaron las nubes de polvo y todos
pudieron ver una pierna y una mano del dios que aparecían de entre las piedras.
—Yo creo que está muerto —declaró Hurón.
La mano se retorció y apartó un cascote.
Medianoche soltó una exclamación.
—Si no podemos matarlo —dijo—, ¿no habría una
manera de mantenerlo prisionero?
Adon frunció el entrecejo y cerró los ojos,
mientras buscaba en su memoria alguna trampa capaz de retener a un dios. Por
fin, renunció al esfuerzo, y respondió:
—No que yo conozca.
La mano apartó otra piedra.
—¡Soldados, al primer piso! —ordenó el
sargento cormyta.
—¡Rápido, antes de que consiga liberarse!
—añadió Kelemvor, mientras daba media vuelta y abría la marcha escaleras abajo.
«Para morir en una lucha inútil», pensó Adon.
—Tal vez deberíamos marcharnos —sugirió Hurón,
sin mucho ánimo.
Medianoche no lo oyó. Tan pronto como había
sugerido aprisionar a Bhaal, en su mente había aparecido un hechizo diferente a
todos los que había conocido antes.
La maga volvió a su cuarto y rebuscó en los
bolsillos de su capa, luego se asomó al hueco con dos bolas de arcilla y un
poco de agua. Empapó una de las bolas, la desmenuzó entre los dedos y
desparramó los gránulos sobre la pila de escombros.
—¿Qué haces? —preguntó Hurón con la mirada
fija en los trocitos de arcilla.
—Lo encierro en piedra —explicó Medianoche,
muy tranquila, sin dejar de desparramar el barro.
—¿Por medio de la magia? —preguntó Adon.
—Desde luego. ¿Acaso crees que soy un
picapedrero?
—¿Y qué pasará si el hechizo no resulta?
—protestó el clérigo—. ¡Podrías hacer que la torre se desplomara sobre
nosotros!
En el rostro de Medianoche apareció una sombra
de duda. Estaba tan entusiasmada con el hechizo que no había considerado la
posibilidad de un fallo.
Bhaal apartó otras cuantas piedras.
—¿Qué podemos perder? —dijo Medianoche. Cerró
los ojos y dirigió su magia. Recitó la salmodia deprisa, al tiempo que dejaba
caer los últimos trozos de la primera bola de arcilla.
Cuando abrió los ojos, los escombros se habían
transformado en un fluido espeso y traslúcido del color de la cerveza. Había
esperado ver fango y no resina, pero por lo menos el cuerpo de Bhaal estaba
envuelto. Su mirada de odio estaba fija en Medianoche, mientras luchaba por
zafarse.
Kelemvor y los cormytas aparecieron en el
primer piso dispuestos para el ataque, pero se detuvieron junto a la gelatina
dorada. Uno de los soldados intentó pasar la espada y acuchillar a Bhaal, pero
la sustancia retuvo la hoja y fue imposible retirarla.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó el
sargento—. ¿Cómo vamos a atacar en medio de todo este engrudo?
—Yo recomendaría evitar cualquier ataque
—contestó Adon—, a menos que no quede otra opción.
Medianoche empapó la otra bola de arcilla y la
desmenuzó sobre la burbuja amarilla.
—¿Qué se cree que hace? —gritó el sargento,
apuntando con la espada la mano de la hechicera.
Hurón se encargó de la respuesta.
—No se preocupe. Y, por cierto, yo en su lugar
me apartaría.
Medianoche cerró los ojos y recitó otro
hechizo, esta vez para convertir en sólido la gelatina. Cuando acabó la letanía
la materia dorada comenzó a endurecerse. Los movimientos del avatar se hicieron
cada vez más lentos hasta cesar por completo en unos pocos segundos.
El sargento cormyta dio unos golpecitos con la
espada en la sustancia, y se escuchó el sonido característico del metal al
chocar contra el granito.
—¿Dónde has aprendido este hechizo? —preguntó
Adon.
—Apareció de pronto en mi cabeza —contestó
Medianoche, con voz débil y cansada—. Yo tampoco lo entiendo. —De repente
experimentó un fuerte mareo, y comprendió que el hechizo había exigido mucho
más de sus fuerzas de lo que imaginaba.
Por un momento, Adon no apartó la mirada de
Medianoche. Al parecer, cada día la joven aprendía algo nuevo de su magia.
Recordó los poderes que como clérigo había tenido, y no pudo menos que sentir
el picor de la envidia.
—¿Crees que aguantará? —preguntó Kelemvor, con
la punta de la espada apoyada en la materia dorada.
Adon contempló la prisión de Bhaal. El fluido
se había convertido en una capa de cincuenta centímetros de roca clara y
cristalina. En su interior, el avatar continuaba con la mirada clavada en
Medianoche.
—Así lo espero —respondió el clérigo, y miró
el rostro cansado de la hechicera.
5
Un sol verde
A pesar de la mala noche pasada, Medianoche se
despertó una hora después del amanecer. Los rayos de luz que se filtraban por
las rendijas de los postigos iluminaban su habitación con unos siniestros
reflejos verdosos. Se cubrió con su capa y abrió la ventana. En el lugar donde
debía de haber estado el sol colgaba un ojo inmenso y polifacético similar al
de una mosca o una araña. Ardía con una brillante luz verde y todo el
firmamento tenía un color esmeralda, mientras que las montañas grises alrededor
de Cuerno Alto parecían estar cubiertas de hierba.
Medianoche parpadeó y miró en otra dirección.
En las almenas de la muralla interior, los centinelas hacían sus rondas sin
preocuparse de la presencia del ojo. La hechicera pensó si no lo habría
imaginado, pero cuando volvió a contemplar el cielo, el ojo permanecía allí.
Fascinada por su tremenda fealdad, Medianoche
estudió el ojo verde durante unos minutos. Luego, decidió que no valía la pena
perder más tiempo en la contemplación y se apartó de la ventana para vestirse.
La hechicera se vistió sin prisas y con muchos
bostezos. Después de encerrar a Bhaal en la roca, Medianoche había caído en un
sueño intranquilo que muy poco ayudó a restaurar sus energías. Si bien el
ataque del dios la había aterrorizado, se sentía tan agotada por la cabalgata
desde Estrella del Anochecer que le resultaba impensable no irse a dormir.
No obstante, su descanso no había durado
mucho. Los martillazos y comentarios de los dos guardias encargados de tapar el
hueco del rellano con unos cuantos tablones la despertaron. Durante un par de
horas, Medianoche no tuvo más opción que escuchar intranquila los pocos
familiares ruidos de Cuerno Alto, hasta que finalmente cayó en un pesado sopor.
Cuando despertó, se encontró con la sorpresa de un amanecer verde.
Si bien se sentía somnolienta y exhausta,
Medianoche consideró inútil volver a acostarse. Dormir durante el día siempre
le había resultado difícil, y ahora lo sería todavía más con el barullo de la
actividad normal del castillo al otro lado de las ventanas. Además, la
hechicera sentía un gran interés por recordar el hechizo que había empleado
durante la noche.
El hechizo había aparecido sin más en la mente
de Medianoche, lo que le había producido deleite y sorpresa. La magia era una
disciplina rigurosa, que requería un estudio meticuloso y pesado. Los símbolos
místicos que un mago grababa en su memoria cuando estudiaba un encantamiento
contenían poder. La ejecución del acto mágico descargaba el poder, y borraba
cualquier recuerdo de los símbolos hasta que la fórmula se estudiaba una vez
más. Ésta era la razón por la que el libro de hechizos fuese la más valiosa
posesión de Medianoche.
Pero el encantamiento que permitía convertir
la arcilla en granito había aparecido en su mente sin ningún estudio. De hecho,
ni siquiera sabía de su existencia y consideraba que estaba más allá de su
capacidad el ponerlo en práctica.
Llena de entusiasmo, Medianoche decidió probar
con otro hechizo. Si podía invocar los símbolos místicos a voluntad, la pérdida
de su libro resultaría una trivialidad, quizás incluso una suerte.
Cerró los ojos y despejó la mente. Entonces,
al recordar cómo Kelemvor la había desdeñado durante la cena, intentó recordar
los símbolos para un hechizo de seducción. Sin embargo, no tuvo necesidad de
intentarlo demasiado. No ocurrió nada, y de inmediato la maga comprendió que no
obtendría ningún resultado. Se sentó y analizó con calma cada uno de los
detalles de los episodios de la noche anterior. Después de que los escombros de
los rellanos hundidos no consiguieran matar a Bhaal, a ella se le había
ocurrido que la única esperanza era la de aprisionar al dios, y el método para
hacerlo había venido a su mente.
Pero Medianoche no conseguía recordar ninguno
de los símbolos místicos del exorcismo, y comprendió que ellos le habían sido
transmitidos en su forma más pura. Pensó en este último punto durante varios
minutos. Hasta donde ella sabía, los símbolos eran hechizos en sí mismos,
porque era a través de ellos que el hechicero se ponía en contacto con la magia
y conseguía el poder para su arte. Era del todo imposible realizar un hechizo
sin utilizar un símbolo místico.
De repente, Medianoche comprendió con claridad
meridiana lo que había ocurrido. Ella no había lanzado ningún hechizo, al menos
no en la forma que lo conocían la mayoría de magos. En cambio, había conectado
directamente con la magia, y dado forma a su poder sin símbolos ni runas.
Con el estómago en un puño, Medianoche decidió
probar una vez más el hechizo de seducción. Esta vez se concentró en el efecto
deseado en lugar de los símbolos asociados con la invocación. El poder surgió
dentro de ella, e intuitivamente supo cuáles eran las palabras y los gestos que
transformarían la magia en el hechizo de seducción.
La mano de la maga voló a su pecho y pasó los
dedos sobre la suave y estrecha línea que cruzaba su cuello. La marca se la
había hecho, unas pocas semanas antes, la cadena del pendiente de Mystra cuando
se incrustó en la carne.
—¿Qué me has hecho? —exclamó la maga, con la
mirada en dirección al cielo. Desde luego, nadie le respondió.
Mientras Medianoche permanecía en su
habitación dedicada a explorar su recién adquirido conocimiento, una docena de
hambrientos oficiales cormytas esperaban en el comedor del primer piso. Desde
hacía más de una hora aguardaban la aparición de lord Deverell, y que sirvieran
el desayuno.
Por fin, el comandante de la guarnición entró
en la sala. Tenía los ojos hundidos e inyectados de sangre, y la piel de un
color amarillento. Su estado nada tenía que ver con el ataque de Bhaal durante
la noche. Lord Deverell había dormido durante todo el episodio, y sólo lo
conocía porque su asistente de cámara se lo había relatado.
Si bien no había bebido tanto como lord
Deverell, Kelemvor no estaba habituado a una cerveza de tanta graduación y
estaba en un estado similar al del comandante. Aún estaba en la cama, después
de haber avisado a una doncella que no tenía intención de levantarse antes del
mediodía. En cuanto a Adon, tampoco se había levantado, y ahora dormía como un
niño tras haber soportado unas cuantas pesadillas relacionadas con Bhaal y
diversas formas de muerte lenta.
Hurón era el único de los cuatro compañeros
presente en la sala cuando el lord comandante Deverell ocupó su sitio en la
mesa. Si bien cualquier otro anfitrión podría haber encontrado extraño la
ausencia de los amigos del halfling, o incluso como una falta de cortesía, a
Deverell no le molestó. De hecho, lo hacía sentir menos culpable por haberse
levantado tan tarde, y tal como estaban las cosas, no le venía mal. Los
oficiales de la guardia nocturna sin duda protestarían por la incapacidad de su
ayudante para despertarlo durante la noche pasada, y Deverell no se lo podía
reprochar. En los últimos tiempos, había dado lugar a comentarios con demasiada
frecuencia. Pero pensaba que no se lo podía acusar por querer aliviar la
monotonía de la vida en Cuerno Alto. Deverell indicó a sus oficiales que se
acercaran a la mesa.
—Sentaos —dijo con voz cansada—. Comed.
Los oficiales se sentaron sin comentarios. Por
las conversaciones que había escuchado antes, el halfling sabía que los
cormytas estaban de muy mal humor. Muchos habían pasado la noche en las
atalayas castigados por la lluvia y el frío, y sólo deseaban poder irse a la
cama; pero la ceremonia dictaba que primero debían compartir el desayuno con su
comandante.
Aparecieron las criadas cargadas con bandejas
de cereal caliente. Deverell echó una ojeada al bol de gachas y lo apartó con
un gesto de repugnancia; en cambio, Hurón atacó su plato con gran apetito.
Prefería los cereales hervidos más que la carne asada o los pasteles dulces.
Al cabo de un momento, el comandante volvió su
atención al halfling.
—Mi mayordomo me ha informado —dijo Deverell—
que anoche entraste en su oficina.
Hurón se apresuró a tragar, y respondió:
—La necesidad era imperiosa, mi señor.
—Es lo que he oído —replicó el comandante.
Movió la cabeza apenado—. Mi agradecimiento por tu rápida y oportuna actuación.
—No penséis más en ello, mi señor. Si lo hice,
fue en gratitud por vuestra hospitalidad.
Si bien Hurón se había criado en Robles
Negros, había rondado por suficientes castillos como para saber los mandatos de
la cortesía.
Un murmullo de aprobación corrió entre los
presentes. El lord comandante intentó sonreír e inclinó la cabeza.
—Tus palabras son amables, pero debo
disculparme. Prometí un refugio seguro, y mi fracaso es una grave ofensa a los
deberes del anfitrión.
—No fue culpa vuestra, lord Deverell —dijo
Medianoche, mientras entraba en el comedor.
Lord Deverell y los oficiales se pusieron de
pie para saludar su presencia.
—Señora Medianoche —respondió Deverell—.
Tenéis muy buen aspecto esta mañana.
Medianoche sonrió, agradecida por el halago,
si bien sabía que su fatiga era aparente, y se acercó a la mesa, mientras
añadía:
—No tenéis por qué haceros responsable de lo
ocurrido. Nuestro agresor era nada menos que Bhaal, señor de los Asesinos.
Esta vez los susurros fueron más fuertes. La
hechicera acababa de confirmar los rumores que habían circulado entre soldados
y oficiales durante toda la noche. Algunos de los presentes miraron nerviosos
hacia el patio, donde Bhaal permanecía encerrado en su prisión de granito
dorado, pero nadie hizo ningún comentario.
—No había nada que vos hubierais podido hacer
—añadió Hurón—. Nadie podía pretender detenerlo.
—Pero tú pudiste demorarlo, amigo halfling
—respondió Deverell, invitando a Medianoche a que tomara asiento—. Quizá tú deberías
ser mi capitán de la guardia.
Uno de los oficiales, un hombre larguirucho
llamado Pell Beresford, frunció el entrecejo. Lo mismo hizo Medianoche. En el
transcurso de los pocos días que llevaba en compañía de Hurón había cogido
aprecio al halfling, y también admiraba la astucia demostrada en salvar a la
compañía en dos ocasiones. La perspectiva de una separación no la hizo muy
feliz.
—Sé que no llevas mucho tiempo en compañía de
Medianoche y sus amigos —agregó lord Deverell, mientras se sentaba—. Si quieres
quedarte, mi oferta es firme. Siempre es bueno tener hombres con el seso
despierto.
—Me halagáis —dijo Hurón, asombrado. No era
frecuente que los humanos ofrecieran puestos de mando a los halflings.
Medianoche se mordió el labio inferior. Si
Hurón aceptaba la oferta, no tendría más remedio que poner buena cara y
felicitarlo. Pero para gran alivio de la hechicera, el halfling miró los ojos
turbios de Deverell, y añadió:
—Me gustaría poder aceptar, pero mi camino
seguirá el de Medianoche todavía por algún tiempo. —Después, convencido de que
el lord comandante merecía algún otro detalle, dijo—: Tengo algunos asuntos
pendientes con una banda de zhentileses que va tras ellos.
—¿Robles Negros? —preguntó Pell Beresford,
mientras hacía a un lado su tazón de desayuno.
—¿Cómo se ha enterado? —quiso saber Hurón.
—Antes del alba, cuarenta de los tuyos pasaron
por este camino. Iban tras el rastro de un grupo de zhentileses que una de
nuestras patrullas hizo huir durante la noche.
—Sin duda son los mismos zhentileses que os
persiguieron hasta aquí —observó lord Deverell.
—¡Debo partir de inmediato! —exclamó Hurón, y
abandonó su silla—. ¿Qué dirección tomaron?
—Paciencia —dijo el lord comandante—. Es de
suponer que escaparon hacia el oeste, y aquellas tierras pertenecen a los
zhentileses, si es que pertenecen a alguien. Jamás podrás dar con los que
buscas, si bien encontrarás muchas maldades. Sería mucho más sensato olvidar tu
venganza y aceptar mi oferta.
—Si sólo fuese una cuestión de venganza, la
aceptaría —suspiró Hurón. El halfling había hablado con toda sinceridad. Por
mucho que deseara castigar a los hombres culpables de la destrucción de Robles
Negros, sabía muy bien que no conseguiría nada con perseguirlos hasta la
llanura de Tun.
Pero Hurón no tenía elección. Cuando los
zhentileses habían atacado la aldea, le habían robado su espada. Ahora, por
malvada que fuera, tenía que recuperarla. El arma tenía una voluntad propia
—una voluntad que dominaba al halfling desde hacía mucho tiempo, y que en
demasiadas ocasiones lo había obligado a asesinar indiscriminadamente—. De no
haber sido porque la ausencia de la espada roja lo volvía loco, Hurón se habría
olvidado de ella con gran alegría.
No obstante, un deseo irracional por
recobrarla dominaba todos sus pensamientos y no había dormido ni una hora desde
el momento del robo. Hurón era consciente de que los síntomas se agravarían. El
anterior dueño de la espada se había vuelto loco de atar antes de morir en un
mal planeado intento por recuperar el arma.
—Haz lo que tu honor te indique —dijo lord
Deverell, confundiendo la desesperación en los ojos del halfling con el deseo
de venganza—. No importa mi necesidad. No puedo ordenarte que permanezcas aquí.
—Muchas gracias por vuestra hospitalidad
—respondió el halfling, con una reverencia. Luego se volvió hacia Medianoche—.
Por favor, despídeme de Kelemvor y Adon.
—¿Adónde vas? —preguntó Medianoche,
incorporándose.
—En busca de los zhentileses que destruyeron
mi aldea —afirmó Hurón, con la mirada puesta en la puerta—. Si mal no recuerdo,
tú pretendes esquivarlos.
—¿Vas en busca de los tuyos para unirte al
grupo de guerreros? —quiso saber Medianoche, sin hacer caso del comentario
crítico.
—Sabes muy bien que no me aceptarán —contestó
Hurón, irritado.
—Si vas solo, tus probabilidades serán de
veinte a uno —exclamó Deverell y movió la cabeza incrédulo.
—¿Te has vuelto loco? —añadió Medianoche, y
sujetó al halfling por un hombro.
Al advertir que los oficiales cormytas no
perdían palabra de la discusión, Hurón vaciló antes de responder. Medianoche no
sabía nada de la maldición de la espada. No lo sabía nadie, y consideró
prudente mantener el secreto. Por fin, el halfling se libró de la mano de la
muchacha.
—Me he metido en campamentos mejor guardados
—replicó bruscamente.
—¿Y luego qué? —exclamó Medianoche—.
¿Degollarás a todos los zhentileses mientras duermen?
«Sólo a uno», pensó el halfling. Esto era algo
que había hecho con demasiada frecuencia. Pero en respuesta al comentario de la
maga dijo:
—Debo irme.
—¡Te matarán! —gritó Medianoche. Apretó los
puños, furiosa ante la tozudez del hombrecillo.
—Quizá no —intervino lord Deverell, con la
mirada puesta en el halfling—. A menudo enviamos patrullas muy numerosas a la
llanura de Tun. Ya es hora de que salga una. Si cabalgas con ella, estarás
protegido hasta que des caza a los zhentileses que atacaron tu aldea. —Antes de
que Hurón pudiese replicar, lord Deverell se volvió hacia Medianoche.— La
patrulla también puede escoltar a vuestro grupo hasta el paso de la Serpiente
Amarilla, si es que vais en aquella dirección —le dijo.
Varios oficiales enarcaron las cejas, y dieron
gracias en silencio por estar destinados, de forma permanente, al servicio
dentro de la guarnición.
—Es una oferta que no puedo rechazar —dijo
Medianoche. Aún no había discutido con sus compañeros la nueva ruta hasta Aguas
Profundas, pero estaba convencida de que Adon y Kelemvor estarían de acuerdo.
Se habían desviado tanto hacia el norte, que arriesgarse a cruzar la llanura de
Tun y el paso de la Serpiente Amarilla resultaría mucho más fácil que dirigirse
hacia el sur para unirse a una caravana.
—Bien —afirmó Deverell, cansado—. Haré que el
furriel se encargue de abasteceros. Necesitaréis ponis de montaña, prendas de
abrigo, armas de recambio, sogas, un mapa...
Cyric permaneció
acurrucado detrás de un peñasco, con la capa empapada sobre los hombros. Por
todas partes, los picos manchados de blanco eclipsaban el horizonte, clavando
en el vientre gris del cielo sus morros dentados. Los hombres de Cyric habían
acampado en el único trozo llano visible en varios kilómetros a la redonda, un
campo de piedra al pie de un acantilado imponente. El campo tenía su límite en
otro acantilado que daba a la carretera de Cuerno Alto.
Una brisa suave y fría recorría el valle, y se
llevaba con ella el olor agrio de la asa fétida. Aparte de unos pocos arbustos
achaparrados entre las oquedades, no había ni un solo árbol o arbusto a la
vista más alto que un enano.
Dalzhel permaneció junto a Cyric, después de
informarle de una petición de los soldados que, a su juicio, le parecía justa.
—No pueden encender fuegos —contestó el
ladrón, incapaz de imaginar de dónde podían los hombres conseguir la leña para
hacer una hoguera.
Después de una noche de lluvia helada, un ojo
de insecto había aparecido en el lugar del sol. Si bien el ojo había iluminado
de verde las montañas, sus rayos no aportaban calor, y esto había motivado
nuevas protestas entre la desmoralizada tropa de Cyric. Por fortuna, hacia el
mediodía las nubes habían cubierto el cielo y ocultado el ojo. Al menos ahora
el día tenía un aspecto más normal.
A Cyric no le molestaba el frío. Si bien el
agua en su cantimplora se había congelado, él no podía estar más caliente ni
metido en un horno. No tenía muy claro las razones para sentir tanto calor,
pero sospechó que debía de tener alguna relación con la espada roja.
—No estamos bien equipados para viajar por las
montañas —protestó Dalzhel, con la nariz y las orejas amoratadas por el frío.
Miró hacia el oeste, donde dieciocho de los soldados de Cyric se acurrucaban
entre los peñascos—. Los hombres tienen hambre y frío.
Uno de los soldados zhentileses soltó un grito
de agonía, como venía haciendo cada pocos minutos desde la madrugada. Los
aullidos espantaban a los caballos y atormentaban los nervios de Cyric.
—Nada de fuegos —repitió el ladrón de nariz
aguileña. Por mucho frío que pasaran sus hombres, no podía permitir que
encendieran una hoguera; el fuego producía humo, y el humo resultaba visible
desde muy lejos—. En el momento en que nuestros espías avisten a Medianoche y
nos pongamos en movimiento, los hombres entrarán en calor.
—No es un gran consuelo —dijo Dalzhel, y se
frotó las manos—. Para entonces, la mitad de los hombres no serán más que
cadáveres congelados.
—¡Piensa! —exclamó Cyric. Con la punta de la
espada tocó una roca—. Aquí estamos nosotros. —El ladrón movió la espada unos
centímetros hacia el este—. Y aquí está Cuerno Alto. Los cormytas tienen más de
quinientos hombres y sus patrullas están por todas partes.
Dalzhel hizo una mueca al escuchar el nombre
de Cuerno Alto. La noche pasada habían acampado a poco más de un kilómetro de
la fortaleza. Una patrulla de cincuenta cormytas los había sorprendido. Después
de perder a varios de sus hombres, Cyric no había tenido más alternativa que
escapar hacia las alturas.
Los cormytas, montados en sus ponis de
montaña, les habían seguido el rastro durante gran parte de la noche. La
patrulla enemiga sólo se había retirado cuando la banda de asesinos de Cyric le
tendió una emboscada en un desfiladero muy angosto. Los forajidos habían
ocupado las demás horas de oscuridad en encontrar el camino y llegar al sitio
donde se encontraban en ese momento. A lo largo del camino, el sargento
zhentilés, Fane, se había roto las dos piernas en una mala caída, y la mitad de
los caballos cojeaban tras la dureza de la marcha a través del terreno
pedregoso. Si bien en un primer momento Dalzhel se había burlado de los ponis
cormytas, ahora hubiese cambiado con gusto tres de sus hombres por una docena
de las bestias que se movían como cabras entre las rocas.
Cyric, tocando con la punta de la espada al
norte del punto que representaba a su tropa, dijo:
—Los pantanos del Mar Lejano. Hogar del Pueblo
Lagarto. —Luego señaló al oeste—. Fuerte Tenebroso, la fortaleza zhentilesa.
—Al menos, no hay nada que nos amenace desde
esa dirección —comentó Dalzhel—. Las fuerzas de Fuerte Tenebroso fueron
diezmadas en las batallas del valle de las Sombras y Tantras.
Fane volvió a gritar, y los caballos
relincharon asustados. Los dos hombres miraron por un segundo hacia donde
estaba el sargento, y después reanudaron su conversación.
—Tenemos mucho que temer de Fuerte Tenebroso
—exclamó Cyric, airado—. Ante la reducción de sus efectivos, el comandante de
la guarnición sin duda que ha enviado patrullas a la llanura de Tun a la
búsqueda de reclutas. ¿Piensas que no nos cogerían si nos descubren?
—Sí —reconoció el teniente, de mala gana. Una
nube de vapor escapó de su boca y oscureció su rostro—. Pasaríamos el resto de
nuestras vidas metidos en una guarnición.
—Si es que no averiguan que somos desertores
—añadió Cyric.
—Esto justificaría hacer cualquier cosa para
evitarlo —afirmó el teniente, sin poder controlar un súbito temblor—. No me
importa luchar contra los cormytas, pero es muy distinto ser torturado por
desertor.
—No tienes otra elección, ¿verdad? —gruñó
Cyric, irritado. De pronto, sintió la necesidad imperiosa de matar a su
subordinado. Levantó la espada, pero comprendió lo que iba a hacer y se
contuvo. Cerró los ojos y se tranquilizó.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Dalzhel.
Cyric abrió los ojos. La furia había
desaparecido para ser reemplazada por la sed de sangre, un deseo de matar tan
siniestro y poderoso como jamás había experimentado. La emoción no era propia,
y esto provocó la ira del ladrón.
—Será mejor que te ocupes de comprobar la vigilancia
—rezongó Cyric, como una excusa para apartar a Dalzhel de su vista—. Infórmame
de inmediato en cuanto vuelvan los espías de Cuerno Alto.
Dalzhel obedeció de inmediato y sin hacer
preguntas. No tenía ningún interés en alimentar la tensión patente en el rostro
de su comandante. Cyric suspiró aliviado, y puso la espada sobre sus rodillas.
La hoja había cambiado de color y ahora mostraba un color pardo en lugar de
rojo vivo. Sintió lástima por la espada.
Cyric soltó una carcajada. Sentir lástima por
la espada era una emoción tan ajena a él como lo había sido el deseo de matar a
su teniente.
Fane profirió otro de sus aullidos lastimeros,
y el ladrón se estremeció de furia.
Mátalo.
Cyric apartó la espada de un manotazo y miró
cómo golpeaba contra el suelo de piedra. La palabra había sido murmurada en su
mente por una suave voz femenina.
—¡Estás viva! —exclamó Cyric, mientras notaba
por primera vez el frío en las orejas y la nariz.
La espada permaneció en silencio.
—¡Habla!
La única respuesta a su orden fue uno de los
terribles lamentos de Fane.
Cyric recuperó la espada y de inmediato sintió
calor. Lo invadió una vez más el deseo de matar al sargento, pero no hizo nada
al respecto. En cambio, se sentó y volvió a colocar la espada sobre sus
rodillas.
—Todavía no he decidido matarlo —dijo Cyric,
en voz alta, sin dejar de mirar furioso a la espada.
Ante su mirada, la hoja comenzó a palidecer.
El hambre y el desencanto entraron en su corazón, y el ladrón se descubrió cada
vez más preocupado por los pinchazos del hambre. A medida que la hoja perdía
color, Cyric comenzó a perder la noción del entorno, cuando la espada se volvió
totalmente blanca, ya no sabía dónde estaba. A su espalda, una voz de niña
dijo:
—Tengo hambre.
Él se puso de pie y se volvió. Una jovencita,
de unos catorce o quince años, apareció ante sus ojos. Vestía una diáfana
camisa roja que insinuaba su incipiente madurez, pero que también dejaba a la
vista media docena de costillas que tensaban la piel y el estómago hinchado de
hambre. Su sedosa cabellera negra enmarcaba un rostro demacrado, y los ojos se
hundían en las órbitas con una expresión de fatiga y desesperación.
Detrás de ella se extendía una interminable
planicie blanca. Cyric se encontraba en un páramo tan plano como una mesa y
vacío como el aire. Las piedras en las que había estado sentado habían
desaparecido, al igual que las montañas a su alrededor, e incluso la espada que
había mantenido sobre las rodillas.
—¿Dónde estoy? —preguntó el ladrón.
Sin hacer caso de su pregunta, la muchacha se puso
de rodillas.
—Cyric, por favor, ayúdame —imploró—. No como
desde hace días.
El ladrón no tuvo necesidad de preguntar cómo
era que ella sabía su nombre. La muchacha y la espada eran una misma cosa. Ella
le había trasladado a un plano donde podía disfrazar su verdadero aspecto y
asumir uno más atractivo.
—¡Devuélveme a donde estaba! —exigió Cyric.
—Entonces, dame de comer.
—¿Que te alimente con qué?
—Dame a Fane —rogó la muchacha.
La petición podría haber asombrado a
Medianoche o a Kelemvor, pero Cyric no se asustó ante algo tan siniestro. En
cambio, frunció el entrecejo, mientras consideraba el pedido. Por fin, sacudió
la cabeza y respondió:
—No.
—¿Por qué no? —preguntó la joven—. Fane no
significa nada para ti. No tienes interés por ninguno de tus hombres.
—Es verdad —admitió Cyric—. Pero soy yo quien
decide cuándo han de morir.
—Estoy muy débil. Si no como, no podremos
volver.
—No me mientas —le advirtió el ladrón. Se le
ocurrió una idea. Sin apartar la mirada de la muchacha, volvió la atención
hacia sí mismo. Quizás ella estaba manipulando su imaginación y él podía
liberarse por pura fuerza de voluntad.
—¡Me muero! —La muchacha dio unos pocos pasos
temblorosos, y se desplomó a los pies del ladrón.
El grito de la muchacha quebró la
concentración de Cyric. Permanecieron en el páramo. La piel de la joven se
había vuelto gris y escamosa, y de verdad parecía que estaba a punto de morir.
Cyric replicó:
—Entonces, adiós.
—Por favor, apiádate de mí —gimió ella, con
los ojos velados.
—No —gruñó el ladrón, sin dejar de devolverle
la mirada—. De ninguna manera. —No había ninguna duda de que la auténtica
naturaleza de la espada era cruel y sanguinaria. Cyric era consciente de que si
cedía a su petición se convertiría en su sirviente.
La joven hundió la cabeza entre los brazos y
comenzó a llorar. Cyric la ignoró, y miró sus propios pies en un intento por
visualizar las piedras donde había estado sentado. Cuando esto no dio
resultado, contempló el cielo, a la búsqueda de las suaves y curvadas líneas de
las nubes. El cielo se mantuvo como un vacío blanco. Entonces miró al horizonte
para observar las altas cumbres que le habían rodeado unos minutos antes.
Tampoco estaban.
Como si le hubiera leído el pensamiento, la
muchacha dijo:
—La incredulidad no te salvará. —Su voz sonó
más profunda, más sensual y madura.
Cyric miró a la joven. Se había convertido en
una mujer y su camisa roja se pegaba a un cuerpo exuberante. Mientras él la
contemplaba, el vacío sobre el que estaba tendida se convirtió en una cama
blanca y la elevó del suelo.
—Ahora estás en mi mundo —ronroneó la mujer—.
Es tan real como el tuyo.
Cyric no sabía si creerla o no, pero
comprendió que esto no tenía importancia. Fuera o no verdad que lo había
transportado a otro lugar o que sólo jugaba con su mente, él no podía abandonar
este sitio sin ayuda. Debía obligarla a que lo devolviese a su mundo.
—Soy tuya —murmuró la mujer.
A pesar de las sombras casi negras de debajo
de sus ojos, ella era voluptuosa, y Cyric podría haber caído en la tentación de
no haber sabido que intentaba convertirlo en su esclavo.
—Todo regalo tiene un precio —replicó el
ladrón—. ¿Cuál es el tuyo?
La mujer no le hizo caso e intentó dirigir la
conversación hacia su terreno.
—Te mantendré caliente cuando los demás pasan
frío —dijo—. Cuando te hieran yo curaré tus heridas. En el combate te daré las
fuerzas necesarias para vencer.
Cyric consideró que estas promesas tenían su
interés, porque en los días venideros podría necesitar de la magia. Sin
embargo, se resistió al deseo de meterse en la cama, y preguntó:
—¿Qué es lo que quieres a cambio?
—Nada más que aquello que cualquier mujer
quiere de su hombre —contestó ella.
Cyric no respondió. El significado de su
declaración podía ser interpretado de muchas maneras. Había decidido
convertirse en el amo de la espada, y no verse sometido a ella por un convenio
poco claro.
—Seamos un poco más precisos —dijo, con voz
helada—. Te daré de comer donde y cuando a mí me apetezca. A cambio, me
aceptarás como amo.
—¿Qué? —chilló la mujer. Su rostro se retorció
en una máscara de furia—. ¿Cómo te atreves a sugerir que yo sea tu
esclava?
—Es tu única opción —replicó Cyric—. Sírveme o
morirás de hambre.
—¡Serás tú quien morirá de hambre! —gritó
ella, mientras dejaba ver dos largos y afilados colmillos.
A espaldas de Cyric se oyó un gran estrépito y
cuando dio media vuelta, descubrió que de la nada había surgido una sucia pared
gris. Luego otro muro apareció por el lado derecho, y un tercero a la
izquierda. El ladrón volvió a girarse en el momento en que aparecían la cuarta
pared y el techo. El suelo se volvió duro y mugriento, y él se encontró
encerrado en una mazmorra.
Debajo de su prenda roja, el cuerpo de la
mujer se había reducido a una parodia grotesca y espeluznante de una hembra.
Sus ojos hundidos brillaban de odio y malicia. Un par de grilletes plateados
aparecieron en su mano. Se adelantó hacia Cyric, y ordenó:
—¡Dame a Fane!
Con sus fuertes y nervudos músculos y sus
dedos como garras, la mujer parecía capaz de despanzurrar a Cyric en cuestión
de segundos. Pero él no retrocedió ni mostró miedo. Dar un paso atrás
significaba la rendición, convertirse en su esclavo, y él estaba dispuesto a
consumirse en la prisión más inmunda antes de servir a nadie más que a sí
mismo.
—¡Quiero a Fane! —siseó la mujer, mientras
abría una de las esposas.
En el momento en que la arpía intentó
sujetarle el brazo, Cyric la golpeó con todas sus fuerzas. El puñetazo dio de
lleno en su mandíbula. Ella retrocedió un par de pasos, con la boca abierta por
el asombro. Él lanzó otro golpe, pero esta vez la mujer estaba preparada y le
atrapó la mano en el aire.
—¡Idiota! —Con la mano libre, cerró el
grillete alrededor de la muñeca del ladrón—. ¡Pagarás por lo que has hecho!
Sin perder ni un instante, Cyric descargó su
otro puño contra la cabeza de la mujer, sorprendiéndola una vez más. Ella soltó
los grilletes y se apartó tambaleante, con una expresión de extrañeza en el
rostro.
—Podría matarte —jadeó, como sorprendida de
tener que mencionarlo.
—¡Si lo que pretendes es morirte de hambre!
—replicó Cyric. Hizo dar vueltas a la cadena sujeta a su muñeca. Tenía casi
sesenta centímetros de eslabones entre las manillas, los grilletes se
convertían en un arma muy útil. Sin miedo, ordenó—: Volvamos a Faerun.
—¡No hasta que me des de comer! —se burló la
mujer.
—Entonces, moriremos los dos —dijo Cyric,
decidido.
Lanzó un golpe con la cadena, y la arpía
apenas si pudo eludir el ataque.
—¡Detente! —dijo. Su expresión era una mezcla
de incredulidad y miedo. No había esperado que el ladrón, a pesar de estar
desamparado, fuese capaz de atacarla.
Cyric no se detuvo. Volvió a esgrimir la
cadena, pero de pronto los eslabones desaparecieron de su mano. Sin vacilar,
dio un paso adelante y le propinó un puñetazo en la barbilla. Ella encajó el
golpe con un gemido y cayó al suelo de espaldas.
—¡Ya eres mía! —chilló Cyric—. ¡Haz lo que te
digo!
En lugar de responder, la mujer le pateó los
tobillos con tanta fuerza que lo tumbó. Él cayó un poco de costado y se quedó
sin resuello al chocar contra el suelo. La arpía se levantó de un salto y se
arrojó sobre el ladrón. Él rodó sobre sí mismo hacia la izquierda, y las garras
se hundieron en su espalda. Consiguió ponerse de rodillas, y se enfrentó a la
mujer, que le dio un codazo en la mandíbula que le hizo ver las estrellas.
Pero Cyric se resistió al desmayo, y no
retrocedió. Si quería convertirse en el amo de la espada, no podía eludir
enfrentarse al espíritu del arma en su forma más horrible. Sonrió y descargó un
puñetazo contra la sien de la mujer, para después ponerse de pie y rodearle el
cuello con un brazo.
La arpía machacó con sus puños las costillas
del hombre, para dejarlo sin resuello. Sin embargo, el ladrón consiguió
situarse a su espalda y sujetar la muñeca de su brazo con la otra mano, en una
llave capaz de partirle el cuello. Con todas sus fuerzas hizo presión contra la
garganta de la mujer. El rostro de su rival se volvió blanco, mientras que, sin
dejar de maldecir, aferraba el brazo del ladrón en un intento por liberarse.
Cyric aumentó la presión, y las uñas de la mujer abrieron profundos surcos en
su carne.
Al ver que no conseguía nada, la mujer dejó de
arañarle el brazo. En cambio, intentó arrancarle los ojos, pero él apartó la
cabeza a tiempo. A continuación, ella puso los dedos rígidos como los dientes
de un tenedor y tendió las manos hacia atrás con el deseo de perforarle el
cuerpo entre las costillas. Sin embargo, ya estaba demasiado débil por la falta
de aire y su ataque no tuvo éxito.
—¡Llévanos de vuelta! —le ordenó Cyric—.
¡Llévanos de vuelta o te juro que te mato ahora mismo!
Los brazos de la arpía colgaron de sus hombros
como muertos, pero Cyric no aflojó la llave estranguladora. Al cabo de unos
instantes, el cuerpo de la mujer se convirtió en un peso inanimado y la cabeza
cayó hacia un costado. Los ojos dieron vueltas en las órbitas. Un poco después,
las facciones de la mujer comenzaron a esfumarse y su rostro se convirtió en un
manchón informe.
—¡Llévanos de vuelta! —repitió Cyric, esta vez
en voz baja. Todo lo que podía ver era una niebla lechosa.
—Señor, ¿estáis bien?
Cyric miró hacia el lugar donde había sonado
la voz, y vio que su interlocutor era Shepard, uno de sus zhentileses. Detrás
de Shepard había otros cinco hombres, con la preocupación pintada en sus
rostros.
—¡He vuelto! —exclamó Cyric. Era verdad. Permaneció
de pie junto al peñasco, con la espada corta en la mano. La hoja tenía el color
del marfil.
—Con vuestro permiso, señor, ¿habéis ido a
alguna parte? —preguntó Shepard.
Durante el último minuto, él y los demás
habían visto a Cyric hablar solo y luchar contra su espada corta. Algunos de
los hombres —incluido Shepard— habían tenido la sospecha de que su comandante
había perdido el juicio. El ladrón sacudió la cabeza para despejarla. La pelea
no podía haber sido una ilusión. Todo le había parecido tan real.
Al ver que su jefe no respondía, Shepard
sugirió:
—Tal vez el frío...
—¡Ya estoy bastante caliente! —respondió
Cyric, irritado—. ¿Sabes cuál es el castigo por acercarte a mí sin permiso? —El
ladrón no sabía cómo explicar lo sucedido, y consideró prudente no intentarlo.
—Sí, señor —dijo Shepard—. Pero...
—¡Vete de aquí, antes de que decida hacer que
se cumpla la pena! —le ordenó Cyric.
Los hombres que estaban detrás de Shepard
respiraron aliviados, y se alejaron sin prisa. La petulancia de su comandante
los convenció de que había vuelto a su estado normal. Por su parte, Shepard
miró a su jefe un tanto ofendido, pero después le hizo una inclinación de
cabeza, y dijo:
—Como ordenéis, señor, pero yo en vuestro
lugar haría que Dalzhel le echara una ojeada a esos rasguños. —Después, dio
media vuelta y se retiró.
Cyric miró sus antebrazos y vio que estaban
cubiertos de cortes y sangre. No pudo contener la sonrisa, y susurró:
—¡He ganado! La espada es mía. —El ladrón
envainó la espada, y volvió a sentarse. Utilizó la capa para limpiar la sangre
de los cortes, y pasó el tiempo dedicado a escuchar los alaridos de Fane. Ya no
le ponían tan nervioso como antes.
Una hora más tarde, apareció Dalzhel en el
campo de piedras y se acercó a su jefe. Su expresión era de alarma. Si bien
advirtió de inmediato las heridas en los brazos de Cyric, no perdió el tiempo
en averiguar cómo se las había hecho, y dio su informe:
—Los espías han vuelto de Cuerno Alto.
—¿Y? —preguntó el ladrón.
—La mujer y sus compañeros cabalgan hacia aquí.
—Prepara una emboscada —ordenó Cyric.
—Hay algo más —dijo el teniente—. Viajan
escoltados por cincuenta cormytas.
Cyric soltó una maldición. Sus veinte hombres
no eran rivales para una patrulla tan numerosa.
—Los cormytas los abandonarán en algún momento.
Sólo tenemos que seguir a la compañía.
—Vigilan la retaguardia —apuntó Dalzhel—. Al
parecer, no tienen interés en ser perseguidos.
—Entonces cabalgaremos delante de ellos, y
utilizaremos exploradores para controlarlos.
—Sí. —El teniente sonrió—. No se les ocurrirá
que hagamos tal cosa.
—Prepara a los hombres —dijo Cyric.
Pero Dalzhel no obedeció la orden.
—Todavía hay algo más —dijo.
—¿Qué? —preguntó Cyric, furioso, con las
alforjas en la mano.
—El vigía de la carretera vio pasar esta
mañana a cuarenta halflings. Al parecer buscaban nuestro rastro.
—¿Halflings? —preguntó el ladrón, incrédulo.
—Sí. Están delante de nosotros, más o menos a
medio día de marcha. No podemos saber en qué momento advertirán que nos han
dejado atrás, y darán la vuelta.
Cyric maldijo con ganas. No le agradaba
encontrarse atrapado entre los halflings y los cormytas. Sabía que podía
derrotar a los hombrecillos, pero la batalla llamaría demasiado la atención.
Fane soltó un alarido escalofriante. Resonó
por las montañas y los dos hombres no pudieron menos que estremecerse. Dada la
presencia de la patrulla de Cuerno Alto y la partida de halflings, era obvio
que debían hacer algo para mantener callado al sargento herido.
—Esta noche —dijo Cyric, sin hacer caso de
Fane— envía unos cuantos hombres para que se adelanten y dejen un rastro falso.
Haremos que los halflings vayan hacia nuestros amigos de Fuerte Tenebroso.
—Son éstas las ideas que hacen a un general
—exclamó Dalzhel, con una sonrisa—. ¿Qué haremos con...?
—¿Fane? —le interrumpió Cyric. —Con una
sonrisa cruel en sus labios, el ladrón se acercó al lugar donde yacía el
sargento herido y ordenó a sus enfermeros que los dejaran solos.
Dalzhel, que lo había seguido, preguntó:
—¿Qué vais a hacer?
—No puede cabalgar —contestó Cyric, al tiempo
que desenvainaba su espada—. Incluso si pudiese hacerlo delataría nuestra
posición con sus alaridos. Tápale la boca. —El teniente puso mala cara. Le
desagradaba tener que matar a uno de los suyos—. ¡Hazlo! —ordenó Cyric.
Dalzhel obedeció como un autómata y Cyric
hundió su espada blanca en el pecho del herido. Fane se retorció por unos
segundos y mordió la mano de su teniente en el último estertor. Un momento
después, cuando Cyric retiró la espada para limpiarla, la hoja había recuperado
su lustre rojizo.
6
La llanura de Tun
Hurón sofrenó su cabalgadura y oteó la
llanura. No había otra cosa a la vista que un ondulante mar de hierba verde
claro. El día era despejado, así que el halfling podía ver el punto de destino
del grupo, los picos del Ocaso, hacia el noroeste. La cordillera se encontraba
tan lejos que parecía ser tan sólo una nube rojiza en el horizonte.
Mientras el halfling estudiaba las montañas,
las hierbas altas entre las patas del animal comenzaron a sisear y a enroscarse
como serpientes. El poni relinchó y golpeó el suelo con los cascos, disgustado
por la pausa. Desde primera hora de la mañana, la hierba se había enroscado en
las patas de los animales cada vez que hacían un alto.
Sin prestar atención al malestar que este
último caos causaba a su montura, Hurón examinó con la mirada el terreno a su
alrededor a la búsqueda de huellas de otros jinetes. Los movimientos de la
hierba dificultaban la visión, pero el halfling no consideró oportuno
desmontar. La hierba tenía casi un metro de altura, y él no tenía interés en
medir sus fuerzas contra esas culebras vegetales. A pesar de los
inconvenientes, Hurón alcanzó a ver una docena de terrones de tierra levantados
por los cascos de los caballos al pasar.
Radnor, un explorador cormyta de ojos azules
muy oscuros, se acercó para unirse a Hurón. Si bien en un primer momento había
vacilado en aceptar la ayuda del halfling en las tareas de exploración
avanzada, ahora se alegraba de su compañía. El hombrecillo tenía mucha
experiencia como rastreador, y unos sentidos tan agudos como Radnor no había
conocido jamás. A la vista de las dificultades de la tarea encomendada, el
explorador necesitaba toda la ayuda disponible.
La misión de Radnor era conseguir que la
patrulla no fuese descubierta a su paso por la llanura de Tun, que se extendía
desde los Picos del Ocaso hasta las montañas del Diente de Dragón. La planicie
era una tierra de nadie, entre Fuerte Tenebroso y Cuerno Alto, que ambas
fortalezas intentaban controlar. Con este propósito, los cormytas enviaban patrullas
muy numerosas a recorrer la zona.
Fuerte Tenebroso ejercía su influencia a
través de pequeños señores de la guerra, grupos de bandidos y otros agentes
nefarios. Por lo tanto, cada vez que una patrulla cormyta encontraba a alguien
en la llanura, los capitanes jamás sabían si se encontraban frente a un agente
zhentilés o no. Por lo general, la misión de la patrulla era buscar e
interrogar a las personas sospechosas. Pero el capitán Lunt, al mando de esta
compañía, había adoptado una estrategia diferente. A la vista de que sus
órdenes eran de penetrar directamente hasta el paso de la Serpiente Amarilla,
lugar cercano a Fuerte Tenebroso, Lunt había encomendado a Radnor la tarea de
eludir a los habitantes de la pradera.
Hasta el momento, Radnor no había fallado en
su cometido. La patrulla había salido de Cuerno Alto cinco días atrás, vadeado
el cauce del río Tun anteayer, y nadie había advertido su avance.
—¿Qué ves, amigo halfling? —preguntó Radnor.
Al igual que el poni de Hurón, la cabalgadura del explorador resopló y coceó la
hierba.
—Hay otro grupo que marcha en dirección a
Fuerte Tenebroso —respondió Hurón, señalando las marcas en la tierra—. Creo que
no son más de veinte, montados en corceles.
Éste era el décimo grupo de huellas que habían
cruzado en dirección a la fortaleza zhentilesa, pero ninguno de los dos
rastreadores lo mencionó. En cambio, Radnor preguntó:
—¿Por qué crees que son corceles?
—Los pasos son demasiados largos para un poni,
y la trayectoria es sinuosa —respondió Hurón, ufano. Disfrutaba cada vez que
podía hacer gala de sus conocimientos como explorador—. Los caballos son
fogosos, así que los jinetes les dan mucha rienda. Los jamelgos de carga
caminan, los corceles galopan.
—Sí, ya lo veo —asintió Radnor, inclinándose
en la silla para poder mirar mejor las huellas.
El poni del halfling caracoleó nervioso. Se
apartó del otro animal, para librarse de las hierbas enredadas en sus patas.
Los dos exploradores comprendieron la indirecta, y dejaron que sus ponis
reanudaran la marcha mientras ellos conversaban.
—¿Has encontrado algo por el norte? —preguntó
Hurón.
—Las huellas de una caravana que pasó por aquí
hará dos o tres días atrás.
—¿Ningún rastro de los caballos cojos? —Hurón
frunció el entrecejo.
—Únicamente pisadas de bueyes tirando de carros
—afirmó Radnor.
El interés del halfling por los caballos cojos
había despertado la curiosidad del explorador, pero no se molestó en buscar una
explicación. En dos ocasiones anteriores, Hurón le había dado respuestas poco
claras.
En realidad, el halfling no podía revelar que
los caballos cojos pertenecían a la banda de Cyric. Él lo había averiguado
porque, mientras exploraba por su cuenta poco después de dejar Cuerno Alto,
había encontrado el campamento abandonado a toda prisa por los asaltantes. Había
muchas marcas en las piedras producidas por los cascos, y huellas desparejas
que revelaban la cojera de varios caballos. Los hombres de Cyric no habían
dejado casi nada en su huida: unos cuantos bocados de comida y el cuerpo
exangüe de uno de los soldados. Para Hurón, el cadáver fue la confirmación de
que alguien de la partida de Cyric tenía su espada; no sabía de ninguna otra
espada que bebiera sangre.
El halfling no había informado de su hallazgo,
porque la orden del capitán para evitar contactos lo había enfurecido. Lord
Deverell había sugerido a Hurón que cabalgara con la patrulla para poder
alcanzar a los culpables de la destrucción de su aldea. Pero en cuanto dejaron
Cuerno Alto, el capitán cormyta, sólo interesado en llegar al paso de la
Serpiente Amarilla, había dado la orden que contradecía la promesa recibida. El
hombrecillo se había jurado forzar a Lunt a mantener la palabra de su lord
comandante, si bien esto podía significar presentarse con la patrulla en medio
del campamento de Cyric.
A los dos días de la partida desde Cuerno
Alto, el halfling había encontrado la cuerda rota de una wumera. Esto sí se lo
informó a Radnor. La cuerda indicaba que los suyos también iban detrás de
Cyric. Por el bien de ellos y el propio, Hurón quería ser el primero en
encontrar al ladrón. Él no pretendía acabar con todos los hombres de Cyric,
pero sí acabar con el que tenía su espada y evitar que algún otro se apoderase
del arma. Por fortuna, el grupo de guerreros halflings no tenía idea de dónde
encontrar a los zhentileses y viajaban en línea recta hacia Fuerte Tenebroso.
Durante los dos días posteriores al hallazgo
de la cuerda de la wumera, el halfling había encontrado en diversas ocasiones
el rastro de una pata coja o atisbado en el horizonte la silueta de un caballo
cojo rezagado —siempre por delante de la patrulla—. En un primer momento, esto
le había llamado la atención, porque Kelemvor le había dicho que Cyric
pretendía secuestrar a Medianoche y conseguir la tabla que llevaba Adon. Si eso
era verdad, no conseguía entender por qué los ladrones cabalgaban delante de
ellos, como si escapasen de las fuerzas de Cuerno Alto.
Pero finalmente Hurón comprendió la jugada;
los rezagados se encargaban de no perder de vista a los cormytas. A partir de
ese momento, el halfling se preocupó de explorar el flanco sur, donde siempre
aparecían los espías, si bien se guardó la información para sí mismo. Luego de
unos momentos de silencio, Radnor dijo:
—Es hora de volver a mi posición. Mantén los
ojos bien abiertos. —El explorador espoleó su poni y se dirigió hacia el norte.
—Así lo haré —respondió el halfling—. Y haz tú
lo mismo.
Radnor era, junto con Kelemvor y Medianoche,
uno de los pocos humanos que le caían bien al halfling. A pesar de ser un
excelente explorador que ocupaba una posición importante en el ejército
cormyta, Radnor no se sentía amenazado por las habilidades de Hurón como
rastreador. Por el contrario, lo había felicitado más de una vez por sus agudas
observaciones.
De hecho, cuanto más tiempo pasaba Hurón con
los humanos, más le agradaban. A diferencia de los pobladores de Robles Negros,
no encontraban su naturaleza seria como algo insultante o una muestra de
arrogancia. En realidad, lo respetaban por ello y lo trataban como a un igual,
cosa poco frecuente en las relaciones entre humanos y halflings.
Pero Hurón sabía que este creciente afecto
podía ser su perdición. A medida que estimaba más a sus compañeros, más
culpable se sentía por tener que traicionarlos. El halfling incluso había
pensado en informar a Radnor y Kelemvor de la presencia de los espías de Cyric,
si bien hasta el momento había dominado la tentación.
Por desgracia, la decisión podía dejar de ser
suya. Durante dos días no había encontrado ni un solo rastro de los espías, y
el halfling temió que los jinetes de Cyric hubieran perdido el contacto con la
patrulla, o que se hubieran visto forzados a detenerse por la cojera de los
caballos.
El halfling no sabía qué hacer. Podía
abandonar al grupo y buscar a Cyric por su cuenta, pero la llanura de Tun era
demasiado grande para una búsqueda sin ayuda. Por mucho que lo impacientara, no
tenía más opción que esperar el regreso de los espías. El ladrón no había
seguido a Medianoche y la tabla hasta aquí, para después abandonar la presa sin
más.
Pero, incluso si los espías zhentileses no
regresaban, el halfling sospechaba que aún tenía una posibilidad de sobrevivir
sin la espada. Hurón no había pegado ojo desde Robles Negros, y sufría por el
arma robada, pero no había tenido otros síntomas de locura. Cabía la remota
esperanza de que su estado no fuera a empeorar más. Tal vez tendría la fuerza
de voluntad suficiente para soportar la ausencia de la espada, o quizá no.
A unos treinta kilómetros al sur de Hurón y la
patrulla cormyta, había una inmensa ciénaga conocida con el nombre de pantano
de Tun. Ubicado en el centro de la llanura, el pantano era un lugar desolado y
maloliente. La mayoría de los viajeros se tomaban grandes molestias para
evitarlo, porque bestias feroces y crueles acechaban entre los cañaverales de
las orillas.
Estas bestias no preocuparon a Cyric,
consciente de que el pantano no podía albergar nada más siniestro que su propio
corazón. Por el contrario, aprovechó la soledad del lugar para instalar su
campamento en la margen norte de la ciénaga. Ahora, él y Dalzhel discutían el
fracaso de los espías en mantener el contacto con los cormytas.
—¿Dónde están? —rugió Cyric—. Han pasado dos
días desde que perdieron de vista a la patrulla.
—Si lo supiéramos, ya habríamos ido detrás de
ellos —replicó Dalzhel.
Cyric le volvió la espalda y contempló el río
Tun. Sus aguas agitadas por una suave turbulencia mostraban el color cobrizo de
la sangre seca. A pesar de su frustración, esta escena tan poco habitual serenó
sus nervios. Sin mirar a su fornido subalterno, dijo:
—Mi plan será inútil si no conseguimos
encontrar a Medianoche.
—Y quizá también aunque la encontremos
—replicó Dalzhel.
El ladrón de nariz aguileña se volvió y lo
miró con tanta malicia que el teniente puso la mano sobre la empuñadura de su
espada, por si acaso.
—Conozco a Medianoche —manifestó Cyric—. No
traicionará a sus amigos, pero tampoco me traicionará a mí.
—Jamás confiaría mi vida a los caprichos de
una mujer —rezongó el oficial.
—No te pido que lo hagas —replicó el ladrón,
en voz baja—. Lo único que quiero es que la encuentres. Si no te hubiese hecho
caso, no nos habríamos detenido para asaltar aquel establo...
—Todos nuestros caballos estarían cojos y
hubiésemos perdido igual a los cormytas —lo interrumpió Dalzhel. Advirtió que
aún tenía la mano sobre la empuñadura de la espada y la apartó—. Al menos ahora
disponemos de caballos frescos.
El ladrón soltó un suspiro. Su lugarteniente
tenía razón. Los caballos no eran como los hombres. No se les podía obligar a
marchar con las patas lastimadas. Dijo:
—Si la capturan los de Fuerte Tenebroso...
—¡Fuerte Tenebroso no la capturará! —afirmó
Dalzhel, confiado—. La mayoría de sus patrullas se mueven mucho más al sur que
nosotros. He colocado centinelas cerca de los tres grupos que podrían
interceptar a los cormytas.
—¿Cómo sabes que alguno de tus centinelas no
nos traicionará? —preguntó Cyric, alarmado.
—Es un riesgo que debemos correr —Dalzhel
encogió los hombros—. No hay otra manera de ser los primeros en avistarlos
cuando Medianoche y su grupo se separen de los cormytas y marchen hacia el sur.
Al escuchar la respuesta de su lugarteniente,
una idea apareció en la mente de Cyric. Puso una mano sobre los hombros del
Dalzhel y preguntó:
—¿Los grupos de Fuerte Tenebroso están ahora
en las ciudades del sur?
—Al menos los diez de los que tenemos
noticias, mi señor.
—Entonces podemos suponer que Bane se llevó a
la mayoría de las patrullas del paso de la Serpiente Amarilla para atacar el
valle de las Sombras y Tantras, ¿no es así? —preguntó el ladrón, con la mirada
perdida en el vacío.
—Así es —contestó Dalzhel, intrigado. No
alcanzaba a ver adónde quería llegar su comandante—. Parece lógico.
Cyric sonrió. En un primer momento, había dado
por hecho que Medianoche y sus acompañantes se mantendrían bajo la protección
de los cormytas para seguir hacia el sur por la carretera del Diente de Dragón
hasta Proskur. Había sido una suposición lógica, porque Fuerte Tenebroso
mantenía bien controlada la parte occidental de la llanura de Tun. Una vez en
Proskur, la maga y sus amigos no tendrían problemas para unirse a una caravana
con destino a Aguas Profundas.
Pero la patrulla cormyta había cabalgado hacia
el oeste, y el ladrón se vio forzado a cambiar su estrategia. Cyric sospechó
que los soldados escoltarían a Medianoche en su travesía por las partes más
desoladas del norte de la llanura de Tun. Una vez realizada esta parte del
trayecto, la patrulla emprendería el camino de regreso a su base, y Medianoche
bajaría hacia el sur. Dio por hecho que la muchacha y sus compañeros cruzarían
las Colinas Lejanas, al sur de Fuerte Tenebroso, con la intención de alcanzar
la ciudad amurallada de Hluthvar. Ahora Cyric sospechaba que sus planteamientos
estaban equivocados. Preguntó:
—¿Y si Medianoche no tiene intención de ir a
Hluthvar?
—¿A qué otro sitio podría ir? —interrogó
Dalzhel, rascándose la barbilla.
—El paso de la Serpiente Amarilla está al
oeste de Cuerno Alto —contestó Cyric, con la mirada puesta en el noroeste.
—Ni un pájaro puede pasar por allí sin el
permiso de Fuerte Tenebroso —protestó Dalzhel—. ¡Vuestros amigos jamás lo
intentarían!
—Lo intentarán —replicó el ladrón—. No somos
los únicos capaces de imaginar que el paso está vacío.
—Haré que los hombres levanten el campamento
—exclamó Dalzhel, asombrado—. ¡Estaremos en marcha dentro de una hora!
Siete mañanas
después de haber salido de Cuerno Alto, los soldados cormytas se despertaron al
pie del paso de la Serpiente Amarilla. Bautizado con ese nombre en recuerdo de
un temible dragón amarillo que lo había ocupado varios siglos atrás, la brecha
entre las montañas, muy arbolada, parecía un sitio plácido y seguro.
A la clara luz matinal, el paso de la
Serpiente Amarilla resultaba tan imponente como a la hora del crepúsculo. Era
un profundo y ancho cañón que se abría camino desde el corazón de los Picos del
Ocaso hasta la llanura de Tun. Árboles de coníferas y álamos blancos cubrían el
suelo del valle, excepto en aquellos lugares donde los tremendos farallones
rojos se adentraban en la alfombra verde. Los acantilados se alineaban uno
después de otro en continuo ascenso, como la escalera de un titán hacia las
cumbres de la cordillera.
Las laderas casi verticales de los picos
escabrosos y pelados que flanqueaban el paso como hileras de dientes afilados,
formaban las paredes del cañón tan lisas como tejas de pizarra. Los picos
estaban teñidos de un rojo profundo, que otorgaba a todo el valle la sensación
de un crepúsculo siniestro. De vez en cuando, aparecía un chorro de agua
plateada entre las grietas, que se convertía en niebla a lo largo de su caída.
El camino serpenteaba por el fondo del valle, y ascendía lentamente hacia las
cumbres.
Medianoche contempló el panorama con una
mezcla de respeto y miedo. Frente a la magnificencia del paso de la Serpiente
Amarilla, se sentía a la vez tranquila e insignificante, como si pudiera
perderse para siempre en sus profundidades. La hechicera sabía que la belleza
del cañón era engañosa. Como cualquier otro camino de montaña, estaba plagado
de peligros que iban desde las fiebres misteriosas hasta las avalanchas.
Si los peligros sólo hubiesen sido de orden
natural, no habría tenido miedo. Pero los zhentileses controlaban el paso de la
Serpiente Amarilla, y no tenía ninguna duda de que ellos deseaban capturarla a
ella y a la tabla tanto como cualquier otro. Por fortuna, tal como la maga y
sus compañeros habían supuesto, todo parecía indicar que los zhentileses habían
abandonado el paso. El capitán Lunt y Adon se acercaron. El oficial dijo:
—Ha llegado el momento en que mis hombres y yo
nos marchemos.
Medianoche se volvió para mirar al capitán. Se
trataba de un hombre de unos cuarenta años, y en su cabellera negra rizada se
veían algunas canas.
—Muchas gracias por vuestra escolta, capitán
—respondió la hechicera—. Nos ha ahorrado muchísimo tiempo.
Lunt miró las montañas.
—Incluso si los zhentileses se han marchado
—dijo—, hay muchos otros peligros en el paso. —Hizo una pausa, luego apretó las
mandíbulas por un instante como si por fin hubiese resuelto un dilema, y
añadió—: ¡Al demonio con las órdenes! Iremos con usted.
—¿Qué sabe usted del propósito de nuestro
viaje? —le preguntó Medianoche, con una sonrisa.
—No mucho. Lord Deverell dijo que la seguridad
de Faerun depende de vuestro éxito. —El oficial cormyta hizo otra pausa, y
después comentó—: Pero lo que es verdad es mi voluntad de acompañarla.
—Nos alegraríamos mucho de vuestra compañía,
capitán —intervino Adon—, pero lord Deverell tenía sus motivos cuando dio las
órdenes. Un grupo pequeño se mueve con mayor facilidad en la montaña.
—Sí, sí, tiene usted razón —replicó Lunt,
apenado. Se volvió hacia Medianoche—. Entonces, hasta que volvamos a
encontrarnos.
—Hasta que volvamos a encontrarnos —saludó
Medianoche.
El capitán Lunt volvió junto a sus hombres.
Los cormytas se marcharon sin más ceremonias, salvo que Hurón y Radnor
intercambiaron sus dagas como muestra de amistad. El halfling echó las alforjas
sobre el lomo de su poni, y montó.
—¿Nos ponemos en marcha? —preguntó—. Este
sendero promete ser bastante largo.
—Ve tú en cabeza —ordenó Adon, mientras
sujetaba sus alforjas a la silla de su cabalgadura—. Yo iré detrás de ti, luego
Medianoche y por último Kelemvor. —El guerrero gruñó. Los demás lo miraron para
ver si decía algo, pero él permaneció en silencio. Por fin, el clérigo le
preguntó—: ¿Cuál es el problema, Kel?
—No tiene importancia —respondió Kelemvor, sin
mirarlo y atareado en recoger sus cosas—. Sólo pensaba en el polvo que me
tocará tragar.
—Lo lamento —se disculpó Adon, extrañado. No
era muy propio de Kelemvor quejarse de algo tan poco importante como el orden
de la marcha—. Pero necesitamos a alguien en la reta...
—Adon, ¿por qué no cambiamos de lugares tú y
yo? —lo interrumpió la maga—. Sospecho que la queja de Kelemvor no es tanto por
el polvo sino por la compañía.
—¡Eso es ridículo! —exclamó el clérigo, irritado—.
Vosotros dos no habéis dejado de pelear desde que salimos de Estrella del
Anochecer.
Medianoche no le hizo caso y montó su poni.
—En marcha, Hurón —gritó la maga.
El halfling aceptó la orden y avanzó por el
sendero, pero Adon estaba dispuesto a que aceptasen sus indicaciones. Se
apresuró en montar su poni, y en unos momentos estuvo a la par de la muchacha.
Dijo:
—Puedo comprender el comportamiento de
Kelemvor. ¿Pero tú, Medianoche?
—¡Es por Cyric! —gritó Kelemvor, desde el
final de la columna—. La ha confundido tanto...
—¿A mí? —replicó la maga, furiosa, al tiempo
que se giraba en la montura—. ¡Tú eres el que está confundido, pero eso no
tiene nada de nuevo! —La contestación le sonó hueca y ofensiva, como suele
ocurrir en las discusiones.
—Medianoche —intervino Adon—, Kel tiene razón
respecto a Cyric. ¿Por qué no lo aceptas? —Sin esperar una respuesta, se volvió
hacia el guerrero—. Pero tú tienes tanta culpa como...
—¿A ti quién te lo ha preguntado? —rugió
Kelemvor, y con un movimiento de la mano rechazó la intervención del clérigo.
—Creo que me adelantaré a explorar —los
interrumpió Hurón. Al ver que nadie le prestaba atención, encogió los hombros y
puso su poni al trote.
—Los dos os comportáis como críos —afirmó
Adon, tras un momento de silencio. Su enfado iba en aumento—. No dejéis que
vuestras rencillas interfieran con nuestra misión.
—Adon, cállate —exclamó Medianoche. Clavó las
espuelas a su cabalgadura.
—Te guste o no, todos estamos metidos en esto
—replicó Adon, sin hacer caso de la orden.
—Adon —dijo Kelemvor—, tus sermones no
resolverán este problema.
La afirmación del guerrero acalló al clérigo
durante un rato, pero el resto del día transcurrió entre amargas discusiones y
largos períodos de silencio, tan ásperos y duros como los picos a su alrededor.
Los ponis de montaña que les había dado lord Deverell trepaban sin prisa por el
sendero bordeado de coníferas, y levantaban nubes de polvo cada vez que
pisaban. Parecía que no pasaba el tiempo. Cada minuto entre el polvo se les
hacía una hora, y cada hora un día tan agotador como interminable. En un par de
ocasiones, Hurón los guió hacia el bosque para evitar las caravanas
zhentilesas. Por lo demás, a pesar de su enorme fatiga, los compañeros no se
detuvieron. Tan grande era el enfado entre ellos que incluso hicieron su comida
del mediodía sin apearse de los ponis.
En el fondo de su corazón, Kelemvor sabía que
Adon —como ya era cosa frecuente en los últimos tiempos— no se equivocaba. El
guerrero y la maga no podían permitir que sus rencillas se interpusieran en la
tarea a realizar. Demasiadas cosas dependían del éxito de la misión.
También Medianoche pensaba lo mismo. Sin
embargo, no estaba dispuesta a ser la primera en pedir disculpas. Kelemvor
había sido quien, con toda intención, había insistido en discutir mientras
permanecían en Cuerno Alto. Además, la hechicera consideraba tener razón con
respecto a Cyric. No había ninguna duda acerca de su carácter egoísta y
mercenario, pero Kelemvor también lo había sido, y ahora estaba redimido.
Resultaba injusto negarle a Cyric la oportunidad de arrepentirse, y Medianoche
no abandonaría a su compañero tan fácilmente.
Por fin, llegó el crepúsculo. Hurón guió al
grupo fuera del camino y se detuvo en una zona boscosa cerca de un acantilado.
El barranco se abría hacia la parte del valle que ya habían recorrido, con lo
cual los héroes pudieron ver el sendero hasta que cayó la noche.
Cuando Medianoche se acercó al borde del
acantilado, sufrió una gran desilusión. Todavía podía ver el bosquecillo donde
habían acampado la noche anterior.
En cuanto acabó de descargar y menear a los
ponis, Adon cogió las alforjas con la tabla y desapareció en el bosque. El
clérigo estaba harto de las estúpidas rencillas entre Medianoche y Kelemvor, y
sólo deseaba pasar la noche en paz. Hurón también se metió en el bosque, pero
con la intención de buscar algo para la cena.
Ya era noche cerrada cuando Medianoche
extendió su saco de dormir. Al verse sola con Kelemvor y sin nada que hacer,
decidió poner su mejor voluntad para que el día siguiente resultara más
agradable. Después de rebuscar entre las capas, armas de recambio y enseres
diversos que les había suministrado el furriel de Cuerno Alto, por fin encontró
un saco de galletas de maíz. La hechicera cogió un puñado y le ofreció una a
Kelemvor. El guerrero aceptó la galleta con un gruñido.
—Adon está en lo cierto —dijo Medianoche—. No
podemos permitir que nuestras emociones se entrometan con la misión.
—No tengas miedo —afirmó Kelemvor—. No volveré
a cometer la misma equivocación.
—Por qué... —comenzó a decir Medianoche,
mientras arrojaba la galleta, pero el guerrero la interrumpió:
—Cyric.
—Cyric no nos hará daño —exclamó la hechicera,
indignada—. Quizá todavía podamos ganarlo para nuestra causa, siempre que tu
desconfianza no te obnubile el juicio.
—Cyric se merece mi desconfianza —contestó
Kelemvor, sin alzar la voz—. Y es tu juicio el ofuscado.
Al comprender que proseguir la discusión sólo
serviría para ahondar las discrepancias, el guerrero le dio la espalda y fue a
acostarse. Enfadada por la forma brusca en que Kelemvor había dado por acabada
la conversación, Medianoche caminó hasta el acantilado y se sentó a pensar.
Veinte minutos más tarde, la joven se
sobresaltó al ver aparecer a su lado a Hurón. No lo había oído acercarse.
—Por lo que veo, todo el mundo se ha acostado
pronto —dijo el halfling. Abrió el saco que llevaba en la mano y le ofreció un
puñado de frambuesas a Medianoche—. Creo que he recogido demasiadas.
Hurón oyó el sonido lejano de una rama al
quebrarse en las profundidades del bosque. Al ver que Medianoche no hacía
ningún comentario al respecto, decidió que más tarde investigaría la causa del
ruido.
—Esta noche me encargaré yo de la guardia
—ofreció el halfling—. De todas maneras, no podré dormir.
Medianoche asintió mientras cogía un puñado de
frambuesas. Hacía ya tiempo que sabía del insomnio del halfling. Sospechaba que
estaba relacionado con la espada mágica que le habían robado en Robles Negros,
pero cada vez que lo había interrogado acerca de la espada, él siempre había cambiado
de tema, así que la joven había renunciado a nuevos intentos. En cambio,
preguntó:
—¿Has visto a Adon?
