Richard
Awlinson
Las Tablas Del Destino
REINOS
OLVIDADOS
Volumen I de Avatar
Prólogo
Helm, la
divinidad de los Ojos en Vela, dios de los Guardianes, permanecía vigilante
observando a los dioses, sus compañeros. La reunión estaba al completo. Dioses,
semidioses y elementales, todos habían hecho acto de presencia. Las paredes del
gran panteón que albergaba a las deidades habían desaparecido hacía tiempo,
pero las ventanas, suspendidas en el aire, permanecían allí, y por ellas Helm
miraba un universo que se precipitaba hacia la degeneración. El panteón, con
sus altares inacabados, se levantaba en el corazón mismo de esa inexorable
degeneración; se había construido en una isla capaz sólo de albergar el lugar
de encuentro de los dioses.
En el
exterior, un sendero de escalones grises en vías de desmoronarse flotaba sobre
el mar decadente hacia un destino que se hallaba más allá de la visión de los
dioses. Era el único camino para escapar del panteón, pero ninguna de las
divinidades era tan estúpida como para adentrarse la primera por aquellas
piedras escarpadas, ante el temor de que el sendero pudiese llevarla a un lugar
todavía más espantoso.
La atmósfera
que rodeaba la isla era una lona de color marfil salpicada de estrellas negras.
En la tela ardían unas luces tan brillantes que ni siquiera los ojos de los
dioses podían mirarlas mucho rato. Los rayos de estas luces formaban runas y
Helm se estremeció al leerlas.
Todo lo
que ha sido, ha desaparecido. Todo lo que hemos conocido, todo en lo que hemos
creído, es una mentira. El tiempo de los dioses toca a su fin.
Luego las
runas se desvanecieron. Helm se preguntó si alguno de los dioses allí reunidos
habría enviado ese mensaje enigmático en un intento de asustar a los demás,
pero descartó la idea. Sabía que el poder que había mandado las runas era mucho
mayor que el de los dioses que lo rodeaban.
Helm escuchó
el monótono rugido del trueno mientras se acercaban unas gigantescas nubes
grises con vetas de relámpagos negros, y las sombras envolvían el panteón. Las
nubes oscurecían el puro azul del cielo y los escalones que salían del panteón
se desmoronaron precipitándose dentro del enorme mar decadente.
Helm había
sido el primero en ser convocado. Estaba en su templo, meditando sobre sus
recientes fracasos como guardián de lord Ao, y un instante después se
encontraba solo en el panteón. Los demás dioses, sus compañeros, no tardaron en
aparecer. Estaban desorientados, desfallecidos por el largo viaje hasta aquel
lugar apartado de todo lo que se conocía.
Las
citaciones habían llegado con el rostro y la forma de lo que cada dios más
temía. A Mystra, diosa de la Magia, como un heraldo del caos mágico. A la
hermosa Sune, Cabellos de Fuego, diosa del Amor y la Belleza, en forma de una
criatura demacrada y consumida por el cáncer, que se lamentaba a gritos por su
suerte a la vez que dejaba a Sune a la suya. A lord Black, Bane, la
convocatoria le llegó en forma de absoluto amor y compresión, cuya luz abrasaba
su esencia mientras lo sacaba de su reino.
Helm no tuvo
más que desviar ligeramente la mirada para ver a lord Bane, lady Mystra y lord
Myrkul enfrascados en una acalorada discusión que llegó a su punto álgido
cuando Mystra se alejó hecha un huracán en busca de una compañía más apropiada.
Helm miró en otra dirección y vio a Llira, diosa de la Alegría, que, con una
expresión preocupada, se retorcía las manos irreflexiblemente, para luego caer
en la cuenta y bajar la vista, horrorizada, hacia sus manos. Junto a ella,
Ilmater, dios del Sufrimiento, no pudo contener un ininterrumpido torrente de
carcajadas al tiempo que bailaba sin moverse de sitio y murmuraba comentarios
maliciosos que no iban dirigidos a nadie en particular.
Mientras
Helm estudiaba los rostros de los dioses, le rodeó un pequeño grupo de deidades
a las que no las había afectado de forma tan traumática las citaciones. El dios
de los Guardianes trató de ignorar las súplicas de los dioses, cuya dignidad,
aparentemente, ya no les importaba, pues lamentándose se aferraban a él en
busca de más información.
—¡Mi casa
fue destruida!
—¡Mi templo
en las Esferas fue destrozado!
Uno tras
otro los dioses fueron repitiendo sus quejas, pero Helm era sordo a sus
súplicas.
—Ao ha
ordenado una convocatoria. Todo se explicará en su momento —les dijo Helm a
cada uno de ellos, pero no tardó en cansarse de repetirlo y al final se alejó
del pequeño grupo de dioses.
Helm,
mientras meditaba sobre la voluntad de su inmortal señor, Ao, llegó a la
conclusión de que se iba a producir un cambio. No le cabía la menor duda.
La voluntad
de Ao era tan grande que, elevado sobre la vorágine brumosa del Caos al
principio de los tiempos, se puso a crear un equilibrio entre las fuerzas de la
Ley y del Caos. De este equilibrio salió la vida; primero con la creación de
los dioses en los cielos, luego con los mortales en los Reinos. Ao, creador de
todas las cosas, escogió a Helm como su brazo derecho. Y Helm sabía que era el
poder de Ao el que había llevado a los dioses a aquel lugar de locura y
confusión.
Mientras
Helm seguía absorto en sus pensamientos, se adelantó Talos, dios de las
Tormentas.
—¡Oye, basta
de supercherías! ¡Si nuestro señor tiene algo que decirnos, que hable, que su
sabiduría llene nuestros corazones rotos y nuestras mentes vacías! —Talos dijo
«sabiduría» con todo el desprecio que pudo reunir, pero no convenció a los
demás. Su miedo era tan evidente como el del resto de asistentes.
El desafío
de Talos, dios de las Tormentas, no fue secundado por los que estaban a su lado
y todos se alejaron de él. En medio del silencio que siguió al arranque de
cólera de Talos la respuesta que hubo fue más desconcertante que cualquier
proclamación; en medio del silencio se oyó la resolución de la sentencia de Ao.
Fue entonces cuando los dioses comprendieron que su suerte, cualquiera que
fuese, se había decidido mucho antes de la convocatoria. Aquel silencio invadió
la sala, pero no tardó en romperse.
—¡Guardianes
del Equilibrio, me dirijo a todos y a cada uno de vosotros!
Era la voz
de Ao. En ella se escuchaba el poder de un ser tan grande que los dioses, en
respuesta, se apresuraron a ponerse de rodillas. Únicamente lord Bane se las
ingenió para apoyar una sola rodilla en el frío suelo del panteón.
—¡Vuestra
herencia fue de las más nobles! —continuó—. Vuestro era el poder de mantener a
distancia la omnipresente amenaza del desequilibrio entre la Ley y el Caos, y
sin embargo optasteis por actuar como niños, recurriendo al robo en vuestra sed
de poder...
Bane se
preguntó si el ser que había dado vida a los dioses mucho tiempo atrás, llamaba
ahora a aquel lugar a los seres que había creado con el fin de enmendar su
error y empezar de nuevo.
—Tu futuro
puede ser la extinción, Bane —proclamó Ao, como si lord Black hubiese expresado
sus pensamientos en voz alta—. Pero no dejes que esto te inquiete; sería un fin
mucho más misericordioso comparado con el que te espera a ti y a los otros
dioses que han defraudado mi confianza.
Helm se
adelantó.
—Lord Ao,
las Tablas estaban bajo mi custodia, deja que...
—Silencio,
Helm, no vayas a sufrir su misma suerte.
Helm se
volvió y se plantó de cara al grupo de dioses.
—Cuando
menos sabed cuál ha sido vuestro delito: han robado las Tablas del Destino.
Un rayo de
luz brilló en la oscuridad y envolvió al dios de los Guardianes. Unas sutiles
llamas blancas rodearon las muñecas y los tobillos de Helm y éste fue levantado
a una distancia insondable, más allá de los sentidos de los otros dioses, que,
sin dejar de observar, se quedaron prácticamente sin respiración. Helm, que
nunca había sido levitado, rechinó los dientes indefenso mientras miraba una zona
de tinieblas de una intensidad jamás vista, unas tinieblas que existían y
ambicionaban consumir, y que eran la ira de lord Ao.
—¿Estás con
tus compañeros y no con tu señor, buen Helm?
—Sí
—contestó el dios con los dientes apretados.
Helm fue
bajado bruscamente, y su descenso fue demasiado rápido y demasiado brutal para
poder ser seguido por los sentidos de los otros dioses. Ensangrentado y
amoratado por el golpe, Helm hizo un esfuerzo para levantarse y volver a
enfrentarse a su señor, pero el cometido estaba más allá de sus fuerzas. Sus
compañeros los dioses no movieron un dedo para ayudarlo, tampoco miraron sus
ojos implorantes cuando cayó boca abajo sobre el suelo de piedra del panteón.
Unos haces
de luz que aparecían de vez en cuando dejaron al descubierto unas franjas
negras de energía que se iban acercando a los dioses.
—No
volveréis a sentaros en vuestras torres de cristal, mirando a los Reinos
postrados a vuestros pies como si hubiesen sido creados sólo para divertiros.
—El exilio
—murmuró Bane, jadeante.
—Sí —dijo
lord Myrkul, dios de la Muerte, con un escalofrío que alcanzó el centro de su
alma exánime.
—¡No
volveréis a ignorar el verdadero propósito para el cual se os dio vida!
Conoceréis vuestras transgresiones y las recordaréis eternamente. Habéis pecado
contra vuestro señor y seréis castigados.
Bane sintió
que las tinieblas en forma de espirales se acercaban.
—¡El ladrón!
—gritó Mystra—. ¡Deja que descubramos la identidad del ladrón y te devolvamos
las Tablas!
Tyr, dios de
la Justicia, levantó implorante los brazos.
—¡No nos
hagas pagar por la necedad de uno solo de nuestros hermanos, lord Ao! —Las
tinieblas restallaron como un latigazo en el rostro de Tyr, que se desplomó
hacia atrás gritando y tocándose sus inservibles ojos.
—¡No veis
sino la salvación de vuestra propia piel!
Los dioses
guardaron silencio y las franjas oscuras se fueron deslizando entre ellos como
dardos, juntando a los dioses como si los estuviesen reuniendo en manadas a fin
de crear un solo blanco para la cólera de Ao. Los dioses gritaron, algunos de
miedo, otros de dolor. No estaban acostumbrados a ser tratados de aquella
forma.
—¡Cobardes!
El robo de las Tablas ha sido la afrenta final. Me las devolveréis. Pero,
primero, pagaréis el precio de un milenio de decepciones.
Bane se
mantenía firme contra las franjas de energía, pero de repente las cortantes
hebras tenebrosas irrumpieron convirtiéndose en unas cegadoras llamas de luz
fría y azul que lo abrasaron. Dio la espalda a la luz y vislumbró a Mystra, que
también se mantenía firme con una ligera sonrisa grabada en su rostro. A
continuación las franjas cogieron a Bane, y su mundo se volvió doloroso como
sólo un dios podía llegar a imaginar o soportar.
Después de
una eternidad de tormentos, las oscuras franjas abarcaron a todos los dioses y
los juntaron estrechamente. Sólo entonces pudieron las deidades volver a
recobrar el movimiento y el pensamiento.
Y el miedo
que conocían íntimamente.
Lord Talos
consiguió finalmente hablar. Su voz era débil y ronca, sus palabras surgieron
en forma de asustados gritos sofocados.
—¿Se ha
acabado? ¿Es posible que esto haya sido todo?
Dio de
repente la impresión de que el panteón desaparecía y los dioses, todavía
juntos, se encontraron mirando de lleno lo que más aterrorizaba a cada uno de
ellos: el caos, el dolor, el amor, la vida, la ignorancia. Y, asimismo, cada
dios y cada diosa vio allí su propia destrucción.
—Esto no ha
sido más que una muestra de mi ira. ¡Bebeos ahora un vaso entero de verdadera
rabia divina!
Se oyó
entonces un ruido distinto a cualquier otro.
Los dioses
gritaron.
Mystra luchó
para retener algún control mientras era lanzada a plomo por un fantástico
vórtice que desafiaba a la realidad. Sufrió indeciblemente cuando le quitó la
divinidad. Pero la diosa de la Magia no soportaba sola sus tormentos. Todos los
dioses, salvo Helm, fueron expulsados de los cielos.
Al cabo de
un tiempo, Mystra se despertó en los Reinos. Se quedó consternada al comprobar
que su forma se había reducido a su esencia original. Su cuerpo era más pequeño
que una masa brillante de luz azulada.
—Os
encarnaréis —la voz de Ao resonó en su mente—. Poseeréis el cuerpo de un mortal
y viviréis como humanos. Quizás apreciéis ahora lo que antes dabais por
sentado.
Después de
esto, se encontró sola.
La diosa
caída permaneció inmóvil un momento mientras las palabras de lord Ao daban
vueltas en su cabeza. Si iba a encarnarse, a poseer un cuerpo de carne y hueso,
significaba que Ao tenía realmente la intención de expulsar a los dioses de las
Esferas. A pesar de que Mystra sospechaba que Ao castigaría a sus servidores
por sus fallos —y se había preparado ocultando una parte de su poder en los
Reinos—, a la diosa le resultaba sencillamente imposible asimilar la pérdida de
su condición, la pérdida de su hermoso palacio en los cielos.
Mystra miró
a su alrededor y se estremeció, en la medida en que podía hacerlo en su estado
informe. Los mortales considerarían muy atractiva la tierra que la rodeaba;
unas montañas onduladas se extendían alrededor de la diosa de la Magia y un
castillo antiguo en ruinas dominaba el horizonte por el oeste. Mystra pensó que
sí, que a muchos humanos aquella escena les parecería tranquila, pero para ella
era una cosa repelente y antiestética comparada con su casa.
El dominio
de Mystra estaba en Nirvana, la esfera de la Ley fundamental. Se trataba de una
infinita zona organizada perfectamente y de un modo estricto donde la luz y la
oscuridad, el calor y el frío, estaban equilibrados. A diferencia del caótico
paisaje de los Reinos, Nirvana estaba estructurado como el interior de un
inmenso reloj, con unos engranajes idénticos y metódicos que trabajaban al
unísono. En cada uno de estos engranajes descansaba el reino de uno de los
dioses legítimos que habitaban la esfera. Como es de suponer, para Mystra su reino
era el más hermoso de Nirvana; de hecho, el más hermoso de todas las Esferas.
La diosa de
la Magia estudió el castillo en ruinas un momento, luego maldijo a Ao para sus
adentros y pensó con amargura que ni siquiera cuando aquellas ruinas eran un
castillo recién construido iban más allá de un armario de su casa; y la imagen
de su magnífico y deslumbrador palacio surgió espontáneamente en su mente. El
castillo que llenaba su reino estaba construido con pura energía mágica,
llevada directamente del tejido mágico que rodeaba Faerun. Como todo lo demás
en Nirvana, el palacio estaba estructurado de forma perfecta y era eterno. Sus
torres tenían exactamente la misma altura, sus ventanas las mismas dimensiones,
incluso los ladrillos entretejidos de magia que formaban el castillo eran
idénticos unos a otros. Y en el centro de la casa de Mystra estaba su
biblioteca, que contenía todos y cada uno de los libros y manuscritos donde
constaban todos los hechizos conocidos en el mundo, y algunos que todavía no
habían sido descubiertos.
Mystra
dirigió la mirada a los oscuros nubarrones que encapotaban el cielo.
—Volveré a
tener mi casa, Ao —dijo en voz baja—. Y no tardaré en conseguirlo.
Mientras la
diosa de la Magia observaba las amenazadoras nubes, distinguió algo que brillaba
en el aire. Al tratar de fijar la mirada en la luz que parecía colgar de las
nubes, se mareó. Creyó que se debía a estar todavía confusa por el ataque de Ao
y volvió a reparar en lo que parpadeaba del cielo hasta el suelo cerca del
castillo en ruinas. Al cabo de un rato su visión se aclaró y reconoció la
imagen vacilante que tenía ante sí: una Escalera Celeste.
Una escalera
que, mientras Mystra la miraba, cambiaba continuamente. Era el sendero común
que utilizaban los dioses para viajar entre sus respectivas casas en las
Esferas y los Reinos. Si bien Mystra rara vez había usado los puentes que iban
a Faerun, sabía que había muchos en los Reinos y que llevaban a un nexo en los cielos.
El nexo, a su vez, conducía a todas las casas de los dioses.
Mientras
Mystra, todavía con los ojos pesados, miraba la escalera, ésta se transformó.
De una larga espiral de madera cambió a una hermosa escalera de mano de mármol.
La diosa comprendió luego por qué le costaba tanto fijar la vista en la
Escalera Celeste: sólo podían verla los dioses o los mortales con un gran
poder. Y ella no era ninguna de estas cosas.
El hecho de
darse cuenta de ello, la estimuló a actuar y se dispuso a recuperar la parte de
poder que había escondido con uno de sus leales en los Reinos pocas horas antes
de la convocatoria de Ao. Mystra empezó a lanzar un hechizo para localizar el
escondite del poder. Incluso con su forma nebulosa, la diosa de la Magia llevó
fácilmente a cabo los complicados gestos y pronunció el conjuro necesario para
el hechizo. Pero una vez hecho esto, nada sucedió.
—¡No!
—gritó, y su voz resonó por las montañas—. No puedes arrebatarme mi facultad,
Ao. ¡No lo permitiré!
La diosa
recurrió de nuevo al hechizo. Un pilar de energía verde surgió de la tierra en
erupción y se desplazó rápidamente para envolver a Mystra. Gritó cuando la
energía atacó su forma insustancial y rayos de luz verde atravesaron la
vaporosa nube azulada que era la diosa de la Magia, haciendo que Mystra gritase
por el dolor. Durante los segundos que transcurrieron antes de perder
completamente el conocimiento, su vista descansó en las nubes negras que
giraban alrededor de la deslumbrante Escalera Celeste.
En lo alto
de la escalera, en el nexo de las Esferas, lord Helm, dios de los Guardianes,
observaba cómo Mystra era atacada hasta perder el sentido por el hechizo
malogrado. Helm estaba todavía amoratado y ensangrentado por la furia de Ao,
pero a diferencia de los otros dioses, seguía reteniendo la forma que adoptaba
normalmente en las Esferas: la de un guerrero gigante con armadura y ojos
impenetrables pintados en sus guanteletes de acero.
Los ojos de
Helm eran claros, pero cuando se volvió y levantó la mirada hacia la palpitante
nube negra que colgaba sobre él, reflejaron una enorme tristeza.
—¿Y mi
castigo, lord Ao?
Reinó el
silencio. Cuando Ao habló, Helm asintió inclinando lentamente la cabeza. La
respuesta a su pregunta no era inesperada.
1
Los despertares
El más
fuerte aguacero que había sufrido la ciudad de Zhentil Keep en todo el año era
el que ahora inundaba sus calles estrechas. Trannus Kialton, sin embargo, no lo
advertía. Nada podía perturbar su sueño. Compartía la pequeña habitación
alquilada con la hermosa y solitaria Angelique Cantaran, esposa de uno de los
más acaudalados importadores de especias de la ciudad. Las contraventanas de la
habitación se estremecieron impotentes ante las fuerzas que se desencadenaban
en el exterior. Sólo una fresca brisa, que, de repente, pareció adquirir forma
e incorporarse a la oscuridad, amenazaba con despertarlo, después de flotar por
el cuarto hasta el hombre dormido y desaparecer entre sus labios ligeramente
entreabiertos.
El trueno
retumbaba sin cesar. Trannus soñaba con un lugar oscuro donde sólo los gritos
de los moribundos animaban al ser que allí residía, que no era más que una
figura vaga sentada en un trono de calaveras incrustadas de alhajas. Unos
ardientes vapores rojos entraban y salían por las cuencas de los ojos de las
calaveras, para luego desaparecer en las mandíbulas de otras calaveras que se
abrían y cerraban como si gritaran incluso mucho después de que sus agonías
hubieran llegado a su fin.
La figura
del que se sentaba en el trono hecho con calaveras era demasiado grande para
ser un hombre, sin embargo tenía una apariencia vagamente humana. Llevaba ropa
negra, sólo de trecho en trecho una lista roja rompía la monotonía. En la mano
derecha portaba un guantelete incrustado de alhajas, con unas rayas de sangre
indelebles.
La sala del
trono estaba envuelta en una niebla azulada. Aun cuando parecía que no había
paredes, ni techos ni suelos, flotaba una sensación de agobio que conseguía
aplacar lo suficiente a aquellos desdichados antes de ser lanzados a la
diabólica sala donde, después de levantar la mirada hacia el auténtico rostro
del terrible ser del trono, transcurrirían los momentos finales de su vida.
Ahora, sin
embargo, aquel ser terrible parecía contento de estar solo, con la mirada
clavada en un cáliz de oro lleno de lágrimas de sus enemigos. El lord de aquel
terrible lugar, el dios Bane, levantó de pronto los ojos hacia el durmiente y
levantó la copa como para brindar.
Trannus se
despertó sobresaltado, como si le faltara el aire. Era como si hubiese estado
tan entregado al sueño que se hubiera olvidado de respirar. Pensó que era una
tontería, pero tenía las manos y los pies entumecidos y tuvo que saltar de la
cama para ahuyentar aquella sensación de los miembros, recorridos por un
intenso hormigueo. Sintió un deseo vehemente de vestirse y no tardó en caer
sobre su piel el frío tacto del cuero. Angelique se movió y alargó una mano
sonriendo.
—Trannus —le
llamó, nada satisfecha de tener como compañero sólo el calor que el cuerpo del
hombre había dejado en las sedosas sábanas. Levantó una mano y se apartó el
cabello de los ojos—. ¿Te has vestido ya? —dijo, como tratando de convencerse
de este hecho y a la vez de encontrar una razón para ello.
—Tengo que
marcharme —se limitó a decir él, aun sin saber adónde se dirigía. Todo lo que
sentía era una urgente necesidad de salir de aquel edificio.
—Vuelve
pronto —rogó ella mientras se instalaba en el reconfortante abrazo del colchón
blando como las plumas con una expresión soñadora que se hacía eco de la
confianza que tenía en su regreso.
Trannus la
miró y le embargó súbitamente la certeza de que no volvería a verla nunca más.
Cuando se marchó, cerró la puerta al salir.
Fuera, la
fuerte lluvia lo caló hasta los huesos y entre deslumbrantes relámpagos fueron
apareciendo las calles de la ciudad. Parecía estar solo, pero demasiado bien
sabía que no era para fiarse de las apariencias. Las calles de Zhentil Keep
nunca estaban completamente desiertas, gracias a la continua habilidad de
asesinos y ladrones para enseñarles a dar esa impresión. En Zhentil Keep las
sombras vivían y hasta respiraban, los monstruos cuchicheaban con sus voces
chillonas y desabridas desde sus oscuros escondrijos. Aunque parecía extraño,
se había quedado solo y se permitía pasar por el peligroso laberinto como si el
camino lo hubiese despejado ante él un heraldo a quien nadie se hubiese
atrevido a acercarse.
Mientras
caminaba, Trannus pensaba en el sueño. Imaginaba que las calles brillaban por
la sangre de sus enemigos y que la lluvia que caía lo acariciaba como las
lágrimas de sus viudas. Cayó un rayo que desprendió un trozo de la pared
cercana, yendo a caer alrededor de él unos escombros. El clérigo siguió
caminando, ajeno a todo menos a la llamada de la sirena que daba fuerza a sus
piernas cansadas, resolución a su cerebro embrutecido y deseo a su corazón
apagado. Trannus sólo se preguntaba por qué él, un humilde sacerdote al
servicio de Bane, había tenido aquella visión, por qué él había sido bendecido
con aquel deseo.
Delante
tenía el templo de Bane. Trannus se detuvo un momento, paralizado por aquella
visión. El Templo de las Tinieblas era una silueta que se destacaba en el cielo
nocturno, con unas torres imponentes que destacaban como negras espadas a la
espera de atravesar a un insospechado enemigo. Incluso cuando el relámpago
resplandecía, envolviendo al mundo en su intensa luz, el templo seguía
apareciendo negro, sin dejar al descubierto siquiera una sola grieta de su
fachada de granito. Circulaba el rumor de que el templo había sido construido
en Acheron, la dimensión secreta de Bane, para luego ser llevado a Zhentil Keep
piedra a piedra, y que la cola que unía el cemento del templo era un río de
sangre y sufrimiento.
Le
sorprendió a Trannus no encontrar ni un solo guardia paseando de arriba abajo
por los contornos del templo. Luego oyó la risa del guardia y su compañero
cuando éstos surgieron de las sombras en dirección a él. El ruido le produjo
tal rabia que la furia de la tormenta era sólo un eco de la suya.
Trannus
levantó la vista y vio a través de la lluvia unas densas nubes que se
deslizaban veloces por el cielo, desplazándose increíblemente en direcciones
opuestas unas con respecto a las otras. De pronto el cielo pareció arder en
llamas, cayeron rayos, las nubes blancas se partieron, las estrellas
desaparecieron de la vista, cayeron con estrépito enormes esferas en llamas y
una bola de fuego voló y se acercó todavía más que las otras para adquirir a
continuación espantosas proporciones; fue entonces cuando Trannus se dio cuenta
de que aquella bola se dirigía al templo.
No hubo
tiempo para dar aviso antes de que la esfera se estrellase contra el Templo de
las Tinieblas. Trannus se quedó clavado al suelo, y vio cómo las agujas de
granito adquirían un brillo amarillo rojizo y luego se convertían en una masa
derretida. Escombros y cascotes volaban a su alrededor, pero él salió ileso. A
continuación el clérigo observó cómo las paredes se derrumbaban hacia el
interior y el Templo de las Tinieblas se iluminaba de rojo. Cuando los
ladrillos, el metal y el cristal se redujeron a deslumbrantes cenizas en
cuestión de segundos, dio la impresión de que la sangre y los tormentos de sus
anteriores víctimas se habían desbordado y tomado forma.
Al final,
allí donde había habido un templo, no quedaban más que unas ruinas en llamas.
Trannus avanzó hacia los restos del templo y se preguntó si no estaría todavía
soñando.
Los
derretidos escombros que humeaban bajo sus pies no le quemaban, y las violentas
llamas que abarcaba su visión, no hacían más que chisporrotear y apagarse a
medida que se iba acercando, dejándole un sendero en el centro del desastre.
Las llamas volvían a adquirir forma y a reanudar su fanático baile apenas él
había pasado. Por las paredes, parcialmente en pie, supo Trannus que se hallaba
cerca de la sala del trono de su señor, y se detuvo cuando el objeto de su
búsqueda apareció ante él. El trono negro de Bane estaba intacto. Unas tenues y
blancas nieblas flotaban ante Trannus y unas formas fantasmales le rodearon con
suavidad las muñecas para arrastrarlo, ingrávido, hasta el trono. Era un
sitial, donde sólo un gigante podía descansar cómodamente y, junto a él, había
una réplica, hecha a propósito para ser utilizada por un hombre.
El
guantelete incrustado de joyas del sueño de Trannus descansaba sobre el trono
pequeño.
Trannus
sonrió. Por vez primera su corazón conoció la alegría y su espíritu la
liberación. Aquél era su destino: gobernar un imperio de tinieblas. Sus sueños
de poder se veían recompensados.
Cogió sumiso
el guantelete y se estremeció al sentir que lo recorría una oleada de poder.
Una de las alhajas se convirtió de pronto en un ojo rojo que brillaba al
abrirse y seguía los movimientos del sacerdote, si bien Trannus era
completamente ajeno a aquella intromisión en su ceremonia privada.
Unos
misteriosos riachuelos de oro y plata fluyeron del guantelete tan pronto como
Trannus se lo puso, con recelo, y un dolor penetrante atravesó su brazo al
corromper su sangre una llama diabólica. Una profunda oscuridad envolvió el
corazón del clérigo que latía aceleradamente y su sangre se le heló en el
cerebro arrastrando consigo todo rastro de la anterior conciencia del hombre.
Las palabras «mi señor» se escaparon de sus labios y un soplo de niebla blanca
le arrebató el alma de su cuerpo.
Lord Black
miró con sus frágiles ojos humanos y sintió una debilidad repentina. Se
aferraba al trono negro en busca de apoyo y su mente, ahora limitada
patéticamente a la comprensión humana, le daba vueltas y trataba de entender
los cambios que se producían en él al mutarse en humano. Ya no podía ver más
allá del velo mortal, ni leer en él, ni influir en el momento y el modo de
morir de quienes componían su séquito. Ya no podía ver detrás de las mentiras y
las circunstancias desdichadas ni presionar con fuerza en el alma humana para
conocer la verdad que sólo se encuentra en la parte más profunda de la
conciencia. Y ya no podía presenciar simultáneamente un número casi infinito de
acontecimientos, y comentarlos y abordarlos en perfecta armonía mientras
ocupaba su mente en otras actividades.
—Ao, ¿qué me
has hecho? —gritó Bane, y notó que la suave piedra del trono se desmoronaba
bajo sus fuertes dedos. Hizo un esfuerzo para controlar su rabia. No tardarían
en llegar los cientos de adoradores a quienes había visitado en sueños, y
tendría que estar preparado.
El dios de
la Lucha se sentó en el trono pequeño, también negro, tratando de ignorar el
que antes había sido suyo. Pensó que sus seguidores lo mirarían, sin ver más
que una forma humana, uno de su especie que se había vuelto loco al afirmar
haber sido castigado y estar poseído por su dios. Después de torturar su cuerpo
para sonsacarle quién había destruido el templo, lo matarían.
Lord Black
sabía, por consiguiente, que para impresionar a sus adoradores debía tener un
aspecto más que humano. Recordó el rostro que se había otorgado en el sueño y
se dispuso a adoptarlo. Sabía por sus seguidores que bajo el templo había una
habitación con tesoros, de modo que formó la imagen de un anillo de jade y
pronunció un hechizo que elevaría el objeto hasta su mano. Un momento más
tarde, armado con el anillo, empezó a recitar, con movimientos perfectos y
elegantes, otro encantamiento para cambiar de forma. Así lo requería el
hechizo.
Empezó por
los ojos, introduciendo unos globos en llamas dentro del cráneo humano. La piel
que rodea los ojos no aceptó esta tensión, de modo que a Bane se le mudó la
carne blanca hasta convertirse en negra totalmente chamuscada y correosa con
colgajos que dejaban parcialmente al descubierto una ruina secreta y
misteriosa. Al propio cráneo le creció una especie de afiladas agujas que
sobresalían de la carne ennegrecida hasta tener su rostro el aspecto más
horrible que imaginarse pueda, sin dejar por ello de ser humano.
Las manos de
Bane se convirtieron en garras capaces de desgarrar carne, huesos y triturar
acero. Ahora le resultaba doloroso llevar el guantelete, pero sabía que no tenía
otra alternativa si deseaba impresionar a sus adoradores. Además, ya oía las
firmes pisadas de sus sacerdotes, de los soldados y de los magos que se abrían
paso por las ruinas en dirección a la destrozada sala del trono.
Bane presintió
que algo iba mal con el hechizo. Estaba seguro de haber dicho bien el conjuro,
pero la fuerza que se agitaba dentro de él, llevando a cabo los cambios por él
deseados, había creado un impulso que no se detenía, a pesar de las órdenes
mentales que él daba. Pareció como si el aire que lo rodeaba se hubiese
solidificado y estuviese a punto de triturarle la vida y sacársela de dentro.
Hubo un momento que sintió verdadero pánico humano y trató de poner fin al
hechizo. Pero, por el contrario, descubrió que su nueva forma estaba recubierta
de cuero negro y de apelmazada sangre rojiza.
Lord Black
hizo añicos el anillo en un intento de neutralizar el hechizo, cuyo control se
le había ido de las manos. Pero en lugar de recobrar forma humana, los efectos
del hechizo no desaparecían y conservaba la forma monstruosa que había creado.
Bane no tuvo
tiempo de ponderar la extraña reacción del hechizo. Apareció el primero de los
componentes de su grey, bien armado, dispuesto a destruir al profanador del
Templo de las Tinieblas. Lord Black no dio a su seguidor oportunidad de hablar,
se levantó del trono y comenzó a mascullar:
—Arrodíllate
ante tu dios —se limitó a decir Bane, con el guantelete sagrado sobre la
espantosa cabeza de su mutación. El clérigo reconoció al instante el artefacto
y obedeció con expresión consternada en su rostro. A medida que los demás
adoradores fueron irrumpiendo en el templo, hicieron lo propio.
Bane miró
las aterrorizadas caras de sus seguidores y contuvo las carcajadas que se
habían desencadenado en su interior.
Medianoche cerró los ojos y sintió que el sol matutino la bañaba y unos
suaves dedos cálidos acariciaban su rostro. Eran aquellos momentos sencillos en
los que el recuerdo dulce de la vida sorprendía a la maga, capaz de disfrutar
del bienaventurado olvido de las pruebas a las que se había visto sometida
recientemente. Medianoche llevaba caminando por los Reinos cerca de veinticinco
años y, en su opinión, pocas cosas había ya que pudieran sorprenderla. Sabía
que debía haber aprendido más de la experiencia, sobre todo teniendo en cuenta
que sus circunstancias actuales eran, como mínimo, bastante insólitas.
Su ropa, su
armamento y sus libros estaban cuidadosamente colocados sobre una cómoda de
hermosa artesanía que había en el otro extremo de la habitación decorada con
elegancia, como si el que se ocupó de aquellos objetos hubiese querido que las
pertenencias de Medianoche estuviesen a la vista. Hasta las dagas estaban a su
alcance. Medianoche descubrió que iba vestida con un camisón de fina seda, del
color de la primera escarcha del invierno, blanco con ligeras tonalidades
celestes.
La joven se
apresuró a examinar los libros y respiró aliviada al encontrarlos intactos.
Seguidamente se dirigió a la ventana y la abrió, dejando así entrar el aire
fresco. Le costó un poco abrir la ventana, como si la hubiesen cerrado
herméticamente y nadie hubiese vuelto a tocarla en muchos años. Pero, en
cambio, la habitación estaba inmaculada, lo que significaba que la habían
limpiado recientemente.
Cuando se retiró
de la ventana, Medianoche distinguió un espejo con marco de oro y la imagen que
éste le devolvió la dejó desconcertada.
El pelo de
Medianoche, que le llegaba hasta la cintura, aparecía lavado y cepillado con
gran cuidado. En las mejillas vio el rubor artificial, pero no por ello menos
sutil, de una joven doncella. Sus labios aparecían pintados de carmesí, cosa
insólita en ella, y alguien había aplicado una delicadísima sombra de color
burdeos sobre sus ojos. Incluso se había suavizado el tono de su bien
proporcionado cuerpo.
En
comparación con la imagen sudorosa y desmelenada que había soportado una
horrible tormenta en su camino hasta Arabel la noche anterior, la mujer cuyo
reflejo le devolvía el espejo era casi una diosa capaz de seducir y reunir un séquito
con su encanto sobrenatural.
Medianoche
se llevó la mano a la garganta y, bajo el camisón notó el frío acero del
medallón.
Se quitó el
camisón, se acercó al espejo, se desprendió de la ropa y examinó mejor el
medallón. Era una estrella azul y blanca, con franjas de energía que se movían
por la superficie como diminutos rayos. Dio la vuelta al medallón para ver su
dorso, y sintió un ligero tirón en la piel del cuello.
La cadena
del medallón se había enganchado a su piel.
Necesitó de
toda su concentración para lanzar un simple hechizo a la estrella y detectar
magia, pero el resultado del hechizo fue asombroso. Del medallón surgió un haz
de luz que iluminó toda la habitación. Aquella simple pieza de joyería contenía
un poder tan grande que le temblaban las rodillas y la habitación se puso a
girar ligeramente en torno a ella.
Medianoche
se volvió hacia la cama, caminó hasta el colchón de plumas y antes de tumbarse
sobre él cayó de bruces. Apretó las sábanas con los dedos y cerró con fuerza
los ojos hasta que se le pasó el vértigo que sentía; luego se puso boca arriba
y volvió a mirar la habitación. Sus pensamientos volaron a los incidentes del
mes anterior.
Menos de
tres semanas hacía que Medianoche se había incorporado a la Compañía del Lince,
que estaba bajo el mando de Knorrel Talbot, en el mar Interior. Talbot se había
enterado de la muerte del gran dragón wyrn a orillas del Wyvernwater. Aunque
los valientes héroes que habían abatido al viejo dragón no lo sabían, este
animal particular había atacado a unos enviados diplomáticos que cruzaban el
desierto de Anauroch.
Según el
relato del único superviviente, el dragón se tragó enteros a los diplomáticos,
y con ellos las grandes riquezas que los hombres llevaban consigo como regalo
para el gobernador de Cormyr. Talbot quería encontrar los restos del dragón y
recuperar una serie de bolsas mágicamente precintadas que se había tragado. Era
un trabajo sucio, pero también muy lucrativo.
La búsqueda
fue un éxito y la tarea de desprecintar las bolsas recayó en Medianoche. Le
llevó casi todo un día retirar las capas protectoras con que los magos habían
envuelto los objetos. Cuando finalmente sacó las trampas mágicas, la compañía
se quedó de piedra al comprobar que el contenido de las bolsas no era otra cosa
que lo que Talbot interpretó como tratados y promesas de transacciones.
Medianoche
se quedó con la compañía y Talbot les pagó los salarios con el oro reunido en
una búsqueda anterior. Pero hasta aquella noche Medianoche no tuvo conocimiento
de los asuntos secretos de Talbot.
Acababa de
ser relevada de su servicio de vigilancia por Goulart, un hombre fornido que
apenas hablaba, y estaba empezando a sumergirse en un profundo sueño cuando el
murmullo de unas voces la alertaron. Las voces se apagaron al instante y Medianoche
fingió dormir, pero, en verdad, estaba preparándose para defenderse. Al cabo de
un rato volvieron a escucharse las voces, y en esta ocasión Medianoche
reconoció la de Talbot como una de ellas. Lanzó un hechizo de clariaudición a
fin de escuchar a escondidas la conversación, y se enteró de que su misión no
había sido un fracaso ni mucho menos.
Los
pergaminos contenían los nombres verdaderos de muchos de los Magos Rojos de
Thay. La información de los documentos la habían obtenido varios espías al
servicio del rey Azoun como seguro contra la creciente amenaza del imperio del
este. Con la información encontrada en los pergaminos, podían destruir a los
Magos Rojos.
Medianoche
había sido el último miembro contratado por la compañía, y por una buena razón.
Parys y Bartholeme Guin, hermanos gemelos, eran en realidad los magos de la
compañía. Se habían negado a verse involucrados en la apertura de las bolsas,
por temor al hechicero superior del imperio lejano que las había precintado.