—Sí —asintió Hurón—. No comprendo por qué tú y
Kelemvor aceptáis sus órdenes.
—En estos momentos, es mucho más sensato que
Kelemvor o yo misma.
—Es un tonto. —Otro débil estampido sonó en el
bosque, y esta vez Medianoche también lo oyó. El halfling se puso de pie y
susurró—: Iré a ver de qué se trata. Tal vez no sea nada. Volveré en unos
minutos.
Medianoche permaneció sentada mientras Hurón
desaparecía en el bosque por el lado norte del campamento, con la mirada puesta
en el lugar donde el hombrecillo había entrado en la espesura. Un minuto más
tarde, la hechicera oyó una voz familiar a sus espaldas.
—Tus compañeros parecen haber disminuido de
tamaño, Medianoche.
La hechicera se volvió con la velocidad del
rayo para enfrentarse a su interlocutor. Iba cubierto de pies a cabeza con una
capa negra, pero su nariz aguileña todavía era visible.
—¡Cyric! —siseó Medianoche.
El ladrón sonrió. Su banda de zhentileses se
escurría a pie por el bosque, para rodear el campamento. Mientras esperaba que
su lugarteniente acabara de situar a los hombres, Cyric había vigilado a
Medianoche y al halfling. Con la esperanza de poder convencer a la hechicera de
que lo acompañara por propia voluntad, había querido aprovechar la última
oportunidad de hablar con ella a solas.
—Sí —replicó el ladrón—. ¿Acaso creías que
desaparecería sin más?
—¿Qué haces aquí? —preguntó Medianoche,
poniéndose de pie.
—He venido para ver si consigo hacerte entrar
en razón —dijo Cyric. La sonrisa se borró de su rostro y se cruzó de brazos.
Varias ramas se quebraron entre los árboles al
norte del campamento. Medianoche frunció el entrecejo y miró hacia el bosque.
—Si Kelemvor te descubre, te cortará...
—Que lo intente —respondió Cyric—. Ya es hora
de resolver este asunto de una vez por todas.
—¡Cyric! —rugió Kelemvor, como un eco de las
palabras del ladrón—. ¡Cyric! Esta vez no escaparás. —El guerrero surgió de las
sombras, con la espada lista para atacar, pero Medianoche se colocó delante de
Cyric.
—¡Contén tu espada, Kel! —gritó la hechicera—.
Ha venido para hablar.
Kelemvor dejó de correr e intentó rodear a la
muchacha. Por su parte, el ladrón permaneció inmóvil, con una mano sobre el
pomo de su espada. Desde algún lugar fuera del campamento, se oyó un grito de
sorpresa. Un momento más tarde, Adon vociferó:
—¡Despertad! ¡Estamos rodeados! —El clérigo
apareció entre los árboles, maza en mano y las alforjas con la tabla colgadas
del hombro.
Cyric desenvainó su espada.
Sin prestar atención al inútil aviso de Adon,
la hechicera dijo:
—¡Kelemvor, Cyric, dejad las armas! —Miró a
los dos adversarios.
Los dos hombres no hicieron el menor caso a su
pedido. Adon se colocó junto al guerrero, y blandió su maza.
—Has cometido una estupidez al venir aquí
—dijo el clérigo, mientras miraba furioso a Cyric—. Pero no vivirás lo
suficiente para volver a cometer el mismo error.
—¡No! —protestó Medianoche—. ¡Ha venido a
hablar!
—Si es eso lo que ha dicho, miente —gruñó
Adon—. Ahora mismo sus hombres avanzan por el bosque para cercarnos.
—Si es esto lo que queréis, amigos míos, os
daré el gusto. —Cyric levantó su corta espada de hoja rosa, y llamó con voz
dura—: ¡Dalzhel!
El ruido de las ramas al quebrarse resonó en
el borde del bosque. Kelemvor y Adon miraron por encima del hombre. A unos cien
metros del campamento, una docena de sombras salieron de entre los árboles.
El guerrero miró las sombras y después a
Cyric. Dijo:
—Morirás con nosotros, ya lo sabes.
—Nadie morirá esta noche —afirmó Medianoche,
avanzando hacia Kelemvor, pero él la apartó con rudeza.
—Hay uno que sí —exclamó el guerrero.
—¡Detente! —chilló Medianoche, pero nadie le
hizo caso.
Kelemvor levantó su espada y cargó. Con la
maza en alto, Adon siguió a su compañero. Cyric hizo frente primero al ataque
del guerrero. Se agachó para eludir el mandoble del joven y, de un salto, se
colocó detrás de él. Pero el clérigo llegó en aquel mismo momento, y descargó
su maza con un golpe tan feroz que podría haber aplastado el cráneo de un
gigante.
La espada corta de Cyric centelleó y detuvo la
maza de Adon en la mitad de su trayectoria. El cuerpo del clérigo se sacudió
por el impacto; luego Adon dio un paso atrás, con un gesto de incredulidad en
el rostro. Cyric aprovechó el momento para hacerle una zancadilla. El
movimiento pilló a Adon por sorpresa y lo derribó.
Sin perder un segundo, Cyric intentó rematar
al clérigo, pero Kelemvor desvió primero el arma roja, y luego lanzó una
estocada contra la cabeza del ladrón. Cyric eludió el golpe, y el guerrero se
adelantó otra vez en busca de su garganta.
Medianoche no dejaba de gritar. La lucha había
comenzado tan de improviso que no había podido hacer nada por evitarla. Ahora
no sabía qué hacer para detenerla. Por el norte, vio que una de las sombras
señalaba con su espada hacia la pelea. Los demás comenzaron a correr hacia el
campamento. Hurón todavía no había regresado, y la hechicera rogó para que los
atacantes no lo hubieran matado.
La joven era consciente de que debía detener a
estos hombres. Decidió correr el riesgo de crear una pared de fuego mágica para
impedir su avance. A la vista de la actual inestabilidad de la magia y los
cambios en su relación con ella, no podía saber si el encantamiento daría el
resultado deseado. Pero si los hombres de Cyric se sumaban a la lucha, estaban
perdidos. Medianoche rebuscó en un bolsillo de su capa y sacó unos granos de
fósforo, que era el componente material del hechizo.
Los gestos y las palabras correctas para crear
la pared de fuego aparecieron en la mente de Medianoche. Para su sorpresa, no
había ninguna indicación de lo que debía hacer con el fósforo.
Mientras Medianoche se preparaba para lanzar
su hechizo, Cyric detuvo el mandoble de Kelemvor. Las espadas chocaron con gran
estrépito, y el ladrón, aprovechando el estupor del guerrero al ver parado su
golpe, bajó la espada y lanzó una estocada contra el pecho indefenso del héroe.
Kelemvor se salvó por los pelos porque en el
último momento atinó a darle un puntapié en el estómago al ladrón que lo hizo
volar hacia el acantilado. Cyric aterrizó de espaldas casi dos metros más allá.
Los asaltantes zhentileses estaban a unos
setenta metros del campamento cuando Medianoche esparció el fósforo en
semicírculo alrededor de su cuerpo, y pronunció la fórmula para que la magia
creara la pared de fuego.
Los gránulos blancos cayeron al suelo sin
ningún efecto aparente.
Un momento después, se escuchó un fuerte
estampido delante de los soldados de Cyric. Unas resplandecientes columnas de
humo amarillo se elevaron entre ellos y Medianoche. Las columnas comenzaron a
ondularse con la brisa, como si fuesen espigas de trigo. Dalzhel y los demás
demoraron su avance, sin saber muy bien qué hacer ante la magia de la mujer.
Sin preocuparse del hechizo fracasado, Kelemvor,
Adon y Cyric continuaron su pelea. El ladrón se levantó de un salto, y lo mismo
hizo Adon.
El clérigo y Kelemvor avanzaron con cautela, y
Cyric retrocedió mientras intentaba ganar tiempo para planear una estrategia
diferente. El borde del acantilado estaba a unos tres metros detrás de él.
Entonces, Kelemvor descubrió una sombra que
avanzaba a espaldas del ladrón de nariz aguileña. Su altura correspondía a la
cintura de un hombre, y sólo podía tratarse de un halfling.
—Tu esgrima ha mejorado mucho —comentó
Kelemvor, en un intento por mantener ocupada la atención de su rival—. ¿O es
cosa de esa espada que llevas ahora?
—No tardarás en averiguarlo —respondió Cyric.
El guerrero hizo una seña a Adon, y cargaron
al unísono contra el ladrón desde direcciones opuestas. Cyric retrocedió y, en
aquel momento, oyó una pisada suave a sus espaldas.
Hurón saltó en el preciso instante en que su
enemigo se giraba. En la llanura, el halfling había tenido la esperanza de no
sufrir por la espada perdida. Pero un vistazo al arma mágica había reavivado su
desesperación por recuperarla.
Cyric dio un paso al costado, sujetó el brazo
de Hurón con su mano libre y lo arrojó contra el clérigo. Un instante después,
el ladrón tuvo que defenderse de Kelemvor, y, a duras penas, pudo parar el
golpe.
Pero el guerrero no estaba acabado. Propinó un
puntapié en las costillas del rival que lo hizo retroceder casi un metro, hasta
el borde del acantilado.
Mientras Cyric intentaba recuperar la
respiración, Kelemvor lo hizo caer a tierra con otro puntapié en las
espinillas. El ladrón cayó con el cuerpo sobre el brazo de la espada, y quedó
medio colgado del borde. Un grito de dolor y rabia escapó de sus labios.
Al escuchar el grito de su comandante, Dalzhel
resolvió no demorarse más ante el humo. Se adentró a toda carrera entre las
serpenteantes columnas amarillas, y, al ver que no le hacían ningún daño, el
teniente gritó a sus hombres que lo siguieran.
Al mismo tiempo que avanzaban los zhentileses,
Kelemvor dio un paso al frente dispuesto a rematar a Cyric. Con voz
autoritaria, la joven gritó:
—¡Detente, Kelemvor!
—¡No! —respondió el guerrero, sin apartar la
mirada de Cyric. Puso la punta de su espada contra la garganta del ladrón.
Adon y el halfling se levantaron, momento en
el que advirtieron el avance de los zhentileses. El clérigo se apresuró a
recoger las alforjas con la tabla, mientras Hurón desaparecía en las sombras.
—Si lo matas —exclamó Medianoche—, también
moriremos nosotros.
—No moriremos solos —afirmó Kelemvor, sin
dejar de vigilar al ladrón.
—No hay ninguna razón para morir —vociferó
Adon. —El clérigo se volvió en dirección a los atacantes que se encontraban a
unos treinta metros. Señaló a Cyric con la espada de Kelemvor en la garganta y
les gritó—: ¡Deteneos, o Cyric es hombre muerto!
La primera intención de Dalzhel fue la de
cargar contra el hombre de la cicatriz en el rostro, pero al ver la situación
en que se encontraba su comandante, se detuvo y señaló a sus hombres para que
hicieran lo mismo. Después, le preguntó a Cyric:
—¿Qué hacemos, mi señor?
Por primera vez, Cyric se arriesgó a hacer un
movimiento. Con mucha cautela, levantó un poco el cuerpo para liberar el brazo
aprisionado. Luego respondió:
—¡No os mováis!
—¿Y ahora
qué vamos a hacer? —le preguntó Kelemvor al clérigo, con una expresión de
sorpresa en su rostro—. Zhentil Keep ha enviado a Cyric en búsqueda de la
tabla, y no renunciará a su misión.
—Estás en un error —intervino Cyric, soltando
una amarga carcajada—. Ya no son mis amos. Quiero la tabla por razones
personales.
—Para satisfacer tus ansias de poder —replicó
Kelemvor.
—Tengo veinte hombres —añadió el ladrón, sin
hacerle caso—. Unamos nuestras fuerzas. A todos nos interesa devolver las
tablas a los Planos.
—Y nos degollarías mientras dormimos —se burló
Adon.
—¿Tienes acaso la capacidad de leer en el
corazón de los hombres, Adon? —preguntó Medianoche—. ¿Eres un paladín que puede
saber con toda certeza cuándo un hombre no dice la verdad? —El clérigo
permaneció en silencio. La hechicera, satisfecha al ver que sus amigos tendrían
que escuchar a Cyric, añadió—: Entonces, ¿cómo sabes cuáles son sus
intenciones?
Después de una pausa muy larga, Kelemvor se
encargó de responder a los interrogantes de Medianoche con otra pregunta:
—¿Y cómo sabes tú lo que pretende?
—No lo sé —admitió Medianoche—. Pero en un
tiempo fue nuestro amigo. Merece nuestra confianza hasta que abuse de ella.
—Eso ya lo ha hecho —afirmó el guerrero.
Con un brillo demoníaco en los ojos, Hurón se
unió al grupo con una soga muy larga. Luego preparó un lazo y lo pasó por
encima de uno de los peñascos.
Dalzhel vigilaba con mucha atención los
preparativos del halfling, listo para atacar.
—¿Qué haces? —preguntó Medianoche.
—Mandaremos que sus hombres bajen hasta el
fondo del acantilado, y yo me encargaré de mantenerlo como rehén mientras
vosotros tres os marcháis —respondió el halfling—. Ya estaréis muy lejos antes
de que consigan reunirse con él.
—¿Y qué harás tú? —quiso saber Adon.
—Ya pensaré en algo —dijo el hombrecillo.
En realidad, Hurón tenía un plan. En cuanto se
hubiesen marchado todos, mataría a Cyric para recuperar su espada. El plan
tenía muchos riesgos, pero era la única manera de poner a salvo a sus amigos y
volver a tener el arma mágica.
Cyric frunció el entrecejo ante la capacidad
de recursos del halfling.
—Sé cuando me han vencido —mintió el ladrón,
con la mirada puesta en Medianoche en un intento por ganar tiempo—. Si me
dejáis ir, me llevaré a mis hombres y jamás os volveré a molestar.
—¡Miente! —gritó Hurón, comprobando el nudo de
la cuerda.
—No lo dudo —dijo Adon—, pero al menos esta
noche viviremos.
—Yo soy partidario de matarlo —afirmó
Kelemvor, y apretó un poco más la punta de la espada contra la garganta del
ladrón—. ¿Podrás detener a sus hombres con un hechizo, Medianoche?
—¡No! —respondió la joven—. Ni siquiera lo
intentaría.
Kelemvor suspiró frustrado. Sin apartar la
espada del cuello de su enemigo, dijo:
—Entonces, Cyric, vivirás..., por ahora.
Levántate.
Cyric se puso de pie con mucho cuidado,
consciente de que el guerrero lo mataría al primer movimiento sospechoso.
—¿Qué disponéis, mi señor? —preguntó Dalzhel.
—¡Dile que baje por el sendero hasta el fondo
del acantilado! —le indicó Kelemvor al ladrón, sin desviar la mirada de su
rostro. Cyric vaciló antes de responder.
—¿Cómo sabré que me dejarás en libertad?
—Mi palabra vale más que la tuya —le espetó
Kelemvor—. Tú lo sabes. En cuanto tus hombres se hayan marchado, podrás bajar
por la cuerda. Ahora diles que se vayan.
El ladrón permaneció en silencio durante un
buen rato. No tenía ninguna duda de que el guerrero mantendría su palabra.
Pero, después de haber estado tan cerca de capturar a Medianoche y la tabla,
Cyric no podía soportar la idea de dejar que se escaparan.
Kelemvor empujó suavemente la espada y una
gota de sangre apareció en la garganta de su enemigo.
—No sé cuánto más podré resistir la tentación
—le advirtió el guerrero—. ¡Da la orden para que se marchen!
Cyric no tenía ninguna otra opción y lo sabía.
Kelemvor podía matarlo en un instante.
—Has lo que dice, Dalzhel —ordenó el ladrón.
El teniente asintió y envainó su espada. Pero
antes de marcharse, se dirigió a Kelemvor:
—Si no lo liberas ileso, volveremos. —Dalzhel
dio media vuelta y se puso en marcha a la cabeza de sus hombres.
Unos minutos más tarde, Adon caminó hasta el
linde del campamento y espió en la oscuridad del bosque.
—Creo que se han ido —afirmó.
—Bien —exclamó Hurón—. Ya podemos matarlo.
—No traicionaré mi palabra —manifestó
Kelemvor. Luego sin apartar la espada de la garganta del ladrón ni por un
momento, guió a su prisionero hasta la cuerda—. Si alguna vez te vuelvo a
ver...
—No tendrás la oportunidad —gritó Cyric.
Sin envainar su espada corta, el ladrón se
pasó la cuerda alrededor del muslo y por encima del hombro. Después inició su
descenso con cuidado por la pared del acantilado, utilizando su mano libre para
hacer correr la soga por su improvisado arnés de escalada. En la otra mano
mantuvo la espada.
—No hagas que me arrepienta de haberte salvado
—dijo Medianoche.
El ladrón respondió con un gruñido y continuó
el descenso. Mientras miraba cómo se iba Cyric, un gemido angustioso surgió de
los labios de Hurón. Le embargó la más terrible desesperación al ver que no
podría recuperar la espada. El halfling sacó su daga, sujetó la cuerda, enroscó
sus piernas en ella, y luego desapareció por la pared del acantilado detrás de
Cyric.
La acción del halfling los pilló a todos de
sorpresa, y pasó un momento antes de que reaccionaran. Cuando se asomaron al
borde del barranco, Hurón ya no era más que una sombra oscura que se deslizaba
por la soga.
Cuando Cyric sintió el tirón de la cuerda, su
primer pensamiento fue que Kelemvor la había cortado, pero al ver que no caía,
supo que pasaba alguna otra cosa. El ladrón miró hacia lo alto y vio al
hombrecillo que bajaba.
—¡Quiero mi espada! —chilló Hurón.
—Pues ven a buscarla —replicó Cyric. Se
detuvo, preparado para defenderse.
Un momento más tarde, el halfling lo alcanzó e
intentó acuchillarlo. Cyric paró el ataque sin problemas y la daga de su
agresor desapareció en el aire de la noche. La carencia de armas no arredró a
Hurón. Se deslizó por la soga para ir a caer sobre los hombros de Cyric, y
luego intentó sujetar el brazo que sostenía la espada. El ladrón liberó su
brazo, y apoyó el filo de la espada contra el cuello de su oponente.
—¡Estás loco! —gritó, furioso.
Hurón reprimió un impulso insensato por coger
el arma. En aquel momento, el halfling comprendió que estaba a merced de Cyric.
—¡Devuélveme mi espada! —rogó, con voz
plañidera. En el instante que el ladrón descubrió el motivo para el enloquecido
ataque de Hurón, una sonrisa cruel apareció en sus labios.
—Mientras la tenga en mi poder, no dejarás de
perseguirme, ¿verdad? —preguntó Cyric.
El halfling comenzó a responder con una
mentira, pero enseguida entendió que no tenía mucho sentido. Incluso si Cyric
era tan tonto como para creerle, Hurón no dejaría de ir a la caza del ladrón.
Mientras hacía un último intento por recuperarla, gimió:
—No tendrías que habértela llevado.
—Oh, sí, que debía —afirmó Cyric, y de un tajo
degolló a Hurón.
En lo alto del acantilado, los tres compañeros
no oyeron el grito ahogado del halfling. Sólo vieron un cuerpo pequeño que caía
en silencio hacia el fondo del barranco, en medio de la oscuridad.
Durante unos momentos, Medianoche, Adon y
Kelemvor se quedaron helados, sin poder creer que el halfling había
desaparecido. Luego, mientras Cyric reanudaba el descenso, la hechicera intentó
llamar a Hurón. Pero de sus labios sólo brotó un gemido.
En cambio, Kelemvor rugió:
—¡Cyric!
El ladrón miró hacia lo alto y vio que el
guerrero levantaba su espada para cortar la soga. Por fortuna, estaba preparado
para una acción de este tipo. Cuando Kelemvor descargó el mandoble, Cyric ya
estaba sujeto a la pared del acantilado.
Adon vio cómo caía la cuerda, pero la silueta
de Cyric desapareció entre los recovecos del barranco. Con una voz apenas
audible, murmuró:
—Cyric todavía está vivo..., y no creo que
vaya a cumplir con su palabra.
7
Sobre la cumbre
Había transcurrido la tarde y la tarea todavía
permanecía inacabada. Delante de la torre de la puerta interior, una docena de
soldados cormytas se afanaban con cuerdas y poleas para levantar del suelo a
Bhaal encerrado en su prisión ámbar. Por la mañana, los albañiles habían
instalado unas vigas en las paredes por encima de la puerta. La intención de
los soldados era subir a Bhaal hasta las vigas y dejarlo colgado como un trofeo
de guerra.
En la menguante luz del crepúsculo, el lord
comandante Kae Deverell se paseaba arriba y abajo por delante de la torre, con
un rollo de pergamino entre sus dedos. La cresta del dragón púrpura, sello real
del rey Azoun, todavía colgaba de uno de los bordes del pergamino en el lugar
donde Deverell había roto el lacre. El comandante golpeó el rollo contra su
pierna, como si airear su frustración fuese a acelerar el trabajo.
El mensaje de Suzail había llegado al
mediodía: «El lord alto mariscal duque Bhereu cabalga a Cuerno Alto para
investigar ebriedad y desmoralización. En estos tiempos de crisis, tal
comportamiento debe ser evitado. Acepte sus recomendaciones como mis deseos.
Espero que este mensaje encuentre buen tiempo. Su Majestad, rey Azoun IV».
—¡Ebriedad y desmoralización! —masculló
Deverell—. Ya lo veremos.
El lord comandante tenía un plan para
convencer al duque Bhereu de que el rey estaba mal informado. Éste era el
motivo por el que sus soldados se disponían a colgar al señor de los Asesinos
por encima de la puerta. En el momento que el alto mariscal entrara en Cuerno
Alto se encontraría con Bhaal delante mismo de sus ojos. El duque no tendría otra
alternativa que la de preguntar acerca del trofeo. Cuando Deverell acabara con
las explicaciones, Bhereu se vería forzado a informar que todo funcionaba a la
perfección en Cuerno Alto. Después de todo, los borrachos y los cobardes no
solían capturar dioses.
Se levantó una brisa, y con ella llegó una
lluvia helada. Deverell miró en la dirección del viento y vio un banco de nubes
oscuras que se aproximaba a la fortaleza. La guardia pasaría una noche de frío.
Se volvió hacia Pell Beresford, capitán de la
guardia nocturna, y dijo:
—Me esperan para la cena. Ocúpate de que
cuelguen la prisión ámbar y la dejen bien amarrada.
—Con su venia, señor, tal vez sería prudente
dejarla en tierra hasta la mañana —manifestó el capitán, con la mirada puesta
en la tormenta, y se cubrió la cabeza con la capucha del capote—. El viento
puede sacudirla con mucha fuerza.
El lord comandante también miró los
nubarrones, pero sacudió la cabeza.
—Quiero que esté en su sitio cuando salga el
sol —insistió—. Sólo vigila que quede bien sujeta.
Deverell se marchó sin más comentarios. No
advirtió el resentimiento que ardía en los ojos de su subordinado, ni tampoco
cómo la mano de Bhaal, la única parte del avatar que sobresalía del granito
dorado, se cerraba en un puño.
—Como ordenéis, mi señor —siseó el capitán de
la guardia.
Pell reconoció que su ansiedad no sólo la
provocaba la mole de piedra ámbar. No consideraba que el objeto fuese un trofeo
del cual vanagloriarse. La criatura encerrada en su interior, unida a la
borrachera de Deverell, había costado la vida a un montón de hombres buenos.
Si el incidente hubiese sido algo aislado,
Beresford no se habría preocupado tanto. Pero, con demasiada frecuencia, el
capitán había tenido que permanecer de guardia mucho después del amanecer
porque su comandante había pasado la noche de juerga con los oficiales de día.
Pell todavía esperaba ver al lord lúcido, o al menos sobrio, a la hora del
desayuno. El hecho de haber tenido que soportar la indignidad de ver cómo
ofrecían su cargo nada menos que a un halfling, había sido la gota que colmó el
vaso.
El capitán había enviado un mensajero a Suzail
con una protesta formal. No había confiado mucho en que el rey enviase al alto
mariscal a investigar, pero Pell sabía que sus quejas no eran las primeras
recibidas contra Deverell. No obstante, por las razones que fuesen, aguardaban
la llegada del duque Bhereu para las primeras horas de la mañana, y si la
grotesca prisión ámbar no estaba colgada sobre la puerta interior como «prueba»
de la competencia de Kae Deverell, Pell no lo iba a lamentar.
Sin embargo, su comandante le había dado una
orden directa, y Beresford era demasiado buen oficial para desobedecer. Se
ocupó del trabajo como si fuese una idea propia. Sin la presencia de Deverell
que ponía nerviosos a sus hombres, el capitán acabó con su cometido al cabo de
una hora.
Beresford pasó el resto de la noche bien
envuelto en su capa, dedicado a realizar sus rondas, preocupado por mantener a
sus hombres alertas y en sus puestos. El capitán pasó por debajo de Bhaal una
docena de veces, y en cada ocasión hizo una pausa para inspeccionar las amarras
del trofeo y asegurarse de que aguantaban la fuerza del viento. Incluso colocó
a dos soldados en el lugar, como una medida de precaución ante la posibilidad
que el viento hiciese caer la prisión ámbar de las vigas.
Pero en la oscuridad, Beresford y sus guardias
no advirtieron que el señor de los Asesinos utilizaba su mano libre para
deshilachar la soga que lo mantenía en posición. Para el momento en que amainó
el viento nocturno y la luz gris de la falsa aurora apareció detrás de los
picos orientales, sólo una hebra soportaba el peso de la prisión de Bhaal.
Pell se instaló en la muralla del lado oeste,
dispuesto a disfrutar de su hora favorita durante la guardia. El aire de la
noche dejaba de ser tan helado, y el castillo permanecía silencioso y tranquilo
como un banco de nieve; sólo se oía, de tanto en tanto, el eco de las toses
secas y los susurros de los hombres devuelto por las piedras escarchadas. Eran
momentos de paz en los que un hombre podía pensar en el desayuno y una cama
caliente.
Pero un fuerte estrépito avisó al capitán que
aquella mañana no disfrutaría de ninguna de las dos cosas. Beresford se volvió
hacia su paje y le ordenó:
—Despierta a lord Deverell y dile que su
trofeo se ha caído.
Sin perder ni un instante, el oficial se
encaminó hacia la prisión de Bhaal. No necesitaba de ningún informe para saber
qué había ocurrido.
En la puerta interior se encontró con un
espectáculo mucho peor de lo que se había imaginado. Delante mismo de la
puerta, la celda de granito ámbar aparecía partida en dos trozos y vacía. Los
dos guardias apostados debajo de ella estaban muertos, y la sangre derramada
cubría el adoquinado. Había otros dos hombres arrodillados en los charcos de sangre,
dedicados a recoger los trozos de la sustancia ámbar como niños que han roto el
jarrón favorito de su madre.
—¿Dónde está Bhaal? —preguntó Pell. De un
puntapié dispersó los fragmentos dorados.
Los guardias se pusieron de pie.
—No está aquí, señor —respondió uno de ellos.
—Eso ya lo veo —exclamó el capitán, mientras
señalaba la prisión rota de Bhaal.
—No estaba aquí cuando llegamos —añadió el
otro, sin soltar los fragmentos que tenía en la mano.
A Pell le dio un vuelco el corazón. No podía
comprender cómo el avatar había podido seguir con vida en el interior de la
masa de granito, pero ahora no era el momento para analizar el tema. Ordenó:
—Dad la alarma. Despertad a todos los hombres
y que se los provea de armas...
—¡Bhaal, señor! —El grito del paje que
apareció corriendo en el patio interrumpió a Beresford—. ¡Está en la cámara de
lord Deverell!
Sin perder tiempo en preguntas, Pell y los
centinelas corrieron hacia el alcázar, y subieron por la escalera central en
menos de un minuto. Cuando llegaron al último piso, el capitán abrió de un
empujón la puerta del lord comandante y se adelantó al interior del aposento,
espada en alto.
Se encontró con una docena de guardias
formados en círculo, con las alabardas bajadas apuntando a una forma inmóvil.
Beresford apartó a los soldados. Un cuerpo enjuto y sin vida yacía en el suelo.
Los tatuajes en la cabeza del cadáver no dejaban ninguna duda de que se trataba
del mismo hombre atrapado en el granito ámbar. Pero el fuego había desaparecido
de sus ojos, y su aspecto no resultaba en absoluto amenazador. Pell estaba
seguro que había perdido su alma hacía mucho tiempo.
—¿Quién lo mató? —preguntó el capitán.
—Nadie —respondió el paje—. Es así como lo
encontré.
—¿Dónde está lord Deverell?
La mirada del paje recorrió la habitación como
si buscase al señor del castillo. Por fin, respondió:
—Ha desaparecido, mi señor.
Kelemvor dio otro
paso, tropezó, y una roca se desprendió ladera abajo. El guerrero respiró con
fuerza, tiró del cabestro de su poni, y volvió a avanzar. Tenía un terrible
dolor de cabeza.
Con la esperanza de mantener sus pensamientos
ocupados con cualquier otra cosa aparte del dolor, el joven repasó los
acontecimientos de los últimos días. Después de la muerte de Hurón, él,
Medianoche y el clérigo continuaron la marcha por el paso de la Serpiente
Amarilla. Dos días más tarde, los compañeros habían encontrado una enorme
cortina de vacío oscuro. El obstáculo no era físico. Sólo era un límite más
allá del cual no se podía ver.
Por desgracia, la barrera se extendía a todo
lo ancho del cañón, con lo cual no había ninguna esperanza de poder rodearla.
El trío había discutido acerca de la naturaleza de la cortina, y finalmente
llegaron a la conclusión de que se trataba del residuo de un hechizo fallido o
alguno de los tantos fenómenos caóticos que asolaban los Reinos. Pero habían
tenido muy claro el peligro que representaba adentrarse en el vacío. Adon había
introducido un palo en la oscuridad, y cuando lo retiró faltaba la mitad.
El grupo había decidido no arriesgarse y, en
cambio, seguir por un pequeño sendero descubierto por Kelemvor en la pared sur
del cañón. Los compañeros habían seguido el camino con la esperanza de que
aquel que lo había abierto no hacía mucho, sabría cómo cruzar los Picos del
Ocaso. Esto había sido un día y medio atrás, tres días y medio después de la
muerte de Hurón.
El sendero no había tardado en convertirse en
un camino de cabras cada vez más empinado, lleno de piedras sueltas y una arena
de color rosa, y luego en un sinfín de vueltas y revueltas que era por donde
Kelemvor caminaba ahora. A cada paso acababa con un pie hundido en la arena o
apoyado en equilibrio precario en una roca suelta. Una docena de metros más
arriba, la pendiente acababa en un repecho entre dos picos escarpados. Al otro
lado sólo se veía el azul del cielo, pero esto no fue consuelo para el
guerrero. En demasiadas ocasiones, habían escalado otros repechos parecidos
sólo para ver otro más alto a la distancia.
Un viento helado sopló sobre la cresta y le
castigó el rostro. Kelemvor se detuvo un segundo a descansar. El solo hecho de
respirar representaba un esfuerzo, y los esfuerzos aumentaban todavía más su
dolor de cabeza. Unos doscientos pasos detrás del guerrero, Adon avanzaba poco
a poco. A una distancia casi cinco veces mayor, Medianoche descansaba en un
punto donde el sendero casi se invertía. Para evitar ser alcanzados por las
piedras que desprendían a su paso, Kelemvor había recomendado mantenerse un
tanto separados, pero Medianoche parecía abusar de la prudencia.
Más abajo del lugar donde estaba la maga y
sobre el lado izquierdo, Kelemvor todavía podía ver la cortina negra que los
había obligado a dejar el paso. A la derecha, el cañón principal serpenteaba
hasta la llanura de Tun. La distancia en línea recta no era de más de treinta
kilómetros, pero se duplicaba en los senderos que se abrían paso por el fondo
del valle. Un bosque de pinos se extendía desde la llanura hasta la base de la
ladera, pero acababa allí.
Kelemvor no tenía ninguna duda de que Cyric y
sus zhentileses se encontraban en algún lugar del bosque, y que avanzaban a
toda prisa. Pero lo que hubiera sorprendido al guerrero, de haberlos podido
ver, era la presencia de cuarenta halflings cerca de la entrada del cañón. A
casi cien kilómetros de Fuerte Tenebroso, uno de sus exploradores había
encontrado el rastro de Cyric, y el grupo de Robles Negros viró hacia el norte,
en su persecución. Acababan de encontrar al cadáver de Hurón, y esto les había
confirmado que seguían la pista correcta.
Sin acordarse de los halflings, Kelemvor
contempló el terreno donde estaba. Había florecillas blancas que crecían entre
montículos de hierba muy fina que parecía musgo. En algunos lugares, líquenes
de un color verde claro aparecían en las rocas de color rojo óxido. Ningún otro
tipo de planta podía soportar un clima tan riguroso, y el entorno inhóspito
aumentó la sensación de aislamiento y tristeza de Kelemvor.
—Venga, Adon —gritó el guerrero, un poco con
la esperanza de que ofrecer aliento lo haría sentirse mejor—. Tarde o temprano
llegaremos a la cima.
—Tarde —replicó el clérigo, con voz fatigada.
Kelemvor tuvo un escalofrío y reanudó la
marcha. Había comenzado a sudar por el esfuerzo de la subida, y el viento le
helaba el sudor sobre la piel. Por un momento pensó en abrigarse con las
prendas de invierno que les habían dado en Cuerno Alto, pero decidió que no era
prudente. Cargarse con más ropa sólo le haría sudar más.
La ladera de la montaña era un lugar frío y
solitario, y el guerrero no pudo menos que lamentar poner en riesgo su vida en
semejante sitio. Cuando el trío había iniciado su viaje a Aguas Profundas, la
misión le había parecido muy atractiva. Ahora, tras la muerte de Hurón y los
problemas entre él y Medianoche, volvía a sentirse como un mercenario.
El enfado con la muchacha empeoraba su humor.
En dos ocasiones había tenido a Cyric en su poder, y en ambas la hechicera
había liberado al ladrón. El guerrero no podía comprender por qué ella se
mostraba tan ciega ante la traición de Cyric.
El amor que sentía por Medianoche sólo servía
para empeorar las cosas. Cuando ella había salvado al ladrón, Kelemvor había
pensado que la joven lo engañaba. Él sabía que no había nada entre Cyric y
Medianoche que pudiera provocar sus celos, pero el saberlo no le servía de
mucho consuelo.
El guerrero había intentado disipar su furia
con mil y un razonamientos. Medianoche no había visto a Cyric ir de un
campamento a otro como espía en Arabel, y no sabía lo traidor que podía llegar
a ser. La hechicera creía con toda su ingenuidad que el ladrón poseía un
espíritu noble y que los ayudaría.
—Espero que sea la cumbre —gritó Adon—. He
perdido mi entusiasmo por la escalada.
—Tal vez hubieras preferido intentarlo con la
cortina —respondió Kelemvor, indicando con un gesto la barrera negra que
cerraba el valle.
El clérigo hizo una pausa y miró hacia abajo,
como si estuviera pensando en la sugerencia de su compañero.
—No me tientes —dijo por fin.
Kelemvor rió, y después dio otro paso. Su pie
se apoyó en tierra firme. Un viento constante y gélido empujó contra su pecho
con la fuerza suficiente para que resultase difícil conservar la vertical. El
guerrero miró a su alrededor y vio que se encontraba en el repecho. Un poco más
allá la ladera iniciaba el descenso, había alcanzado la cima.
El sendero continuaba por el otro lado del
repecho hasta una cresta muy afilada, que se prolongaba en línea recta por unos
veinte kilómetros, como el lomo de un libro enorme, hasta unirse a una pequeña
cadena de picachos puntiagudos. En lo alto, el sendero se bifurcaba. El más
utilizado corría por el lado izquierdo hasta un prado de hierba muy verde, para
luego desaparecer en la espesa arboleda de un cañón que se retorcía en
dirección oeste por unos campos de pastoreo.
La otra rama del sendero descendía por la
ladera derecha de la cresta, hasta las orillas de un pequeño lago de montaña. A
partir de allí, el camino rodeaba las aguas de color azul violeta hasta un
arroyuelo, y un poco más adelante corría paralelo a un río hasta una garganta
de paredes casi verticales hacia el noroeste.
Después de estudiar el panorama, Kelemvor dio
media vuelta e hizo una señal a Adon. De pronto, la carga se le hizo liviana, y
su mal humor se esfumó como si hubiese bebido una jarra de la excelente cerveza
de lord Deverell.
—¡Es la cumbre! —gritó con todas sus fuerzas.
Adon lo miró y encogió los hombros, luego se
llevó una mano a la oreja. El guerrero comprendió que no podía hacerse oír por
encima del aullido del viento, así que trazó un arco en el aire con la mano, en
dirección al otro lado de la montaña, y después alzó los brazos en señal de
triunfo.
Al cabo de unos minutos, Adon se reunió con
él. Había recorrido a gatas los últimos metros.
—¿Hemos llegado a la cima? —jadeó el clérigo.
Estaba tan cansado que no tenía ni siquiera fuerzas para echar una mirada.
—Compruébalo tú mismo —le respondió el
guerrero.
En cuanto recuperó un poco el aliento, Adon se
puso de pie y miró hacia el lago. El espectáculo le levantó el espíritu, igual
como le había ocurrido a Kelemvor. Pletórico, gritó:
—¡Ya estamos aquí! ¡A partir de ahora todo es
cuesta abajo!
—¿Qué tal le va? —preguntó Kelemvor, con la
mirada puesta en Medianoche.
Adon se volvió, otra vez entristecido.
—Todavía le duele la muerte de Hurón
—contestó. Kelemvor le pasó las riendas de su poni a Adon, y se dispuso a
retroceder. Al instante, el clérigo puso una mano sobre su hombro para
contenerlo—. No.
—¡Pero si está agotada! —protestó Kelemvor,
mientras se giraba para enfrentarse a su amigo—. Y yo soy lo bastante fuerte
como para cargarla en mis brazos.
—No quiere que la ayuden —le informó Adon.
Dos horas antes, el clérigo se había ofrecido
a hacerse cargo del poni. La respuesta de la hechicera había sido la amenaza de
convertirlo en un cuervo. Kelemvor volvió a mirar el lento avance de la
muchacha, y dijo:
—Es hora de que hablemos.
—¡Estoy de acuerdo! —exclamó Adon, aliviado al
ver que el guerrero estaba dispuesto a dejar de lado su empecinamiento—. Pero
deja que acabe el ascenso ella sola. Ahora no es el momento para insinuar que
no es capaz de cargar con su propio peso.
—Hace cinco minutos —objetó Kelemvor— hubiese
dado mi espada a cualquiera dispuesto a cargarme a través del paso. No creo que
lo interprete mal.
—Confía en mí —insistió el clérigo—. La
escalada te da tiempo para pensar. A pesar de los calambres en las piernas, el
martilleo en los oídos y la niebla en el cerebro, la escalada estimula la
reflexión.
El guerrero frunció el entrecejo. En él, no
había estimulado otra cosa que un terrible dolor de cabeza.
—¿De verdad?
—Sí —replicó Adon. Soltó el hombro de su
compañero—. Mientras subía penosamente por el sendero, se me ocurrieron unas
cuantas cosas. Medianoche salvó a Cyric, luego Cyric mató a Hurón. Si tú
estuvieses en su lugar, ¿no te sentirías culpable?
—Desde luego que sí —respondió Kelemvor, en el
acto—. Y le dije que... —El guerrero se interrumpió al recordar la amarga
discusión que había seguido a la muerte del halfling.
—¡Exactamente! —asintió Adon—. ¿Y cuál fue su
respuesta?
—No tenía mucho sentido —contestó Kelemvor, a
la defensiva—. Dijo que la culpa de la muerte de Hurón era nuestra. Dijo que
Cyric había venido a hablar y nosotros lo atacamos. —En el rostro del guerrero
apareció una expresión preocupada—. ¿Insinúas que tenía razón?
—Nosotros atacamos primero —manifestó Adon,
muy serio.
—No —objetó Kelemvor. Levantó una mano como
quien rechaza un ataque—. Jamás he matado a la ligera, ni siquiera antes...
—Dejó morir las palabras.
—¿Antes de que Bane te librara de tu
maldición? —Adon completó la frase por él—. Estás preocupado porque crees que
estar libre de la maldición no significa ser menos animal.
Kelemvor desvió la mirada.
El clérigo comprendió que era un buen momento
para sincerarse con su amigo.
—Todos tenemos nuestras dudas. En mi caso, no
dejo de pensar si obré bien al apartarme de Sune.
—Un hombre ha de seguir los dictados de su
corazón —afirmó el guerrero. Puso su mano sobre el hombro del clérigo en señal
de afecto—. No podías hacer ninguna otra cosa. —Los pensamientos de Kelemvor
volvieron una vez más a las palabras que había dicho Medianoche respecto al
ataque contra su ex aliado—. ¿Nos habremos equivocado con Cyric?
—Es lo que cree Medianoche —respondió Adon,
resignado. Kelemvor soltó un gemido, y el clérigo se apresuró a añadir—: Pero
yo estoy convencido de que nosotros tenemos razón. Los hombres de Cyric nos
tenían rodeados, y dudo que viniese con la intención de hablar. No hay nada
malo en golpear primero si tu blanco pretende hacerte daño.
El clérigo hizo una pausa para que sus
palabras calaran en la mente del joven. Luego abordó el punto principal.
—Pero todo esto no tiene importancia. Ahora,
lo único importante es cómo reaccionamos tú y yo ante el comportamiento de
Medianoche.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kelemvor,
mirando nuevamente a la maga. Todavía se esforzaba en el sendero; su avance era
lento pero continuo.
—Cuando sugerí que habíamos cometido un error
al atacar, tú te pusiste a la defensiva, ¿verdad? —Kelemvor asintió—. ¿Cómo
crees que se siente Medianoche? Desde la muerte de Hurón, apenas si has hablado
con ella. Por mi parte, no he hecho otra cosa que sermonearla acerca de Cyric.
¿No piensas que se siente peor que nosotros?
—Es probable —murmuró Kelemvor, con la cabeza
gacha. Medianoche siempre parecía tan compuesta que jamás se le había ocurrido
que ella podía sufrir la misma confusión y remordimientos que él.
Adon miró el gesto contrito de su amigo, y
añadió:
—Al echarle la culpa por la muerte de Hurón,
es probable que, no importa lo que diga en voz alta, ella misma también se
culpe.
—Está bien —dijo el guerrero. Se volvió hacia
el lado oeste de la cresta, de espaldas al clérigo y Medianoche—. Entiendo lo
que me has querido decir. Que ella ya se siente lo bastante mal sin necesidad
de que nosotros echemos más sal en la herida. —Kelemvor se avergonzó de su
comportamiento desde que habían dejado Estrella del Anochecer. Sin mirar a su
amigo, agregó—: La vida resultaba mucho más sencilla cuando la maldición me
impedía pensar en nadie más. Al menos, tenía una excusa para ser egoísta. —El
joven sacudió la cabeza, furioso—. ¡No he cambiado en nada! ¡Sigo siendo un
maldito!
—Desde luego —replicó Adon—. Pero más o menos
como cualquier otro hombre.
—Más a mi favor entonces para ir a buscarla.
—Kelemvor se volvió para mirar a Medianoche—. Podré disculparme por mis
palabras tan duras.
Adon meneó la cabeza, y pensó si el guerrero
había comprendido algo de todo lo dicho.
—Todavía no —dijo—. Medianoche ya se siente
como una carga, y si te ofreces a cargarla, sólo servirá para convencerla de
que en realidad lo es. Siéntate y espera a que llegue por sus propios medios.
El joven atendió el pedido del clérigo, a
pesar de que en el cielo comenzaban a aparecer nubarrones. El repecho no era
lugar para estar durante una tormenta, pero las palabras de su amigo parecían
muy sabias. Además, incluso si estallaba la tempestad, el descenso por la cara
oeste de la cresta sólo les llevaría una fracción del tiempo que habían
necesitado para llegar hasta la cima.
Adon se acercó a su poni y buscó entre las
provisiones de Cuerno Alto. Un minuto después, sacó un mapa de pergamino y,
mientras lo sujetaba bien fuerte para protegerlo del viento, se enfrascó en su
estudio.
Por su parte, Kelemvor se dedicó a pensar en
los cambios de su amigo. El clérigo había recuperado la confianza en sí mismo,
pero también una compasión que había estado ausente antes de Tantras. De dónde
había surgido la transformación era algo que ni siquiera podía adivinar. Pero
se alegró por su recién encontrada sabiduría, incluso si Adon todavía
necesitaba emplear mil palabras para explicar aquello que se podía decir en
diez. Por fin, mientras miraba a su amigo muy ocupado con el mapa, dijo:
—Me sorprendes, Adon. No sabía que fueses tan
experto en los asuntos del corazón.
—Estoy tan sorprendido como tú —replicó el
clérigo.
—Quizá Sune está más cerca de ti de lo que
piensas —sugirió el guerrero de ojos verdes, al recordar que el clérigo había
mencionado sus remordimientos por haberse apartado de su fe.
Por su parte, Adon sonrió con tristeza, al
pensar lo lejos que se sentía de su vieja deidad.
—Lo dudo. —Por unos instantes, se sumergió en
sus pensamientos, pero de inmediato volvió a la realidad—. De todas maneras,
gracias.
Un tanto avergonzado por el desacostumbrado
sentimentalismo del momento, Kelemvor desvió la mirada y observó los esfuerzos
de Medianoche. Se movía muy despacio, y a cada paso hacía una pausa para
descansar, siempre con la mirada puesta en el suelo. El guerrero no pudo menos
que admirar su gracia y cómo reflejaba su fuerza interior. De pronto, le
invadió una preocupación por ella. Preguntó:
—¿Crees que sobrevivirá a todo esto?
—Desde luego que sí —contestó Adon, sin
apartar su atención del mapa—. Es tan fuerte como tú o yo.
—No es a eso a lo que me refiero. Nosotros
sólo somos un par de soldados que se encuentran en el lugar equivocado a la
hora errónea. Pero esto es muy distinto para ella. —El guerrero recordaba el
amuleto que la hechicera había llevado para Mystra—. Esto la involucra. No sé
cómo explicarlo, pero ¿podría ser que la magia la hubiese transformado de
alguna manera?
Adon dejó de mirar el mapa, y pensó por un
momento.
—No sé nada sobre magia —replicó—. Tampoco
serviría de mucho saberlo. Pero no hay ninguna duda de que los poderes de
Medianoche aumentan. Lo que esto pueda significar no lo sé, pero sospecho que
la cambiará.
Como si hubiese adivinado que los dos hombres
hablaban de ella, Medianoche miró hacia el repecho. Su mirada se cruzó con la
de Kelemvor, y el joven se sintió eufórico. Afirmó:
—No podría soportar volver a perderla. Acabo
de encontrarla una vez más.
—Ten cuidado, amigo mío —le aconsejó Adon—.
Medianoche es la que decidirá el momento.
De pronto, cesó el viento. Los nubarrones
cubrían todo el cielo. Medianoche estaba a unos quinientos pasos de la cima y
Kelemvor tuvo que hacer un esfuerzo para no ir a buscarla. Mala suerte si
comenzaba a llover. Estaba dispuesto a no hacerla infeliz por ayudarla. Adon le
pasó el mapa al guerrero, sin preocuparse del cambio del tiempo.
—Echa una ojeada —dijo—. El camino más corto
hasta Lindecolina es por el cañón occidental. —El clérigo señaló el cañón en el
mapa—. Pero si construimos una balsa, podría resultar más rápido dejarnos
llevar por el curso del río Tortuoso. —Indicó el río que se iniciaba en el
pequeño lago—. ¿Tú qué opinas?
Kelemvor no prestó atención al mapa. Miró
hacia el río, y contestó:
—Después de lo ocurrido en el Ashaba, creía
que estabas hasta las narices de botes.
Adon hizo una mueca al recordar las penurias
del viaje desde el valle de las Sombras hasta el puente de la Pluma Negra, pero
sin arredrarse insistió:
—Nos podríamos ahorrar una semana.
Kelemvor no hizo más que mover la cabeza. Adon
podía haber aprendido algunas cosas acerca de la gente, pero cuando se trataba
de escoger una ruta carecía del sentido común de las mulas.
—No podemos construir una balsa capaz de soportar
las aguas turbulentas de aquel cañón —respondió el guerrero, señalando el
terreno abrupto más allá del lago—. Aun en el caso de que no se desarmara y nos
ahogáramos todos, acabaríamos muertos un poco más adelante en cualquier
cascada.
—Tienes razón. Ahora lo veo —dijo Adon,
después de estudiar el cañón.
Cinco minutos más tarde, se cernió sobre ellos
la oscuridad de la tormenta. Medianoche todavía debía recorrer una docena de
pasos para alcanzar la cima, y Kelemvor a duras penas podía esperar que ella
llegara. Al recordar cómo se había animado cuando pisó el repecho, no quería
perder la oportunidad de disculparse. Después, el resto del viaje sería más
placentero para todos. Con un esfuerzo supremo, Medianoche recorrió los últimos
metros y llegó al repecho. Soltó un suspiro de alivio al ver que habían llegado
a la cima. Kelemvor, incapaz de contenerse, gritó entusiasmado:
—Ya estás aquí.
La hechicera se volvió hacia él.
—Así es. —Si bien no había pasado por alto el
tono alegre de su compañero, no compartió su deleite.
La joven estaba aún demasiado enojada, si bien
ya no sabía el motivo. En un primer momento, había echado las culpas por la
muerte del halfling a Kelemvor y Adon. Después de todo, ellos habían atacado a
Cyric sin ninguna provocación, y luego había ocurrido todo lo demás. Pero ahora
comenzaba a sospechar que su viejo amigo la había tomado por tonta. Deseaba
haber podido ver lo ocurrido entre Cyric y Hurón en la soga, saber si el hombre
había actuado en defensa propia o matado al halfling a sangre fría.
De repente se descargó una lluvia de gotas
negras. El agua era tan fría que parecía hielo, y donde tocaba la piel de los
compañeros, dejaba unas manchas rojas urticantes.
Entre los picos a su alrededor resonó un
aullido que no hubiese tenido nada de extraño de haber soplado una brisa. Pero
no había viento y el aire permanecía en calma. En otro momento o lugar, los
hubiese intrigado la lluvia negra y el aullido sobrenatural, pero ahora no
resultaba más que una nueva molestia. Sin preocuparse de la lluvia, Kelemvor
exclamó:
—¡A partir de aquí, es todo cuesta abajo!
—Entonces sugiero que nos pongamos en marcha
antes de que esta lluvia nos queme vivos. —Medianoche tiró de las riendas de su
poni, y comenzó el descenso.
El tono desabrido de la hechicera desinfló los
ánimos de Kelemvor y Adon. Mientras se apresuraban a seguirla, el guerrero
susurró:
—¿Cuánto tiempo tendremos que esperar para que
nos perdone?
—Yo en tu lugar, me lo tomaría con calma
—respondió el clérigo.
Les había llevado casi dos días subir el lado
este del puerto, pero sólo tardaron una cuarta parte en descender por el lado
oeste. Ateridos y molestos por los picores producidos por la lluvia negra, los
tres compañeros llegaron a la cresta que los separaba del lago y el cañón,
minutos antes del anochecer. Kelemvor descubrió un pequeño acantilado en la
ladera oeste. Debajo de un saliente de piedra, encontraron abundante musgo para
tender sus mantas y refugio de las inclemencias del tiempo. Después de asignar
los turnos de guardia y comer unos cuantos bocados, la compañía se dispuso a
dormir.
Las dos primeras guardias transcurrieron sin
incidentes, excepto que dejó de llover durante la segunda. Medianoche, a pesar
de tener el tercer turno, durmió poco. Después de algunos intentos, comprendió
que debía renunciar a hacerlo, y ocupó su mente en tratar de descubrir por qué
su magia había fallado contra los hombres de Cyric. La hechicera no conseguía
entender por qué habían aparecido los tentáculos de humo en lugar de una
cortina de fuego. Había ejecutado todos los gestos y pronunciado todas las
palabras tal como habían aparecido en su mente.
Había mil y una explicaciones posibles para el
fracaso. Quizá los gestos y las palabras no eran los correctos. Haber dejado
caer antes el fósforo habría alterado el orden del hechizo. Pero era muy
probable que la magia estuviese alterada como todo lo demás desde el día del
Advenimiento.
Medianoche sólo pudo sacar una conclusión de
todo el incidente: su relación con el tejido mágico era completamente diferente
a la de cualquier otro hechicero. En caso contrario, jamás hubiera tenido
conocimiento del hechizo, fuese correcto o no.
Pero durante la mayor parte de la noche, la
joven no pudo evitar que sus pensamientos volvieran a la batalla en lo alto del
acantilado. Una y otra vez, escuchaba a Kelemvor pedirle que mantuviese a raya
a los hombres de Cyric para poder matar al ladrón, y se escuchaba a sí misma
negarse a su pedido. Entonces, la imagen pasaba a Hurón descolgándose por la
cuerda detrás de Cyric, y luego a la caída de su cuerpo al fondo del barranco.
Por último, oía la voz del guerrero que la culpaba por la muerte del halfling.
Cuando llegó su turno de guardia, Medianoche
había decidido dejar la compañía. Mientras estaban en Estrella del Anochecer,
Cyric había dicho que ella ponía en peligro la vida de sus amigos. El ladrón
había intentado convencerla, sin conseguirlo, de que se uniera a él en lugar de
permanecer con Kelemvor y Adon. Pero la muerte de Hurón era una prueba evidente
de que Cyric estaba en lo cierto. Si continuaba con el guerrero y el clérigo,
sus vidas se verían amenazadas, por Cyric, los zhentileses y Bhaal.
Faltaba una hora para el amanecer, cuando
Medianoche juzgó que había llegado el momento oportuno para abandonar el
campamento. La noche había transcurrido sin incidentes y sus compañeros dormían
protegidos por el acantilado. La hechicera ensilló los ponis, cogió las
alforjas con la tabla y las ató al pomo de su montura.
Por último, se despidió de sus amigos en
silencio y se alejó con los tres ponis. Dejaría los animales de Kelemvor y Adon
en algún lugar del sendero, después de haber cabalgado lo suficiente para
asegurarse de que les resultaría difícil alcanzarla.
8
Un cruce peligroso
Medianoche se arrodilló detrás del tronco
retorcido de nogal. A sus espaldas había un pequeño campo de pastoreo. Más allá
de la llanura se levantaban las crestas rosadas de los Picos del Ocaso, donde
había abandonado a Kelemvor y Adon hacía tan solo cuatro días. La mañana era
triste y gris, pero al otro lado de los picos, el sol teñía las nubes de blanco
puro.
El esquelético nogal crecía sobre un risco que
daba al río Tortuoso. Entre la orilla este y el barranco había una estrecha
franja de tierra aluvial. Tanto la franja como la ladera estaban cubiertas de
maleza y arbustos altos. Un sendero muy trillado conducía desde el risco hasta
un mesón y un establo edificados en un pequeño claro junto al borde del río.
La casa, hecha de cantos rodados y mortero,
tenía una sola planta. El establo lo habían hecho con tablones de nogal. En
este momento, había en el corral más de treinta caballos y ponis. Uno de los
extremos del recinto se adentraba un poco en el río para permitir que los
animales tuviesen un continuo suministro de agua.
Delante del mesón, había dos centinelas zhentileses
muertos con las lanzas todavía ensartadas en sus cuerpos. Otro centinela había
caído en el umbral de la puerta. Por todo el claro, se encontraban dispersos
los cadáveres de más de treinta halflings con sus pechos atravesados por
flechas negras. Un puñado de los pequeños guerreros había llegado al edificio y
destrozado a hachazos las persianas de ocho ventanas, y se veían manchas de
sangre en las piedras de la pared. Delante de dos de las ventanas había más
cuerpos de halflings.
Con el corazón en un puño, Medianoche
comprendió que había dado con los pobladores de Robles Negros, la aldea de
Hurón.
Los halflings habían atravesado el paso de la
Serpiente Amarilla a marcha forzada, deteniéndose tan sólo para dormir cuatro
horas al día. Dos noches antes habían dejado atrás a Adon y Kelemvor, y,
finalmente, habían alcanzado su presa la tarde anterior. Los guerreros habían
atacado poco antes del alba, y sorprendido a los centinelas con una lluvia de
jabalinas lanzadas con sus wumeras.
Si se hubieran conformado con esto, los
halflings quizás habrían regresado a Robles Negros con su orgullo y sus cuerpos
intactos. Pero como unos tontos habían intentado asaltar la casa de piedra. Los
zhentileses protegidos en el interior, bien entrenados y disciplinados, se habían
despertado al primer grito de alarma de los centinelas. Desde las ventanas
habían disparado varias andanadas de flechas. La mayoría de los atacantes
habían muerto sin llegar a su objetivo.
Medianoche experimentó un súbito enfado contra
los halflings. Habían muerto más de treinta, y no habían conseguido nada. El
estúpido ataque contra la posada había acabado con la compañía, y el puñado de
supervivientes no había sido rival para soldados veteranos en el combate cuerpo
a cuerpo.
Si bien estaba claro que los halflings habían
perdido la batalla, Medianoche comprendió que podría quedar alguno con vida. En
ese caso, la maga tenía que prestar su ayuda. Parte de esta convicción se debía
a los sentimientos de culpa por la muerte de Hurón, pero también era una mujer
compasiva que despreciaba el sufrimiento inútil. No podía concebir dejar a un
halfling en manos de los despiadados zhentileses.
Pero Medianoche tenía más motivos para tratar
de escurrirse hasta la casa. Sospechaba desde hacía tiempo que los zhentileses
de Cyric eran los saqueadores de la aldea de Hurón, y el enloquecido ataque de
los halflings parecía confirmarlo. Si era así, entonces Cyric estaría en la
posada, y su presencia significaría que había violado su promesa de no
seguirla. La hechicera debía confirmar fehacientemente si sus sospechas eran
ciertas.
Medianoche se apartó a gatas del nogal y
retrocedió hasta la hondonada donde había dejado el poni. En el momento en que
se acercó, el animal escarbó el suelo con los cascos y resopló.
—¿Qué quieres? —preguntó la hechicera—. Hace
una hora que salimos de Lindecolina. No puede ser que tengas hambre.
Desde luego, el poni no respondió. Medianoche
movió la cabeza y suspiró con fuerza; se sentía muy tonta por hablar a un
animal estúpido como si pudiese contestarle, pero se encontraba tan sola que
pensaba en el poni en términos humanos. Medianoche echaba de menos a Adon y,
mucho más, a Kelemvor. Cuando había abandonado el campamento, no había sentido
la necesidad de hacer las paces con sus amigos. Ahora, desesperaba por eliminar
el enfado entre ellos.
Pero era demasiado tarde. Ella tenía una
misión que cumplir, y sabía que, por el momento, lo mejor era olvidarse de
ellos. Quizás esto había dado pie a que pensara en su poni como en un
compañero.
Al menos, esta recién encontrada empatía le
había venido bien. En dos ocasiones el poni había olido algo que lo había
asustado. Si la hechicera no hubiese estado en sintonía con el comportamiento
de su cabalgadura, no habría hecho caso del nerviosismo del animal y seguido adelante
hacia el desastre. La primera vez, Medianoche habría ido a parar en medio de
una patrulla de duendes. Si bien contaba con el recurso de la magia para
escapar, se alegró de no tener que hacer el intento.
En la segunda ocasión, el animal se había espantado
mucho. Cuando la maga investigó la causa, descubrió una de las pocas patrullas
que Fuerte Tenebroso mantenía en el paso de la Serpiente Amarilla. Una vez más,
la magia de Medianoche podría haber resuelto el problema de los zhentileses,
pero la patrulla daba escolta a una estatua de piedra que representaba a un
humanoide de tres metros de alto. Tan pronto como observó sus ojos vacíos y la
vio que caminaba por sus propios medios, comprendió que se encontraba ante un
golem y huyó a toda prisa. Por su propia naturaleza, los golems de piedra eran
casi inmunes a la magia.
Aparte de eso, el resto de su viaje por el
paso no había tenido más tropiezos. La noche anterior la había pasado en un
pequeño hostal de Lindecolina. La mayoría de los residentes de la ciudad se
habían mostrado fríos y distantes, pero el posadero resultó ser una persona
amable y muy dispuesto a ofrecer buenos consejos a sus clientes. Cuando
Medianoche le preguntó dónde podía comprar un caballo veloz sin muchas
averiguaciones acerca de sus motivos, el hombre le había recomendado el establo
delante de su negocio. Por fortuna, la joven se había acercado al lugar con
mucha prudencia porque en la localidad había muchísimos zhentileses, y no se
había equivocado al suponer que también los encontraría en las cuadras.
El poni tocó con el morro el brazo de
Medianoche, a la búsqueda de algo para comer. La maga no le prestó atención y
cogió las alforjas sujetas a la montura. Sin la ayuda de Kelemvor y Adon para
vigilar la tabla, no quería perderla de vista ni por un momento.
Comenzó a bajar por la ladera con mucha
precaución para mantenerse bien oculta entre los matorrales y no hacer rodar
alguna piedra suelta o pisar ramas. Cuando la maga llegó a la base del risco,
llovía una vez más. La lluvia olía a podrido, como si entre las nubes hubiera
alguna cosa muerta. La posada permanecía oscura y silenciosa.
Medianoche se detuvo por un instante para ver
si había algún centinela. Entonces, oyó un coro de risotadas desde el otro lado
del edificio. Luego una voz muy aguda chilló:
—¡Otra vez no, por favor, aaaahhhh!
Sin abandonar la protección de los matorrales,
la hechicera dio un rodeo hacia el lado sur de la casa. La voz aguda volvió a
gritar, pero se interrumpió de pronto. Unos segundos más tarde, cuando Medianoche
alcanzó el borde del claro, la llovizna se convirtió en un aguacero. Se detuvo
a unos treinta metros de la posada, desde donde podía ver sin obstáculos la
zona entre la construcción y el río.
De pie con el agua hasta el pecho, cuatro
zhentileses aguantaban contra la corriente un tronco de tres metros de largo.
Habían hecho un surco profundo en la mitad del tronco, y en este surco se
apoyaba la unión de dos palos largos amarrados entre sí en ángulo recto. En el
extremo de cada uno de los palos los bandidos habían atacado a un halfling,
dejándoles los brazos libres para que pudieran nadar y mantenerse a flote.
El diabólico resultado de este invento era que
el prisionero no podía mantener la cabeza fuera del agua sin forzar a su
camarada en el otro extremo a quedar sumergido. En la orilla ya había un par de
halflings empapados; uno estaba muerto, y el otro tosía sin fuerzas.
Otros cuatro soldados zhentileses permanecían
en la orilla; reían ante el sufrimiento de sus víctimas y hacían apuestas
acerca de cuál de los dos prisioneros sobreviviría. Apartado de ellos había
otro hombre, que no parecía manifestar ningún interés por la cruel diversión.
Era un hombre fornido con los cabellos negros recogidos en una trenza, barba
espesa, y una brillante cota de malla azul y negra.
Una figura cubierta con una capa se separó de
los zhentileses en el agua y caminó hacia el hombre solitario, mientras se
ajustaba la prenda sobre los hombros. Medianoche reconoció en el acto a Cyric.
—¡Venga, Dalzhel, únete a la diversión! —gritó
el ladrón de nariz aguileña.
—Perdéis el tiempo, señor.
—Tonterías. —Cyric se volvió para contemplar
la tortura acuática—. Los hombres se divierten. —El ladrón no añadió que
también él disfrutaba con el sufrimiento de los desgraciados halflings.
—¿Y
qué hay de la mujer? Deberíamos cabalgar en su persecución.
—No hay ninguna necesidad —replicó Cyric, muy confiado—.
Los espías en Lindecolina la descubrieron en cuanto llegó y me han informado
que viaja sola. —Hizo una pausa y sonrió—. Ella vendrá a nosotros.
Los zhentileses estallaron en una ovación, y
Medianoche vio que uno de los torturados había salido a la superficie y hundido
a su compañero debajo del agua.
—¿Tenéis otro plan, señor? —preguntó Dalzhel,
sin hacer caso de los gritos de los espectadores.
Cyric asintió, volvió la mirada a los
halflings en el río, y soltó la carcajada.
—Ella sola se meterá en la trampa —contestó el
ladrón, ausente.
Medianoche se pasó la lengua por los labios y
probó el sabor amargo de la rabia. Precisamente casi era lo que había hecho; en
realidad, todavía corría el riesgo de ser capturada. El teniente enarcó una
ceja en señal de duda.
—Incluso si ella sabe dónde encontrarnos
—dijo—, no creo que confíe en vos después de haber matado al halfling.
—¿Confiar en mí? —Cyric sufrió un súbito
ataque de risa, y puso una mano en el hombro de su subordinado para sujetarse—.
No espero que ella vuelva a confiar en mí; ¡se han acabado los juegos entre
nosotros dos!
—Entonces, ¿por qué va a unirse a nosotros?
—preguntó Dalzhel, extrañado.
Cyric rió con más fuerza, y señaló hacia el
río.
—El vado —respondió—. Es el único que hay en
un tramo de casi cien kilómetros. Por fuerza, tendrá que venir hacia aquí.
—Desde luego, mi señor —exclamó Dalzhel, y
sonrió avergonzado por no haber entendido en el acto las intenciones de su
comandante—. Le tenderemos una emboscada.
—¡Sin la ayuda de Kelemvor, la habremos atado
y amordazado antes de poder decir el primer encantamiento!
A Medianoche le pareció que su corazón se
había convertido en hielo. Kelemvor no se había equivocado: Cyric era un
traidor. No necesitaba más pruebas. Soltó la respiración poco a poco, y
controló su ira. Pero seguía sintiendo el hielo en su pecho, y juró que Cyric
pagaría su traición.
El aguacero aumentó de intensidad. Un aullido
espectral llegó por el río y pareció que la lluvia fétida era impulsada por un
viento fuerte. Sin embargo, el aire permaneció inmóvil. Medianoche no hizo caso
de la extraña lluvia. Desde el día del Advenimiento, había visto cosas mucho
más raras.
Pero Cyric y Dalzhel no compartieron su falta
de interés. La última vez que habían escuchado aquel aullido, en los Salones
Embrujados, las consecuencias habían sido la pérdida de varios buenos soldados.
Los dos hombres fruncieron el entrecejo y contemplaron el cielo.
—Iré a ver a los centinelas —dijo Dalzhel.
A Medianoche se le erizaron los cabellos. No
había visto a ningún centinela, y el hecho de que no la hubiesen descubierto
demostraba que no la habían visto. Algo no iba bien.
—Acabaré con los halflings —gruñó Cyric.
Volvió junto a sus hombres y los prisioneros.
La hechicera vio que los soldados se habían
olvidado de los halflings. También ellos recordaban lo sucedido la última vez
que habían escuchado el mismo aullido. Varios de los zhentileses pusieron la
mano en el pomo de sus espadas, y miraron nerviosos en todas las direcciones, a
la espera de que Bhaal apareciese en cualquier momento. Mientras Dalzhel se
alejaba, Cyric le gritó su última orden.
—Si Medianoche no aparece dentro de una hora,
iremos a Lindecolina.
—Sí —contestó el teniente—. Siempre y cuando
no estemos luchando por nuestras vidas.
—Lo estaréis —susurró Medianoche—. Lo juro.
—La muchacha no alcanzaba a comprender el origen de la preocupación de Cyric,
pero decidió aprovecharla al máximo.
Sin embargo, su primera obligación consistía
en rescatar a los halflings. Pese al temor de que la magia pudiese dar un
resultado distinto al deseado, no tenía más opción que confiar en ella. Invocó
las palabras y los gestos para un hechizo telequinético; ese tipo de encantamiento
podía mover cosas en sentido horizontal o vertical. Pero ella tenía la
intención de manipular los extremos de la cuerda con la destreza suficiente
para deshacer los nudos.
Medianoche puso en práctica el hechizo sin
perder un momento. Para su enorme sorpresa, todas las cuerdas en el sector, y
no sólo las que sujetaban a los halflings, se aflojaron y desataron por propia
voluntad. Los dos prisioneros sujetos al instrumento de tortura quedaron libres
y flotaron río abajo. Por su parte, las cuerdas nadaron hacia la orilla, como
si fuesen culebras de agua. La soga que ataba los dos palos también se desató
y, tras serpentear por el tronco, se enroscó sobre sí misma, y atacó a uno de
los zhentileses. Los hombres de Cyric estallaron en gritos de asombro y
maldiciones. El ladrón corrió hacia el río.
—¡Matad a los prisioneros! ¡Matadlos ahora
mismo! —El ladrón desenvainó su espada corta. En la luz gris, la hoja rosa
parecía muy amenazadora.
Los soldados se apresuraron a obedecer, y
desenvainaron sus espadas. Los halflings nadaban tan rápido como podían, y los
hombres chapotearon torpemente en su persecución, sin dejar de descargar
mandobles a diestro y siniestro —algunas veces en dirección a los fugitivos y
otras a las sogas que se deslizaban entre ellos—. Los hombrecillos estaban
exhaustos y todo lo que podían hacer era mantener la cabeza fuera del agua. No
obstante, la gran velocidad de la corriente les ofrecía la posibilidad de
ponerse fuera de peligro. Cyric soltó un rugido furioso y se metió en el agua para
interceptar a uno de los halflings.
En cuanto Medianoche advirtió que las sogas
animadas se arrastraban hacia ella, retrocedió entre los matorrales en
dirección al río. Las sogas cambiaron de rumbo y continuaron su avance. Pero
también uno de los soldados había descubierto lo que hacían las cuerdas, y las
señaló.
—¡Mirad! —gritó—. ¡Van en busca de algo!
—¡Averigua de qué se trata! —le ordenó Cyric.
Al mismo tiempo, acomodó su posición para interceptar a su presa.
La hechicera retrocedió una vez más sin apartarse
de la espesura. Si el zhentilés todavía no la había descubierto, el ruido de
las ramas la denunciaría. Para colmo de males, las sogas convertidas en
culebras se acercaban cada vez más a su escondite, y era imposible que el
soldado no escuchase el ruido. Un segundo después, el hombre vio el cuerpo de
Medianoche acurrucado en la maleza.
—¡Aquí hay alguien! —avisó a todo pulmón—.
¡Una mujer!
Medianoche se puso de pie, lista para echar a
correr.
En el mismo momento, Cyric se volvió en plena
corriente para mirar hacia el matorral y, de inmediato, divisó la capa negra de
la maga.
—¡Medianoche! —llamó—. ¡Por fin has llegado!
—Sin apartar la mirada, tendió una mano, y pescó al halfling cuando pasó por su
lado.
—Aquí estoy —gruñó la muchacha. En aquel instante,
la hechicera decidió no echar a correr. Hasta el momento, Cyric y sus hombres
no habían hecho ningún movimiento, pero la perseguirían en cuanto intentase
huir. Mientras Cyric se entretuviese en hablar, ella dispondría de más tiempo
para planear la fuga—. Y sé lo que eres en realidad.
—¿Y qué soy? —preguntó. Sin prestar atención a
lo que hacía, levantó al halfling medio ahogado y lo degolló.
—¡Monstruo! —gritó la muchacha, atónita ante
la crueldad del ladrón—. ¡Pagarás por lo que has hecho!
La sombra de una duda apareció por un instante
en el rostro de Cyric. Soltó el cadáver del halfling que se hundió como una
piedra, y luego vadeó hasta la orilla. Sus hombres avanzaron hacia Medianoche,
pero él los apartó con un gesto de su mano.
—No —dijo el ladrón—. No me lo harás pagar. En
un tiempo fuimos amigos, ¿no es así?
—¡Eso se acabó! —La hechicera pensó en matar a
Cyric y el encantamiento apareció en su mente, pero no lo puso en práctica.
Antes de acabar con su vida, la maga deseaba que el ladrón supiera por qué lo
castigaba—. Me has traicionado, Cyric. Nos has traicionado a todos, y por la
piel azul de Auril, voy a...
—Ten mucho cuidado por quién juras —la
interrumpió Cyric, con un pie en la orilla—. La diosa del Frío está más... —De
repente, los ojos del ladrón se desorbitaron por el terror, y sus labios
formaron una sola palabra—: ¡No!
El inexplicable terror de Cyric hizo vacilar a
Medianoche. Notó un movimiento a su espalda, y una fracción de segundo después
el emboscado cayó sobre ella. Una mano de hierro le tapó la boca —el solo toque
de los dedos le quemó los labios—, y un brazo de acero rodeó su cintura con
tanta fuerza que casi la partió en dos.
Medianoche intentó lanzar su hechizo de
muerte, pero descubrió que no podía. La cosa la mantenía inmóvil; no podía
pronunciar las palabras ni hacer los gestos para ejecutar el encantamiento. El
atacante levantó a la maga entre sus brazos y desapareció en la espesura.
Cuando llegó la
noche de aquel día, no hubo oscuridad. El cielo resplandecía con mil colores
distintos, como si la bóveda celeste estuviese empedrada de gemas preciosas.
Kelemvor no podía negar que la luz multicolor otorgaba una cierta belleza
macabra a toda la región. Pero hubiera estado más feliz con las estrellas de
siempre y la luna por encima de su cabeza. Envidió a su compañero por haber
encontrado un refugio de la extraña noche.
El clérigo permanecía sentado ante la pequeña
hoguera, con la atención puesta en las llamas amarillas. Sabía que Kelemvor
estaba a su lado, que era de noche y que habían acampado en los barrancos del
río Tortuoso, no era «consciente» de todas estas cosas. Su mente se había
concentrado sobre sí misma, y sus pensamientos seguían los vericuetos de la
meditación religiosa.
—¿Has encontrado algo, Adon? —preguntó el
guerrero de ojos verdes. No era muy versado en estos asuntos, pero le pareció
que ya tendría que haber pasado algo.
La interrupción destrozó el trance y Adon
volvió al mundo real con una velocidad que le provocó mareos. El clérigo cerró
los ojos y movió la cabeza, mientras hundía los dedos en el barro helado.
Había estado sentado delante del fuego desde
la hora del crepúsculo, sin comer ni beber, en la más completa inmovilidad. Le
dolía la espalda, tenía las piernas entumecidas, y los ojos enrojecidos.
Irritado por la intromisión de su amigo, preguntó:
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Media noche, quizá más —murmuró Kelemvor, un
tanto arrepentido por haber interrumpido la meditación del clérigo—. He ido a
recoger leña una docena de veces.
No mencionó que alguien los espiaba. Si se lo
decía ahora, Adon reaccionaría con sorpresa y la misteriosa figura sabría que
la habían descubierto.
Adon hizo dar vueltas a su cabeza, y dejó que
su enfado se esfumara junto con la tensión. No podía culpar a Kelemvor por su
impaciencia, y la interrupción no había cambiado los resultados del trance.
Dijo:
—No he encontrado nada. Sune no puede oírme...
o no quiere responder. —Adon no estaba sorprendido o desilusionado por este
hecho. Intentar el contacto con Sune había sido idea del guerrero. Pese a ser
un plan desesperado con pocas posibilidades de éxito, lo había aceptado porque
no se perdía nada con intentarlo.
En cambio, Kelemvor se sintió desconsolado.
Partió una rama y la echó al fuego.
—Entonces, hemos perdido a Medianoche —dijo,
apenado.
—¡La encontraremos! —afirmó Adon, apoyando su
mano en el hombro de su amigo para consolarlo.
—Hace cuatro noches que desapareció —protestó
Kelemvor—. Jamás la alcanzaremos.
El clérigo optó por guardar silencio. Después
de haberlos abandonado, Medianoche había cabalgado hacia el norte, por las
gargantas del río Tortuoso. Montada en su resistente poni, la hechicera no
podía haber tardado más de tres o cuatro horas en recorrer el primer tramo de
su huida. Pero a pie, Adon y Kelemvor habían tardado un día entero en llegar al
claro donde ella había dejado sus monturas. Cuando volvieron al camino
principal, Medianoche les llevaba una ventaja de día y medio.
Su fuga les había dado ya motivos de
preocupación, pero cuando encontraron otra vez el rastro de la muchacha, Kelemvor
también descubrió las huellas de una docena de caballos que la seguían. Los dos
compañeros habían llegado a la conclusión de que los animales sólo podían
pertenecer a Cyric y su banda de zhentileses.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Kelemvor.
Al clérigo no se le ocurrió nada, y deseó que
el guerrero dejara de reclamarle respuestas. No obstante, sabía que alguien
debía tomar las decisiones y, con Medianoche ausente, no podía ser Kelemvor.
Por lo tanto, Adon se puso de pie y desplegó el mapa que les había dado
Deverell. Después de estudiarlo durante un par de minutos, puso el dedo en un
punto ubicado a pocos kilómetros río abajo.
—Iremos a Lindecolina —respondió—. Medianoche
necesitará un buen caballo para cruzar la llanura, al igual que nosotros.
Adon comenzó a echar tierra sobre el fuego,
pero Kelemvor lo detuvo. Con una mano en el pomo de la espada, el guerrero se
volvió hacia el río. A unos quince metros de distancia, la mujer que los había
espiado caminaba hacia ellos. El clérigo siguió la mirada de su compañero:
—¿Eres tú, Medianoche? —llamó.
—No, no lo soy —contestó la mujer, sin dejar
de caminar. Su voz era suave y melodiosa—. ¿Puedo acercarme a vuestro
campamento?
Después de las muchas horas pasadas con la
mirada fija en el fuego, los ojos de Adon no estaban todavía habituados a la
oscuridad. Incluso con la extraña luz que emanaba del cielo, no conseguía ver
con claridad a la misteriosa mujer. Pero fue él quien contestó:
—Aquí eres bienvenida.
Unos segundos más tarde, la desconocida
apareció ante la hoguera y Adon soltó una exclamación de asombro. La mujer era
casi tan alta como Kelemvor, con una sedosa cabellera castaña y profundos ojos
marrones. Su piel era blanca, pero la luz del cielo la cubría con un tinte
multicolor que daba una cualidad etérea a su belleza. El rostro oval y delgado
contrastaba con la amplitud de su cuerpo. Sin embargo a pesar de tanta belleza,
vestía las prendas burdas de quienes viven en la espesura.
Una ola de esperanza sacudió el cuerpo del
clérigo. Tal vez ésta era la respuesta a sus plegarias. Con timidez, preguntó:
—¿Sune?
—Me halagas —respondió la mujer, con el rubor
en sus mejillas.
Adon no pudo evitar fruncir el ceño mientras
desaparecía su primer entusiasmo. Al advertir el desencanto del hombre, la
mujer también fingió estar desilusionada, y añadió:
—Si sólo la diosa de la Belleza es bienvenida
en vuestro campamento...
—No te ofendas —la interrumpió Kelemvor, con
la mano en alto—. No suponíamos que alguien podía venir a nuestro campamento, y
mucho menos alguien como tú..., quiero decir una mujer hermosa.
—Una mujer hermosa —repitió ella, distante—.
¿Lo crees de verdad?
—Desde luego —exclamó Adon, con una
reverencia—. Soy Adon de..., bueno, sólo Adon, y éste, Kelemvor Lyonsbane, a
vuestro servicio.
—Encantada de conoceros. —La mujer devolvió la
reverencia—. Soy Javia de Chauntea, y yo también estoy a vuestro servicio.
—Encantado —replicó Adon. Si era devota de
Chauntea, la Gran Madre, significaba que la mujer era druida, y esto explicaba
la razón de su presencia en la espesura.
—He observado tu fuego de plegaria —comentó
Javia—. ¿Tus oraciones eran para Sune?
—Sí —respondió Adon, apenado.
Javia contempló sin recato la cicatriz en la
mejilla del clérigo. La compasión en su mirada era señal inequívoca de que
comprendía los remordimientos de un devoto de la diosa de la Belleza, por
semejante mácula.
Adon desvió el rostro para ocultar la herida.
La mujer se ruborizó, y le sonrió contrita.
—Perdóname —dijo—. No encuentro muchos
viajeros por aquí, y olvido los buenos modales.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Kelemvor. La mujer
advirtió de inmediato las sospechas del guerrero.
—Quizás he interrumpido vuestras oraciones
—respondió.
—En absoluto, Javia —exclamó Adon. La tomó de
la mano y la guió hasta un tronco cerca del fuego—. Siéntate, por favor.
—Sí —dijo Kelemvor, malhumorado—. De todas
maneras, las plegarias no han resuelto nuestros problemas .
—¡No digas esas cosas! —protestó Javia,
alarmada.
—No pretendía... —manifestó Kelemvor,
sorprendido ante la vehemente respuesta de Javia. Luego decidió que era mejor
ser sincero y explicar el significado de sus palabras—. En nuestro caso, es
verdad. —Señaló la mejilla de Adon—. Todas las plegarias de este mundo no lo
librarán de esa cicatriz, y se la hicieron mientras estaba al servicio de Sune.
—¿Al servicio de Sune? ¡Imposible! —le
reprochó Javia—. Ella no es la diosa de la Guerra.
—¿Crees que ése es el motivo por el que me
hace sufrir? —preguntó el clérigo. Una vez más afloró su dolor—. ¿Porque luché
en la causa equivocada?
—Tu causa puede haber sido la correcta
—respondió la mujer, más serena—. Pero esperar que una diosa sirva a un
creyente... —Javia dejó apagar su frase como si pensase que Adon no podía creer
en serio una cosa semejante.
—Entonces, ¿a quién sirve si no es a sus
devotos? —preguntó Adon, enfurecido.
Javia frunció el entrecejo, como si nunca se
le hubiera ocurrido plantearse esa pregunta. Después de una pausa, respondió:
—A sí misma, ¿a quién, si no?
—¿A sí misma? —exclamó Adon, indignado.
—Sí —afirmó Javia—. Sune no puede preocuparse
por el bienestar de sus devotos. La diosa de la Belleza sólo puede pensar
exclusivamente en todo lo bello. Si contemplase la fealdad, no importa durante
cuanto tiempo o sus motivos para hacerlo, permitiría que la fealdad entrase en
su espíritu. Si esto llegase a ocurrir, ya no tendríamos un ideal puro; la
belleza contendría algo de fealdad.
—Entonces, dime —preguntó el clérigo,
indignado—, ¿qué crees que son los fieles para los dioses?
Kelemvor soltó un suspiro. A su juicio, había
muchas cosas interesantes como tema de discusión, pero la religión no era una
de ellas. Por su parte, Javia miró al clérigo durante un buen rato. Por fin,
con voz cálida pero condescendiente, contestó:
—Somos como oro.
—Como oro —repitió Adon, consciente de que
debía buscar el verdadero significado de las palabras de Javia—. Así que, según
tú, ¿seríamos como las monedas en una bolsa divina?
—Algo así —asintió Javia—. Somos el tesoro con
el cual los dioses miden su...
—Con el cual miden su nivel —interrumpió
Adon—. Dime, ¿qué nuevo juego se llevan ahora entre manos? ¿Justifica la
destrucción del mundo?
Javia contempló el cielo resplandeciente, como
si no hubiese advertido —o le resultase indiferente— la ira del clérigo.
Después, contestó:
—Creo que no es ningún juego. Los dioses se
han enfrascado en una lucha por el control de los Reinos y los Planos.
—Pues desearía que se fueran con sus batallas
a otra parte —exclamó Kelemvor, enfadado, y apuntando con su mano al cielo—. No
queremos tener nada que ver con sus juegos.
—No es algo que nosotros podamos escoger
—replicó Javia, agitando su dedo ante Kelemvor como una madre que riñera a su
hijo.
—¿Cómo les puedes mostrar tanta dedicación?
—protestó el clérigo, asombrado—. ¡Si no les importamos para nada!
Si bien estaba en desacuerdo con Javia, el
clérigo estaba satisfecho de verla en el campamento. A pesar de lo acalorado
del debate, sentía una paz interior como no había disfrutado en muchos años. La
oposición de Javia le había ayudado a comprender que había hecho bien en
abandonar a Sune. Servir a una diosa que no se preocupaba de sus fieles, no
sólo era una tontería sino también una equivocación. La humanidad tenía
demasiados problemas como para desperdiciar sus energías en el culto
improductivo a deidades vanidosas.
La discusión continuó durante otros veinte
minutos sin ningún resultado positivo. Javia tenía una fe inamovible y Adon se
mostraba demasiado herético, por lo cual resulta imposible reconciliar sus
posiciones.
Cuando la conversación se convirtió en una
inútil repetición de opiniones, Kelemvor se disculpó y se fue a dormir. «Si
estos dos quieren pasarse toda la noche discutiendo —pensó mientras se
acostaba—, bien pueden ocuparse de la guardia.»
9
Malas compañías
El sendero se desvió hacia el sur y siguió a
lo largo de unas colinas onduladas. El sol producía un tono dorado entre los
matojos de hierbas que salpicaban la tierra polvorienta. Aquí y allá, aparecían
unos pocos peñascos rojizos en las laderas desnudas, y la fuerte luz de la
mañana arrancaba tonos intensos de la piedra arenosa.
Sin ningún aviso o razón, uno de los
acantilados estalló en llamas, ardió durante unos minutos, y después se
derrumbó. Las rocas incendiadas rodaron cuesta abajo, y provocaron pequeños
incendios al tocar los matojos resecos.
La misteriosa erupción no llamó la atención de
Bhaal. El señor de los Asesinos —que ahora utilizaba el cuerpo consumido de Kae
Deverell como su avatar— guió su caballo y el de Medianoche hacia las colinas.
La combustión espontánea del peñasco había asustado a la hechicera, pero ella
no tenía la fuerza ni la voluntad necesarias para protestar por el cambio de
ruta. Medianoche apenas si podía mantener los ojos abiertos, y casi deliraba de
dolor. Todavía le ardían las quemaduras de los labios y la barbilla producidas
por la mano de Bhaal. Pero aún más le dolía el estómago. Sus entrañas
continuaban revueltas por el asqueroso toque del avatar.
Mientras los caballos buscaban su camino
colina arriba, Medianoche se balanceaba de un lado a otro sin poder evitarlo.
Demasiado exhausta y sin ánimos para sujetarse a la silla, sólo permanecía
montada porque le era imposible caerse. Bhaal le había atado las manos al pomo
de la montura, y los pies a la cincha.
De no haberlo experimentado en carne propia
durante las últimas treinta horas, Medianoche jamás hubiese creído que ningún
ser humano fuese capaz de soportar semejante calvario. Después de haberla
secuestrado delante mismo de Cyric, Bhaal la había atado y amordazado de tal
forma que le resultaba imposible intentar cualquier encantamiento. Luego el
dios la había amarrado a la silla de uno de los dos caballos que había dejado
cerca de la posada, había montado en el otro y puesto los animales al trote.
El paso no había cambiado desde entonces. El
señor de los Asesinos había cabalgado durante todo el día y la noche sin
demorarse para descansar o darle una explicación. Si los caballos no se
desplomaban primero, Medianoche temía que se le desarmaran los huesos por culpa
de las constantes sacudidas. Como una confirmación de su propio agotamiento, el
caballo de la hechicera tropezó con una piedra y trastabilló. La maga se echó
hacia la izquierda para mantener el equilibrio. Las alforjas con la tabla,
todavía colgadas de su hombro, se movieron. Un latigazo de dolor corrió por su
espina dorsal.
Medianoche gimió. Cuando Bhaal la había
secuestrado, había dejado las alforjas donde estaban, y se había limitado a
sujetarlas con una correa de cuero. La fricción de las alforjas había
despellejado el hombro de la maga, y ahora, con la herida cada vez más profunda,
la sangre manaba mezclada con el sudor por su espalda.
Bhaal sofrenó su caballo y se volvió hacia
ella.
—¿Qué quieres? —preguntó.
Incapaz de poder hablar a través de la
mordaza, Medianoche movió la cabeza para indicar que el gemido no tenía ninguna
importancia. El asqueroso dios frunció el entrecejo, y luego reanudó la marcha.
Medianoche volvió a respirar, aliviada. A
pesar del dolor en el hombro, no quería que Bhaal le quitara las alforjas.
Todavía conservaba la esperanza de poder escapar, y quería tener la Tabla del
Destino con ella si se presentaba la ocasión.
Por desgracia, Medianoche no tenía idea de lo
que haría en el caso de poder escapar. A menos que pudiera acabar con Bhaal,
cosa que parecía poco probable, él la volvería a perseguir. La maga pensó en lo
que habría hecho Kelemvor. En su condición de guerrero, sin duda se habría
enfrentado varias veces a la posibilidad de ser capturado y conocía métodos
para escaparse. Incluso Adon podía estar más capacitado. Había estudiado a los
dioses y sabría si Bhaal tenía alguna debilidad.
Medianoche no pudo evitar echar de menos a sus
dos amigos. Jamás había estado tan asustada, o más sola, en toda su vida. Sin
embargo, a pesar de desear su compañía y consejo, no lamentaba haber dejado a
sus compañeros. Si hubiesen estado en el vado, Bhaal los hubiera matado a
ambos. La muerte de Kelemvor la habría dejado sin el ánimo necesario para
continuar su misión, y eso era algo que no se podía permitir.
La hechicera se reprochó a sí misma por haber
intentado rescatar a los halflings. Había puesto en peligro la tabla, y dudaba
mucho que sus esfuerzos hubiesen servido para salvar a nadie. Pero Medianoche
comprendió de inmediato que abandonar a su suerte a los halflings tampoco
hubiese cambiado nada. Bhaal habría dado con ella en cualquier caso. En fin de
cuentas, lo que más le molestaba era haberle puesto las cosas tan fáciles.
De repente, el señor de los Asesinos detuvo
los caballos. Habían llegado a la cumbre de una colina, y Medianoche podía ver
a decenas de kilómetros de distancia en todas las direcciones. A unos veinte
kilómetros hacia el sur, había una zona naranja y roja. Era el bosque que
habían rodeado por el oeste durante la noche.
Bhaal desmontó, le quitó las bridas a su
caballo, y lo sujetó con una cuerda.
—Los caballos necesitan descansar —anunció, y
desató a Medianoche. Cada vez que el avatar tocaba la piel de la muchacha,
aparecía una mancha roja urticante—. Desmonta.
Medianoche obedeció complacida. En el instante
en que sus pies tocaron el suelo, Bhaal la sujetó por la muñeca. Un dolor
terrible corrió por su brazo hasta el hombro. Lanzó un grito de agonía.
—No intentes escapar —gruñó el avatar—. Soy
muy fuerte. Tú todavía eres débil. —Confiado de que había dejado las cosas bien
claras, el dios caído la soltó.
El nuevo e intolerable dolor sirvió para
arrancar a la maga del marasmo. Se quitó la mordaza y consideró la posibilidad
de apelar a la magia. Pero de inmediato rechazó la idea. El señor de los
Asesinos no la habría desatado —ni permitido que se librara de la mordaza— de
no estar absolutamente seguro de poder evitar cualquier ataque.
En cambio, la hechicera se aclaró la garganta
y preguntó:
—¿Qué es lo que quieres?
Bhaal miró a Medianoche, pero no respondió. El
rostro del avatar —la cara de lord Deverell— tenía un color amarillento
nauseabundo. Los ojos hundidos, la piel estirada sobre los huesos como el
parche de un tambor.
—Pon las manos de esta manera —dijo Bhaal,
uniendo las palmas de las suyas como ejemplo.
Medianoche pensó no acceder, pero luego acató
la orden. En estos momentos estaba demasiado cansada para discutir, y tenía
mucho que ganar si daba la impresión de que había renunciado a toda esperanza.
—¿Qué es lo que quieres? —volvió a preguntar,
mientras unía sus manos.
—A ti —contestó Bhaal, sacando una correa.
La respuesta no sorprendió a Medianoche.
Cuando el señor de los Asesinos la había secuestrado, ella había supuesto que
sólo le interesaba la tabla. Pero al ver que no la había matado en el acto,
comenzó a sospechar que él quería otra cosa.
—¿A mí? ¿Por qué?
Bhaal ató los pulgares de la hechicera, sin
prestarle atención. Sin embargo, al cabo de unos momentos, replicó a la
pregunta.
—Matarás a Helm. —Pronunció las palabras tan
deprisa y en voz tan baja que Medianoche pensó haber interpretado mal la
respuesta.
—¿Matar a Helm? —preguntó—. ¿Es eso lo que has
dicho?
El señor de los Asesinos le ató los meñiques,
y luego repitió el proceso con todos los demás dedos. Medianoche tuvo bien
claro que el dios le ataba las manos para impedirle hacer cualquiera de los
gestos necesarios para invocar la magia. Por fin, confirmó sus palabras.
—Sí, matar a Helm —repitió.
—No puedo matar a un dios —exclamó Medianoche,
estupefacta.
—Mataste a Torm —gruñó Bhaal—. Y a Bane.
—Apretó los nudos con tanta fuerza que la correa mordió la carne de la
muchacha.
—¡Todo lo que hice fue tocar la campana de
Aylan Attricus! Yo salvé a Tantras. Bane y Torm se mataron el uno al otro.
—No hay necesidad de ser modesta —dijo Bhaal,
acabó de atar las manos de Medianoche, y se apartó—. Lord Myrkul es quien está
enfadado por la muerte de lord Black. Por mi parte, me alegré de verlo morir.
Fue él quien destruyó a mis asesinos.
—Pero yo no lo maté..., ni tampoco a Torm. ¡Yo
no puedo matar a Helm! —insistió la hechicera, mientras gesticulaba con
las manos atadas. La confusión de Bhaal la irritaba y, al mismo tiempo, la
asustaba. Si él la había secuestrado con el fin de destruir a Helm, el dios
caído había cometido una terrible equivocación. Repitió la anterior
afirmación—: ¡Fue la campana!
—Da lo mismo. —Bhaal encogió los hombros, y se
ocupó de quitar la silla de su caballo—. Tú tocaste la campana, cosa imposible
para cualquier otro. Ahora matarás a Helm.
—Incluso en el caso de que pudiese —dijo
Medianoche, mientras se sentaba—, no lo haría. Tú deberías saberlo.
—No —replicó Bhaal, tajante. Arrojó la silla a
un costado—. Sabemos que harás lo que te indiquemos.
—¿Qué te hace creer que será así? —preguntó la
hechicera.
La joven sintió un gran interés al descubrir
que Bhaal se refería a Myrkul como un aliado. Decidió sacar el máximo de
provecho de su cautiverio y enterarse de todo lo posible a través de las
palabras del señor de los Asesinos.
—Si bien has dejado a tus amigos —contestó el
dios, con la mirada fija en Medianoche—, sabemos lo mucho que te preocupas por
ellos.
—¿Qué quieres decir?
—¿No crees que resulta obvio? —Bhaal se acercó
al caballo de la maga, y le quitó el bocado.
—Kelemvor y Adon ya no tienen nada que ver con
todo esto —contestó Medianoche, airada. Pero el miedo crecía en su interior.
—Lo comprendemos —suspiró Bhaal, poniéndose en
cuclillas para manear los caballos—. Y nada cambiará, siempre y cuando tú hagas
lo que nosotros deseamos.
—¡No puedo hacer lo que pides! —gritó la maga,
poniéndose de pie—. No tengo el poder. Se supone que tú eres un dios. ¿Por qué
no puedes comprender algo tan sencillo?
Bhaal la estudió con sus ojos negro azabache.
—No careces del poder —dijo—. Pero todavía no
sabes cómo utilizarlo. Éste es el motivo por el que necesitas de Myrkul y de
mí.
—¿Os necesito? —gritó Medianoche. La idea de
«necesitar» al señor de los Asesinos y al dios de la Muerte hizo sudar frío a
la maga, que sintió ganas de vomitar.
—¿Crees que será fácil dominar el poder de un
dios? —preguntó Bhaal, acercándose a la joven—. Sin nosotros, te quemarás. La
diosa de la Magia era muy poderosa cuando te transfirió su poder.
—¿El poder de un dios? —repitió Medianoche. Su
mente volvió a la noche en que se había desmayado mientras oraba a Mystra, la
noche del Advenimiento. Aquél había sido el momento de cambio en su vida,
cuando los propios Reinos habían caído en un caos sobrenatural.
Desde hacía varias semanas, la maga tenía la
sospecha de que la magia de Mystra crecía en el interior de su mente. Ella
había intentado atribuir el cambio en la naturaleza de sus poderes al caos de
los Reinos, pero cada vez le resultaba más difícil ignorar la evidencia: su
poder sobre la magia iba en aumento. Ya no necesitaba su libro de hechizos;
además, ahora podía utilizar encantamientos que no había aprendido jamás.
Pero el sospechar la verdad no aminoró el
impacto de su confirmación. Las palabras del señor de los Asesinos dejaron
estupefacta a Medianoche, y también la asustaron. No pudo evitar el deseo de no
tener parte en todo lo que esto significaba.
Bhaal se aprovechó de la confusión de la
hechicera para presionarla.
—Cuando nos exilió, nuestro amo nos despojó de
todo poder. Ahora, sólo tú eres rival para Helm. —El señor de los Asesinos le
dio la espalda y contempló el cielo—. Si hemos de regresar a los Planos, es necesario
que tú destruyas al dios de los Guardianes.
—¿No sería más fácil entregarle a Helm las
Tablas del Destino? —preguntó Medianoche, a espaldas de Bhaal—. ¿Acaso lord Ao
no volvería a recibir a los dioses en los Planos en el momento que le
devolvieran las tablas?
El dios caído se volvió hacia ella, furioso.
—¿Crees que nos alegra estar encerrados en
este mundo insignificante? ¡Este cuerpo me ha costado la vida de todos mis
devotos! —gritó—. Si las hubiésemos tenido, las habríamos devuelto al instante.
Medianoche no sabía muy bien si debía creer en
las palabras del señor de los Asesinos. Por lo que había podido averiguar, los
dioses mantenían una dura lucha para conseguir el mérito de devolver las
tablas. Pero la afirmación de Bhaal la hacía dudar.
—¿Quieres decir que es imposible devolver las
tablas? —preguntó la hechicera.
—¿Por qué crees que hemos permitido que
conserves la tuya? —Bhaal señaló las alforjas colgadas del hombro de
Medianoche—. No tiene ninguna utilidad.
—¡No tiene ninguna utilidad! —exclamó la maga.
Le pareció que su corazón iba a estallar en pedazos.
—No podemos conseguir la segunda. Nadie puede
—afirmó Bhaal, furioso—. Sin las dos tablas, Helm no nos dejará regresar a los
Planos. Ésta es la razón por la cual tú deberás matarlo.
—¿Dónde está la otra tabla? ¿Ha sido
destruida? —se desesperó Medianoche.
—En cierta manera, se podría decir que sí
—replicó Bhaal, burlón—. Está escondida en el castillo de los Huesos, en el
reino de la Muerte donde moraba Myrkul. —El dios señaló el suelo—. Y allí se
quedará hasta que nos libremos de los Reinos.
—Si sabéis dónde está, ¿por qué no...?
—Medianoche se interrumpió en mitad de la frase, al comprender que la pregunta
no tenía sentido. Los dioses habían sido expulsados de los Planos. El reino de
la Muerte, por ser la morada de Myrkul, les estaba vedado desde el momento que
se encontraba en el Hades.
Bhaal dejó que la maga considerara todo lo que
había aprendido hasta el momento. Luego, dijo:
—¿Lo ves? Estamos todos en el mismo bando:
nosotros queremos volver a los Planos, y tú quieres vernos fuera de Faerun.
Pero necesitas matar a Helm para que esto suceda. ¿Lo comprendes ahora?
Medianoche demoró su respuesta. Se le acababa
de ocurrir que si podía destruir a Helm, también podía recuperar la otra tabla
del castillo de los Huesos. Pero la hechicera no deseaba revelar su idea a
Bhaal a pesar de que él proclamaba su intención de devolver las tablas. Las
treinta horas de sufrimientos en la montura no la habían trastornado tanto como
para creer en las palabras del señor de los Asesinos. No obstante, si su plan
debía funcionar, Medianoche necesitaba conseguir más información.
—Si tengo que matar a Helm para salvar a los
Reinos, entonces lo haré —mintió Medianoche. Si pretendía sonsacar a Bhaal para
sus propios fines, debía hacerle creer que la había convencido—. Pero antes de
aceptar, tendrás que responder a algunas preguntas. Quiero saber si habéis
intentado todas las demás posibilidades.
—Oh, sí, las hemos intentado —contestó Bhaal,
sentándose en la montura.
Medianoche no creyó que las palabras del dios
caído fuesen sinceras, pero simuló aceptarlas de buena fe.
—Los dioses tienen prohibido el acceso a los
Planos, pero no ocurre lo mismo con todos los demás. ¿Por qué no habéis enviado
a un mortal al reino de la Muerte para recuperar la segunda tabla? —preguntó.
Bhaal se quedó boquiabierto sólo por un
instante, pero fue suficiente para revelar su asombro.
—No es algo tan sencillo de hacer —respondió.
A la hechicera no se le pasó por alto la
estupefacción de Bhaal, pero no supo cómo interpretarla. No podía creer que el
señor de los Asesinos y el señor de la Muerte no hubiesen pensado en algo tan
sencillo.
—Responde a la pregunta —exigió Medianoche—.
¿Por qué no habéis enviado a un mortal a buscar la tabla? Debe de haber alguna
manera para que los humanos lleguen al reino de la Muerte.
—Las hay —reconoció Bhaal.
—¿Cuáles son? —preguntó Medianoche. Acomodó la
montura y se sentó en ella, delante de Bhaal.
—Pueden morir —contestó Bhaal, con una sonrisa
insidiosa que retorció el rostro macilento de Deverell.
La joven frunció el entrecejo. Ésa no era la
respuesta que deseaba.
—Puedes intentar forzarme a cooperar
contigo con la amenaza contra la vida de Kelemvor y Adon, pero no podrás
confiar en mí a menos que respondas a estas preguntas. ¿Por qué no habéis
enviado a un mortal en busca de la segunda Tabla del Destino?
Bhaal la estudió durante un buen rato, con una
mirada cargada de malicia. Por fin, miró en otra dirección, y replicó:
—Lo hemos intentado. Lord Myrkul ha enviado a decenas
de sus más leales sacerdotes al castillo de Lanza de Dragón y...
—¿El castillo de Lanza de Dragón? —lo
interrumpió Medianoche. Por lo que ella había oído decir, el castillo de marras
era poco más que una ruina abandonada en el camino a Aguas Profundas.
—Así es —confirmó Bhaal—. Por debajo de él,
hay un —hizo una pausa, como si buscase la palabra adecuada—, un puente entre
este mundo y el reino de la Muerte.
—Entonces, ¿por qué no tenéis ya la otra
tabla? —preguntó Medianoche. Con su mención del castillo de Lanza de Dragón,
Bhaal le había dicho lo que ella deseaba saber: dónde encontrar la entrada al
reino de la Muerte. Ahora era prudente no insistir en el tema, o él descubriría
que se había ido de la lengua.
—Los mortales entran, pero no salen —manifestó
Bhaal, despreocupado—. El reino de la Muerte es un lugar peligroso para los
vivos.
—¿En qué sentido? —preguntó Medianoche, y se
movió incómoda en la silla de montar—. Sin duda, los sacerdotes de lord
Myrkul...
—Ya hemos hablado suficiente acerca del reino
de la Muerte —exclamó Bhaal. Se puso de pie y en su rostro apareció una
expresión de ira—. Tú nos ayudarás, Medianoche, o tus amigos sufrirán
por tu estupidez y obstinación. —La hechicera miró a Bhaal y simuló sorpresa e
indignación, pero mantuvo la boca cerrada. Por la repentina furia del dios
caído, supo que había hecho demasiadas preguntas. Bhaal le señaló el suelo
junto a la montura y gruñó—: Duerme mientras puedas hacerlo. Nos marcharemos
tan pronto como los caballos hayan descansado. —Tras estas palabras, le dio la
espalda y, entonces, se permitió una sonrisa de satisfacción. Hasta el momento,
todo lo relacionado con Medianoche había sido tal como lord Myrkul lo había
anticipado.
Kelemvor mantuvo un
ojo vigilante hacia el bosque en el lado sur de la carretera. Un centenar de
sombras colgaban de las ramas rojizas, dedicadas a chillar furiosas contra una
cosa oscura agazapada en el matorral. Mientras el guerrero las observaba, una
ardilla solitaria saltó desde un árbol y aterrizó en el centro del camino
polvoriento. Tenía las orejas en punta, la cola muy peluda y los ojos más
oscuros que la piel. Allí donde la luz amarilla del sol de la mañana la tocaba,
la piel negra de la criatura la absorbía. El roedor se parecía más a un pequeño
demonio que a una ardilla.
El héroe continuó la marcha sin preocuparse de
la ardilla, que no se movió mientras estudiaba al guerrero y a su caballo con
ojos hambrientos.
—Extrañas criaturas —comentó Adon.
—Desde luego que no parecen naturales —asintió
Kelemvor.
En el interior del bosque, se partió una rama
con un fuerte estampido. El grupo de ardillas situado en los árboles protestó
furioso y saltaron al suelo. Al cabo de unos segundos, un hombre se puso de pie
y comenzó a gritar y a maldecir mientras los animalitos lo atacaban. Kelemvor y
Adon no podían ver al hombre con la suficiente claridad para saber si se
trataba de un cazador o de alguien con motivos menos lícitos para ocultarse en
el bosque.
—Muy malvadas —añadió el guerrero acerca de
las ardillas.
Kelemvor deseó que el clérigo no insistiera en
perseguir al atribulado desconocido. Adon había cogido el hábito de interrogar
a los forasteros, y esto se había convertido en un motivo de irritación para el
héroe. Veinticuatro horas antes, habían encontrado el poni de Medianoche en el
vado de Lindecolina. También habían encontrado los cadáveres de casi una
cuarentena de halflings, y los rastros de las torturas cometidas detrás de la
posada. Si bien no tenían muy claro cómo interpretar todos estos hechos,
Kelemvor y Adon habían llegado a la conclusión de que Medianoche estaba en
manos de Cyric.
Desde aquel momento, habían cabalgado sin
cesar y buscado a su enemigo en todos los campamentos que encontraron a su
paso. Kelemvor estaba harto de esta búsqueda metódica. Sabía que Cyric
aumentaba la ventaja mientras Adon malgastaba el tiempo molestando a honestos
comerciantes. Pero el clérigo estaba convencido de que, por fin, habían dado
con el ladrón.
—¡Vamos a cogerlo! —ordenó.
—No perderé más tiempo —afirmó Kelemvor, sin
hacer caso de la orden—. Cyric está cada vez más lejos, y no lo atraparemos si
nos dedicamos a perseguir leñadores.
—¡Leñadores! —exclamó Adon—. ¿Por qué un
leñador va a estar tan lejos de la ciudad?
—Pues será un cazador —replicó Kelemvor.
—Entonces, ¿estás seguro de que no es un
centinela de Cyric?
—No —dijo Kelemvor—. Pero...
—En este caso, iremos tras él.
—No —insistió el guerrero—. No podemos buscar
a Cyric detrás de cada piedra. ¡Acabaremos por perderlo definitivamente si
continuamos a este ritmo!
—Está bien —dijo el clérigo, consciente de la
sensatez del razonamiento de su amigo, pero convencido de que el prófugo era
algo más que un cazador, añadió—: Los cazadores no se esconden al borde del
camino. Confía en mí.
Kelemvor suspiró resignado. Cada vez le
resultaba más difícil estar por mucho tiempo en desacuerdo con Adon. Con un ojo
atento a las ardillas negras, el guerrero puso su caballo al galope. El animal
de gran alzada se abrió paso entre el matorral sin ninguna dificultad. Una
docena de roedores se descolgaron de los árboles, para atacar al jinete y a su
montura con sus garras y dientes diminutos. El corcel no les hizo caso y
prosiguió su avance mientras Kelemvor se quitaba de encima a las criaturas y
las arrojaba a un lado. Cuando por fin se vieron libres de las ardillas,
estaban en las profundidades de un mundo de sombras multicolores y luz otoñal.
Adon lo siguió de cerca, tras haber superado las molestias de los animalitos.
El hombre que perseguían no se veía por
ninguna parte.
—¿Y ahora qué? —preguntó el guerrero.
—Hemos perdido demasiado tiempo en la
discusión —contestó el clérigo. Sujetó por la piel del cuello a la última
ardilla y la arrojó por los aires—. Ha desaparecido.
A su izquierda, Kelemvor escuchó el ruido
lejano de unos cascos al galope. Sin perder un instante, se puso en marcha en
aquella dirección; indicó a su compañero que lo siguiera. Cuanto antes
consiguiera atrapar al fugitivo, antes podrían volver a la tarea de encontrar a
Medianoche.
Mientras cabalgaba, el guerrero mantuvo el ojo
alerta al suelo. Al cabo de unos minutos, se detuvo. No había visto ni una
pisada, piedras removidas, o ramas recién quebradas que le pudiesen servir de
guía.
—¿Dónde está? —preguntó Adon.
Kelemvor hizo callar a su amigo, y luego
escuchó con mucho cuidado. El ruido del galope se había esfumado. Pero en las
profundidades del bosque, le pareció oír otra cosa: el relincho de un caballo
cansado. Reanudó la marcha con el nuevo rumbo y cabalgó al paso.
—Sígueme... sin hacer ruido —le indicó al
clérigo.
Un minuto más tarde, el guerrero oyó el
murmullo de una voz. Kelemvor desmontó y le dio las riendas a Adon, luego se
adentró en la espesura con la espada en la mano. Avanzó con muchas
precauciones, porque el suelo estaba cubierto de ramas y hojas secas que hacían
casi imposible un avance silencioso.
Por fin, llegó al borde de un pequeño claro,
donde un jinete vestido con la armadura zhentilesa sostenía las riendas de un
caballo exhausto. Junto al jinete estaba un hombre muy alto y con barba negra.
Detrás del caballo y oculto a la mirada del guerrero, había un tercer hombre. A
unos treinta metros a la derecha del trío, siete zhentileses dormían en el
suelo, con las armaduras colocadas junto a ellos.
Kelemvor comprendió que Adon estaba en lo
cierto. El hombre emboscado en la carretera era un centinela.
—¿Estás seguro de que no te han seguido?
—preguntó el hombre de la barba.
—Muy seguro —replicó el centinela.
—No podemos correr riesgos, Dalzhel —dijo el
hombre oculto—. Kelemvor es estúpido, pero a veces tiene rasgos de astucia.
Era la voz de Cyric. El corazón de Kelemvor se
inflamó de furia y excitación.
—¡Estúpido! —murmuró—. ¡Ya veremos
quién es el estúpido cuando mi espada te corte el cuello!
Lo único que impidió al guerrero atacar en el
acto fue que no veía a Medianoche. No podía poner en peligro la vida de la maga
sólo por descargar su ira.
—Despierta a los hombres —le ordenó el ladrón
a Dalzhel.
—Pero si no han alcanzado a dormir tres horas
—protestó el teniente.
—Despiértalos —repitió Cyric, tajante. Se
volvió hacia el centinela y agregó—: Vuelve al sendero por donde has venido, y
asegúrate que los dos hombres no te han seguido.
Mientras Dalzhel y el centinela se alejaban
para cumplir con las órdenes, Kelemvor abandonó su escondite. Tenía la
intención de encontrar al clérigo antes que el centinela. Sin embargo, el
fornido soldado no estaba habituado a moverse entre matorrales. En su prisa por
adelantarse al zhentilés, la vaina de su espada se enganchó en un arbusto y se
oyó un sonido fuerte. El guerrero soltó una maldición y se quedó inmóvil, en la
esperanza de que Cyric y sus hombres no hubiesen escuchado el ruido. Pero
Cyric, Dalzhel y el centinela se detuvieron en el acto y miraron en la
dirección donde se ocultaba Kelemvor.
El héroe comprendió que tenía dos
alternativas: atacar o retirarse. Esta vez, como en tantas otras, escogió la
primera. Salió de un salto de su escondite y atacó. El súbito asalto pilló a
sus oponentes por sorpresa.
Dalzhel fue el primero en cruzarse en el
camino de Kelemvor. El zhentilés no había acabado de desenvainar su espada
cuando el guerrero descargó un mandoble contra su lado desprotegido. El
teniente se adelantó un paso y desvió el golpe con un puñetazo en el codo del
joven.
El impacto casi le arrancó la espada de la
mano. Dalzhel sujetó la muñeca de Kelemvor, quien se liberó y dio un paso
atrás. Este segundo de respiro permitió al zhentilés desenvainar su arma, pero
también dejó al guerrero de los ojos verdes reanudar su ataque.
La escaramuza ocurrió con tanta rapidez que
Cyric y el centinela no habían tenido tiempo de reaccionar. Si no hubiese sido
por la celeridad de reflejos de Dalzhel, Kelemvor habría acabado con la vida de
los tres hombres sin darles tiempo a desenvainar. Sin embargo, acabado el
primer asalto, Cyric y su subordinado desenfundaron sus espadas.
Kelemvor estudió a sus oponentes. No era su
estilo de combate, y fue consciente de que debía luchar con mucho cuidado y
cautela. Dalzhel levantó la espada en una posición de guardia alta, para
incitarlo al ataque. El héroe rehusó el cebo. No tenía ninguna intención de
ponerse al alcance del zhentilés de barba negra.
Mientras Kelemvor y Dalzhel se miraban el uno
al otro, Cyric apartó el caballo del centinela y se mantuvo fuera del radio de
acción de la espada del guerrero. El guardia avanzó por la derecha y se detuvo,
demasiado cerca para el gusto del joven.
—¡Kel, amigo mío! —dijo Cyric—. Te presento a
Dalzhel. En solitario, podría ser tu rival. Pero con una diferencia de tres a
uno...
Mientras Cyric fanfarroneaba, Kelemvor acortó
la diferencia. Su espada se movió como el rayo, y, de un tajo, abrió el abdomen
del centinela. Con un terrible grito de dolor, el hombre retrocedió un par de
pasos y se desplomó.
—Dos a uno —le corrigió el joven. Una vez más,
se puso en guardia.
En el bosque, junto a los caballos, Adon oyó
el grito del centinela herido. Ató las riendas del animal de su amigo a una
rama, recogió su maza y clavó las espuelas a su cabalgadura.
Dalzhel dejó que su enfado apareciese por un
segundo en su rostro. Advirtió que Kelemvor era un rival muy peligroso. Cyric
haría bien en no entrometerse en esta pelea y dejar que él se encargara de la
lucha. Pero el fornido teniente no se atrevió a manifestarlo. Cyric tenía
demasiada vanidad para aceptar la sugerencia.
Por el rabillo del ojo, Kelemvor vio que los
siete zhentileses se habían despertado. En estos momentos, procedían a
colocarse los cascos y a recoger sus armas. Sin perder de vista ni por un
segundo a Dalzhel, el guerrero le preguntó a Cyric:
—Antes de que te mate, dime dónde está Medianoche.
—Si has venido a buscarla, morirás en vano
—respondió Cyric, con una mueca de burla en su rostro—. Tú, Dalzhel y yo juntos
no podríamos salvarla.
En aquel instante, Adon llegaba al claro. A su
derecha, Kelemvor se enfrentaba a Cyric y a otro hombre. En el centro del
campo, siete zhentileses se preparaban para acudir en auxilio del ladrón. El
clérigo decidió asegurarse de que no llegaran a su destino. Sabía que su
compañero en muchas ocasiones había salido airoso de compromisos frente a dos
rivales, pero una proporción de ocho o nueve contra uno era demasiado, incluso
para Kelemvor. Espoleó su montura y atacó.
Tan pronto como Kelemvor escuchó la llegada de
Adon, lanzó una nueva carga e hizo retroceder a Dalzhel con una serie de
terribles estocadas. Cyric hizo una finta contra el costado del joven, pero
éste detuvo el golpe sin problemas, y derribó al ladrón de un puntapié en el
estómago.
Mientras tanto, Adon aplastó un par de cabezas
en su primera pasada por el campamento zhentilés. Al llegar al borde del claro,
hizo girar a su caballo y volvió a cargar. Sin embargo, esta vez los soldados
lo esperaban dispersos. En el último instante, Adon se desvió hacia la
izquierda. El blanco del clérigo levantó la espada para detener el mazazo, pero
el impulso del caballo superó sus defensas. La espada voló por los aires, y la
maza aplastó las costillas de la víctima. Un segundo zhentilés resultó
pisoteado por los cascos del animal. Un instante después, caballo y jinete otra
vez estaban lejos.
Al otro lado del claro, tan pronto como
Kelemvor apartó a Cyric de una patada, Dalzhel lanzó una estocada contra el
abdomen del guerrero. Kelemvor contuvo el golpe con su espada, pero de repente
el pie de Dalzhel apareció en medio de la nada y le propinó un puntapié en la
cabeza. El joven lo vio todo negro y le flaquearon las rodillas; cayó sobre su
lado derecho, e intentó separarse del teniente.
Mientras Kelemvor se desplomaba, Adon
caracoleó con su caballo para hacer otra pasada contra los zhentileses. Los
tres hombres permanecían acurrucados, con el terror pintado en el rostro.
—¡Largaos de aquí! —gritó el clérigo,
espoleando a su corcel.
Los tres zhentileses se miraron entre sí sin
saber qué hacer, y después contemplaron los cuerpos de sus compañeros muertos o
heridos. Luego, dieron media vuelta y echaron a correr. Adon los siguió la
distancia suficiente para estar seguro de que no volverían. No se le había
ocurrido la posibilidad de que Kelemvor pudiese estar en peligro.
En realidad, Kelemvor estaba a punto de morir.
Se alejó de Dalzhel pero chocó contra las piernas de Cyric. Al momento, el
ladrón apretó la punta de su espada contra la garganta del guerrero y la
mantuvo allí. Kelemvor no se movió, a la espera de lo que Cyric fuese a decir.
Pero el ladrón permaneció en silencio,
mientras buscaba en los ojos de su ex amigo alguna manifestación de miedo. Para
su desilusión, el rostro del guerrero traslucía ira y odio, pero no miedo. Si
bien Cyric no tuvo más remedio que admirar el valor de su antiguo aliado, no lo
consideró motivo suficiente para perdonarle la vida.
Kelemvor vio que la mirada de Cyric se hacía
más dura y comprendió que el ladrón se disponía a matarlo. El guerrero movió la
mano izquierda y propinó un golpe en la muñeca de su rival, que lo obligó a
apartar la espada de su garganta. La hoja rozó el cuello de Kelemvor, pero no
brotó la sangre. Al mismo tiempo, el joven se giró sobre un costado y descargó
sus dos pies contra los tobillos de Cyric, quien cayó a tierra.
Mientras Kelemvor luchaba por salvar su vida,
Adon decidió que los tres zhentileses no volverían. Dirigió su caballo hacia el
otro lado del claro, justo a tiempo para ver caer a Cyric, y luego cómo
Kelemvor se apartaba. Dalzhel corrió en ayuda de su comandante caído, pero el
guerrero de ojos verdes chocó contra los pies del zhentilés. El héroe abrazó
las piernas del teniente. Dalzhel cayó, y, sin dejar de insultarlo, comenzó a
golpear la espalda del joven con el mango de su espada.
Adon puso su caballo al galope en el momento
en que Cyric volvía a levantarse.
Kelemvor había conseguido tumbar a Dalzhel,
pero no era rival para el hombre de la barba en un combate cuerpo a cuerpo. No
sólo era el zhentilés más fuerte, sino que tenía mucha más experiencia como
luchador. Dalzhel consiguió situarse sobre la espalda del guerrero, y le rodeó
la garganta con los brazos. El joven intentó ponerse de costado al tiempo que
tiraba del brazo de su contrincante, pero no pudo deshacer la llave
estranguladora.
Cyric se sumó a la lucha antes que el clérigo.
El ladrón comenzó a rondar a la pareja que se debatía en el suelo, a la espera
de una oportunidad para clavar la espada en la espalda de Kelemvor. Un momento
más tarde, llegó Adon, y Cyric se giró para hacerle frente. Adon se detuvo a
unos seis metros y no atacó. El hecho de estar montado le daba ventaja, pero
también le impedía elegir su blanco. Si golpeaba desde la silla, tanto podía
matar a Cyric como aplastar bajo los cascos a su compañero o al soldado
zhentilés.
—¡Suéltalo! —gritó Adon, con la maza en alto.
Dalzhel miró a Cyric para saber cuáles eran
sus órdenes. El ladrón le hizo una señal con la cabeza, y el fornido soldado
continuó con la presión en el cuello de su rival.
Cyric, al ver que Adon había matado o puesto
en fuga al resto de sus hombres, comentó:
—Bueno, parece que esta lucha ha quedado
reducida a nosotros cuatro.
—Te garantizo que no saldrás con vida, Cyric.
Suelta a Kelemvor y dime dónde está Medianoche.
Cyric tuvo un ataque de risa histérica,
producto de la ironía de la situación. Mientras él, Adon y Kelemvor luchaban,
Medianoche se enfrentaba a un peligro mucho más grande que la muerte.
—¿Qué ocurre? —preguntó Adon—. ¿Qué has hecho
con ella?
—¿Yo? —dijo Cyric, cuando consiguió dominar la
risa—. Yo no le he hecho nada. La tiene Bhaal, y ahora que estamos a punto de
matarnos entre nosotros, se quedará con ella.
—¡Bhaal! —gritó Adon—. ¡Mientes!
—¿La ves por alguna parte? —replicó Cyric. Con
un ademán recorrió el área del claro—. No miento. Todos la hemos perdido.
Al escuchar estas palabras, Dalzhel aflojó la
presión de la llave, pero no separó los brazos. La afirmación de Cyric le había
hecho comprender que esta pelea no tenía sentido. Ninguno de los dos bandos
tenía a Medianoche o la tabla, y no veía ningún provecho en matar o morir por
una venganza inútil.
—Sé que soy un extraño en este asunto —dijo el
teniente, con la mirada puesta en Adon y su maza—. Pero no tengo ninguna prisa
en morir, que es lo que le va a ocurrir al menos a tres de nosotros.
Nadie se preocupó en discutir. Dalzhel y Cyric
tenían una ventaja clara sobre Kelemvor, pero tan pronto como mataran al
guerrero no habría nada para impedir el ataque de Adon. A partir de aquel
momento, nadie podía anticipar cuál sería el resultado, pero el zhentilés
sospechaba que él o Cyric acabarían muertos.
—Y si morimos tres de nosotros, ninguno
conseguirá lo que desea —añadió—. El superviviente, si es que queda uno, no
estará en condiciones para rescatar a la mujer de las manos de Bhaal.
—¿Y qué propones? —jadeó Kelemvor.
—Tú y tu amigo sois buenos guerreros —afirmó
Dalzhel—. También lo somos nosotros dos. Juntos, tendríamos una oportunidad
para derrotar al señor de los Asesinos, pero...
—Antes prefiero morir aquí —exclamó Kelemvor,
medio ahogado, sin dejar de luchar para librarse de la llave del zhentilés.
—Una idea excelente —replicó Cyric—. Pero ¿en
qué medida le es útil a Medianoche? Si Dalzhel te mata, Adon lo matará a su vez
y...
—Primero te mataré a ti —lo interrumpió el
clérigo.
—Estoy seguro que lo intentarás —dijo Cyric,
con una mirada furiosa—. Pero ¿qué le pasará a Medianoche? No importa quién
mate a quién, Bhaal se quedará con ella y la tabla. ¿Es eso lo que quieres?
Las palabras de Cyric hicieron efecto en
Kelemvor. No confiaba en el ladrón, pero por el momento esto no tenía
importancia. Él estaba a punto de morir, con lo cual no podría salvar a
Medianoche. La propuesta del teniente le daba la oportunidad de poder ayudarla.
Sólo debía estar preparado para la inevitable traición de Cyric.
—¿Qué dices a eso, Adon? —preguntó Kelemvor.
El rostro de Cyric reflejó su sorpresa. El
ladrón tenía muy poco respeto por las opiniones del clérigo, y cuando los tres
habían viajado juntos, Kelemvor había sido del mismo parecer.
—¿No me digas que ahora este tonto piensa por
ti? —exclamó el ladrón de nariz aguileña, con toda la burla de que fue capaz.
Kelemvor no le hizo caso y esperó la respuesta
de Adon. Cyric añadió:
—Oh, sí. Venga, amigo Adon. Tengamos una
tregua hasta que recuperemos a Medianoche. Luego dejaremos que ella escoja a su
propia compañía.
En otros tiempos Adon habría aceptado la
propuesta tal como se la ofrecían. Pero ya no era la misma persona ingenua que
había conocido el ladrón. No obstante, la proposición de Dalzhel y Cyric
parecía la única esperanza de volver a ver a Medianoche.
—Aceptamos —respondió Adon—. Pero sé que no
mantendrás tu palabra. —El clérigo hizo una pausa y miró al ladrón directamente
a los ojos—. Como te dije una vez en el Ashaba, Cyric, te conozco por lo que
eres. No pienses ni por un instante que abandonaremos la guardia.
—Entonces, queda acordado —exclamó Cyric, muy
deprisa, sin hacer caso de los comentarios de Adon. Se volvió hacia Dalzhel—.
Deja que Kelemvor se levante. Debemos prepararnos para cabalgar con nuestros
amigos...
—No somos amigos —lo interrumpió el guerrero,
mientras se hacía un masaje en la garganta.
—Como quieras —aceptó Cyric, con una débil
sonrisa.
Por su parte, el teniente zhentilés recuperó
su espada, la envainó y luego se volvió hacia Kelemvor.
—Feliz encuentro. Que nuestras espadas fallen
antes de volverse a cruzar.
A Kelemvor, el arcaico saludo de los
mercenarios le pareció tristemente apropiado. Una vez más, el guerrero se
encontraba a sí mismo dedicado a perseguir una meta incierta con camaradas en
los que no podía confiar, como le había ocurrido cuando ayudó a lord Galroy a
«recuperar» varias manadas de caballos «robados» de manos de los honestos
rancheros de Kulta. Igual como los otros centenares de misiones en las que
había actuado a sueldo antes de librarse de la maldición. El joven envainó su
propia espada, y contestó:
—Pero sólo después de habernos roto las
espaldas con el peso del botín.
Para completar el saludo con la señal de
respeto tradicional, los dos hombres se sujetaron por las muñecas y se dieron
un fuerte tirón de brazos. Kelemvor no pasó por alto que el apretón de Dalzhel
había sido tan fuerte como firme.
10
El puente del Jabalí
Los cuatro jinetes, Cyric, Dalzhel, Adon y
Kelemvor, detuvieron sus caballos en la cresta del risco. Después de tres días
de cabalgar con dureza, su frágil alianza se mantenía intacta.
Era una noche sin luna. Pero las nubes, que no
dejaban de formar una gran variedad de figuras geométricas, mostraban una
incandescencia lechosa. Esto producía luz plateada y cambiante que iluminaba la
tierra con un resplandor crepuscular.
El risco se abría a las temblorosas corrientes
del río Aguas Sinuosas. Por delante y a la izquierda de la compañía, cinco
arcos de piedra cruzaban el río: el puente del Jabalí. En la otra orilla, los
restos de un poblado de nómadas aparecían a ambos lados del camino. Ahora, todo
lo que quedaba eran cicatrices de los incendios, los cuerpos de unos cuantos
caballos quemados y los cimientos negros de hollín de los dos únicos edificios
permanentes de la ciudad. Más allá de los restos, se veía la hierba alta como
un hombre que cubría la llanura aluvial.
Kelemvor ni siquiera pensó en los
acontecimientos que habían acabado con el poblado de nómadas. En estos tiempos
de caos, resultaba aceptable cualquier explicación.
—Los caballos alados están allí —dijo Adon,
señalando a un punto a unos treinta metros al este del puente. Dos pegasos
volaban en círculo.
—Entonces, adelante —ordenó Dalzhel, con voz
áspera. Clavó las espuelas a su cabalgadura y avanzó.
Diez minutos antes, cuando habían visto por
primera vez a los pegasos, los cuatro habían discutido si era prudente
perseguir a los caballos alados. El clérigo había ganado la discusión, al
afirmar que los pegasos eran tan inteligentes como los hombres y podían haber
descubierto algún rastro de Medianoche y Bhaal.
Ocultos a la vista de los cuatro jinetes,
aquellos a quienes buscaban permanecían escondidos entre las ruinas incendiadas
más próximas a ellos. Medianoche dormía, atada y amordazada, con la cabeza
apoyada en las alforjas con la tabla. Bhaal observaba el vuelo de los pegasos,
y su mirada revelaba su ansia por acabar con ellos.
Por fin, el señor de los Asesinos no pudo
resistir más la tentación. Decidió perseguir a los caballos alados. Si
Medianoche intentaba escapar mientras él estaba ausente, mucho mejor. De
acuerdo con el plan de Myrkul, tenía que dejarla escapar cerca del castillo de
Lanza de Dragón, pero Bhaal no veía ningún riesgo en permitirle huir un poco
antes. Pensó en llevarse la tabla con él, pero decidió que era mejor no
hacerlo. Si al despertar la maga no la veía, se daría cuenta de que le había
mentido acerca de que era inservible. Además, le estorbaría mientras cazaba.
Los pensamientos de Bhaal fueron interrumpidos
por el relincho de un caballo entre los matorrales. Los pegasos todavía se
mantenían en el aire, pero él estaba seguro de que el sonido se había producido
en el suelo. Esto sólo podía significar que había alguien cerca. Sin hacer
ningún ruido, el señor de los Asesinos abandonó las ruinas y desapareció entre
la hierba alta.
Un minuto después, cuando se convenció de que
Bhaal se había marchado, Medianoche abrió los ojos. Se sentó y comenzó a
retorcer las manos contra las ligaduras. La hechicera había hecho lo mismo en
todas las ocasiones posibles, y finalmente consiguió aflojar las correas de
cuero lo suficiente para desatarse.
Mientras tanto, a unos centenares de metros,
el caballo de Dalzhel reculó en el borde de una riera seca. En la orilla
opuesta, algo se movió entre los arbustos espinosos. El teniente desenvainó su
espada, en el momento en que la figura de un hombre saltó desde el otro lado.
El caballo se encabritó, y descargó un golpe con sus patas delanteras. Se
escucharon dos estampidos secos cuando los cascos hicieron blanco en el
agresor.
La forma oscura gruñó, y luego atrapó una de
las patas del caballo. Sonó un ruido a hueco, y después el sonido horrible de
los tendones y cartílagos al romperse. Cuando el pobre animal comenzó a caer,
con un relincho de terror y sufrimiento, le faltaba la pata. Dalzhel desmontó
de un salto para no quedar aplastado debajo de su montura.
Al otro lado del caballo caído estaba la
figura de Kae Deverell. Apenas parecía humano. Su cuerpo estaba hinchado y la
piel tenía una textura grisácea que resultaba aún más repugnante con la luz
plateada de las nubes iridiscentes. Al haber sido tratado sin la menor
consideración, el cuerpo estaba cubierto de heridas y golpes de pies a cabeza.
Un olor nauseabundo flotaba en el aire alrededor del avatar.
De inmediato, los cuatro jinetes comprendieron
que habían encontrado a Bhaal, o, mejor dicho, que Bhaal los había encontrado a
ellos. Con un esfuerzo, Kelemvor dominó la náusea, clavó las espuelas a su
corcel y enarboló la espada. Por su parte, el señor de los Asesinos levantó los
puños y salió al encuentro del atacante. El guerrero soltó las riendas y se
sujetó del pomo de la silla con la mano libre para poder agacharse a la altura
de Bhaal.
Chocaron con gran estrépito y la espada de
Kelemvor se hundió en la carne putrefacta. Sin embargo, el puñetazo de Bhaal
también hizo blanco. El joven salió disparado de la montura y aterrizó de
espaldas. El impacto lo dejó sin resuello.
Cyric fue el siguiente en atacar; saltó por
encima del cuerpo de Kelemvor en el momento en que éste tocó el suelo. La
espada del ladrón relampagueó en la semioscuridad. Se oyó un siseo agudo cuando
la hoja roja tocó al avatar. Bhaal soltó un rugido de furia y se volvió. El
señor de los Asesinos clavó su mano en la piel del animal, y de un tirón
arrancó una larga tira de piel y carne del flanco del caballo, que aterrorizado
desmontó al ladrón. Bhaal aprovechó la caída de Cyric para retirarse a la
espesura del otro lado de la riera.
Adon espoleó a su caballo, y estuvo en un tris
de aplastar a Kelemvor, quien intentaba ponerse de pie. Los cascos del animal
tocaron el suelo junto a la nariz del guerrero, para luego galopar en pos de
Bhaal. El caballo del clérigo se metió en la espesura, pero al cabo de unos
metros, cuando estaba a punto de detenerse al no poder superar el escollo de
los arbustos espinosos, pisó en falso y rodó por la abrupta ladera. Adon salió
despedido y aterrizó cuan largo era en el fondo del cauce seco.
Cuando el clérigo y sus compañeros se
recuperaron, Bhaal ya había desaparecido. Los caballos de Kelemvor y Adon se
movían nerviosos por el fondo de la riera seca, y no había señales de la
montura de Cyric. El animal de Dalzhel yacía en el suelo sin dejar de relinchar
de dolor. Le faltaba parte de la pata izquierda, y se veía el hueso blanco y
redondo de la rodilla. El teniente se acercó por detrás a la bestia herida, y
con un golpe de espada puso fin a sus sufrimientos.
—Ningún animal tendría que enfrentarse a algo
como eso —dijo.
—Ni tampoco ningún hombre —replicó Adon—. Pero
aquí estamos.
Un instante después, Cyric se unió a ellos. La
mirada del ladrón brillaba de entusiasmo, y la hoja de su espada corta mostraba
un color rojo muy fuerte.
—Dalzhel, ocúpate de la vanguardia. Kel, Adon,
id por los flancos. Lo sacaremos de su escondrijo —ordenó el ladrón.
—Y luego ¿qué? —preguntó Dalzhel.
El gigante zhentilés parecía un hombre sensato
y no del todo malo, y a Kelemvor le resultaba difícil entender por qué obedecía
las órdenes de Cyric. A lo largo de los tres días que habían cabalgado juntos,
el guerrero había tomado un cierto aprecio al teniente.
—¡Mataremos a Bhaal, desde luego! —afirmó
Cyric.
—Estás loco —intervino Kelemvor.
—¿Loco? —exclamó Cyric, girándose para mirar
al guerrero. Levantó la espada, con mucho cuidado para no parecer que le
amenazaba. Sólo pretendía que Kelemvor viera la hoja—. ¿Loco?... quizá. Pero,
con esto, herí a
Bhaal. Te lo puedes creer, ¡herí a un dios!
—Lo obligamos a escapar —dijo Adon—, eso es
todo. —Recogió una cosa de la arena, y la mantuvo en alto para que los demás
pudieran verla. Era una cosa sucia y deforme: una mano amputada a la altura de
la muñeca—. Podemos cortar al avatar en mil pedazos, pero jamás conseguiremos
matar a Bhaal.
—No —insistió Cyric—. Yo puedo destruirlo. ¡Sé
que puedo!
—Tal vez consigamos matar a Bhaal, o tal vez
no —protestó Kelemvor—. Pero no hemos venido hasta aquí con ese propósito.
Hemos venido a buscar a Medianoche.
—¡Mirad! —gritó Adon, señalando hacia el
cielo. Las nubes habían formado una masa de rombos perfectos, pero eso no era
el motivo de su excitación. Los pegasos se alejaban—. ¡Se van! Han tenido que
ver a Bhaal.
—Tenemos que darnos prisa —afirmó Kelemvor.
—¿Por qué? —preguntó Dalzhel—. Adon acaba de
decir que no...
—Bhaal tiene a Medianoche y la tabla. Puede
ser que en estos momentos haya emprendido la marcha —lo interrumpió el guerrero
de ojos verdes.
No había acabado Kelemvor de pronunciar estas
palabras, cuando Cyric ya estaba casi al otro lado de la riera. En un instante,
el guerrero le dio alcance. Adon y Dalzhel no tuvieron más opción que ir tras
ellos.
En la otra orilla, se dividieron en dos
grupos. Dalzhel y Cyric tomaron por el lado izquierdo, y Adon y Kelemvor por el
derecho. Las dos parejas no tardaron en perderse de vista en medio de la
espesura. El guerrero y el clérigo se movieron con todo el sigilo posible, para
ocultar su posición tanto de Cyric como de Bhaal. Medianoche debía de estar en
algún lugar cercano. Si el ladrón la encontraba primero, se volvería contra
ellos en el acto. Por lo tanto, intentarían dificultarle las cosas al máximo.
El grito de sorpresa de Dalzhel anunció que él
y Cyric habían encontrado al señor de los Asesinos. Kelemvor y Adon fueron en
dirección al lugar donde había sonado el grito, tan deprisa como pudieron, sin
hacer ruido. Cuando por fin llegaron al escenario de la batalla, Kelemvor se
quedó pasmado ante el espectáculo. El enorme corpachón de Dalzhel pasó a toda
carrera a unos metros por delante de él, su coraza negra resplandeciente con la
luz plateada de las nubes. Bhaal sólo estaba a cuatro pasos detrás del teniente
zhentilés. Luego pasó Cyric, sin hacer el menor ruido, buscando el momento
oportuno para atacar por sorpresa.
Kelemvor dio un paso adelante dispuesto a
intervenir, pero Adon se apresuró a sujetarlo por un brazo.
—Deja que ellos se encarguen de Bhaal.
Nosotros debemos encontrar a Medianoche —susurró el clérigo.
Sin previo aviso, Bhaal se detuvo y giró para
enfrentarse a su perseguidor. Descargó un golpe con el muñón, seguido por un
revés con la otra mano. Cyric a duras penas consiguió evitar los golpes;
contraatacó con un feroz mandoble, y dio un paso atrás.
Dalzhel por fin advirtió que el señor de los
Asesinos ya no corría en su persecución y que ahora atacaba a su comandante. De
inmediato, retrocedió deprisa pero también con cautela, y se situó a espaldas
de Bhaal.
El dios caído ignoró la presencia del teniente
y avanzó hacia Cyric. Toda su atención parecía estar puesta en la espada roja,
como si fuese su único objetivo. El ladrón se detuvo, y luego lanzó un ataque
mal calculado. Bhaal evitó la estocada, pero Cyric alcanzó a propinarle una feroz
patada en las costillas.
Bhaal no cayó. En cambio, sujetó la pierna de
Cyric y sonrió. Al recordar cómo le había arrancado media pata al caballo de
Dalzhel, el ladrón se retorció al tiempo que se arrojaba de cabeza al suelo.
Por fortuna, Cyric alcanzó a librar la pierna y aterrizó con una voltereta.
Bhaal hizo una mueca y avanzó, en el preciso momento en que el oficial
zhentilés se disponía a descargar su mandoble.
Poco dispuesto a perder tiempo en ponerse de
pie, Cyric continuó con los tumbos. Bhaal lo siguió tres pasos más allá, a la
espera de atacar en cuanto el ladrón dejara de rodar.
—¡Necesitan nuestra ayuda! —susurró Kelemvor.
—¿Crees que ellos nos ayudarían? —protestó
Adon.
—No, pero...
—Conserva tus fuerzas —insistió el clérigo—.
Ya sea Bhaal o Cyric, no hay ninguna duda de que tendremos que matar al
ganador.
Si Cyric hubiese sido el único rival del señor
de los Asesinos en este combate, Kelemvor habría acatado los deseos de su amigo
sin vacilar. El ladrón merecía morir. Pero hasta ahora, Dalzhel se había
comportado con toda honestidad. A Kelemvor no le agradaba estar de espectador
mientras el teniente zhentilés arriesgaba el pellejo.
Consciente de los pensamientos de su
compañero, Adon le sugirió un motivo mejor para permanecer apartado de la lucha.
—Ahora tenemos nuestra mejor oportunidad para
rescatar a Medianoche; mientras Cyric mantiene ocupado a Bhaal —dijo.
—Entonces, vamos a buscarla —asintió el
guerrero, con un suspiro.
Adon comenzó a arrastrarse para rodear a los
combatientes.
A sólo unos sesenta metros, Medianoche había
conseguido por fin librar una mano de sus ligaduras. Unos pocos momentos antes,
había oído un grito entre los matorrales y supo que Bhaal había atacado a
alguien. Si bien no sabía quién podía ser la víctima, la hechicera deseaba
acudir en su ayuda. Se quitó las correas de cuero y la mordaza, colocó con
mucho cuidado las alforjas sobre el hombro lastimado, y luego espió por encima
de los cimientos.
Mientras se arrastraba, Kelemvor fue incapaz
de no hacer una pausa y mirar las alternativas de la lucha. Dalzhel había
conseguido alcanzar a Bhaal y, en aquel momento, descargaba la espada con todas
sus fuerzas. Con un silbido, la hoja cortó el aire en línea recta al cuello del
avatar.
El señor de los Asesinos se apartó sin
problemas, y se volvió contra el zhentilés. Levantó el muñón, y clavó el hueso
en el hombro del soldado. Dalzhel dio un grito de agonía y soltó la espada,
pero no se desplomó ni retrocedió. En cambio, dio un paso adelante para luchar
cuerpo a cuerpo contra el dios mientras que, con la mano izquierda, intentaba
arrancarle los ojos.
Cyric sacó buen partido de la distracción de
su rival. Se puso de pie y avanzó hacia Bhaal. Una vez más, el avatar le daba
la espalda. El ladrón levantó su espada y cargó, aprovechando que el dios caído
tenía toda su atención puesta en Dalzhel.
Kelemvor se vio arrancado de su contemplación
por la mano del clérigo que le sacudió el hombro.
—¿Quién será aquél? —preguntó Adon.
El clérigo señaló una silueta oscura que se
arrastraba de rodillas hacia la batalla. Debido a la densidad de la espesura y
la poca luz, Kelemvor no consiguió ver quién era, o si se trataba de un hombre
o una mujer.
—No lo sé —respondió en voz baja—. Pero sin
duda, está interesado en esta pelea. —Una vez más, miró a los combatientes.
Cyric estaba detrás de Bhaal. El ladrón
descargó una estocada con la fuerza suficiente para hendir al avatar hasta el
esternón. Pero Bhaal lo había descubierto y, tras librarse fácilmente del
abrazo de Dalzhel, se apartó de un salto. El dios de los Asesinos sujetó el
brazo de Cyric, y aprovechó el impulso del ladrón para lanzarlo en medio del
matorral, a unos tres metros de distancia.
Mientras Cyric volaba por los aires, Dalzhel
recuperó su espada y la hundió entre las costillas del avatar. Bhaal soltó un
gruñido y propinó un puntapié en el estómago del zhentilés. Dalzhel dio un paso
atrás y cayó con gran estrépito.
El señor de los Asesinos arrancó la espada del
teniente de su herida como quien quita una espina, y la arrojó a un costado.
Luego saltó sobre el cuerpo de su oponente, y le clavó el muñón en la garganta.
Dalzhel soltó un grito, y murió.
Cyric se levantó de un salto, y sacudió la
cabeza. Había escuchado el grito de su lugarteniente y comprendió que Bhaal lo
había matado. Ni por un instante sintió pena, pero sí una sensación de vacío en
la boca del estómago. Dalzhel había sido un ayudante de gran valía, y el ladrón
echaría de menos sus servicios.
También Medianoche cuando escuchó el alarido
supo que Bhaal había vuelto a matar. Entonces, entre los arbustos, vio que el
avatar se levantaba y avanzaba hacia otra víctima. La hechicera no podía ver
quién era el oponente, porque la luz plateada era demasiado débil para mostrar
su cara a esa distancia. Pero Medianoche no estaba dispuesta a abandonarlo a
manos del dios caído.
La maga invocó el hechizo del rayo. Desde que
había aprisionado a Bhaal en Cuerno Alto, no había vuelto a tener éxito en la
utilización de la magia. No tenía ninguna razón para creer que esta vez
funcionaría, pero le daba lo mismo. No tenía otros medios para ayudar a las
víctimas del dios, y si no hacía nada, el señor de los Asesinos las mataría de
todas maneras. Tan pronto como los gestos y las palabras adecuadas aparecieron
en su mente, Medianoche se puso de pie y apuntó sus manos hacia el avatar.