Obligaron a Talbot a contratar a otro mago para ese cometido, con la intención
de matarlo una vez hubiera realizado su trabajo.
Talbot, sin
embargo, quería decirle la verdad a Medianoche y darle la oportunidad de unirse
a ellos para encontrar a los enemigos de los Magos Rojos y subastar los
pergaminos al mejor postor. Mientras los hombres discutían, Medianoche utilizó
su magia para robar los valiosos pergaminos, escapar y ponerse a salvo.
Medianoche
viajó hacia el norte desde el campamento del camino de Calanter, preocupada por
el extraño comportamiento de su caballo. Nunca le había inquietado al animal
viajar de noche; era una yegua ligera como el viento incluso en las horas más
oscuras de la madrugada. Pero, aquella noche, el bruto se negaba a aligerar su
lento y cansino paso mientras recorrían el trecho final de la, en apariencia,
desierta carretera que conducía a la ciudad amurallada de Arabel y al
santuario.
—Tenemos que
llegar a la ciudad esta noche —susurró Medianoche dulcemente, después de arrear
al caballo vociferando, despotricando, espoleando y gritando. Al cabo de un
rato, Medianoche empezó a inquietarse ante la idea de que los miembros de la
compañía pudiesen alcanzarla. Sin embargo, no había nadie a la vista en la
carretera despejada, ni tampoco había bosques cerca de la carretera, donde
pudiera ocultarse una emboscada.
Medianoche
palpó los pergaminos sustraídos bajo la capa. Talbot y sus hombres la estarían
persiguiendo para recuperarlos. A pesar de que no había leído las
inscripciones, comprendía perfectamente el poder de aquellos pergaminos;
capaces de hacer tambalearse imperios lejanos.
De pronto el
caballo se encabritó, sin que hubiera nada en el campo de visión de Medianoche
que justificase la alarma del animal. Se fijó en las estrellas. Muchas se
estaban apagando, luego volvieron a aparecer formando constelaciones. En el
momento en que Medianoche levantaba un brazo para protegerse, aparecieron los
hermanos Guin. Cabalgaban por el aire y atacaban tanto por delante como por
detrás. De la oscuridad que flanqueaba a Medianoche surgieron Talbot y el resto
de sus hombres, que se abalanzaron sobre ella.
Medianoche
se defendió bien, pero ellos eran mucho más numerosos. Sólo el hecho de estar
en posesión de los pergaminos evitó que la matasen al instante. Y cuando la
golpearon y cayó del caballo, Medianoche pidió ayuda a la diosa Mystra.
«Te salvaré,
hija mía —dijo una voz que sólo fue audible para Medianoche—. Pero sólo si
mantienes a salvo mi sagrada responsabilidad.»
—¡Sí,
Mystra! —gritó Medianoche—. ¡Lo que tú quieras!
De las tinieblas
surgió entonces, a una velocidad increíble, una enorme bola de fuego azulado.
Alcanzó a Medianoche y a sus enemigos, envolviéndolos en un infierno cegador.
Medianoche tuvo la sensación de que le arrancaban el alma y la certeza de que
iba a morir. Luego se cerró la noche.
Cuando se
despertó, la carretera que aparecía ante ella estaba quemada y todos los
miembros de la Compañía del Lince habían muerto. Los pergaminos estaban
destrozados y su caballo había desaparecido. Un extraño y hermoso medallón azulino
colgaba del bronceado cuello de Medianoche.
La
responsabilidad de Mystra.
Consternada,
la maga siguió su camino a pie. Sólo era vagamente consciente de la fuerte
tormenta que se había desencadenado a su alrededor. Si bien era de noche, la
carretera por la que caminaba estaba iluminada como si fuese mediodía. Continuó
caminando en dirección a Arabel hasta que, falta de fuerzas, se desplomó.
Medianoche
no recordaba nada desde el momento en que cayó en la carretera hasta que se
despertó en la desconocida habitación donde se encontraba ahora. Tocó
inconscientemente el medallón con los dedos, y empezó a vestirse. Medianoche
llegó a la conclusión de que, evidentemente, la estrella era un recordatorio
del favor que le había hecho Mystra. Pero ¿por qué le pellizcaba la piel?
Medianoche
sacudió la cabeza.
«Supongo que
tendré que esperar hasta que me llegue la respuesta a esta pregunta», dijo la
maga con tristeza. Habría contestaciones, a su tiempo. Estaba segura de ello.
Si le gustarían o no, ése era otro cantar.
Medianoche
estaba deseando inspeccionar el entorno donde estaba, de modo que se apresuró a
terminar de recoger sus cosas. Cuando se inclinó sobre la bolsa para meter en
ella su libro de hechizos y su ropa, una ligera ráfaga de aire le advirtió que
no estaba sola en aquellos aposentos desconocidos; un instante después unas
manos se posaron sobre su espalda.
—Milady
—dijo una voz suave, y Medianoche se volvió para ver de quién partía aquel
amable requerimiento.
Ante sí
tenía a una niña vestida con un camisón rosa y blanco, que parecía exactamente
una delicada rosa que floreciese en cada movimiento. El pelo, largo hasta los
hombros, enmarcaba su rostro y la expresión que aparecía en sus atractivos
rasgos era la de una niña asustada.
—Milady
—volvió a decir la muchachita—, ¿estáis bien?
—Sí, estoy
bien. ¡Vaya tormenta la de anoche! —repuso Medianoche tratando de disipar los
temores de la niña mediante un comentario trivial.
—¿Una
tormenta? —preguntó la niña con una voz que apenas era un susurro.
—Sí
—contestó Medianoche—. Supongo que oirías la tormenta que descargó anoche. —El
tono de Medianoche era seco. No deseaba echar leña al fuego de los temores de
la niña, pero tampoco quería que le tomasen el pelo con una ignorancia fingida.
La niña
respiró profundamente.
—Anoche no
hubo ninguna tormenta.
Medianoche
miró a la niña y se quedó consternada al ver reflejada la verdad en sus ojos.
La maga volvió a mirar por la ventana ladeando la cabeza, y el pelo negro que
le llegaba hasta la cintura le cayó hacia adelante ocultando su rostro.
—¿Qué lugar
es éste? —dijo por último Medianoche.
—Es nuestra
casa. Vivimos aquí mi padre y yo, milady, y vos sois nuestra invitada.
Medianoche
suspiró. Por lo menos no parecía estar en peligro.
—Yo soy
Medianoche, del valle profundo. Acabo de despertarme y me encuentro vestida
como una gran dama cuando no soy más que una viajera y no recuerdo haber
llegado a vuestra casa —comentó Medianoche—. ¿Cómo te llamas?
—¡Annalee!
—gritó una voz detrás de Medianoche. La niña se estremeció y se recogió en sí
misma mientras se volvía hacia la puerta, donde había un hombre alto, delgado y
fuerte, con finos cabellos castaños y una tosca barba de varios días. Iba
vestido con una túnica marrón claro sujeta por un grueso cinturón de cuero.
Unos galones dorados adornaban el cuello abierto y los anchos puños de la
prenda.
Annalee pasó
como flotando por delante de Medianoche y salió de la habitación; a su paso el
aroma de una fragancia embriagadora perfumó el aire.
—¿Serías tan
amable de decirme dónde estoy y cómo he llegado aquí? Todo lo que recuerdo es
la devastadora tormenta de la que fuimos víctimas anoche —dijo Medianoche.
—¡Oh, es
extraordinario! —exclamó él a la vez que se dejaba caer en el borde de la
cama—. ¿Cómo te llamas, hermosa viajera?
Medianoche
deseó en aquel momento conocer la frase adecuada para aceptar con elegancia un
cumplido. Como no era así, se limitó a apartar la vista, miró al suelo y recitó
obedientemente su nombre y el lugar de origen.
—¿Y cómo te
llamas tú? —quiso saber Medianoche.
Volvía a
sentir la debilidad que había experimentado poco antes y se vio obligada a
sentarse en el borde de la cama.
—Soy Brehnan
Mueller. Soy viudo, como sin duda habrás adivinado. Mi hija y yo vivimos en
esta casa de campo, en el bosque que está al oeste del camino de Calanter.
—Brehnan recorrió la habitación con la mirada, y sus ojos se entristecieron—.
Mi esposa enfermó, la trajimos a este cuarto, la habitación de huéspedes, y
aquí murió. Desde hace diez años eres la primera persona que duerme en esta cama.
—¿Cómo he
llegado hasta aquí?
—Primero,
dime, ¿cómo te encuentras? —preguntó Brehnan.
—Dolorida,
cansada, casi... aturdida.
Brehnan
asintió con una inclinación de cabeza.
—¿Dices que
anoche hubo una tormenta?
—Sí.
—Una
impresionante tormenta sacudió los Reinos —dijo Brehnan—. Los rayos que
rasgaban el cielo por todas partes asolaron los templos de los Reinos. ¿Lo
sabías?
Medianoche
sacudió la cabeza.
—Sabía lo de
la tormenta, pero nada de la destrucción.
La maga notó
que se tensaba la piel de su rostro. Volvió a mirar por la ventana. Vio de
pronto claramente las imágenes que tenía ante sí.
—Pero la
tierra está seca. No hay señales de lluvia.
—La tormenta
de la que hablas se desencadenó hace dos semanas, Medianoche. El maravilloso
semental de Annalee se asustó con la tormenta y se desbocó. Yo alcancé al
caballo al otro lado del bosque, cerca de la carretera, y fue allí donde te
encontré; tu piel brillaba con una luminiscencia que casi llegó a cegarme. Te
agarrabas con las manos al medallón que colgaba de tu cuello. Incluso una vez
te hube traído aquí, tuve que hacer lo imposible para apartar tus dedos de ese
objeto. Y no pude quitarte el medallón.
»Al
principio temí que la cama donde estamos ahora sentados fuese tu último lugar
de descanso, pero fuiste recuperando poco a poco las fuerzas y comprobé que día
a día iba avanzando el proceso de curación. Ahora ya estás bien.
—¿Por qué me
ayudaste? —preguntó Medianoche como ausente. La debilidad que sentía iba
pasando, pero seguía aturdida.
—Soy uno de
los clérigos de Tymora, diosa de la Fortuna. He visto milagros. Milagros como
el que sin lugar a dudas se produjo contigo, hermosa dama.
Medianoche
se volvió para mirar al clérigo, poco preparada para oír las siguientes
palabras ni el fervor con que las pronunció.
—¡Los dioses
deambulan por los Reinos, querida Medianoche! Se puede ver a la propia Tymora
entre el banquete de mediodía y el banquete del anochecer en pleno Arabel. Por
supuesto, se debe entregar una pequeña donación a la iglesia por este
privilegio; pero ¿no vale la pena pagar unas monedas de oro para ver a un dios?
Además, hay que reconstruir el templo, ¿comprendes?
—Claro —dijo
Medianoche—. Dioses... y oro... y dos semanas que se han ido. —Vio que la
habitación empezaba de nuevo a dar vueltas.
Se oyó de pronto
un ruido fuera. Medianoche miró por la ventana y vio a Annalee guiar un caballo
por el claro del bosque. El caballo volvió la mirada a la ventana y Medianoche
sofocó un grito que se le escapaba. El animal al cuidado de Annalee tenía dos
cabezas.
—Como es
lógico, ha habido algunos cambios desde que los dioses llegaron a los Reinos
—dijo Brehnan. Luego su tono se volvió acusador—. ¿No habrás intentado alguna
magia?
—¿Por qué?
—La magia se
ha vuelto... inestable desde que los dioses llegaron a los Reinos. Será
preferible que no lances ningún hechizo a menos que tu vida dependa de ello.
Medianoche
oyó a Annalee llamar a cada cabeza del caballo con un nombre distinto, y estuvo
a punto de echarse a reír. Ahora la habitación giraba vertiginosamente y la
maga supo la razón; era el hechizo que había lanzado. Trató de levantarse pero
se cayó hacia atrás sobre la cama. Consternado, Brehnan pronunció el nombre de
Medianoche y trató de sujetarla por el brazo.
—Espera. No
estás lo bastante recuperada como para marcharte. Además, los caminos no son
seguros.
Pero
Medianoche ya había logrado ponerse de pie y se encaminaba a la puerta.
—Lo siento.
Tengo que ir a Arabel —dijo la maga mientras salía precipitadamente—. ¡Tal vez
haya alguien allí que pueda explicarme lo que ha pasado en Faerun durante estos
últimos días!
Brehnan miró
a Medianoche encaminarse a la carretera y sacudió la cabeza.
—No, milady,
dudo que nadie, salvo quizás el propio gran sabio Elminster, pueda contarte lo
que ha ocurrido en los Reinos estos días.
2
El aviso de reunión
Kelemvor
caminaba por las calles de la ciudad de Arabel, teniendo siempre a la vista las
murallas que la habían protegido de las invasiones repetidas veces. Lo que
nunca admitiría es que las murallas lo ponían nervioso, porque hacían alarde de
una prometida seguridad que para el guerrero no era mucho mayor que los
barrotes de una jaula.
Atronaban
sus oídos los ruidos, el bullicio y la actividad propios de un día típico en
aquella ciudad dedicada al comercio a medida que se acercaba el mediodía.
Kelemvor estudiaba los rostros de quienes pasaban junto a él. La gente había
sobrevivido a los recientes infortunios, pero la supervivencia no era
suficiente si había destruido el espíritu de la gente.
Kelemvor oyó
el alboroto de una reyerta, aunque no veía la pelea. El guerrero oía gritos y
el estruendo de golpes dados contra cotas de malla, un hecho bastante común en
aquellos días. Sin embargo, esa descarada exhibición no era más que una trampa
cuidadosamente tendida con el fin de atraer la atención de algún viajero
solitario con el propósito de abrirle la cabeza y robarle la bolsa.
Estos hechos
también eran comunes en aquellos tiempos.
El griterío
se calmó como presumiblemente ocurrió con quienes lo producían. Kelemvor
inspeccionó la calle y vio que nadie más reaccionaba ante la reyerta. Daba la
impresión de ser el único que la oía. Esto significaba que el alboroto podía
proceder de cualquier parte. Kelemvor tenía el oído extraordinariamente agudo,
lo que no siempre era una ventaja.
No obstante,
ese robo, si realmente lo había sido, no era nada insólito. En cierto sentido,
Kelemvor se sentía aliviado por el hecho de que aquella reyerta hubiera sido
sólo un acto trivial, pues pocas cosas había en Arabel, o en todos los Reinos,
que siguieran siendo normales y corrientes. Todo era insólito e incluso la
magia había dejado de ser digna de confianza desde el Advenimiento, como
empezaba a ser conocido aquel día. Kelemvor pensó en los cambios que habían
tenido lugar en los Reinos en las dos semanas anteriores, de los que él mismo
había sido testigo.
La noche en
que los dioses llegaron a los Reinos, un amigo y aliado de Kelemvor cayó herido
en su alojamiento después de una escaramuza con una banda errante de duendes.
El soldado, y el clérigo que le ayudó, perecieron en las llamas de una bola de
fuego que surgió de la nada cuando el clérigo trató de invocar su magia
curativa. Kelemvor y los otros allí presentes se quedaron conmocionados; jamás
antes habían sido testigos de un hecho semejante. Días después, cuando los
supervivientes de la destrucción del templo de Tymora se reagruparon,
encabezados por la propia diosa, la iglesia negó oficialmente toda
responsabilidad en las acciones del clérigo, al que calificó de hereje por
provocar la cólera de los dioses.
Sin embargo,
este incidente fue solamente el primero de muchos sucesos extraños que
acosarían a Arabel.
Una mañana,
el carnicero del lugar salió gritando de su tienda, porque las reses muertas
que mantenían en hielo habían cobrado repentinamente vida; estaba sediento de
venganza contra los responsables.
El propio
Kelemvor estaba presente cuando un mago, que intentaba llevar a cabo un simple
hechizo de levitación, descubrió que el hechizo se escapaba a su control. Su
petición no fue oída, y el guerrero vio cómo se desvanecía la forma del
histérico mago y desaparecía entre las nubes. Nunca más volvió a vérsele.
Hacía una
semana, poco más o menos, que Kelemvor y dos miembros de la guardia fueron
llamados para tratar de salvar a un mago que había requerido que una cegadora
esfera de luz adquiriese vida y se encontró atrapado en el globo. No se supo si
invocó a la esfera por accidente o adrede. El incidente se produjo delante de
la taberna Máscara Negra y los miembros de la guardia acudieron a controlar al
gentío allí congregado para ver a otro par de magos que intentaban ayudar a su
hermano. La esfera no se desvaneció hasta una semana después, cuando el mago
atrapado murió de sed.
Kelemvor
advirtió, con amargura, que el negocio de la taberna Máscara Negra nunca había
sido tan próspero como aquella semana. A juzgar por todo lo que Kelemvor
escuchaba de boca de los viajeros que anhelaban la protección de la gran ciudad
amurallada, parecía que todos los Reinos, no solamente Arabel, estaban en un
profundo caos. Cambió, pues, de pensamiento y se concentró en el presente.
Al guerrero
le dolía el hombro derecho y, a pesar de los ungüentos y los bálsamos que se
había aplicado en las heridas, el dolor no cejaba desde hacía ya días. En
circunstancias normales, su estado habría mejorado con sólo unos cuantos
hechizos curativos, pero Kelemvor, después de lo que había visto, no confiaba
ya en ninguna magia. No obstante, a pesar de la desconfianza que reinaba por la
magia, muchos profetas, clérigos y sabios proclamaban que se había iniciado una
nueva era, una época de milagros. Esto se debía a que de repente surgieron un
montón de aspirantes anónimos a profetas que afirmaban estar en contacto
personal con los dioses que deambulaban por los Reinos.
Un anciano
particularmente fervoroso juraba que Oghma, dios del Conocimiento y las Ideas,
había tomado la forma de Pretti, su gato, y comentaba con él asuntos de la más
perentoria urgencia.
Nadie daba
crédito al anciano, pero, en cambio, la mayoría aceptaba que la mujer que había
salido de las llamas producidas a raíz de la destrucción del templo de Tymora
en Arabel era la diosa en forma humana. De pie en medio de las llamas, la mujer
había hecho gala del poder de unir las mentes de cientos de sus seguidores en
un solo instante, permitiéndoles compartir unas visiones que sólo un dios
podría haber presenciado.
Kelemvor
había pagado la entrada para ver el rostro de la diosa, pero no observó nada
notable. Dado que no formaba parte de la grey de Tymora, no se molestó en
pedirle a la diosa que curase su herida. Estaba completamente seguro de que le
habría hecho pagar una cantidad adicional si lo hacía.
Además, el
dolor haría que a Kelemvor le resultase más difícil olvidar que cuando
Ronglath, el Caballero Siniestro, incrustó la claveteada maza en su carne,
hirió también su orgullo más que su propio cuerpo. Luchaban en lo alto de la
torre de la atalaya principal, donde el Caballero Siniestro estaba apostado, y
durante la lucha Kelemvor fue arrojado violentamente por encima de los muros de
la ciudad, hacia una muerte segura.
Pero no
murió.
Kelemvor ni
siquiera sufrió heridas graves cuando cayó.
El guerrero
interrumpió sus meditaciones y observó su reflejo en el cristal de la casa de
Gelzunduth, un comerciante de dudosa reputación. Kelemvor contempló, detrás de
su imagen, la extraña colección de artículos expuestos en el escaparate. Se
rumoreaba que detrás de la cuidada fachada que mantenía la compra y venta de
joyas hechas a mano, armas de época y raros volúmenes de olvidado saber
popular, Gelzunduth traficaba con privilegios y otros documentos falsos, así
como con la información relativa a los movimientos de la guardia en toda la
ciudad. Habían fracasado los numerosos intentos llevados a cabo por los agentes
no sobornables de la guardia para coger en falta al taimado Gelzunduth en
cualquiera de estas prácticas.