Adon y Kelemvor vieron cómo se levantaba la
silueta, y luego escucharon una voz femenina que recitaba la fórmula de un
hechizo.
—¡Magia! —Los dos hombres pronunciaron la
palabra al mismo tiempo, y, sin perder un segundo, aplastaron sus cuerpos
contra el suelo. No sabían qué podía ocurrir, pero ambos estaban seguros de que
sería peligroso.
Medianoche acabó de recitar las palabras
mágicas y brotó un rayo de su dedo. De repente, el rayo se convirtió en una
brillante bola de luz. La esfera resplandeciente se elevó sobre el matorral, y
quedó suspendida en el aire a espaldas de Kelemvor y Adon como si fuese una
estrella diminuta. El globo de luz iluminó el suelo en un radio de casi cien
metros con tanta claridad como el sol de mediodía.
Los dos amigos reconocieron al instante a la
hechicera de cabellos oscuros.
—¡Medianoche! —gritaron al unísono, poniéndose
de pie.
Bhaal y Cyric también notaron la aparición del
pequeño sol, pero no pudieron ver al autor del fenómeno. El globo estaba entre
ellos y Medianoche. Lo único que veían era un círculo de luz brillante.
Cyric soltó un improperio, y volvió toda su
atención al avatar. Ignoraba la causa de la luz, pero tenía muy claro que, sin
la ayuda de su teniente, ya no era rival para el señor de los Asesinos. No
perdió tiempo en maldecir a Kelemvor y al clérigo por haberlo abandonado. Sabía
que había sido un tonto en confiar en que vendrían en su ayuda.
Después de mirar al sol en miniatura por un
instante, Bhaal se volvió sin prisa hacia el ladrón y avanzó. Cyric descargó un
mandoble. Bhaal esquivó el golpe y apartó la espada de un manotazo. El ladrón
intentó darle una patada, para mantenerlo apartado. El avatar frustró el
intento, acortó la distancia, y golpeó la mandíbula de su oponente con un puño
tan duro como una roca.
A Cyric le silbaron los oídos y le dio vueltas
la cabeza. Quiso mover la espada, pero Bhaal lo golpeó otra vez. El ladrón notó
que se le aflojaban las rodillas. El señor de los Asesinos le propinó un tercer
golpe en la barbilla, luego otro en el estómago, y prosiguió con el castigo
hasta que Cyric soltó la espada y cayó al suelo casi sin sentido.
Mientras Bhaal apalizaba a Cyric, Adon y
Kelemvor corrieron hacia Medianoche. La bola de luz flotaba a sus espaldas, y
su intensidad hacía que sus rostros no fuesen más que manchas negras. Pero no
tenía importancia. Medianoche reconoció sus voces y corrió a reunirse con sus
amigos.
—¿Cómo habéis hecho para encontrarme? —gritó
la maga, mientras abrazaba a Kelemvor. Le hizo dar la vuelta para que la luz
del sol en miniatura le alumbrara el rostro—. No importa. Me alegro tanto de
volver a veros. Estoy tan feliz de que todavía estéis...
La hechicera se interrumpió en mitad de la
frase. Estaba a punto de decir «vivos», y eso hizo volver sus pensamientos
hacia la persona que se enfrentaba a Bhaal. Todavía no le había visto la cara.
Incapaz de apartar su mirada del rostro de Kelemvor, señaló con el pulgar por
encima del hombro, y preguntó:
—¿Quién es el que lucha con Bhaal?
Kelemvor y Adon miraron hacia el lugar donde
se desarrollaba el combate, con los ojos entrecerrados para protegerlos del
resplandor del pequeño sol.
—Es Cyric. Estamos otra vez juntos...
—respondió el guerrero.
—¿Juntos? —Medianoche frunció el entrecejo.
—Es una historia muy larga —contestó Adon—.
Ahora no hay tiempo para explicaciones...
El sol en miniatura aumentó la intensidad de
su luz, y produjo un dolor muy agudo en los ojos de los dos compañeros. Luego
sonó un trueno y la onda expansiva los hizo caer al suelo.
Después del súbito relámpago, la espesura
quedó sumergida una vez más en penumbra. Sólo la incandescencia plateada de las
nubes geométricas alumbraba el matorral. Bhaal dejó caer el cuerpo vapuleado y
sangriento de Cyric, y miró hacia donde había estado el globo de luz.
Quince metros más allá, Medianoche se puso de
pie con mucho esfuerzo, pero sus dos compañeros permanecieron tendidos con las
manos sobre los ojos.
—Has escapado —le gritó Bhaal a la hechicera—.
Tendré que castigarte por lo que has hecho.
Sin responder, Medianoche miró a Bhaal,
después al cuerpo caído del ladrón, y otra vez al avatar. Sin apartar la mirada
del señor de los Asesinos, recuperó las alforjas del lugar donde habían caído,
y las acomodó sobre el hombro. Luego, ordenó a sus amigos:
—¡Levantaos!
Pero Kelemvor y Adon habían sufrido las
consecuencias directas del estallido de la bola. Cuando abrieron los ojos, no
vieron otra cosa que un resplandor blanco.
—¡Estoy ciego! —gritó el guerrero.
—¡Yo tampoco puedo ver! —gimió el clérigo, a
su izquierda.
—¡Entonces, cerrad la boca! —exclamó
Medianoche—. No llaméis la atención sobre vosotros.
La hechicera no tenía necesidad de
preocuparse. Bhaal tenía su mente ocupada en otras cosas. Jamás había imaginado
que, tras librarse de sus ligaduras, Medianoche no escaparía en el acto. Ahora
tendría que volver a capturarla o la mujer sospecharía que la había dejado
huir. Si despertaba su suspicacia, ella podría descubrir cuáles eran las
verdaderas intenciones de los dos dioses. Bhaal caminó hacia Medianoche.
—Quédate donde estás —le avisó la hechicera.
—¿Por qué? —replicó Bhaal, burlón—. No tienes
poder para matarme... todavía.
El resplandor blanco delante de los ojos de
Kelemvor pasó a gris. Tal vez la ceguera era sólo temporal.
—Tenemos que hacer algo —susurró Adon. Había
recuperado lo suficiente la visión para poder distinguir una sombra que se
movía hacia Medianoche.
—¿Qué? —preguntó el guerrero.
—Atacar. Quizá Medianoche...
—No podemos. ¡Todavía estoy ciego!
Adon no respondió, consciente de que Kelemvor
tenía razón. Al no poder ver con claridad, sólo serían un estorbo.
Mientras el señor de los Asesinos avanzaba
hacia la mujer, Cyric comenzó a moverse. El ladrón no podía creer que todavía
estaba vivo, porque los últimos golpes de Bhaal habían sido auténticos mazazos.
Le dolía el cuerpo de pies a cabeza, y el esfuerzo de respirar le producía
espasmos de agonía por todo el pecho. Sin embargo, sabía que si no actuaba,
perdería su oportunidad para capturar a Medianoche y la Tabla del Destino.
Empuñó la espada y susurró:
—Has probado la sangre de Bhaal. Si quieres
más, ayúdame.
Sí, más, respondió
la espada. Te ayudaré. Las palabras llegaron a la mente del ladrón,
pronunciadas por una sensual voz femenina.
El mango de la espada entibió su mano, y Cyric
sintió que el vigor y la fuerza fluían en su cuerpo. Se puso de rodillas,
después de pie, y caminó tambaleante a la búsqueda del señor de los Asesinos.
En ese momento, Bhaal se detuvo.
—Ríndete, Medianoche —dijo el dios. Luego,
como si acabara de caer en la cuenta, añadió—: Y devuélveme la tabla.
—No —contestó Medianoche, y dio un paso atrás.
—No tienes elección —insistió Bhaal, indicando
el cuerpo caído del guerrero.
Medianoche invocó la fórmula para lanzar otro
rayo, y apuntó al dios de los Asesinos.
—Tengo muchas cosas que elegir —exclamó la
joven—. La mayoría están relacionadas con tu muerte.
—Si destruyes a mi avatar, matarás a tus
amigos, y quizás a ti también —dijo Bhaal, tras unos momentos de reflexión. No
las tenía todas consigo, consciente de que ella era muy capaz de cumplir su
amenaza—. Y tú lo sabes.
Medianoche frunció el entrecejo, al recordar
el inmenso poder desatado sobre Tantras como consecuencia de la destrucción de
Torm y Bane. La muerte de Mystra había arrasado un castillo en Cormyr. Por lo
menos esta vez, Bhaal decía la verdad. No podía matarlo sin matar también a sus
amigos.
Entonces vio a Cyric que se acercaba a Bhaal
con la espada lista para asestar el golpe. El cuerpo del ladrón había recibido
tantos golpes que resultaba difícil reconocerlo. A Medianoche le pareció
imposible que Cyric pudiera mantenerse de pie, y mucho menos moverse con tanto
sigilo.
—No tienes elección —repitió el dios caído.
—De todas maneras, te destruiré —se apresuró a
contestar la hechicera, al tiempo que volvía a mirar el rostro del avatar—. ¿Qué
puedo perder?
Cyric estaba a sólo dos pasos de Bhaal.
Medianoche apartó de su mente el encantamiento del rayo, e invocó el exorcismo
del teletransporte. Sabía que era un plan desesperado, porque ya no recordaba
la última vez que su magia había dado un resultado correcto. Pero siempre era
mejor intentarlo que rendirse a Bhaal o morir en la explosión si prosperaba el
ataque de Cyric.
—Si haces lo que te pido —dijo Bhaal, con una
sonrisa cruel—, tus amigos vivirán.
Una de las botas de Cyric resbaló sobre una
piedra. En el rostro del avatar apareció una expresión de alarma y se dio
vuelta. El ladrón bajó la espada y la hundió hasta el mango en el pecho de
Bhaal.
—¡Maldito loco! —gritó el señor de los
Asesinos.
El color de la hoja se hizo cada vez más
oscuro, mientras el dios caído aullaba de furia. Su rugido tenía la sonoridad
del trueno y resultaba tan aterrador como el lamento de un fantasma.
—Al menos he matado a un dios antes de morir.
—Cyric proclamó su triunfo sin casi poder mover los labios. En aquel mismo
momento, la maga pronunció las palabras de su hechizo.
Acabó el grito de Bhaal y su cuerpo estalló.
Luego, la tierra desapareció debajo de los pies de Medianoche y sus aliados.
Una temblorosa llama
ocre. Una vela metida en el cuello de una botella en el centro de una mesa de
madera, sucia, rajada y tan seca como la yesca. Una silla enclenque y sin
tapizar en una habitación oscura y húmeda oculta en las cloacas de Aguas
Profundas.
En esto se había convertido su gloria.
Pero Ao se lo pagaría, juró Myrkul. El señor
de la Muerte no disfrutaba con la modestia del alojamiento, no disfrutaba con
tener que esconderse de los mortales, y, desde luego, no disfrutaba con estar
confinado en los Reinos. Por todas estas indignidades, Ao —y Helm— recibirían
su merecido.
Sin embargo, debía ser muy precavido. El señor
de la Muerte había visto las consecuencias de los descuidos. Tantras había sido
un desastre, y sólo gracias a su previsión no había corrido la misma suerte que
Bane. Ahora se encontraba en el reino de los mortales. En cierto sentido, él
también era mortal, porque podía morir de la misma manera que Bane, Mystra y
Torm habían muerto.
La idea de que el dios de la Muerte pudiese
morir resultaba casi ridícula, y Myrkul se hubiese reído de buena gana, de no
haber sido algo tan inquietante.
No, de nada serviría enfrentarse a los rivales
cara a cara. Tenía que permanecer oculto, allí donde los enemigos no pudiesen
encontrarlo, donde no tuviesen ningún motivo para sospechar su presencia. Tenía
que trabajar a través de agentes, de elaborar planes intrincados y estudiar las
contingencias alternativas, como había hecho con Medianoche y las Tablas del
Destino.
Hubiese sido un asunto sencillo matar a la
hechicera de cabellos oscuros y apoderarse de la tabla que ella guardaba. El
señor de la Muerte tenía agentes y sacerdotes por todo el mundo, y no había
nadie capaz de sobrevivir a todos los ataques que él podía ordenar. Pero sus
seguidores tendrían que traer la tabla hasta Aguas Profundas, y no había nadie
mejor que Medianoche para actuar de mensajero.
Desde luego, Myrkul no tenía la intención de
permitir que la mujer se quedara con la tabla. No se sentiría seguro hasta
tener las dos tablas en su poder. De una manera indirecta, éste era el motivo
por el cual no había ordenado el asesinato de la maga. Necesitaba que ella se
encargara de ir hasta el castillo de los Huesos y recuperara la segunda tabla.
El señor de la Muerte tenía planes dentro de
otros planes, y todos dependían de la mujer. Bhaal había pretendido actuar de
una forma directa, por medio del secuestro de toda la compañía y luego utilizar
a los amigos de Medianoche como rehenes para obligarla a recuperar la tabla.
Pero, hasta el momento, Medianoche había mostrado una fortaleza admirable, y
Myrkul opinaba que ella podía superar unos métodos de persuasión tan
primitivos. Era mucho más astuto engañarla para que hiciese lo que él deseaba,
hacerle pensar que recobrar la segunda tabla era una idea propia. Para
conseguir este propósito, Bhaal la había capturado, y luego se había dejado
«engañar» para revelarle el lugar donde se ocultaba la tabla restante.
Incluso este plan tenía un defecto, y al señor
de la Muerte no se le había pasado por alto. Una vez que la mujer tuviese en
sus manos las dos tablas, cabía la posibilidad de que se las devolviera a Helm.
Para impedirlo, Myrkul había ordenado a Bhaal que la dejara escapar cerca del
castillo de Lanza de Dragón, después de haberle revelado la existencia de una
entrada debajo de la fortaleza que conducía al reino de la Muerte.
En el castillo, Myrkul tenía preparada una
trampa para apoderarse de la primera tabla. Dicha trampa también forzaría a
Medianoche a penetrar en el reino de la Muerte para recuperar la tabla guardada
en el castillo de los Huesos. Desde luego, no había estrategia capaz de cubrir
todos los imprevistos. Por esa razón, Myrkul mantenía un contacto periódico con
Bhaal para saber que todo funcionaba según el plan.
El señor de la Muerte se concentró en la luz
de la vela. La llama se movió y chisporroteó un poco. Myrkul esperó con
paciencia que se convirtiera en la cabeza fea y deforme del avatar de Bhaal.
Pero la llama no mostró ningún cambio.
Myrkul probó una vez más con una variante del
exorcismo de comunicación, pero la llama continuó igual. El dios consideró la
posibilidad de que el caos de la magia fuera el responsable del fracaso, pero
descartó la idea. Si el fallo se debía al caos, la magia tendría que haber dado
un resultado cualquiera, correcto o no. En cambio, no había ocurrido nada.
Esto sólo podía significar que Bhaal había
muerto. El avatar había sido destruido y la esencia del señor de los Asesinos
estaba dispersa por todos los Reinos y Planos. Este pensamiento perturbó a
Myrkul, y no únicamente porque le recordara su propia mortalidad. Entre todos
los dioses, quizás él y Bhaal eran los más unidos. Bhaal presidía el proceso de
la muerte y el asesinato, mientras que Myrkul gobernaba a los ya muertos. La
suya era una relación simbiótica. Uno casi no podía existir sin el otro.
Myrkul se permitió un momento de dolor por la
muerte de su compañero, y luego volvió a ocuparse de sus planes. La última vez
que habían mantenido comunicación, Bhaal le había informado que la mujer sabía
de la entrada al reino de la Muerte. Por lo tanto, cabía suponer que marchaba
hacia el castillo de Lanza de Dragón. El plan original no necesitaba de ningún
retoque, excepto que la mujer llegaría sin escolta. La trampa era válida y
podría conseguir separarla de la tabla.
Pero Myrkul distaba mucho de sentirse feliz.
Si había conseguido derrotar a Bhaal, significaba que Medianoche tenía el poder
para contrarrestar la trampa y llevar la primera tabla al reino de la Muerte.
Entonces, si salía airosa del castillo de los Huesos, tendría las dos tablas. A
partir de ese momento, no tendría más que volver a los Reinos, encontrar la
Escalera Celeste, y entregársela a Helm.
Si esto ocurría, sería el fin de Myrkul.
Bane y él eran los autores del robo de las
Tablas del Destino. En estos momentos, Ao ya debía de saberlo, y Myrkul no lo
creía dispuesto a darle una recompensa por devolver algo que él había robado.
Si bien el señor de la Muerte no se lo había dicho a Bhaal, no necesitaba las
tablas para ningún uso determinado. Su único interés por recuperarlas residía
en asegurarse de que nadie pudiese devolverlas jamás a los Planos. Myrkul tenía
la sospecha de que el señor de los dioses lo destruiría en el momento en que
recuperara las tablas.
Pero Myrkul también sabía que no devolverlas
sólo era una solución temporal. Tarde o temprano, Ao se cansaría de esperar y
dictaría el castigo. Si el señor de la Muerte pretendía sobrevivir, debía ser
el primero en golpear. Por esta razón, y a través de otra complicada serie de
planes, Myrkul había preparado todo para que Medianoche se encargara de
recuperar la segunda tabla.
Después de robar las Tablas del Destino,
Myrkul y Bane habían cogido una cada uno y las habían ocultado. Bane había
escondido la suya en Tantras, y Myrkul la había llevado al castillo de los
Huesos, en el corazón del reino de la Muerte. Para evitar que nadie pudiese
robarla, Myrkul había dispuesto una trampa.
En el instante en que Medianoche sacara la
segunda tabla del reino de la Muerte, también dejaría libres a los engendros y
a todos los espíritus de los muertos. Cuando esto ocurriese, Myrkul estaría al
acecho. Mataría a Medianoche y se apoderaría de la segunda tabla. Luego, con
los mismos métodos que había utilizado para dar poder al avatar de Bane en
Tantras, pondría a trabajar a las almas de los muertos; esta vez para su propio
avatar.
Después, ya estaría preparado para enfrentarse
a Ao. Myrkul no estaba muy seguro de que incluso con la energía de millones de
almas, pudiese salir airoso. Por encima de todo, el señor de la Muerte odiaba
revelarse a sus enemigos. Sin embargo, este plan desesperado era su única
oportunidad para convertir la derrota en victoria.
Pero, si Medianoche llevaba su tabla al reino
de la Muerte, el plan de Myrkul sería aún más arriesgado. En el caso de que
volviese a los Reinos con las dos tablas, sería muy difícil encontrarla en
medio de la confusión que provocaría la aparición de sus engendros. La maga
tendría una ocasión para pasar inadvertida y llevarle las tablas a Helm.
Myrkul era consciente de que el plan más
seguro era impedir que entrase en el reino de la Muerte con la primera tabla.
Tendría que tomar precauciones extras en el castillo de Lanza de Dragón para
que la maga perdiese la tabla recuperada en Tantras.
Tenía la espada en
la mano. Eso era lo único que sabía Cyric. Sus pensamientos vagaban sin rumbo a
través de la niebla en que se había convertido su mente.
Le pareció que lo habían molido a golpes.
Puños. Puños tan duros como la piedra. Bhaal,
que le pegaba hasta dejarlo sin sentido, machacando su mandíbula, las costillas
y la nariz, para después detenerse y dejar la tarea sin acabar. Entonces Cyric
recordó que se había puesto de pie, a pesar de sus múltiples heridas, y clavado
su espada en el pecho del señor de los Asesinos.
Aquello había sido su perdición. El avatar se
había vuelto blanco y desaparecido con un fogonazo. Por un momento, Cyric pensó
que se encontraba en el reino de la Muerte.
No, estaba vivo. Le dolía demasiado la cabeza,
y la agonía en las costillas sólo aparecía al respirar. Tenía la sensación de
haber sido pisoteado.
El ladrón de nariz aguileña abrió los ojos y
vio la oscuridad. Yacía boca abajo sobre la nieve, al parecer en el medio de un
camino. A su alrededor, tres figuras se ponían de pie.
—¿Dónde estamos? —preguntó Adon, estudiando
los campos cubiertos de nieve a ambos lados de la carretera. Comprobó que su
visión era normal.
—Un poco más adelante en el camino a Aguas
Profundas, espero —contestó Medianoche, fatigada—. Al menos, era donde
pretendía llegar. —Le pesaban los miembros por la fatiga. Su último hechizo
había consumido gran parte de sus energías.
—¿Cómo hemos llegado hasta aquí? —murmuró
Kelemvor, frotándose los ojos. Había recuperado la vista sólo parcialmente, y
el guerrero todavía veía puntos de luz que se movían por el paisaje nevado.
—Nos hemos teletransportado —dijo Medianoche—.
No me pidas que te lo explique.
Cyric decidió permanecer inmóvil. Le superaban
tres a uno y dudaba mucho de ser capaz de moverse incluso si lo intentaba. Con
la recuperación de la conciencia, sus dolores se habían vuelto intolerables.
—¡Me alegra volver a verte! —afirmó Kelemvor.
Soltó una risita nerviosa, y luego abrazó a Medianoche. El primer saludo en el
puente del Jabalí le había sabido a poco—. ¡Me cuesta trabajo creer que estés
viva!
—¿Por qué habría de sorprenderte? —preguntó la
hechicera, mientras le devolvía el abrazo con mucho cariño.
—Después de la manera como escapaste... —Adon
inició su reprimenda con un tono muy severo.
Pero Medianoche no lo dejó continuar. Se
apartó de Kelemvor y exclamó:
—Fue lo mejor que podía hacer. —No podía creer
que la manera condescendiente del clérigo pudiese irritarla tanto—. Si no,
ambos estaríais muertos.
—¿Muertos? —dijo Adon. Movido por su
frustración, dio un paso atrás—. Bhaal no...
Antes de poder acabar la frase, el clérigo
tropezó con Cyric y cayó al suelo. Sólo el grito de sorpresa de Adon impidió
que todos escucharan el gemido del ladrón moribundo. Cyric mantuvo los ojos
cerrados y no se movió. Su única esperanza era convencer a sus rivales de que
no representaba ningún peligro.
Kelemvor se acercó y sin preocuparse dio un
puntapié al cuerpo herido de Cyric.
—¡Mira lo que hay en medio de la carretera
como un montón de estiércol! —gruñó el guerrero. Se puso en cuclillas y buscó
el pulso en el cuello de Cyric—. ¡Y está vivo!
El ladrón comprobó que tenía la espada bien
sujeta.
—¡Cyric! —siseó Adon, furioso. Se puso de pie
y miró a Medianoche—. ¿Por qué lo has traído?
—Créeme, no ha sido voluntad mía —respondió la
hechicera, tajante. Contempló el cuerpo inmóvil del ladrón con el entrecejo
fruncido—. Además, creía que trabajabais con él.
—Trabajábamos —dijo Kelemvor, y desenvainó su
espada—. Pero ya es hora de acabar con toda esta historia.
Cyric apenas si abrió un ojo para espiar al
guerrero, e intentó reunir fuerzas para levantar la espada.
Adon se interpuso entre el cuerpo caído y el
arma de Kelemvor.
—No podemos matarlo a sangre fría —afirmó.
—¿Qué? —exclamó Kelemvor—. Pero si hace diez
minutos no querías que lo ayudara a luchar contra Bhaal. —Intentó pasar junto
al clérigo.
—En aquel momento, representaba un peligro para
nosotros —contestó Adon, moviéndose para mantenerse entre el ladrón y el
guerrero—. Ahora, ya no lo es.
—Yo lo vi degollar a un halfling medio ahogado
y torturar a otro —intervino Medianoche, apuntando con un dedo acusador a la
cabeza de Cyric.
—No podemos matarlo mientras está indefenso
—insistió, Adon, con la mirada puesta en la muchacha. Sin embargo, no era fácil
convencer a Medianoche.
—Cyric merece morir —declaró la maga, no del
todo convencida.
—Sí, pero no es nuestro derecho juzgar a
nuestros semejantes —manifestó Adon, sin alzar la voz, mientras contenía al
guerrero—. No tenemos más derecho que los arpistas que nos condenaron a muerte
a ti y a mí.
En el rostro de Kelemvor apareció una
expresión muy seria, y luego envainó su espada. Durante la batalla del valle de
las Sombras, Elminster había desaparecido. Los lugareños habían llegado a la
inmediata conclusión de que alguien había asesinado al mago, y acusaron a
Medianoche y al clérigo del crimen. Si Cyric no los hubiese rescatado de la
prisión, la pareja habría acabado en el cadalso.
—Esto es diferente —recalcó Medianoche—. Nos
ha traicionado y me tomó por tonta. —La muchacha tendió la mano para coger la
espada de Kelemvor, pero él se lo impidió.
—No —dijo—. Adon está en lo cierto.
—Si lo matamos —dijo Adon, señalando el cuerpo
postrado—, nos convertiremos en asesinos como él. ¿Es eso lo que deseas?
Medianoche reflexionó unos momentos; y luego
apartó la mano de la espada. Dio media vuelta y comenzó a caminar carretera
arriba.
—Entonces, dejadle donde está. De todas
maneras, morirá —dijo sin volverse.
Kelemvor miró al clérigo a la espera de
instrucciones.
—No podemos matar a un hombre indefenso
—manifestó Adon—, pero tampoco tenemos por qué ayudarlo. Ya no puede hacernos
más daño. Ha perdido a sus hombres y si nos damos prisa, estaremos lejos antes
de que despierte. —Echó a andar detrás de Medianoche—. Apresúrate, no vaya a
ser que la volvamos a perder.
—¿Adónde vamos? —preguntó Kelemvor, en cuanto
se reunieron con la hechicera.
Medianoche hizo una pausa. Aunque por muy
poco, todavía estaba al alcance del oído de Cyric. Si en aquel instante hubiese
mirado al ladrón, lo habría visto mover la cabeza para escuchar su respuesta.
—Yo voy al castillo de Lanza de Dragón
—anunció Medianoche, con los brazos en jarra.
—Entonces vamos todos en la misma dirección
—comentó Adon, muy tranquilo—. ¿Esta vez Kelemvor y yo tendremos que
repartirnos las guardias para evitar que te escapes, Medianoche?
—Los propios dioses están en mi contra —les
advirtió la hechicera. Miró los rostros de sus amigos y se dio la vuelta—. Os
jugáis la vida.
—Arriesgaremos más si te dejamos sola —replicó
Adon, con una sonrisa.
Kelemvor sujetó a Medianoche por el codo y la
hizo girar para poderla mirar directamente a los ojos.
—Dioses o no —afirmó—, yo voy contigo.
Medianoche se sintió alentada por la devoción
de sus amigos, pero todavía no estaba muy convencida de aceptar su oferta.
Cuando respondió, si bien hablaba para los dos, lo hizo con la mirada puesta en
los ojos del guerrero.
—La elección es vuestra, pero prestadme
atención antes de decidir. En algún lugar por debajo del castillo de Lanza de
Dragón hay un puente que lleva al reino de la Muerte —dijo la maga.
—¿En Aguas Profundas? —gritó Kelemvor,
incrédulo. El joven creyó que la maga se refería al famoso cementerio de la
ciudad, que llevaba el nombre de «La Ciudad de la Muerte».
—No, el reino de la Muerte —lo corrigió
la hechicera. Luego miró al clérigo—. La otra tabla está en el castillo de
Myrkul.
Kelemvor y Adon se miraron el uno al otro,
estupefactos. No podían dar crédito a que ella se estuviese refiriendo al lugar
de reposo de las almas.
—No tengáis remordimientos si optáis por
volver a casa —añadió Medianoche, al interpretar su asombro como vacilación.
Con gentileza, apartó el codo de la mano de Kelemvor—. En realidad, creo que no
deberíais venir.
—Pensé que la elección era nuestra —exclamó
Adon, recuperado de la sorpresa.
—¡Sí! No te volverás a librar de nosotros con
tanta facilidad —afirmó el guerrero, sujetando una vez más el brazo de
Medianoche.
Esta vez fue el turno de Medianoche para
quedarse pasmada. No se había permitido la esperanza de pensar que Kelemvor y
Adon quisieran acompañarla. Pero ahora que ambos habían manifestado su
intención de participar en la aventura, se sentía mucho menos sola y muchísimo
más confiada. Medianoche se arrojó a los brazos de Kelemvor y le dio un fuerte
y prolongado beso.
11
El castillo de Lanza de Dragón
La pendiente era tan suave que Adon apenas se
daba cuenta de que marchaban colina arriba. A medio camino, el clérigo se
detuvo y pasó las alforjas con la tabla al otro hombro. Fue la cosa más
emocionante que había hecho en casi cuatro horas.
Junto a Kelemvor y Medianoche, Adon había
viajado a lo largo de la carretera desierta durante cinco días. Hacia el oeste,
los toscos tallos de una hierba dorada aparecían en la llanura cubierta de nieve
sucia y medio fundida. A poco más de un kilómetro hacia el este se levantaban
los acantilados oscuros del Páramo Elevado. Delante, no había más que los
interminables kilómetros del camino hacia Aguas Profundas. Adon jamás había
creído posible que llegaría el día en que deseara sentir bajo sus pies una
ladera bien empinada, pero ahora mismo hubiese cambiado con gusto un kilómetro
de camino fácil por veinte de senderos montañosos.
A pesar de la larga marcha de la mañana, Adon
tenía los dedos de los pies entumecidos de frío. El camino estaba cubierto de
unos buenos diez centímetros de nieve semilíquida, que había conseguido
traspasar el cuero de las magníficas botas aceitadas que les había suministrado
el furriel de Cuerno Alto. A juzgar por el color perlado de las nubes, no
tardaría mucho en volver a nevar.
Incluso si se tomaba en cuenta su avance hacia
el norte, este año el cambio de estación se había anticipado. El Páramo Elevado
aparecía cubierto de un velo blanco, y las placas de hielo coronaban los
arroyos que nacían en el corazón del agreste territorio.
Adon pensó en si los dioses de la naturaleza
estarían conspirando para hacer su viaje frío y difícil. Pero comprendió que
era más lógico suponer lo contrario: que el frío inesperado era consecuencia de
la ausencia de dichos dioses. Sin su supervisión, la naturaleza era un
desbarajuste donde podía ocurrir cualquier cosa.
El desorden climatológico era otra de las razones
por las que él y sus compañeros tenían que triunfar en su misión. Sin una
progresión ordenada de las estaciones, no pasaría mucho tiempo antes de que los
agricultores perdieran sus cosechas y poblaciones enteras se vieran abocadas al
hambre.
Mientras Adon reflexionaba acerca de la
importancia de su cometido y la monotonía del viaje, un ladrido agudo sonó al
otro lado de la cuesta. Se volvió en el acto y señaló a Kelemvor y Medianoche
que se apartaran del camino; luego buscó un lugar donde esconderse. La tierra
era tan árida que acabó por ponerse en cuclillas detrás de un raquítico
arbusto.
Una línea gris apareció en lo alto de la
cuesta. El clérigo forzó la mirada y descubrió una docena de lobos que
marchaban en una línea perfecta. Otra fila siguió a la primera, y después otra
y otra, hasta que toda una columna de lobos ocupó el camino y marchó cuesta
abajo marcando el paso.
A medida que avanzaba la columna, Adon
consideró si era prudente permanecer detrás de su patético arbusto o echar a
correr. Uno de los lobos ladró una orden cuando la primera fila llegó al
escondite del clérigo, y los animales volvieron la cabeza hacia él en una
impecable maniobra de vista izquierda. Todas las demás filas repitieron el
ejercicio.
Adon renunció a su escondite y volvió al borde
de la carretera, mientras movía la cabeza en señal de asombro. Kelemvor y
Medianoche se unieron a él.
—Un desfile bien hecho —comentó el guerrero,
que observaba a los lobos con ojo crítico. —Su voz era tan normal que se podría
haber pensado que el trío presenciaba el paso de un ejército de hombres y no de
animales.
—¿Me pregunto adónde irán? —dijo Medianoche,
con un desinterés fingido.
—A la Puerta de Baldur o a Elturel —respondió
Kelemvor. Se volvió y miró hacia el sur.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Adon, un tanto
mosqueado.
—¿Es que no te has enterado? —replicó
Medianoche. Enarcó las cejas para señalar su incredulidad ante la ignorancia de
Adon.
—En el sur ha estallado la rebelión de las
ovejas —manifestó Kelemvor, muy serio.
—¿Que ha estallado qué? —gritó el clérigo, con
los brazos en jarra.
Kelemvor y Medianoche soltaron la carcajada. A
Adon se le subieron los colores y les volvió la espalda.
—No hay nada gracioso en el descalabro del
orden —añadió enfadado.
El enfado de Adon sólo sirvió para provocar
más risas por parte de sus dos amigos.
El clérigo permaneció con la mirada puesta en
el paso de la columna, pero al cabo de cinco minutos soltó una risita.
—Rebelión de ovejas —murmuró—. ¿Cómo se os
ocurrió semejante idea?
—¿Para qué si no necesitas un ejército de
lobos? —replicó Kelemvor, con una sonrisa.
Por fin, cuando pasó la última fila de lobos,
el guerrero volvió al camino —sucio y revuelto por las zarpas de los animales—
y se hundió hasta los tobillos en el fango helado. Soltó un improperio, y luego
dijo:
—Necesitamos caballos.
—Muy cierto, pero ¿dónde vamos a encontrarlos?
—preguntó Adon—. No encontraremos caballos por ninguna parte, y si nos
apartamos del camino, es probable que acabemos vaya a saber dónde.
En los cinco días de marcha, sólo habían
encontrado a un pequeño grupo de seis aguerridos soldados. Si bien la compañía
había tenido la bondad de informarles que iban en la dirección correcta para
llegar al castillo de Lanza de Dragón, se habían negado a cederles ni siquiera
un caballo.
—A este paso, los Reinos llevarán muertos un
año antes de que nosotros lleguemos al castillo —protestó Kelemvor. Se le había
agotado el buen humor.
—No estés tan seguro —respondió Adon—. Debemos
de estar muy cerca. Quizás esté al otro lado de la cuesta. —El clérigo estaba
dispuesto a mantener la moral alta, a pesar del súbito desánimo de su
compañero.
Kelemvor manifestó su desacuerdo con un bufido
y dio una patada en el fango, que levantó una cortina de aguanieve sucia.
—¿Cerca? No estamos a menos de cien kilómetros
del castillo.
Adon consiguió contener su réplica. El regreso
de Medianoche no lo había aliviado de su responsabilidad como líder del grupo.
El cargo no le producía ninguna satisfacción, pero Kelemvor había mostrado más
interés en estar con Medianoche que en asumir el mando. En cuanto a la
hechicera, parecía muy satisfecha de que alguien los guiara, cuando ella, por
derecho propio, debería ser el líder. Adon no comprendía por qué la muchacha
eludía la responsabilidad, pero sospechó que el motivo tenía alguna relación
con Kelemvor. Quizá tenía miedo de que al guerrero no le gustara un capataz
como amante. En cualquier caso, sólo quedaba él para hacer de capitán. Adon se
encontraba bastante incómodo en el mando, pero estaba decidido a hacer todo lo
que pudiera.
—Estoy convencido de que el castillo de Lanza
de Dragón está cerca —insistió Adon, dispuesto a levantar la moral de
Kelemvor—. Todo lo que tenemos que hacer es poner un pie delante del otro.
—Pon tú un pie delante del otro —gritó
Kelemvor. Se volvió hacia Medianoche—. Tú nos sacaste del puente del Jabalí con
un movimiento de la mano. ¿Por qué no lo haces otra vez?
—Ya lo he pensado —contestó la hechicera,
moviendo la cabeza de un lado a otro—. Pero la teletransportación es algo muy
arriesgado, especialmente con el caos que reina en la magia. Sólo lo hice
porque de todas maneras hubiéramos muerto. Tuvimos mucha suerte de no aparecer
en medio del Gran Desierto.
—¿Cómo sabes que no es donde estamos? —murmuró
Kelemvor.
—Estoy segura —dijo Medianoche. Puso los pies
en el fango del camino y comenzó a caminar hacia el final de la cuesta.
La maga sentía un gran alivio por el éxito del
hechizo de teletransportación, y no sólo porque había salvado sus vidas. Era la
primera vez que su magia había funcionado correctamente desde Cuerno Alto. En
el paso de la Serpiente Amarilla, la pared de fuego había resultado una
inofensiva cortina de columnas de humo, y en el vado había animado las cuerdas
por accidente. Incluso en el puente del Jabalí, su primer hechizo había sido un
patético fracaso, al producir una bola de luz en vez de un rayo.
Medianoche había tenido miedo de haber
malinterpretado el cambio de su relación con la magia. Cuando invocaba un
hechizo, sólo las palabras y los gestos aparecían en su mente, jamás una indicación
de los componentes materiales correctos o qué hacer con ellos. Al principio,
esto había preocupado a Medianoche y le había hecho pensar en un error de su
parte. Pero cada vez que intentaba realizar un hechizo, nunca había tenido
necesidad de componentes materiales. Por fin, la maga había llegado a la
conclusión de que, debido a su conexión directa con el tejido mágico, no hacía
falta un agente intermediario —como podía ser un componente material— para
transmitir la energía mística.
De improviso, el horizonte pareció alejarse y
Medianoche comprendió que habían llegado al final de la suave pendiente. Hizo
una pausa y miró a su alrededor. A pesar de que apenas si lo habían notado, la
cuesta era el terreno más elevado de la zona y permitía ver a mucha distancia.
Veinte metros detrás de la hechicera, Adon continuaba con sus esfuerzos para
animar al guerrero.
—Por lo que sabemos —dijo—, no podemos estar a
más de quince kilómetros del castillo.
—En realidad —lo interrumpió Medianoche—, creo
que a mucho menos.
Adon y Kelemvor le echaron una mirada, para
después correr para ponerse a su lado. Anidados contra la base del Páramo
Elevado, y sobre tres pequeños altozanos, se elevaban los restos de los muros y
las torres de una ciudadela abandonada. Desde esta distancia, resultaba difícil
saber cuál era el tamaño del castillo, pero se lo podía equiparar con la
fortaleza de Cuerno Alto.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Kelemvor. El
guerrero miraba carretera abajo, pero Medianoche y Adon no se habían dado
cuenta.
—El castillo de Lanza de Dragón, desde luego
—replicó Adon. No tenía manera de confirmar su opinión, pero sospechaba que no
había otras ruinas tan grandes en el camino a Aguas Profundas.
—No me refiero al castillo —replicó Kelemvor,
tajante. Señaló hacia abajo, donde, a poco más de un kilómetro, diez carretas
acababan de abandonar el camino. Los vehículos escapaban lentamente hacia las
ruinas del castillo, perseguidos por una docena de atacantes que tampoco
parecían mostrar mucha prisa.
—¡Alguien ataca a la caravana! —exclamó
Medianoche.
—La persecución resulta bastante lenta
—comentó Adon, mientras observaba a los dos grupos—. Quizá los atacantes son
zombis.
—Tienes razón —dijo Kelemvor, y miró al
clérigo—. Y los carreteros se mueven despacio porque deben de estar cansados
después de tanta persecución. —Los ojos del guerrero denunciaron sus deseos de
intervenir.
Adon maldijo en silencio a su compañero. Si
bien entre los tres podían acabar sin mucho esfuerzo con un par de zombis,
había una docena que atacaban a la caravana. Incluso con la ayuda de la magia
de Medianoche, no podrían derrotar a tantas criaturas. Deseó que Kelemvor
tomara en cuenta el valor de sus propias vidas, como hubiera hecho la mayoría
de los hombres. Pero el guerrero ya no era un hombre común, si es que alguna
vez lo había sido. Un ser normal no iría a la búsqueda de una entrada al reino
de la Muerte, ni tampoco asumido una misión que hiciera necesario semejante
viaje.
—No podemos involucrarnos —dijo Adon,
pensativo, como si reflexionase en voz alta—. Si nos matan, los Reinos
desaparecerán.
El clérigo sospechaba que Medianoche no
participaría en la defensa de la caravana si él se oponía. Pero Kelemvor no
aceptaría la orden de abandonar a los carreteros. Por lo tanto, deseaba que el
guerrero tomara su propia decisión. Además, Adon no quería que la
responsabilidad de dejar a la caravana librada a su suerte recayera únicamente
sobre sus hombros.
Medianoche estudió la situación durante un
minuto eterno, mientras sopesaba las palabras de Adon contra sus propios deseos
de prestar ayuda. Si abandonaban a la caravana, se sentiría culpable por el
resto de su vida, pero también era consciente de que socorrerla ponía en
peligro la tabla.
—No podemos intervenir —dijo, dando la espalda
a la escena—. Hay demasiadas cosas en juego.
Adon soltó una exclamación de alivio.
—No sé cómo lo veis vosotros dos —protestó
Kelemvor, con un mirada de desesperación—, pero no puedo dejar que mueran
personas inocentes. Ya lo he hecho demasiadas veces...
—Piensa con la cabeza, no con el corazón, Kel
—dijo Medianoche, con una voz dulce y serena. Puso una mano sobre el brazo del
joven—. Con los dioses en contra de nosotros, no podemos...
—¡Pero ellos morirán! —la interrumpió el
guerrero, apartando el brazo—. Y si dejas que ocurra, no eres mejor que Cyric.
Nada podía enfadar más a la hechicera que ser
comparada con el ladrón.
—Haz lo que quieras —replicó furiosa—. ¡Pero
hazlo sin mí!
El estallido de Medianoche intranquilizó a
Kelemvor. Sin embargo, no quería renunciar a participar en la batalla. Comenzó
a andar cuesta abajo, pero antes de que pudiera avanzar una docena de pasos,
Adon gritó:
—¡Espera!
El clérigo no podía permitir que la compañía
se volviera a separar. Por muy grande que fuese el riesgo a correr, tendrían
más posibilidades de salir con vida si lo enfrentaban unidos.
—No podemos dejar que los zombis entren en el
castillo. Nos impedirán la entrada al reino de los Muertos.
—Es verdad —reconoció Medianoche, muy a su
pesar. No tenía muy claro si seguir enfadada con Kelemvor por haber forzado a
Adon a cambiar de postura, o alegrarse de que el clérigo hubiese encontrado la
manera de justificar la ayuda a la caravana.
—A la vista de la lentitud con que se
desarrolla la persecución, podremos llegar al castillo antes que los zombis —dijo
Adon—. Quizás encontremos que la muralla interior está en condiciones de ser
defendida.
—En tal caso —afirmó Kelemvor—, dejaremos que
entren los carreteros y rechazaremos a los zombis. Es lo mejor para la
caravana.
—Y para nosotros —asintió Medianoche. La joven
tenía sus dudas acerca de participar en la batalla, pero al menos Kelemvor
estaba dispuesto a hacerlo sin correr demasiados riesgos. Añadió—: Si vamos a
intervenir, tenemos que darnos prisa. —Los tres compañeros echaron a correr
hacia el castillo.
Diez minutos más tarde, un jinete solitario se
aproximó al alto de la cuesta. Después de haber sido abandonado por el trío,
Cyric se había alejado del camino. Allí, sostenido por el vigor de la espada,
había podido dormir. No había sido un sueño tranquilo, poblado por el olor de
la muerte y los gritos de los condenados, pero sí reparador.
Luego, tras dos días de caminata, había
encontrado a los mismos seis jinetes que se habían cruzado con el grupo de
Medianoche. El ladrón les endilgó una historia falsa acerca de cómo el trío lo
había robado para después dejarlo por muerto. Los guerreros le informaron que
los malhechores estaban más arriba. Pero las zalamerías de Cyric no fueron
suficientes para que le dieran un caballo. En cambio, le ofrecieron llevarlo a
la grupa hasta el establo más cercano. Aquella misma noche, el ladrón los había
matado a todos, a cinco mientras dormían. Después, ensilló uno de los caballos,
recogió un arco y flechas y cabalgó hacia el norte en persecución de Medianoche
y la tabla.
Cuando Cyric llegó a lo alto de la cuesta,
comprendió que había alcanzado a sus enemigos justo a tiempo. El castillo de
Lanza de Dragón se levantaba a la derecha de la carretera, y el trío cruzaba la
entrada de la muralla exterior. Luego, el ladrón vio el avance de la caravana
hacia la fortaleza y al grupo de perseguidores. Al comprender que iba a
producirse una batalla, Cyric preparó el arco robado e hincó las espuelas a su
caballo. No quería perderse la oportunidad de poder clavar unas cuantas flechas
por la espalda a sus viejos amigos.
En cuanto alcanzó la primera muralla del
castillo, Medianoche perdió casi toda esperanza de defender la fortaleza
derruida. El muro tenía tantos agujeros y brechas que hubiese sido necesario un
ejército para protegerlos a todos. Por fortuna, la muralla interior estaba en
mejores condiciones. Las cuatro torres permanecían en pie, y los muros estaban
más o menos enteros. El portón de la entrada tenía las bisagras retorcidas,
pero al parecer todavía cerraba.
Por su parte, Kelemvor hizo una rápida
valoración de las defensas.
—Podemos defender el recinto interior —dijo—.
Medianoche, ve a la torre del sudoeste y avísanos cuando la caravana llegue a
la muralla exterior. —El guerrero se acercó al portal, y examinó las bisagras—.
Adon y yo nos encargaremos de cerrar el portón cuando sea el momento.
Medianoche se encaramó al muro en un
santiamén, y luego corrió por las almenas hasta la torre del sudoeste. Era la
más alta y segura de las cuatro. Había una escalera en espiral en la pared que
daba al patio de armas, y sólo desde sus rellanos se podía acceder a las
habitaciones. La propia escalera tenía dos únicas entradas: en lo más alto de
la torre y en el patio. En otros tiempos, se podían clausurar las entradas en
caso de asalto al patio o al muro, pero hacía años que las puertas habían sido
arrancadas de los marcos.
La hechicera alcanzó la escalera de la torre y
subió hasta el cuarto más alto. Al parecer, había sido la habitación de alguien
importante, tal vez el mayordomo o el alguacil. Junto a la puerta había una
mesa pesada y gastada por los años, y los restos de unos tapices, descoloridos
por la humedad y con agujeros de polillas, colgaban en dos de las paredes. Del
techo pendía un candelabro de hierro oxidado, y en tres de sus candeleros había
cabos de vela amarillentos. Para encender las velas, el candelabro se podía
bajar por medio de un sistema de poleas; en una argolla de la pared estaba
anudado uno de los extremos de la cuerda mugrienta que se empleaba en la
operación. El aposento tenía dos ventanas pequeñas. Una daba al patio entre las
dos murallas y, a través de ésta, Medianoche pudo ver el camino desde el portal
exterior hasta el interior.
Kelemvor y Adon se habían hecho con una viga
larga y la utilizaban como palanca para cerrar el portón. La hechicera vio que
siempre quedaría un hueco entre el portón y el marco, pero de todas maneras se
sintió más tranquila. La puerta hacía posible la defensa del recinto interior.
A pesar de la sensación de seguridad,
Medianoche estaba molesta con Kelemvor. Para satisfacer su virtud, el guerrero
había puesto en juego la vida de todos y dejado a la ventura el destino del
mundo. Pero esto no le venía de nuevas. Kelemvor siempre había sido un hombre
obstinado y de pocas miras, y no había cambiado después de haber quedado libre
de su maldición. La única diferencia era que, en lugar de exigir un pago por el
más pequeño de los favores, ahora insistía en corregir todas y cada una de las
iniquidades que encontraba a su paso.
Por muy frustrante e inconveniente que fuese,
Medianoche consideraba que podía soportar la obstinación del guerrero, pero
únicamente después de devolver las tablas a los Planos. Hasta entonces, incluso
si tenía que separarse de su amante, no podía permitir que sus sentimientos
interfirieran en la misión.
Pero de momento, la obligación de Medianoche
era ocuparse de que sus amigos no se viesen sorprendidos por la llegada de la
caravana, y la había descuidado al dedicarse a observar los esfuerzos de
Kelemvor y Adon. La joven se acercó a la otra ventana.
Quince minutos más tarde, el primer conductor
alcanzaba el portal exterior, seguido por una recua de cuatro acémilas.
Medianoche no vio ninguna señal de los perseguidores, pero no le llamó la
atención. Los zombis eran lentos y fáciles de aventajar, al menos a corto
plazo. El problema consistía en que jamás abandonaban la persecución, y
acababan por agotar a su presa. La hechicera fue hasta la ventana trasera de la
torre, y gritó:
—¡Están en la muralla exterior!
Adon y Kelemvor, que acababan de cerrar el
portón, empuñaron sus armas y se colocaron a un lado de la angosta abertura. En
su imaginación, el guerrero ya escuchaba a los carreteros expresar su gratitud.
Pero Adon pensaba en otra cosa. Todavía tenía
colgadas del hombro las alforjas con la tabla, y deseó habérselas dado a
Medianoche para que las cuidara. Además del riesgo de robo, serían un incordio
durante la lucha. Por desgracia, ya era demasiado tarde para hacer nada.
La hechicera volvió a la ventana exterior. Los
diez carreteros se apiñaban junto al portal de la primera muralla, y espiaban
hacia el interior como si tuvieran más miedo a penetrar en el castillo que de
sus perseguidores. Formaban un grupo extraño, vestidos con capas a rayas y con
las capuchas bien ceñidas, que mantenían sus rostros ocultos. Medianoche se
sorprendió ante su falta de prisa. Los zombis no podían estar tan lejos como
para permitirse más demoras.
—¡Vosotros, los de la caravana! ¡Corred hacia
el alcázar! —gritó, finalmente.
Los conductores avanzaron con mucha parsimonia.
La caravana había recorrido la mitad del trayecto hasta el portal interior
cuando el primer zombi apareció en uno de los boquetes de la primera muralla.
El atacante vestía la misma capa a rayas de los conductores, pero no tenía la
capucha puesta y la maga pudo ver una trenza de mugrientos cabellos negros, los
ojos sin vida y la piel gris y sucia.
Medianoche pensó que una criatura terrible
habría atacado a la caravana, matado a la mitad o más de los conductores, y
luego convertido a los muertos en zombis para lanzarlos contra sus compañeros.
Otros cuatro zombis entraron en el patio exterior y siguieron su persecución.
Los conductores no miraron atrás. En cambio, concentraron todos sus esfuerzos
en guiar a los caballos hacia el segundo portón.
Junto a la entrada, Adon y Kelemvor abrieron
un poco más la puerta para permitir el paso de los caballos. Los zombis se
movían tan despacio que el guerrero creyó disponer de tiempo suficiente para
cerrar el portón en cuanto los conductores estuviesen a salvo.
Desde la ventana de la torre, Medianoche
observó cómo el último zombi escalaba la muralla exterior. Sin embargo, le
pareció que había algo muy raro en esta persecución. Todo había sido muy lento
y relajado. Tampoco le había gustado la actitud de los conductores a la oferta
de ayuda; no habían dicho ni una palabra de reconocimiento o dado las gracias.
Cuando el primer conductor llegó al portón, un
hedor insoportable a carne podrida y muerte casi ahogó al guerrero. En un
primer momento, el olor le llamó la atención, porque los zombis no se
encontraban tan cerca como para poder olerlos. Luego, al pensar en la lentitud
de la caravana, sospechó que los conductores no eran lo que parecían ser.
—¡Cierra el portón! —le gritó a Adon, mientras
sujetaba la viga que habían empleado para poner la puerta en su lugar.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el clérigo,
confuso. Al igual que Kelemvor, había olido algo fétido. Pero había supuesto
que eran los caballos, o alguna cosa de la carga.
—¡Son zombis! —contestó el guerrero de ojos
verdes. Sin dejar de maldecir, empujó uno de los extremos de la viga hacia el
clérigo—. ¡Todos lo son! Ahora, cierra el portal.
Al comprender la realidad de la situación, el
ex devoto de Sune sujetó su extremo de la viga y se movió para colocarla contra
la puerta.
Pero ya era demasiado tarde. El primer zombi
se abrió paso por la estrecha abertura. Debajo de la capucha rayada del
conductor, Adon vio un rostro abotagado y los ojos sin vida. Los labios
delgados de la cosa se abrían en una sonrisa grotesca y dejaban al descubierto
una hilera de dientes rotos y amarillentos.
El zombi levantó una mano e intentó sujetar al
hombre.
Adon lo esquivó y sujetó la maza, pero soltó
la viga. Por un segundo, el clérigo lamentó no gozar de la gracia de Sune, y
ser capaz de controlar a los zombis. Pero no tuvo más tiempo para lamentaciones
porque otros dos carreteros pasaban por la brecha.
Kelemvor empuñó la espada y decapitó al primer
zombi. La cabeza voló por los aires, pero el cuerpo permaneció erguido y
comenzó a lanzar puñetazos en todas las direcciones. Los dos muertos vivientes
siguientes lanzaron su ataque contra Adon. Uno descargó un golpe terrible
contra las costillas del clérigo, y el otro le dio un revés tan fuerte que le
silbaron los oídos.
—¡Corre! —gritó Kelemvor. Le amputó el brazo a
uno de los zombis, y luego dio un paso atrás.
Adon acató el consejo, pero tropezó con la
viga y estuvo a punto de caer de bruces. Lanzó un mazazo que golpeó al zombi
más cercano. El cráneo de la criatura se abrió en dos, pero ésta no se detuvo.
Otros dos conductores avanzaron para atacar al clérigo desde ángulos
diferentes.
Medianoche escuchó los golpes de las armas de
sus compañeros contra el cuerpo de los zombis. Corrió hacia la ventana que daba
a la defensa interior, y vio a Kelemvor que descargaba mandobles contra tres de
los zombis que rodeaban a Adon. Otros dos muertos vivientes cruzaron la puerta,
y la hechicera comprendió que se aproximaban muchos más.
Mientras tanto, el guerrero continuaba la
pelea con todas sus fuerzas. Le cortó un brazo a su atacante, pero éste avanzó
sin vacilar ni un instante.
La hechicera fue consciente de que sus temores
habían estado justificados: ya podía dar por muertos a Kelemvor y Adon, y a la
tabla por perdida, a menos que pudiera sacarlos de la pelea. Al recordar el
pesado candelabro en el centro de la habitación, fue hasta la pared y desató la
cuerda. El artefacto se estrelló contra el suelo. La joven sacó su daga, cortó
la cuerda y la enrolló deprisa.
En el patio, Adon pensó que había llegado su última
hora. Lo rodeaban tres zombis que parecían inmunes a su maza, o al menos al
daño que les infligía con el arma. A cada momento entraban más muertos
vivientes. Aplastó las costillas de uno y oyó cómo se rompían, pero por muy
poco consiguió eludir los dedos del zombi cuando intentó arrancarle los ojos.
A la izquierda de Adon, la espada de Kelemvor
encontró un blanco, y decapitó a un zombi. Por un momento, quedó un espacio
libre entre los dos amigos, y Adon lo aprovechó para lanzarle las alforjas al
guerrero.
Las alforjas golpearon en el hombro de
Kelemvor, y se arrollaron a su brazo izquierdo. De inmediato, los zombis se
olvidaron del clérigo y miraron hacia el receptor de la tabla. Los compañeros
no lo sabían, pero antes de su destrucción, Bhaal había informado a Myrkul
dónde guardaba Medianoche la tabla. En consecuencia, el señor de la Muerte
había ordenado a los zombis que se apoderaran de todas las alforjas que los
héroes llevaran con ellos.
Adon no tardó ni un segundo en descubrir que
los zombis sólo querían la tabla y que sabían dónde estaba.
—¡Corre! —le gritó a Kelemvor. Se adelantó y
hendió de un mazazo el cráneo de un zombi—. ¡Sal de aquí!
—¡No! —respondió el guerrero, mientras hundía
la espada en el cuerpo de un agresor, convencido de que su amigo sólo pretendía
comportarse con nobleza.
El zombi no cayó y otros dos aparecieron para
ayudarlo. Los tres descargaron sus golpes contra el guerrero, que se vio
obligado a retroceder.
—¡Yo te metí en esto y yo te sacaré! —rugió
Kelemvor, sin advertir que Adon estaba libre de atacantes.
—¡Lo dudo! —chilló Medianoche, de pie en el
muro a espaldas del guerrero y con el rollo de cuerda en las manos.
Dejó caer uno de los extremos al patio y el
otro lo pasó por una de las troneras para atarlo en el merlón más cercano.
Kelemvor acertó en una pierna, y la hoja casi
partió la rodilla del zombi, pero el agresor avanzó, sin preocuparse de una
herida que habría tumbado a un hombre vivo. Los otros dos atacantes del
guerrero descargaron sus puños contra sus costillas; al cabo de un segundo, se
sumaron dos más, y entre todos lanzaron una lluvia de golpes. Kelemvor
retrocedió un par de pasos, pero de pronto se encontró contra la pared.
Al descubrir las intenciones de Medianoche, y
consciente de que no podía ayudar a su amigo, Adon corrió hacia la escalera más
cercana.
—¡Trepa por la cuerda, Kel! ¡Yo estoy a salvo!
—gritó.
Medianoche acabó de hacer el nudo y volvió al
borde del muro. Al extremo de la cuerda le faltaban poco más de dos metros del
suelo, bien al alcance de Kelemvor. Sin embargo, el guerrero estaba demasiado
ocupado con los muertos vivientes como para poder iniciar la escalada.
La hechicera se aferró a la cuerda y se
descolgó hasta unos treinta centímetros del final. Sabía que no tenía la fuerza
necesaria para levantar al guerrero, pero esperaba que, con su ayuda, Kelemvor
pudiera alcanzar la soga y alejarse de los zombis.
—¡Kel, dame la mano! —gritó.
El guerrero miró hacia arriba y vio la mano
tendida de Medianoche, pero los zombis lo castigaron muy duro. Trazó un círculo
con la espada, y consiguió un espacio mínimo para moverse. Al instante, levantó
las alforjas y las puso en la mano de Medianoche.
—¡Cógelas! —vociferó Kelemvor.
En el primer momento, Medianoche no quiso
obedecer. Pero entonces los zombis volvieron su atención hacia ella, y
pretendieron avanzar por el sencillo método de pasar por encima del guerrero.
La maga aceptó las alforjas, se las echó al hombro y comenzó el ascenso.
Mientras tanto, Kelemvor permaneció en el suelo, dedicado a luchar contra los
zombis.
Unos segundos más tarde, Adon apareció en lo
alto del muro y ayudó a Medianoche a escalar el último tramo. En cuanto estuvo
segura, se dio vuelta y gritó:
—¡Estoy a salvo, Kel! ¡Sube!
El guerrero envainó de inmediato la espada y,
sin hacer caso de los zombis, sujetó la soga. Tan deprisa como pudo escaló la
pared y se reunió con sus amigos. Medianoche cortó la cuerda y después indicó a
sus compañeros que la siguieran.
La maga abrió el camino de vuelta a la torre,
y entró en la primera puerta que encontró. Si bien el cuarto no tenía un
candelabro de hierro ni escritorio, era igual al otro. Tan pronto como
estuvieron en el interior, Adon preguntó:
—¿Y ahora qué?
—Tenemos que pensar un plan —respondió
Medianoche, guardando la daga—. Y tenemos que hacerlo antes de que los zombis
encuentren la manera de llegar hasta aquí arriba.
—Lamento haberos metido en todo esto —se
disculpó Kelemvor, desde su posición junto a la ventana que le permitía
observar los movimientos de los zombis—. Pensé que..., oh, maldita sea, no sé
lo que pensé.
—No te disculpes —dijo Adon, con una mano
sobre el hombro de su amigo—. Los zombis nos hubiesen atacado de todas maneras.
Alguien los envió a buscar la tabla.
—Fue Myrkul —susurró Medianoche—. Os dije que
él y Bhaal trabajaban juntos. Bueno, sin duda trató de establecer contacto con
Bhaal y descubrió que yo había escapado con la tabla.
—Da igual si los envió Myrkul o no —gruñó
Kelemvor—. Merezco que me despellejen y asen vivo. —Cogió las alforjas de la
mano de Adon y sacó la tabla—. Tal vez pueda engañarlos para que me persigan.
—No, Kel —dijo el clérigo, metiendo la tabla
otra vez en las alforjas—. Nuestra mejor posibilidad para sobrevivir es
mantenernos juntos. —Adon había dejado las alforjas con la tabla en manos de
Kelemvor con toda intención. En la batalla que se avecinaba, era mejor que
estuviese protegida por el guerrero más capacitado.
Kelemvor frunció el entrecejo y, cuando Adon
no recogió las alforjas, se las echó al hombro.
—Es mejor que haya ocurrido de esta manera. De
otra forma, los zombis nos hubieran atacado por sorpresa. —Añadió Adon, al
comprender el estado de ánimo de su amigo.
—Tiene razón —afirmó Medianoche, con una mano
en el brazo de Kelemvor. No se ganaba nada con hacer sentir culpable al
guerrero, y le apenaba verlo tan mortificado—. Vamos a ver si podemos encontrar
la entrada al reino de la Muerte. Después de todo, teníamos que venir hasta
aquí.
—¿Por dónde comenzamos? —preguntó Kelemvor.
Espió por la ventana y comprobó alarmado que muchos de los zombis habían subido
por la escalera hasta lo alto del muro, y que ahora venían hacia la torre. Se
apartó un poco de la abertura—. Será mejor que salga...
Un fuerte estrépito resonó en el cuarto para
gran sorpresa del grupo. Medianoche sujetó el brazo de Kelemvor, lo apartó de
la ventana, y luego señaló una flecha tirada en el suelo. En la pared de piedra
se veía la marca donde había golpeado la saeta. El guerrero la recogió sin
preocuparse.
—Los zombis no utilizan arcos —comentó—. ¿De
dónde ha salido esto?
—Ya lo averiguaremos más tarde —dijo Adon,
temiendo que los zombis sólo fueran una parte de la trampa de Myrkul—.
¡Salgamos de aquí!
El clérigo fue el primero en acercarse a las
escaleras. En su descenso, el grupo pasó por otras tres habitaciones, pero no
se detuvo hasta llegar al suelo. Una vez allí, los héroes se tomaron un momento
para espiar en el cuarto de la planta baja, pero no descubrieron nada
importante.
—Tendremos que bajar al sótano —exclamó Adon.
Frenético, corrió escaleras abajo.
—¡Espera! —gritó Kelemvor—. ¡Quedaremos
atrapados!
—Ya lo estamos —replicó Medianoche, y siguió
al clérigo.
—Piensa que los zombis irán primero hacia
arriba porque vieron cómo tú y Medianoche trepabais hasta lo alto del muro
—añadió el clérigo—. Quizá podamos escabullirnos en cuanto suban las escaleras.
Kelemvor asintió y Adon encabezó el grupo en
su entrada al sótano húmedo y en penumbra. El suave rumor de una corriente de
agua hacía eco en las paredes, pero ninguno pudo descubrir la fuente del
sonido. Muy alto, en el medio de uno de los muros, había un ventanuco que daba
al patio interior al nivel del suelo. La poca luz que había en el recinto
entraba por esa abertura.
Adon pensó por un momento en utilizar la
ventana como vía de escape, pero desistió de la idea. Tenía el tamaño suficiente
para dar luz y ventilación, pero era demasiado pequeña para permitir el paso de
los hombros del guerrero, o incluso los de Medianoche.
En el sótano sólo había residuos mohosos.
Sacos de cereales estropeados y cascos de vino rancio vacíos —sin duda abandonados
por los vagabundos que habían utilizado la torre como refugio temporal—,
toneles podridos y un rollo de soga mohosa atada por un extremo a un cubo
comido por los gusanos. La humedad había hinchado el suelo de madera y se
hundía al ser pisado.
Mientras Adon y Kelemvor escuchaban a los
zombis que subían las escaleras, Medianoche recorrió el sótano y, de tanto en
tanto, arrancaba un trozo de madera con la punta de su daga. Después de cinco
minutos, el clérigo movió la cabeza enfadado y soltó una maldición.
—Los zombis no hacen lo que esperábamos,
Medianoche —dijo—. Los del patio todavía están allí. —Adon hizo una pausa y
miró al guerrero—. Estamos atrapados.
—Yo saldré el primero —gruñó Kelemvor—. Tal
vez podamos abrirnos paso a golpes de espada.
—Todavía no —intervino Medianoche, con la
mirada puesta en el suelo. Las otras habitaciones de la torre no tenían
humedad, y no comprendía por qué ésta debía ser diferente. Entonces pensó en la
soga y el cubo, que eran iguales a los utilizados en los pozos. Caminó hacia el
centro de la habitación—. ¡Kel, utiliza la espada y arranca una de las tablas
del suelo! ¡Deprisa!
Kelemvor se apresuró a cumplir el pedido, sin
ocultar su intriga. Arrancó un trozo de suelo de casi un metro cuadrado. El
suave murmullo se convirtió de pronto en un rugido.
—¿Qué es? —preguntó el guerrero.
—¡Un arroyo subterráneo! —exclamó Adon,
arrodillándose junto a Kelemvor.
—Es una reserva de agua para usar en caso de
asedio —añadió la hechicera, y señaló el cubo y la soga.
—¡Los zombis no nos seguirán allí abajo!
—afirmó el clérigo, sonriente y apuntando al agujero.
—Si es que nosotros tenemos el coraje para
hacerlo. —Kelemvor metió la cabeza por la abertura.
—¿Qué es? —preguntó Medianoche.
—Una caverna —respondió el joven—. Pero está
oscuro, y no alcanzo a ver el fondo. —Sacó la cabeza.
La hechicera se colocó junto a sus compañeros
y espió en el boquete. No vio otra cosa que la oscuridad, pero por el sonido
pensó que el arroyo debía de ser bastante grande. Kelemvor cogió el cubo y la
soga.
—Supongo que debemos confiar en esta cosa.
—Ató el extremo de la cuerda en una de las vigas del techo, y luego se colgó de
la soga para probar la resistencia del nudo.
—Quizá sería prudente buscar algún otro
medio... —comentó Adon, frunciendo el entrecejo.
La penumbra en el sótano se hizo un poco más
oscura, como si algo impidiera el paso de la luz. Sin acabar la frase, Adon se
volvió hacia la ventana y vio la silueta de un hombre que se arrodillaba en el
exterior. La figura tenía la familiar nariz aguileña.
—¡Cuidado! —gritó Adon, consciente de que era
el único que había visto a Cyric. El clérigo se lanzó contra Kelemvor y lo hizo
caer al suelo.
Medianoche también se giró. Algo zumbó junto a
su oreja y golpeó al clérigo con un sonido hueco. Adon soltó un gemido y cayó
de rodillas a su lado.
—¿Qué pasa? ¿Qué tienes? —preguntó la
hechicera.
Adon no respondió. Se le pusieron los ojos en
blanco y se desplomó de bruces en el agujero. Medianoche intentó sujetarlo por
el hombro y el asta ensangrentada que sobresalía de sus costillas. La madera se
partió y el cuerpo del clérigo se le escapó de las manos. Un momento más tarde,
escuchó un chapoteo lejano.
—¡Adon! —gimió la muchacha, incapaz de
comprender cómo era que sujetaba una flecha rota en su mano cubierta de sangre.
En cambio, Kelemvor sí que lo comprendía.
Podía ver a Cyric que preparaba su arco una vez más.
—¡Te mataré! —rugió el guerrero. Corrió hasta
la ventana y pasó la espada a través de la abertura.
—Has perdido tu oportunidad —contestó el
ladrón, retrocediendo un paso para quedar fuera del alcance de Kelemvor—. Pero
deberías saber que ya estarías muerto si ese estúpido clérigo no se hubiese
puesto en medio.
—Pues yo no he perdido la mía —siseó
Medianoche, con la mirada puesta en la ventana. Al escuchar la voz de Cyric, su
corazón se endureció como el pedernal, y, en un instante, pensó en la forma
perfecta para matarlo. El hechizo para crear un cono de frío apareció en su
mente. Apuntó hacia la ventana con un dedo e invocó su magia.
Cyric se lanzó de cabeza al suelo y rodó lejos
de la ventana, convencido que debería enfrentarse a alguna forma de horrible
muerte mágica. En cambio, una ola de escarcha negra surgió por la abertura.
Mientras el ladrón se apretaba contra el suelo, la escarcha se transformó en una
bola negra que pasó por encima de su cuerpo sin tocarlo, y se alejó rebotando
de pared a pared del alcázar. En los sitios que tocaba, aparecían agujas
escarchadas y carámbanos, y después las piedras se convertían en polvo. Por
fin, la pelota de hielo botó por encima del muro y, con una estela de
destrucción helada, se perdió en el Páramo Elevado.
Con un suspiro de alivio, el ladrón de nariz
aguileña se puso de pie y echó a correr. Ahora que Kelemvor y Medianoche
estaban advertidos de su presencia, le resultaría mucho más difícil matarlos.
Después de ver cómo fracasaba el hechizo de
Medianoche, el guerrero espió a través de la ventana. A Cyric no se lo veía por
ninguna parte. Todavía estaba demasiado aturdido por la muerte de Adon para
tener otra reacción.
—Has fallado —se limitó a decir.
La hechicera no respondió. Yacía acurrucada en
el suelo; apenas podía respirar y estaba cubierta de sudor. Le dolía todo el
cuerpo, y sintió que sólo por fuerza de voluntad conseguía evitar que se le
escapara el alma. Recordó la advertencia de Bhaal de que podría quemarse si no
aprendía a controlar la magia de Mystra.
Pensó que eso era precisamente lo que había
hecho. Cualquier hechizo agotaba al mago, y formaba parte de la preparación del
hechicero aprender a aumentar la resistencia del cuerpo a la energía mágica.
Pero Medianoche, que había recibido hacía tan poco el don de disponer de
cantidades ilimitadas de magia, no había tenido tiempo para desarrollar su
tolerancia a tanto poder. En teoría, podía emplear su magia para casi todo,
pero ahora había aprendido que el esfuerzo podía acabar con su vida.
El guerrero se giró preocupado por el silencio
de su compañera, y la vio inconsciente.
—¡Medianoche! —gritó desesperado.
Por primera vez desde que Adon se la había
confiado, Kelemvor se desprendió de la tabla. Dejó caer las alforjas, se
arrodilló al costado de Medianoche y la cogió entre sus brazos.
—¿Cómo te puedo ayudar? —preguntó, con voz
tierna—. ¿Qué puedo hacer?
La hechicera quería decirle que la mantuviese
abrazada, que le diese su calor, pero tuvo miedo de hablar. Ahora mismo,
necesitaba de todas sus fuerzas para permanecer consciente.
Kelemvor escuchó el ruido de pasos en la
escalera, y comprendió que los zombis habían descubierto su escondite. Su
primer impulso fue el de cargar contra ellos, pero sabía que lo harían pedazos,
y Medianoche quedaría a su merced.
En cambio, cortó la soga junto a la asa del
cubo y lo tiró. Luego, pasó el extremo alrededor de la cintura de la mujer. Su
intención era bajarla por el agujero hasta el fondo de la caverna y después
bajar él también.
Pero no le quedaba más tiempo. El primer zombi
apareció en la puerta cuando acababa de meter a la hechicera en el agujero.
Kelemvor no le hizo caso y comenzó a soltar cuerda. Otros dos zombis entraron
en el sótano.
Medianoche sólo sabía que Kelemvor la
descolgaba en medio de la oscuridad y que, poco a poco, recuperaba sus fuerzas.
El eco de la caverna multiplicaba los ruidos del agua, y por el sonido, el
arroyo parecía mucho más grande, casi un río pequeño.
Unos momentos más tarde, se detuvo su descenso
y se encontró colgada en la oscuridad. Si bien le pareció que estaba muy cerca
del arroyo, no tenía manera de confirmar su suposición. Medianoche miró hacia
arriba y vio un tenue cuadrado de luz. Había unas formas que se movían a su
alrededor, pero no alcanzó a distinguir ningún detalle.
Mientras tanto, en el sótano, el primer zombi
ignoró a Kelemvor y recogió las alforjas que contenían la Tabla del Destino. El
guerrero acabó de bajar a Medianoche, después empuñó la espada y de un golpe
cortó el brazo del zombi. La tabla cayó al suelo, pero antes de que él pudiese
recogerla, llegaron otros dos zombis y los tres reanudaron el ataque.