Precisamente
cuando Kelemvor iba a alejarse del escaparate, la vista de su propio reflejo
volvió a llamar su atención. El guerrero estudió su rostro: unos ojos
penetrantes de un color verde luminiscente, profundamente destacados sobre un
rostro bronceado de despejada frente, nariz recta y mandíbula cuadrada.
Enmarcando el rostro, una melena desordenada y negra como el ébano, con unas
hebras grises reveladoras de los treinta años que llevaba recorriendo los
Reinos. En los lugares donde la ropa no protegía su piel, era evidente que un
espeso pelo negro cubría su pecho y sus brazos. Iba vestido con cuero y cota de
malla, y una espada del tamaño de la mitad de su cuerpo colgaba a su espalda
dentro de la vaina.
—¡Eh,
soldado!
Kelemvor se
volvió y miró a la jovencita que lo abordaba. No tenía más que quince años y
sus delicados rasgos parecían haber pagado el precio de los infortunios y los
problemas que, evidentemente, soportaba en los últimos tiempos. Era rubia y
llevaba el pelo corto, como un chico, y el sudor pegaba sus greñas despeinadas
al cuero cabelludo. La ropa que llevaba la muchacha era poco más que andrajos y
no habría sido difícil confundirla con una pordiosera. Daba la impresión de
estar débil, a pesar de que sonreía con coraje y trataba de moverse aparentando
una seguridad que su cuerpo ya no estaba dispuesto a permitir.
—¿Qué
quieres de mí, criatura? —preguntó Kelemvor.
—Me llamo
Caitlan, Melodía de la Luna —contestó la muchacha con una voz ligeramente
quebrada—, y he recorrido un largo camino para encontrarte.
—Sigue.
—Necesito un
espadachín —prosiguió— para un asunto de la mayor urgencia.
—¿Serán
recompensados mis esfuerzos? —quiso saber Kelemvor.
—Grandemente
recompensados —prometió Caitlan.
El guerrero
frunció el entrecejo. La muchacha parecía estar a punto de caerse cuan larga
era por inanición de un momento a otro. A menos de una manzana estaba la
hostería El Hombre Hambriento, así que Kelemvor cogió a la muchacha por el
hombro y la llevó a la hostería.
—¿Adónde
vamos? —preguntó Caitlan.
—Tu estómago
necesita una abundante comida, ¿no crees? Seguramente sabías que Zehla, la de
la hostería El Hombre Hambriento, ayuda a los necesitados. —Kelemvor se detuvo,
con una sombra de preocupación en sus rasgos endurecidos. Cuando habló, sus
palabras eran circunspectas y su tono de voz frío y nada amistoso—. Dime que no
necesitabas que te informase de ello.
—Claro que
no —replicó la muchacha. Kelemvor no se movió. Su inquietud no menguó—. No
necesitaba que me lo dijeses. No me has hecho ningún favor.
—Está bien
—dijo él, y volvió a emprender el camino hacia la hostería.
Caitlan se
dejó llevar, consternada por el extraño intercambio de palabras que acababa de
producirse.
—Pareces
inquieto.
—Son tiempos
inquietantes —replicó Kelemvor.
—Tal vez si
hablaras...
Pero en
aquel momento llegaban a El Hombre Hambriento y Kelemvor guió a la muchacha
hacia el interior. Era un momento tranquilo con pocos clientes aún para la
comida de mediodía. Quienes cometieron la insensatez de observar a Kelemvor y a
la muchacha recibieron una mirada que les heló la sangre en las venas y los
obligó a apartar inmediatamente la vista.
—Un poco
joven para lo que a ti te gusta, Kel —dijo una voz familiar—, pero sospecho que
llevas buenas intenciones.
Viniendo de
cualquier otra persona, una observación así habría provocado violencia, pero
procediendo de la anciana que se acercaba hizo que los labios de Kelemvor se
iluminasen con una fina sonrisa.
—Me temo que
la pobre se va a desplomar de un momento a otro.
La mujer,
Zehla, tocó el hombro de Kelemvor y miró a la muchacha.
—Sí, a decir
verdad, está bastante escuálida —dijo—. Tengo exactamente lo que hace falta
para poner un poco de carne sobre esos miserables huesos. En un momento lo
tendré listo.
Caitlan,
Melodía de la Luna, miró a la mujer mientras ésta se alejaba, luego a Kelemvor.
Los pensamientos que turbaban al guerrero volvía a acaparar su atención.
Caitlan era consciente de la importancia de escoger adecuadamente a su hombre,
de modo que metió la mano en el bolsillo y sacó una piedra preciosa, roja como
la sangre, que llevaba consigo; extendió la mano con la piedra oculta y cubrió
la mano de Kelemvor con la suya. Se produjo un resplandor de luz rojísima y
Caitlan notó que, en el mismo momento que la piedra arañaba la mano del
guerrero, rasgaba también su propia carne.
Kelemvor
saltó de la silla para retroceder luego y alejarse de la muchacha. Su espada
había abandonado la vaina y estaba suspendida sobre la cabeza de Kelemvor.
Entonces se oyó la voz de Zehla:
—¡Kelemvor,
detén tu mano! No pretende hacerte daño alguno. —La anciana estaba a unas
cuantas mesas, con la comida de Caitlan en las manos.
—Tu pasado
es como un libro abierto para mí —dijo suavemente Caitlan; y Kelemvor miró a la
muchacha, rabiando de ira a causa de sus palabras. Caitlan tenía la reluciente
piedra roja en las palmas abiertas y hablaba como si estuviese poseída.
Kelemvor fue bajando lentamente la espada—. Te encargaron una misión cuajada de
decepciones e inquietudes durante interminables días y noches. Myrmeen Lhal,
soberana de Arabel, temía la existencia de un traidor. Asignó a Evon Stralana,
ministro de Defensa, la tarea de contratar mercenarios para que se infiltrasen
en la guardia de la ciudad a fin de tratar de desenmascarar al traidor.
Zehla colocó
la bandeja delante de Caitlan, pero la muchacha ni siquiera miró la comida.
Parecía como si las palabras que había pronunciado hubiesen consumido su voz.
—¿Qué
brujería es ésta? —preguntó Kelemvor a Zehla.
—No lo sé —contestó
la anciana.
—¿Por qué,
entonces, me has detenido? —dijo Kelemvor, inquieto ante la idea de que la
muchacha pudiese todavía resultar un peligro.
Zehla arrugó
la frente.
—Por si lo
has olvidado, te diré que jamás se ha derramado sangre en mi establecimiento. Y
seguirá siendo así mientras yo viva. Además, es sólo una niña.
Kelemvor
frunció el entrecejo y escuchó a Caitlan, que se había puesto a hablar de
nuevo.
—El ministro
de Defensa acudió a ti y a un hombre llamado Cyric. Acababais de llegar a la ciudad
y erais los únicos supervivientes del intento fallido de recuperar un objeto
conocido como el Anillo de Invierno. Se temía que el traidor estuviera al
servicio de quienes conspiran para hundir la economía de Arabel mediante el
sabotaje de las vías comerciales y, en general, desacreditando a Arabel como
ciudad vital de los Reinos.
»Con la
ayuda de Cyric y otro hombre, encontrasteis al traidor, pero él logró escapar y
ahora la ciudad está tan temerosa como recelosa. Te culpas de ello y ahora
trabajas duramente como un guardia normal y corriente, dejando que tu talento
para la aventura languidezca infructuoso.
La piedra
dejó de brillar y adquirió el aspecto de una piedra común de jardín. Caitlan
suspiró.
Kelemvor
pensó en la criatura de hielo que custodiaba el Anillo de Invierno. Él no movió
un dedo cuando la criatura heló la sangre de sus compañeros y sus gritos se
ahogaron bruscamente cuando el hielo agarrotó sus gargantas. Sus muertes habían
comprado el tiempo que Kelemvor y Cyric necesitaban para escapar. El primero en
saber del anillo había sido Kelemvor y era él quien había organizado la
expedición para recuperarlo, si bien había cedido el liderazgo a otro.
—Mi
«talento» para la aventura —comentó Kelemvor con desprecio—. Han muerto hombres
por culpa de mi presunto talento. Hombres buenos.
—Cada día
mueren hombres, Kelemvor. ¿No es preferible morir con los bolsillos llenos de
oro... o por lo menos persiguiendo este objetivo?
Kelemvor se
reclinó contra el respaldo de la silla.
—¿Eres maga?
¿Es así como ves mis pensamientos más secretos?
Caitlan
movió la cabeza.
—No soy
maga. Esta piedra..., esta piedra preciosa fue un regalo. Era lo poquito de
magia que poseía. Ahora se ha apagado. Estoy indefensa y a tu merced, buen
Kelemvor. Te pido perdón por mi forma de proceder, pero tenía que saber que
eras un hombre honrado.
El guerrero
se levantó para guardar la espada y volvió a sentarse.
—Se te está
enfriando la comida —dijo.
Aun cuando
su apetito era evidente, Caitlan ignoró los alimentos.
—Estoy aquí
para proponerte algo, Kelemvor. Para proponerte aventura y peligro, riquezas
más allá de lo imaginable y emociones como las que has estado anhelando estas
semanas. ¿Quieres oír lo que te propongo?
—¿Qué más
sabes de mí? —preguntó Kelemvor—. ¿Qué más te ha contado tu piedra preciosa?
—¿Qué más
hay que saber?
—No has
contestado a mi pregunta.
—Tú no has
contestado a la mía.
Kelemvor
sonrió.
—Háblame del
asunto que te ha traído aquí.
Adon, a pesar de la presencia de cuatro guardias armados que lo
rodeaban y lo conducían a través de la gran Ciudadela de Arabel, sonreía
audazmente. Pasaron por delante de todos los sitios de interés con los que Adon
se había familiarizado durante su última visita a la Ciudadela: los hermosos
edificios públicos llenos de actividad, y las vidrieras alegremente coloreadas
a través de las cuales se filtraba una preciosa luz que avivaba su rostro. El
esplendor de la fortaleza suponía un asombroso contraste con la miseria que
Adon había observado en las calles. El clérigo se llevó una mano al rostro,
como si temiese que la inmundicia en la que estaba pensando se hubiese, en
cierta forma, desvanecido para ir a desfigurar su prístino aspecto.
Sune,
Cabellos de Fuego, la diosa a la que él había servido como clérigo fiel durante
la mayor parte de su corta vida, le había bendecido con lo que él consideraba
era la piel más suave y hermosa de todos los Reinos. Le habían acusado alguna
vez de ser vanidoso, pero él quitaba hierro a estas acusaciones. No esperaba
que quienes no veneraban a Sune comprendiesen que tenía que cuidar y custodiar
los preciosos bienes que le había donado la diosa, a la que regularmente daba
gracias por encomendarle ese cargo. Venía luchando por preservar el buen nombre
y la reputación de Sune, y jamás sufrió más allá de un leve arañazo que
desfigurase su rostro. Por esto sabía que era bienaventurado.
Ahora que
los dioses habían llegado a los Reinos, Adon presentía que era sólo cuestión de
tiempo que su camino se cruzase con el de Sune. Si hubiese sabido su paradero,
ya habría ido en su busca. Dada la situación de Arabel, con su constante flujo
de comerciantes, parlanchines y de sed insaciable, lo mejor era esperar aquí a
que le llegase más información.
Era cierto
que en el templo de Sune había habido ciertas disensiones. Dos clérigos habían
abandonado el templo en circunstancias dudosas. La inquietud embargaba a otros
por el abandono de Sune; según decían, un hecho que confirmaba la diosa con su
silencio ante sus oraciones. También era cierto que desde el Advenimiento, sólo
los clérigos de Tymora habían logrado llevar a cabo con éxito la magia clerical
y ello se atribuía a la proximidad de su dios hecho carne. Daba la impresión de
que si un clérigo estaba fuera de la vista de su dios, sus hechizos no
funcionaban.
Como es de
suponer, las pociones curativas o los objetos mágicos que simulaban los efectos
de la magia curativa se vendían en aquellos momentos a más de su valor, aunque
no eran dignos de confianza. Los alquimistas locales se vieron obligados a
contratar guardias privados que protegieran a ellos y a sus mercancías.
Adon se
adaptó mejor que otros al caos de los Reinos. Sabía que todo lo relativo a los
dioses se producía por alguna razón de peso. Un fiel seguidor debía tener la
paciencia y el buen juicio de esperar una explicación, en lugar de dejar que su
imaginación se desbocase. La fe de Adon era inquebrantable y había sido
recompensado por ello. El que la hermosa Myrmeen Lhal, soberana de Arabel,
hubiese requerido su presencia, era una prueba de que era bienaventurado.
La vida se portaba
bien con él.
El grupo
atravesó un pasillo que Adon no conocía; trató de detenerse cuando pasaron por
delante de un espejo, pero los guardias le dieron un ligero codazo para que
siguiese. Algo molesto, obedeció.
Entre los
guardias había una mujer de piel oscura y ojos negros. Adon estaba contento de
que la hubiesen admitido en las filas de guardias con tanta facilidad.
«Encuentra una ciudad gobernada por mujeres y encontrarás verdadera igualdad y
justicia en todo su dominio», era su lema. Sonrió a la guardia y comprendió que
elegir la ciudad de Arabel como su nuevo hogar era realmente un acierto.
—¿Qué honor
se me concederá por haber contribuido a acabar con el asqueroso villano de
Caballero Siniestro? No tengáis miedo de decírmelo, yo no diré nada y fingiré
la mayor de las sorpresas. Pero ¡la incertidumbre es superior a mis fuerzas!
Uno de los
guardias se rió disimuladamente, y ésta fue la única respuesta que recibió
Adon. La recompensa que el clérigo recibió por el trabajo que había realizado
por la ciudad fue insignificante, a pesar de haber rogado al ministro de
Defensa que abogase por él. Ahora Myrmeen Lhal había intervenido personalmente
y Adon adivinaba la razón.
El papel de
Adon en el aborto de la conspiración consistió en seducir a la amante de uno de
los presuntos conspiradores, una mujer que, según se rumoreaba, hablaba en
sueños. Adon actuó de modo admirable, pero su recompensa fue pasarse una semana
en la compañía de los guardias, observando los movimientos de dos mercenarios
que el ministro de Defensa había reclutado para el asunto del Caballero
Siniestro.
Cuando se
libró la batalla con el traidor, ante el asombro de todos breve y sin
desenlace, el Caballero Siniestro se escapó, aunque el propio Adon había
descubierto dónde estaba la cámara de los conspiradores y un libro que contenía
información que podía interpretarse como los puntos clave del ataque de los
conspiradores contra Arabel.
Adon dejó de
lado los recuerdos y regresó al presente.
Estaban
bajando y bajando a una sucia y polvorienta sección de la fortaleza de la que
había oído hablar pero nunca había visitado.
—¿Estáis
completamente seguros de que nuestra dama ha solicitado verme aquí y no en los
aposentos reales?
Los guardias
no contestaron.
La luz se
convirtió de pronto en un precioso lujo muy escaso, oyó ruido de ratas
corriendo por el pasillo y detrás de él el chirriar de las puertas macizas que
se cerraban de golpe. En medio del silencio del pasillo, el eco retumbaba una y
otra vez.
Los guardias
habían cogido antorchas encendidas puestas en los muros y Adon se sintió
incómodo ante el calor de una antorcha que tenía detrás.
Sólo se oía
en aquellos momentos las pisadas del grupo mientras avanzaban con decisión. Y,
a pesar de que los anchos hombros del guardia que Adon llevaba delante no le
dejaban ver lo que había más allá, tuvo una idea clarividente.
«¡Una
mazmorra!», gritó Adon en la seguridad relativa de su propia cabeza. «¡Estos
bufones me llevan a una mazmorra!»
Adon notó
las manos de los guardias sobre él y, antes de que pudiese reaccionar, lo
empujaron de golpe. Su cuerpo delgado y musculoso acusó el golpe de la caída
cuando rodó por el suelo; se levantó de un salto y se puso en guardia, en
disposición de pelea, pero en ese momento oyó cómo se cerraba de golpe una
puerta de acero. Las lecciones que Adon había tenido que tomar cuando
practicaba el arte de la defensa personal le habrían venido muy bien de haberse
percatado antes de la situación.
Se maldijo
por haber entregado el hacha de guerra con tanta facilidad y maldijo su propia
vanidad que le nubló la razón, aunque sólo fuese por un instante. ¡Aquellos
canallas eran leales al Caballero Siniestro! El clérigo estaba seguro de que
sus conciudadanos Kelemvor y Cyric no tardarían en reunirse con él.
Pensó que
habían sido unos estúpidos. ¿Cómo podían creerse que la amenaza hubiera
desaparecido sólo porque habían puesto en fuga a un hombre?
No había luz
en la habitación; Adon se quitó el polvo de su delicada ropa. Se había puesto
sus sedas preferidas y cogido un pañuelo de puntillas doradas, para el caso de
que la dama no pudiera contener las lágrimas cuando él aceptase su propuesta y
se convirtiese en consorte real. A pesar de la porquería que se había visto
obligado a pisar, sus botas seguían relucientes y se reflejaba en ellas hasta
el más pequeño destello de luz.
—Soy un
estúpido —dijo Adon a las tinieblas.
—Eso me han
dicho —contestó una voz femenina detrás de él—. Pero todos tenemos nuestros
puntos débiles.
En seguida
Adon oyó el roce de una piedra y se encendió una antorcha que reveló a la
poseedora de la luz, una hermosa mujer morena.
Myrmeen
Lhal.
Los ojos de
la joven aparecieron en el reflejo de las llamas y la luz parpadeante parecía
bailar con el único fin de celebrar su belleza. Llevaba un manto oscuro,
abierto de cintura para arriba, y Adon miró la plenitud de sus pechos que se
agitaban dentro de su cota de malla.
Adon abrió
los brazos y avanzó hacia su amor, una mujer guerrera que contaba con el valor
y la sabiduría para controlar un reino.
La vida se
portaba con él mejor de lo que pensaba.
—No te
muevas, a menos que tengas ganas de salir de aquí reducido a otra cosa que no
sea un cerdo atravesado.
Adon se
paró.
—Milady,
yo...
—Hazme el
favor de limitar tus contestaciones a «sí, milady» o «no, milady» —dijo Myrmeen
en tono airado.
La soberana
de Arabel se adelantó y el clérigo notó la fría punta de una hoja contra su
estómago.
—Sí, milady
—dijo Adon, luego guardó silencio.
Myrmeen
retrocedió y estudió su rostro.
—Eres guapo
—dijo ella, aunque en realidad estaba siendo muy amable, pues la boca del
clérigo era un poco grande, su nariz estaba lejos de ser perfecta y su
mandíbula era demasiado angulosa para ser considerada particularmente
agradable. Sin embargo, en sus inocentes ojos había algo infantil y travieso,
quizás el reflejo de un alma que ansiaba aventura, siempre al servicio de su
diosa y de las hermosas damas de Arabel, si es que había que dar crédito a los
rumores que sobre él circulaban.
Adon dejó
escapar una sonrisa que no tardó en desvanecerse cuando la punta del cuchillo
encontró un nuevo y más bajo lugar donde posarse.
—Un hermoso
rostro, acompañado de un cuerpo sano y utilizable...
«¿Utilizable?»,
empezó a preguntarse Adon.