Kelemvor descargó golpes a diestro y
siniestro, pero no le sirvió de mucho. Alcanzó al mismo muerto viviente al que
le había amputado el brazo, y le abrió el vientre. Los otros dos, sin
preocuparse por su seguridad, se le echaron encima.
El guerrero dio un paso atrás, pero atento a
no perder de vista la tabla, pisó en falso y cayó por el agujero. En el último
momento, se sujetó de la cuerda y volvió a golpear con su espada. La cabeza de
uno de los zombis rodó por el suelo. Otro de los muertos vivientes se lanzó
sobre la mano de Kelemvor que aferraba la soga. En un acto instintivo, el héroe
movió la espada, que, después de herir al zombi, siguió su trayectoria y cortó
la cuerda.
Medianoche oyó el grito de Kelemvor, y, un
segundo después, la cuerda no la aguantó. La muchacha cayó al arroyo, sintió
que la arrastraba la corriente, y luego comenzó la lucha para mantener la
cabeza fuera del agua. Todavía estaba exhausta, pero si no sacaba fuerzas para
aguantar acabaría ahogada.
Dos chapoteos sonaron a la izquierda de
Medianoche cuando Kelemvor y la espada cayeron al agua. La hechicera intentó nadar
en aquella dirección, pero no tenía fuerzas suficientes para avanzar contra la
corriente. Un segundo después, oyó la voz de Kelemvor que la llamaba:
—¿Medianoche, dónde estás?
—Aquí —gimió ella. En medio del torrente,
apenas si había podido escuchar su propia voz y sabía que su amante no la había
oído. Probó una vez más de nadar hacia el guerrero, pero el agua la arrastró.
Kelemvor tenía más fuerza que la maga; sin
embargo, no intentó salir de la corriente. Sabía que Medianoche sería
arrastrada por la corriente y no quería perderla. Haber permitido que la tabla
cayera en manos de Myrkul era terrible, pero el héroe no podía imaginar una
vida sin Medianoche.
El guerrero nadó corriente abajo con todas sus
fuerzas. Cada tanto se detenía y cruzaba el torrente, con la esperanza de
encontrar a Medianoche. Era un buen plan, pero Kelemvor había subestimado el
poder de sus brazadas. En cuestión de minutos había avanzado tanto que no tenía
ninguna posibilidad de reunirse con ella.
Continuó la búsqueda durante otros quince
minutos antes de tener que pensar en su propia salvación por efectos del
cansancio. En el cuarto de hora siguiente, el torrente separó todavía más a los
amantes, si bien iban en la misma dirección. Pasaron por sitios donde el agua
los cubría por completo, y habían pensado que morirían antes de volver a la
superficie, agotados y desesperados por respirar. En otros momentos, chocaron
contra rocas sumergidas o las paredes de la cueva. Sin embargo, a pesar del
dolor de los golpes, intentaban encontrar un punto de sujeción en las
superficies pulidas que les permitiese salir de la corriente.
No tuvieron esa suerte. Kelemvor y Medianoche
continuaron su viaje por la oscuridad, helados y ciegos, sólo conscientes del
rugir del arroyo, el peso de sus ropas empapadas y el agua fétida que tragaban
en sus esfuerzos por respirar.
Después de un tiempo —Kelemvor no podía decir
cuánto había estado en el agua ni la distancia recorrida— el curso se hizo más
recto y disminuyó la velocidad de la corriente. El guerrero comenzó a quitarse
las prendas, porque el peso aumentaba su fatiga. Pero un extraño sonido
absorbente resonó en las paredes de la cueva, y el joven levantó la cabeza para
escuchar. El ruido tenía su origen en el centro del canal.
Nadó a través del arroyo, pero la corriente
ganó velocidad y el ruido se hizo más fuerte. Kelemvor tomó la dirección
contraria al ruido, y braceó con mayor desesperación a medida que la corriente
lo hacía girar. Por fin, sintió que era llevado hacia atrás. Se armó de valor,
agachó la cabeza y nadó con toda la fuerza que le quedaba. Después de unos
segundos de angustia, consiguió librarse de la atracción, y prosiguió su viaje
corriente abajo.
El guerrero comprendió que el cambio en la
dirección del agua lo producía un remolino. Debía de ser pequeño, o jamás
podría haberse liberado de él. Sin embargo, lo había dejado exhausto. En aquel
momento, recordó a la hechicera.
—¡Medianoche! —gritó—. ¡Hay un remolino! ¡Nada
hacia la derecha! —Repitió la advertencia una y otra vez hasta que por fin ya
no pudo oír el ruido absorbente del remolino.
Incluso si hubiese estado lo bastante cerca
para oír el aviso, Medianoche no hubiese podido hacer nada para evitar el
peligro. Su cansancio era tal que no podía nadar ni quitarse las ropas mojadas.
Apenas si podía mover los miembros entumecidos por el frío, los pulmones le
ardían con cada bocanada, y su mente no coordinaba por efectos de la fatiga.
Cuando el cauce del arroyo enderezó su curso,
Medianoche se dejó llevar hacia el centro del canal, feliz de verse libre por
unos momentos de la turbulencia del agua. A medida que el ruido absorbente se
hacía más fuerte, mantuvo la cabeza fuera del agua y respiró diez veces
seguidas sin ninguna dificultad. Luego, cuando la corriente ganó velocidad, la
maga movió las piernas y sintió que comenzaba a hundirse en espiral.
Se había metido en el remolino sin saberlo, y
ahora casi no le importaba. Medianoche contuvo la respiración y se relajó
mientras la arrastraban las aguas.
12
Hielo negro
Mientras Kelemvor y Medianoche luchaban para
no ahogarse, el hechizo fallido de la maga botaba por el Páramo Alto. Todo lo
que tocaba el globo se convertía en hielo negro. Rozó un arce y la savia se
heló en el tronco. Chocó contra un gamo y congeló la sangre del animal.
Casi una hora más tarde, la pelota negra rodó
hacia el cauce de un arroyo y no pudo escapar. Rodó cuesta abajo, de una a otra
orilla, mientras dejaba una estela de hielo negro. El arroyo desembocó en un
cañón pequeño y rocoso. El globo botó entre las paredes, y las torrenteras se
convirtieron en carámbanos puntiagudos.
A medida que la pelota avanzaba por el cañón,
la corriente subterránea alejó a Kelemvor del remolino. Por fin, la corriente
ganó velocidad y el agua inundó toda la caverna. Al principio, el guerrero no
se preocupó porque tenía aire de sobra en los pulmones y el arroyo lo había
arrastrado por una docena de sitios iguales. Pero al cabo de dos minutos,
sintió la necesidad de volver a respirar. Nadó hacia arriba, y buscó en vano
una bolsa de aire en el techo. Sintió un ligero vahído y, para no tragar agua,
se tapó la nariz y la boca con una mano. Durante otro minuto o más, Kelemvor
permaneció sumergido.
Luego, cuando estaba a punto de desmayarse,
desapareció la corriente. El guerrero flotó hacia la superficie y una suave
fosforescencia verde iluminó el agua. Kelemvor comprendió que había salido de
la caverna. Sus pulmones reclamaron aire fresco y una voz interior le dijo que
respirase. Pero el héroe mantuvo la mano contra su rostro, y con su último
resto de energía, volvió a nadar. Diez segundos más tarde, sacó la cabeza fuera
del agua y, finalmente, volvió a respirar.
Se encontraba en un pequeño lago de montaña, o
mejor dicho, un estanque grande. A unos treinta metros delante de él, había una
playa no muy grande. A la derecha del guerrero, una cascada vertía sus aguas en
el lago después de una caída de treinta metros de altura. El arroyo que
alimentaba la cascada corría por el centro de un cañón estrecho y rocoso.
Una cosa negra y redonda bajaba por el cañón,
rebotando de pared a pared. Kelemvor no podía ver la destrucción que la bola
dejaba a su paso pero lo invadió una inquietud muy fuerte. Comenzó a nadar
hacia la playa, a pesar del enorme cansancio y el peso muerto de sus prendas.
Pensó en detenerse para quitarse las botas y los pantalones, pero desistió por
la falta de tiempo.
El guerrero había recorrido la mitad de la
distancia hasta la playa cuando la esfera llegó al borde del acantilado. La
cascada se convirtió en una cortina de hielo negro. La bola voló por el aire
para después caer hacia el lago.
Al ver en qué se había convertido la cascada,
Kelemvor nadó más deprisa, pese al terrible dolor en los miembros. La bola
continuó su caída inexorable. Al héroe sólo le faltaban ocho metros para llegar
a la playa cuando el globo tocó el agua.
Debajo de la esfera, apareció un círculo de
hielo negro. La bola rebotó, tocó el agua dos veces, con la consiguiente
aparición de las placas heladas. Cuando llegó a la playa, los círculos negros
comenzaron a expandirse.
Kelemvor no dejó de nadar. A tres metros de la
orilla, una mordaza de hielo le atrapó un tobillo. El guerrero se libró con una
sacudida, dio dos brazadas más y entonces tocó el fondo. De pronto el agua se
tornó helada, sobre todo alrededor de sus piernas. Intentó ponerse de pie, pero
descubrió que tenía los muslos y la cintura sujetos por mandíbulas de hielo. En
un esfuerzo por librarse, se lanzó hacia adelante y cayó de bruces, con la
barbilla sobre la arena.
El hielo continuó su avance implacable hacia
los hombros de Kelemvor, con la amenaza de atrapar sus brazos y el pecho. El
guerrero no podía permitirlo. Sacó el torso fuera del agua y esperó mientras el
agua se congelaba a su alrededor. Cuando el hielo llegó a sus manos, las movió
hasta la playa sin dejar de mantener la mitad superior del cuerpo fuera del
agua.
Por fortuna, el hielo dejó de formarse cuando
llegó a su barbilla. Después de un momento de silencio, comenzó el crujido y el
crepitar del lago mientras se ajustaba el aumento de volumen del agua helada.
La placa de hielo se elevó unos cuantos centímetros y luego avanzó casi un
metro para dejar a Kelemvor y su prisión helada sobre la playa.
Mientras esperaba nuevos ajustes, el joven
estudió su situación. Estaba atrapado desde la cintura hasta las rodillas en
una capa de hielo negro. Podía mover las piernas por debajo de las rodillas, y
notó el movimiento del agua alrededor de las pantorrillas y los pies. Calculó
que el espesor del hielo rondaba los quince centímetros.
Delante de él, cinco centímetros de nieve
blanqueaban los matojos de hierba y docenas de palos y ramas desparramados por
la playa. Más allá, había un banco de arena de unos tres metros de altura,
coronado por una delgada capa de tierra que daba magro sustento a unos pocos
pinos enanos y retorcidos; el suave aroma de los árboles perfumaba el aire.
El lago estaba ubicado en una fosa junto a la
base del Páramo Elevado. A la izquierda de Kelemvor, un pequeño arroyo —ahora
helado y negro— servía de drenaje. La única entrada de agua visible era la
cascada, pero como él sabía por experiencia propia también estaba el aporte del
río subterráneo.
Tras un breve examen a su alrededor, comprobó
que no había un método sencillo para escapar del sitio; Kelemvor intentó
librarse del hielo con un fuerte tirón. Cuando fracasó, gritó de pura rabia.
El eco le devolvió su protesta, tan clara y
crispada como la había expresado, y el guerrero sintió una desesperación
terrible. Soltó otro grito, clavó sus manos en la arena y volvió a tirar con
todas sus fuerzas. Un dolor agudo le mordió los hombros y corrió por su columna
vertebral. Sus brazos, todavía cansados de nadar, le pesaban como plomo. Sin
embargo, no dejó de tirar.
Por fin, los músculos del héroe comenzaron a
moverse sin control; luego aparecieron los temblores y fue consciente del frío
que sentía. El aire le escocía en el rostro y las manos, y le pareció tener el
pecho cubierto de agujas heladas. De cintura para abajo, el frío todavía
resultaba más intolerable.
La principal preocupación de Kelemvor eran sus
pies. A pesar de las polainas bien prietas y las botas aceitadas, tenía los
pies empapados. Sospechaba que el picor en los dedos era la primera etapa de la
congelación. Si no conseguía escapar pronto, sabía que perdería los dedos, o
incluso podía morir congelado.
Un cuervo se posó en las ramas bajas del pino
más cercano y miró al guerrero con un brillo de hambre en los ojos. Kelemvor
intentó alejarlo con un chistido. El pájaro permaneció posado en el árbol,
dispuesto a esperar cortésmente a que el hombre de ojos verdes se muriera.
Podía permitirse ser paciente. A juzgar por sus plumas lustrosas y su cuerpo
regordete, el cuervo se alimentaba muy bien. Al guerrero no le agradó ver que
lo apreciaban como si fuese una pata de cordero.
—¡Vu... vu... vuelve mañana! —gritó.
Tartamudeaba por el frío—. No voy a ir a ninguna parte.
El cuervo pestañeó, pero permaneció en su
sitio. Si bien no tenía prisa por comenzar el festín, no parecía dispuesto a
dejar su presa a cualquier otro carroñero.
Kelemvor recogió un trozo de madera y lo
arrojó contra el pájaro. El palo erró la diana y golpeó contra el árbol vecino.
El cuervo volvió sus ojos negros hacia las ramas agitadas, y luego miró al
guerrero.
—Déjame en paz —gruñó el joven. Hizo un gesto
de despedida al pájaro—. Quiero morir con una cierta dignidad.
La desesperación que traslucía su voz
sorprendió al guerrero. Él jamás había sido de los que daban por perdida una
batalla antes del final. Pero jamás había sentido tanto miedo. Evitó examinar a
fondo las razones de su miedo. Se había enfrentado a la muerte en numerosas
ocasiones, y nunca había experimentado un desaliento como el de ahora. El héroe
tenía miedo por algo más que no era la muerte. Llegó a la conclusión de que
haber perdido la tabla a manos de los zombis era la causa de su desánimo.
Pero sabía que no era verdad. Si bien era muy
consciente de la importancia de devolver la tabla a Helm, su pérdida no podía
producirle semejante angustia. Los motivos auténticos de su aflicción eran la
muerte del clérigo y la incertidumbre sobre el destino de Medianoche. No tenía
manera de saber qué le había pasado, pero estaba seguro de que no habría podido
eludir el remolino.
«Deja de pensar —se dijo a sí mismo—. Deja de
pensar antes de que sea demasiado tarde.» De pronto Kelemvor deseó poder dormirse
y descubrir al despertar que los zombis y el río subterráneo habían sido una
pesadilla. Sin embargo, no se atrevió a cerrar los ojos. Podía estar muy
confuso, pero sabía que si se dormía acabaría muerto por congelación.
Un momento más tarde, desaparecieron los
temblores y sus músculos comenzaron a envararse. Kelemvor sabía que era una
señal de que se acercaba a la muerte. Movió las piernas y golpeó los puños
contra la capa negra debajo de su pecho.
El hielo no se rajó, ni se partió ni estalló;
no hubo ningún cambio. Ya se podía dar por muerto en vida. «Esto me convierte
en un zombi —pensó Kelemvor—, igual que los de la caravana.» Festejó sin humor
la macabra ocurrencia.
Pero ser un muerto viviente era mejor que lo
que les había sucedido a Adon y Medianoche.
«Olvídalo —se dijo para sus adentros—. Pensar
en el pasado sólo te producirá más pena. Primero sobrevive, después piensa.»
Dejar de pensar era más fácil de decir que de
hacerlo. Si Kelemvor no hubiese insistido en rescatar a la caravana, si no hubiese
sido tan testarudo, sus amigos todavía estarían vivos. En cambio, se había
mostrado tan obcecado como siempre. Pensó que tal vez merecía morir.
—¡Basta ya! —Gritó las palabras en voz alta,
con la esperanza de despertarse de su marasmo.
El cuervo soltó un graznido, como si quisiera
sugerirle que se muriera de una vez.
—Pues busca una daga, o una piedra afilada —le
dijo Kelemvor al pájaro—. No puedo matarme sólo con las manos.
El pájaro inclinó la cabeza, se alisó las
plumas y dirigió al joven una mirada severa.
El guerrero tendió una mano y recogió un trozo
de madera bien grueso. El cuervo se preparó para remontar el vuelo, pero
Kelemvor no tenía la intención de volver a atacarlo. Empuñó el palo como un
garrote, se giró hacia la derecha todo lo que pudo y descargó un golpe contra
el hielo.
Un crujido muy fuerte sonó por todo el lago y
fue devuelto por el eco del acantilado en el extremo opuesto. Kelemvor intentó
mover una pierna, sin ningún resultado. Levantó el palo y volvió a golpear. Se
escuchó otro estampido. El garrote se partió en dos, y uno de los trozos voló
sobre la superficie helada, y el guerrero se vio sujetando una estaca de un par
de palmos de longitud.
El cuervo graznó varias veces y abandonó el
pino. Se posó en la playa, fuera del alcance del hombre, y volvió a graznar.
Kelemvor pensó en arrojarle el madero al
pájaro, pero renunció a la idea. La rama rota no era gran cosa como
herramienta, pero no tenía otra cosa. En lugar de atacar al cuervo, empuñó la
madera como si fuese una daga, y golpeó el hielo con el extremo agudo.
Notó que algo cedía, así que continuó con los
golpes, sin darse cuenta de que sus movimientos eran cada vez más frenéticos y
poco precisos. Por fin, se detuvo para ver los resultados. Había convertido el
extremo del palo en pulpa. Le dolía la mano por la fuerza de los golpes, pero
el ejercicio le había dado un poco de calor.
El hielo negro apenas si mostraba unas marcas.
Era mucho más duro que la madera, y los esfuerzos del guerrero no habían hecho
mella. Si pretendía abrirse camino a golpes, tendría que encontrar algo más
duro que la madera, más duro que el hielo.
Kelemvor pensó en el pedernal guardado en la
bolsita colgada de su cuello, y luego descartó la idea; no eran más que
trocitos que empleaba para encender el fuego. Podían llegar a servir como
picos, si los sujetaba en la punta de un palo, pero no tenía medios para
hacerlo. Además, los perdería si se soltaban, y ése era un riesgo que no podía
correr. En el momento que consiguiese escapar del hielo, los necesitaría para
encender una hoguera. Utilizaría el pedernal cuando no tuviese ningún otro
recurso, consciente de que sería un esfuerzo inútil.
Volvió su atención a la playa. Con el trozo de
palo, podría alcanzar otros objetos. Por desgracia, lo único que había eran más
ramas y el cuervo. La desesperación invadió al guerrero mientras pensaba que no
podía hacer nada más por salvarse, que la capa de hielo era demasiado gruesa y
dura. Iba a morir, como los otros...
«No pienses en ellos —se reprochó a sí mismo—.
Si lo haces, perderás toda esperanza, y querrás morir.»
Y Kelemvor deseaba vivir. En cierta manera, se
sorprendió de que así fuese, pero tenía muy claro que no quería morir.
El cuervo se acercó a saltitos hasta quedar al
alcance del guerrero. Simuló no prestar atención al joven, si bien era difícil
saber hacia dónde miraban sus ojos negros. Tal vez el pájaro quería poner a
prueba al hombre, tratar de saber cuánto tiempo más tardaría en morir.
—Ya puedes esperar, porque no pienso darme
prisa —gruñó Kelemvor.
La respuesta del cuervo consistió en inclinar
la cabeza, abrir el pico y graznar. El guerrero pensó en el pico escarbando en
sus ojos, en las garras puntiagudas clavadas en sus orejas y la nariz.
Pestañeó.
Entonces se le ocurrió una idea que no era
racional sino producto de la locura inducida por el frío. Rascó el hielo con
las uñas y vio que había levantado unas virutas pequeñísimas. Desde luego,
Kelemvor sabía perfectamente, pese a estar desquiciado, que habría muerto antes
de poder abrir una brecha en el hielo sólo con sus propias uñas.
Pero las garras del cuervo eran más afiladas
que sus uñas, y había muchas aplicaciones para el pico. Como si hubiese
adivinado sus pensamientos, el cuervo vigiló a Kelemvor con mucha atención.
—Creo que dormiré un poco —dijo el guerrero,
sorprendido de su voz pastosa. En su desvarío, tuvo miedo que el pájaro no
entendiera sus palabras si las pronunciaba mal.
El cuervo, como es lógico, no dio ninguna
señal de haberlo entendido.
Kelemvor apoyó la cabeza sobre los brazos y
entreabrió un ojo sólo lo justo para espiar al pájaro. Resultaba agradable
descansar la cabeza, y descubrió que por fin sentía calor. Tenía mucho sueño, y
el cansancio de tanto nadar acabó por dominarlo. Cerró los dos ojos.
Diez minutos más tarde, el cuervo decidió investigar
al hombre inmóvil. Remontó el vuelo y dio un par de vueltas sobre Kelemvor.
Después se posó a un palmo de la cabeza y miró atentamente el rostro del
guerrero. Tenía los ojos bien cerrados y su respiración era tan débil que no se
notaba.
El pájaro se adelantó y dio un picotazo en la
nariz del héroe. Al ver que no se movía, descargó otro picotazo y esta vez se
llevó un trozo de carne.
Kelemvor se despertó sobresaltado y vio la
forma negra delante de sus ojos. La confusión mental no le impidió comprender
que el cuervo era el culpable de su dolor. Movió los brazos; su mano derecha
apretó las plumas grasientas del pájaro y la izquierda sujetó una de las patas.
El hombre pudo oír el chasquido del hueso al partirse.
El cuervo graznó al tiempo que lo atacaba con
la pata libre. Kelemvor cerró los ojos. Las garras le desgarraron la frente. El
joven gritó y el pájaro insistió en su ataque; pretendía cortar los párpados y
arrancarle los ojos.
Kelemvor soltó al pájaro y se protegió la
cara. Un segundo después, las alas batieron el aire y el cuervo remontó el
vuelo. El guerrero se enjugó la sangre de la frente y buscó al ave con la
mirada. La pelea había bombeado adrenalina en sus venas, y Kelemvor pudo pensar
con la claridad suficiente para preguntarse cómo había podido llegar a creer
que podía cortar treinta centímetros de hielo con las garras de un cuervo.
—¡Sucio pajarraco! —gritó el héroe, pasándose
los dedos por las heridas.
El cuervo realizó varios círculos y luego puso
rumbo al oeste. Un tanto alarmado, Kelemvor vio que el sol comenzaba a ponerse
y que sólo disponía de un par de horas de luz.
Comenzó a sentirse solo y asustado, y se
arrepintió de haber espantado al pájaro. Era verdad que pretendía devorar sus
despojos, pero le había hecho compañía.
Kelemvor notó que ya no tenía sensación en las
piernas, y que sus manos habían tomado una coloración azul. Estaba a punto de
convertirse en un trozo de hielo. Movió las manos e intentó dar puntapiés, con
la esperanza de estimular la circulación y calentarlos un poco. Pero era una
solución momentánea. Si pensaba salir con vida, necesitaba calentarse. Por
fortuna, lo que necesitaba lo tenía a su alcance.
Con la esperanza de que esta idea no fuera
otro desvarío producto del frío, comenzó a recoger lo necesario para hacer una
hoguera. Se estiró todo lo que pudo y quitó la nieve de los matojos de hierba.
Después los arrancó de raíz y los guardó en el interior de la camisa; continuó
con la operación hasta que no tuvo más lugar. El guerrero trabajaba más que
nada por instinto, porque había encendido mil fuegos y confiaba más en su
intuición que en su mente confusa.
Luego, recogió toda la leña a su alcance y
separó los trozos pequeños de los grandes. En cuestión de minutos, tenía tres
pilas de troncos. Por último, seleccionó los seis palos más grandes y los
colocó a su izquierda, uno al lado del otro para formar una pequeña plataforma.
Por experiencia, sabía que una vez bien encendido el fuego, las llamas
evaporarían el hielo. Pero en los primeros momentos, había que mantener el fuego
separado del hielo.
Kelemvor cogió un puñado de hierba y lo frotó
entre las palmas para secarlo. Lo puso sobre la plataforma y repitió el proceso
hasta tener una pequeña montaña de hierba bastante seca. Luego buscó la yesca y
el pedernal y comenzó a golpearlos. Tras cinco minutos de angustias y
esfuerzos, una de las chispas encendió una brizna de hierba, luego dos, y
después varias más. El guerrero agregó más puñados y, en cuanto ardieron,
acercó varias ramas al fuego para secarlas.
Medio minuto más tarde, Kelemvor se echó a
temblar y ya no pudo sostener las ramas. Las dejó sobre el fuego; la madera
humeó y, por fin, una rama se encendió. El joven sopló la llama con suavidad y
comenzaron a encenderse otras dos ramas.
Kelemvor guardó la yesca y el pedernal. Al
cabo de unos instantes, tenía ante sus ojos un círculo de llamas anaranjadas.
La brisa rozó su cuerpo, y le sopló humo y cenizas a la cara. Se le llenaron
los ojos de lágrimas y tosió, pero no le importó. Para él, el humo tenía el más
dulce de los perfumes y la tos era un precio ínfimo a pagar por el calor. Muy
pronto, dejó de temblar y tuvo todo el torso caliente.
Después de diez minutos, Kelemvor ya no se
sintió confuso. Estaba cansado y entumecido de cintura para abajo, pero había
desaparecido la somnolencia. Su coordinación motora había vuelto a la
normalidad. El fuego había hecho una pequeña concavidad en la placa negra, y el
héroe se sintió más tranquilo al ver que se derretía como cualquier otro hielo.
Ahora, sólo tenía que encontrar una manera de poder partirlo.
Consideró la posibilidad de encender otro
fuego en el lugar donde sus caderas desaparecían en el lago helado, pero la
descartó. No tenía a su alcance la madera suficiente para una hoguera capaz de
fundir tanto hielo. Lo que necesitaba era algo con qué picar, y esto
significaba buscar algo duro.
El lago estaba rodeado por todo tipo de
acantilados, peñascos y rocas, pero no había ni un canto rodado a su alcance.
Todos se encontraban sepultados en la arena.
Unos minutos antes, el significado de este
último pensamiento se le habría escapado. Pero ahora, que ya no tenía frío, su
mente había recuperado la agudeza. Con renovados bríos, empuñó el palo más
fuerte a su alcance y comenzó a cavar en la arena que tenía delante.
A diez centímetros debajo de la superficie,
encontró la primera piedra. Era redonda y del tamaño de un puño, útil para
lanzar, pero no para picar hielo. Cavó un poco más. La segunda piedra era un
poco mejor; tenía casi el mismo tamaño pero con aristas. La dejó a un costado
junto con la otra.
Aumentó la profundidad del agujero, y un palmo
más abajo, dio con la piedra ideal. Un trozo de granito gris que para el
guerrero era más hermoso que cualquier diamante. Tenía el tamaño adecuado para
poder sostenerla con una sola mano, uno de sus extremos acababa en una punta
bien aguda; el otro, suave y curvo, permitía sujetarlo sin dificultad.
Kelemvor cogió la piedra, levantó el brazo y
descargó el golpe contra el hielo cerca de su cadera. Una lluvia de esquirlas
negras voló por el aire. Dio una docena de golpes más para crear una grieta. El
resultado fue una docena de marcas pequeñas.
En lo alto de la pendiente, sonó un aleteo. El
cuervo se posó debajo de su pino, sin tocar el suelo con la pata izquierda. Con
la mirada puesta en la pata herida, Kelemvor se disculpó:
—Lamento haberte hecho daño.
El cuervo inclinó la cabeza; incapaz de
aguantar mucho tiempo apoyado en una sola pata, se acomodó sobre la roca como
si fuese un nido. El guerrero sonrió y le mostró la piedra.
—Creo que la cena se demorará un poco —dijo.
La cabeza del pájaro se movió dos veces. Si la
mente de Kelemvor hubiese estado más confundida, podría haberlo tomado por un
sí, como si el cuervo hubiese dicho: «Postergada, pero no cancelada».
El guerrero decidió ignorar al cuervo y
comenzó a picar debajo de su pecho, donde el hielo era más delgado. Para su
gran alegría, consiguió romper un trozo grande de forma irregular. Continuó con
los golpes a partir de la brecha en dirección a la cintura, y abrió una grieta
que señalaba más o menos hacia su cadera derecha.
Trabajó durante veinte minutos, con algunas
pausas para alimentar el fuego. En este tiempo, pudo ampliar la grieta hasta la
mitad de la cadera. Entonces, cuando el sol se ocultó detrás de las colinas del
páramo y el cielo se volvió de color rosa, el fuego acabó de atravesar el
hielo, y se hundió en el agua con un chisporroteo.
—No —gritó Kelemvor.
El aullido de un viento helado fue la única
respuesta a su queja.
De inmediato, el guerrero tuvo frío. Intentó
salir del hielo, confiado en que la raja era lo bastante grande para librarse.
Sus caderas no se movieron.
Buscó más hierba para encender otro fuego, y
descubrió que ya había gastado casi toda. Para colmo, sólo había unos pocos
leños a su alcance. Incluso si conseguía encender la hoguera, no duraría
durante la noche.
Desesperado, golpeó el hielo con la frente y
maldijo. Una vez más se le entumecieron las manos, y fue consciente de que no
quedaba mucho calor en su cuerpo. Por fin, Kelemvor se permitió pensar lo
impensable; se había equivocado al insistir en el rescate de la caravana. Su
tozudez sólo había servido para matar a Adon y probablemente también a
Medianoche.
—¡Amigos! —gritó—. ¡Perdonadme! ¡Por favor,
Medianoche! ¡Oh, Medianoche! —Continuó gritando el nombre de la hechicera,
hasta que no pudo soportar más el eco que le devolvía su nombre.
Cuando Kelemvor dejó de gritar, el cuervo voló
hasta la playa y se posó donde no llegaban los brazos del hombre. Graznó tres
veces, como si quisiera sugerirle que se diera por vencido. La prisa del cuervo
enfureció al guerrero.
—¡Todavía no, carroñero! —gruñó. Recogió la
primera piedra que había encontrado, la pequeña y redonda, y se la tiró. No
hizo blanco, pero el cuervo entendió la indirecta y remontó el vuelo. Mientras
el pájaro desaparecía en el crepúsculo, empuñó el pedrusco y picó con furia el
hielo por su lado izquierdo. Si tenía que morir, lo haría sin dejar de luchar
hasta el final.
Kelemvor estaba tan furioso que no advirtió
las pequeñas grietas provocadas por sus golpes. Cinco minutos más tarde, se
abrió una grieta en la placa negra que iba desde sus hombros hasta el boquete
hecho por el fuego. Sólo necesitó otros diez minutos para ampliar la brecha
hasta la cadera izquierda.
Luego, mientras los tonos cálidos del
crepúsculo daban paso a los violetas de la noche, se rompió el trozo de hielo
debajo del pecho del guerrero. Kelemvor empujó el cuerpo hacia adelante, libre
de la mordaza de hielo en las caderas. Sin perder tiempo en celebrarlo, se
movió por la arena dedicado a recoger hierbas y madera.
Después de encender el fuego, Kelemvor se
quitó los pantalones helados y las botas para examinar sus pies y piernas. Las
piernas estaban hinchadas y sin sangre, pero se recobrarían con tiempo y calor.
Sus pies estaban mucho peor. Blancos, entumecidos y helados al tacto.
Kelemvor había servido en suficientes campañas
de invierno como para poder reconocer al instante un caso de congelación.
13
Oscuro despertar
Medianoche se despertó de un sueño muy
profundo, con el cuerpo dolorido y rígido. En sus sueños se encontraba en una
cama seca de una posada caliente, y se sintió confusa y desorientada cuando
abrió los ojos y descubrió otra cosa. La oscuridad era tan profunda que no
podía ver más allá de su nariz, y estaba tendida boca abajo sobre la arena fría
con medio cuerpo metido en el agua. A sus espaldas, una catarata descargaba su
torrente en la superficie de un pequeño estanque.
La cascada le recordó a Medianoche su viaje
por la corriente subterránea y la horrible caída por el remolino. La hechicera
había acabado en el estanque. Después, había flotado sin rumbo hasta llegar a
la orilla donde ahora se encontraba.
Medianoche no lo sabía, pero esto había
ocurrido diez horas antes. Agotada por la lucha en el río y el hechizo
fracasado, se había quedado dormida tan pronto como había desaparecido el
peligro. Ahora se sentía rejuvenecida física y mentalmente, pero emocionalmente
estaba deshecha. Adon había muerto, y esto ensombrecía la alegría y la sorpresa
por su propia salvación.
La joven deseaba culpar a cualquier otro por
la muerte del clérigo, y no resultaba difícil hacer recaer la responsabilidad
en Kelemvor. Si el guerrero no hubiese insistido en socorrer a la caravana, los
zombis jamás habrían dado alcance al grupo y Cyric no los habría pillado
desprevenidos.
Pero este razonamiento no se aguantaba, y
Medianoche lo sabía. Había demasiadas coincidencias y contingencias. La rápida
recuperación de Cyric resultaba inimaginable, y la maga no conseguía entender
cómo había sido posible. Pero a la vista de que se había salvado, era lógico
pensar que el ladrón les daría alcance y los atacaría. Medianoche había estado
tan ciega como Kelemvor a esta posibilidad, y no era justo culpar al guerrero
por no haber previsto algo que ella tampoco había sabido hacer.
Si alguien tenía que ser responsable de la
muerte de Adon, entonces la culpa recaía en ella. No tendría que haberse dejado
convencer por sus amigos para no matar a Cyric cuando había tenido la
oportunidad. Sólo la hechicera había sido testigo de la brutalidad del ladrón,
y tendría que haber previsto que su fuerza de voluntad y su despiadada ambición
le darían las fuerzas para perseguirlos.
No volvería a cometer la misma equivocación.
No podía hacer nada para devolverle la vida al clérigo, pero si conseguía
escapar de la caverna y volvía a encontrar a Cyric, se encargaría de vengar la
muerte de Adon.
Al pensar en la huida, los pensamientos de
Medianoche se volvieron hacia Kelemvor, al que también suponía en el interior
de la cueva. El guerrero había caído al arroyo detrás de ella, y, desde
entonces, no había sabido nada más de él. No obstante, resultaba lógico
considerar que el remolino lo habría arrastrado hasta este lugar. Quizá se
encontraba unos metros más allá, convencido de estar solo en la oscuridad.
—¡Kelemvor! —gritó Medianoche, poniéndose de
pie. Su voz resonó en las paredes invisibles de la cueva, apenas audibles sobre
el rugido de la catarata—. ¿Kelemvor, dónde estás? —Una vez más, el eco fue la
única respuesta.
De pronto, un pensamiento horrible apareció en
su mente. Ella había conseguido salvarse, pero esto no garantizaba que el
guerrero estuviese con vida. Kelemvor llevaba las alforjas con la tabla, y
quizá se había ahogado en su intento por no perderla. Con mayor desesperación,
volvió a gritar:
—¡Kelemvor —gritó con más desesperación—,
respóndeme!
Él no respondió. Medianoche imaginó el cuerpo
ahogado del guerrero flotando debajo de la cascada, y sacó su daga. Invocó el
hechizo para tener luz mágica, y el puñal comenzó a resplandecer con una luz blanca
muy intensa. Pero al cabo de un instante, el acero alcanzó una temperatura
altísima y la maga lo dejó caer cuando le quemó los dedos. Enfadada por el
fracaso de su magia, se arrodilló y metió la mano en el agua fría del lago.
Sin embargo, la luz de la daga le permitió ver
que se encontraba en la orilla de un estanque oscuro. Unos seis metros más
allá, por un agujero del techo entraba el agua de la cascada que creaba una
capa de espuma en la superficie del lago. El techo estaba a unos cinco metros
de altura y tenía una forma abovedada como el de una catedral. Centenares de
estalactitas colgaban del mismo, con sus puntas resplandecientes de humedad.
Gotas de minerales, con su superficie áspera y rugosa como la piel de dragón,
brotaban de las paredes. Por todas partes, se veían las bocas de túneles que se
perdían en las profundidades. Medianoche gritó:
—¡Kel!
Su voz resonó en las paredes, para luego
esfumarse en el fragor de la catarata. Estaba sola, perdida bajo tierra. Adon
había muerto y Kelemvor desaparecido; tal vez, muerto. Como si quisiera
remarcar su angustia, la luz blanca de la daga desapareció para dar paso a un
tenue resplandor rojizo. La maga miró el puñal y vio que se había convertido en
una pequeña masa de metal fundido; se enfriaba poco a poco y no tardaría en
desaparecer el último vestigio de luz.
La hechicera analizó su situación. Comprendió
que, incluso si le resultaba imposible encontrar la manera de salir a pie de la
caverna, no estaba atrapada. En último extremo, siempre podía apelar a la magia
para escapar. No podía confiar mucho en los resultados y entrañaba riesgos,
pero si no tenía más alternativas no vacilaría en intentarlo.
Una vez resuelta esta primera preocupación, le
resultó más fácil pensar con tranquilidad. En segundo lugar, consideró el hecho
de estar sola. Sin duda, Adon había muerto. Si la flecha de Cyric no le había
matado en el acto, la caída al torrente subterráneo habría acabado con él. Pero
la única prueba de que Kelemvor se había ahogado eran sus conjeturas, inspiradas
más por la soledad y el miedo que no por los hechos. Después de todo, el
guerrero era más fuerte que Medianoche, y ella se había salvado. Incluso con el
peso de las alforjas, sus posibilidades de supervivencia eran mayores que las
suyas. Resultaba más lógico pensar que él había salido del agua en algún otro
lugar de la caverna.
Por último, Medianoche fue consciente de que
si bien no sabía dónde estaba, tenía que ser algún punto debajo del castillo de
Lanza de Dragón. De acuerdo con las palabras de Bhaal, la entrada al reino de
la Muerte también se encontraba debajo de las ruinas del castillo.
La hechicera decidió que lo más sensato era
explorar la caverna. Con un poco de suerte, podría encontrar a Kelemvor o dar
con el reino de la Muerte. Por desgracia, necesitaba luz. Pensó en emplear el
metal fundido de la daga para encender una antorcha, pero no tenía nada para
utilizar como combustible.
Una vez más, debía apelar al uso de la magia.
Desprendió de su cinturón la funda de la daga y recitó el encantamiento para
crear luz. Esta vez, se produjo un fuerte destello. El súbito relámpago cegó a
la hechicera, que permaneció aturdida y mareada mientras se encendían y
apagaban puntos blancos en su campo de visión.
En cuanto su vista recuperó la normalidad,
descubrió que permanecía rodeada de la más total oscuridad. Su magia había
vuelto a fallar. Se resignó a la falta de luz, y comenzó a recorrer la orilla
del lago. Avanzó con muchas precauciones; tanteaba el terreno con el pie antes
de cada paso y movía las manos delante de ella para localizar cualquier
obstáculo invisible.
Medianoche, que cada pocos segundos se detenía
para llamar a Kelemvor, no tardó en descubrir que el eco de su voz le daba
indicios acerca del tamaño y la forma de la caverna. Cuanto más tardaba en escuchar
el eco, más lejos estaba de las paredes. Si caminaba en círculo y no dejaba de
gritar, podía hacerse una idea de cómo era la forma de la cueva.
Con esta intención, no tardó en dar la vuelta
al lago. Al parecer, tenía casi cien metros de diámetro, si bien era difícil
estar segura dadas las muchas vueltas y revueltas de la orilla. La única
entrada de agua audible era la catarata, y la única salida la daba un pequeño
arroyuelo en el lado opuesto.
A la vista de que no había encontrado otras
salidas, la hechicera caminó sin prisa a lo largo del arroyo. Una y otra vez
gritaba el nombre de Kelemvor, y encaminaba sus pasos en la dirección donde el
eco tardaba más en volver. No resultaba fácil precisar el tiempo y la
distancia, pero Medianoche comprendió que la cueva era inmensa.
La hechicera siguió el curso sinuoso del
arroyo durante un tiempo que calculó en unas dos horas. De vez en cuando, el
pasillo se ensanchaba hasta convertirse en amplios salones. A juzgar por los
ecos, estimó que docenas de habitaciones y pasadizos laterales desembocaban en
cada uno de estos salones. Si bien Medianoche se detuvo para gritar delante de
las aberturas, tuvo mucho cuidado en no apartarse de la vía de agua. Era el
único rumbo seguro a su disposición. Sospechaba que si Kelemvor había caído por
el remolino, la mejor manera de encontrarlo sería a lo largo del arroyo.
Por fin, el riachuelo entró en otra cueva
donde había otro estanque. Medianoche exploró cuidadosamente las orillas del
lago, pero no pudo encontrar el lugar donde desaguaba. En uno de los lados, un
burbujeo suave sugería que el agua salía por un pasaje subterráneo. La
hechicera se sentó, frustrada.
Durante un rato muy largo, Medianoche intentó
pensar en el destino de Kelemvor y en su actual paradero. Después de mucho
analizar, llegó a la conclusión de que en última instancia, el guerrero
marcharía a Aguas Profundas. En el caso de estar con vida, que era lo único que
la maga se permitió dar por cierto, la joven sabía dos cosas que acabarían por
forzarlo a tal decisión. La primera, que la tabla debía ser llevada a Aguas
Profundas. La segunda, que el destino final de Medianoche también era la Ciudad
de los Prodigios. Si existía alguna posibilidad remota de que se volviesen a
encontrar, el sitio sería aquél.
Mientras la hechicera pensaba en la situación
de Kelemvor, una silueta blanca flotó al interior de la caverna desde uno de
los pasajes laterales. Tenía la forma de un humano, pero al parecer estaba
hecha de luz. Su resplandor era tan intenso que alcanzaba a iluminar todo lo
que había en un radio de seis metros a su alrededor.
—¿Quién eres? —preguntó Medianoche. Tenía
miedo de la aparición pero también una gran curiosidad.
La figura se volvió y se acercó hasta unos
tres metros de la joven; luego se detuvo y la miró sin pronunciar palabra.
Tenía las facciones de un hombre robusto: barba espesa, mandíbula cuadrada y
ojos de mirada firme, todo hecho de luz. El cuerpo, también de luz blanca,
mostraba la musculatura de alguien habituado a las tareas pesadas, quizás un
herrero.
Después de estudiarla por un instante, la
silueta le dio la espalda y se movió en dirección a un corredor opuesto al que
había utilizado en su entrada.
—¡Espera! —gritó Medianoche, mientras se ponía
de pie—. Ayúdame. Estoy perdida.
El espectro no le prestó atención. La
hechicera corrió tras él, en un intento de mantenerse dentro de la zona
iluminada. Casi de inmediato, se acabó el suelo de arena y después de unos
cuantos metros de cascajos, el terreno apareció cubierto de piedras grandes. A
pesar de lo difícil que resultaba avanzar, Medianoche siguió a la figura blanca
que era su única fuente de luz.
No tardó mucho tiempo en descubrir que la
aparición iba siempre en la misma dirección. En diversas ocasiones, el túnel
desembocaba en grandes salones y la maga tuvo miedo de perder de vista a la
silueta, porque había peñascos, grandes desniveles y pendientes. Una vez estuvo
a punto de caer en un pozo, y en otra tuvo que salvar una grieta muy profunda.
Sin embargo, gracias a su carrera desesperada consiguió mantenerla a la vista.
Luego de cinco horas de marcha agotadora, la
silueta flotó a una gran zona oscura. El techo estaba a unos cinco metros de
altura, pero Medianoche no alcanzó a ver el extremo más alejado de la cueva.
Mientras corría detrás del espectro, los ecos de las piedras que desprendía con
sus pies parecían sonar muy lejanos. La maga gritó el nombre de Kelemvor; el
sonido de su voz se perdió en la oscuridad, y le pareció que esta caverna debía
de ser inmensa.
Medianoche continuó la persecución. Cinco minutos
más tarde, llegaron a una pared de granito suave. Un picapedrero experto había
encajado los bloques con tanta precisión que no había ni un solo intersticio, y
las superficies estaban pulidas hasta dejarlas lisas como el mármol. El muro
iba desde el suelo hasta el techo. Entusiasmada, la hechicera siguió a la
silueta, con una mano apoyada en la fría superficie de la pared.
Por fin, llegaron a una calle adoquinada que
atravesaba el muro. A diferencia de la pared, el camino mostraba señales de su
antigüedad. Algunos adoquines estaban partidos o hundidos en el suelo, mientras
que se veían otros sueltos y desparramados.
La calle cruzaba la pared a través de un túnel
abovedado. Unos grandes y pesados rastrillos de bronce cerraban cada extremo de
la bóveda. A cada lado del arco principal, había pequeñas arcadas con la altura
aproximada de un hombre. Estos túneles estaban cerrados con puertas de bronce.
La puerta del túnel más cercano colgaba de las
bisagras, y la silueta penetró en el pasadizo sin vacilar. Medianoche se
escurrió detrás de ella por la abertura. Una vez más, la albañilería era
impecable. Cada piedra estaba cortada con precisión y puesta en su sitio sin
fisuras con la siguiente, y las dovelas no se habían deslizado ni un milímetro
a lo largo de millares de años.
Al otro extremo del túnel, llegaron a otra
puerta entreabierta, también revestida en bronce. El espectro pasó al otro lado
y desapareció. La hechicera empujó la placa de bronce para abrirse paso. Los
goznes chirriaron por la falta de aceite.
La calle continuaba al otro lado en línea
recta, pero ahora tenía bordillos y aceras. A cada lado se levantaban edificios
cuadrados de dos plantas. Estaban construidos con bloques de granito, con un
estilo sencillo y práctico. En la planta baja, una puerta rectangular conducía
al interior de la vivienda, y en el primer piso aparecían una o dos ventanas
con vista a la calle. Era evidente que los habían edificado albañiles expertos,
pero Medianoche alcanzó a ver algunos pequeños signos de deterioro: piedras
sueltas o grietas entre los bloques.
Pero no fueron los edificios lo que captó el
interés de Medianoche. Los espectros blancos de un millar de hombres y mujeres
flotaban por todas partes, y sus formas resplandecientes iluminaban la ciudad
con una luz pálida y titilante. El rumor espeluznante de sus conversaciones
resonaba por todas las calles.
Al ver a tantos fantasmas en un mismo lugar, a
Medianoche se le ocurrió que ése debía de ser el lugar de reunión para las
ánimas como la que había seguido hasta la ciudad. Un momento más tarde, llegó a
la conclusión de que las formas resplandecientes eran los espíritus de los
muertos. Cuando vio que los espectros no le prestaban ninguna atención, la
hechicera comenzó a caminar calle abajo. Tenía miedo, pero no estaba dispuesta
a que el temor le impidiera realizar sus propósitos. Si esta ciudad era el
reino de la Muerte, entonces la otra Tabla del Destino debía de estar oculta en
algún lugar cercano. Su misión consistía en recuperarla y marcharse de allí a
toda prisa. Luego buscaría a Kelemvor.
No había recorrido la mitad de la primera
manzana cuando un espectro se acercó a ella. Tenía la forma de un hombre mayor,
con arrugas en la frente y unas esferas de luz en el lugar de los ojos.
—¿Jessica? —preguntó el hombre, mientras
tendía una mano para sujetar el brazo de Medianoche—. ¿Eres tú? No quería
marcharme hasta que estuviésemos juntos.
—No. Usted busca a otra persona —respondió la
hechicera, dando un paso atrás para evitar el contacto.
—¿Estás segura? —dijo el espectro,
desilusionado—. No puedo esperar mucho más.
—No soy Jessica —afirmó Medianoche, tajante.
Luego, con un tono más amable, añadió—: No se preocupe. Estoy segura de que
ella vendrá cuando llegue su hora. Puede esperarla.
—¡No, no puedo! —exclamó el espíritu—. No
tengo tiempo. ¡Ya lo verá! —Tras estas palabras, la figura dio media vuelta y
se alejó.
Después de la marcha del espectro, Medianoche
continuó su camino. En varias ocasiones, las formas se acercaban a ella para
preguntarle si era uno de sus seres queridos o un amigo, si bien ninguna
parecía tan confusa como el anciano. La hechicera se deshizo de ellas con una
negativa cortés, sin dejar de caminar.
A lo largo de las dos primeras manzanas, no
vio más que tiendas vacías en la planta baja, con las viviendas en el primer
piso. Medianoche asomó la cabeza en cuatro de estas casas. En todas, se
encontró ante un pequeño grupo de espectros. Dos de estos grupos la invitaron a
entrar, un tercero no le hizo caso, y los integrantes del cuarto le pidieron
con mucha rudeza que los dejara en paz.
Cuanto más se adentraba en la ciudad, no podía
menos que sentirse impresionada por la planificación y la concepción de su
arquitectura. Las calles se cruzaban en ángulo recto, y las manzanas eran casi
iguales en tamaño. Pero los edificios no eran feos o carentes de interés, sino
que habían sido diseñados con un concepto espartano. Tenían una forma de cubo y
fachadas simétricas que los hacían tan funcionales como estéticos. Las paredes
exteriores estaban decoradas con unas sencillas líneas talladas que replicaban
el diseño rectangular de las estructuras. Las puertas siempre aparecían en el
centro de la casa, con un número igual de ventanas a cada lado. La sencillez de
la arquitectura produjo en Medianoche una sensación de paz y tranquilidad.
La tercera manzana de la ciudad la ocupaba una
sola construcción que se elevaba hasta el techo de la caverna. Esta casa
carecía de puertas y ventanas, y la única abertura era un gran arco en mitad de
la manzana. Medianoche cruzó la arcada y entró en el edificio.
Cuando salió al otro lado se encontró en un
enorme patio abierto. En tres de los lados había paseos de tres pisos que
permitían el acceso a amplias habitaciones que también tenían arcadas en lugar
de puertas. Un edificio de grandes dimensiones, construido sobre pilares del
más fino mármol blanco, dominaba el final del patio a la izquierda de
Medianoche. El altar a la entrada indicaba que se trataba de un templo.
En el lado opuesto a esta construcción,
docenas de espectros descansaban en el borde de una fuente de mármol. En el
centro de la fuente, se elevaba un magnífico chorro de agua que se convertía en
niebla en el punto más alto. Una extraña sensación de armonía parecía emanar
del surtidor, y Medianoche se sintió atraída hacia sus aguas.
Los espectros cercanos a la fuente no le
prestaron la menor atención, así que la joven se acercó y espió en el estanque.
El agua estaba tan inmóvil como el hielo y era negra como el corazón del dios
de los Asesinos, pero también tenía la transparencia del cristal. A la
hechicera le pareció que miraba a otro mundo, donde la paz y la tranquilidad
reinaban soberanas.
Debajo del agua había una gran planicie de luz
ondulante. Se extendía en todas las direcciones hasta donde alcanzaba a ver y
la maga tuvo la sensación de que podía ver el confín de los Reinos. La llanura
no tenía ninguna característica particular, excepto que millones de figuras
diminutas se movían por ella.
Al mirar la magnífica llanura, un sentimiento
de serenidad y destino suplantó el dolor de la hechicera por la muerte de Adon
y su ansiedad acerca de la ausencia de Kelemvor. Sintió que no pasaría mucho
tiempo antes de que ella y sus amigos volvieran a reunirse. Medianoche no
conseguía entender por qué pensaba de esta manera, pero sospechaba que tenía
alguna relación con la vasta planicie de allá abajo. Una voz áspera y profunda
interrumpió la abstracción de la hechicera.
—Lamento verla aquí.
Medianoche apartó la mirada de la fuente y vio
al espectro que le había dirigido la palabra. La forma le era familiar, y no
pudo evitar la sorpresa. La voz pertenecía a Kae Deverell, pero para ella, la
figura sería siempre la de Bhaal.
—No lo lamente —respondió Medianoche.
—¿Y
sus amigos?, no recuerdo sus nombres, ¿cómo están? —preguntó
Deverell, mientras se sentaba en el borde de la fuente.
—No sé nada de Kelemvor —contestó la
hechicera—, pero Adon está por algún sitio de este lugar.
—¿Y el halfling? ¿Qué ha sido de Hurón?
—Murió en el paso de la Serpiente Amarilla
—dijo Medianoche. No entró en detalles. Recordar la traición de Cyric le
resultaba muy doloroso.
—Tenía la esperanza de escuchar mejores
noticias —comentó Deverell.
Un espectro atravesó de un salto la figura del
lord comandante y se zambulló en la fuente, para luego descender hacia la
llanura con movimientos suaves y lentos. Deverell metió una mano en el agua y
contempló el descenso del espíritu con una mezcla de envidia y temor.
—El olvido, cómo nos atrae —murmuró el hombre.
Cerró los ojos como si estuviese bebiendo un
largo trago de cerveza de su jarra en Cuerno Alto. Si bien su mano no
perturbaba la superficie del agua, el líquido negro le hacía olvidar el dolor y
la angustia de estar muerto, al tiempo que borraba la memoria de su vida. Por
fin, retiró la mano. El momento en que el cormyta saltaría a la fuente no
tardaría en llegar.
Tan pronto como morían, las almas de los
muertos eran atraídas por la magia de Myrkul a uno de los miles de lugares
iguales a éste, la Fuente de Nepente, un estanque o un pozo lleno con las
negras Aguas del Olvido. En otros tiempos, la atracción de Myrkul era tan
poderosa que un espectro se lanzaba casi de inmediato a las aguas oscuras, para
ir a parar a la planicie del otro lado.
Sin embargo, al estar el señor de los Muertos
separado de su morada, su magia se había debilitado considerablemente. Muchos
espectros conservaban la fortaleza necesaria para resistir a su atracción, si
bien sólo por algún tiempo. A través de todos los Reinos, los espíritus se
reunían alrededor de estanques, pozos y fuentes olvidadas, mientras intentaban
oponerse inútilmente a la llamada de la muerte final. Deverell apartó sus
pensamientos de la fuente y se fijó una vez más en Medianoche.
—Quisiera saber ¿quién tiene ahora las tablas?
¿Qué pasará con Cormyr y los Reinos?
—Kelemvor tiene una de las tablas —contestó la
hechicera, sin saber que mentía—. La otra está aquí, en alguna parte.
—¿Aquí? —exclamó Deverell, perplejo—. ¿Por qué
iba a estar aquí?
—Se encuentra en el castillo de los Huesos
—explicó Medianoche—. Myrkul fue quien la trajo.
—Entonces los Reinos están condenados —afirmó
el lord comandante.
—A no ser que yo pueda llegar al castillo y
recuperar la tabla —dijo la hechicera. Metió un dedo en el agua de la fuente. A
diferencia de Deverell, su dedo produjo ondas. El contacto con el agua la refrescó
y le dio alivio.
—¡Alto! —chilló Deverell, sujetándola del
brazo. Sus dedos se cerraron alrededor del hueso, al tiempo que dejaban fría y
entumecida la carne—. ¡Usted está viva!
—Sí —respondió Medianoche, de mala gana, sin
saber cómo interpretar la reacción del hombre.
—¡Saque la mano del agua! —La hechicera
obedeció; tal vez había ofendido al espectro al tocar la fuente. Más tranquilo,
Deverell añadió—: Usted está viva, y esto significa que todavía hay esperanzas,
pero no si permite que las aguas borren su memoria. Ahora bien, ¿qué significa
toda esa historia del castillo de los Huesos?
—Es allí donde está la otra tabla —contestó la
joven—. Tengo que penetrar en él y recuperarla. ¿Puede llevarme hasta allí?
—No —dijo Deverell, mientras su forma se volvía
aún más blanca. Miró en otra dirección—. No estoy listo para la Fuente de
Nepente. Incluso si lo estuviese, no he estado jamás en el reino de la Muerte.
—¿No es aquí? —exclamó Medianoche.
—Desde luego que no —replicó el lord
comandante—. Según los demás, estamos en Kanaglym.
—¿Kanaglym?
—Una ciudad construida por los enanos cuando
el Páramo Elevado era un lugar fértil y cálido.
—Pero ahora no hay enanos por aquí —comentó
Medianoche, mientras miraba alrededor de la fuente. Le era imposible imaginar
una época en que el Páramo Elevado hubiese sido fértil, y mucho menos cálido.
—No —asintió Deverell—. Jamás llegaron a
habitarla, al menos no por mucho tiempo. El pozo de la ciudad se secó cuando
sólo había pasado un año del final de las obras. Los enanos cavaron un pozo más
profundo en el mismo lugar del anterior. Por fin, encontraron un suministro de
agua ilimitado: las Aguas del Olvido. En menos de un mes, comprendieron su
error y rebautizaron su magnífico pozo con el nombre de Fuente de Nepente. Un
mes más tarde, la mayoría abandonó Kanaglym para siempre. Aquellos que se
negaron a marchar olvidaron donde vivían y se perdieron en las tinieblas.
—Así que éste no es el reino de Myrkul
—exclamó la hechicera, desilusionada—. Bhaal dijo que había una entrada al reino
de la Muerte debajo del castillo de Lanza de Dragón. Pensaba que la había
encontrado.
—Y lo ha hecho —afirmó Deverell. Inclinó la
cabeza en dirección a la fuente.
—¿Debajo del agua?
—Sí. Los enanos cavaron tan hondo que fueron a
dar con el reino de Myrkul —explicó el lord comandante.
—Entonces, no debe de ser difícil llegar hasta
allí —dijo Medianoche, con la mirada puesta en el estanque oscuro—. Con
contener un poco la respiración...
—No —la interrumpió Deverell—. No podrá entrar
a través del agua. Borrará todos sus recuerdos y emociones.
—Tengo otros medios para pasar —afirmó la
hechicera, más tranquila. En un primer instante había pensado en la
teletransportación, pero ahora una idea mejor había aparecido en su mente. Era
algo llamado caminomundo, que
creaba una conexión ultradimensional entre Planos.
Medianoche jamás había oído mencionar este
encantamiento, pero tenía muy claro el porqué podía utilizarlo. Luego, sin
pensar en el asunto de una manera consciente, comprendió que no sólo sabía cómo
realizar el hechizo, sino también cuál era su diseño, la teoría que lo hacía
funcionar y que Elminster era quien había desarrollado el hechizo original.
La hechicera estaba asombrada. No había ningún
motivo para que supiera todo eso. De pronto, la información había aparecido en
su mente. Decidió averiguar qué más podía hacer. Medianoche buscó en su memoria
todos los hechizos de Elminster. En un instante, su cabeza se llenó de
encantamientos para, construcción de, y teorías detrás de cada uno de ellos. Al
parecer, la lista era interminable. Atónita ante tantos conocimientos, apartó
su atención de la magia del viejo hechicero. Al recordar un encantamiento que
una vez había presenciado, en el que un mago interponía una mano mágica entre
él y un atacante, Medianoche exploró su mente para saber algo más acerca del
mismo. Una vez más, descubrió al momento que lo sabía todo; desde cómo
realizarlo hasta que el inventor había sido un mago llamado Bigby, desaparecido
hacía ya varios siglos.
La joven comprendió que sin saber cómo, había
adquirido un conocimiento enciclopédico de la magia. Era como tener acceso a un
libro místico con todos los hechizos del mundo. No había duda de que esta nueva
capacidad tenía una relación directa con el poder de Mystra, pero Medianoche no
conseguía entender el motivo por el cual disponía de ella en este preciso
momento. Quizás era porque estaba muy próxima a una salida de los Reinos.
También podía ser un nuevo paso en su cada vez mayor relación con el tejido
mágico del planeta. En cualquier caso, no podía menos que sentirse animada.
Necesitaba de todas las ventajas posibles si tenía que sacar la Tabla del
Destino del castillo de los Huesos.
Al pensar en esta tarea, Medianoche volvió a
centrar su atención en Deverell y en su afán por ayudarla. Miró al lord
comandante, y le preguntó:
—¿Por qué le preocupa tanto el destino de los
Reinos, si usted ya está muerto?
—El honor de un hombre no muere con su cuerpo
—respondió Deverell—. En mi condición de arpista, juré defender el bien y
luchar contra el mal en cualquier lugar. Aquel juramento todavía me liga
hasta... —Señaló la fuente.
—Espero que todavía falte mucho tiempo —dijo
Medianoche.
Deverell no contestó al comentario, porque
sabía que casi no le quedaba fuerza de voluntad para resistir a la atracción de
la fuente.
—Tiene aspecto de cansada. Quizá debería
descansar un poco antes de partir —dijo—. Yo vigilaré su sueño.
—Creo que seguiré su consejo —respondió la
hechicera. Ya no recordaba la última vez que había podido dormir, pero
sospechaba que no tendría oportunidad para hacerlo en el reino de la Muerte.
Caminaron hasta una de las esquinas del patio
y Medianoche se acostó en el suelo. Le costó mucho dormirse, y su descanso se
vio poblado de pesadillas y malos augurios. Sin embargo, durmió todo lo que
pudo y cuando despertó, su cuerpo —si bien no su mente— estaba preparado para
afrontar el viaje.
En el momento de ponerse de pie y
desperezarse, Medianoche advirtió que una multitud de varios miles de espectros
se había congregado en el patio.
—Lo lamento —dijo Deverell—. Después de
quedarse usted dormida, corrió la voz de que había una mujer viva entre
nosotros. Han venido a mirarla, pero sin ninguna mala intención.
—No tiene importancia —contestó la hechicera.
Sintió pena al ver los rostros envidiosos de los espectros—. ¿Cuánto tiempo he
dormido?
—No lo sé —se disculpó Deverell—. He perdido
la noción del tiempo.
Medianoche echó a andar hacia la fuente, pero
entonces tuvo una idea y se volvió hacia el lord comandante.
—Si alguien muere en el castillo de Lanza de
Dragón, ¿su alma vendría a Kanaglym? —preguntó.
—Desde luego —afirmó Deverell—. La Fuente de
Nepente es el acceso más cercano al reino de la Muerte desde las ruinas.
En cuanto escuchó la respuesta del lord
comandante, que confirmaba su idea, Medianoche miró a la muchedumbre y gritó
bien alto:
—Kelemvor, ¿estás aquí? —Los espectros se
movieron inquietos e intercambiaron miradas, pero ninguno se adelantó. La
hechicera soltó un suspiro de alivio. Una vez más, se dirigió a los reunidos y
ahora sí esperaba una respuesta—. ¿Adon, dónde estás? Acércate para que podamos
hablar. —La muchacha no sabía muy bien cuál sería su reacción al hablar con un
amigo muerto, pero tenía que intentarlo—. ¡Adon, soy yo, Medianoche!
El clérigo no apareció, y cinco minutos más
tarde, Deverell comentó:
—Quizás está asustado, o no ha podido resistir
mucho tiempo la atracción de la fuente.
—No creo que éste sea el caso de Adon —afirmó
Medianoche—. No es de los que se rinde fácilmente.
—Bueno, no parece estar dispuesto a presentarse
—comentó Deverell, sin dejar de mirar a la muchedumbre—. Creo que no ganará
nada con seguir esperando.
—Tal vez sea lo mejor —reconoció la hechicera,
desanimada—. Sólo serviría para hacernos sufrir.
—Entonces, si está dispuesta —dijo Deverell,
al tiempo que señalaba con su mano luminosa en dirección a la fuente.
La joven hizo acopio de valor.
—Más dispuesta que nunca —respondió.
El lord comandante abrió la marcha entre la
multitud de espectros. Cuando llegó a la Fuente de Nepente, se detuvo y miró a
Medianoche.
—Bien, hasta que las espadas se separen.
La despedida de Deverell animó a Medianoche,
porque reconoció en sus palabras la señal de respeto entre los guerreros.
—Que vuestro noble corazón salve vuestra alma
—contestó.
La joven echó una última mirada a los
espectros, en busca del rostro de Adon o alguna señal de que él había venido.
Pero no vio ningún cambio entre los miles de caras impasibles y desconocidas.
Medianoche se volvió hacia la fuente, mientras
intentaba imaginar lo que podía encontrar en la llanura blanca. Por fin, y con
la esperanza de que la magia funcionaría esta vez sin problemas, invocó el
hechizo del caminomundo de Elminster, y lo ejecutó. Un resplandeciente
disco de energía apareció sobre la fuente. La maga inspiró con fuerza y penetró
en su interior.
Cyric se detuvo ante
una pequeña posada, con las riendas de su caballo en la mano. El mesón estaba
en la desolada llanura entre el castillo de Lanza de Dragón y Daggersford. Un
único edificio construido a la sombra de seis arces servía de taberna y
alojamiento. A unos cuarenta metros a la izquierda se encontraba el establo,
con el corral junto a un riachuelo que lo abastecía de agua fresca.
Pero el lecho del arroyo aparecía ahora
sembrado de animales muertos, y el establo quemado hasta los cimientos. Delante
de la entrada, tirado en la nieve, se veía el cartel de El Grifón Asado, medio
roto y casi ilegible. Las persianas habían sido arrancadas de cuajo, y un humo
grasiento salía por los huecos de las ventanas.
¿Hay algo para mí?, preguntó la espada del ladrón. Las palabras se formaron en su mente
como si fuesen sus propios pensamientos.
—Lo dudo —respondió Cyric—, pero echaré una
ojeada. —Él y la espada, pensaba en ella como una mujer, habían caído en la
costumbre de tratarse como compañeros, y hasta incluso como amigos, si es que
esto era posible.
Por favor, cualquier cosa. Me debilito cada
vez más.
—Lo intentaré —dijo el ladrón, con
sinceridad—. Yo también tengo hambre.
Ninguno de los dos había comido desde que
habían robado el caballo a los seis infelices guerreros que habían «rescatado»
a Cyric. El ladrón sospechaba que la espada se encontraba en peor estado que
él. Durante la primera parte de su ayuno, el arma había utilizado sus poderes
oscuros para alimentarlo. Sin embargo, después de los episodios en el castillo
de Lanza de Dragón, la espada se había quedado sin fuerzas para darle sustento.
Eso había sido dos días atrás. Ahora, el
hambre le provocaba retortijones, mareos, y apenas podía mantenerse en pie.
Tanto él como el arma mágica necesitaban conseguir comida con toda urgencia.
No habían tenido ninguna ocasión para
alimentarse. Después del intento fallido de Medianoche por acabar con su vida,
Cyric había entrado en la torre, con la intención de perseguir a la hechicera y
a Kelemvor. Pero en el momento de comenzar a bajar las escaleras, habían
aparecido los zombis con la tabla. El ladrón dio por sentado que los muertos
vivientes habían matado a los dos compañeros, y fue tras ellos dispuesto a
apoderarse de las alforjas con la tabla a la primera oportunidad.
Hasta el momento, no había tenido ninguna
ocasión. Los zombis se adentraron en la llanura cubierta de nieve al oeste de
la carretera, donde no podían ser vistos por las caravanas, y luego se
desviaron hacia el norte. Caminaban lentos pero sin pausas.
Por fin, debido a que el camino corría hacia
el noroeste y los zombis mantenían el rumbo norte, habían acabado por cruzar la
carretera en un punto cercano a la posada. Desde su escondrijo en la nieve,
Cyric pudo ver cómo los zombis arrasaban el mesón antes de reanudar su marcha
inexorable. Si bien el ladrón no tenía muy claro los motivos de la destrucción,
la consideró un error. El hecho de que viajaran tan apartados del camino
indicaba que tenían gran interés en mantener oculta su presencia. Sin duda, les
habían ordenado matar a cualquiera que los viera. Por lo tanto, cuando se
habían encontrado con la posada la destruyeron. Arrasar un establecimiento
ubicado junto a una carretera muy transitada no era algo muy apropiado para no
llamar la atención, pero los zombis no tenían capacidad para pensar en estos
detalles.
De todas maneras, ahora que los zombis se
habían perdido de vista, Cyric consideró que no había peligro en averiguar si
habían dejado algo de comer. Ató el caballo a un poste y entró en la taberna.
Había una docena de cadáveres dispersos entre las mesas y sillas tumbadas. Al
parecer, los hombres habían intentado defenderse de los autómatas con fuego,
porque había antorchas apagadas por todo el suelo. En algunos lugares, las teas
habían tocado cosas inflamables, y originado pequeños incendios que todavía
quemaban. Había faltado muy poco para que ardiera toda la casa.
—¿Te molestaría mucho beber sangre de los
muertos? —preguntó Cyric a la espada.
¿Te molestaría a ti?, replicó ella. ¿Hay alguno apetecible?
—No estoy tan hambriento —afirmó Cyric,
disgustado.
Yo sí, declaró el
arma.
El ladrón desenvainó la espada, y se acercó al
cadáver de una mujer gorda con un delantal a la cintura. En la mano sujetaba el
mango de un cuchillo de carnicero, pero la hoja estaba partida. En su garganta
se podían ver las marcas de la mano del zombi que la había estrangulado. Cyric
se arrodilló junto a la mujer, dispuesto a clavarle la espada entre las
costillas.
—Está muerta —dijo la voz angustiada de un
hombre—. ¡Todos lo están!
Cyric se levantó de un salto y dio media
vuelta. Un hombre fornido y medio calvo estaba en el umbral, con una ballesta
cargada en las manos.
—No dispare —le rogó el ladrón, mientras
levantaba las manos. Cyric dio por hecho que el hombre había visto lo
suficiente para adivinar que sus intenciones no eran honorables. Ahora, sólo
buscaba un pretexto para ganar tiempo y dominar la situación—. Esto no es lo
que usted piensa.
—¿Qué le pasa? —El hombre frunció el
entrecejo—. ¿Por qué tiene tanto miedo? —Era evidente que no lo consideraba
peligroso. Sufría los efectos de una gran conmoción y no se daba cuenta de la
impresión que causaba en Cyric el arma que tenía en las manos.
Más tranquilo, Cyric señaló la ballesta y
dijo:
—Pensé que me había confundido con un...
—¿Con un zombi? —El hombre soltó un bufido,
miró su ballesta, y se ruborizó—. No, no estoy tan loco. —Pasó al otro lado del
mostrador y dejó la ballesta—. ¿Le apetece beber algo? Invita la casa. Como
puede ver, he cerrado el negocio.
—Con mucho gusto —respondió Cyric. Envainó la
espada y se acercó a la barra.
El posadero llenó una jarra de cerveza para el
ladrón, la dejó sobre el mostrador y se sirvió otra para él.
—Me llamo Farl —se presentó, tendiéndole una
mano.
—Encantado de conocerlo. Yo soy Cyric —dijo el
ladrón, con su tono más amable, mientras le estrechaba la mano—. ¿Cómo ha
conseguido sobrevivir a este...?
—Ataque zombi —lo interrumpió el gordo,
preocupado—. Estaba en el sótano cuando ocurrió. Supongo que ha sido cuestión
de suerte.
—Sí —afirmó Cyric, sin apartar la mirada del
hombre—. No hay duda de que ha tenido suerte.
—Bueno, Cyric, brindemos por la suerte
—propuso Farl, y levantó su jarra.
Después de ver cómo el hombre bebía su cerveza
de un solo trago, el ladrón acercó la jarra a sus labios. Por desgracia, su
estómago vacío se rebeló al primer sorbo del fuerte brebaje. Dejó la jarra y se
sujetó del mostrador para no caer al suelo.
—¿Se encuentra mal? —preguntó Farl, distraído.
A pesar de la conmoción y el aturdimiento que le impedían sentir una
preocupación auténtica hacia un desconocido, era demasiado buen anfitrión como
para no ver el estado de su huésped.
—No —contestó Cyric—. Es que no como desde
hace una semana.
—Vaya, eso no está bien —murmuró Farl,
mientras se servía otra jarra. La vació de una vez y luego se cubrió la boca
con una mano al eructar. De pronto, comprendió que tal vez a Cyric le
apetecería comer algo, y movió la cabeza como si se reprochase a sí mismo la
negligencia—. Espere un momento. Le traeré algo de lo que queda en la cocina.
—Llenó otra jarra y salió del salón.
Farl es un buen bocado, opinó la espada.
—Sí que lo es. Pero tendrás que esperar tu
turno —dijo el ladrón.
¡No puedo esperar más!
—Yo decidiré cuánto puedes esperar —afirmó
Cyric, tajante.
Me desvanezco.
Cyric no respondió. Se sentía como un bobo por
discutir con una espada. Además, le molestaba el tono imperioso del arma. Pero
también sabía que no le mentía. El color de su hoja era blanco.