—¡Y un ego
del tamaño de mi reino!
Cuando
Myrmeen le gritó, con la antorcha peligrosamente cerca de su rostro, Adon
retrocedió. El clérigo notó la frente bañada de sudor.
—¿No es así?
El clérigo
tragó saliva.
—Sí, milady.
—¿Y no has
sido tú quien ha estado jactándose todos estos últimos días de que me llevarías
a la cama antes de que finalizase el mes?
Adon guardó
silencio.
—No importa.
Sé que es así. Y ahora, escúchame, estúpido. ¡Cuándo y cómo decido tomar un
amante es asunto mío y sólo mío! ¡Así ha sido y así será!
Adon se
preguntó si no le estaría chamuscando las cejas.
—Me habló de
ti lady Tessaril, Bruma de la Estrella Vespertina, antes de que yo permitiese
que te establecieses en Arabel. Llegué incluso a considerar que tu talento a la
hora de obtener información valiéndote de intrigas podía ser valioso, y en esto
has demostrado ser de utilidad.
El clérigo
pensó en los lechosos hombros de Tessaril, en el suave y perfumado cuello, y se
preparó a morir.
—Pero desde
el momento en que has volcado tus asquerosas fantasías en Myrmeen de Arabel
sólo puede haber un castigo adecuado.
Adon cerró
los ojos y esperó lo peor.
—El exilio
—dijo ella—. Mañana a mediodía tienes que estar fuera de mi ciudad. No me
obligues a enviarte a mis guardias. Su tierna clemencia no te dejará con juicio
suficiente para dar las gracias.
Adon abrió
los ojos con el tiempo justo de ver la espalda de Myrmeen cuando salía de la
celda, demostrando con ello un desprecio olímpico y una altanería como Adon no
había visto jamás. Admiró con qué gracia hizo una seña a dos guardias, que se
colocaron junto a ella mientras los otros dos avanzaban hacia Adon. Admiró su
enorme valor, su buen juicio, su gran misericordia por haberle dado la opción
de abandonar la ciudad amurallada en lugar de limitarse a ordenar a los
guardias que le cortasen el cuello.
Sin embargo,
cuando los dos guardias se acercaron a él y le obligaron a introducirse más
adentro de la celda en lugar de permitirle abandonarla, quedó anonadado, pero
sólo un instante. Sabía que planearan lo que planeasen, él no se atrevería a
luchar. Aunque derribase a los dos guardias en aquella mazmorra, había pocas
probabilidades de llegar hasta las puertas de la ciudad, y menos de
traspasarlas. Aun cuando lo consiguiese, sería un fugitivo, no un exiliado, y
sus acciones sólo serían fuente de desgracias y castigos para la iglesia.
—¡Por favor,
no me desfiguréis el rostro! —gritó, y los guardias empezaron a reír.
—Por aquí
—dijo uno de ellos mientras cogían el brazo de Adon y lo arrastraban fuera de
la celda.
Cyric regresó a su habitación desde la hostería El Lobo de la Noche con
el alma apesadumbrada. A pesar de que había tomado la decisión de que sus días
de ladrón quedaban muy lejos, seguía pensando como un ladrón, moviéndose como
un ladrón, y comportándose como un ladrón. Sólo en el fragor de la batalla,
cuando necesitaba de toda su concentración para asegurar su supervivencia, era
capaz de resistir a la influencia de su antigua vida.
Incluso
entonces, a medida que la noche se iba cerrando, Cyric subió las escaleras
débilmente iluminadas para dirigirse a su habitación. Sólo un agudo observador
habría sido capaz de detectar alguno de los ruidos producidos por la sombra de
un hombre, delgado y de pelo corto, que se dirigía ágilmente hacia el rellano
del segundo piso.
Los
recientes acontecimientos habían sido horribles. Acudió a Arabel para empezar
de cero y, sin embargo, fue necesario recurrir a su talento como ladrón para
desenmascarar las pruebas contra el Caballero Siniestro. Ahora sus días
transcurrían llevando a cabo las sencillas tareas de un guardia, siendo el
tedio una fútil recompensa, muy deprimente, para sus esfuerzos. La recompensa
que Evo Stralana prometiera en un principio se vio reducida a la mitad a causa
de la huida del Caballero Siniestro.
Stralana
acudió a Cyric y a Kelemvor porque eran forasteros, recién llegados a la ciudad
y probablemente desconocidos para los traidores. Aun cuando Cyric no tenía
intención alguna de entrar a formar parte de los guardias de Arabel, Stralana
impuso esa condición, e insistió en la autenticidad de un contrato firmado para
probar que Cyric era un guardia y disipar así las sospechas de su presa, que se
creía infiltrado en la guardia. Sin embargo, el contrato que Cyric había
firmado como parte de este subterfugio resultó ser vinculante. Al estallar el
conflicto, Stralana obligó a Cyric a respetar los términos del contrato. Arabel
necesitaba todos los guardias que se pudiesen reunir.
Ya no se
podía contar con muchas de las defensas de la ciudad, antes fortalecidas por la
magia, ya que la ciudad había llegado incluso a reclutar civiles para el
servicio temporal. Para salir de apuros, Cyric creía en una buena hacha o en un
cuchillo, en la fuerza de su brazo, en la fuerza de su ingenio y en su
habilidad. Eran ya muy pocos los que en el curso de las últimas semanas seguían
creyendo únicamente en el poder de la magia.
También para
Cyric era inquietante la presencia de los «dioses» en los Reinos. Como desafío
a Kelemvor, su compañero de infortunios en el fiasco del Caballero Siniestro,
Cyric visitó el derruido templo de Tymora y pagó el precio de la entrada para
disfrutar de la presencia de la deidad recientemente instalada en Arabel.
Aunque Cyric se había prometido considerar aquel acontecimiento con una visión
optimista, la «diosa» leyó inmediatamente su pensamiento.
—Tú no crees
en mí —dijo Tymora con un tono de voz desprovisto de sentimiento.
—Yo creo en
lo que mis sentidos ponen en evidencia —replicó Cyric con franqueza—. Si tú
eres una diosa, ¿para qué necesitas mi oro?
La diosa lo
observó con frialdad, luego apartó la mirada y levantó una de sus cuidadas manos
para indicar que la audiencia había terminado. Cyric, en su camino hacia el
exterior, robó del bolsillo de tres clérigos y aquella tarde entregó el dinero
a una misión dedicada a socorrer a los pobres.
Lo que más
perturbaba a Cyric era que había cientos de indicios que probaban que no todo
iba como era debido en los Reinos. El propio Cyric había sido testigo de una
buena parte de los extraños sucesos acaecidos desde la noche del Advenimiento.
Una noche lo
llamaron a un mesón llamado La Amable Sonrisa, donde tuvo que proteger a un
clérigo de Lathander que regresaba a Tantras. El clérigo trató inocentemente de
invocar un hechizo para purificar un trozo de carne pútrida que le habían
servido y, no sólo el hechizo no surtió efecto, sino que estalló una histeria
colectiva entre los demás comensales porque temían que el clérigo hubiese
envenenado toda la comida del mesón con su «magia no bendita».
Una tarde,
en un mercado al aire libre, dos magos se enfrascaron en una discusión que
desembocó en una batalla campal donde se recurrió a la magia. Por la expresión
de sorpresa que apareció en los rostros de ambos magos, sus hechizos no
actuaron según sus expectativas; uno de los magos fue sacado de allí por un
sirviente invisible y el otro miró indefenso cómo una capa de telarañas caía
del cielo y cubría todo el mercado. Los fuertes y pegajosos filamentos se
agarraron a todos y a todo lo que había a la vista. El género que había en el
mercado quedó inutilizado y, como las telarañas eran muy inflamables, Cyric y
sus compañeros los guardias estuvieron dos días sacando a tajo limpio las
fuertes telarañas en un esfuerzo por liberar a los inocentes que habían sido
atrapados en ellas.
Cyric
interrumpió sus meditaciones cuando dobló una esquina. Una pareja joven se
sobresaltó cuando él la sorprendió. Se pusieron a abrir la puerta de su
habitación con la llave y Cyric pasó por delante de ellos, reconociendo al
joven como al hijo de un guardia que no paraba de hablar de los problemas que
le causaba su hijo. La muchacha debía de ser la «ramera» que el padre del joven
le había prohibido volver a ver.
A Cyric no
le pasaron inadvertidas las oleadas de miedo que surgieron del joven, pero
fingió no haberlo reconocido, y envidió los sentimientos de la pareja. Hacía
mucho tiempo que nada en la vida despertaba sus emociones, ni para bien, ni
para mal.
«Vuelve en
ti —pensó Cyric—, ésta es la vida que has escogido.»
«O la vida
que el destino ha escogido para ti», se apresuró a añadir.
Entró en su
habitación impulsando todo su peso contra la puerta y haciendo que ésta se
abriese de par en par y golpease contra la pared. Alguien desde la habitación
contigua aporreó la pared protestando por el estrépito.
Mientras
Cyric se apresuraba a entrar, pensó que no había nadie detrás de la puerta, en
caso contrario habría recibido el impacto. Cerró la puerta de una patada al
mismo tiempo que se lanzaba rodando sobre la cama, preparado para sacar su
espada corta, listo para mantener a raya a cualquier intruso que pudiera
haberse colgado del techo, dispuesto a defenderse de él.
Pero no
había nadie.
Saltó de la
cama, dio una patada a la puerta del armario y aguzó el oído atento a cualquier
eventual grito de sorpresa que pudiera producirse cuando un atacante oculto se
diese cuenta, súbitamente, de que Cyric había empujado la puerta quedando
abierta hacia adentro.
Seguía sin
haber nadie.
Cyric
contempló la tarea de recomponer la puerta del armario y decidió dejarlo para
después de cenar. Comprobó las armas que había escondido en lo más recóndito
del armario; el hacha de mano, las dagas, el arco, las flechas y la capa para
los viajes: nada se había tocado. Verificó el pelo que había pegado al marco de
la ventana y vio que no estaba roto. Por fin se relajó un poco.
A
continuación Cyric se fijó en la sombra de aproximadamente el tamaño de un
hombre que había aparecido de pronto en la parte exterior de la ventana. La
ventana explotó y Cyric se echó hacia atrás, en un intento de esquivar la
ráfaga de trozos de afiladísimos cristales que llovieron en la habitación.
Cyric oyó a
su agresor saltar dentro del cuarto antes de que cayese el último de los
cristales rotos. Imaginó a su adversario unos momentos antes, esperando en la
habitación de encima, atento a los ruidos producidos por la llegada del ex
ladrón. Cyric se maldijo por haber seguido una rutina; era evidente que el
asaltante debía de haber estado días observándolo.
Cuando Cyric
se puso de pie, una ligera corriente de aire a su derecha le avisó del peligro.
Se movió hacia la izquierda escapando por los pelos al cuchillo dirigido a su
espalda. Sin volverse, Cyric hundió el codo en el rostro de su enemigo, luego
pasó al otro lado de la habitación saltando por encima de la cama. Antes de
hacerlo para quedarse de frente a la ventana rota, la espada corta ya estaba en
su mano.
No había
nadie en la habitación. Cyric advirtió a través del destrozado marco de la
ventana la cuerda que había utilizado su agresor. Se balanceaba de un lado a
otro como un péndulo, entraba en el cuarto y volvía a salir. Sin embargo, el
hombre que la había usado no estaba en ninguna parte.
Una ráfaga
de aire volvió a ponerlo sobre aviso y se movió rápidamente. En la pared que
había junto a él vio materializarse una daga.
Invisibilidad,
observó con calma. Sin embargo algo no encajaba. La invisibilidad sólo protegía
a quien hacía uso de ella hasta el momento del ataque. En ese caso, su
adversario se había vuelto invisible mientras atacaba.
Cyric supo
que tenía muy pocas posibilidades de salir bien parado de aquella situación.
Sin embargo, una sonrisa más amplia que cualquiera que hubiese esbozado en los
últimos tiempos se extendió por su rostro.
El ladrón
empezó a desplazarse deprisa, cubrió una zona delante de él blandiendo
continuamente la espada, sin dar a otra cosa que no fuese el aire y cambiando constantemente
de dirección. Con la mano libre, Cyric fue cogiendo objetos diversos de la
habitación y lanzándolos en diferentes direcciones, esperando oír el ruido de
alguno de ellos al golpear al asesino invisible.
El borde del
cubrecama se levantó ligeramente y un hilo de éste se elevó en el aire, sin
sujeción aparente pero sin duda enganchado a la ropa del enemigo invisible.
Cyric dio la espalda al asaltante y se alejó un poco para, inmediatamente,
ponerse en cuclillas.
La estocada
del agresor dio demasiado arriba y Cyric, después de apresurarse a levantar una
mano, notó que sus dedos sujetaban un brazo humano. Se puso de pie y lanzó al
hombre por encima de su hombro sin dificultad, mientras oía el ruido que
producía un cuchillo al caer al suelo, para luego materializarse.
Cyric puso
su rodilla sobre la garganta del agresor y deslizó la espada junto a ella.
—¡Déjate
ver! —ordenó Cyric.
—Tendrás que
esperar —dijo una voz apagada.
—¿El qué?
—Tendrás que
esperar a que el hechizo se desvanezca. Tarda un poco una vez he dejado de
atacar. Ya sabes que, últimamente, cualquier cosa relacionada con la magia
funciona de forma bastante extraña, si es que llega a funcionar.
Cyric
frunció el entrecejo. A pesar de que el tono de voz estaba amortiguado, le
resultaba familiar.
El hechizo
se desvaneció un momento después y pudo ver al hombre. Llevaba el rostro
envuelto en una especie de tela que parecía haber sido reforzada con malla de
acero y la mayor parte del cuerpo había sido amortajada de modo similar. El
otro detalle digno de mención era la piedra preciosa de color azul que había en
su dedo. Cyric retiró la tela del rostro del hombre con la mano libre.
—¡Marek!
—exclamó Cyric casi en un susurro—. Después de todos estos años...
Cyric miró
los ojos del anciano y Marek se echó a reír; un rugido franco y bonachón le
brotó de la garganta.
—Sigues
siendo aquel estudiante de mal genio, Cyric, incluso con tu mentor.
Apretó con
más fuerza la espada y Marek miró al techo.
—¡Jovenzuelo
estúpido! —dijo con voz ronca—; si mi intención hubiese sido la de quitarte la
vida, hace días que habrías dado tu último suspiro. Sólo quería demostrarme a
mí mismo que todavía eras dueño del saber que yo te enseñé, que eras todavía
digno de mi atención. —Marek hizo una mueca—. Una locura de anciano, si
quieres. Mi necedad podía haber hecho que me matases.
—¿Por qué
debería creerte, a ti que eres el maestro de las mentiras?
Marek dejó
escapar un bufido.
—Cree lo que
quieras. La Cofradía quiere que vuelvas a donde perteneces, con los de tu
propia especie.
Cyric trató
de ocultar su reacción, pero no pudo reprimir la sonrisa que cruzó sus labios y
lo delató.
—Tú también
has pensado en ello —dijo Marek, contento—. Te he estado observando, buen
Cyric. La vida que llevas no es digna ni de un perro.
—Es una vida
—replicó Cyric.
—No para
alguien con tus cualidades. Te enseñaron la forma, y tú la elevaste a cotas
inimaginables.
La sonrisa
de Cyric se hizo más amplia.
—Cuando
empiezan las mentiras es como un maldito estallido, ¿no es así? Yo era un buen
ladrón. Pocos advirtieron mi ausencia. Esto es solamente motivo de orgullo para
ti. De hecho, apuesto a que la Cofradía de los Ladrones no sabe de tu visita.
Marek hizo
una mueca.
—¿Hasta
cuándo va a durar esta comedia?
—Depende
—contestó Cyric, y apretó con fuerza la hoja contra la garganta de su antiguo
mentor.
Marek lanzó
una mirada al cuchillo.
—Entonces
¿vas a matarme?
—¿Qué? —dijo
Cyric sonriendo—. ¿Y malgastar así el cortante filo de mi espada con alguien
como tú? No, creo que Arabel sabrá servirse de tu talento. Es posible que hasta
obtenga una comisión decente en el juicio.
—¡Te
desenmascararé!
—Para
entonces ya me habré marchado —repuso Cyric— Además, nadie te creerá y, si así
fuese, tampoco se molestarán en ir a buscarme. No es frecuente que nosotros,
los de nuestra ralea, seamos muy solicitados una vez nuestros secretos han
dejado de serlo.
—Vendrán
otros —replicó Marek—. Véndeme como esclavo y vendrán otros.
—¿Preferirías
que te matase?
—Sí.
—Razón de
más para no hacerlo —dijo Cyric; a continuación se levantó y se apartó de
Marek, dando así por finalizado el juego.
—¡Te enseñé
demasiado bien! —comentó Marek, que luego se levantó para ponerse frente a su
antiguo alumno—. La Cofradía de los Ladrones volvería a contratarte, Cyric.
Aunque ni siquiera hayas intentado quitarme el anillo. —Marek guiñó un ojo—. Se
lo robé a un brujo, junto con un montón de cosas que tenía escondidas y que no
tengo intención alguna de comprender.
Llamaron a
la puerta.
—¿Sí? —gritó
Cyric sin apartar los ojos de Marek más que un instante.
Cyric oyó un
crujido de cristales. Cuando volvió la vista, Marek no estaba ya delante. Cyric
corrió hasta la ventana y lo vio abajo en la calle. Parecía que el anciano
estuviese desafiándole a que lo siguiera.
La llamada a
la puerta se repitió.
—Kelemvor y
Adon quieren que te reúnas con ellos en El Orgullo de Arabel cuando te vaya
bien.
—¿Cómo te
llamas?
—Tensyl
Durmond, de los Mercenarios de Iardon.
—Espera un
momento, buen Tensyl, y te daré una moneda de oro.
—¡Ven con
nosotros! —gritó Marek desde la calle—. En caso contrario, antes de quince días
te habrás quedado sin la insignificante vida que llevas entre los trabajadores.
Soy capaz de desenmascararte para conseguir lo que quiero, Cyric. Recuérdalo.
—Lo
recordaré —repuso Cyric suavemente; luego se volvió y se dirigió a la puerta—.
Siempre me acuerdo.
Cyric abrió
la puerta al muchacho e ignoró la expresión abobada de su rostro cuando vio la
ventana rota y las evidentes señales de una reciente lucha en la habitación.
3
El encuentro
Medianoche
no tardó en despejarse después de abandonar la granja y consiguió que una
pequeña caravana, bastante corriente en la carretera que conducía a la ciudad
incluso en tiempos difíciles, la llevase a Arabel. Sin embargo, ningún viajero
de cuantos encontró pudo explicarle nada acerca de los sucesos de las últimas
dos semanas, si bien todos contaban historias sobre la enloquecida magia y el
desorden de la naturaleza. Cuando la caravana llegó a la ciudad, Medianoche se
fue en busca de sus propias respuestas.
Pasó el día
deambulando por las calles de Arabel, tratando de verificar las historias de
Brehnan con respecto a los dioses y al extraño estado de la magia en los
Reinos. Medianoche sabía que podía pasarse todo el tiempo que quisiera buscando
respuestas, pues tenía todavía llena la bolsa que tan fácilmente había ganado
en la Compañía del Lince. Si era prudente, el oro le duraría como mínimo tres
meses.
Al principio
de sus pesquisas, Medianoche encontró la Casa de las Damas, el templo de
Tymora, y pagó la entrada para ver la cara de la diosa. La mirada de Medianoche
se cruzó con la de Tymora y una extraña emoción la embargó al comprobar al
instante, de eso no cabía la menor duda, que aquella mujer era la diosa en
carne mortal. Entre las dos surgió un sentimiento de afinidad, como si a cierto
nivel primario compartiesen un gran secreto que, en honor a la verdad,
Medianoche no sabía de qué podía tratarse. Sin embargo, el momento más
impresionante del encuentro fue aquel en que la diosa miró a Medianoche antes
de que la maga se retirase.
El temor se
reflejaba en su mirada.
Medianoche
se apresuró a salir del templo y pasar el resto del día explorando la ciudad.
No encontró ningún templo de la diosa Mystra y, cuando se atrevió por fin a
entrar en una posada del lugar, sus preguntas sobre el paradero de la diosa de
la Magia no recibieron más respuestas que ojos en blanco y encogimiento de
hombros. Parecía que no todos los dioses habían hecho espectaculares entradas
la noche del Advenimiento, como era el caso de Tymora. De hecho, algunos dioses
ni siquiera se habían presentado.
Los pasos de
Medianoche la llevaron finalmente al mesón El Orgullo de Arabel, a la hora de
la cena. Se quedó un momento en la puerta y observó a un cuervo negro que daba
vueltas como un buitre en la penumbra. Luego apartó la mirada de aquella
criatura y entró. Tras instalarse en una mesa situada cerca de la parte
posterior, pidió su cerveza preferida y abundante comida.
Al cabo de
un rato, llamó su atención un grupo de aventureros. Estaban sentados en el
extremo opuesto de la posada y su conversación era una de las muchas que se
oían en la sala cada vez más llena, pero Medianoche no pudo evitar que su
mirada se posase una y otra vez en el fornido guerrero y sus compañeros. Se
levantó finalmente de su mesa y se dirigió al otro extremo del mostrador, donde
podía escuchar sus palabras con bastante claridad.
—Los muros viven y respiran —dijo Caitlan, Melodía de la Luna—. ¿Dicen
que ningún muro tiene oídos de verdad? ¡Pues éstos sí!
—¿Y esto
debe animarnos? —preguntó Adon.
Kelemvor se
reclinó contra el respaldo de la silla, se tomó su cerveza de un trago y dejó
escapar un eructo. Adon lo fulminó con la mirada. El Orgullo de Arabel era un
mesón caro donde había que mantener cierto decoro. Los nobles que acudían a la
ciudad, cuando escaseaban las habitaciones en el palacio, se alojaban en esta hostería,
y de los comerciantes y hombres de negocios sólo los de muy alta categoría
podían permitirse el lujo de pagar los precios de El Orgullo.
Por haber
acabado con la conspiración del Caballero Siniestro, Kelemvor, Cyric y Adon
contaban con el favor permanente de visitar gratis el mesón cuantas veces lo
desearan. Si bien se habían permitido ese lujo por separado, aquélla era la
primera vez que acudían juntos al mesón.
Mientras los
aventureros escuchaban la historia de Caitlan, Adon advirtió que una bonita
camarera miraba en su dirección y le sonreía. La cara de la joven le resultaba
familiar, pero el clérigo no fue capaz de reconocerla.
—Es
imposible que una fortaleza tenga vida —observó Cyric.
—¡Ésta sí!
Los muros pueden envolverte. Los pasillos pueden cambiar de forma sin que lo
adviertas y convertirse en un laberinto donde uno acaba muriendo de hambre. El
polvo en sí es suficiente para matarte; tiene la facultad de solidificarse y
convertirse en dagas que atraviesan el corazón de un valiente guerrero que
jamás haya conocido la fatiga ni el agotamiento.
«¡Ah! ¿Cómo
escapaste tú, entonces, pequeña?», se preguntó Cyric, con una sonrisa jugando
en sus rasgos semiocultos por las sombras. Estaba sentado de espaldas a la
pared, otra lección bien aprendida en sus días de ladrón; y una lección
aplicada ahora bastante razonablemente, teniendo en cuenta la batalla que había
librado con Marek hacía menos de una hora.
Cyric estaba
seguro de que Caitlan no les estaba contando todo y, por esta única razón, el
ladrón guardaba silencio y se cubría la amplia sonrisa con una mano enguantada.
—Vuelve a
explicarme por qué debemos arriesgar la vida y el pellejo sólo para ayudarte a
ti y a esta simple niña que promete grandes riquezas y sin embargo va vestida
de harapos —dijo Adon a Kelemvor.
Cyric
observó que el clérigo estaba muy nervioso; tan nervioso, que cada vez que se
abría la puerta de la hostería y entraba un nuevo cliente se sobresaltaba. Adon,
el clérigo, se comportaba de forma extraña desde que llegó, en respuesta a la
llamada de Kelemvor; en aquellos momentos su estado de ánimo le incapacitaba
para la compañía humana. El efecto era desconcertante.
—¿A quién
estás esperando? —preguntó Cyric al impaciente clérigo, que se limitó a hacer
una mueca.
—¡Claro que
hay un riesgo! —dijo Kelemvor finalmente—. Pero ¿qué otra cosa es la vida, sino
una serie de riesgos? No sé si vosotros dos pensáis como yo, pero no soporto la
idea de pasar otro día encerrado dentro de estos muros desesperantes.
—¡Y mi
señora está atrapada dentro de ellos, prisionera de por vida a menos que
vosotros la rescatéis! —Caitlan se puso pálida a medida que hablaba y en su
frente aparecieron unas gotas de sudor.
Adon desvió
la mirada y vio que la camarera que le había sonreído se acercaba. Era
chiquita, con un brillante pelo rojo que le recordaba a la propia Sune. Llevaba
una bandeja cargada de bebidas y se detuvo junto a la mesa contigua.
Recordó de
repente la conversación que habían mantenido dos noches antes, cuando la
conoció en la hostería Luna Alta. A Adon le gustaba el ambiente de aquella
hostería; el salario de la joven era demasiado bajo para pensar siquiera en
permitirse los lujos de El Orgullo de Arabel.
—Adon —dijo
ella, recorriéndole de arriba abajo con la mirada.
—¡Querida!
—Adon no recordaba su nombre.
Un momento
después Adon estaba en el suelo, el impacto de la bandeja resonando todavía en
sus oídos.
—¡Bonito
consejo me diste, patán! ¡Exige igualdad de retribución! ¡Que te traten
justamente, como a una persona, no como a una puta sirvienta a quien acarician
y se comen con los ojos los borrachos acaudalados de ropa elegante que pasan
por esa puerta!
Adon trató
de que se excitara algún sentido en su confundido cerebro, pero no lo
consiguió. Sí, las palabras parecían ciertamente las suyas...
—¿La
conversación no dio sus frutos? —dijo el clérigo en voz baja.
La camarera
temblaba de rabia.
—He perdido
mi puesto, que me llevaba directamente a ser la siguiente dama refinada de la
hostelería, la esposa del propietario. ¡Una vida de lujo echada por la borda
por tu culpa!
Le arrojó la
bandeja y, en esta ocasión, Adon tuvo cuidado de evitarla. La camarera se alejó
como un huracán y Adon miró a sus compañeros.
—¿Cuándo nos
marchamos? —preguntó Adon; luego aceptó la mano que Cyric le ofrecía para
ayudarle a ponerse de pie.
—¡Bienvenido!
—dijo Cyric, sin ocultar ya la sonrisa.
—Debemos
tener en cuenta algo más que nuestra prisa por marcharnos o nuestro deseo de
aventura —observó Kelemvor—. Aunque no se pueda confiar en la magia, deberíamos
llevar un mago en este viaje.
Cyric
frunció el entrecejo.
—Sí, supongo
que tienes razón. Pero ¿quién?
—¿Qué me
decís de lord Aldophus? —preguntó Adon al cabo de un momento—. Es un sabio de
gran reputación y mantiene una sólida amistad con el rey Azoun.
—Un cúmulo
de curiosas circunstancias..., si todas arden desencadenan un infierno —dijo
Cyric en voz baja, repitiendo la frase acuñada por Aldophus, una frase cuyo
significado había adquirido nuevo sentido y, en cierta forma, más misterioso
del que el sabio había pretendido cuando la pronunció por primera vez.
—Aldophus es
un diletante en las ciencias físicas. —Todos los rostros se volvieron hacia la
mujer de pelo oscuro que estaba delante de los aventureros—. Dudo mucho que la
práctica de adivinar las cualidades del lodo y de los metales bajos de ley os
resulte de mucha utilidad donde tenéis intención de meteros.
—¿Debo
suponer que tú podrías hacerlo mejor? —dijo Kelemvor con desprecio.
La mujer
levantó las cejas y Kelemvor estudió su rostro. Eran sus ojos de un negro
profundo e insondable con unos puntos color escarlata que bailaban dentro de
ellos. Tenía la piel bronceada e imaginó que procedía del sur. Sus labios eran
gruesos y rojos como la sangre; una fría sonrisa cruzaba su misterioso rostro,
enmarcado por un pelo largo y negro recogido en un par de trenzas.
Era alta
para ser mujer, ligeramente más alta que Kelemvor. Se cubría con una capa que
sólo permitía distinguir un hermoso medallón azul en forma de estrella. La tela
era de un color violeta intenso y llevaba dos grandes libros, atados con una
correa de cuero, colgados en bandolera.
Kelemvor
pensó que aquello era un asunto de hombres y que ella estaba metiéndose donde
no la llamaban. Empezó a decírselo a gritos cuando su vaso se partió y de él
surgió un dragón hecho de fuego blanco azulado de la envergadura de un hombre.
Acompañó su salto de un rugido que atrajo la atención de todos los huéspedes
del mesón. El dragón abrió las fauces y dejó los colmillos al descubierto, unos
colmillos que parecían estar afilados como dagas. Luego se alzó sobre sus patas
traseras y se abalanzó hacia adelante con la única intención de arrancarle a
Kelemvor la cabeza y poner fin así a la dinastía de los Lyonsbane.
La rapidez y
la furia del monstruo impidieron que Kelemvor sacase su espada a tiempo y el
dragón habría matado al guerrero en un instante; pero, de pronto, la criatura
se detuvo, dejó escapar de su garganta un ruido impresionante y desapareció.
Kelemvor se
quedó sentado sobre la silla hecha trizas en el suelo, con las piernas
estiradas, el corazón latiéndole aceleradamente, y lanzó miradas fulminantes a
un lado y a otro; la mujer sonrió y dejó escapar un bostezo. Kelemvor la miró
con severidad.
—¿Hacerlo
mejor? —dijo ella, repitiendo el comentario sarcástico del guerrero—. Debo
suponer que podría hacerlo. —A continuación cogió una silla—. Soy Medianoche,
del valle profundo.
Las espadas
volvieron a sus fundas, las hachas a sus lugares, se retiraron los resortes de
las ballestas y la calma general volvió a la posada.
—Una simple
ilusión. Necesitamos un mago, no un ilusionista. —Pero la risa gutural de
Kelemvor quedó interrumpida de golpe al ver la mesa donde había aparecido el
dragón de fuego: se había quemado el sólido roble.
Kelemvor
pensó que aquel control de la magia era sorprendente, sobre todo procediendo de
una mujer. Quizás había sido un accidente.
Echó mano de
la espada para apoyarse y ponerse de pie. Antes de que se le ocurriese volver a
meter la espada en su funda, se dejó oír una voz demasiado familiar:
—¡No! ¡Mis
ojos me están engañando! ¡No puede ser que Kelemvor el Fuerte haya venido a
honrar este pobre mesón con su maravillosa presencia!
Kelemvor se
levantó con la espada por delante, y miró la cara risueña del mercenario
Thurbrand. Kelemvor se dio cuenta de que no estaba solo. Se habían juntado dos
mesas cuadradas para acomodar al grupo de Thurbrand, compuesto por siete
hombres y tres mujeres, ninguno de los cuales, a menos de tener muchísima
imaginación, sería jamás confundido con un cliente habitual de la hostería El
Orgullo de Arabel. Los hombres, a pesar de su aparente juventud, tenían aspecto
de combatientes veteranos. Uno de ellos, un albino, alargó la mano para coger
su daga, pero Thurbrand le indicó con un gesto que se tranquilizase. Junto a
Thurbrand había una mujer de pelo rubio y corto que se mostraba fascinada ante
cada palabra y cada gesto del mercenario. En la otra punta de la mesa, una
joven de pelo castaño, también corto, permanecía silenciosa mirando con
suspicacia a Kelemvor.
Kelemvor
observó los demasiado conocidos ojos color esmeralda de Thurbrand, y le
parecieron tan engañosos y cautivadores como siempre. Hizo una mueca.
—¡Y yo que
pensaba que los perros estaban a buen recaudo en la perrera! —espetó Kelemvor—.
Espero que el vigilante sea castigado.
Mientras
miraba a sus compañeros, Thurbrand movió la cabeza y sonrió. Aquella mirada les
puso claramente de manifiesto que no debían interferir, pasara lo que pasase.
—¡Kelemvor!
—exclamó, como si el mero hecho de pronunciar aquel nombre fuese por sí mismo
una adversidad—. ¡Espero que los dioses no sean tan crueles!
Kelemvor
dirigió la vista hacia los curiosos de las otras mesas y éstos, uno a uno,
fueron apartando su inoportuna mirada.
—Te estás
haciendo viejo —dijo Kelemvor en un tono de voz mucho más bajo.
Thurbrand,
que acababa de cumplir los treinta años, era apenas algo mayor que el propio
Kelemvor, y, sin embargo, la edad había empezado a causar verdaderos estragos
en el guerrero. Thurbrand había ido perdiendo el pelo, hermosamente rubio, y lo
llevaba más largo de lo normal en un intento de cubrir las zonas calvas. Era
evidente que Thurbrand era consciente de ello pues no dejaba de tocarse y
acariciarse el pelo con los dedos a fin de mantenerlo sobre los trozos claros.
Desde la
última vez que Kelemvor lo viera, le habían salido arrugas en la frente y
alrededor de los ojos; su actitud, incluso sentado, daba la imagen de un hombre
de negocios rechoncho sin aquel aire elegante y espigado del guerrero con el
que Kelemvor había compartido unas cuantas aventuras intrépidas años atrás,
antes de que un altercado, cuya raíz habían olvidado ambos hombres hacía
tiempo, hiciera que cada uno se fuera por su camino. Sin embargo, el rostro de
Thurbrand estaba rojo por haber tomado demasiado sol y sus brazos estaban tan
fuertes y musculosos como los de Kelemvor.
—¿Viejo?
¿Thurbrand de las Tierras de Piedra, viejo? ¿Por qué no te miras de vez en
cuando en el espejo?, tú sí que estás hecho una ruina. ¿Y nadie te ha dicho que
los hombres civilizados no sacan las armas a menos que tengan un uso que
darles?
—Compadezco
a quien nos confunda a ti o a mí con hombres civilizados —dijo Kelemvor, luego
guardó la espada.
—Kel —dijo
Thurbrand—, vas a echar abajo mi frágil fachada. Soy cliente habitual de este
establecimiento. Un respetado representante de armas con experiencia y talento
para empuñarlas. A propósito, tal vez tenga un trabajillo que tú...
—¡Basta! —lo
interrumpió Kelemvor.
Thurbrand
movió la cabeza en una actitud de fingida desesperación.
—¡Ay! ¡Está
bien! Por lo menos sabes dónde puedes encontrarme.
—Eso no lo
sabría a menos que tuviese ojos en la nuca —replicó Kelemvor para luego
volverle la espalda.
Kelemvor
encontró otra silla esperándole y vio a un camarero meterse precipitadamente en
la cocina con los pedazos de la silla rota bajo el brazo. Medianoche estaba
sentada con toda confianza entre Cyric y Adon. Caitlan guardaba silencio,
fascinada por el medallón de la maga que ahora descansaba sobre su capa. Daba
la impresión de que la muchacha estaba a punto de desmayarse. Estaba pálida y
le temblaban las manos.
—Estábamos
hablando del camino más adecuado a seguir y de la parte del botín para alguien
con mi talento —dijo Medianoche sin turbación alguna, y a Kelemvor se le
erizaron todos los pelos del cuerpo—. Yo sugiero que...
—Levántate
—se limitó a decir Kelemvor.
—Me
necesitáis —dijo Medianoche con incredulidad mientras obedecía a regañadientes.
—Sí —replicó
Kelemvor—. Tanto como necesito que me corten la garganta mientras duermo.
¡Fuera de aquí!
Caitlan se
levantó de repente, moviendo la boca como si estuviese a punto de gritar. Se
llevó las manos a la garganta y se desplomó sobre la mesa.
Kelemvor
miró a la muchacha con el pánico reflejado en los ojos.
—Mi recompensa
—murmuró. Cuando levantó la vista se dio cuenta de que los otros estaban
esperando a que él les dijese lo que había que hacer—. ¡Adon! No te quedes ahí
parado. Eres clérigo. Mira lo que le pasa a la niña y cúrala.
Adon sacudió
la cabeza y dejó las manos abiertas colgando de sus costados.
—No puedo.
Estando los dioses en los Reinos, nuestros hechizos no surten efecto a menos
que estemos cerca de ellos. Debes de saberlo.
Kelemvor
soltó un juramento al ver que Caitlan estaba temblando a pesar del calor que
hacía en la sala.
—Ve a buscar
una manta o algo para darle calor.
Medianoche
se adelantó.
—Mi capa
—dijo a la vez que empezaba a desabrochar el cierre del cuello.
—Tú no
tienes nada que ver con esto —dijo Kelemvor mirándola severamente.
Apareció una
camarera con un mantel.
—Os he oído
—dijo, y se puso a ayudar a Kelemvor a envolver a la muchacha en el mantel; se
retiró cuando el guerrero cogió a la inconsciente chica en sus brazos.
Kelemvor
miró los rostros de sus compañeros.
—¿Os vais
con la maga o venís conmigo? —se limitó a decir.
Adon y Cyric
se miraron entre sí, luego a Kelemvor. Ni siquiera se dignaron mirar a
Medianoche.
—Como
queráis —dijo fríamente la maga.
Kelemvor y
sus compañeros pasaron uno detrás del otro por delante de ella, que los estuvo
observando mientras Adon mantenía la puerta abierta para los otros y salía a su
vez.
Medianoche
se volvió y casi chocó con una camarera cuya frágil figura coronaba una turbada
sonrisa. La muchacha jugaba nerviosamente con su delantal.
—¡Guarda
silencio! —le espetó Medianoche.
—Su cuenta,
señora.
Medianoche
se fijó en su primera mesa, donde la comida que había pedido se había enfriado
hacía rato. Poco importaba. Ya no tenía hambre. Medianoche siguió a la muchacha
hasta el mostrador y pagó al propietario.
—¿Hay alguna
habitación libre? —preguntó Medianoche.
El
propietario del mesón le devolvió el cambio.
—No, señora.
Está todo completo. Quizás en La Lanza Escarlata. Está cerca de aquí...
Medianoche
escuchó las indicaciones del hombre y le dio una moneda de oro por las
molestias. Antes de que el hombre pudiese siquiera expresar su sorpresa ante
una propina tan extravagante, Medianoche empezó a encaminarse hacia la puerta.
Mientras
Medianoche cruzaba las puertas del mesón y recibía con gusto la cortante ráfaga
del tenue aire nocturno, una figura oscura se levantó de una mesa,
intencionadamente desatendida. Al parecer era poco lo que un puñado de oro no
pudiese comprar en Arabel; por ejemplo, el derecho a permanecer sentado sin ser
molestado en un rincón débilmente iluminado de un mesón donde apenas cabía un
alfiler. Las negras cuencas de los ojos del desconocido brillaban con las
imágenes de los aventureros. Sonrió de oreja a oreja, luego desapareció entre
las sombras y se marchó antes de que nadie se hubiera percatado siquiera de su
llegada.