Sin mí, no hubieses podido sobrevivir a las
heridas de Bhaal, insistió la espada. ¿Quieres que
muera de hambre ?
—No te dejaré morir —dijo el ladrón, con tono
paciente—. Pero yo decidiré tu comida.
—¿Con quién habla? —le preguntó Farl, mientras
entraba en el salón con una bandeja cargada de viandas.
¡Farl es mío!, chilló
la espada. Sus palabras quemaron la mente de Cyric como un hierro al rojo.
—Hablaba conmigo mismo —dijo el ladrón—. Es
uno de los riesgos de cabalgar solo.
El posadero dejó la bandeja sobre el
mostrador. Había buscado lo mejor de su cocina: pavo asado, tomates fritos,
remolacha en vinagre y manzanas.
—Que lo disfrute —dijo—. Habrá que tirarlo si
no se lo come.
—Entonces comeré hasta hartarme —afirmó Cyric,
al ver que Farl le había traído alimento suficiente para varios días—. ¿Podría
servirme otra jarra de cerveza?
—Desde luego —murmuró el hombre, con una
sonrisa. Cogió una jarra y la llenó hasta el borde—. Beba todo lo que quiera.
—Puede estar seguro de ello —dijo el ladrón.
Aceptó la jarra con una mano y con la otra desenvainó la espada—. Es lo que
haré.
Cyric lanzó su estocada por encima de la
bandeja sin perder un instante, y hundió la hoja en el pecho del hombre.
Farl intentó alcanzar la ballesta. Luego,
frunció el entrecejo y se desplomó detrás del mostrador. Para que la espada
permaneciese clavada en el hombre, Cyric soltó la empuñadura.
El ladrón cogió un muslo de pavo y le dio un
buen bocado. Después, se asomó por encima del mostrador y miró a la espada. Con
la boca llena de pavo frío, dijo:
—Buen provecho.
14
La llanura blanca
A medida que entraba en el disco, Medianoche
sintió cómo su cuerpo desaparecía de Kanaglym para después aparecer en la
llanura blanca. En cambio, su mente no tuvo ninguna sensación de movimiento y
actuó como un ancla inmóvil en el fondo mientras la nave da vueltas a su
alrededor.
En cuanto volvió a respirar, los vapores
cáusticos le quemaron la nariz y la garganta. Cuando intentó enfocar la mirada,
no vio nada más que blanco, como si estuviese mirando el sol. El suelo temblaba
bajo sus pies como algo vivo e inquieto, y un millón de voces monótonas
producían un zumbido que le escocía en la piel.
Poco a poco, la visión de Medianoche volvió a
la normalidad. El resplandeciente disco del caminomundo flotaba a su
lado. No le pareció prudente dejar abierto un portal entre los Planos, así que
invocó el hechizo y el disco desapareció.
Un momento más tarde, comenzó a interpretar el
cúmulo de informaciones extrañas que captaban sus sentidos. Se encontraba en
una llanura inmensa de color tiza, en medio de más gente de la que podía
contar. A diferencia de los espectros de Kanaglym, estas criaturas tenían
cuerpos tangibles. De no haber sabido que estaban muertas, la hechicera las
hubiese confundido con personas vivas.
A la derecha de la maga había una multitud de
varios miles. Todos los presentes miraban en la misma dirección, con la
atención puesta en el cielo como si allí hubiese algo que Medianoche no podía
ver. Mientras contemplaba a los reunidos, se elevó un rumor desde el extremo
más alejado que se movió como una ola en un mar tormentoso. Cuando llegó hasta
ella, el estruendo la dejó aturdida.
—¡Tyr! —gritó la multitud.
Miles de adoradores habían pronunciado a un
tiempo el nombre de su señor, y a Medianoche no le resultó difícil imaginar
cómo el grito atravesaba el vacío entre los Planos para llegar hasta los oídos
de Tyr en los Reinos.
—Oh, Tyr, dios de la Justicia, Fiel de la
Balanza, contesta a ésta, la llamada de tus devotos. —La oración era clara y
comprensible a pesar de las muchas voces que la pronunciaban—. ¿Cuándo vendrás
a buscar a los que hemos dedicado todas nuestras vidas a tu gloria, a llevar la
verdad y la justicia a todos los rincones de nuestro planeta, Toril? Escucha la
llamada de tus fíeles, Tyr. ¡Mira! Aquí está Mishkul el Poderoso, que llevó al
rey Lagost ante la justicia; y aquí está Ornik el Sabio, que juzgó entre las
ciudades de Yhaunn y Tulbegh; y aquí está Qurat de Proskur, que...
La letanía prosiguió con su proclama de la
lealtad de los adoradores de Tyr y los logros de cada uno. A juzgar por el
tamaño de la muchedumbre, la oración podía durar varios días. Medianoche se
apartó del grupo, y comenzó a buscar la manera de dar con el castillo de los
Huesos.
En su camino se tropezó muy a menudo con
grupos de cinco mil a diez mil personas. En una ocasión, vio a una docena de
mujeres que se azotaban mientras gritaban su devoción por Loviatar, señora del
Dolor. En otra, se cruzó con un millar de devotos de Ilmater que apoyados
hombro con hombro mantenían el más absoluto silencio. Algunas veces, vio a
grupos que cantaban alabanzas a dioses tan antiguos que sus nombres habían sido
olvidados en los Reinos.
Después de caminar sin rumbo durante varias
horas, Medianoche comprendió que jamás llegaría a su meta sin conseguir
indicaciones precisas. Detuvo a un hombre corpulento, y le preguntó:
—¿Puede decirme cómo llegar al castillo de los
Huesos?
—¡No, no puedo! —exclamó el hombre, con una
mirada de pánico—. ¿Por qué iba a saber dónde está y además por qué le
interesa? —El ser dio media vuelta y escapó entre la muchedumbre.
La hechicera detuvo a tres personas más y les
formuló la misma pregunta. Las reacciones fueron muy parecidas a las del primer
hombre: todas afirmaron desconocer la ubicación del castillo, y todas dejaron
bien claro que ella era una estúpida por querer saberlo. Medianoche decidió no
hacer más preguntas. Por algún motivo, sus indagaciones inquietaban a los
muertos.
A la izquierda de la joven, alguien gritó
aterrorizado. La maga se volvió en la dirección del sonido. Diez metros más
allá, una masa de carne atacaba a una mujer. La multitud se había apartado, así
que podía ver la escena sin obstáculos.
La mujer aparentaba tener unos cuarenta años,
y sus cabellos eran tan negros como el ala de un cuervo, si bien tenía algunas
canas. Pero lo más importante para Medianoche era el pendiente de la mujer: una
estrella azul y blanca dentro de un círculo.
El símbolo de Mystra.
El atacante de la mujer era una cosa horrible.
Su cabeza se parecía a la de un hombre, con nariz, boca y orejas. Pero también
tenía unos colmillos gruesos de los que chorreaba bilis amarilla, y ojos rojos
como ascuas. El cuerpo era como una enorme barrica, y los brazos muy largos
aparecían cubiertos de grandes pliegues de piel correosa de la que destilaba un
pus verde. Las piernas del monstruo eran tan esqueléticas y cortas que apenas
si mantenían el cuerpo erguido. Sin embargo, el ser persiguió a la mujer con
una velocidad y agilidad sorprendente.
—¡Ven aquí, bruja! —gruñó. La voz de la bestia
era tan baja y gutural que Medianoche apenas si consiguió entender sus
palabras. El ser llevaba en una mano una cimitarra oxidada, y en la otra un par
de esposas que agitaba detrás de la mujer.
Dado que sabía muy poco acerca del reino de la
Muerte, la maga vaciló antes de intervenir en el asunto, pero no por mucho
tiempo. No podía permitir el ataque a una devota de Mystra.
—¡Déjala en paz! —gritó.
Al escuchar la voz de Medianoche, la mujer
corrió hacia ella. La cosa se detuvo, frunció el entrecejo, y sacudió la cabeza
como si le fuese imposible dar crédito a sus oídos.
—Pertenece a lord Myrkul —gruñó, por fin.
Tras esta aclaración, la cosa reanudó su
carrera. En cuanto alcanzó a la fugitiva, descargó las esposas contra la cabeza
de la mujer que cayó al suelo hecha un ovillo.
—¡Basta! —ordenó Medianoche, avanzando hacia
la víctima—. ¡Tócala otra vez y morirás!
El monstruo hizo una pausa y clavó su mirada
en la hechicera.
—¿Morir? ¿Si la toco, moriré? —rugió,
finalmente, y soltó una carcajada que sacudió todos los pliegues de su cuerpo.
Luego, el ser se arrodilló y sujetó una de las manillas en la muñeca de la
mujer.
La fórmula de un poderoso hechizo de
aprisionamiento apareció en la mente de Medianoche. La hechicera dudó por un
instante, pero luego sintió el tejido mágico a su alrededor. Era firme y
estable, no débil e impredecible como había sido en los Reinos. Sonrió e invocó
el exorcismo.
La cosa colocó la esposa en la otra muñeca de
la mujer.
—Te lo he advertido —dijo Medianoche, en
cuanto terminó de recitar las palabras, y caminaba hacia el ser.
El siervo de Myrkul apartó la mirada de la
prisionera, observó a la maga y gruñó furioso. Luego se puso de pie dispuesto a
enfrentarse a Medianoche.
—Te pudrirás en... —exclamó.
La hechicera tendió una mano y tocó a la
horrible criatura. El encantamiento funcionó en el acto. El ser no pudo acabar
la frase, y permaneció inmóvil. Un segundo después, una esfera negra rodeó su
cuerpo y se lo llevó por la planicie. El monstruo permanecería en animación
suspendida hasta que alguien lo librase del hechizo.
Medianoche comenzó a temblar. Se sentó y cerró
los ojos. Durante el enfrentamiento, no había tenido ni un momento de
vacilación, pero ahora se sentía muy débil y asustada. A pesar de que el tejido
mágico le había parecido estable cuando lo invocó, en ese instante no podía
menos que estremecerse al pensar en lo que podría haber pasado si su magia no
hubiese funcionado.
Intentó apartar sus pensamientos negativos. El
hechizo había resultado impecable, y comprendió que no tenía motivos para creer
que la magia era inestable fuera de los Reinos. Durante unos momentos,
Medianoche permaneció sentada sin abrir los ojos.
—¿La conozco? —preguntó una voz masculina.
El tono le pareció conocido, si bien
Medianoche no podía precisar dónde lo había escuchado antes. Abrió los ojos y,
para su gran sorpresa, encontró que un centenar de personas la miraban
atónitos. La mujer a la que había salvado no estaba por ninguna parte. Se había
esfumado sin siquiera darle las gracias.
El hombre que había hablado se encontraba
delante de ella, vestido con una túnica roja bordada en oro. Era Rhaymon de
Lathander.
—¿Qué haces aquí, Rhaymon? —preguntó
Medianoche, mientras se ponía de pie. La última vez que lo había visto había
sido durante el juicio en el valle de las Sombras.
—¡Entonces te conozco! —exclamó Rhaymon, encantado—.
¡Tenía razón!
Sin embargo, el clérigo no contestó a la
pregunta de la hechicera. Había muerto en el bosque cercano al valle de las
Sombras, cuando las ramas de un roble habían cobrado vida y lo habían
estrangulado. No era una experiencia que le gustara recordar.
—Sí, me conoces —afirmó Medianoche—. Tú
testificaste contra mí y contra Adon en el juicio por el asesinato de
Elminster.
—¿Elminster? —Rhaymon frunció el entrecejo—.
Pero ¿él no está muerto..., o me equivoco?
—No —se apresuró a contestar la hechicera—. El
juicio fue una equivocación.
Rhaymon deseó poder recordar algo más acerca
del juicio, porque su memoria era cada vez más débil desde que había entrado en
el reino de la Muerte. Pero sí recordaba que Medianoche no había sido
ejecutada.
—No recuerdo muy bien el juicio —admitió el
hombre—, pero escapaste, así que, como dicen los devotos de Lathander, «la luz
del amanecer hace que valga la pena la oscuridad de la noche».
—No estoy muy convencida de ello —replicó
Medianoche, al pensar en las personas que Cyric había asesinado para ponerla en
libertad.
—Has sido muy valiente al rescatar a aquella
mujer —dijo Rhaymon, sin darse cuenta de la inquietud de la joven. Agitó un
dedo hacia ella y añadió—: Pero también te has comportado como una tonta. No
has conseguido nada con detener a uno de ellos.
—¿Qué era aquella cosa? —preguntó Medianoche,
señalando en la dirección por donde había desaparecido la esfera negra.
—Uno de los engendros de Myrkul —respondió
Rhaymon.
A la hechicera le pareció que el corazón se le
escapaba del pecho, y de pronto se sintió muy vulnerable. Contempló a las
personas que todavía la miraban asombradas.
—Desearía que dejaran de mirarme de esa manera
—comentó Medianoche, inquieta, mirando ferozmente a la multitud.
Rhaymon dio media vuelta y se dirigió a los
curiosos.
—Venga, marchaos. Aquí ya no hay nada que ver.
—El grupo no le hizo caso. Entonces el clérigo optó por sujetar a la hechicera
del brazo y echó a andar—. No les prestes atención. Sienten curiosidad por tus
ojos.
—¿Mis ojos? —preguntó la muchacha.
—Sí. Hace tan sólo un momento, tenías los ojos
cerrados. Sabes, los muertos no cierran sus ojos. —Rhaymon se detuvo y, por un
instante, estudió a Medianoche—. Supongo que eso significa que estás viva.
—¿Y qué importancia tiene si lo estoy?
—replicó ella. La hechicera evitó dar una respuesta directa a la pregunta de
Rhaymon y miró en otra dirección.
—Ninguna. Sólo que no es muy habitual. —El
clérigo reanudó la marcha—. La mayoría de los muertos no utilizan la magia, a
no ser que sean brujos. Por cierto, ¿eres un zombi o estás viva?
—Estoy viva, Rhaymon —reconoció Medianoche—. Y
necesito de tu ayuda.
—¿Qué necesitas? —preguntó el hombre, mientras
rodeaba a un grupo de ancianas adoradoras de Lliira, diosa de la Alegría, que
se revolcaban por el suelo, sin dejar de reír.
—Necesito encontrar el castillo de los Huesos
—contestó la maga—. El destino de todo el mundo depende de mi éxito. —No añadió
nada más. Hasta que Rhaymon no prometiera ayudarla, le pareció prudente no
revelar más detalles.
—¡El castillo de los Huesos! —exclamó
Rhaymon—. ¡Está en la ciudad de Myrkul!
—¿No es éste el reino de Myrkul? —preguntó la
muchacha.
—No precisamente —respondió el clérigo—. Pero
puedes llegar allí sin muchas dificultades.
—¿Me ayudarás?
—Lo que dices debe de ser cierto —manifestó
Rhaymon—, o jamás correrías el riesgo del sufrimiento eterno en la ciudad de
Myrkul. Estoy seguro de que lord Lathander querría que te diese toda mi ayuda.
—Muchas gracias —dijo Medianoche—. ¿Hacia
dónde vamos?
—Al oeste. —Rhaymon señaló hacia su derecha.
—¿Al oeste? —La hechicera buscó en la llanura
y en el cielo algún punto de referencia—. ¿Cómo sabes dónde está el oeste?
—No lo sé —dijo Rhaymon, con una sonrisa—.
Pero cuando estás muerto, adquieres un cierto sentido de este lugar que no sé
cómo explicar. Tendrás que confiar en mí en este punto, y también en otro
centenar más de cosas como éstas.
A la vista de las dificultades que había
tenido hasta el presente, Medianoche consideró que era prudente seguir el
consejo. El clérigo prosiguió su camino entre la multitud, con algunas pausas y
rodeos para evitar cruzarse con algún engendro. Después de muchas horas de marcha,
la hechicera comenzó a dar muestras de agotamiento.
—¿Falta mucho? —preguntó.
—Muchísimo —respondió Rhaymon, sin detenerse.
—Tenemos que buscar un medio para llegar más
deprisa —jadeó Medianoche—. Tengo que reunirme con Kelemvor en Aguas Profundas.
—No hay ninguna manera de viajar más rápido
—afirmó el clérigo, muy tranquilo—. A menos que quieras llamar la atención de
los engendros. Pero no te preocupes. Aquí el tiempo y las distancias son
diferentes. Da igual que tardemos un día o un mes en llegar al castillo de los
Huesos; el tiempo transcurrido en Toril sólo será una fracción del pasado aquí.
Continuaron sin descanso durante varias horas,
hasta que Medianoche no pudo más. Cayó al suelo y se durmió mientras Rhaymon
vigilaba su descanso. Después de mucho tiempo, la hechicera se despertó
recuperada y prosiguieron el viaje. La joven aprovechó la oportunidad para que
el clérigo le diera información acerca del reino de Myrkul. Rhaymon acortó el
paso para que Medianoche pudiera caminar a su lado, y dijo:
—Myrkul tiene dos dominios: su ciudad en el
Hades, que es hacia donde vas y en la que él reina soberano, y el Plano del
Olvido, que es una especie de limbo fuera de su ciudad que él controla como
parte de sus obligaciones. Cuando alguien muere en los Reinos, su espíritu es
atraído hacia alguna de las miles de entradas entre los Reinos y los dos
dominios del dios de la Muerte. Los espíritus de los devotos a Myrkul van
directamente a la ciudad en Hades. —Rhaymon hizo un alto e interrumpió su
conferencia—. Sabes, quizá podrías llegar a Aguas Profundas antes que tu amigo
Kelemvor.
—¿Cómo? —preguntó Medianoche, asombrada. La
idea de utilizar el reino de la Muerte como un atajo, la llenó de alegría.
—Es más que probable que exista una puerta
entre Aguas Profundas y la ciudad de Myrkul —respondió el clérigo—. Si
consigues escapar de la ciudad, podrías volver a los Reinos a través de la
puerta de Aguas Profundas.
—Gracias por la sugerencia —dijo la hechicera,
muy seria, y echó a andar.
Rhaymon se puso una vez más a su lado, y
reanudó la disertación.
—Si bien los fieles de Myrkul acceden sin
trabas a la ciudad, todos los demás van a parar al limbo, que en realidad es
una zona de espera para los espíritus de los muertos. Allí, los engendros de
Myrkul, que en un tiempo supongo fueron sus devotos, recogen los espíritus de
los Infieles y los Falsos...
—¿Los Infieles y los Falsos? —le interrumpió
Medianoche.
—Los Falsos son aquellos que traicionaron a
sus dioses —explicó Rhaymon—. Los Infieles no adoran a ningún dios.
—¿Qué hacen los engendros con los espíritus?
—preguntó la hechicera, con el pensamiento puesto en Adon y su reniego de Sune.
—Supongo que se los llevan a la ciudad de
Myrkul para que sufran el castigo eterno —comentó Rhaymon, despreocupado—. No
lo sé, pero tú no tardarás en averiguarlo.
—No lo dudo —respondió la maga, sin muchos
ánimos.
—Después de que los engendros separan los
espíritus de los Infieles y los Falsos, los devotos esperan que sus dioses
vengan a buscarlos y los conduzcan a su última morada en los Planos.
—Entonces ¿por qué hay tantos espíritus en el
Plano del Olvido? —preguntó la maga, sin apartar la mirada de la muchedumbre.
—Porque ésta es nuestra prueba final —contestó
Rhaymon, un tanto preocupado—. Aparte de un par de excepciones, los dioses han
escogido dejarnos aquí para probar nuestra valía.
—Parece un poco duro abandonar a leales
devotos de esta manera —observó Medianoche.
—No nos han abandonado —afirmó Rhaymon, al
momento—. Un día vendrán a buscarnos.
La hechicera aceptó la respuesta, si bien era
obvio que la afirmación del clérigo se basaba en la esperanza y no en los
hechos. Si era verdad que los dioses se preocupaban por sus creyentes, el Plano
del Olvido no se encontraría abarrotado.
La conversación y la caminata se prolongaron
otro par de días, pero la maga no se enteró de muchas más cosas de importancia.
Poco a poco, las muchedumbres se hicieron menos numerosas, y una línea negra
apareció en el horizonte. Medianoche comprendió que estaban cerca de la ciudad
de Myrkul.
Por fin, el clérigo y la maga llegaron a un
punto más allá del cual no había nadie. La línea en el horizonte se había
convertido en una franja oscura que se extendía de una punta a otra de la
inmensa planicie. Rhaymon se detuvo.
—Te he traído hasta donde podía llegar —dijo—.
A partir de aquí, no te seré de ninguna utilidad.
Al escuchar las palabras de su compañero,
Medianoche soltó un suspiro e intentó sonreír, a pesar de sentirse triste y
abandonada.
—Ya has hecho más que suficiente —contestó,
con voz suave.
—Tengo entendido que la entrada a la ciudad
está por allá abajo —dijo Rhaymon, señalando hacia el extremo izquierdo de la
cinta oscura—. He venido a este lugar para que puedas acercarte a la muralla
sin riesgo de encontrar a los engendros que van y vienen de la entrada.
—Las palabras no bastan para expresar mi
gratitud —declaró la maga. Cogió la mano de Rhaymon—. Echaré de menos tu compañía.
—Y yo la tuya —contestó el clérigo. Después de
una pequeña pausa, añadió un consejo de última hora—: Medianoche, éste no es el
mundo de los vivos. Todo aquello que te parece cruel y malvado es lo normal en
este sitio. No importa lo que encuentres en la ciudad de Myrkul, recuerda
siempre dónde estás. Si te entrometes con los engendros, jamás podrás marchar.
—Recordaré tu consejo —manifestó la joven—. Lo
prometo.
—Bien. Que los dioses favorezcan tu camino
—dijo Rhaymon.
—Y que tú conserves tu fe —le deseó
Medianoche.
—Lo haré. Palabra de honor. —Tras esta
despedida, el clérigo le dio la espalda y caminó de regreso hacia el Plano del
Olvido.
La hechicera contempló el terreno que debía
cruzar y reanudó la marcha. Dos horas más tarde, oyó un gemido siniestro y las
primeras ráfagas de un hedor insoportable le hizo fruncir la nariz. Medianoche
continuó su avance a buen ritmo. Poco a poco, el gemido se convirtió en un
aullido ahogado; el hedor a podrido se hizo más fuerte y constante. El muro era
cada vez más alto y grueso, y cuando estuvo más cerca pudo ver que la
superficie se ondulaba y retorcía; parecía tener vida propia. Por un momento,
pensó si no estaría hecho con serpientes. Eso explicaría la ausencia de
centinelas. Con un muro tan formidable, Myrkul no necesitaba poner guardias.
Por fin, Medianoche se acercó hasta unos
quince metros de la pared. El aullido se transformó en una cacofonía de llantos
y quejas, y la intensidad del hedor le provocó arcadas. Además, la hechicera
pudo ver que se había equivocado respecto a las formas que se movían en el
muro. No eran serpientes sino miles de piernas que pataleaban.
Toda la pared estaba construida con cuerpos
humanos. Hombres y mujeres apilados hasta veinte metros de altura, con la
cabeza hacia el interior de la ciudad. Las personas más corpulentas daban
espesor y altura al muro, mientras que las pequeñas servían para tapar
agujeros. Todos se mantenían en su lugar sujetos por un cemento verdoso que
parecía moho solidificado.
La siniestra barrera estuvo a punto de acabar
con el viaje de Medianoche. Durante mucho tiempo, no pudo hacer otra cosa que
contemplarla con asco y repulsión. El primer plan de la hechicera había sido
escalar el muro, pero no se sentía capaz de utilizar las piernas de los
condenados a modo de peldaños. Por fin, decidió recurrir a la magia. Invocó y
realizó el hechizo de levitación.
De inmediato, se elevó en el aire y sólo se
sujetó por un momento a alguna pierna para guiarse. En cuanto llegó a lo alto,
se tumbó sin tocar el muro para simular que era un cuerpo más.
Un coro de aullidos y lamentos saludó su
llegada. Medianoche retrocedió y se tapó los oídos. Al otro lado del muro, los
gritos de los muertos habían sido amortiguados por el espacio entre el Plano
del Olvido y la ciudad de Myrkul. Pero al escalar la pared, había cruzado el
limbo para entrar en el Hades.
El aire apestaba a basura, y a alguna cosa
cáustica que le ardía en la garganta y la nariz cada vez que respiraba. El
cielo encapotado dejaba a la ciudad en penumbras. Aquí y allá, aparecían unos
diminutos puntos de luz entre las nubes grises. Por lo que le había dicho
Rhaymon, la maga supuso que eran los portales entre el dominio de Myrkul y
diversos lugares de los Reinos.
La ciudad había sido construida en una enorme
cuenca que se iniciaba junto al muro para perderse en el horizonte. La
metrópoli era tan grande que, incluso desde lo alto de la pared, Medianoche
sólo podía ver cómo se esfumaba en la niebla.
A sus pies, vio una avenida ancha que seguía
el trazado de la muralla humana. A unos veinte metros de su posición, treinta
engendros provistos con látigos guiaban a centenares de esclavos que cargaban a
hombros a otros seres. Mientras el grupo desfilaba delante de ella, la
hechicera observó que los esclavos tenían características similares: cabellos
plateados, piel gris amarillenta y ojos grises sin expresión. En cambio, las
personas que llevaban eran diferentes entre sí. Había una mujer con los dientes
salidos, un hombre de nariz grande, una gorda con triple papada.
Medianoche sintió la necesidad de hacer alguna
cosa por liberar a aquellos infelices, pero no había olvidado la recomendación
de Rhaymon y se limitó a mirar en otra dirección. Después que pasó la caravana,
volvió su vista hacia la ciudad.
Más allá de la avenida de circunvalación había
un enjambre de edificios de piedra de diez pisos de altura. En otros tiempos,
las construcciones habrían sido idénticas, pero siglos de decadencia y erosión
las habían convertido en una multitud de formas diferentes. Mientras algunos
edificios parecían primitivos, había muchos que no eran más que un montón de
piedras a punto de desplomarse. En otros se habían formado pequeños minaretes y
torres retorcidas, y los había que sólo conservaban un vago parecido con la
forma original.
En su estudio de los edificios, Medianoche
advirtió que las estructuras en condiciones similares estaban agrupadas. Luego
comprendió que la ciudad estaba dividida en barrios de tamaños más o menos
iguales. Los sectores con construcciones primitivas a su vez estaban divididos
en manzanas por calles amplias y rectas. En las zonas donde los edificios se
venían abajo, los escombros se apilaban en las calles hasta tal punto que
parecía imposible atravesarlas. En cuanto a los barrios con las casas
retorcidas y grotescas, las calles eran estrechas y enrevesadas como un
laberinto. Por ninguna parte alcanzó a ver nada parecido a un castillo, y
Medianoche no sabía por dónde comenzar la búsqueda.
Pero sí tenía muy claro que debía apartarse
del muro. Después de esperar que pasase otra caravana de esclavos, la hechicera
dio un salto y bajó suavemente hasta la avenida. En cuanto llegó al suelo, hizo
una pausa para reconocer el terreno. Un grupo de tres engendros corría hacia
ella por la calle mientras que otros dos monstruos se le acercaban desde el
sector que tenía delante. Por fortuna, los dos grupos se encontraban a unos
ciento cincuenta metros de distancia, así que echó a correr calle abajo. Tras
diez segundos de carrera, se metió en uno de los barrios de edificios ruinosos
que, vistos desde el muro, le habían parecido desocupados.
Las calles desiertas estaban cubiertas de
basuras y escombros. En los balcones, había lámparas amarillas cuyas luces
marcaban círculos en la inmundicia. Al pasar junto a una de las lámparas,
Medianoche respiró un poco del vapor sulfuroso que desprendía. Sufrió unos
segundos de ahogo y le ardió la piel en el lugar donde la había tocado un poco
de humo.
La hechicera se escurrió por un callejón y
escaló como pudo una montaña de escombros que casi tenía cinco pisos de altura.
Luego rodó por el otro lado para meterse en la callejuela que comunicaba con
otra calle. Giró a la izquierda y volvió a correr. Por fin, segura de que los
engendros jamás la encontrarían, subió otra pila de cascotes y se encontró que
no había salida.
Necesitaba un guía. En una ciudad tan inmensa,
le sería imposible dar con el castillo de los Huesos sin ayuda. Incluso en el
caso de saber la ubicación, la ciudad era tan extraña que un solo error
bastaría para acabar muerta. Medianoche comprendió que debía invocar ayuda.
De inmediato, el exorcismo para invocar
monstruos apareció en su mente, junto con toda la información anexa acerca de
su creador y la teoría que le daba base. No era un monstruo lo que necesitaba,
pero después de estudiar la fórmula original, Medianoche vio que podía
modificarla para que pudiera responder a sus necesidades.
El hechizo había sido diseñado para llamar a
un monstruo no especificado en ayuda del mago. Sin embargo, la muchacha
necesitaba invocar a una persona, si bien no sabía quién podía ser. Si cambiaba
algunos de los movimientos de los dedos y alteraba la entonación de los
componentes verbales, quizá podía llamar a alguien que conociera bien la ciudad
de Myrkul y estuviese dispuesta a ayudarla.
Medianoche sintió un poco de miedo por lo que
estaba a punto de hacer. Por lo general, únicamente los magos más poderosos y
sabios modificaban o creaban encantamientos. Pero, a la vista del inmenso
caudal de conocimientos a su disposición y la estabilidad del tejido mágico en
el plano, confiaba en su éxito.
Después de repasar las modificaciones, la
hechicera practicó el sortilegio. Un momento más tarde, alguien comenzó a
trepar la montaña de escombros en la entrada del callejón sin salida.
Medianoche esperó angustiada, lista para ocultarse en uno de los edificios si
el visitante no era lo que esperaba.
Un halfling apareció en lo alto de la pila, se
detuvo, y miró a la maga con el entrecejo fruncido. Tenía las mismas
características, cabellos plateados, piel gris amarillenta e inexpresivos ojos
grises, como los esclavos que había visto desde el muro. De hecho, sólo por la
estatura podía saber que era un halfling.
Atherton Cooper no tenía la más remota idea de
cómo había venido a dar en este callejón. Un instante antes, había estado ocupado
en emparedar a una mujer que no dejaba de chillar.
—¿Hurón? —preguntó la hechicera, vacilante.
La expresión preocupada del hombrecillo se
acentuó. Había algo familiar en la voz de la mujer y en el nombre que le había
dado. Entonces recordó que Hurón era su apodo.
—Sí, soy yo —dijo—. ¿Quién...? —Supo la
respuesta antes de acabar la pregunta. En un tiempo, había sido amigo de la
mujer que tenía ante sus ojos. Mientras bajaba por la ladera de escombros,
gritó—: ¡Medianoche! ¿Qué haces aquí?
—No es lo que te imaginas —respondió la
hechicera. Tendió los brazos para estrechar al halfling—. Estoy viva.
El comentario de Medianoche acerca de estar
con vida fue una realidad dolorosa para Hurón, quien se detuvo antes de que la
joven pudiera abrazarlo.
—Y yo estoy muerto. —Un montón de recuerdos
desagradables volvieron a su memoria, y dijo—: ¿Por qué dejaste que Cyric me
matara?
Medianoche no supo qué responder. No esperaba
encontrarse con Hurón, y mucho menos tener que justificar haber salvado a Cyric
a una persona asesinada por el ladrón.
—No volveré a cometer el mismo error
—contestó, bajando los brazos.
—Es un pobre consuelo —protestó el halfling—.
¡Mira en lo que me has convertido! —Pasó las manos sobre su cuerpo.
—¡Yo
no dejé que Cyric te matara! —afirmó Medianoche—. ¡Tú mismo te
pusiste a su merced!
—¡Tuve que hacerlo! —dijo Hurón, mientras
nuevos recuerdos llenaban su mente. Apartó la mirada—. Él tenía mi espada. Era
cuestión de recuperarla o volverme loco.
—¿Por qué? —preguntó la maga. Se sentó para
estar al mismo nivel que el halfling.
—Es un arma maldita —explicó Hurón, sin mirar a
su amiga—. Si la pierdes, debes recuperarla. El hombre al que se la robé murió
en su intento de quitármela, de la misma manera que yo acabé muerto intentando
arrebatársela a Cyric.
De pronto, Medianoche comprendió por qué el
halfling estaba en la ciudad de la Muerte. En su búsqueda de la espada, al
vivir exclusivamente para ella, había traicionado a su dios.
—Entonces, tú eres uno de los Falsos —exclamó.
—Sí, creo que lo soy —respondió Hurón, y miró
de frente a la hechicera.
—¿Qué es lo que significa? —preguntó
Medianoche—. ¿Cuál es tu destino?
El halfling encogió los hombros, y después
miró a su alrededor como si su suerte fuese algo que no tenía importancia. Al
cabo de unos segundos, contestó:
—Soy uno de los esclavos de Myrkul. Pasaré
toda la eternidad dedicado a emparedar Infieles en el muro. —Medianoche soltó
una exclamación—. ¿De qué te preocupas? —Miró a la muchacha irritado—. Creía
que eras devota de Mystra. No es que ser fiel o no tenga mucha importancia aquí
abajo. El Plano del Olvido está a rebosar de almas de fieles abandonadas por
sus dioses.
—No me preocupo por mí misma —dijo
Medianoche—. Unas pocas semanas después de haberte asesinado, Cyric mató a
Adon... quien murió sin fe en los dioses.
—Pues entonces acabará en el muro —afirmó
Hurón, con una expresión sombría en su rostro—. Es probable que sea yo quien lo
emparede.
—¿Hay algo que tú puedas...?
—¡No! —exclamó el halfling, tajante. Con un
movimiento de su mano interrumpió la súplica de la hechicera—. Escogió su
destino cuando estaba vivo. Nada puede cambiarse ahora. Si es éste el motivo
para haberme invocado...
—No lo es —respondió Medianoche, apenada y
también molesta por la actitud de su amigo. Pensó en si se mostraría tan poco
dispuesto a ayudarla a recuperar la tabla como lo había estado en ayudar a
Adon. Decidió mostrar una actitud más firme—. Debes llevarme hasta el castillo
de los Huesos.
—¡No sabes lo que pides! —gritó Hurón, con
ojos desorbitados—. Cuando nos atrapen, ellos... —Hizo una pausa, y consideró
su situación. Los engendros no podían hacerle nada peor de lo que ya le estaban
haciendo.
—Si no me ayudas —dijo Medianoche, con las
manos puestas en los hombros del halfling—, los Reinos desaparecerán.
—¿Y a mí qué? —replicó Hurón. Dio un paso
atrás y comenzó a subir la montaña de escombros—. Con un poco de suerte también
desaparecerá la ciudad de Myrkul.
—Ayúdame a encontrar la Tabla del Destino y a
devolverla a Aguas Profundas —insistió Medianoche, siguiendo al halfling—.
Pondré fin a tus desgracias.
—¿Cómo? —preguntó Hurón, quien se detuvo al
instante.
—Todavía no lo sé. Pero encontraré la manera.
—El halfling la miró escéptico—. Confía en mí. ¿Qué puedes perder con ello?
Desde luego, Hurón no tenía nada que perder.
Si los engendros lo sorprendían mientras ayudaba a la hechicera, lo torturarían
por el resto de la eternidad, pero eso también lo hacían ahora.
—De acuerdo, te ayudaré —respondió el
halfling—. Pero recuerda que has hecho una promesa muy importante. Si no la
cumples, serás considerada como una de los Falsos cuando vuelvas aquí.
—Lo sé —dijo Medianoche—. Vamos.
Hurón subió la pila de escombros. Durante
varias horas guió a Medianoche por un laberinto de callejuelas y calles
atestadas de basura. De vez en cuando, pasaban por algunas de las amplias y
limpias avenidas. Hurón se daba prisa en cruzar estos sitios, y luego volvía a
meterse por los barrios en peores condiciones.
Medianoche no pudo menos que sentir alivio por
contar con los servicios del halfling. Si bien tenía una idea aproximada de que
iban hacia la parte baja de la ciudad, por lo demás estaba absolutamente
perdida. Hasta Hurón se detenía de cuando en cuando para pedir indicaciones a
algún Falso, y siempre confirmaba la respuesta preguntando a dos o tres más.
—No se puede confiar en los Falsos —explicó—.
Son muy capaces de enviarte directamente a manos de los engendros sólo por su
costumbre de mentir.
Por fin, al ver que Medianoche casi no podía
mover los pies de cansancio, la hizo subir hasta la azotea de uno de los
edificios ruinosos.
—Necesitas descansar —dijo Hurón—. Aquí arriba
estaremos seguros.
—Gracias —contestó Medianoche. Se tendió en el
suelo y apoyó la cabeza sobre los brazos. Miró al cielo y vio los puntitos de
luz que parecían estrellas.
—Aquéllas son las puertas a los Reinos
—comentó el halfling, al ver el interés de la muchacha.
—¿Estás seguro? —preguntó la maga. Por las
cosas que le había dicho Rhaymon, había supuesto lo mismo. No obstante, dado
que uno de aquellos puntos sería su vía de escape, valía la pena confirmarlo.
—¿Qué otra cosa podían ser? —dijo Hurón—. No
hay estrellas en la ciudad de Myrkul.
—Si son salidas —comentó Medianoche—, ¿por qué
no las utilizan los engendros y los muertos?
—¿Qué les impide a los hombres llegar a las
estrellas verdaderas? —replicó el halfling, despreocupado—. Están demasiado
lejos y hay ciertas barreras. Será mejor que descanses. Come algo, si es que
tienes comida.
—Descansaré —contestó la maga. De pronto,
comprendió que no había probado bocado en varios días. No le preocupó. Incluso
de haber tenido comida, le hubiese resultado imposible retenerla en el
estómago. El hedor y los lamentos de los condenados eran suficientes para hacer
vomitar al más valiente.
Unas pocas horas más tarde, Medianoche y Hurón
reanudaron la marcha hacia la parte baja de la metrópoli. Tras recorrer varios
kilómetros por callejones tortuosos y calles mugrientas, el halfling se detuvo
delante de un puente retorcido que cruzaba un río de mucílago negro.
—Ya casi hemos llegado —anunció—. ¿Estás
preparada?
—Sí —afirmó la hechicera. A pesar de su
ansiedad, no mentía. Gracias a Hurón, se sentía todo lo fresca que se podía
esperar después de deambular por el reino de Myrkul durante casi una semana.
La pareja continuó calle abajo, para luego
torcer por un callejón sinuoso que atravesaba uno de los barrios en peor
estado. Al cabo de unos minutos, un gemido siniestro sonó por las callejuelas.
Hurón acortó el paso y avanzó con cautela. Medianoche lo siguió casi pegada a
su espalda.
El callejón se desvió bruscamente a la
izquierda y el hedor se hizo tan fuerte que la hechicera tuvo arcadas. Tocó el
brazo de Hurón y se detuvieron para que ella pudiese habituarse al olor. Varios
minutos más tarde, avanzaron otra vez y llegaron a una de las amplias avenidas.
Al otro lado, se levantaba un nuevo muro construido con seres humanos.
El hecho de haber visto antes una de estas
espantosas barreras, no minimizó el efecto de esta otra. Una vez más, a
Medianoche se le revolvió el estómago y no pudo menos que estremecerse al
pensar que Adon podía acabar emparedado junto a todos aquellos miles de
desgraciados.
—Aquél es el castillo de los Huesos —dijo
Hurón, señalando una cúpula elevada de color marfil que asomaba detrás del
muro—. Y aquello es el torreón.
Medianoche no podía dar crédito a sus ojos. Al
otro lado de la pared, tan sólo a treinta metros de distancia, se erguía una
torre en espiral edificada con huesos humanos. La torre acababa en un templete.
En lo alto del templete, iluminada por seis antorchas mágicas y a la vista de
todo el mundo, había una tabla de piedra. De inmediato, la hechicera comprendió
que era idéntica a la que había dejado en manos de Kelemvor.
Al igual que un cazador que exhibe su trofeo
más preciado, Myrkul había colocado la tabla donde todos sus súbditos pudiesen
admirarla.
—¡Allí está! —susurró Medianoche.
—Ya lo veo —dijo Hurón—. ¿Cómo pretendes
hacerte con ella?
—Todavía no lo sé —contestó la maga, mientras
estudiaba la situación—. Parece algo demasiado fácil. No tiene sentido dejar la
tabla sin vigilancia.
—No cometas el error de pensar que no está
vigilada —le advirtió Hurón—. Hay miles de guardias.
—¿Cómo es posible? —preguntó Medianoche.
—Si nosotros podemos ver la tabla, también la
ven los engendros, los duques y príncipes que están en los alrededores.
—¿Duques y príncipes? —se sorprendió
Medianoche.
—¿Quién crees que manda a los engendros?
—exclamó el halfling—. Los duques gobiernan los barrios. Los príncipes mandan a
los duques. Cada uno es peor que sus vasallos.
Medianoche asintió. Si la corte de Myrkul era
como cualquier otra en los Reinos, no habría escasez de duques y príncipes en
la vecindad del castillo de los Huesos.
—¿Y qué más? —preguntó.
—La mejor manera de guardar un tesoro es
engañar al ladrón para que piense que no está vigilado, y luego atraparlo
cuando trate de cometer el robo —dijo el halfling—. Supongo que debe de haber
un par de trampas mágicas cerca de la tabla.
La hechicera no se molestó en preguntarle a
Hurón cómo sabía tantas cosas acerca del robo. Si bien él había afirmado ser un
guía y lo había demostrado en vida, no era ningún secreto que muchos halflings
aprendían a robar para poder sobrevivir. Ahora mismo, Medianoche no podía menos
que estar agradecida por los conocimientos de su amigo. Jamás hubiera sido tan
tonta como para ir a buscar la tabla sin averiguar antes cómo estaba protegida,
pero era un alivio ver confirmadas sus sospechas.
—¿Alguna cosa más?
—Es suficiente —afirmó Hurón—. Un millar de
guardias y un par de trampas bastan para vigilar cualquier cosa, a menos que
puedas disponer de una magia muy poderosa.
Medianoche comprendió que el halfling había
añadido este último comentario para darle ánimos, pero no lo necesitaba.
Contempló la torre durante unos momentos, mientras pensaba en el plan a seguir,
y dijo:
—Ojalá tengas razón. Nos volveremos invisibles
y...
—No sirve —exclamó Hurón, sin dejarle acabar
la frase—. Los engendros, sobre todo los duques, nos descubrirían al instante.
Medianoche frunció el entrecejo, y luego pensó
en otro plan.
—De acuerdo. Volaremos hasta allá arriba
—anunció—. Desmontaré los hechizos protectores. Luego cogeremos la tabla, y a
escapar.
—¿Cuánto tiempo tardarás? —preguntó Hurón,
tras considerar el plan por unos segundos. Utilizó la segunda persona
consciente de que no podía acompañar a su amiga.
—No mucho —aseguró Medianoche, confiada.
—Probablemente, será demasiado —opinó el
halfling—. Te alcanzarán en el tiempo que tardes en llegar hasta arriba, quizás
antes.
—Entonces, ¿qué puedo hacer? —dijo la maga.
—Piensa en otro plan —respondió Hurón—. No
podrás cumplir tu promesa si te atrapan.
Medianoche permaneció en silencio, y durante
un rato muy largo, intentó dar con la solución a su problema. Repasó en su
mente todos los detalles y finalmente anunció:
—Éste funcionará. Prepararé nuestra ruta de
escape antes de tocar la tabla. Luego, en lugar de ir a buscarla la traeré
hasta nosotros y, un instante después, nos habremos ido.
—Es posible que resulte —dijo Hurón—. Y ahora,
con tu permiso, me voy antes de que lo intentes.
—¿Te vas? —exclamó Medianoche, sorprendida—.
¿Es que no vienes conmigo?
—No. Estoy muerto —respondió el halfling—. En
los Reinos me convertiría en un zombi y sería todavía más desgraciado que aquí.
—Jamás comprenderás lo importante que ha sido
tu ayuda... —comenzó a decir la hechicera, mientras sujetaba la mano de Hurón.
—No me interesa —la interrumpió el halfling,
enfadado. No podía evitar el resentimiento ante el hecho de que Medianoche
podía irse y él no—. Sólo recuerda tu promesa. —Apartó su mano, y se alejó por
el callejón.
—Lo recordaré —dijo la hechicera, con un hilo
de voz, confusa y herida por la súbita frialdad de su amigo.
Hurón desapareció en una esquina.
Medianoche contempló el callejón por un
momento, otra vez sola y un poco más asustada. Juró para sus adentros que,
después de devolver las Tablas del Destino a Helm, buscaría la forma de ayudar
al halfling, y no sólo por su promesa.
Pero lo primero que debía hacer era recuperar
la tabla y salir de la ciudad de Myrkul antes de que la mataran. La hechicera
invocó el exorcismo caminomundo de Elminster. Luego, y de acuerdo con la
recomendación de Rhaymon de buscar una vía de salida a Aguas Profundas, comenzó
a analizar todas las partes del encantamiento para ver cómo lo había montado
Elminster.
Necesitó de quince minutos de intensa
concentración para comprender los detalles, y otros quince para modificar el
hechizo de forma tal que el otro extremo del portal se encargase de buscar un
pozo de salida a Aguas Profundas. Repasó todas las modificaciones pero no
consiguió tener la seguridad de que saldría a la Ciudad de los Prodigios. Si
hubiese sabido de antemano cuál de todos aquellos puntos de luz era la salida,
no habría tardado tanto en los cambios. Tal como estaban las cosas, sólo podía
rogar tener suerte y confiar en no haber cometido un error.
Una vez preparada, Medianoche ejecutó el
hechizo. Una tremenda ola de energía mágica estremeció su cuerpo, pero no se
asustó ni sorprendió al considerar el poder que necesitaba.
A su lado apareció el disco de fuerza. Por un
instante, la maga deseó saber qué había al otro lado, pero no tenía tiempo que
perder. A continuación, invocó el exorcismo de telequinesis, y lo aplicó con la
tabla como objetivo. Una fracción de segundo más tarde, en respuesta a su
magia, la tabla se separó unos centímetros de sus soportes.
De inmediato, Medianoche envió la orden para
que la tabla viniera hacia ella. Al principio se movió lentamente, luego ganó
impulso, y por fin salió disparada en su dirección. Si bien no podía escuchar
nada más que los aullidos de los Infieles del muro, la hechicera imaginó que un
coro de voces sorprendidas y gritos de furia se extendía por los barrios
vecinos al castillo. Cualquiera con la mirada puesta en el torreón, no hubiera
podido evitar ver cómo robaban el trofeo de Myrkul.
Para confirmar las sospechas de Medianoche,
una cosa se elevó al otro lado de la pared. Unas alas de murciélago enormes se
desplegaron de su grueso cuerpo emplumado. Con sus grandes ocelos y puntiagudos
colmillos, la cabeza de la criatura parecía un cruce entre vampiro y mosca.
La hechicera sujetó la tabla en cuanto llegó a
su lado. Al instante, detectó una magia poderosísima. Había algo que estaba
mal, porque la otra tabla no tenía una aureola mágica. Medianoche sospechó que
Myrkul había colocado un hechizo protector en el propio objeto.
Pero esto ahora no tenía importancia. Una
docena de engendros seguían al primero, y un centenar más se acercaban desde el
otro lado del torreón. No tenía tiempo para detenerse a estudiar la Tabla del Destino.
Penetró en el disco y se encontró subiendo por
un corto pasillo de luz. La última vez que había utilizado el caminomundo,
no había hecho más que entrar en el disco para salir de inmediato al Plano del
Olvido. No había habido ningún túnel. Por un momento pensó que había estropeado
el hechizo de Elminster al haber introducido sus propias modificaciones.
Entonces, a unos diez metros delante de ella,
vio una pared de agua que cubría el final del pasillo. Era como correr por el
interior de un pozo. Al recordar que había variado el encantamiento para que
buscase la puerta de acceso a Aguas Profundas, comprendió que el caminomundo
había funcionado a la perfección. Al otro lado del agua se encontraba
Toril.
Medianoche recorrió el resto del túnel y se
detuvo junto a la pared líquida. Dio media vuelta e intentó cerrar el portal.
El disco de energía permaneció en su sitio, y
los engendros alados del castillo de los Huesos aparecieron en el otro extremo
del pasillo. La hechicera probó una vez más a cerrar la entrada, pero fue
inútil.
La primera de las criaturas le dirigió una
sonrisa que dejó al descubierto sus enormes colmillos.
—No podrás cerrarlo —dijo, con una voz que
sonó como el chirrido del acero rascando la piedra—. Donde vaya la tabla,
iremos nosotros.
Otros dos monstruos aparecieron en el portal.
—¿Cómo es posible? —exclamó Medianoche.
—¿Y a ti qué te importa? —replicó el
engendro—. Devuelve la tabla.
En aquel momento, la hechicera comprendió lo
que ocurría. La magia que había detectado en la tabla era una de las siniestras
trampas de Myrkul. Resultaba imposible para cualquiera que robase la tabla
escapar de sus guardianes. El dios de la Muerte la había cargado con una
variedad de encantamientos para convertirla en un faro de guía para sus
monstruos.
Sin embargo, saber cómo lo había hecho no
tenía importancia. El problema grave era que cuando intentara llevar la tabla a
Aguas Profundas, desencadenaría a las hordas de Myrkul. La tabla se encargaría
de mantener el portal abierto para los engendros y los llamaría. Medianoche no
podía permitir que esto sucediera ni tampoco podía devolverles la tabla a los
vasallos del dios de la Muerte.
Comprendió que debía bloquear el pasadizo, y
el hechizo adecuado surgió en su mente. Se trataba de una esfera prismática, un
globo de colores titilantes que los engendros jamás podrían atravesar.
Los monstruos se tendrían que conformar con
rascar y golpear el exterior, mientras ella estaría sana y salva en el
interior.
—Es tu última oportunidad, mujer —la amenazó
el monstruo alado, mientras subía por el pasillo—. No tienes escapatoria.
—Eso es lo que tú crees —replicó Medianoche.
Realizó el hechizo, y, un instante después, la
rodeó una esfera brillante, que al mismo tiempo bloqueó el acceso a Aguas
Profundas.
A la maga le pareció que su cuerpo se quemaba,
y le dolía tanto la cabeza que apenas si podía pensar. En el espacio de unos
pocos minutos, había utilizado dos de los más poderosos exorcismos que
existían, y ahora acusaba el esfuerzo. Pero no tenía importancia. La hechicera
estaría segura mientras se mantuviese la esfera prismática, y, en su caso,
podía ser por mucho tiempo.
15
La Ciudad de los Prodigios
Después de librarse del hielo y pasar una
larga noche junto a un pequeño fuego, Kelemvor abandonó el Páramo Elevado. A
pesar del dolor que le producía la congelación de sus pies, caminó hasta la
carretera. Una vez allí, encendió una gran hoguera y luego se sentó a esperar
que alguien viniese en su ayuda.
Mientras se le descongelaban los pies,
Kelemvor había pensado en lo que debía hacer. Medianoche había caído en el río
subterráneo y no sabía nada más acerca de su destino. Pero si él había
conseguido sobrevivir, creía que ella tenía más oportunidades porque contaba
con la ayuda de la magia. Por lo tanto, el guerrero decidió suponer que seguía
con vida.
Sin embargo, Kelemvor no tenía medios para
saber qué podía haber hecho la hechicera. Quizás había intentado recuperar la
tabla robada por los zombis, en el caso de que estuviese enterada de la
pérdida. Si no, podía haber intentado ir hasta el reino de la Muerte para
buscar la segunda tabla en poder de Myrkul. Pero cabía la posibilidad de que
Medianoche lo diera por muerto, en cuyo caso Kelemvor no tenía la más remota
idea de lo que podía hacer.
El héroe no tardó en comprender que no podía
anticipar las acciones de la hechicera. Lo único cierto era que ella acabaría
por ir en algún momento a Aguas Profundas.
Tras llegar a esta conclusión, Kelemvor
consideró la posibilidad de perseguir a los zombis y recuperar la tabla. Pero,
solo, sin armas e impedido por la congelación, no tenía muchas probabilidades
de éxito. Además, a la vista del empeño demostrado por los muertos vivientes
para apoderarse de la tabla, sospechó que los zombis ya no estaban en el
castillo de Lanza de Dragón. Habrían escapado en busca de su amo, y él
desconocía el lugar de su escondrijo.
Después de pensarlo mucho, decidió marchar a
Aguas Profundas. Allí esperaría la llegada de Medianoche. Si no se presentaba,
entonces buscaría ayuda y saldría a la búsqueda de la tabla y de su amante.
Por fortuna, Kelemvor había acabado sus planes
antes de que sus pies se descongelaran. En el momento en que había vuelto la
circulación, le había sido imposible pensar en nada más que en el dolor. Había
tenido la sensación de estar metido en un caldero de agua hirviendo, y la
tortura había continuado durante veinticuatro horas.
Una compañía de diez jinetes había aparecido
en mitad del tormento. Los hombres se apiadaron de Kelemvor, y, como tenían más
caballos, le prestaron uno para que los acompañase hasta Aguas Profundas.
Un día y medio más tarde, llegaron a los
restos de la posada de El Grifón Asado. Sus ocupantes habían sido asesinados
sin ningún motivo aparente. Los mercaderes habían intentado aclarar el misterio
hasta que uno de ellos encontró el cuerpo sin sangre del posadero. De
inmediato, habían atribuido la carnicería a un vampiro. Pero Kelemvor había
manifestado su sospecha de que los autores eran los mismos zombis que habían
atacado a su grupo en el castillo de Lanza de Dragón.
Una semana después, cuando estaban acampados a
medio kilómetro de la carretera, los mercaderes habían podido comprobar que el
guerrero tenía razón. En mitad de la noche, una docena de zombis había llegado
al campamento, matado al centinela y a la mitad de la compañía antes de que
pudieran reaccionar. Kelemvor, al ver las túnicas a rayas de los zombis, había
empuñado una espada e intentado organizar la defensa. Sin embargo, los
mercaderes habían tenido pánico y los que todavía vivían pusieron pies en
polvorosa. El guerrero, al verse solo e impedido por el dolor, buscó un caballo
y escapó del lugar.
De todo esto ya habían pasado tres días. Desde
entonces, el héroe jugaba al gato y el ratón con los zombis. Éstos viajaban
hacia Aguas Profundas, pero evitaban la carretera en un torpe intento de no ser
vistos. De tanto en tanto, Kelemvor se acercaba a ellos para comprobar que
mantenían su marcha con rumbo noroeste. Por su parte, los zombis hacían lo
mismo con él, y, en varias ocasiones, le habían tendido emboscadas. La necesidad
de mantenerse siempre vigilante había representado que el joven no había podido
pegar ojo desde el ataque a los mercaderes.
La falta de sueño se había cobrado su tributo.
Mientras su caballo trotaba por la carretera, tenía que concentrarse en el paisaje
para mantenerse despierto. A su derecha, una llanura cubierta de nieve se
extendía tan lejos como él podía ver. En algún lugar de la misma, Kelemvor lo
sabía, marchaban los zombis. A la izquierda divisaba una franja de arena marrón
que sólo podía ser la costa de la Espada. Más allá, brillaban las aguas azul
oscuro del mar que a lo lejos se unía con el horizonte, era el mar de las
Espadas.
El camino llegó a lo alto de una pequeña
colina y el caballo se detuvo por propia voluntad. Luego resopló y golpeó el
suelo con uno de sus cascos. Kelemvor se inclinó para palmearle el pescuezo, y
entonces vio que el animal había pisoteado algo con escamas. Por un instante,
pensó que era una serpiente, pero después vio las aletas y agallas.
Era un pez.
El guerrero observó la carretera. Al otro lado
de la colina, la llanura se veía cubierta de miles de formas que saltaban y
serpenteaban. Era como si el mar se hubiese convertido de pronto en un lugar
indeseable, y los peces hubieran decidido moverse tierra adentro en busca de
otras aguas mejores. Si bien el espectáculo resultaba desconcertante, no tuvo
miedo. Al igual que la mayoría de los habitantes de los Reinos, se había
habituado a este tipo de cosas extrañas.
Pero, desde lo alto de la colina, Kelemvor
también pudo ver algo mucho más importante: Aguas Profundas. El camino se
prolongaba poco más de un kilómetro hasta llegar a un portal fortificado casi
al lado mismo de la costa. Al sur de la entrada, se abría la inmensa superficie
del mar de las Espadas, salpicada aquí y allá por las velas blancas de los
grandes navíos de cargas. Por el lado norte, y a un par de metros de altura
sobre la playa, se iniciaba la pendiente de un acantilado. A medida que la
ladera subía hacia el este de forma abrupta hasta convertirse en un farallón.
En la cumbre del acantilado aparecía una
muralla muy alta, con grandes torreones a intervalos regulares. El muro sólo se
interrumpía en el centro, donde la pendiente era casi vertical y no podía ser
escalado. Al otro lado del muro, asomaban los orgullosos cimborrios de un
centenar de torres. Kelemvor no tenía ninguna duda de que, por fin, veía la
Ciudad de los Prodigios.
Más allá de Aguas Profundas, una pequeña
montaña de casi trescientos metros de altura se elevaba sobre la planicie como
un centinela de la ciudad que llevaba su nombre. En el pico del monte Aguas
Profundas había una torre solitaria alrededor de la cual volaban bandadas de
pájaros enormes. Incluso desde esta distancia, Kelemvor podía ver sus cuerpos y
la forma de sus alas.
El guerrero empuñó las riendas y puso a su
caballo en marcha. El animal se movió de mala gana, y buscó su camino entre la
marea de peces como quien camina por una calle enfangada y no quiere ensuciarse
los pies.
Cuando estuvo más cerca del portal, Kelemvor
descubrió que las aves en el cielo de Aguas Profundas no eran tales. Tenían las
alas y la cabeza de las águilas, pero sus cuerpos y garras eran de león. Eran
grifones, y sobre el lomo cargaban a sus jinetes. El joven pensó en las
dificultades que se habría ahorrado si hubiese podido disponer de una de
aquellas monturas.
Iba tan absorto ante la visión de los grifones
que, cuando su caballo se detuvo, casi no se dio cuenta de que había llegado al
portal. Dos centinelas le cerraban el paso, vestidos con armaduras de placas
negras. En los petos aparecía una luna en cuarto creciente dorada rodeada por
nueve estrellas de plata. Detrás de ellos había otro hombre, ataviado de cuero
verde y cota negra, pero con una insignia donde sólo aparecía la luna dorada.
Otra docena de soldados vestidos de la misma manera permanecían junto al
portal, ocupados en atender a diversos viajeros.
—Alto. Diga su nombre y actividad —dijo el
primer guardia. Evitó acercarse al guerrero cubierto de suciedad. Estaba
habituado a la mugre de los viajeros, pero éste superaba lo habitual.
—Kelemvor Lyonsbane —respondió el héroe. Sabía
que olía mal. Si a esto le sumaba estar sucio, hambriento, helado y exhausto,
no dudaba de que su aspecto debía de resultar horrible.
—¿Y cuál es su actividad?
Kelemvor se echó a reír. La única respuesta
que se le ocurrió fue la de que había venido a salvar el mundo. Pensó si los
guardias lo creerían. El otro soldado se acercó, molesto por lo que
interpretaba como una falta de respeto.
—¿Qué le causa tanta gracia? —dijo.
El guerrero se mordió los labios, en un
intento por contener la risa. Lo dominaba la euforia del cansancio y le
resultaba difícil controlarse. Respondió:
—Nada. Lo lamento. Hay unos zombis a los que
persigo...
El gesto de burla de los dos soldados
interrumpió su respuesta, pero el hombre vestido de verde dio un paso adelante
y preguntó:
—¿Zombis? —Su jefe le había advertido que
podía haber problemas con los zombis en las semanas venideras.
—Nos atacaron y mataron a uno de mis amigos
—contestó el guerrero.
—¿Puede repetirme su nombre?
—Kelemvor Lyonsbane. —El héroe comprendió que
su voz resultaba incoherente.
—¿Dónde están los otros dos? —exclamó el
guardia, sorprendido. Ésta era una de las personas a las que esperaba—.
¿Medianoche y Adon de Sune?
—¡Ya se lo he dicho! —gritó Kelemvor, furioso
por tener que repetirse. Era consciente de que su mal humor se debía al
cansancio, pero no podía evitarlo—. ¡Nos atacaron los zombis! ¡Adon está muerto
y Medianoche desaparecida! Está por alguna parte... ¡Tengo que encontrarla!
—Cálmese, ahora ya está a salvo —dijo el
hombre. Pensó que su jefe estaría más capacitado para entenderse con el
viajero—. Soy Ylarell. Lo esperábamos.
—¿Es cierto? —preguntó Kelemvor. De pronto, su
mente volvió a la normalidad—. Hay zombis en la zona... tendrán que ir a
buscarlos.
—Nos encargaremos de ellos —murmuró Ylarell—.
Los zombis no podrán hacerle daño aquí. Ahora venga conmigo, hay alguien que
desea verle. —El guardia cogió las riendas del caballo del joven y lo guió a
través del portal.
Después de cruzar una plaza desierta con la
hierba cubierta de nieve, Ylarell condujo al guerrero hasta otra muralla. Habló
con el guardia apostado en la entrada, y por fin introdujo al joven en la
ciudad. Si bien el héroe había visto muchas ciudades en su vida, el tamaño y la
magnificencia de Aguas Profundas lo dejó boquiabierto. Las calles se veían
llenas de vehículos y peatones, todos muy ocupados y presurosos. El olor a sal
y brea de la bahía flotaba desde el lado izquierdo donde se levantaban los
grandes tinglados del puerto y las viviendas de los marinos. A la derecha, se
extendía un sector de posadas y establos, tan arracimados que Kelemvor no
conseguía imaginar cómo se las ingeniaban las caravanas para llegar a los más
interiores.
A medida que avanzaban en la ciudad,
recorrieron calles flanqueadas de comercios y albergues de lujo. Luego,
llegaron a una zona residencial, poblada de casas muy grandes e incluso un par
de mansiones cuyos jardines se abrían a amplias avenidas. Finalmente, Ylarell
se detuvo delante de una gran torre.
—¿Quién llama? —La voz surgió de la base de la
estructura, si bien Kelemvor no pudo distinguir ninguna puerta o ventana.
—Ylarell de la guardia, con Kelemvor
Lyonsbane.
No había acabado el soldado de dar su
respuesta, cuando se abrió una puerta en medio del muro. Un hombre alto y de
cabellos oscuros salió de la torre.
—¡Bienvenido, Kelemvor! Soy Báculo Oscuro Arunsun,
amigo y aliado de Elminster. ¿Dónde están tus compañeros?
—Está agotado, mi señor —intercedió Ylarell.
—Hazlo pasar —ordenó Arunsun, y volvió a la
torre.
El guardia ayudó a Kelemvor a bajar del
caballo y lo condujo hasta una sala pequeña. Un momento más tarde, reapareció
Báculo Oscuro en compañía de otro hombre. A pesar de ser un anciano, su aspecto
era tan sano y vigoroso como el de su compañero. Una melena de león y la
abundante barba enmarcaban su cara de facciones agudas.
—¡Elminster! —gruñó el héroe. Debido a su
agotamiento, no le costó mucho al guerrero culpar al viejo sabio de todas las
penurias que él y sus amigos habían soportado. Era obvio que Elminster había
llegado a la ciudad mucho antes que él y con muchísimos menos problemas—.
¡Tendría que cortarte el pescuezo como a un pavo! —exclamó.
—No soy ningún pavo —replicó el sabio, sin
intimidarse—. Ahora dime qué ha pasado con tus amigos.
Kelemvor relató los hechos que habían ocurrido
en el castillo de Lanza de Dragón, sin olvidar lo referente a Bhaal y Cyric.
Cuando acabó, Elminster y Báculo Oscuro se quedaron sin saber qué decir,
mientras trataban de evaluar los efectos de las informaciones del guerrero en
sus planes.
Por fin, Elminster gimió frustrado. No había
tenido en cuenta la posibilidad de que Medianoche diera, por sus propios
medios, con una entrada al reino de Myrkul.
—Si ha ido a buscar sola la segunda tabla, los
Reinos pueden correr un peligro muy grave —dijo.
Kelemvor se animó ante la suposición implícita
de Elminster de que Medianoche había sobrevivido al río subterráneo. Pero
también se asustó al ver la preocupación del sabio ante el hecho de que la muchacha
hubiera ido a recuperar la tabla sin ninguna ayuda.
Báculo Oscuro fue el primero en ponerse de pie,
mientras comunicaba a los demás su plan para controlar los daños.
—Ylarell, busca a Gower y reúnete con nosotros
en la posada Portal del Bostezo —dijo—. Luego, forma una patrulla y envíala a
perseguir a los zombis que atacaron a Kelemvor. Es imprescindible que
recuperemos la tabla inmediatamente.
—¿Piensas en el Pozo de la Perdición, amigo
mío? —preguntó Elminster, listo para acompañar a su colega.
—Gower nos enseñará el camino —asintió
Arunsun.
Los dos magos no dijeron nada más. Ambos
sabían lo que se debía hacer. En las profundidades de la montaña de Aguas
Profundas, se encontraba el Pozo de la Perdición, que era el punto más cercano
de acceso al reino de Myrkul. Iban a entrar en el Hades para rescatar a
Medianoche y la tabla, si es que todavía era posible. Elminster y Arunsun se
encaminaron hacia la salida sin ninguna otra explicación. Kelemvor pensó que se
habían olvidado de su presencia.
—¡Esperadme! —gritó.
—Amigo mío, creo que esto no es para ti —dijo
Báculo Oscuro, con una mirada de condescendencia—. Ya has hecho más que
suficiente.
—Yo voy con vosotros —exclamó el héroe,
irritado ante la actitud protectora del mago.
—¡Pero si apenas puedes caminar! —protestó
Arunsun.
—Iré con vosotros, os guste o no —insistió
Kelemvor.
Indeciso, Báculo Oscuro miró a Elminster. El
sabio estudió por un instante al guerrero antes de emitir un juicio.
—Tal vez nos sea útil —dijo, por fin, el
mago—. ¿Tienes alguna cosa que restaure sus fuerzas?
Arunsun levantó una mano y mostró una ampolla
llena de un turbio líquido verdoso. Le entregó la ampolla a Kelemvor.
—Esto aliviará tu fatiga... por un tiempo.
El joven no hizo ninguna pregunta a pesar de
su curiosidad acerca del contenido del recipiente. Los magos parecían muy poco
dispuestos a comentarios inútiles, y él prefirió reservar sus preguntas para
temas más importantes. De un solo trago, bebió el líquido verde. Tal como había
dicho Arunsun, la fatiga desapareció al momento.
Sin preocuparse más por el guerrero, los dos
hechiceros salieron de la torre y caminaron hacia el sur por un laberinto de
callejuelas hasta llegar a una posada bastante grande. El cartel en la entrada
decía: El Portal del Bostezo.
Elminster y Báculo Oscuro entraron y, sin
hacer ningún caso de los parroquianos, fueron directamente a la oficina del
dueño. Kelemvor fue tras ellos, y se sentó en una de las sillas alrededor de la
única mesa de la habitación. Sin que nadie se lo hubiera pedido, una camarera trajo
cervezas para todos, y, al marcharse, cerró la puerta.
El propietario era un viejo guerrero retirado
llamado Durnan el Vagabundo. Nadie más que los dos hechiceros sabían que Durnan
era uno de los misteriosos señores de Aguas Profundas, el concejo democrático
secreto que gobernaba la ciudad.
Al igual que con su propietario, en el nombre
de su establecimiento había algo más de lo que se veía a primera vista. El
Portal del Bostezo era una alusión entre los entendidos a todos los que
disfrutaban con los cuentos fantásticos que formaban parte de la tradición de
la posada. Pero también era una referencia al túnel, parecido a un pozo
interior, que conducía hasta las cavernas debajo de la montaña Aguas Profundas.
El pasadizo era la razón por la que Báculo Oscuro había venido a la posada, y
no únicamente para esperar al tal Gower, como había pensado Kelemvor.
Los dos magos se sentaron sin decir palabra, y
el héroe no se atrevió a romper el silencio. Lo impresionaba su porte, si bien
consideraba que no eran muy corteses con alguien que había cruzado los Reinos
para provecho de ambos. Pero estaba dispuesto a soportar sus malos modales con
gusto porque representaban su única oportunidad para reunirse con Medianoche.
Diez minutos más tarde, un hombre robusto y de
hombros anchos entró en la oficina, seguido por Ylarell y un enano de nariz
roja. Sin preocuparse por las presentaciones, Báculo Oscuro se dirigió al
enano:
—Gower, tendrás que guiarnos hasta el Pozo de
la Perdición.
—Te costará caro —manifestó el enano.
—¿Cuál es el precio? —preguntó Elminster,
suspicaz. Conocía muy bien la costumbre de los enanos a cobrar en exceso
cualquier servicio.
—Quince..., no, veinte... jarras de cerveza
—respondió Gower, decidido a sacar el mayor beneficio.
—Hecho —dijo Arunsun, consciente de que Durnan
se haría cargo de la factura, sin reclamar el dinero—. Pero cobrarás a la
vuelta. Te necesitamos sobrio.
—Siete ahora...
—¡Una ahora, y nada más! —gruñó Báculo Oscuro.
Se volvió hacia el propietario—. Durnan, ¿podemos utilizar tu pozo?
Durnan asintió y dijo:
—¿Aceptáis compañía?
Elminster, que conocía el coraje de Durnan,
miró al otro mago.
—Si es tan bueno con la espada como dice
ser...
Durnan soltó un bufido ante los remilgos de su
amigo.
—Voy a buscar mi espada y la jarra para Gower
—exclamó.
Báculo Oscuro condujo al grupo a la habitación
vecina, donde se encontraba el pozo. Un par de minutos más tarde, Durnan se
unió a ellos. Se presentó cargado con la jarra de cerveza, una espada
reluciente, un rollo de soga y media docena de antorchas. Distribuyó las teas,
encendió la suya en la llama de la lámpara de pared y luego puso un pie en el
cubo del pozo.
—Bájame despacio, Ylarell —dijo—. Hace tiempo
que no vengo por aquí.
Ylarell bajó a Durnan al fondo del pozo. Lo
siguieron Báculo Oscuro, Elminster y Gower. Cuando le llegó su turno, Kelemvor
imitó a los demás.
—Hazlo bajar —dijo.
Ylarell hizo girar la manivela, y el guerrero
bajó por el pozo oscuro durante varios minutos. A unos tres metros del fondo,
Arunsun tendió una mano desde un túnel lateral y tiró de Kelemvor. En cuanto el
joven sacó el pie del cubo, el mago se volvió hacia el enano.
—Adelante, Gower —le ordenó.
El enano no se molestó en llevar su antorcha,
y de inmediato comenzó a descender por el túnel. Durnan lo siguió escoltado por
los dos magos y con Kelemvor en la retaguardia. Bajaron hasta un laberinto de
túneles semiderruidos construidos por los enanos y pasajes naturales. En
algunas ocasiones, el grupo tuvo que vadear cursos de agua caliente, en
ocasiones tan profundos que Durnan cargó con Gower para que no se ahogara. Por
fin, llegaron a una especie de tobogán que se perdía en las tinieblas con una
pendiente muy aguda. Kelemvor pensó que si alguien caía por el agujero iría a
parar en el fondo. Al parecer, Durnan tuvo la misma idea.
—Utilizaremos la cuerda para bajar —dijo.
—Tonterías —exclamó Gower, sentado en el borde
del tobogán—. No necesitamos la cuerda. —Se empujó con las manos y desapareció
en la oscuridad.
Durnan, Elminster y Báculo Oscuro
intercambiaron miradas de desafío, pero ninguno se atrevió a ser el primero en
seguir al enano. Luego, Elminster puso su mano sobre un peñasco y comentó:
—Aquí se podría sujetar la cuerda.
El propietario de la posada se encargó de atar
la soga, y la compañía bajó por el tobogán. Gower los esperaba en el fondo con
una expresión de burla en el rostro. El pasadizo comunicaba con una cueva tan
grande que la luz de las antorchas no alcanzaba a iluminar el techo ni la pared
más lejana. Los resplandecientes espectros blancos vagaban por centenares, o
quizá por miles, en el interior de la caverna.