Kelemvor llevaba a Caitlan atravesada en el caballo y cabalgaba en la
oscuridad de la noche. Cyric y Adon lo seguían a corta distancia con sus
respectivas monturas. No tardaron en llegar a la hostería El Hombre Hambriento
y, una vez allí, Cyric ayudó a Kelemvor a bajar a la muchacha hasta los brazos
abiertos de Adon. El guerrero saltó de su caballo y corrió a la puerta de la
hostería sin preocuparse siquiera por atar al caballo.
—¿Lo
seguimos? —quiso saber Adon.
—Dale unos
minutos —dijo Cyric.
Al cabo de
un momento, Kelemvor salió de la hostería y empezó a ordenar en tono brusco que
llevasen a la muchacha a la parte de atrás.
En la puerta
posterior los esperaba una anciana con una linterna y les indicó con muchos
aspavientos que entrasen. En presencia de la mujer, Kelemvor tenía un aspecto
sumiso.
—Zehla, te
presento a Cyric, un compañero de la guardia, y Adon de Sune —dijo Kelemvor.
La anciana
movió la cabeza.
—Ya habrá
tiempo para cortesías. Seguidme.
Momentos
después estaban junto a Zehla en una habitación que ella reservaba siempre para
emergencias como ésta, y observaban los febriles y atormentados movimientos de
Caitlan, Melodía de la Luna. A medida que se iban formando gotas de sudor en la
frente de la muchacha, Zehla las iba enjugando con una toalla húmeda.
—Está muy
enferma, posiblemente a punto de morir, Kel —dijo Zehla, cuyos apergaminados
rasgos y arrugas del rostro evidenciaban su autoridad con respecto al dolor y
al sufrimiento.
Kelemvor se
dio cuenta de que Caitlan recobraba el conocimiento; estaba tratando de decir
algo. Él se inclinó para poder escuchar sus palabras.
—Sálvala
—dijo la muchacha con voz débil y quebrada—, salva a mi señora.
—Descansa
—se limitó a decir Kelemvor, mientras le apartaba el pelo de los ojos.
De repente
Caitlan cogió su maciza mano con tanta fuerza que el guerrero se sobrecogió.
—Ella puede
curarte —dijo Caitlan, luego sus músculos se relajaron y se dejó caer en la
cama.
—¡Zehla!
—gritó Kelemvor, pero la anciana ya estaba allí. Kelemvor miró a los otros
hombres. Si habían oído la promesa de la muchacha, no lo dejaron entrever. Su
secreto estaba a salvo.
—Vive
—declaró Zehla—. Por ahora.
La anciana
se volvió hacia Cyric y Adon y les pidió que saliesen de la habitación para
poder hablar a solas con Kelemvor. Ambos hombres miraron buscando su
aprobación, pero él miraba a la muchacha, absorto en sus propios pensamientos.
Salieron sin que se lo volviesen a pedir y Zehla cerró la puerta tras ellos.
—Mi
recompensa —dijo Kelemvor, a la vez que señalaba a la muchacha—. Si muere, me
engañarán con la recompensa.
Zehla se
acercó a él.
—¿Eso es
todo lo que te preocupa?
Kelemvor
apartó la mirada de la muchacha y volvió la espalda a la anciana.
—Las
riquezas pueden ser algo más que oro, buen Kel. Hay personas que ayudan al
prójimo sólo por el placer que les proporciona actuar así y por el
convencimiento de que han hecho algo que las distingue en el mundo. En
comparación, los brazos alquilados son baratos y abundantes. Harías bien en
pensar en ello.
—¿Crees que
no lo sé? ¡Lo pienso todos los días! Pero no olvides que no soy un niño ni un
jovenzuelo ingenuo para que me sermonees. No me queda más remedio que seguir el
camino que tengo trazado.
Zehla se
acercó más y le tocó el brazo.
—Pero ¿por
qué, Kel? ¿No puedes decirme por qué?
Los hombros
de Kelemvor se hundieron como si la ira que los había recorrido se hubiese
evaporado.
—No puedo.
Zehla movió
la cabeza y pasó por delante del guerrero. Apartó una silla y retiró fácilmente
con las manos una tabla del suelo, dejando al descubierto una cajita que había
escondido en aquel agujero. Zehla sacó la caja y se apoyó en la cama para
ponerse de pie.
—Ayúdame
—dijo Zehla mientras colocaba la caja junto a Caitlan. Kelemvor vaciló. Los
rasgos de Zehla se endurecieron—. Venga, tenemos que proteger tu inversión.
Kelemvor se
adelantó para ver como Zehla abría la caja, que contenía una serie de
frasquitos multicolores.
—Pociones
curativas —dijo Kelemvor.
—Claro. ¿No
es por eso por lo que has acudido a mí en lugar de llevarla a uno de los
templos?
—Sí
—contestó Kelemvor—. No se puede confiar en la magia del clero. Antes le dije a
Adon que la curase, sin pensar, como si estuviésemos todavía antes del
Advenimiento. No ha podido, por supuesto. Me daba miedo que los adoradores de
Tymora le volviesen la espalda por no ser uno de ellos o que nos obligasen a
llevarla por la mañana. Para entonces puede haber muerto.
—Que beba
esto puede resultar tan mortal como no suministrarle nada —observó Zehla
mientras cogía un frasquito—. No hay ninguna magia segura.
Kelemvor
suspiró y miró a Caitlan, que no había dejado de temblar.
—Pero ¿acaso
tenemos otra alternativa?
Zehla retiró
el tapón del frasco y levantó la cabeza de la muchacha. Kelemvor la ayudó y
juntos alentaron a la inconsciente muchacha a beber.
—De modo que
has acudido a mí por mis pociones curativas.
—Sabía que
si tú no las tenías, sabrías dónde conseguirlas —le dijo Kelemvor—. Si era
preciso, en el mercado negro. Están muy solicitadas. —El frasco estaba vacío y
Kelemvor dejó que la cabeza de Caitlan descansase sobre las blandas almohadas—.
Y ahora ¿qué?
—Ahora a
esperar —contestó Zehla—. A menos que la hayamos envenenado, no obtendremos
ningún resultado hasta mañana.
—Si la
poción surte efecto, ¿estará en disposición de viajar con nosotros a caballo?
—preguntó ansiosamente Kelemvor.
—Vivirá —le
contestó Zehla—. Con respecto a lo otro, ya veremos.
Kelemvor
hizo un movimiento para sacar su oro, pero Zehla detuvo su mano.
—A
diferencia de ti, Kel, yo no necesito más recompensa que saber que he salvado
una vida. —Zehla señaló la caja abierta donde había media docena de frascos—.
Guárdala —dijo, y luego salió de la habitación.
Kelemvor
estuvo un buen rato sin moverse, mirando a la muchacha y los frascos,
profundamente afectado por las palabras de Zehla. Cuando el guerrero salió de
la habitación de Caitlan, encontró a Cyric y Adon esperándolo.
Zehla los
había informado ya sobre la mejoría de Caitlan y querían hablar sobre los
próximos pasos. Sin embargo, Kelemvor no estaba de humor para hablar. Salió del
mesón acompañado de sus camaradas y esperó a que montaran a caballo y se
alejaran bastante de la hostería para empezar a dar una serie de órdenes que
sorprendieron a Cyric y desvanecieron algunas de las dudas que el ex ladrón
había albergado con respecto a la capacidad de Kelemvor.
—¿Recuerdas
al muchacho que mencionaste antes, Cyric? El que viste en el mesón, aquel cuyo
padre es guardia. Hazle una visita y convéncele para que mañana al mediodía
distraiga a su padre, que monta guardia en la puerta norte. Si pone objeciones,
le amenazas con revelar su relación con la muchacha. Y dile que guarde silencio
una vez nos hayamos marchado, pues tú tienes amigos en la ciudad que lo
desenmascararían en tu ausencia. Aprovecha las sombras de la noche para hacerlo,
luego ve a descansar un poco y a preparar tus cosas. Nos encontraremos al alba
en El Hombre Hambriento.
»Adon,
quiero que vayas a ver a un hombre llamado Gelzunduth. Te indicaré dónde vive.
Cyric y yo necesitamos unas identificaciones falsas que resistan cualquier
examen. Ese gordo y viejo halcón es un maestro a la hora de falsificar
documentos. También necesitaremos un fuero falso. —Kelemvor arrojó una bolsa de
monedas de oro a Adon—. Esto debería cubrir el gasto con creces. Con tu cara
inocente, no creo que tengas problemas para convencerle de que ponga manos a la
obra. Si se niega, ve a buscarme a mi habitación de El Hombre Hambriento. Si no
estoy, me esperas y yo mismo iré allí contigo. Por otra parte, tengo una deuda
pendiente con ese hombre.
Adon estaba
confuso.
—¿Ninguno de
vosotros va a ir a los barracones con los otros guardias?
Kelemvor
miró a Cyric.
—Es parte de
nuestra recompensa por ahuyentar al traidor —contestó Cyric—. Una independencia
que agradecimos mucho.
—¿Documentos
falsos? —dijo Adon con el entrecejo fruncido—. Eso no es muy legal.
Kelemvor
tiró de las riendas y detuvo bruscamente su caballo. Fulminó a Adon con la
mirada.
—No puedes
curar. No puedes recurrir a los hechizos. En una pelea eras... Si consideramos
todo esto, no creo que comprar documentos falsos sea pedir demasiado.
Adon bajó la
cabeza y escuchó las indicaciones que le daba Kelemvor, luego se dirigió a la
casa de Gelzunduth.
—¿Tú qué vas
a hacer? —preguntó Cyric.
Kelemvor
estuvo a punto de echarse a reír.
—Yo voy a
tratar de encontrar un mago que no sea una mujer.
Se introdujo
en la oscuridad de la noche con su caballo, dejando a Cyric con la tarea que
tenía por delante y meditando sobre sus propias preguntas.
Las calles de Arabel estaban desiertas. Medianoche se preguntó
distraídamente si no se habría establecido un toque de queda. Se había desviado
del camino que le indicó la camarera de El Orgullo de Arabel y no tardó en
percatarse de que se había perdido. Medianoche sabía que era preferible así,
pues ello le daba tiempo para tranquilizarse antes de encontrarse en compañía
de otras personas en la hostería La Lanza Escarlata.
Medianoche
tocó el medallón —la responsabilidad de Mystra— mientras pensaba en el dragón
de la llama azul que se había materializado en El Orgullo de Arabel. Estaba
tratando de lanzar un simple hechizo de levitación para impresionar a Kelemvor,
pero, sin saber cómo, se cambió el sortilegio. Y, si bien Medianoche había
mantenido una visible calma y se había atribuido el mérito del dragón como si
fuese eso lo que había querido crear, estaba muerta de miedo.
La maga
volvió a tocar el medallón. Quizá tenía algo que ver con el dragón. Luego pensó
que tal vez había sido únicamente la naturaleza inestable de la magia lo que
había hecho aparecer al dragón.
Incapaz de
llegar a una conclusión sobre la fuente real del hechizo malogrado, Medianoche
se concentró en encontrar el camino de La Lanza Escarlata.
Luego, en la
calle que tenía delante, Medianoche vio un caballo, y un hombre se dirigió
hacia ella. Se trataba de Thurbrand, el mercenario que había desafiado a
Kelemvor en el mesón.
—¡Mi hermoso
narciso!
—Me llamo
Medianoche —dijo ella cuando el hombre se acercó.
No había
nadie más en la calle. La forma en que la llamó causó un cierto regocijo en
Medianoche, a pesar de la suspicacia propia de su naturaleza que la animaba a
desconfiar del hombre sonriente que tenía delante.
—No soy el
«hermoso narciso» de nadie.
—No hay
justicia en este mundo —dijo Thurbrand, cuyos verdes ojos absorbían la luz de
la luna que brillaba sobre ellos.
—¿Qué
quieres, Ojos de Dragón?
—Ah, ya veo
que la tierna misericordia de Kelemvor te ha dejado marcada —dijo Thurbrand
suavemente—. Produce este efecto en muchas personas que desean su amistad. Ha
sufrido mucho, lady Medianoche, y proyecta este sufrimiento en todos los que
están a su lado.
—Sólo
«Medianoche» —dijo la maga, a la vez que sentía un repentino escalofrío y se
apretaba la capa sobre los hombros.
Thurbrand
sonrió y retocó un mechón de cabello que había dejado al descubierto un trozo
de cuero cabelludo.
—Ven, te
ofrezco un lugar donde dormir esta noche y una compañía que apreciará a una
mujer encantadora y competente como tú.
Thurbrand se
volvió y se encaminó a su caballo.
—Tal vez
podamos también hablar de negocios.
Medianoche
pensó que o sus ojos la engañaban o el caballo hacia el cual se dirigía
Thurbrand tenía una crin color rojo como la sangre; un caballo que era la viva
imagen de aquel del que la separaron cuando se encaminaba a Arabel. Con el
corazón latiéndole aceleradamente, vio a Thurbrand detenerse y mirar por encima
de su hombro. Medianoche se adelantó, se puso a su lado y sonrió como si
estuviese tomando forma un plan en su mente. Quizá Thurbrand podría ayudar a
demostrarle a aquel estúpido y altanero Kelemvor que ella no era una mujer con
la que se pudiera jugar; al propio Thurbrand no le habría molestado el curso
que habían tomado sus pensamientos.
—Más
exactamente, del asunto para el cual el canalla de Kelemvor no ha tenido el
buen juicio de contratarte. Hay muchas cosas que quisiera saber.
Medianoche
frunció el entrecejo y lanzó a Thurbrand un sortilegio para que olvidase. En la
nuca de Thurbrand apareció un suave resplandor azul y blanco y, molesto, ladeó
la cabeza y se dio una palmada en el cuello.
—¡Malditos
bichos! —exclamó con brusquedad—. Y dime, ¿de qué íbamos hablando?
—No me
acuerdo.
—Qué extraño
—dijo Thurbrand a la vez que montaba sobre el semental negro, luego miró a
Medianoche que tenía la mano extendida; ella saltó, después de colocar la bota
en la mano del guerrero, y casi lo arrojó del caballo cuando se instaló
cómodamente.
—¿Extraño?
—dijo ella.
—Parece que
yo tampoco lo recuerdo. —Thurbrand se encogió de hombros—. Supongo que carecía
de importancia.
—Sí —dijo
Medianoche, para luego espolear suavemente al caballo. Cuando los jinetes
empezaron a ponerse en movimiento en mitad de la noche, ella se agarró con
fuerza—. Supongo que tienes razón. Tienes un caballo precioso.
—Hace sólo
una semana que lo compré. Es algo indócil, pero audaz en la batalla.
Medianoche
sonrió y le dio unas palmadas al caballo en el flanco.
—Me
atrevería a decir que ha salido a su amo.
Thurbrand se
echó a reír y descansó su mano enguantada en la rodilla desnuda de Medianoche;
la retiró cuando el caballo se encabritó, pues se vio obligado a coger las
riendas, o correr el riesgo de caerse.
Medianoche
se preguntó si conocía algún hechizo para que el hombre tuviese las manos
quietas y la cabeza sobre su propia almohada durante la noche. A decir verdad,
ello carecía de importancia. Si Medianoche decidía dormir sola aquella noche y
si le fallaba la magia, le quedaba el cuchillo.
Un cuchillo
nunca fallaba.
Medianoche
sonrió para sus adentros y se relajó un poco. Kelemvor no le daría la espalda
después de haber visto lo que le iba a hacer a Thurbrand.
De su búsqueda infructuosa Kelemvor regresó furioso y cansado. Le
pareció extraño encontrar a Adon tumbado en el suelo; despertó al hombre el
rato suficiente para enterarse de que todo había salido según el plan trazado:
Gelzunduth había proporcionado los documentos falsos. Una vez los papeles en
poder de Kelemvor, Adon volvió a rastras a su cama, hecha en el suelo con
mantas arrugadas, y se quedó dormido inmediatamente.
El guerrero
quería saber cómo había ido la misión y, lo que era más importante, por qué
Adon no estaba durmiendo en el templo, pero se alegró de que Adon no se hubiese
mostrado dispuesto a dar una explicación. El vivo recuerdo de una noche pasada
en vela, escuchando al clérigo alabar incansablemente a su diosa y, de paso, a
sí mismo, fue suficiente para que Kelemvor se abstuviese de pedirle explicación
alguna sobre el más insignificante de los asuntos. Adon no dudaría en convertir
la conversación en una oportunidad para alabar a Sune.
Horas más
tarde, cuando Kelemvor estaba profundamente dormido, Adon se despertó y no pudo
volver a dormirse. El clérigo, temiendo encontrar en su humilde alojamiento del
templo de Sune a un guardia armado esperándolo para escoltarlo de nuevo a la
mazmorra, había evitado aparecer por el templo aquella noche. Adon agradecía a
Kelemvor su generosa hospitalidad, pero había aprendido que era poco
aconsejable expresarle este tipo de sentimientos. Encontraría alguna otra forma
de darle las gracias.
Adon era
consciente de que estaba llevando su prudencia demasiado lejos. Al fin y al
cabo, Myrmeen le había dado hasta el mediodía del día siguiente para marcharse
de Arabel. Pero si ella cambiaba de opinión, podía encontrarse siendo la
víctima de una espada asesina. Su experiencia con la camarera de El Orgullo de
Arabel le había vuelto cauteloso.
Adon empezó
a vestirse en la semioscuridad, a la vez que trataba de ignorar el estado de la
habitación. El clérigo había mantenido siempre su alojamiento meticulosamente
pulcro; la habitación de Kelemvor daba la impresión de que un pequeño huracán
hubiese barrido el lugar, dejando armas, mapas, ropa sucia y restos de comida
esparcidos por todas partes. A juzgar por el aspecto del cuarto, Kelemvor no
permitía, bajo ninguna circunstancia, que entrasen las mujeres de la limpieza.
Después de
caer en la cuenta de que debía, por lo menos, tratar de recuperar sus efectos
personales, Adon salió del mesón y recorrió las calles apartadas del centro de
la ciudad hasta el templo de Sune. Una vez allí y no viendo señal alguna de
guardias, encargó a un compañero sunita la tarea de ir a buscarle las
pertenencias a su celda de adobe. El sunita murmuró algunas amenazas poco
amistosas, referidas en su mayoría a golpearle su espesa cabeza con el mayal
por haberle molestado en pleno sueño. Sin embargo, cuando el clérigo comprendió
que Adon iba a marcharse para siempre, aceptó con entusiasmo.
Cuando el
sunita regresó de la celda, Adon se cercioró de que había metido en la bolsa el
mazo de guerra pues, según la descripción que la muchacha había hecho del castillo,
era muy probable que lo necesitase. Después Adon regresó al mesón El Hombre
Hambriento, despejó una zona en el suelo para sus bártulos, y se quedó
profundamente dormido.
Cuando
empezó a clarear, Cyric despertó a los dos hombres y les comunico que su misión
también había ido sobre ruedas. Kelemvor se apresuró a vestirse y fue a ver
cómo estaba Caitlan. Le sorprendió gratamente encontrarla sentada,
desayunándose con lo que Zehla acababa de llevarle.
—¡Kelemvor!
—exclamó Caitlan cuando vio al guerrero—. ¿Cuándo nos ponemos en camino?
Zehla
dirigió una mirada de entendimiento a Kelemvor.
—Tan pronto
como tengas fuerzas suficientes. Y...