—El Pozo de la Perdición está allí —dijo el
enano, señalando hacia el centro del recinto—. Pero sucede algo extraño.
—¿Quiénes son todos esos? —preguntó Kelemvor,
interesado en las extrañas siluetas.
Elminster no se molestó en contestar. Su
atención se concentraba en la cúpula de luces titilantes que había señalado
Gower.
—¿Piensas lo mismo que yo? —dijo Báculo
Oscuro, mirando a su colega.
—Sí —respondió Elminster. Los dos magos
dirigieron sus miradas a la cúpula.
—¿De qué se trata? ¿Qué es lo que piensan
ustedes dos? —exclamó Kelemvor, con la cabeza metida entre los dos hechiceros.
Como de costumbre, ninguno de ellos respondió,
pero ambos sospechaban que la cúpula era una esfera prismática, uno de los más poderosos
exorcismos defensivos que un mago podía practicar. Ahora, trataban de descubrir
por qué estaba allí.
Un segundo más tarde, siempre en silencio,
avanzaron hacia el objeto. Durnan, Gower y Kelemvor los siguieron, si bien los
dos primeros no sentían tanta aprensión como el guerrero. Habían trabajado
antes con Báculo Oscuro y confiaban en que si necesitaban saber alguna cosa
importante, él se las diría.
Cuando el grupo llegó a la cúpula, vieron que
estaba puesta dentro de una pequeña fuente con la pared de piedra. Parecía ser
una esfera con la parte inferior oculta a la vista. Encajaba con tanta
precisión que no había ni un intersticio entre la pared y el globo. La esfera
no dejaba de centellear y los colores rojo, naranja, amarillo, verde, azul y
violeta, se sucedían en su superficie como si fuese una pelota a rayas que
diera vueltas sobre su eje.
Los magos caminaron alrededor de la fuente
para inspeccionar la cúpula desde todos los lados y bien de cerca; luego se
apartaron para estudiarla de lejos. Por fin, Báculo Oscuro preguntó:
—¿Qué has sacado en limpio?
Elminster frunció el entrecejo. En lugar de
atender la pregunta de su amigo, se volvió hacia Kelemvor.
—¿Podría ser esto obra de Medianoche? —lo
interrogó.
El guerrero encogió los hombros. No tenía ni
la más remota idea de lo que podía ser el globo o si Medianoche era capaz de
crearlo o no.
—Lo único que puedo decir es que cada vez
tenía más poder. En una ocasión... —Buscó la palabra que la hechicera había
empleado cuando los sacó de un lugar para trasladarlos a otro—. En una ocasión
nos «teletransportó» a los cuatro desde el puente del Jabalí hasta medio camino
del castillo de Lanza de Dragón.
—¿Ella hizo eso? —exclamó Elminster,
asombrado.
—Entonces, es muy capaz de haber hecho esto
—afirmó Báculo Oscuro.
En el interior de la esfera, Medianoche había
aprovechado para descansar. Tenía que recuperarse del esfuerzo hecho para poner
en práctica los hechizos del caminomundo y la esfera prismática, uno
detrás de otro. Ignoraba que habían venido a ayudarla. Los terribles gritos y
chillidos de un millar de engendros enfurecidos le impedían oír las voces de
Elminster y sus acompañantes.
Por fortuna, el ruido era lo único que había
entrado en el globo. Varios engendros se habían lanzado contra la esfera y otros
habían intentado deshacerla con hechizos. En todos los casos, Medianoche había
escuchado los gritos de dolor o furia cuando la esfera devolvía el ataque
contra quien lo había lanzado.
Mientras el globo se mantuviera en su sitio,
la hechicera y los Reinos estarían a salvo de los siervos de Myrkul. Pero el
exorcismo no tardaría en desaparecer, y la maga pensó que necesitaría emplear
casi todas sus fuerzas para volver a practicarlo. Si bien esto serviría para
mantener la situación sin cambios, sólo era una solución a corto plazo.
Además, Medianoche no se atrevía a abandonar
la esfera antes de haber desmontado la trampa de Myrkul. Hasta entonces, la
tabla debía permanecer dentro del globo. En caso contrario, abriría un pasaje
para los engendros entre el reino de la Muerte y allí donde estuviese la tabla.
De pronto, se le ocurrió que podía emplear un
hechizo de permanencia para prolongar indefinidamente la existencia de la
esfera prismática. Los gestos y las palabras aparecieron en su mente. Requería
el mismo esfuerzo que el otro, pero sólo necesitaría hacerlo una vez.
Resignada, Medianoche realizó el exorcismo.
Gastó muchas energías, pero no las agotó. Con unas ocho horas de descanso,
tendría suficiente para recuperarse y desmontar la magia que Myrkul había puesto
en la tabla.
En el exterior, Kelemvor y sus cuatro
acompañantes permanecían sumidos en el desconcierto.
—Estas cosas no tienen una duración ilimitada
—comentó Báculo Negro—. Y si Medianoche es quien la creó, entonces tiene que
estar por aquí.
—Desde luego —replicó Elminster—. Se encuentra
en el interior. Para eso sirven las esferas prismáticas.
—¿Está dentro de esa cosa? —preguntó Kelemvor.
Dio un paso adelante, pero Durnan se apresuró a detenerlo.
—No, amigo mío —dijo Durnan—. Si la tocas,
quedarás hecho picadillo.
—Entonces, ¿cómo haremos para sacarla? —gritó
el guerrero.
—No creo que lo intentemos —respondió
Elminster, acariciándose la barba—. El mago que crea una esfera prismática
puede entrar y salir de ella a voluntad. Si Medianoche permanece en el interior,
es que tiene sus razones.
—¿Y
qué otra cosa podemos hacer? —insistió Kelemvor.
—Le haremos saber que estamos aquí —afirmó
Báculo Oscuro—. Contaré hasta tres, y gritaremos su nombre al unísono.
El intento no hubiera fracasado de no haber
sido por el escándalo de los gritos de los engendros en el lado de la esfera
que daba a la ciudad de Myrkul. Las voces de la compañía se perdieron en la
barahúnda, y Medianoche no se enteró de que la llamaban.
A continuación, sus amigos intentaron arrojar
cosas al interior de la esfera: trozos de ropa, piedras, anillos. Ninguno
consiguió pasar. Los objetos rebotaban en la superficie y volvían en contra de
quien los había arrojado. Báculo Oscuro llegó a probar un hechizo telepático,
pero el resultado fue que el mago permaneció mudo durante veinte minutos,
víctima de una fuerte conmoción. Kelemvor lo agradeció para sus adentros por el
respiro, porque ya estaba harto de la cháchara condescendiente de Arunsun.
—Bien, Elminster, ¿qué vamos a hacer?
—preguntó el guerrero, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Esperaremos —respondió Elminster—. La esfera
se deshará en un par de horas.
Se sentaron a esperar. De vez en cuando,
algunos espectros se acercaban hasta ellos, y conversaban con Elminster y
Báculo Oscuro. En cambio, Kelemvor, Durnan y Gower, dominados por un temor
supersticioso, evitaron cualquier intercambio con los muertos. Varias veces,
algunos de los espíritus no pudieron resistir más la llamada del Pozo de la
Perdición y trataron de entrar a pesar de la esfera. En todos los casos, eran
repelidos o desaparecían en un destello blanco.
Cuatro horas más tarde, Arunsun se puso de
pie.
—Esto es ridículo —exclamó—. Nadie puede
mantener una esfera prismática durante tanto tiempo.
—Al parecer, Medianoche sí —comentó Elminster.
—¡Voy a desmantelarla! —anunció Báculo Oscuro.
—Tal vez no sea prudente —dijo Elminster—.
Incluso si consigues hacer todos los encantamientos sin fallos, no podemos
arriesgarnos a eliminar la esfera sin saber por qué la ha creado.
—¿Puedes desmantelarla? —preguntó Kelemvor, y
se incorporó para unirse a Arunsun.
—Sí puede —explicó Elminster—. Pero es un
proceso muy complicado y tedioso.
—Dígame en qué consiste —pidió el guerrero. Al
igual que Báculo Oscuro se había aburrido de esperar.
—Muy bien —suspiró Elminster—. Al parecer, no
tenemos nada mejor que hacer. En realidad, una esfera prismática está compuesta
por siete esferas mágicas distintas, y cada una provee defensas para diferentes
tipos de ataque.
—Para desmantelarla —intervino Báculo Oscuro—,
debes proyectar un cono de frío para destruir la esfera roja, que cierra el
paso a los proyectiles como pueden ser flechas, lanzas...
—¡Y piedras envueltas con mensajes! —gritó
Kelemvor. Arunsun frunció el entrecejo molesto por la interrupción, pero el
héroe no le hizo caso—. Lo único que debes hacer es desmantelar la primera
esfera —añadió—. Entonces, arrojaremos algo al interior para llamar la atención
de Medianoche.
—No me gusta... —comenzó a decir Elminster,
con un tono de duda.
—¿Es que tenemos alguna otra elección?
—preguntó Durnan, sin dejarlo acabar la frase. Era la primera vez que expresaba
una opinión—. No podemos quedarnos aquí indefinidamente. Tengo un negocio que
atender.
—Muy bien —aceptó Elminster. Metió la mano en
un bolsillo y sacó una de sus pipas de espuma de mar. Se la dio a Kelemvor—.
Ella la reconocerá. Por favor, intenta no romperla. Ahora, Báculo Oscuro, si
quieres hacernos el honor.
—Con mucho gusto —respondió el mago.
En el interior de la esfera, Medianoche
acababa de descubrir la naturaleza de la trampa de Myrkul. Había combinado unas
variaciones muy poderosas de los hechizos para localizar objetos y mantener
puertas abiertas. De esta manera, se aseguraba de que sus engendros podían
seguir siempre la pista de la tabla. El primero de los exorcismos servía como
faro de posición de la tabla, y el segundo impedía al ladrón cerrar su ruta de
escape.
Era toda una suerte que la esfera prismática
de Medianoche no hubiera cerrado su ruta de salida, sino que la había
bloqueado. Ella podría salir y los engendros no podrían seguirla. Gracias a que
había utilizado un encantamiento para que el globo fuera permanente, la puerta
entre la ciudad de Myrkul y los Reinos estaría siempre abierta, pero el
obstáculo en la salida era insalvable.
Mientras Medianoche analizaba su
descubrimiento, algo voló al interior de la esfera y aterrizó en su regazo. Se
levantó de un salto, y estuvo a punto de salir de la esfera y caer en las manos
de los engendros de Myrkul. Luego, la joven recogió el objeto y vio que era una
pipa de espuma de mar, una pipa muy especial y conocida.
En el exterior de la esfera, todos respiraban
un poco más tranquilos porque el hechizo de Báculo Oscuro no había fallado.
Además, Kelemvor había lanzado la pipa de Elminster dentro de la esfera sin que
rebotara.
—¿Qué pasará si ella no reconoce tu pipa?
—quiso saber el guerrero.
En aquel preciso momento, Medianoche salió de
la esfera, con la tabla en una mano y la pipa de Elminster en la otra.
—¿Es esto de alguno de ustedes? —preguntó.
—¡Medianoche! —gritó Kelemvor.
Los dos jóvenes corrieron a encontrarse y se
abrazaron, pero no antes de que Elminster se apresurara a recuperar su pipa.
Durante unos momentos muy largos y
embarazosos, Báculo Oscuro, Elminster, Durnan y Gower esperaron mientras los
amantes se besaban y acariciaban. Por fin, cuando resultó evidente que se
habían olvidado de los demás, Elminster carraspeó.
—¿Quizá sería oportuno ocuparnos de nuestras
obligaciones? —sugirió.
Medianoche y Kelemvor se separaron.
El viejo sabio le preguntó a la hechicera:
—¿Podrías explicarnos por qué has estado
metida en el interior de esa cosa durante gran parte del día? —dijo, señalando
la esfera.
—Ahora no —exclamó Gower—. Tengo sed, y me
adeudas diecinueve jarras de cerveza.
—Un momento, Gower —exclamó Báculo Oscuro,
impaciente—. ¿No hay ningún riesgo si nos marchamos?
—Oh, no, ninguno —respondió Medianoche—.
Podemos irnos. La esfera es permanente.
Elminster y Báculo Oscuro intercambiaron
miradas de asombro.
—¿Lo veis? —dijo el enano—. Salgamos de aquí.
Gower echó a andar hacia la salida.
Conscientes de que no podían encontrar el camino de regreso a la taberna de
Durnan por sus propios medios, los demás lo siguieron de mala gana, pero sin
dejar de asaltar a Medianoche con mil y una preguntas.
16
Myrkul
—¡No! —exclamó Kelemvor. Recogió la tabla que
estaba en el suelo y la dejó sobre la mesa—. Aquí tienes tu tabla. ¡Cógela y
encárgate tú mismo de buscar la otra!
—Esta discusión no te concierne, Kelemvor
—replicó Báculo Oscuro. No toleraba que nadie le hablara en ese tono, y mucho
menos un mercenario.
—Tienes razón, ya no es asunto mío. Ni tampoco
de Medianoche.
Arunsun frunció el entrecejo y comenzó a
sugerir que el guerrero era un cobarde, pero Elminster se interpuso entre los
dos hombres. Miró a Báculo Oscuro con expresión de reproche y dijo:
—Tranquilízate. ¿Es que no podemos discutir
este asunto como caballeros?
El disgusto de Báculo Oscuro se transformó al
instante en un gesto de vergüenza. El comentario de Elminster iba dirigido a
él, y sabía que su amigo tenía razón. Había demostrado que no podía controlarse
al dejar que la tozudez del guerrero lo irritara hasta tal punto.
—Discúlpame —murmuró—. Ha sido sólo por la
tensión.
Kelemvor también cambió de actitud, pero no se
disculpó.
Se encontraban una vez más en la oficina de
Durnan en El Portal del Bostezo. Medianoche yacía acostada en el sillón, y
sumida en un sueño muy profundo. Sus cabellos negros aparecían ásperos y tiesos
como la cola de un caballo. El color de su piel se había vuelto grisáceo, y
tenía grandes bolsas moradas debajo de los ojos muy hundidos en las órbitas.
El reino de la Muerte se había cobrado su
tributo. Kelemvor no podía concebir verla participar en otra batalla, como
acababan de proponer Báculo Oscuro y Elminster.
—Se enfrentó sola a los peligros de la ciudad
de Myrkul —afirmó el héroe—. ¿Es que no es suficiente?
—Otros también se han sacrificado —objetó
Báculo Oscuro—. Ylarell era un buen hombre.
Kelemvor no supo qué responder. Cuando él y
sus cinco compañeros habían vuelto a la posada, los esperaba un miembro de la
guardia de la ciudad con malas noticias. Después de haber bajado al grupo de
rescate al interior del pozo, Ylarell había reunido un grupo de soldados para
ir a la búsqueda de los zombis denunciados por el guerrero. La patrulla había
encontrado el rastro de los zombis y los había seguido por los hediondos
túneles de las cloacas de la ciudad.
Dos horas más tarde, los zombis les habían
tendido una emboscada. Ylarell y su grupo habían estado a punto de ganar la
batalla, pero entonces un hombre de aspecto maligno intervino en favor de los
zombis y utilizó un veneno mágico contra los soldados. Gracias a que nadie
advirtió su presencia, uno de los guardias salvó la vida. El comandante de la
guardia, enterado del interés de Báculo Oscuro por las andanzas de los zombis,
había decidido no enviar más hombres a los túneles hasta no haber hablado con
el mago.
En base a lo que Bhaal le había dicho a
Medianoche y otras informaciones que sabía por otros medios, Elminster llegó a
la conclusión de que el hombre que había acudido en ayuda de los zombis había
sido Myrkul. Ahora, el viejo sabio y Báculo Oscuro querían utilizar a la
hechicera y la tabla para tenderle una trampa al señor de la Muerte.
Kelemvor consideraba que su amante ya había
hecho suficiente. Además, dudaba de que tuviese las fuerzas necesarias para
enfrentarse a Myrkul.
—Está demasiado débil —dijo, y se arrodilló
junto a la joven.
—Por muy débil que esté —replicó Elminster,
pacientemente, mientras señalaba con uno de sus dedos retorcidos a la mujer—,
tiene más poder que Báculo Oscuro y yo juntos.
—¡No! —insistió Kelemvor, poniéndose de pie.
—La decisión le corresponde a ella —intervino
Durnan, desde su silla al otro lado de la mesa, con una jarra de cerveza en la
mano—. En Aguas Profundas, ningún hombre habla en representación de una mujer a
menos que ella se lo pida.
En aquel momento, Medianoche abrió los ojos y
buscó con su mano para sujetar la del guerrero.
—Kel, tiene razón —dijo—. Debo ir.
—¡Pero mira cómo estás! —protestó Kelemvor y
volvió a arrodillarse—. Si no puedes más.
—Me encontraré bien en cuanto descanse.
—Apenas puedes aguantarte de pie —manifestó el
héroe, mientras acariciaba los cabellos sucios de su amante—. ¿Cómo harás para
enfrentarte a Myrkul?
—Porque es su obligación —declaró Elminster,
con una mano apoyada en el hombro del joven—. Si no lo hace, desaparecerá el
mundo.
Al escuchar las palabras del mago, Kelemvor
agachó la cabeza y miró al suelo. Por unos momentos permaneció en silencio.
Luego, miró a Elminster y preguntó:
—¿Quieres explicarme una cosa? ¿Por qué ha de
ser Medianoche quien saque a Myrkul de su escondrijo? ¿Para qué necesitamos la
otra tabla?
—Elminster no tiene por qué explicar sus
decisiones a nadie —protestó Báculo Oscuro.
No pudo añadir nada más porque el mago mayor
lo hizo callar con un gesto de su mano.
—Tiene derecho a saber —dijo Elminster—.
Mientras tú y tus amigos luchabais por recuperar la tabla, esto es lo que
aprendí. —El sabio movió una mano hacia el aire por encima de la mesa—. Al
principio de los tiempos, surgió de las tinieblas una voluntad que se llamaba a
sí misma Ao. Ao deseaba crear un orden. —Elminster chasqueó los dedos y una
balanza dorada apareció en el aire—. Equilibró las fuerzas del caos y el orden.
Para conseguirlo, dedicó los primeros eones de su vida a catalogar las cosas y
a ponerlas en oposición. —Docenas de trozos de carbón surgieron de la nada y se
colocaron en los platos de la balanza.
»Cuando acabó su tarea —añadió el mago—, el
universo se había vuelto tan vasto y complicado que incluso Ao tenía
dificultades para controlarlo todo. —La balanza se agitó y el carbón cayó al
suelo.
«Entonces, Ao creó los dioses. —Los trozos de
carbón se transformaron en diamantes, cada uno con el símbolo de un dios
grabado en sus facetas—. Para preservar el orden, asignó a cada dios ciertas
tareas y poderes. —Los diamantes se acomodaron en los platos, y la balanza
recuperó su equilibrio.
»Por desgracia, para no tener que vigilarlos
constantemente, Ao creó a los dioses dotados de voluntad propia. Pero la libre
voluntad trajo aparejada la ambición y la codicia, y los dioses no tardaron en
iniciar la pelea entre ellos para aumentar su propio poder a costa de los
demás. —Los diamantes comenzaron a pasar de un platillo al otro, y resultaba
imposible mantener la balanza en equilibrio—. Ao no podía detener la lucha sin
privar a los dioses de su libre albedrío. Por lo tanto, comenzó a supervisar la
transferencia de poderes y obligaciones. —En una corriente continua, los
diamantes se repartieron entre los platos.
»Así fue que Ao creó las Tablas del Destino,
donde escribió los poderes y las atribuciones de cada dios. Ahora, los dioses
podían hacer su voluntad, pero las tablas permitirían al creador estar seguro
de que el equilibrio no se perdería. No obstante, Myrkul y Bane tenían más
interés en sus propias aspiraciones que en el equilibrio. —Dos diamantes de
color oscuro abandonaron los platos y comenzaron a trazar trayectorias
estrambóticas alrededor de la balanza—. En consecuencia, robaron las tablas y
las escondieron, con la intención de hacerse con todo el poder posible en el
transcurso de la confusión que siguió a su fechoría.
Todos los diamantes saltaron de los platillos
y volaron por el interior de la habitación en todas las direcciones. La balanza
se sacudió enloquecida, y cayó sobre la mesa.
—Furioso —continuó el mago—, Ao expulsó a
todos los dioses de los Planos, con la excepción de Helm. Al dios de los
Guardianes, Ao le asignó la tarea de mantener a los demás dioses fuera.
»Sin los dioses para ejercer sus poderes y
cumplir sus obligaciones, los Reinos se sumieron en el caos. —Los diamantes
llovieron sobre la mesa—. A menos que podamos recuperar las tablas y las
devolvamos, los Reinos morirán. —Un destello cegador acompañó las últimas
palabras del hechicero, y la balanza y los diamantes desaparecieron en una nube
de humo.
Kelemvor no supo qué alegar en contra de la
conclusión de Elminster. Alguien tenía que devolver las tablas. Sin embargo, no
entendía por qué debía ser Medianoche la encargada de hacerlo.
Sin embargo, antes de que el guerrero pudiera
expresar sus pensamientos, Durnan dejó su jarra sobre la mesa y dijo:
—Al parecer, todo el mundo, dioses y mortales,
debería desear lo mismo: devolver las tablas a Ao. Me estremece el solo hecho
de pensarlo, y lo digo para estar seguro de que habéis considerado la
posibilidad, pero ¿tiene mucha importancia que sea Myrkul quien devuelva las
tablas?
—¡Muchísima! —exclamó Medianoche. Se puso de
pie, espantada por la sugerencia de Durnan. No había soportado el toque de
Bhaal, sufrido la muerte de Adon y afrontado los terribles peligros del reino
de la Muerte para dejar ahora que el señor de la Muerte gozara del triunfo—. Ao
considerará con buenos ojos a aquel que le devuelva las tablas. Si dejamos que
Myrkul disfrute del privilegio, el resultado para los Reinos podría ser todavía
peor que no devolverlas. ¿Sois capaces de imaginar un mundo donde el señor de
la Muerte sea el Favorito?
—Además —añadió Kelemvor—, si Myrkul fue quien
robó las tablas, dudo que ahora las quiera devolver.
—Es verdad —asintió Báculo Oscuro. Se
sorprendió al comprobar que, por una vez, estaba de acuerdo con el guerrero—.
Tendrá miedo de que Ao lo castigue por el robo.
—No tenemos elección —dijo Elminster, con las
manos apoyadas en la mesa—. Debemos recuperar la tabla en poder de Myrkul.
—Pero ¿por qué tiene que ir Medianoche?
—preguntó Kelemvor. Miró a Elminster y a Báculo Oscuro—. ¿Por qué no vais
vosotros dos? Después de todo, se supone que sois grandes magos.
—Lo somos —respondió Arunsun, a la defensiva—.
Pero no lo suficiente para matar a Myrkul.
—¡Matar a Myrkul! ¡Estás loco! —gritó el
guerrero.
—No —dijo Báculo Oscuro. Enfrentó con
tranquilidad la mirada airada de Kelemvor—. Medianoche puede hacerlo. Poco
después de la noche del Advenimiento, perdí gran parte del control que tenía
sobre la magia, como le ocurrió a todos los magos. Pero, a diferencia de los
clérigos, nuestros poderes no se esfumaron en el momento de la caída, ni se
perdieron para siempre. No sabemos por qué ha sido así. Por lo tanto, mientras
Elminster investigaba qué había ocurrido con los dioses, yo intenté averiguar
qué le había pasado a la magia.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Durnan. Se
irguió en la silla, muy interesado.
—Descubrió que yo había estado en contacto con
Mystra justo antes de que Ao expulsara a los dioses —contestó Medianoche—. Ella
me cedió parte de sus poderes.
—Así es —dijo Báculo Oscuro—. De alguna
manera, Mystra se enteró de la furia de Ao antes del exilio de los dioses.
Quizá Helm le dio el aviso, pues corre el rumor de que eran amantes. Si es
verdad o no, es algo que ignoro. En cualquier caso, Mystra dio parte de sus
poderes a Medianoche con la intención de recuperarlos en el momento de aparecer
en nuestro mundo.
—Por desgracia —intervino la hechicera—, Bane
capturó a la señora de los Misterios cuando llegó a los Reinos. Kelemvor, Adon
y yo tuvimos que rescatarla. —Medianoche omitió mencionar a Cyric, porque no quería
recordar que, en un tiempo, había considerado al ladrón como a un amigo—. Durante
su secuestro, Mystra se enteró de que Bane y Myrkul habían sido los autores del
robo. Intentó volver a los Planos para decírselo a Ao, pero Helm la destruyó
cuando ella pretendió entrar por la fuerza. Su último acto fue transferirme
todos sus poderes para que yo pudiese recuperar las tablas.
—Ahora ya sabes por qué Medianoche es la
escogida para enfrentarse a Myrkul —manifestó Báculo Oscuro, con una mano
apoyada en el hombro del guerrero—. Ella es la única que puede derrotarlo.
Kelemvor no se molestó en protestar. Por mucho
que quisiera negarlo, su amante era la única rival del señor de la Muerte.
Pero seguía sin gustarle la idea de utilizarla
como cebo. Tendría mayores posibilidades de salir con vida si ellos atacaban a
Myrkul, en lugar de permitir que el señor de la Muerte tuviera la iniciativa.
—Si hemos de enfrentarnos al viejo señor
Calavera —dijo el héroe—, que sea en nuestros términos, y no en los suyos.
Quizá consigamos pillarlo desprevenido.
—¿Propones llevar la batalla a su campo?
—preguntó Báculo Oscuro.
Kelemvor asintió.
—Estoy de acuerdo —afirmó Elminster, con una
sonrisa—. Myrkul no espera que nadie lo ataque. El superviviente de la patrulla
de Ylarell puede llevarnos hasta su guarida.
—Si Kelemvor considera que es lo mejor,
entonces es lo que haré —comentó Medianoche. Sonrió a todos los presentes—.
Pero primero, debo descansar.
—Sugiero que vayamos a mi torre e intentemos
quitar los hechizos colocados en la tabla —dijo Báculo Oscuro, y recogió el
objeto—. Si pretendemos sorprender a Myrkul, no podemos dejar que sus trucos
delaten nuestros movimientos. —Arunsun fue el primero en abandonar la posada.
Cuando salieron a la calle, Medianoche se
detuvo para contemplar el cielo. El color era de un verde nauseabundo en lugar
de azul, y el sol rojo en vez de amarillo, pero no hizo caso. Después de
soportar el cielo blanco del Plano del Olvido y el gris apagado de la ciudad de
Myrkul, se alegraba con sólo tener un cielo y un sol por encima de su cabeza.
Luego divisó una cinta de colores titilantes
que descendía desde el cielo a la cumbre del monte Aguas Profundas. La gran
distancia no le permitía ver los detalles, pero sospechó que era una Escalera
Celeste.
—No mires boquiabierta —susurró Elminster—. La
mayoría de la gente no puede verla. Pensarán que te has vuelto loca.
—No me importa —respondió Medianoche. Sin
embargo, apartó su mirada de la escalera y siguió calle abajo.
No habían recorrido una docena de pasos cuando
un aleteo sorprendió a Kelemvor. Se giró para encontrarse cara a cara con un
cuervo posado en el hombro de Báculo Oscuro. La pata izquierda del pájaro
aparecía entablillada con mucho cuidado.
El cuervo soltó un chillido de alarma y le
lanzó un picotazo que si Kelemvor no llega a apartarse le hubiera arrancado un
ojo.
—¡Déjame en paz, comedor de basura! —El
guerrero tendió una mano y le arrancó un puñado de plumas.
El pajarraco graznó, y luego voló para posarse
en el otro hombro del mago. Espió protegido por la cabeza del hombre y graznó
algo que sonó como una frase.
—¿Conoces a este mensajero alado? —le preguntó
Báculo Oscuro al héroe.
—Tan bien como cualquier hombre conoce al
gusano que devorará su cadáver —respondió Kelemvor, mientras miraba furioso al
pájaro.
—Cuervo se disculpa —tradujo el hechicero.
Cuando el guerrero no dio muestras de aceptar sus excusas, el pájaro graznó dos
veces más—. Dice que tú hubieras hecho lo mismo en el caso de estar hambriento.
—No como cuervos —replicó Kelemvor—. Y tampoco
hablo con ellos. —Les volvió la espalda y reanudó su camino hacia la torre de
Báculo Oscuro.
Tres metros por
debajo de Kelemvor, en las tinieblas de la cloaca de la calle de la Lluvia,
Myrkul se detuvo de improviso. Detrás de él, una docena de zombis hicieron lo
mismo, con las aguas pestilentes hasta las rodillas.
—La tabla está en la calle, amigos míos
—susurró el señor de la Muerte, como si a los zombis les pudiese interesar lo
que decía. No le acompañaba ninguno de sus seguidores. En el transcurso de las
últimas semanas, Myrkul había sacrificado a toda su secta en Aguas Profundas
para conseguir energía para su magia.
El señor de la Muerte miró el techo del túnel
y, sin darse cuenta, tocó las alforjas colgadas sobre su hombro. En ellas
estaba la Tabla del Destino que los zombis habían robado en el castillo de
Lanza de Dragón.
Una hora y media antes, gracias al hechizo
localizador de objetos que le había puesto, Myrkul había descubierto que
Medianoche ya se encontraba en Aguas Profundas con la otra tabla. De inmediato,
había salido a la búsqueda de la maga, con la intención de recuperar el objeto
antes de asumir el mando de las legiones de engendros que, en cualquier
momento, se lanzarían al ataque de la ciudad.
Pero las cosas no habían resultado como
esperaba. Había necesitado más tiempo del previsto para guiar a sus zombis por
el laberinto de las cloacas de Aguas Profundas. Y ahora que había llegado, se
llevaban la tabla a otra parte. Su plan original preveía atacar mientras la
tabla permanecía en el interior de un edificio, para evitar que la batalla
pudiera ser advertida por la guardia de la ciudad.
No le pareció prudente alterar el plan y
atacar en la calle. Había acabado con una de las patrullas, y los comandantes
de la guardia no tardarían en averiguar lo sucedido. Enfrentarse a más soldados
no era muy sensato, al menos hasta la llegada de sus engendros.
Por desgracia, algo no funcionaba. Sus
servidores tendrían que haber aparecido inmediatamente después de la mujer.
Pero era evidente que ella había arruinado su plan e impedido que sus engendros
—y todos los espíritus de los muertos— la siguieran hasta Aguas Profundas.
En aquel momento, Myrkul captó que la tabla
volvía a moverse. Sin dirigirse a nadie en particular, comentó en voz alta:
—Veamos adónde llevan la tabla. Luego
decidiremos qué hacer. —El señor de la Muerte dio media vuelta y volvió por
donde había ido.
A unos treinta metros más allá, Cyric escuchó
cómo los zombis daban media vuelta y soltó una maldición. Llevaba medio día
metido en la oscuridad y las aguas nauseabundas de los túneles, dispuesto a no
perder de vista a los zombis y a su jefe. Pero sus nervios comenzaron a notar
los efectos de tantos esfuerzos y sobresaltos.
En una ocasión, instantes después de su
entrada a las cloacas, había estado a punto de robar la tabla. Los zombis
habían atacado a la patrulla. A la luz de las antorchas, el ladrón había visto
caer la tabla al agua cuando uno de los guardias le cortó el brazo al zombi
encargado de llevar las alforjas.
Cyric no había vacilado en zambullirse en la
porquería y nadar por debajo de la superficie y entre los combatientes para ir
a buscarla. En el momento en que iba a sujetar las bolsas, unas manos se le
adelantaron.
El ladrón había desenvainado su espada y
salido a la superficie dispuesto a atacar al poseedor de la tabla, pero había
visto cómo Myrkul lanzaba un hechizo, y olido un olor cáustico. Se había vuelto
a sumergir y nadó lo más lejos posible, mientras la nube de veneno mataba a la
patrulla. Desde aquel momento, Cyric no había dejado de perseguir al señor de
la Muerte a través de las alcantarillas, a la espera de una nueva oportunidad
para robar la tabla.
En cuanto advirtió que los zombis se
acercaban, Cyric caminó por el túnel delante de ellos hasta que sus manos
tocaron una de las escalerillas que conducían al exterior. El ladrón escaló los
peldaños y permaneció inmóvil como una estatua hasta que los zombis desfilaron
por debajo de él. Cuando por el ruido calculó que se habían alejado unos
treinta metros, volvió a bajar.
Sin darse cuenta de que lo perseguían, Myrkul
puso toda su atención en mantener el contacto con la tabla. La siguió por un
laberinto de cloacas. Algunas veces, tuvo que hacer una pausa mientras
Medianoche y sus acompañantes recorrían las callejuelas sin ninguna dirección
determinada. Otras, se vio obligado a retroceder cuando los túneles tomaban un rumbo
distinto al suyo.
Por fin, la tabla dejó de moverse, y Myrkul se
convenció de que había llegado a su destino. Caminó por el túnel hasta una de
las escalerillas, la subió y levantó la tapa de hierro sólo lo suficiente para
espiar el edificio donde habían entrado sus enemigos.
Era una torre grande sin puertas ni ventanas,
que ya conocía de antaño. Pertenecía a Khelben Báculo Oscuro Arunsun,
uno de los magos más poderosos de Aguas Profundas.
Myrkul bajó una vez más a la cloaca.
—Dejaremos que Báculo Oscuro cuide de la tabla
hasta que llegue el momento de recogerla —le comentó a sus inmutables zombis—.
Si la recuperamos ahora, no haríamos más que llamar la atención. —Hizo una
pausa y sonrió con una mueca horrible—. Iremos hasta el Pozo de la Perdición para
averiguar por qué no llegan mis engendros. Después, quizá, nos ocuparemos de la
otra tabla. —Dio media vuelta y desapareció con sus zombis en la oscuridad.
Unos instantes más tarde, seguro de que Myrkul
no podía descubrirlo, Cyric subió la escalerilla y contempló la torre de Báculo
Oscuro. Al menos, una persona había prestado atención a las palabras de Myrkul.
El retumbar de unas
quinientas botas claveteadas marchando por los adoquines de la calle pusieron
punto final al sueño más profundo y tranquilo que Medianoche había disfrutado
en muchísimos años. Se puso boca abajo y hundió el rostro en la almohada de
plumas, mientras maldecía a la ciudad por el ruido. Un oficial gritó una orden,
y los soldados se detuvieron delante de su ventana.
De pronto, su cuarto en penumbras le pareció
más tranquilo que un cementerio. El silencio la despertó en el acto. Llevada
por la curiosidad y también en parte por el miedo, abandonó la cama de un salto
y se echó la capa sobre los hombros. En la base de la torre, una voz preguntó:
—¿A quién debo anunciar?
—Mordoc Torsilley, capitán de la compañía del
Dragón Blanco, de la Guardia de la Ciudad de Aguas Profundas, quiere ver a
Khelben Báculo Oscuro Arunsun. ¡Ahora mismo!
Medianoche abrió las persianas, que por arte
de magia no podían ser vistas desde el exterior. En el patio delante de la
torre había más de doscientos soldados en posición de firmes. Su comandante
miraba la pared desnuda del edificio. Cada uno de los hombres vestía armaduras
de placas negras adornadas con una luna en cuarto creciente de oro rodeaba por
nueve estrellas de plata. Toda la compañía llevaba las armas reglamentarias,
que consistían en alabardas, dagas y espadas.
Si bien todos miraban al frente, sus rostros
resultaban la mar de expresivos. Los más viejos tenían el aspecto de veteranos
curtidos por la batalla, mientras que los jóvenes apenas podían controlar el
miedo.
Se abrió la puerta de la habitación de la
hechicera y apareció Kelemvor.
—¿Qué ocurre? —preguntó Medianoche.
—No lo sé —respondió el guerrero, y se asomó a
la ventana para mirar a la tropa. Si bien ya no era un soldado, su corazón
latió deprisa ante el espectáculo de una compañía lista para entrar en combate.
—¿Cuánto tiempo he dormido? —preguntó la
muchacha, en la esperanza de que la respuesta le diera alguna pista de los
acontecimientos.
—Seis horas —dijo Kelemvor, sin apartar su
atención de los soldados. Conocía aquellas expresiones desde hacía mucho
tiempo, y sabía su significado. Añadió—: Marchan a la batalla, y no esperan
regresar con vida. —Se alejó de la ventana y cojeó hacia las escaleras. Los
efectos del estimulante de la ampolla de Báculo Oscuro habían desaparecido, y
todavía sufría la secuela de la congelación en los pies—. Será mejor que
averigüemos lo que ocurre.
Medianoche descendió con él los tres pisos
hasta llegar a la antesala de la planta baja. Elminster, con la tabla bajo el
brazo, y Báculo Oscuro ya estaban allí. Los dos hombres no parecían haber
pegado ojo. Mientras la maga dormía, los hechiceros se habían ocupado de
deshacer los sellos mágicos que Myrkul había puesto en la tabla. A la joven le
habría gustado saber si habían tenido éxito.
Mordoc Torsilley, comandante del Dragón
Blanco, desenrolló un pergamino muy largo. Luego, se dirigió al mago más joven
y le preguntó:
—¿Es usted Khelben Báculo Oscuro Arunsun?
—Sabes quién soy —respondió el aludido—. Nos
hemos visto y conversado muchas veces.
—Éste es un asunto oficial, Su Ilustrísima —se
disculpó Mordoc, y dio comienzo a su lectura—: Por el bien de todos los
ciudadanos de Aguas Profundas, y con el propósito de defender a la ciudad de
sus enemigos, se le ordena a Khelben Báculo Oscuro Arunsun...
—¡Ordena! —bufó Báculo Oscuro, indignado por
el hecho de que alguien se hubiera atrevido a utilizar semejante término con
él. Arrancó el pergamino de las manos de Mordoc y leyó el resto en silencio.
Por fin, preguntó—: ¿Debo asumir el mando de la compañía del Dragón Blanco?
—Sí, eso es en resumen lo que dice la
comunicación —respondió Mordoc, que añadió deprisa—, ¡señor!
—¡Increíble! —murmuró Arunsun—. Yo no soy un
general.
—Y nuestro enemigo no es un ejército —contestó
Mordoc.
—Entonces, ¿qué es? —exclamó Elminster,
irritado por la intromisión—. Responde sin rodeos. Tenemos asuntos muy
importantes que atender.
—Por lo que sabemos hasta ahora, señor,
ellos...
—¿Quiénes son ellos? —preguntó Báculo Oscuro—.
¿Qué quieres?
—Demonios, señor. Centenares de ellos, y su
número va en aumento, salieron de las cavernas debajo del monte Aguas
Profundas, e iniciaron un ataque contra la ciudad. Se han hecho con todo, desde
la Torre de Vigía del puerto hasta la calle del Caracol, o sea casi toda la
zona portuaria. Hemos conseguido retrasar su avance, pero nada más. Los
grifones han recibido una paliza por parte de los monstruos voladores. No
pasará mucho tiempo antes de que se hagan con el control de toda la ciudad, a
menos que usted pueda detenerlos.
—¡Los engendros! —exclamó Medianoche—. Han
atravesado el Pozo de la Perdición.
—Así parece —replicó Elminster, acariciándose
la barba. Comprendió al instante que Myrkul era el único capaz de desmontar el
hechizo de Medianoche. Pero no entendía el motivo por el que el señor de la
Muerte se había tomado la molestia. Incluso para el dios de la Decadencia,
desarmar la esfera prismática no podía haber sido fácil. Tampoco comprendía por
qué Myrkul había desperdiciado tanta energía, cuando sin duda ya tenía
conocimiento de que la tabla se encontraba en la torre de Báculo Oscuro. A
pesar de todos los intentos, él y Arunsun no habían sido capaces de eliminar
los encantamientos que Myrkul había puesto en el objeto.
—Será mejor que actuemos de inmediato —le dijo
Báculo Oscuro a Elminster, y devolvió el pergamino al capitán.
—Los hombres esperan en el patio, señor
—informó Mordoc, al pensar que el hechicero se dirigía a él.
—¿Hombres? —exclamó Arunsun—. Llévatelos de
aquí. Tengo otras cosas más importantes de que preocuparme.
Mordoc frunció el entrecejo y buscó en el
interior de su capa. Tenía el aspecto de un perro apaleado, y con motivo. No
era muy agradable tener que pedirle a Báculo Oscuro que hiciese algo contra su
voluntad. Sacó un anillo y se lo entregó al mago.
—Señor, el alcaide de la guardia me ordenó que
le diera esto.
Báculo Oscuro aceptó el anillo de mala gana.
Pertenecía a Piergeiron el Paladín, el único señor de Aguas Profundas conocido,
alcaide de la guardia, comandante de la vigilancia, gran maestre de los gremios
y una docena de títulos más. El mago suspiró y se colocó el anillo en el dedo.
Había sido llamado a servir a su ciudad. Si no respondía a la convocatoria de
Piergeiron, perdería su condición de ciudadano. Se volvió hacia Elminster.
—No tengo otra elección —dijo.
—Ve —respondió Elminster—. Es mejor que
alguien se encargue de mantener a los engendros a raya. Sin duda, han venido en
busca de la tabla.
—¿Sabes dónde ocultarla? —preguntó Báculo
Oscuro.
—Sí. En la caja. Ahora, vete —respondió su
amigo.
—Si necesitáis alguna cosa... —les dijo
Arunsun a Medianoche y a Kelemvor, antes de salir.
—Una daga —respondió la hechicera en el acto,
al recordar que la suya se había derretido en las cuevas del castillo de Lanza
de Dragón.
—Elminster te la dará —dijo Báculo Oscuro. Les
dio la espalda y atravesó la pared, mientras añadía—: Tal vez, tarde un poco en
regresar.
—Es probable —repitió Elminster, distraído.
Después de la marcha de su colega, permaneció en silencio durante mucho tiempo.
Trataba de descubrir por qué Myrkul había soltado a los engendros.
—¿Y ahora qué? —preguntó Medianoche, cuando no
pudo soportar más la espera. Sus palabras hicieron que Elminster volviera a la
realidad.
—Sí, ¿ahora qué? Tenemos que esconder la tabla
—contestó el sabio.
—¿Por qué? —exclamó Kelemvor—. ¡Creía que
iríamos a atacar a Myrkul!
—La situación ha cambiado —replicó Elminster—.
Al parecer, él viene hacia nosotros.
—Por esa misma razón, nosotros deberíamos
atacar —insistió el guerrero—. Es lo último que espera de nosotros.
—Es verdad —asintió el viejo mago, pensativo.
Le gustaba la estrategia agresiva de Kelemvor, pero sospechaba que el joven no
había pensado en todos los detalles de su plan—. ¿Cómo piensas sorprender a
nuestro enemigo cuando él puede seguir nuestros pasos a través de la tabla?
—La dejaremos aquí —replicó Kelemvor, con
mucha confianza—. Le haremos creer que permanecemos en la torre.
—¿Dejar la tabla sin vigilancia? —objetó
Elminster.
—¿Por qué no? —dijo el héroe—. Si derrotamos a
Myrkul, seremos los únicos enterados de su paradero. Si nos mata, al menos
tendrá que robarla de la torre de Báculo Oscuro.
—¿Y cómo haremos para encontrar a Myrkul?
—quiso saber Elminster, y repicó sus dedos huesudos sobre una mesa.
—De la misma manera que él nos encuentra a
nosotros —intervino Medianoche—. Yo puedo localizar su tabla con tanta
facilidad como él ubica la nuestra.
—Ya sabes que no se puede confiar mucho en la
precisión de la magia —comentó Elminster, poco convencido de la eficacia del
plan.
—En nuestras manos está el destino de los
Reinos —afirmó Kelemvor—. Es necesario correr algunos riesgos.
—Yo también soy partidaria de ir al encuentro
de Myrkul —dijo Medianoche—. Estoy harta de tanto escapar. ¿Vienes o no con
nosotros, Elminster?
Elminster enarcó las cejas ante el suave
reproche de la hechicera. Ella acababa de asumir el mando del pequeño grupo,
pero esto ya lo esperaba.
—Vais a necesitar toda la ayuda posible
—respondió.
El viejo sabio fue a la biblioteca y guardó la
tabla en la caja fuerte de Báculo Oscuro, que estaba en otra dimensión. Luego,
sacó la daga para Medianoche. Consternado, descubrió que no podía sellar el
cuarto. Después de un par de intentos, comprendió que la puerta no se cerraría
mientras la tabla estuviera en el interior. La magia de Myrkul no permitía que
la caja abandonara la dimensión normal. Lo único que ocultaría a la tabla sería
la ilusión de una pared.
Pero a pesar de la inquietud que le producía
el hecho, Elminster comprendió que Kelemvor tenía razón en una cosa. Si
detenían a Myrkul, la tabla permanecería a salvo en cualquier lugar de la
torre. Por otro lado, si el señor de la Muerte podía con ellos, era mejor no
tener el objeto en su poder. El mago deslizó una estantería de libros delante
de la caja, y luego volvió a la planta baja.
Mientras Elminster escondía la tabla, Medianoche
practicó el hechizo para localizar objetos. Casi se volvió loca de rabia cuando
falló. En su mente apareció el paradero de todas las cosas que había poseído a
lo largo de su vida. Sin embargo, después de unos minutos de desesperación,
consiguió descartar las informaciones innecesarias y enfocar la ubicación de la
tabla en poder de Myrkul.
En el momento que el sabio entró en la
antesala, Medianoche y Kelemvor estaban preparados para la marcha. La joven
aceptó la daga de Báculo Oscuro que le ofreció Elminster, y fue la primera en
salir al patio. El temor le hizo un nudo en el estómago. Su magia la arrastraba
hacia el sud-sudeste, igual como la aguja imantada que señala al norte. Echó a
andar por la calle de las Espadas, entre centenares de personas que corrían en
la dirección opuesta.
—Vamos hacia la batalla —comentó Kelemvor,
mientras abría camino a codazos entre la muchedumbre. En la distancia, se
podían ver las columnas de humo que se elevaban de la ciudad.
No habían caminado más de sesenta metros
cuando Medianoche notó que la tabla se movía más hacia el este. Tomó la calle
de Keltarn y la siguió hasta su intersección con la calle de la Seda.
—Esto es extraño —dijo. Se detuvo en la
esquina y pensó durante un instante—. Ahora, va hacia el norte.
La hechicera guió a sus amigos por la calle de
la Seda, donde había otra multitud de ciudadanos. No tenía mucha confianza en
su magia, pero la atracción era fuerte e inconfundible, así que siguió la
marcha.
Sesenta metros más adelante, Medianoche torció
hacia el oeste.
—La tabla está allí —anunció, mientras
apuntaba a un grupo de edificios.
—Pues allá vamos —gritó Kelemvor, echó a
correr por la calle de la Seda hasta su encuentro con la calle de Tharleon, y
esperó a sus compañeros.
—Está en línea recta a nosotros —afirmó la
joven.
Caminaron en dirección oeste hasta que se
encontraron una vez más en la calle de las Espadas. La torre de Báculo Oscuro
estaba al otro lado de la avenida, a la derecha.
—¡Hemos dado la vuelta! —exclamó el guerrero.
—Quizás he localizado la tabla equivocada
—dijo Medianoche, un poco avergonzada. Volvió a repasar los datos que aparecían
en su mente.
—No lo creo —gruñó Elminster. Señaló a un
punto hacia el norte al otro lado de la avenida. Era un hombre vestido con una
túnica negra; en un hombro llevaba alforjas. Caminaba sin vacilar en dirección
a la torre, y apartaba a empellones a los que se cruzaban con él.
—¡Myrkul! —gritó Medianoche.
—Sí —afirmó Elminster—. Va en busca de la otra
tabla.
—Y no sabe que estamos a sus espaldas.
—Kelemvor desenvainó su espada y comenzó a cruzar la calle.
Para estar en condiciones de invocar un
hechizo, Medianoche dejó de pensar en la tabla. Los tres amigos cruzaron la
calle y siguieron a Myrkul. Por fin, llegó el momento en que se quedó solo
frente a la torre.
La hechicera se preparó para lanzar un rayo.
—Tapaos los ojos —advirtió a los otros.
En cuanto Kelemvor y Elminster la obedecieron,
Medianoche señaló la espalda de Myrkul y pronunció las palabras del exorcismo.
Se escuchó un crepitar muy fuerte. Una docena de saetas azules brotaron del
dedo de la maga y se dispersaron por la calle de las Espadas, para hacer blanco
en edificios y personas. Allí donde tocaban, los dardos de luz abrían boquetes
en las paredes y atravesaban los cuerpos, incendiándolos.
Myrkul se detuvo delante de la entrada de la
torre y se volvió. Vio a Medianoche, acompañada de Elminster y Kelemvor, que
contemplaban horrorizados la destrucción provocada por el fracaso del
encantamiento. El señor de la Muerte no había esperado encontrar al trío en el
exterior del edificio, pero no se preocupó. Tenía medios para mantenerlos
ocupados mientras él recuperaba la tabla.
Myrkul hizo un gesto en dirección a la tapa de
la alcantarilla a espaldas de Medianoche, y luego entró en la torre. Un grito
de alarma corrió por la calle. Kelemvor se dio vuelta a tiempo para ver cómo
varios cuerpos hediondos salían por la abertura. Todos vestían las mismas
túnicas a rayas de los zombis que habían robado la tabla en el castillo de
Lanza de Dragón. La piel de sus rostros aparecía casi putrefacta y sus ojos
carecían de toda expresión.
—¡Zombis! —exclamó el guerrero.
—¡No les hagas caso! —gritó Elminster—. A la
torre.
Kelemvor y Elminster corrieron hacia el
edificio, arrastrando con ellos a Medianoche, que permanecía alelada por la
fatiga y la destrucción provocada por los dardos. Cuando llegaron a la torre,
Myrkul no se veía por ninguna parte, si bien el olor de las cloacas flotaba en
el aire.
—¡En el piso de arriba! —dijo Elminster—. En
la biblioteca.
El guerrero fue el primero en subir por la
escalera de caracol; lo hizo poco a poco, y con muchas precauciones. A sus
espaldas tenía a la muchacha, y el viejo sabio ocupaba la retaguardia. El
primer zombi penetró en el edificio en el instante que pisaba el peldaño
inferior. En el segundo piso, Elminster le indicó a sus compañeros una puerta
cerrada.
—La tabla está ahí dentro, lo que significa
que también está Myrkul —dijo.
—No podemos utilizar la magia —susurró
Medianoche—. Ya he herido a demasiadas personas.
—Tonterías —opinó Elminster—. Si no detenemos
a Myrkul, de todas maneras los ciudadanos de Aguas Profundas acabarán muertos.
—Elminster tiene razón —sostuvo Kelemvor—. Nos
guste o no, morirán personas inocentes. La única cosa que podemos, que debemos
hacer, es ganar la batalla.
Un zombi apareció en una de las vueltas de la
escalera. Sin prisa, el sabio se acercó y tocó uno de los peldaños de piedra.
Luego, recitó una letanía muy complicada. Kelemvor se adelantó para enfrentarse
al zombi, pero un muro se levantó del escalón encantado.
—Ha funcionado —exclamó Elminster, sin
disimular el alivio. Se volvió hacia la puerta—. ¿Estás preparada, Medianoche?
La muchacha asintió con un gesto.
Elminster miró a Kelemvor, quien abrió la
puerta de un puntapié. Medianoche se precipitó al interior de la biblioteca,
buscando la presencia de la figura embozada que habían visto en las calles.
—¡Aquí no hay nadie! —avisó a los otros.
Kelemvor y Elminster espiaron por encima del
hombro de la joven. La habitación aparecía desierta. Habían derribado una de
las estanterías, que dejaba al descubierto una pared desnuda. Elminster soltó
una maldición.
—¡Se ha llevado nuestra tabla! —anunció.
—¡Sólo hay un lugar donde puede haber ido!
—gritó Kelemvor.
—¡Arriba! —confirmó Elminster—. Rápido, antes
de que escape.
Todos echaron a correr por las escaleras hacia
la azotea, sin olvidar echar una ojeada a las habitaciones de cada piso.
Mientras tanto, Myrkul guardó la segunda tabla
en el lado vacío de las alforjas. Se las echó al hombro y salió de la caja
fuerte de Báculo Oscuro para reaparecer en la biblioteca. Caminó hasta la
escalera, y examinó la pared de Elminster. En voz alta, comentó:
—Notable. Ellos intentan cazarme.
—Pensó por un momento, y añadió—: No podemos permitir que los mortales intenten
destruirme, ¿verdad?
El señor de la Muerte lanzó un hechizo contra
la barrera. Un trozo rectangular de piedra se separó de la pared y comenzó a
bajar las escaleras como si tuviese vida propia. El dios contempló la
destrucción de uno de sus zombis aplastado por el bloque de granito, que
desapareció en el próximo recodo. El fallo de su exorcismo no lo preocupó.
Dentro de muy poco tendría muchísimos zombis a su disposición en Aguas
Profundas.
—Subid las escaleras —les ordenó a los
restantes—. Matad a la mujer y a sus amigos. Ya me han causado demasiados
problemas.
Mientras los zombis marchaban hacia la azotea,
Myrkul estudió sus próximos pasos. Volvería al Pozo de la Perdición para llamar
a los espíritus de los muertos. Después de recoger la energía de sus almas,
marcharía a la Escalera Celeste. Con un poco de suerte, Helm lo dejaría pasar,
a la vista de que poseía las dos tablas. Entonces, el señor de la Muerte
destruiría a Ao. Una vez más, todo funcionaba de acuerdo con su plan.
En la azotea de la torre, Kelemvor no podía
creer que Myrkul hubiese podido escapar con tanta facilidad.
—¿Dónde está? —gritó, furioso.
—Ya no puedes seguir el rastro de la tabla,
¿no es así? —le preguntó Elminster a la joven.
Medianoche intentó reactivar sin éxito el
hechizo de localización.
—Ha desaparecido —dijo—, pero puedo volver a
invocarlo. Tardaré un minuto.
—Déjalo, no tenemos tiempo. Salgamos de aquí
—exclamó Kelemvor, y volvió a las escaleras, seguido por sus compañeros.
Diez escalones más abajo, el guerrero topó con
los zombis de Myrkul. El que iba en cabeza le produjo una herida profunda en el
hombro. Kelemvor reaccionó en el acto; dio un paso atrás, y con un golpe de
revés le cortó el brazo. Al mismo tiempo, le dio una patada que lo hizo caer
contra el zombi que le seguía, y ambos rodaron por la escalera.
—¡Corred! —gritó el héroe.
Elminster cogió el brazo de Medianoche, y los
dos magos volvieron a subir a la azotea. Mientras sus amigos se retiraban, un
tercer zombi pasó por encima de los cuerpos caídos. Kelemvor esperó a tenerlo
más cerca, y con dos mandobles cruzados, le cercenó el cuello. La cabeza saltó
por los aires y cayó varios escalones más abajo. El cuerpo permaneció de pie,
sin dejar de lanzar golpes en todas las direcciones. Los dos zombis que habían
caído primero se pusieron de pie, apartaron a su compañero sin cabeza e
intentaron otra vez destrozar al guerrero. Él retrocedió poco a poco, y sólo descargaba
golpes para demorar sus ataques.
Junto al borde de la trampilla que comunicaba
con la terraza, Medianoche se volvió hacia Elminster.
—Tenemos que ayudarle —gritó.
—Kelemvor puede cuidar de sí mismo —afirmó el
sabio—. Nosotros debemos aprovechar el tiempo que está ganando. ¿Cómo podemos
recuperar la tabla?
Medianoche intentó invocar su magia, pero no
podía apartar los pensamientos de su amante. De tanto en tanto, el golpe del
acero contra la piedra o una exclamación resonaban en la escalera para anunciar
que todavía conservaba la vida. Pero los sonidos se producían cada vez más
cerca, y la muchacha comprendió que el hechicero tenía razón. Kelemvor
arriesgaba su pellejo para ganar tiempo. La maga volvió al hueco de la
escalera.
—¿Adonde vas? —preguntó Elminster—. Las
tablas. Piensa en los Reinos.
—En un minuto —replicó Medianoche, y bajó la
escalera.
Encontró a Kelemvor que retrocedía
tambaleante, cubierto de pies a cabeza de rasguños y pequeñas heridas, apenas
fuera del alcance de los dos zombis. Medianoche se detuvo, y buscó en su mente
la manera de detenerlos.
El guerrero resbaló sobre una piedra pequeña y
estuvo a punto de caer. La roca rodó hacia los zombis, y entonces supo lo que
debía hacer. Recitó las palabras del hechizo al mismo tiempo que se formaban en
su mente, y la piedra se transformó en un peñasco.
Aplastó al primer zombi como un trozo de
papel. Luego aminoró la velocidad y derribó al segundo. El peñasco rodó un par
de escalones más, se detuvo, y entonces invirtió la dirección de su marcha.
Comenzó a subir cada vez más rápido hasta alcanzar la misma velocidad de la
caída. Medianoche señaló la roca y gritó:
—¡Cuidado!
Kelemvor dio un par de pasos, miró por encima
del hombro y vio la piedra. Se arrojó sobre los peldaños y la roca pasó sin tocarlo.
Por su parte, Medianoche apenas tuvo tiempo de apartar la cabeza cuando el
trozo de granito salió disparado por el hueco de la terraza para ir a caer en
algún lugar del centro de Aguas Profundas.
El guerrero, en cuanto salió de la escalera,
cerró la trampilla y se quedó encima para impedir que los zombis la abrieran.
—Tal vez ahora podamos ocuparnos de las tablas
—sugirió Elminster, sin ocultar su impaciencia.
—Tengo una idea —dijo Medianoche, después de
comprobar que Kelemvor no corría peligro—. Pero no sé hasta qué punto dará
resultado. Sólo puedo apoderarme de una de las tablas con el hechizo, y no
podré evitar que Myrkul venga a buscarnos.
—Nos ocuparemos de Myrkul cuando aparezca por
aquí —afirmó Elminster—. Ahora mismo, nuestra primera preocupación es recuperar
las tablas.
Medianoche asintió. Cerró los ojos, reprodujo
mentalmente la imagen de la tabla y ejecutó el exorcismo de llamada
instantánea.
En la planta baja de la torre, Myrkul se
disponía a salir al patio cuando las alforjas desequilibradas cayeron de su
hombro. Las recogió y echó una mirada al lado que sentía más liviano. Estaba
vacío. Soltó un taco tan espantoso que hasta sus clérigos se habrían
avergonzado, y se volvió hacia las escaleras.
En la azotea, la hechicera contempló asombrada
la tabla que tenía en la mano. Hasta ese momento, la magia no la había
fatigado, pero el exorcismo de la llamada instantánea había sido tan complicado
y exigente que se notaba un poco débil.
—Fantástico —exclamó Elminster—. Llama a la
otra, y nos pondremos en marcha.
—¿Cómo haremos para salir de aquí? —preguntó
Kelemvor, sin apartarse de la trampilla. Los zombis hacían presión desde el
otro lado, pero no tenían un punto de apoyo para levantarla.
—Ya pensaremos en algo —respondió el viejo
sabio.
—Estoy cansada —anunció Medianoche—. Incluso
si el hechizo no falla, no me quedarán fuerzas para luchar contra Myrkul. —No
dudaba de que el dios de la Muerte subía las escaleras en aquel mismo momento—.
Encárgate tú de llamar a la otra tabla, Elminster.
—No puedo —replicó el mago—. Hace años que no
estudio la fórmula. Pero sí puedo hacer que salgamos todos del techo si
tú te ocupas de la tabla.
El comentario recordó a Medianoche que, a
pesar de sus muchos poderes, el mago todavía necesitaba estudiar los
encantamientos y grabar las runas en su mente.
—Lo intentaré —replicó la maga, dejando la
primera tabla en el suelo.
Una vez más repitió la fórmula de la llamada
instantánea, imaginó la otra tabla y lo ejecutó. Un segundo más tarde, una
lluvia de piedras grandes como puños se descargó sobre la azotea y sus
ocupantes.
—¡Ha fallado! —exclamó Medianoche, un poco
mareada. Le dolía el cuerpo, donde una docena de piedras habían hecho blanco, y
los músculos le quemaban por la fatiga.
La trampilla se sacudió bajo los pies de Kelemvor;
luego se abrió con tanta violencia, que el guerrero salió despedido por el
aire. Aterrizó un par de metros más allá, sin soltar la espada.
Un zombi salió por el agujero, y el héroe lo
atacó con un mandoble tan terrible que el impulso de la espada después de
seccionar el cuerpo del muerto viviente estuvo a punto de hacerlo caer.
—¡Myrkul! —gritó Kelemvor, al ver la figura
vestida de negro que avanzaba detrás de los zombis.
De pronto, la espada de Kelemvor se transformó
en una serpiente enorme que se enroscó sobre su cuerpo. Las escamas del ofidio
aparecían cubiertas de una secreción verdosa y repugnante, y las puntas negras
de su lengua bífida surgían como un látigo de su boca. Myrkul encogió los
hombros. Había tenido la intención de calentar la espada y quemar las manos del
guerrero, pero le daba igual si la serpiente estrangulaba al hombre.
El reptil derribó a Kelemvor, y Myrkul ordenó
a los zombis que subieran a la azotea. Medianoche sujetó la tabla y retrocedió.
En cambio, Elminster esperó tranquilo a que los zombis salieran de la escalera.
Entonces, practicó un hechizo en la confianza de pillarlos por sorpresa.
Para gran alivio del sabio, un enjambre de
globos de fuego surgió de su mano, y todos hicieron diana en el pecho de los
zombis. La mayoría de los globos arrastraron a los atacantes fuera de la
azotea, mientras que los restantes estallaron dentro de los cuerpos y los
convirtieron en un montón de cenizas y huesos calcinados. En un instante, las
esferas habían destruido a los agentes de Myrkul.
Después de oír la voz de Elminster y ver los
relámpagos de los globos a través de la abertura, el señor de la Muerte
comprendió que debía enfrentarse a la mujer y a sus amigos sin ayuda. Ellos
habían osado atraparlo, y al ver fracasado su intento, le habían robado la
tabla. El trío no dejaría de molestarlo a menos que acabara con ellos. Furioso,
Myrkul preparó un hechizo defensivo y subió las escaleras.
Elminster fue el primero en ver que Myrkul
había llegado a la terraza. Kelemvor continuaba aprisionado por la serpiente, y
Medianoche, con la tabla bajo el brazo, corría en ayuda de su amante. El señor
de la Muerte tenía la cabeza cubierta con una capucha negra. Debajo de la
capucha, la piel aparecía mugrienta y cubierta de rasguños, los labios negros y
partidos, y los ojos tan hundidos que el rostro semejaba una calavera. Unas
ascuas azules ardían en el lugar donde debían estar las pupilas. En los hombros
llevaba colgadas las alforjas con la otra tabla.
El hechicero comenzó a recitar el
encantamiento para lanzar una tormenta de hielo contra el avatar, pero Myrkul
levantó una mano y practicó el exorcismo de silencio que tenía preparado. De
repente, el viejo mago se encontró rodeado por una muralla de silencio y él
mismo acabó mudo. Incapacitado de hablar, no pudo terminar la letanía de su
exorcismo.
Al ver la situación en que se encontraba
Elminster, Medianoche se olvidó por un momento del héroe y volvió su atención
hacia Myrkul.
—Ven, querida —dijo el dios de la Muerte, con
una voz gutural y chirriante—. Devuélveme la tabla, y yo perdonaré a tus
amigos.
Medianoche no perdió tiempo en escuchar las
falsas promesas del dios. Invocó el hechizo para producir un proyectil mágico,
dejó caer la tabla y lo ejecutó. Una docena de dardos dorados brotaron de sus
dedos, y todos hicieron blanco. Sin embargo, el único resultado visible fue una
aureola dorada alrededor del cuerpo del señor de la Muerte. Por su parte,
Myrkul levantó una mano, contempló la radiación que lo envolvía, y luego se
echó a reír ante el fracaso del exorcismo.
—¡Cómo te atreves a provocarme, mortal!
—gritó.
La joven comenzó a temblar, febril. El hechizo
que había practicado era muy rudimentario, y su potencia la había incrementado
con su propio poder. No obstante, había consumido demasiada energía. Myrkul volvió
a tender la mano y dijo:
—Es tu última oportunidad. Devuélveme la
tabla. —Se volvió hacia Kelemvor e hizo un gesto a la serpiente. El ofidio
aumentó la presión en la garganta del guerrero, y, al instante, su rostro se
puso morado—. Sólo te quedan unos segundos antes de que tu amigo muera.
Ni por un momento, la maga creyó que Myrkul
mantendría su palabra de perdonar a su amante. No tenía la intención de
devolver la tabla, pero tampoco podía soportar ver morir a Kelemvor. Fingió
estar indecisa para conseguir un poco de tiempo y pensar en una salida. Desvió
la mirada y contempló la ciudad.
Hacia el sur, se alzaban grandes columnas de
humo negro. Medianoche incluso podía oír en la distancia los gritos y el chocar
del acero. Docenas de jinetes montados en grifones mantenían una batalla aérea
contra unas formas diminutas. Algunas de las criaturas aladas iban de un sector
a otro de la ciudad; actuaban como mensajeros o exploradores que seguían a los
grupos enemigos que habían conseguido atravesar la línea defensiva. Un grifón,
con dos jinetes en el lomo, volaba en dirección a la torre de Báculo Oscuro.
La distancia era demasiado grande como para
que Medianoche pudiese identificarlos, y no tenía idea de por qué venían hacia
la torre. De todas maneras, no llegarían a tiempo para salvarla a ella y a sus
amigos, o para evitar que Myrkul se apoderara de las Tablas del Destino.
—¿Cuál es tu decisión? —preguntó Myrkul,
impaciente.
—De acuerdo, tú ganas —respondió Medianoche.
Se arrodilló para recoger la tabla a sus pies. Al mismo tiempo, invocó el más
poderoso hechizo que apareció en su mente: parálisis temporal. El encantamiento
era tan difícil que sin duda la dejaría sin fuerzas, quizás incluso la mataría,
pero no tenía otra elección. Si funcionaba, Myrkul quedaría atrapado en la
animación suspendida. Entonces, ella y sus amigos podrían encontrar una
solución definitiva. Si no daba resultado, sería el final.
La joven despejó su mente y realizó el
encantamiento. Una ola de fuego recorrió su cuerpo, que cayó al suelo. Le
dolían los músculos y sentía los pinchazos de los nervios como si hubiese caído
sobre un colchón de clavos. Intentó respirar, pero no tenía fuerzas ni para
abrir la boca. Un velo oscuro descendió sobre sus ojos.
Medianoche se obligó a permanecer alerta; desapareció
el velo y sus pulmones se hincharon de aire. Fue recuperando la visión y, a
pesar de la debilidad, pudo mirar a su alrededor. Myrkul permanecía inmóvil,
con las alforjas con la otra tabla colgadas del hombro.
Sin la voluntad de su creador para guiarla, la
serpiente que sujetaba a Kelemvor pareció desconcertada. Aflojó un poco sus
anillos, con la atención puesta en la figura inmóvil del señor de la Muerte. El
guerrero sacó fuerzas de flaqueza, y deslizó un brazo por debajo de la
serpiente para proteger su garganta de un nuevo intento de estrangulamiento.
Medianoche se puso de pie y, sin soltar su
tabla, se adelantó hacia el dios cautivo. Las ascuas que servían de ojos para
Myrkul, brillaron de furia.
—Todavía no estoy acabado —gruñó el señor de
la Muerte. El cuerpo del avatar se sacudía sin cesar. El dios se estaba
librando de los efectos del hechizo.
Mientras miraba los ojos de Myrkul, Medianoche
se sintió desesperar. Al parecer, no había nada capaz de detenerlo. Entonces,
vio un relámpago gris que bajaba del cielo. El grifón que había observado antes
había iniciado un descenso en picado para atacar al dios por la espalda. La
maga miró en otra dirección, para no alertar a Myrkul. Sabía que el ataque no
mataría al señor de la Muerte, pero al menos lo aturdiría y ella dispondría de
un poco más de tiempo.
Al mismo tiempo que Medianoche y Elminster,
todavía sometido a los efectos del hechizo de silencio, se preparaban para
sacar partido del ataque del grifón, Kelemvor realizó varias inspiraciones
profundas para recuperar fuerzas. Luego pasó el otro brazo por debajo de los
anillos que le rodeaban la garganta, y sujetó la cabeza de la serpiente. Con
una mano sujetó la mandíbula superior y con la otra la inferior, y después tiró
en direcciones opuestas. Un segundo más tarde, se partieron los huesos y la
boca quedó destrozada. El cuerpo del ofidio aflojó la presión y comenzó a
sacudirse de dolor. El guerrero se libró de la serpiente, y, sin perder un
momento, la sujetó y la arrojó al vacío por uno de los lados de la terraza.
Entonces, se volvió hacia Myrkul.
El señor de la Muerte vio que Elminster
avanzaba hacia él y se movió envarado para enfrentarse al ataque. Pero el viejo
sabio se detuvo a poco más de un metro de distancia, y Myrkul no supo qué
hacer. De pronto, descubrió que ya no podía oír.
Medianoche, sin dejar de temblar por el
esfuerzo anterior, invocó el exorcismo de desintegración y otro para una puerta
entre dimensiones. Si conseguía destruir el cuerpo del avatar, la esencia del
dios se dispersaría y podría causar grandes daños en la ciudad. Para evitarlo,
tenía la intención de hacer pasar a Myrkul por la puerta entre dimensiones y
hacer estallar el cuerpo sobre el mar de las Espadas.
Un instante más tarde, el grifón culminó su
ataque. Debido a la muralla de silencio que rodeaba a Elminster, Myrkul no
escuchó el susurro de las alas y resultó pillado de sorpresa. El dios cayó de
costado, y las alforjas con la tabla se deslizaron de su hombro. La criatura
alada persiguió a Myrkul y clavó sus cuatro garras de león en el cuerpo del
avatar. Uno de los jinetes del grifón se apeó de un salto. Los pies del hombre
no habían tocado el suelo cuando la criatura batió las alas para remontar
vuelo.
Myrkul se retorció y cogió las alforjas con la
punta de los dedos.
Al ver lo que ocurría, Kelemvor cruzó la
azotea y, mientras el grifón se alzaba,
dio un salto para sujetar la tabla. Sus manos se cerraron sobre la
parte inferior de las alforjas, y con un fuerte tirón se las arrebató. Llevado
por el impulso, cuando cayó, rodó por el suelo.
Con el cuerpo atenazado por el dolor de las
garras clavadas en la carne, Myrkul notó cómo lo elevaban. Hizo un último
intento por alcanzar las alforjas, pero fue inútil. Se retorció para poder
mirar al jinete.
—¡Pagarás por esto! —gritó, mientras lo
amenazaba con el puño.
Sin dejar de observar cómo Myrkul se elevaba
por los aires, Medianoche preparó sus exorcismos, pero no los ejecutó. Si
destruía al avatar, también mataría al jinete. La hechicera se acercó al borde
de la azotea y miró al grifón que volaba sobre el patio de Báculo Oscuro.
Myrkul proseguía con sus esfuerzos por librarse de las garras, mientras el
grifón volaba sin preocuparse del cuerpo que aguantaba entre sus patas.
Un segundo después, el señor de la Muerte dejó
de luchar y apuntó un dedo contra el jinete, que se encogió en su montura, para
luego desplomarse y caer al vacío.
Fue entonces cuando Medianoche realizó el
hechizo de desintegración. Un rayo verde brotó de su mano y tocó a Myrkul. El
cuerpo del avatar resplandeció por un instante, y a continuación un brillante
reflejo dorado apareció sobre la ciudad. La maga se apresuró a ejecutar el
exorcismo de la puerta entre dimensiones, y transfirió el cuerpo del avatar
agonizante a un punto muy alto sobre el mar de las Espadas, y lejano de Aguas
Profundas.
Se oyó un estampido muy fuerte cuando Myrkul
atravesó la puerta, y otro estallido de luz bañó la ciudad por el oeste. La
explosión provocada por la muerte del dios fue como la aparición de un segundo
sol sobre el mar. Cuando se esfumó no había ninguna señal del grifón, su
jinete, o de Myrkul. Una especie de fango gris flotaba en el aire al este de la
torre, donde el avatar había estado unos segundos antes.
El fango se posó sobre una zona de dos
manzanas. Allí donde tocó, las plantas se agostaron y la gente cayó al suelo,
asfixiada. Los edificios se derrumbaron convertidos en polvo, e incluso las
calles desaparecieron en cuestión de segundos, la zona quedó convertida en un
páramo desierto.
Medianoche cayó de rodillas, incapaz de controlar
los temblores provocados por el cansancio y el remordimiento. Centenares de
personas habían muerto al ser alcanzadas por la esencia de Myrkul. No podía
dejar de sentirse responsable de sus muertes.
Alguien se acercó por detrás de ella.
—Tenía que destruir a Myrkul —susurró
la hechicera, con la mirada puesta en la tierra arrasada—. ¿Qué otra cosa podía
hacer?
—Nada más —respondió una voz familiar—. No
puedes sentirte culpable por haber salvado a los Reinos.
La maga se puso de pie y, sin hacer caso del
mareo que la invadió, dio media vuelta. Gritó:
—¡Adon!
17
Cyric
Cyric se detuvo junto al último rellano y se
escondió entre las sombras. La trampilla por encima de su cabeza comunicaba con
la azotea, donde había varias personas que conversaban entre ellas. Si bien las
voces eran poco claras, sospechó que dos correspondían a Kelemvor y Medianoche.
El ladrón los había visto entrar en la torre detrás de Myrkul.
Con muchas precauciones, subió los peldaños y
asomó la cabeza por el hueco. Vio a Elminster que recogía una de las tablas y
la guardaba en las alforjas que Kelemvor y el grupo habían empleado para
transportarla desde Tantras. Pero la sorpresa más grande la tuvo al ver quien
estaba al costado de Medianoche.
—¡Adon! —susurró, atónito.
Creía que lo habías matado, dijo la espada. Las palabras se formaron en su mente.
—Yo también —murmuró Cyric. Frunció el
entrecejo y movió la cabeza, incrédulo. Había visto con sus propios ojos la
flecha clavada entre las costillas del clérigo y cómo caía al interior del pozo.
Era imposible suponer que había salido con vida.
Tus viejos camaradas parecen tener una
capacidad asombrosa para sobrevivir, comentó la
espada.
—Lo sé —replicó el ladrón—. Te aseguro que
comienza a irritarme.
Por su parte, Medianoche estaba aún más sorprendida
que Cyric al comprobar que Adon había conseguido salir vivo del terrible
trance. Echó sus brazos al cuello del clérigo y exclamó:
—¡Estás vivo! —La hechicera había olvidado su
fatiga, pero no pudo mantenerse de pie y se le doblaron las rodillas.
El clérigo dejó caer la maza, sujetó a
Medianoche y la sentó con suavidad en el suelo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—Sí —balbuceó la muchacha—. No es más que
fatiga.
Kelemvor se unió a ellos y acunó la cabeza de
Medianoche entre sus brazos.
—Todo este asunto ha acabado con sus energías
—comentó.
—Me recuperaré —afirmó Medianoche—. Sólo
necesito descansar. Por favor, cuéntanos cómo es que estás con vida.
—No lo sé —respondió Adon—. Después de ser
alcanzado por la flecha de Cyric, caí al río subterráneo y me arrastró la
corriente. La próxima cosa que recuerdo es haber despertado en manos de un
gnomo llamado Shalto Haslett. Afirmaba que yo había atorado su pozo.
—¿Cómo has llegado a Aguas Profundas?
—preguntó Kelemvor, al recordar la terrible experiencia de su viaje—. No es
posible que tu recuperación haya sido tan rápida como para permitirte caminar
hasta aquí.
—Shalto hizo que un cuervo trajera un mensaje
hasta la ciudad. Luego alguien llamado Báculo Oscuro envió un grifón a
recogerme.
—¡Báculo Oscuro! —exclamaron Kelemvor y Medianoche al unísono.
—Me gustaría averiguar cuánto tiempo hace que
Elminster sabe que estás vivo —dijo la maga, con la mirada puesta en el viejo
sabio.
—Y también por qué no nos dijo nada —añadió el
guerrero.
—Tendréis que preguntárselo a él —comentó
Adon—. Lo único que sé es que me alegro de haber llegado en el momento
oportuno.
Elminster se acercó con las alforjas en la
mano. Medianoche y Kelemvor se volvieron hacia el hechicero y lo acribillaron a
preguntas, pero ni una sola palabra llegó a sus oídos. El exorcismo de silencio
de Myrkul se mantenía, y apagaba el sonido de sus voces. No obstante, por sus
expresiones de disgusto y los gestos dirigidos al clérigo, Elminster comprendió
lo que querían saber.
Báculo Oscuro y él habían decidido mantener en
secreto la salvación del compañero de ambos por una buena razón. Los hechiceros
no querían distraer a la pareja de la tarea que tenía entre manos. El mensaje
de Shalto sólo decía que Adon estaba vivo y que necesitaba transporte hasta Aguas
Profundas. Sin saber cuál era el estado en que se encontraba, habían dispuesto
no decir nada y evitar despertar falsas esperanzas en sus amigos.
Elminster intentó explicar todas estas cosas a
través de la mímica, pero sólo consiguió confundir y enfadar todavía más a la
pareja. Por fin, encogió los hombros resignado y miró hacia la ciudad.
Con gran alarma, vio que su trabajo no había
concluido. Los engendros de Myrkul no parecían haberse enterado de la
destrucción de su amo, y proseguían su feroz ataque contra las tropas en la
zona portuaria. Elminster entregó las alforjas al clérigo y se volvió hacia
Medianoche. Hizo los gestos necesarios para indicarle que ejecutara el
exorcismo capaz de librarlo de la barrera de silencio.
Medianoche comprendió de inmediato la
solicitud de Elminster. Pero, a pesar de su interés por averiguar todo lo que
no les había dicho acerca de la salvación de Adon, vaciló en volver a utilizar
sus poderes. La hechicera no quería correr el riesgo de enfrentarse a un nuevo
fracaso. Además, todavía se encontraba muy débil y tenía miedo de que realizar
el exorcismo acabase con su resto de energías. Dijo que no con un movimiento de
cabeza.
Elminster, desesperado, señaló hacia el sur.
La maga y los demás se volvieron. La batalla
se libraba mucho más cerca. La ciudad ardía hasta las cercanías del palacio de
Piergeiron. Entre la torre de Báculo Oscuro y el palacio, un centenar de
combates se desarrollaban en el aire. Sus participantes parecían moverse
lentamente, como unos puntos oscuros que subían y bajaban en el cielo, a la
búsqueda de la posición más favorable para el ataque. Medianoche conseguía
diferenciar a los guardias de Aguas Profundas de los engendros de Myrkul sólo
por el tamaño de los grifones.
De vez en cuando, uno de los puntos caía y
desaparecía entre los edificios. En tierra, la batalla había avanzado hacia el
norte. Medianoche alcanzaba a ver las compañías de soldados con armaduras
negras y a los guardias de uniformes verdes atrincherados en la calle de
Selduth, que iba de este a oeste. Frente a ellos, tenían a miles de engendros
salidos del Plano del Olvido que avanzaban por las avenidas. A medida que las
hordas de Myrkul marchaban hacia el norte, los supervivientes de las docenas de
compañías que se habían enfrentado a ellos desde el primer momento intentaban
demorarlos todo lo posible mientras se retiraban.
En ocasiones, algunos de los magos entre las
filas de los defensores soltaba una bola de fuego o una granizada contra los
guerreros. Pero, con demasiada frecuencia, los exorcismos fallaban y cubrían
las calles de nieve o provocaban una lluvia de chispas y llamas sobre las
propias filas del hechicero. Incluso cuando salían bien, no causaban muchos
daños a los engendros. Los proyectiles mágicos rebotaban en sus pechos, y los
rayos se disipaban en destellos inofensivos.
Consciente de que Aguas Profundas tenía muy
pocas posibilidades de repeler el ataque a menos de que algo cambiase la
situación, Medianoche indicó a Elminster que se apartara para que ella pudiese
hablar. Luego realizó el hechizo para quitar la barrera de silencio. De
inmediato, la fatiga sacudió su cuerpo y se oscureció su visión. La muchacha se
desplomó temblando en los brazos de Kelemvor, y luego perdió el conocimiento.
El guerrero la estrechó contra su cuerpo.
—Despierta —susurró—. Por favor, despierta.
Adon, tan preocupado como su amigo por la
salud de la maga, se arrodilló a su lado y puso sus dedos sobre la garganta de
la muchacha.
—Su pulso es firme —comentó, sin alzar la voz.
Kelemvor pasó el cuerpo de Medianoche a los
brazos del clérigo, y luego se encaró con Elminster.
—¿Qué le has hecho? —preguntó, muy airado.
—Tranquilízate —respondió el sabio, aliviado
de ver que el hechizo de Myrkul ya no lo afectaba—. Se recuperará. Necesita
descansar, porque ha gastado todas sus energías.
Elminster fue hasta el borde de la azotea y
miró en dirección a la batalla. Los engendros habían hecho retroceder a los
soldados de las primeras compañías hasta la línea de defensa en la calle
Selduth. Las tropas apostadas habían abierto huecos en las barricadas para
permitir el paso de sus compañeros.
—Y lo ha hecho por una buena causa —añadió
Elminster, señalando a los engendros—. Aquéllos vienen a por las tablas.
—¿Por qué? —exclamó Kelemvor—. Myrkul ya no
existe.
—Al parecer, no se han enterado —dijo el
hechicero—, o quizá no les importa. En cualquier caso, debo detenerlos.
—¿Cómo puede un hombre solo detener a
semejantes hordas? —preguntó el guerrero.
—Tú eres un guerrero. ¿Cuál es la mejor forma
para desmoralizar a un ejército?
—Hacerle pasar hambre o cortarle las
comunicaciones con su base —respondió el héroe—. Pero...
—Precisamente —lo interrumpió Elminster—.
Cortarle las comunicaciones con su base. —Hizo una pausa, y cuando volvió a
hablar lo hizo para los dos amigos—. En el momento en que las hordas de Myrkul
comiencen la retirada, llevad las tablas a la Escalera Celeste. Pero no os
mováis antes o los engendros irán tras vosotros. ¿Me habéis comprendido?
—Pero ¿dónde está la Escalera Celeste?
—preguntó Adon.
Elminster frunció el entrecejo como si la
respuesta fuese obvia. Señaló la cumbre del monte Aguas Profundas y dijo:
—Allá arriba.
—Dos preguntas antes de que te marches —dijo
Kelemvor.
—Está bien, pero que sea deprisa.
—Primero, ¿qué vas a hacer?
—No estoy muy seguro —replicó el sabio—. Creo
que iré al Pozo de la Perdición para cerrarlo. Dado que los engendros no
pertenecen a nuestro plano de existencia, el cierre tendría que apartar su
atención de la batalla.
—Pero tardarás horas en llegar hasta allí
—protestó Kelemvor—. Incluso si consigues aproximarte a El Portal del Bostezo a
pesar de la batalla...
—Muchacho, ¿has olvidado quién soy? —exclamó
Elminster, con una sonrisa condescendiente—. ¿Cuál es tu segunda pregunta?
En el rostro de Kelemvor apareció una
expresión de disgusto, porque no le había satisfecho la respuesta del
hechicero. Sin embargo, sabía que no conseguiría más explicaciones, así que
hizo la otra pregunta:
—¿Por qué no nos dijiste que Adon estaba vivo?
—Bueno, sí, Báculo Oscuro y yo discutimos el
asunto, pero... —El sabio parecía estar avergonzado—. Pero ahora no tenemos
tiempo para este tema. Ya hablaremos cuando regrese.
Tras estas palabras, Elminster se dirigió
hacia la escalera, mientras planeaba la estrategia a seguir. En primer lugar,
pasaría a otro plano en donde no tendría por qué preocuparse de la
inestabilidad de la magia. Luego intentaría viajar hasta el otro lado del Pozo
de la Perdición para sellarlo desde el interior. Sería un gran esfuerzo, pero
consideraba que aún tenía condiciones para hacerlo.
En el momento que Elminster llegó a la
escalera, Cyric se ocultó en una de las habitaciones del último piso. No se
había perdido detalle de todo lo ocurrido en la azotea.
Es una suerte que no robaras las tablas
inmediatamente, comentó la espada. Incluso yo no hubiese
podido defenderte de un ejército de engendros.
El ladrón no respondió. En cambio, esperó a
que Elminster descendiese a la planta baja. Entonces regresó a su posición
anterior junto a la trampilla y esperó el momento oportuno para atacar.
Unos minutos después de la marcha de Elminster,
Medianoche recobró el conocimiento. De inmediato advirtió la ausencia del
hechicero, y pensó que lo había disipado junto con el encantamiento de Myrkul.
—Elminster —exclamó, con un hilo de voz—.
¿Dónde está?
—Ha ido al Pozo de la Perdición —contestó
Kelemvor—. Tiene la intención de cerrarlo.
—Tan pronto como los engendros inicien la
retirada —añadió Adon—, debemos llevar las tablas a la cumbre del monte Aguas
Profundas.
—¿Qué te hace pensar que los engendros
abandonarán la lucha? —preguntó el guerrero—. No es más que un hombre contra
todo un ejército.
—Sólo podemos esperar el resultado de los
acontecimientos —opinó Medianoche—. Además, necesito descansar.
Se volvieron para observar la batalla. En el
aire, los jinetes de los grifones superaban en número a los engendros voladores
y, al parecer, los habían contenido. En tierra, la situación era muy distinta.
Las huestes del señor de la Muerte habían alcanzado las barricadas de la calle
Selduth y las atravesaban con la fuerza de un maremoto.
La segunda línea defensiva de Aguas Profundas
cargó contra los engendros mientras las horribles criaturas se ocupaban de
destruir la primera. Cada soldado permanecía el tiempo suficiente para
descargar dos o tres golpes, y luego se retiraba para formar una nueva línea.
En aquel momento, había una tercera fila de alabarderos detrás de la segunda,
lista para aplicar la táctica de golpear y correr.
El plan funcionaba y los cadáveres de
doscientos engendros se amontonaban en la calle, pero el tributo pagado por los
defensores de Aguas Profundas al ponerlo en práctica resultaba escalofriante,
porque habían perdido dos hombres por cada engendro. Sin embargo, era la única
forma a su alcance para intentar frenarlos, así que los defensores la repetían
una y otra vez sin dejar de retroceder hacia el norte en dirección a la torre
de Báculo Oscuro.
Por fin, la batalla llegó a la calle de
Keltarn, que corría al oeste de la calle de la Plata. Cruzaba la calle de la
Seda, y acababa, apenas a unos ciento cincuenta metros de la torre, en la calle
de las Espadas. Los engendros avanzaban por estas tres últimas calles que
corrían en dirección norte-sur.
De acuerdo con la estrategia establecida, la
compañía de los Corazones Mágicos se replegó a lo largo de la calle de la
Plata, para dejar a los engendros una vía de paso más allá de la calle de
Keltarn. Para sorpresa del comandante de la compañía, los engendros se
desviaron por esta última travesía y cayeron sobre el flanco del tercer
regimiento de guardias, que defendía la calle de la Seda.
En cuestión de segundos, el regimiento fue
aniquilado. Los atacantes que subían por las calles de la Seda y de la Plata se
unieron para avanzar por la calle de Keltarn hacia la compañía de la Quimera,
que era el último grupo de defensa en la calle de las Espadas.
—Ya están aquí —anunció Kelemvor—. Será mejor
que echemos a correr antes de que nos rodeen.
—Pero Elminster... —Adon inició una protesta,
agitando su maza como un dedo acusador.
—No ha tenido éxito —lo interrumpió Medianoche—.
Y yo dudo de tener las fuerzas necesarias para hacer aunque sólo sea un hechizo
más.
Kelemvor se inclinó para ayudar a levantarse a
la hechicera, y Adon echó una última mirada a la batalla.
—Espera —dijo el clérigo—. Quizá puedan
resistir.
Las tres compañías de defensa actuaron a un
tiempo cuando los engendros llegaron a la calle de las Espadas. La compañía de
los Corazones Mágicos cargó a espaldas de los monstruos por la calle de
Keltarn, y el quinto regimiento de guardias, que había estado de reserva,
corrió a reforzar la línea establecida por los soldados de la Quimera. Pero
Kelemvor consideró que esta vez tampoco conseguirían frenar a los engendros.
—No podemos correr el riesgo de esperar
—afirmó.
Cyric decidió aprovechar el hecho de que los
tres compañeros permanecían atrapados en la torre. Desenvainó la espada y entró
en la terraza sin hacer ruido. Avanzó hacia la espalda de Kelemvor. Medianoche
fue la primera en advertir su presencia.
—¡Kel! —gritó.
—¿Qué ocurre? —preguntó el guerrero,
asombrado.
El ladrón corrió, para sacar ventaja de la
confusión del héroe. Quería acabar con él lo antes posible. Ya tendría tiempo
para ocuparse de los demás. Pero mientras Kelemvor estuviera vivo, constituía
un peligro.
—¡Es Cyric! —chilló la maga.
Kelemvor dio media vuelta para hacer frente a
su agresor. La hoja de Cyric relampagueó junto al pecho del guerrero, y erró el
blanco por los pelos. El héroe gritó asombrado. Al comprender que todavía tenía
ventaja, el ladrón avanzó un paso y le hizo una zancadilla. Kelemvor intentó
retroceder y tropezó con el pie de su rival.
Mientras el guerrero caía al suelo, Adon se
colocó a la derecha de Cyric, con las alforjas al hombro y la maza en una mano.
Medianoche tomó posición a la izquierda. El ladrón alzó la espada dispuesto a
rematar a Kelemvor.
—¡Alto! —gritó Adon, dando un paso al frente
para tener a Cyric al alcance de la maza.
Por la derecha, la hechicera hizo lo mismo. No
se sentía muy amenazadora. Le temblaban los brazos de miedo por la vida de su
amante, y su fatiga era tan grande que tal vez no podría mover las manos para
hacer un exorcismo.
—No seáis idiotas —gruñó Cyric—. Soltad las
armas o le cortaré el cuello a Kel.
—Lo harás de todas maneras —replicó Adon—. Al
menos, tú también morirás. —El clérigo levantó la maza por encima de su cabeza,
pero Medianoche le hizo una señal con la cabeza para que no descargara el
golpe.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó la maga.
—Lo mismo de siempre —respondió Cyric—. Las
Tablas del Destino.
—Para poder convertirte en un dios —comentó
Medianoche, con sorna—. Ao jamás hará dios a un ladrón y asesino.
—¿Por qué no? —preguntó Cyric. Soltó la
carcajada—. ¡Es el mismo que creó a Bhaal, Bane y Myrkul!
Medianoche frunció el entrecejo. Jamás se le
había ocurrido que Ao podía ser un dios malvado o que no le importaban en
absoluto el bien y el mal. Sin embargo, ésa era una cuestión fuera de lugar por
el momento. Se apartó un poco, e invocó el hechizo de los proyectiles mágicos.
—¡Lo mataré! —vociferó Cyric, al ver la mirada
de concentración en los ojos de la muchacha—. ¡Dadme las tablas!
—Que se las lleve —le dijo Medianoche a Adon,
bajando las manos.
—¡No! —exclamó Kelemvor—. De todas maneras, me
matará.
El guerrero comenzó a levantarse, y la
hechicera supo que Cyric descargaría su estocada. La única esperanza de salvar
a su amante residía en la magia. En un santiamén ejecutó el exorcismo con los
dedos apuntados al ladrón.
Veinte dardos dorados surgieron de sus dedos,
pero fallaron el blanco y volaron hacia Aguas Profundas. Un segundo más tarde,
retumbó la tierra. Una veintena de edificios diferentes salieron disparados
hacia el cielo; estelas de humo dorado marcaron sus trayectorias en el aire.
A Medianoche se le aflojaron las rodillas y la
cabeza le dio vueltas. Retrocedió un par de pasos, pero no cayó al suelo. Su
magia había fracasado una vez más. El efecto inesperado del encantamiento
distrajo a los hombres sólo por un segundo.
—¡Mala suerte! —se burló Cyric. Volvió su
atención a Kelemvor, que estaba de rodillas.
Adon se adelantó al tiempo que descargaba la
maza. La furia de Cyric se convirtió en miedo. El guerrero lo había forzado a
cometer un error. El ladrón levantó la pierna derecha y descargó un golpe con
el tacón contra el agujero manchado de sangre en la camisa de su rival.
El clérigo soltó un aullido de agonía. Dejó
caer la maza y las alforjas, y luego se desplomó. No podía respirar y sintió
como si otra flecha le hubiera atravesado los pulmones.
Kelemvor se abalanzó, con la esperanza de
tumbar al ladrón antes de que pudiese recuperar el equilibrio. Pero Cyric se
anticipó al ataque y lo evitó sin problemas. Mientras el héroe pasaba a su
lado, él se situó a sus espaldas.
Cyric no pudo evitar la sonrisa. Desde su
posición, y con Adon y Medianoche indefensos, podía herir al guerrero sin necesidad
de matarlo. En cambio, clavó la hoja en la espalda de Kelemvor, y puso todo su
peso en el golpe, para hundirla todo lo posible.
En el momento en que Cyric clavó la espada,
Medianoche pudo ver que la herida no sangraba. La espada bebía la sangre de su
amado. Una rabia enfermiza y culpable estremeció su cuerpo. Con un grito de
angustia, desenvainó la daga y sacó fuerzas de flaqueza para atacar.
—Ariel —susurró el guerrero, transido de
dolor, consciente de que se le escapaba la vida. Mientras un velo negro
aparecía ante sus ojos, Kelemvor Lyonsbane pensó en si había hecho méritos
suficientes, durante el poco tiempo que había estado libre de su maldición,
para ser recordado como un héroe. Luego, murió.
En ese momento, Adon intentaba levantarse pese
a la resistencia de su cuerpo. Cada vez que apoyaba las manos en el suelo y
hacía fuerza, le temblaban los brazos y un dolor terrible azotaba su pecho.
Con toda calma, Cyric arrancó su espada de la
espalda de Kelemvor y se giró para enfrentarse al ataque de Medianoche. Detuvo
el golpe desesperado de la maga, y la daga salió despedida por los aires. Con
el mismo movimiento, pasó al ataque y lanzó su estocada por debajo del brazo de
la joven.
Pero Medianoche fue más rápida de lo que él
esperaba. Esquivó el golpe, y luego le clavó las uñas en la cara. La hechicera
se había olvidado de los engendros, las tablas e incluso de su propia vida. En
aquel momento, sólo quería vengar la muerte de Kelemvor.
El ladrón de nariz aguileña soltó un grito,
para después derribar a Medianoche de un puntapié. La muchacha cayó de espaldas
casi a un par de metros de distancia. A Cyric le escocía el rostro y podía
sentirse la sangre que corría por sus mejillas.
—¡Me has herido! —gritó, más asombrado que
furioso.
—Te mataré —replicó la hechicera, con voz
clara y tranquila. Se puso de pie.
—No lo creo. —Con un movimiento felino y tan
veloz que Medianoche no alcanzó a ver el golpe, el ladrón se adelantó y le
hundió la espada en el abdomen.
Medianoche notó un dolor agudo, como si Cyric
le hubiese propinado otra patada, y el aire escapó de sus pulmones. Miró hacia
abajo y vio la empuñadura de la espada que asomaba por un rasgón de su túnica,
sujeta por la mano del ladrón. Le pareció que sus intestinos ardían, y entonces
la espada comenzó a beberle la sangre. Demasiado conmocionada para resistir, la
hechicera sujetó el mango e intentó arrancar la hoja.
—Sólo unos segundos más —dijo el ladrón, sin
dejar de hacer presión—, y te habrás reunido con Kelemvor.
La hechicera notó la sensación de que cada vez
se separaba más de su cuerpo, como si entre su espíritu y la carne hubieran
kilómetros de distancia.
—No moriré —susurró con un hilo de voz.
—¿Crees que no? —preguntó Cyric, retorciendo
la espada en la herida.
—¡No! —gritó la muchacha.
Soltó la espada, extendió tres dedos y los
clavó en la garganta del ladrón todo lo fuerte que pudo. El golpe casi le
rompió la laringe. Casi asfixiado, el hombre se apartó y se vio forzado a sacar
la espada de la herida. Medianoche cayó sentada. Se sujetó el abdomen con las
manos mientras un reguero de sangre caía al suelo.
Cyric tragó y se aclaró la garganta varias
veces, para poder respirar sin dificultades. Por fin, alzó la espada y avanzó
una vez más hacia la hechicera.
—Por lo que me has hecho, ahora morirás con
dolor —dijo.
En su desesperación y a pesar de que apenas si
podía enfocar la figura del ladrón, Medianoche alzó una mano y apuntó en su
dirección. Intentó invocar un hechizo de muerte, pero el dolor le nublaba la
mente y no podía pensar con claridad. Sólo aparecían palabras inconexas y
gestos incomprensibles.
En aquel preciso momento, un coro de voces
airadas y gritos horribles sonó en la calle de las Espadas. Sin perder de vista
a Medianoche, Cyric se acercó al borde de la azotea para ver qué ocurría. A
sólo cien metros de la casa de Báculo Oscuro, la compañía de los Corazones
Mágicos y el quinto regimiento de guardias estaban enzarzados en un combate
cuerpo a cuerpo con las hordas de Myrkul. La confusión era terrible y ríos de
sangre corrían por el adoquinado. Los edificios de los lados estaban
incendiados y en ruinas como resultado de la magia desesperada que los
hechiceros habían practicado sin preocuparse por los fallos o la falta de
precisión.
Mientras Cyric contemplaba la escena, un grupo
de engendros atravesó la línea defensiva. Cinco magos lanzaron sus exorcismos,
y se pudo ver un arco iris, un chubasco inesperado y dos tornados en miniatura.
Pero uno de los encantamientos funcionó, y una bola de fuego envolvió a los
monstruos del señor de la Muerte. Para asombro del ladrón, la magia convirtió a
los engendros en cenizas. Una docena de soldados de Aguas Profundas aclamaron
la acción, y luego corrieron a cerrar la brecha por donde habían intentado
colarse sus enemigos.
Por lo que podía ver desde la torre, los engendros
comenzaban a llevar la peor parte en los combates que se desarrollaban en toda
la ciudad. Él desconocía la razón de este cambio, pero Elminster había
conseguido llegar al Pozo de la Perdición para cerrar el portal. La pérdida de
contacto con el Hades había desmoralizado a los engendros. Además, debilitaba
muchos de sus hechizos de invulnerabilidad al fuego, armas y otros exorcismos,
que dependían de la magia suministrada por el reino de Myrkul.
Cyric decidió que había llegado el momento de
coger las tablas y buscar la Escalera Celeste. Volvió al centro de la azotea,
donde Medianoche apenas si podía mantenerse sentada. La hechicera continuaba
con la mano extendida. En su rostro había una expresión de dolor tan intenso
que el ladrón no podía saber si podía o no ejercitar su magia.
Consideró la posibilidad de rematarla, pero
luego vio la herida y el charco de sangre en el suelo. Al recordar algunas de
las cosas increíbles que era capaz de hacer su magia, decidió que era mejor
dejar que se desangrara. Además, con el cambio producido en la batalla no tenía
mucho tiempo que perder.
Se acercó a Adon y le arrebató las alforjas de
la mano. El clérigo intentó detenerlo, pero sólo llegó a ponerse de rodillas.
—Muchas gracias —dijo Cyric, alegremente.
Apuntó a la mancha de sangre en la camisa del herido, y le propinó un par de
puntapiés—. Te mataría, pero no puedo malgastar mi tiempo.
El ladrón se echó las alforjas con las Tablas
del Destino al hombro y abandonó la torre.
18
Y Ao dijo...
Segundos después de la marcha de Cyric,
Medianoche se desplomó y perdió el conocimiento. Adon se arrastró por el suelo
de la terraza de la torre de Báculo Oscuro hasta llegar a su lado. Arrancó un
trozo de la manga de la túnica de la hechicera y la utilizó para contener la
hemorragia de su herida. El vendaje improvisado no consiguió detener el flujo
de sangre, pero al menos lo redujo bastante.
Mientras permanecían tendidos en el suelo,
Adon observó la actuación de los soldados de Aguas Profundas que defendían la
ciudad. Al principio, las compañías de soldados y los regimientos de guardias
sólo habían conseguido evitar que los engendros volvieran a romper las líneas
de defensa. Pero luego, a medida que la carga de los atacantes perdía impulso,
se invirtieron los papeles y los defensores hicieron retroceder a las hordas.
En cuestión de minutos, las tropas humanas avanzaban, y poco después perseguían
a los engendros que huían hacia la zona portuaria.
Sin embargo, la derrota de las huestes de
Myrkul no sirvió de estímulo para el clérigo. Cada vez que respiraba, sus
pulmones parecían llenarse de fuego, y cuando soltaba el aire, el tormento en
su pecho era insoportable. De tanto en tanto, tenía ataques de tos que
aumentaban aún más sus sufrimientos. Los puntapiés de Cyric le habían roto dos
costillas, además de reabrir la herida de la flecha. En varias ocasiones, Adon
intentó reunir las fuerzas para levantarse y perseguir al ladrón, pero el dolor
siempre lo forzaba a caer de rodillas.
Cuarenta minutos más tarde, un grifón cargado
con dos jinetes se aproximó a la torre y aterrizó en la azotea. Un hombre alto
y con barba negra se apeó de un salto, examinó el cuerpo exánime de Kelemvor,
inspeccionó el resto de la escena y, por fin, se acercó a Medianoche y Adon.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Báculo Oscuro,
sin preocuparse de las presentaciones. El hechicero no había visto jamás a
Adon, pero no tenía dudas acerca de su identidad.
—Cyric cogió las... —El clérigo sufrió un
violento ataque de tos, y no pudo completar la frase.
Después de aguardar un momento a que pasara el
ataque, Báculo Oscuro, dijo:
—No te muevas. Voy a buscar algo que te
ayudará. —Bajó al interior de su torre, y reapareció un instante más tarde con
dos ampollas de un turbio líquido verdoso—. Es un tónico. Te aliviará el dolor.
—Entregó una de las ampollas a Adon; luego, se arrodilló y volcó el contenido
de la otra en la boca de Medianoche.
Adon aceptó la ampolla y bebió el brebaje
verde. A pesar de que no conocía personalmente a Báculo Oscuro Arunsun,
el porte del hombre de barba negra dejaba poco margen a la especulación. Tal
cual había prometido el mago, la pócima aplacó los dolores del clérigo y puso
fin a la tos. No podía decir que se sentía de maravilla, pero al menos recuperó
las fuerzas y se puso de pie.
—¡Cyric tiene las Tablas del Destino! —exclamó
Adon—. Tienes que... —Se interrumpió al ver que Medianoche abría los ojos.
—¿Khelben? —preguntó la hechicera—. ¿Tienes tú
las tablas? —Todavía se notaba mareada y débil, pero al igual que el clérigo,
poco a poco recuperaba las fuerzas.
En lugar de responder a las preguntas de
Medianoche, Báculo Oscuro comenzó a formular las suyas.
—¿Cómo es que Kelemvor está muerto? ¿Dónde
está Elminster?
Medianoche y Adon intentaron cada uno
responder a una pregunta diferente al mismo tiempo. El resultado fue un
galimatías. Báculo Oscuro levantó una mano, para pedir silencio y dijo:
—Comencemos por el principio y en orden.
¿Medianoche?
La muchacha relató al mago cómo había
perseguido a Myrkul hasta la torre. En cuatro palabras le explicó que el señor
de la Muerte se había apoderado de la tabla oculta en la caja fuerte y narró
los hechos que habían acabado con la destrucción del avatar.
—En el momento en que recuperamos las dos
tablas —concluyó—, los engendros tenían casi cercada la torre. Entonces, Elminster
marchó al Pozo de la Perdición para cortar su comunicación con la ciudad de
Myrkul.
—Aquél fue el momento que aprovechó Cyric para
atacar —intervino Adon.
Recapituló brevemente cómo el ladrón le había
herido una vez más, matado a Kelemvor y apuñalado a Medianoche, para después
apoderarse de las tablas y huir. Cuando el clérigo relató los detalles de la
muerte del guerrero. Medianoche miró en otra dirección e intentó en vano
contener las lágrimas.
Báculo Oscuro consideró un momento la
situación y anunció:
—Iré a buscar a Elminster al Pozo de la
Perdición y...
—¿Y qué haremos con Cyric y las tablas? —lo
interrumpió el clérigo—. ¡Tienes que atraparlo antes de que llegue a la
Escalera Celeste!
—Calma, Adon —replicó el mago, sin
impacientarse—. A menos que sepa dónde está la Escalera Celeste, no la
encontrará con facilidad. Sólo las personas dotadas con un poder extraordinario
la pueden ver. Tenemos tiempo de sobra para localizarlo y recuperar las tablas.
Báculo Oscuro no podía saber que en aquel
momento Cyric escalaba la ladera del monte Aguas Profundas por el lado del mar.
En lo alto de la montaña, podía ver una cinta multicolor muy ancha que, sin
ninguna duda, era su punto de destino.
Quizá se debía al hecho de estar en posesión
de las Tablas del Destino, o que, al recuperar las tablas, se había convertido
en alguien tan extraordinario como Medianoche o Báculo Oscuro, pero la cuestión
era que la Escalera Celeste se le había aparecido en el instante que puso un
pie en la montaña.
Mientras tanto, de vuelta en la torre, Arunsun
permanecía ignorante de los avances de Cyric.
—Cuando Elminster y yo volvamos, recuperaremos
las tablas para entregárselas a Helm —dijo Báculo Oscuro. Prefirió no mencionar
su preocupación por la seguridad de su viejo amigo. Si Elminster estaba tan
cansado como él, el sabio podía pasar graves apuros. Añadió—: Enviaré a alguien
para que cuide de vosotros.
—Tú puedes ir a buscar a Elminster —afirmó
Medianoche—, pero yo perseguiré a Cyric ahora mismo. Tú no conoces a ese
asesino tan bien como yo. —Miró en dirección a la Escalera Celeste, inquieta
ante la posibilidad de que el ladrón ya hubiese llegado allí.
—Yo también voy —declaró Adon.
—¡Pero si estás herido! —protestó Báculo
Oscuro. Señaló las manchas de sangre en las ropas de ambos—. ¡Los dos lo
estáis!
—Me siento lo bastante fuerte para luchar
—sostuvo Adon, consciente de que con dos costillas rotas corría el riesgo de
sufrir más lesiones pulmonares. Pero de momento, su propia seguridad no tenía
tanta importancia como evitar que Cyric devolviese las tablas.
—La pócima sólo calma el dolor de las heridas.
No las cura —les advirtió el hechicero—. Quedaréis indefensos en el instante en
que hagáis demasiados esfuerzos.
—Correré el riesgo —gruñó Medianoche, poco
dispuesta a esperar el regreso de Elminster, o de cualquiera, para vengar la
muerte de Kelemvor. Era consciente de la herida, pero ahora sólo le provocaba
una ligera molestia. El líquido verde de Báculo Oscuro tenía resultados
extraordinarios. Le preguntó—: ¿Tienes otra daga para prestarme?
—¿Dónde está mi maza? —murmuró Adon, con un
esfuerzo para disimular la debilidad en su voz. El dolor se había aplacado,
pero distaba mucho de sentirse fuerte. Sin embargo, no quería dejar que
Medianoche persiguiera a Cyric sin ayuda.
Báculo Oscuro sacudió la cabeza, molesto por
la insistencia de los dos amigos.
—Como queráis —dijo, por fin—. Pero permitidme
que llame a un par de jinetes de grifones para que os presten sus alas.
El hechicero se acercó al grifón que lo había
traído y conversó con el hombre de la montura. De inmediato, la criatura
remontó vuelo hacia el sur, mientras Báculo Oscuro entraba una vez más en la
torre. Un minuto más tarde regresó a la terraza, con la daga para Medianoche, y
poco después llegaron dos grifones.
—Los jinetes os llevarán al sitio que sea —les
informó—. Pero les he dado instrucciones para que os traigan de vuelta en
cuanto deis muestras de dolor. Elminster y yo volveremos aquí dentro de una
hora. ¿Os molestaría mucho estar presentes para recibirnos?
—Si no encontramos a Cyric, nos verás aquí
—respondió Medianoche, con la mirada puesta en el cadáver de su amante. No
tenía intención de volver si daban con el ladrón, porque debía cobrarse su
venganza. Miró a Báculo Oscuro y añadió—: Gracias por la ayuda.
—No, gracias a ti —respondió el hechicero, con
una pequeña sonrisa—. Lo que has hecho nos ha beneficiado a todos. ¡Buena caza!
—Les volvió la espalda y desapareció por la trampilla.
Medianoche y Adon se acercaron a los grifones.
Los jinetes contemplaron con expresión de duda a la pareja herida, mientras los
ayudaban a montar en la silla del pasajero.
—¿Adónde vamos? —preguntó Adon.
La hechicera contempló la cinta multicolor en
lo alto del monte Aguas Profundas.
—Lo sepa o no, Cyric deberá ir a la cima de la
montaña. Creo que es el mejor lugar para iniciar la búsqueda.
—Es un viaje muy agradable —dijo uno de los
jinetes—. Es allí donde guardamos a nuestros grifones.
Cinco minutos más tarde, las criaturas aladas
aterrizaron justo al norte de la cumbre. Una torre de piedra se alzaba en el
pico, y había un establo a unos veinte metros al este. En el interior del
establo había más de dos docenas de grifones, todos habían sufrido heridas
graves: alas desgarradas, cabezas hendidas y patas quebradas. Un número mayor
de hombres cuidaban las lesiones de las bestias. Pero los grifones no eran los
únicos que habían sufrido daños. A través de la puerta de la torre, se podían
oír los lamentos humanos.
Medianoche y Adon desmontaron, y echaron una
ojeada al pico de los Aguiluchos. Delante de ellos tenían la cresta norte del
monte Aguas Profundas que descendía suavemente hasta desaparecer entre los
magníficos templos y las grandes mansiones del lujoso distrito marítimo. Por el
este, la montaña tenía una pendiente abrupta que acababa en un acantilado; allí
se encontraba el límite occidental de la plaza fuerte. Las ocho cúpulas del
palacio de Piergeiron asomaban sus puntas por encima del borde del precipicio.
Más allá de las torres, se abría una amplia panorámica de la ciudad con las
chimeneas humeantes y las banderas al tope de los mástiles. A espaldas de los
dos amigos, por el lado sur, una fila de muelles de madera y muros de piedra
rodeaban las aguas turbias de la bahía.
Por el oeste, la ladera desaparecía en un
precipicio de treinta metros, para después seguir con una pendiente de ciento
cincuenta metros hasta un muro de defensa en la base de la montaña. Más allá de
la muralla, otro precipicio se hundía en las brillantes aguas del mar de las
Espadas.
Pero no era todo lo que había más abajo lo que
atraía el interés de Medianoche, sino la reluciente escalera de ámbar y
madreperla que se elevaba desde el pico hasta desaparecer en el cielo. Los
escalones transparentes parecían al mismo tiempo sólidos e inmateriales.
Mientras Medianoche la contemplaba, la
escalera cambió de color y los peldaños se convirtieron en blanco. Un momento
más tarde, pasó a ser una rampa de plata. Los cambios continuaron produciéndose
cada pocos segundos.
—¿Qué miras? —preguntó Adon. Lo único que él
podía ver al oeste del pico era el acantilado.
—La Escalera Celeste —respondió la hechicera y
señaló el aire por encima del acantilado. El clérigo miró en la dirección
indicada, pero siguió sin ver nada.
—Tendré que aceptar tu palabra de que está
allí —dijo.
Los jinetes de los grifones acompañaron a la
pareja en un recorrido por la torre y el establo, pero no vieron ninguna señal
del ladrón. En el momento de abandonar la torre, Medianoche comentó:
—Cyric no está aquí. —La hechicera advirtió
que tanto caminar y subir escalones había aumentado la hemorragia. Sintió un
ligero mareo.
—Entonces será difícil encontrarlo —afirmó
Adon. Se sentó en los escalones de entrada a la torre. A diferencia de
Medianoche, sus heridas le provocaban graves trastornos. La pócima de Báculo
Oscuro había aliviado el dolor, pero tenía problemas para respirar y se notaba
muy débil.
—Lo encontraremos —gruñó Medianoche—. En
cuanto demos con él, lo mataré.
A la maga se le revolvió el estómago. Jamás
había planeado por anticipado emplear la hechicería para matar a nadie. Para
ella, la magia había sido siempre un escudo protector, un medio para conseguir
poder y granjearse el respeto ajeno, un arte placentero; nunca un arma que se
pudiese usar para la venganza.
—No volveré a cometer el error de impedirlo
—dijo Adon. Recordó con amargura cómo había convencido a sus amigos para que le
perdonaran la vida a Cyric. No podía menos que estar furioso consigo mismo. Si
hubiese sabido mantener la boca cerrada, Kelemvor estaría ahora con ellos—.
Pero si puedo, seré yo quien lo mate.
Los jinetes fruncieron el entrecejo y se
miraron inquietos. Estaban acostumbrados a la muerte y el combate, pero estas
personas parecían dispuestas a cometer un asesinato. Báculo Oscuro no había
dicho nada acerca de que los dos forasteros estuvieran eximidos de las leyes de
la ciudad.
—No creo conveniente que habléis en esos
términos —opinó uno de los jinetes—. Báculo Oscuro dijo...
—¡Silencio! —lo interrumpió Medianoche en voz baja
mientras miraba hacia el sur—. ¡Entremos a la torre, deprisa!
Cyric se encontraba en la cara sur de la
cumbre, y estudiaba la parte trasera del establo de los grifones. Llevaba las
alforjas con las tablas en el hombro izquierdo, y en la mano derecha empuñaba
la espada mágica.
Para no ser descubierto por las miradas de
aquellos que circulaban por las calles de Aguas Profundas, el ladrón había
escalado la ladera posterior de la montaña. Luego, había rodeado el extremo más
lejano del acantilado antes de subir a la cumbre. Si bien no esperaba que nadie
le impidiese llevar las tablas a la Escalera Celeste, siempre era útil tomar
precauciones.
El ladrón agradeció para sus adentros haber
sido cauto. Desde Aguas Profundas había divisado la torre y el establo en la
cumbre. Pero no había esperado que estuviesen tan cerca de la Escalera Celeste,
ni tampoco encontrar a tantos guardias.
Después de estudiar la zona durante unos
minutos, Cyric prosiguió su avance hacia la escalera. En realidad, no había
ningún motivo para que los soldados le dieran el alto. Además, incluso si lo
intentaban, se veía capaz de correr los últimos treinta metros hasta la
escalera, antes de que pudiesen alcanzarlo.
Desde la puerta de la torre, Medianoche
observó el avance de Cyric hacia la Escalera Celeste. Por fin, cuando él llegó
a mitad de camino entre la torre y la escalera, la hechicera consideró que no
tenía escapatoria y ordenó el ataque.
—¡Ahora! —gritó y salió del edificio.
Adon corrió tras ella, seguido por los dos
jinetes. Mientras corrían, Medianoche intentó invocar un hechizo de muerte,
pero descubrió que no tenía fuerzas. Los gestos y las palabras necesarias para
el exorcismo se confundían en su cabeza.
En cuanto Cyric oyó el grito de Medianoche, no
perdió tiempo en averiguar por qué no había muerto. De inmediato comprendió que
a pesar de su herida, la maga había tenido las fuerzas suficientes para llegar
primera a la cumbre y preparar una emboscada. Reaccionó rápidamente y corrió
hacia la Escalera Celeste.
Mientras el ladrón corría, una voz profunda
resonó desde la escalera.
—¡No! ¡Detente! —El volumen de la voz era tan
alto que las palabras se escucharon en Aguas Profundas como un trueno.
Una figura vestida con una armadura
resplandeciente apareció en lo alto de la escalera y comenzó a bajar los
peldaños. La estatura del hombre alcanzaba casi los tres metros, y su cuerpo
parecía fuerte y poderoso. La mirada de sus ojos era triste y compasiva, si
bien un cierto toque helado indicaba su implacable devoción al deber. El Ojo en
Vela de Helm adornaba el escudo del dios.
Los dos guardias se detuvieron en el acto y
cayeron de rodillas. Todos los soldados que estaban en la torre y el establo
salieron al exterior. Al ver la magnífica figura de Helm, imitaron a los dos
jinetes y permanecieron inmóviles. Varios grifones asustados remontaron el
vuelo.
En las calles de Aguas Profundas, los combates
entre los defensores y los engendros de Myrkul prosiguieron con todo vigor,
pero la visión de Helm desmoralizó aún más a los monstruos. En cambio, los
soldados y guardias, entusiasmados por la aparición divina, causaron estragos
en las filas enemigas.
En otros sectores de la ciudad, los miles de
personas que habían huido del escenario de la batalla dejaron sus quehaceres y
miraron hacia la cumbre. Muchas de ellas adivinaron que la voz sólo podía ser
la de un dios, y echaron a andar hacia las faldas de la montaña con la
esperanza de poder verlo. Hubo quien, presa del pánico, buscó refugio en los
sótanos y bodegas, pero la mayoría permaneció donde estaba, y miró con asombro
y respeto en dirección a la cumbre.
A diferencia de lo ocurrido con todos los
demás, la voz de trueno no sorprendió a Cyric, quien continuó su carrera hacia
la Escalera Celeste. El ladrón consideró que la orden de Helm no iba dirigida a
él, pero incluso en el caso contrario, no pensaba detenerse hasta haber entregado
las tablas.
La orden del dios también hizo vacilar a Adon,
pero Medianoche ni siquiera parpadeó, Cyric había asesinado a Kelemvor y a
Hurón, había intentado matarla a ella y al clérigo, y los había traicionado a
todos. A la hechicera le daba igual quien quisiera impedir su venganza.
Continuó persiguiendo al ladrón, con la daga en la mano.
Helm recibió a Cyric en la base de la
escalera, y luego se colocó delante de él para protegerlo.
—Su vida no te pertenece —afirmó el dios de
los Guardianes, con una mirada severa a Medianoche.
—No tienes ningún derecho a darme órdenes
—chilló la hechicera. Dejó de correr, pero prosiguió su avance hacia el ladrón.
—Debe pagar por sus crímenes —jadeó Adon, en
cuanto alcanzó a Medianoche.
—No me corresponde a mí juzgarlo —replicó
Helm, tajante.
Sin perder de vista a Medianoche ni por un
instante, Cyric se movió para ponerse al costado de Helm, y le entregó las
alforjas.
—He recuperado las Tablas del Destino —declaró
el ladrón.
—Sé quién las recuperó —manifestó Helm. Aceptó
las tablas y dirigió una mirada fría al ladrón—. También lo sabe lord Ao.
—¡Miente! —gritó Adon, que no podía ver la
mirada de reproche del dios—. ¡Cyric nos robó las tablas, y mató a un hombre
bueno para conseguirlas!
—Como he dicho, sé quién recuperó las tablas
—insistió Helm, con su rostro curtido e impasible vuelto hacia el clérigo.
Medianoche continuó su avance hacia la
escalera, a pesar de que apenas si podía mover las piernas. Indignada por la
actitud de Helm, preguntó:
—¿Si eres consciente de la maldad de Cyric,
por qué aceptas que te entregue las tablas?
—Porque no le corresponde pasar juicio
—respondió otra voz. Era una voz dura y resonante, sin ningún rastro de ira o
compasión—. Ni tampoco es su prerrogativa.
Una figura de casi tres palmos más alta que
Helm apareció en la escalera, unos cincuenta metros más arriba. El rostro no
ofrecía indicación alguna de su edad —tanto podía tener veinte como ciento
cincuenta años—, pero sus cabellos y barba eran blancos como el alabastro. De
hecho, era un rostro tan normal que hubiese pasado inadvertido para cualquiera
en las calles de Aguas Profundas.
Sin embargo, vestía una túnica capaz de
distinguirlo en la corte más refinada de Faerun. La caída de la tela era igual
que la de todas las demás, con arrugas y pliegues. Pero al mirarla, Medianoche
tuvo la sensación de que contemplaba el universo. La túnica era negra como el
olvido, salpicada por millones de estrellas y miles de lunas, todas dispuestas
en un dibujo que no era del todo perceptible, pero que otorgaba a la prenda una
sensación de armonía y belleza. En algunos puntos, aparecían remolinos de luz
equilibrados en otras partes de la túnica por zonas de total oscuridad.
—¡Lord Ao! —dijo Helm, inclinando la cabeza en
señal de respeto.
—Tráeme las Tablas del Destino —ordenó Ao.
Helm abrió las alforjas y sacó las tablas. En
las poderosas manos del dios, las dos piedras parecían pequeñas, casi
insignificantes. Helm subió la escalera, entregó las tablas a Ao y después se
puso de rodillas mientras esperaba nuevas órdenes.
Ao contempló las tablas durante unos cuantos
minutos. En un centenar de lugares a través de los Reinos, los avatares de los
dioses sobrevivientes cayeron en un trance profundo a medida que Ao reclamaba
su atención.
—En estas tablas —dijo el señor de los dioses,
transmitiendo su voz e imagen a todos sus dioses—, he grabado las fuerzas que
equilibran la Ley y el Caos.
—Y yo te las he devuelto —intervino Cyric, con
una mirada de desafío.
—Sí —respondió Ao. Miró al ladrón con
indiferencia mientras ponía las dos tablas juntas—. ¡Y aquí tenéis para lo que
han servido. —El señor de los dioses aplastó las tablas entre sus manos y las
convirtió en polvo.
Medianoche se encogió, convencida que el mundo
desaparecería en un instante. Adon lanzó un grito de consternación y asombro.
Cyric contempló cómo el polvo caía de entre los dedos de Ao, y una expresión de
rabia apareció en su rostro.
—Señor, ¿qué has hecho? —exclamó Helm. Se
levantó de un salto, sin poder ocultar el miedo.
—Las tablas no tienen ninguna importancia
—dijo Ao, dirigiéndose a todos sus dioses, allí donde estuvieran—. La tenían
sólo para que recordarais que había creado a los dioses para servir al
equilibrio, y no para vuestro propio interés. Pero no lo habéis comprendido.
Habéis interpretado las tablas como una serie de reglas destinadas a vuestros
juegos infantiles de prestigio y pompa. Luego, cuando las normas os molestaron,
las robasteis...
—Pero si eso... —comenzó a decir Helm.
—Sé quiénes robaron las Tablas del Destino
—prosiguió Ao, sin hacer caso de Helm, a quien ordenó callar con un ademán—.
Bane y Myrkul han pagado el delito con sus vidas. Pero todos vosotros también
sois culpables, por haber hecho que vuestros fíeles construyeran templos
inútiles, por esclavizarlos a vuestro servicio hasta el punto de no poder
alimentar a sus hijos, e incluso a derramar su sangre en vuestros corruptos
altares. Todo con el único propósito de poder presumir entre vosotros del poder
que teníais sobre estas supuestas criaturas inferiores. Vuestro comportamiento
es motivo suficiente para hacerme pensar que jamás debí crearos.
Ao hizo una pausa para permitir que sus
oyentes consideraran sus palabras. Por fin, reanudó su discurso.
—Pero yo os creé con un fin. Ahora, os exigiré
su cumplimiento. A partir de hoy y para siempre, vuestro auténtico poder
dependerá del número y la devoción de vuestros seguidores.
De un extremo a otro de los Reinos, los dioses
soltaron una exclamación de asombro.
En el lejano Tsurlagoi, Talos, dios de las
Tormentas, gruñó:
—¿Depender de los mortales? —El único ojo
bueno de su joven y atlético avatar mostraba una expresión de ira.
—Vuestra dependencia será mucho más dura de lo
que os imagináis —replicó Ao—. Sin fieles, os debilitaréis, incluso podéis
llegar a morir. Y después de lo que ha ocurrido en los Reinos, no os será fácil
ganaros la fe de los mortales. Para conseguirla os veréis obligados a
servirlos.
En la soleada Tesiir, una hermosa mujer de
sedosa cabellera roja y fieros ojos pardo rojizos pareció estar a punto de
vomitar.
—¿Servirles? —preguntó Sune.
—He hablado —dijo Ao.
—¡No! —gritó Cyric—. Después de todo lo que he
pasado...
—¡Silencio! —tronó Ao. Señaló con un dedo al
ladrón—. No tolero desafíos. Además, no quiero pensar que me he equivocado en
la elección de un nuevo dios. —Cyric miró a Ao, alelado—. Es la recompensa que
deseabas, ¿no es así?
—¡Lo es! —exclamó el ladrón. Subió la
escalera, a tropezones—. Te serviré bien, te lo juro. ¡Tienes toda mi gratitud!
—No me des las gracias, malvado Cyric. —Ao
soltó una carcajada profunda y cruel—. Ser el dios de la Disensión, el Odio y
la Muerte no es ningún regalo.
—¿No lo es? —preguntó Cyric. Frunció el
entrecejo, sin entender el significado de las palabras de Ao.
—Querías ser un dios, controlar tu propio
destino y tener poder —añadió Ao—. Sólo tendrás dos de estas cosas, la deidad y
el poder, para ejercitarlas como te plazca en el reino de la Muerte. También
todo el sufrimiento de Toril será tuyo para inflingirlo según te apetezca. Pero
jamás volverás a disfrutar de la satisfacción y el contento.
Ao hizo una pausa, y miró a Medianoche.
—Pero lo que más has deseado, dios Cyric, no
lo podrás tener nunca. Ahora, yo soy tu amo. Tú me servirás..., y
también a tus fieles. Estoy convencido de que tendrás menos libertad que cuando
eras un chiquillo en los callejones de Zhentil Keep.
—¡Espera! —gritó el nuevo dios de la
Disensión—. No...
—¡Basta! —ordenó Ao, con voz de trueno,
mientras mostraba al ladrón la palma de su mano—. Sé que sabrás cumplir tus
funciones, porque son lo único para lo que estás capacitado.
A Medianoche le dio un vuelco el corazón. Con
Cyric a cargo del reino de la Muerte, jamás podría cumplir su promesa de
rescatar a Hurón. Se apartó de la Escalera Celeste, y susurró:
—Perdóname. Hay promesas que son imposibles de
cumplir. —Pensó que el ladrón no estaba equivocado en su opinión acerca de la
naturaleza de la vida. Era una experiencia cruel y brutal que sólo acababa en
tormentos y angustias.
—¡Medianoche! —llamó Ao, con la mirada puesta
en la hechicera.
Al escuchar su nombre, la joven se volvió para
contemplar al señor de los dioses.
—¿Qué quieres? —preguntó con tono desafiante—.
Estoy herida y cansada. He perdido al hombre que amaba. ¿Qué más quieres de mí?
—Tienes algo que no puede estar en los Reinos
—dijo Ao. La señaló con uno de sus largos dedos.
Ella supo de inmediato que se refería al poder
de Mystra.
—Te lo puedes quedar. Ya no lo necesito.
—Creo que te equivocas —respondió Ao.
—No estoy de humor para adivinanzas —exclamó
la maga, tajante.
—He perdido demasiados dioses durante esta
crisis —manifestó Ao—. Como castigo por su delito, dejaré dispersos a Bane y
Myrkul. Pero Mystra, señora de los Misterios y dispensadora de la Magia,
también ha desaparecido. Ni siquiera yo puedo recuperarla. ¿Quieres ocupar su
lugar?
—No —contestó Medianoche, con la mirada puesta
en Cyric—. No ha sido el interés por la deidad la razón por la que recuperé las
tablas. No quiero corromperme como lo ha hecho Cyric.
—Qué pena que consideres mi oferta de esta
manera —dijo Ao. Hizo un gesto en dirección a Cyric—. He escogido a un mortal
por su malevolencia y crueldad. Esperaba poder elegir otro por su sabiduría y
bondad de corazón.
—No malgastes tu tiempo con ella —intervino
Cyric, burlón—. No tiene el coraje necesario para enfrentarse a su destino.
—¡Acepta! —la urgió Adon—. No debes permitir
que gane Cyric! Es tu responsabilidad oponerte a él... —El clérigo se
interrumpió, consciente de que Medianoche había cumplido de sobra con sus
obligaciones—. Perdóname. Eres la mujer más valiente y sincera que jamás he
conocido, y creo que serías una diosa magnífica. Pero no tengo ningún derecho a
decirte cuáles son tus obligaciones.
Al escuchar esta última palabra, Medianoche
recordó su promesa a Hurón, y en todas las almas devotas que esperaban en el
Plano del Olvido. Por último, imaginó al espíritu de su amado perdido en el
inmenso páramo blanco entre millones de espectros. La oferta de Ao podía darle
los medios para librar a Kelemvor del sufrimiento eterno, para rescatar a los
devotos de una tortura inmerecida, incluso para cumplir su compromiso con el
halfling. Si éste era el caso, Adon no se equivocaba: debía atender la llamada
de Ao.
—Tienes razón —respondió Medianoche—. Debo
aceptar. Si no lo hago, las muertes de Hurón y Kelemvor no habrán servido de
nada. —Estrechó las manos del clérigo entre las suyas y, con una sonrisa,
añadió—: Muchas gracias por recordármelo.
—Sin ti, el futuro de los Reinos hubiese sido
muy oscuro —comentó Adon, devolviéndole la sonrisa.
—¿Cuál es tu decisión, Medianoche? —preguntó
Ao.
—Adiós. —La hechicera se despidió del clérigo
con un beso en la mejilla.
—Te echaré de menos —dijo Adon.
—No tendrás motivos —afirmó Medianoche. El
brillo de una sonrisa apareció en sus labios—. Siempre estaré contigo.
Le dio la espalda y subió la escalera, que se
había convertido en un sendero tachonado de diamantes, y tomó posición en el
lado opuesto a Cyric. Entonces, respondió a la pregunta de Ao:
—Acepto. —De inmediato, se volvió hacia el
ladrón—. Me ocuparé de que lamentes tus traiciones por lo que queda de
eternidad.
Por un momento, Cyric tuvo miedo de la amenaza
de Medianoche. Luego, al recordar que conocía el nombre verdadero de la maga,
Ariel Manx, disimuló una sonrisa. Quizá podía representar una ventaja ahora que
Medianoche se había convertido en una diosa.
Ao levantó una mano. La Escalera Celeste y
todo lo que había en ella desapareció en una columna de luz. El resplandeciente
pilar cegó a Adon y a los miles de ciudadanos que habían tenido sus miradas
puestas en la cumbre del monte Aguas Profundas, en aquel instante.
En la soleada Tesiir, en Tsurlagoi, en Arabel
y en otro centenar de ciudades donde los dioses habían buscado refugio,
brillaron pilares idénticos que se elevaron hacia los cielos. Por fin, en
Tantras, donde el dios del Deber había caído ante Bane, los restos dispersos
del avatar de Torm volvieron a reunirse. Una columna de luz dorada surgió del
mar y voló hacia el cielo. También Torm había vuelto a casa.
Epílogo
—¡Vaya, conque aquí era donde te escondías!
La voz de Báculo Oscuro puso brusco final al
sueño intranquilo de Adon. Si bien todavía no podía ver, el clérigo sabía que
se encontraba acostado junto a otra docena de heridos en el comedor de la torre
del pico de los Aguiluchos. Poco después de la ascensión de Ao, desaparecieron
los efectos de la pócima que le había dado el hechicero, y Adon se había
desplomado, incapaz de soportar el dolor. Unos jinetes lo habían trasladado
hasta el cuartel y colocado junto a sus compañeros.
—Te hemos buscado durante..., bueno, desde
hace un rato —dijo Báculo Oscuro, un tanto avergonzado. —Habían transcurrido
más de seis horas desde que había dejado a Medianoche y Adon. En el Pozo de la
Perdición, el mago había encontrado a Elminster en el interior de una esfera
prismática, asediado por los engendros desde los dos lados de la entrada al
reino de la Muerte. Como apenas si le quedaban fuerzas después de las batallas
callejeras, Báculo Oscuro había tardado más de lo previsto en librar a su
amigo.
—Tendríamos que haber adivinado que un
muchacho travieso como tú, no nos esperaría para ir a devolver las tablas
—comentó Elminster, con una irritación fingida.
—¡Bien hecho, Adon! —exclamó Báculo Oscuro,
con una mano apoyada en el hombro del herido—. Venga. Es hora de regresar a mi
torre. Me encargaré de que te atiendan como es debido.
Los dos hechiceros se ocuparon de acomodar a
Adon en una camilla, y caminaron en dirección a la salida.
—¡Abrid paso! —gritó Báculo Oscuro.
Por fin, consiguieron atravesar el comedor
atestado y salieron de la torre. En el exterior soplaba un viento fuerte y
frío. Anunciaba la nieve, como correspondía a esa época del año. Báculo Oscuro
se desvió hacia la derecha, pero Adon le pidió que se detuviera.
—Quisiera poder estar unos momentos al aire
libre antes de regresar a la ciudad. —A pesar de su alegría por la salvación de
los Reinos, le pesaba el corazón por la congoja ante la muerte de Kelemvor y la
ausencia de Medianoche. El clérigo deseaba tener un minuto de paz para rendir
tributo a sus amigos.
Miró al cielo y una lágrima rodó por su
mejilla marcada. El viento arrastró la gota de su rostro y la llevó hacia el
mar, para unirla a otro millón de gotas olvidadas.
Quizás esto era lo mejor, pensó Adon. Era hora
de olvidar los dolores del pasado, de perdonar la negligencia de los viejos
dioses. Había llegado el momento de mirar al mañana, de forjar vínculos más
fuertes con los dioses y mejorar los Reinos.
Mientras Adon pensaba en el futuro, un círculo
de ocho puntos de luz apareció ante sus ojos. Al principio, supuso que las
luces eran producto de su fantasía e intentó hacerlas desaparecer. Pero
persistieron. De hecho, se hicieron más fuertes y brillantes, hasta que
comprendió que eran estrellas. En el centro del anillo, un torrente de niebla
roja se derramaba hacia la parte inferior de la figura.
—¡Medianoche! —exclamó Adon, consciente de que
veía el nuevo símbolo de la diosa. Una sensación de tranquilidad recorrió su
cuerpo, y llenó su corazón de paz y armonía. Un momento más tarde, tuvo fuerzas
suficientes para sentarse en la camilla.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Báculo Oscuro.
El clérigo pudo ver con toda claridad la
silueta de Báculo Oscuro. Detrás del mago, un jinete de grifón, borracho como
una cuba, ayudaba a uno de sus compañeros a ir desde el establo a la torre.
—No pasa nada —contestó Adon—. Puedo volver a
ver.
—También pareces estar mucho más fuerte
—comentó Elminster.
—Sí —dijo el clérigo. Señaló el círculo de
estrellas—. Medianoche me ha curado.
—Aquélla es una de las nuevas constelaciones
—dijo Báculo Oscuro, mientras miraba en la dirección apuntada—. Apareció a la
hora del crepúsculo. ¿Sabes qué significa?
—Es el símbolo de Medianoche —respondió Adon—.
¡Juro por su luz y el nombre de la señora Medianoche que reuniré a una multitud
de fieles para hacerle honor!
—Deja que yo sea el primero —pidió el mago.
Uno de los soldados borrachos tropezó con Arunsun y estuvo a punto de hacerlo
caer sobre la camilla de Adon. Báculo Oscuro se volvió, furioso—: ¡Mira donde
pones los pies, imbécil! ¿No ves que tenemos a un hombre herido?
—Lo lamento, señor —se disculpó el otro
soldado—. Es ciego.
—Haz que se me acerque —murmuró el clérigo.
Cuando el ciego llegó a su costado, Adon puso una mano sobre los ojos del
hombre y pidió en silencio a Medianoche que devolviese la visión al soldado.
El jinete ciego sacudió varias veces la
cabeza, y parpadeó. Luego, miró a Adon de pies a cabeza, como si no pudiera
creer que había recuperado la vista. Cayó de rodillas junto a su camilla.
—¡Me has curado! —gritó.
—No es cuestión de milagros —comentó
Elminster, severo—. Adon sólo ha hecho lo que sabe hacer mejor.
—Al parecer, la vida vuelve a la normalidad
—afirmó Báculo Oscuro, con una sonrisa.
El hechicero de cabellos oscuros tenía razón.
Con los dioses de nuevo en los Planos para atender a sus obligaciones, todo
recuperaba la normalidad en los Reinos. En el río Ashaba, que hasta entonces
había corrido con una velocidad vertiginosa que ningún hombre podía cruzar, un
pescador empujó su barca a las aguas tranquilas de antaño. Con un poco de
suerte, volvería al amanecer con truchas suficientes para alimentar a su
familia durante una semana.
En Cormyr, un ejército de sicómoros que tenía
sitiada a la ciudad se retiró. Los árboles marcharon de vuelta al bosque que
habían abandonado, y cada uno buscó el agujero donde habían tenido sus raíces.
Pero no todo en los Reinos volvió a ser como
antes del día del Advenimiento. Al norte de Arabel, donde Mystra había caído
ante Helm, grandes cráteres llenos de alquitrán caliente salpicaban el terreno,
y convertían el viaje por aquella región en una experiencia llena de riesgos.
Por su parte, en el cuadrante norte de Tantras y los campos a su alrededor,
donde Medianoche había tocado la campana de Aylan Attricus y Torm había
destruido a Bane, la magia perdió todo efecto, para alegría de todos aquellos
que habían ofendido a hechiceros vengativos. Por debajo del puente del Jabalí,
en el lugar donde la espada de Cyric había matado al avatar de Bhaal, el río
Aguas Sinuosas se había transformado en un sumidero apestoso. Nadie podía beber
las aguas en el tramo de ciento sesenta kilómetros que había desde las ruinas
del puente y el vado de la Garra de Troll, en el sur. Estas cicatrices y una
docena más permanecerían durante generaciones, como un sombrío recuerdo del
paso de los dioses por el mundo.
Pero Toril no era el único lugar que había
sufrido cambios como resultado de la ira de Ao. En el Plano del Olvido, los
dioses aparecían uno tras otro, listos para buscar y llevarse con ellos a los
espíritus de sus fieles. La primera fue Sune Cabellos de Fuego en una carroza
resplandeciente. La diosa de la Belleza tenía la piel rosada y ojos rojos, y su
larga cabellera ondeaba en el aire como un estandarte. Vestía una túnica corta
color verde esmeralda que realzaba su generosa figura y contrastaba con el rojo
de su rostro. La carroza de Sune con su estela de fuego voló muy bajo por
encima de la llanura, y a su paso los fieles se sujetaban a las llamas para
viajar con su diosa, al calor de su hermosura.
Después llegó Torm, ataviado de pies a cabeza
con una brillante armadura de plata, el visor alzado para mostrar su rostro
firme y su serena mirada. El dios del Deber galopó por la planicie montado en
su garañón rojo, mientras daba voces para que sus fieles se alinearan detrás de
él. Muy pronto, cabalgaba a la cabeza de un ejército que era el más grande y
leal que jamás se hubiese visto en los Reinos.
Lo siguió Loviatar, de cabellos canosos,
vestida de seda blanca, con la boca fruncida y una mirada cruel en los ojos. Su
carruaje iba tirado por nueve caballos cubiertos de sangre, a los que fustigaba
con un látigo de nueve colas. La hermosa Auril, diosa del Frío, apareció detrás
de ella, en su trineo de hielo, irresistible en su belleza a pesar de su piel
amoratada y su aire distanciado. Con su cabellera de algas y el rostro de
manatí, se presentó Umberlee, y luego todos los demás dioses que durante tanto
tiempo habían abandonado sus tareas.
Mientras las deidades se ocupaban de sacar a
sus fieles del Plano del Olvido, una matrona halfling recorría la llanura hacia
la ciudad donde languidecían los Falsos y los Infieles. Tenía los cabellos
grises, ojos vivaces y se movía con gracia y energía. La mujer era Yondalla,
protectora de todos los halflings. A pedido de un dios, iba a la ciudad de los
sufrimientos para investigar el caso de uno de los suyos llamado Atherton
Cooper, quien había extraviado su camino y se encontraba atrapado en aquel
terrible lugar.
Por fin, después de que todos los demás dioses
acabaron con su labor, apareció la Dama Herida, la nueva diosa de la Magia. Si
bien sus largos cabellos negros y sus bellas facciones no habían sufrido
cambios. Medianoche parecía mucho más hermosa y encantadora que cuando había
sido una mortal. La mirada de sus ojos oscuros era más enigmática y profunda, y
de tanto en tanto aparecían destellos de una gran pena y también de una firmeza
implacable. La Dama Herida cabalgaba en un unicornio de alabastro que dejaba a
su paso una estela traslúcida y resplandeciente. Cuando los fieles de Mystra
entraban en la senda de luz, ésta los arrastraba detrás de la diosa de la
Magia.
En cuanto acabó de reunir a sus devotos,
Medianoche y su montura pusieron rumbo al Plano de Nirvana, el lugar de la ley
suprema y el orden regimentado, donde todo eran partes iguales de luz y
oscuridad, calor y frío, fuego y agua, y aire y tierra.
Mientras se aproximaban a Nirvana, los fieles
de Medianoche pudieron ver un espacio infinito lleno de subplanos circulares
colgados en el aire. Los subplanos aparecían dispuestos en todas las
direcciones, enganchados entre sí por los bordes como los engranajes de un
reloj. Cada uno giraba lentamente, y transmitía sus revoluciones al contiguo,
de forma tal que todos los planos giraban al mismo tiempo. El unicornio de
Medianoche galopó hacia el subplano mayor, para llevar a su ama y a los fieles
a su nueva casa: un castillo perfectamente simétrico de magia tangible.
En otro castillo, muy diferente al de
Medianoche de Nirvana, Cyric permanecía en silencio, sumido en sus
pensamientos. Los restos de su ejército de monstruos lo rodeaban, y los gritos
de los condenados encastrados en los muros de la ciudad flotaban hasta sus
oídos. Al nuevo señor de la Muerte le gustaba su nueva casa, si bien encontraba
un poco pesado a su nuevo amo, lord Ao. «Con un poco de tiempo —pensó Cyric—,
podré encontrar la manera de darle un disgusto.»
Mientras tanto, el señor de los dioses
disfrutaba al ver llegar a Medianoche y a los demás dioses acompañados por sus
fieles. Por fin, habían comenzado a cumplir las tareas para las que habían sido
creados.
Ao permaneció sentado con las piernas
cruzadas, rodeado por un vacío tan vasto que ni siquiera sus dioses podían
llegar a comprenderlo. De todos los estados del ser que podía imaginar, éste
era su favorito, porque le permitía estar presente en el tiempo pero desconectado
de él, ser el centro del universo y, a la vez, estar separado de él.
El señor de los dioses volvió sus pensamientos
hacia Toril, el nuevo mundo que le había exigido tanta atención. Rodeado por
centenares de planos de existencia y poblado por una variedad de seres
fabulosos, tanto siniestros como benevolentes, era una de sus creaciones
favoritas; y la que había estado a punto de perder, por descuido de sus dioses.
Pero en dos de sus habitantes —Medianoche y
Cyric— Ao había encontrado el material para el equilibrio, y los había llamado
para volver las cosas a la normalidad. Por fortuna, ambos habían respondido a
su llamada y remendado el tejido, pero habían sido tiempos peligrosos para
Toril. Nunca más permitiría que sus dioses amenazaran el equilibrio hasta tal
punto.
Ao cerró los ojos y dejó su mente en blanco.
Al cabo de unos segundos, su espíritu entró en un lugar anterior al tiempo, en
el borde del universo, donde millones y millones de tareas iguales a la suya
comenzaban y acababan.
Le saludó una presencia luminosa, que absorbió
su energía dentro de la suya. Era una entidad a un tiempo cálida y fría, severa
y comprensiva.
—¿Qué tal se comporta tu cosmos, Ao? —preguntó
una voz tan suave como admonitoria.
—Ha recuperado el equilibrio, Señor. Los Reinos
están una vez más a salvo.
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