—¿Está
Medianoche con vosotros? ¡Tengo tantas preguntas que hacerle! —dijo Caitlan—.
Es maravillosa, ¿no te parece? Es tan hermosa, tan inteligente y tiene tanto
talento...
—No vendrá
con nosotros —le informó Kelemvor, y advirtió que sus palabras extrañaron a
Caitlan. Vio que la muchacha palidecía.
—Tiene que
venir con nosotros —afirmó Caitlan.
—Hay otros
magos...
—Se trata de
mi proyecto —replicó Caitlan, y, por primera vez, su verdadera edad se reflejó
en su rostro—. ¡O te llevas a Medianoche o no vas!
Kelemvor se
enjugó la frente con la mano.
—No lo
comprendes. Zehla, explícale que para una misión de este tipo no es apropiada
una mujer.
Zehla se
levantó de la cama y cruzó los brazos.
—¿Y una niña
sí lo es?
Kelemvor
comprendió que le habían vencido y se rindió con un suspiro. La búsqueda que
había llevado a cabo la noche anterior para encontrar un mago había sido
inútil. Los pocos magos que mostraron algún interés por la aventura eran
entusiastas, pero bastante incompetentes. Uno llegó incluso a abandonar su
hogar incendiándolo en un intento de demostrar que era digno de la misión.
—Supongo que
puedo tratar de encontrarla —dijo Kelemvor—. Pero Arabel es una ciudad grande y
me llevará más tiempo del que disponemos.
—Pues
esperaremos —dijo Caitlan mirando hacia otro lado.
—¿Y qué
pasará con tu señora? —preguntó Kelemvor en un tono lleno de suspicacia, y de
nuevo sus palabras causaron un efecto de expectación.
—No
esperaremos mucho —dijo Caitlan en voz baja.
Zehla salió
con Kelemvor de la pequeña habitación y se reunió con él en el vestíbulo.
—He
observado que no falta ni una sola poción —comentó Zehla.
—Soy muchas
cosas, pero no un ladrón —aseguró Kelemvor—. ¿Se te ocurre cuál ha sido la
causa de su estado?
—El
agotamiento, vivir a la intemperie... Su organismo estaba predispuesto a
cualquier enfermedad. Creo que llevaba bastante tiempo deambulando por la
ciudad tratando de decidir quién sería su paladín.
Adon y Cyric
llegaron al vestíbulo a tiempo de oír estas últimas palabras y no tardaron en
unirse a la conversación.
—Es
halagador —dijo Adon en un rasgo de ingenio—. Ha debido de ver algo especial en
ti, Kelemvor.
—En realidad,
había llegado al borde de la desesperación. Kelemvor fue simplemente el primer
candidato que le dirigió la palabra —dijo Zehla—. Cuando uno consigue que
suelte la lengua, es una jovencita muy habladora.
Kelemvor dio
un respingo. ¿Qué le habría dicho la muchacha a Zehla? ¿Había revelado su
secreto?
—Tenemos
trabajo —dijo Kelemvor, y mediante un gesto indicó a Cyric y a Adon que lo
siguieran.
Escapar de
la ciudad pasando inadvertidos no sería tarea fácil. Se suponía que tanto
Kelemvor como Cyric debían incorporarse al servicio poco después de la cena.
Cyric podía ser lo suficiente cauteloso como para lograrlo pasando por delante
de los nerviosos guardias o por encima de los muros imposibles de escalar, pero
llevando a remolque una niña, un clérigo galán y un mago, era sin duda
imposible que el fornido guerrero lo consiguiera.
—Cyric, ve a
comprar ropa y lo que te parezca que nos pueda servir para disfrazarnos. Adon,
intenta encontrar a Medianoche. Vamos a tener que... aceptarla. Yo estaré aquí,
terminando de recoger mis cosas y trazando un plan —dijo Kel apenas los tres
aventureros hubieron salido del mesón.
Una hora más
tarde, cuando Kelemvor salía de su habitación, estuvo a punto de chocar con dos
hombres de Zehla cargados de comida. Fuera, encontró a Cyric y Adon
empaquetando las provisiones a un ritmo sorprendentemente ligero.
Adon sonrió
y, con un gesto de la cabeza, indicó las sombras de los establos, donde
apareció Medianoche con un magnífico caballo negro de deslumbrante crin roja.
Vencido, Kelemvor dejó caer los hombros, con el peso del recuerdo del rostro de
Caitlan y de la posible pérdida del oro que ella le había prometido.
—¿Juegas,
Kel? —preguntó Medianoche alegremente.
—Me parece
que estoy a punto de hacerlo —gruñó él.
Medianoche
extendió una mano. Sostenía un enorme montón de pelo trenzado que parecía una
escoba.
—Una
gentileza de tu amigo Thurbrand —dijo Medianoche.
Kelemvor
comprendió que las trenzas eran pelo humano; todo el pelo humano que quedaba en
la cabeza de Thurbrand.
—¿Está...?
—Bastante
molesto, sí.
Kelemvor no
pudo reprimir una sonrisa.
—¿No acabas
de mencionar el juego?
Medianoche
asintió.
—Considéralo
mi apuesta para entrar en tu partida.
En esta
ocasión Kelemvor rió con una risa franca que quedó interrumpida al fijarse en
los disfraces que sobresalían de los paquetes colocados en la parte trasera del
caballo de Cyric. Examinó los paquetes y encontró unas pelucas, unas máscaras
de una naturalidad sorprendente y unos vestidos andrajosos de un par de
ancianas pordioseras.
Apareció
Caitlan detrás de ellos con un aspecto radiante, rebosante de salud. Saludó a
Medianoche como si ésta hubiese sido la respuesta a sus plegarias, luego
dirigió la vista por encima del grupo, como si estuviese mirando algo que
hubiera al otro lado de las murallas de Arabel, y su expresión volvió a
ensombrecerse.
—Tenemos que
marcharnos —dijo Caitlan con gravedad—. No queda mucho tiempo.
Medianoche
miró a Kelemvor.
—Si quieres
puedo ayudar a Adon con las provisiones.
Kelemvor
asintió con una inclinación de cabeza, seguidamente cogió los paquetes que
contenían los disfraces y Cyric lo siguió cuando entró en el mesón.
—¿Cómo se
llama el lugar a donde vamos? —quiso saber Medianoche.
—El castillo
de Kilgrave.
Medianoche
se encogió de hombros y se quitó la capa para trabajar más cómodamente.
Mientras colocaba la capa sobre el lomo de su caballo, el medallón azul con la
estrella brilló a la luz del sol.
En las
sombras de los establos, una figura surgió de la oscuridad, adoptó la forma de
un cuervo, salió velozmente y pasó volando sobre las cabezas de los
aventureros, a una velocidad que ningún ser de la naturaleza podría alcanzar
jamás.
4
La naturaleza enloquece
Bane no
estuvo ocioso durante las dos semanas transcurridas desde el Advenimiento, como
sus adoradores llamaban a la noche en que fue expulsado de los Cielos.
Necesitaba una actividad constante para no pensar en su lamentable estado
mortal y, en las pocas ocasiones en que examinaba y consideraba la frágil forma
mortal que la necesidad le había obligado a asumir, lord Black se perdía en las
complejidades infinitas de la máquina que le daba movimiento y voz.
¡Qué regalos
y milagros encontraba dentro de las zonas microscópicas que rodeaban la
corteza! Y cuando sumergía su conciencia, aunque fuera únicamente en una sola célula
del interminable flujo de sangre del cuerpo, y dejaba que el propio cuerpo
decidiese el circuito de sus exploraciones, se sentía tan pletórico como con su
propia divinidad perdida.
Era entonces
cuando comprendía la trampa en que podía caer y se obligaba a ahuyentar estos
pensamientos. Colocaba barricadas entre el cerebro y el cuerpo que estaba
obligado a habitar y fortalecía sus percepciones en un intento de dirigirlas
hacia el exterior, siempre hacia el exterior, y no volver a sucumbir a los
peligros encerrados dentro de su marco mortal. Bane era un dios; hasta entonces
los milagros habían sido para él una rutina, algo normal y corriente. Pero
ahora los milagros de las Esferas estaban fuera de su alcance y debía
concentrarse en la tarea que tenía ante sí, si quería algún día no muy lejano
reclamar los Cielos y satisfacer, como correspondía a un dios, la sed de
milagros y prodigios que le corroía.
Durante los
primeros días de la estancia de Bane en Zhentil Keep, los gobernantes humanos
de la ciudad se postraron de rodillas en su presencia y pusieron todas sus
posesiones a disposición de Bane. Se alegraba de que no hubiera habido
derramamiento de sangre durante el golpe, pues iba a necesitar tanta para
engrasar las ruedas de sus maquinaciones como las garras de su puño pudiesen
conseguir.
Se había
empezado la construcción del nuevo templo de lord Black; no tardaron en
desaparecer los escombros y elevarse unos muros provisionales para ocultar las
sesiones de planificación convocadas por Bane. A pesar de que lord Chess había
presentido que su posición como soberano nominal de Zhentil Keep estaba en
peligro, se ofreció a poner su persona y su equipo a disposición de Bane. Éste
prefirió permanecer cerca de su trono negro pues, mientras los ciudadanos
fuesen leales y estuviesen dispuestos a sacrificarse cuando lo considerase
oportuno, no tenía interés alguno por vivir el tedio de las operaciones
cotidianas de la villa.
Al cabo de
tres noches de llegar a los Reinos, Bane empezó a soñar; en sus sueños veía a
Mystra, que sonreía ante su cara de terror, sonreía ante Ao mientras los dioses
eran entregados a su suerte. Bane, responsable de las pesadillas, era víctima
de una de ellas. Maldijo su propia carne por compartir esta nueva debilidad.
Sin embargo, las pesadillas tenían un propósito. Bane volvió a meditar sobre el
modo inescrutable en que Mystra se despidió de las Esferas.
Y así, Bane
decidió que debía buscar a Mystra y descubrir por qué había contemplado la
cólera de Ao con tanta calma.
Cinco días
después del Advenimiento, Tempus Blackthorne, un hechicero de gran poder e
importancia, llegó anunciando que había encontrado el paradero de Mystra en los
Reinos. Bane precintó las puertas que daban a sus aposentos privados y se
teletransportó, junto con Blackthorne, al castillo de Kilgrave. Encontraron a Mystra
fuera del castillo, desfallecida e imposibilitada a causa de algún trauma o
ataque. Bane pensó que tal vez había intentado lanzar un sortilegio que había
salido mal, y se rió ante la ironía.
Cuando
Mystra se dio cuenta de pronto de que lord Black estaba suspendido sobre ella,
lanzó un poco de su poder, un hechizo modificado pensado para su deseada
encarnación. El sortilegio tomó la forma de un halcón azulado, que se elevó en
el cielo nocturno y escapó. Bane ordenó a Blackthorne que siguiera a la
criatura mágica. El emisario se transformó en un enorme cuervo negro que echó a
volar en pos del halcón, al que perdió de vista en Arabel.
Cuando Bane
encerró a la diosa en la mazmorra del castillo de Kilgrave con cadenas místicas
nacidas de fuegos encantados, sintió una ola de poder precipitarse por la
habitación. La desnuda mazmorra de piedra se sacudió cuando Mystra volvió en sí
y probó la resistencia de sus cadenas.
Y entonces
Bane invocó su poder con el fin de mantener a Mystra débil y dócil.
Ven,
monstruo, te llamo a esta esfera, como mis secuaces han hecho muchas veces con
anterioridad.
La criatura
contestó: Voy. Para
Bane fue como un gruñido que resonó en la profundidad de su mente.
Y apareció,
primero en forma de bruma roja que se arremolinaba y giraba como un ciclón que
se elevaba y le crecían cientos de manos palpitantes y deformes hendiendo
ávidamente el aire delante de la diosa. Se abrieron luego un número igual de
pálidos ojos amarillos, flotando alrededor de la bruma arremolinada y pasando
como fantasmas a través de sus compañeras a la vez que se agitaban de acá para
allá, cada ojo deseoso de estudiar a su víctima desde todos los ángulos.
Finalmente,
se abrieron gran cantidad de grietas en la niebla y surgieron bocas abiertas
cuyo fondo era una interminable sucesión de dimensiones oscuras. Las bocas se
abrían y cerraban rápidamente cuando de una de ellas se escapó un grito que
sólo podía interpretarse como de hambre.
Mystra
reconoció a aquella criatura: se trataba de un hakeashar, un ser de otra esfera con un
apetito voraz por la magia. No cabía duda de que Bane había hecho un pacto con
el monstruo. A cambio de ayudarle a pasar a la Esfera de Materia Prima, el
monstruo daría a lord Black algo que éste valoraba mucho: poder, ya que el hakeashar
tenía la facultad de soltar parte de la magia que consumía y Bane quería
esa energía prima para dar impulso a sus planes.
Mystra
meditó sobre sus posibilidades. Si Bane era tan estúpido que hacía un pacto con
aquel ser, conocido por su naturaleza traicionera, era posible que hubiese un
medio de aprovecharse de tal situación en beneficio propio.
—Tenemos
mucho que hablar —dijo Bane al hakeashar cernido sobre él.
—¿Por qué me
has encerrado? —preguntó Mystra.
—Será un
placer para mí librarte de estos grilletes cuando me hayas escuchado..., y
aceptado ayudarme a completar mi plan.
—Sigue.
—Quiero
formar una alianza de dioses —prosiguió Bane—. Si me juras lealtad a mí y a mi
causa, diosa, te dejaré en libertad.
A pesar de
la presencia del hakeashar, Mystra
no pudo reprimir una carcajada.
—¡Estás
loco! —dijo.
—No —replicó
Bane—. Me estoy limitando a ser práctico. —Se volvió hacia el monstruo—. Es
toda tuya —le dijo en tono tranquilo—. Pero no olvides nuestro pacto.
Naturalmente.
Cien ojos
dejaron de mirar a Bane y en esta ocasión Mystra no pudo reprimir un grito.
Cuando se
acabó, la grotesca criatura soltó una risita maliciosa y metió los
resplandecientes ojos en sus abiertas fauces, dispuesta a dormir, ahora que
estaba saciada. Mystra se sorprendió al comprobar que seguía con vida, pero el
dolor, incluso estando ella en su forma nebulosa, había sido espantoso.
Bane lanzó
maldiciones al monstruo hasta que éste abrió unos cuantos ojos y dejó escapar
una ráfaga de llamas azuladas que envolvieron al villano. Al cabo de un rato,
el poder robado hacía latir literalmente a Bane.
—¡Basta!
—gritó Bane, y las llamas azuladas se apagaron.
—Fuiste tú,
¿verdad? —dijo Mystra a la vez que forcejeaba débilmente con sus cadenas—. Tú
robaste las Tablas del Destino. Sospeché de ti desde el principio.
—Yo las cogí
—afirmó Bane; a continuación el ser que él había llevado a aquella esfera se
desplomó allí mismo, se tragó sus últimos ojos y se quedó profundamente
dormido—. Junto con lord Myrkul.
—Ao te lo
hará pagar caro —dijo ella.
Bane sintió
que la magia que le habían succionado a ella se enrollaba dentro de él, a la
espera de ser soltada.
—Ao no
tendrá ningún poder sobre mí —dijo lord Black, y su risa resonó en el local.
Desde
aquella noche, y más de una docena de veces, Bane dejó que el hakeashar le
fuese arrebatando el poder a Mystra, el cual daba la impresión de reproducirse
como las células de la sangre en un humano. En cada ocasión, Bane recibía una
fracción de esta energía, según los términos de su acuerdo con el monstruo.
Cada vez que
recibía más poder, Bane recorría los pasillos de Nueva Acheron, antes castillo
de Kilgrave, anhelando su verdadero templo y deseando compartir con alguien sus
triunfos. Blackthorne estaba ausente la mayor parte del tiempo, supervisando
asuntos varios en Zhentil Keep o buscando alguna señal de magia de la cual
Mystra hubiese podido desprenderse antes de ser capturada. El puñado de hombres
que Blackthorne había reclutado para hacerse cargo de las necesidades humanas
de Bane era un despreciable ejemplo de la especie, y a Bane no le interesaba
ninguno.
Aquel día,
lord Bane estaba en la impenetrable mazmorra que había debajo del castillo de
Kilgrave, contemplaba las tranquilas aguas de la balsa que había construido y
hablaba con lord Myrkul. Una buena parte del espacio, de hecho una buena parte
del castillo, había sido modificada en función de las necesidades de Bane, por
lo que el castillo de Kilgrave había sufrido muchos cambios desde que el dios
lo tomó como cuartel general. Lord Black había intentado esculpir mágicamente
algunas habitaciones y otras salas para hacer de ellas una réplica de su templo
del Sufrimiento en Acheron, si bien la mayoría de sus esfuerzos desembocaron en
un rotundo fracaso. La inestabilidad de la magia hacía que fuese imposible,
incluso para un dios, atinar con todos los sortilegios; y, cuando Bane hacía
uso de la magia, se sentía como un artista tratando de pintar sin la ayuda de
las manos. Bane consideraba que el castillo tenía cierta gracia, sólo que su
existencia era como un monumento a su pérdida y ello no gustaba en absoluto al
destituido dios.
—¿Qué
esperas lograr drenando el poder de Mystra? —preguntó Myrkul en un arrebato de
impaciencia—. Tu forma mortal sólo puede contener una determinada cantidad de
poder, y habrá que ir rellenando el recipiente paulatinamente.
—Te olvidas
de algo —replicó Bane—. Tú y yo establecimos una alianza cuando robamos juntos
las Tablas.
—Una alianza
temporal —dijo Myrkul— que no se ha demostrado muy lograda. Mira en lo que nos
hemos convertido. Menos que dioses, más que hombres. ¿Qué lugar tenemos en los
Reinos, lord Bane?
Bane miró el
rostro demacrado, casi esquelético, de la mutación de Myrkul, y, al recordar su
propia forma espantosa, se estremeció.
—Tenemos
nuestros derechos —dijo Bane—. Somos dioses, por muchas adversidades que Ao nos
haga pasar. —Bane sacudió la cabeza, pero cuando cayó en la cuenta de que era
un gesto puramente humano, paró inmediatamente—. Myrkul, recuerda por qué nos
apoderamos de las Tablas del Destino.
Myrkul se
rascó su descarnado rostro y Bane estuvo a punto de echarse a reír. Resultaba
tan patético ver al temido dios de la Muerte importunado por algo tan vulgar
como una comezón que resultaba casi divertido. El dios de la Lucha suspiró ante
la idea y prosiguió:
—Robamos las
Tablas porque creíamos que Ao sacaba fuerza de ellas y porque, sin las Tablas,
se mostraría menos inclinado a interferir en nuestros asuntos.
—Eso es lo
que creíamos —dijo Myrkul con tristeza—. Fue una estupidez por nuestra parte
pensar así.
—¡No
estábamos equivocados! —exclamó Bane—. ¡Piensa un momento! ¿Por qué Ao no ha
recuperado las Tablas?
Myrkul dejó
caer sus flacas manos pegadas a los costados.
—Yo también
me he hecho esa pregunta.
—¡Creo que
es porque no puede! —dijo Bane—. Es posible que ya no tenga la fuerza. ¡Ésta
puede ser la razón por la cual nuestro señor nos exilió de las Esferas! Nuestro
plan fue un éxito y Ao tuvo miedo de que los dioses se uniesen y se sublevasen.
Por eso Ao nos ha dispersado por los Reinos y nos ha vuelto suspicaces,
miedosos y vulnerables al ataque.
—Comprendo
—dijo Myrkul—, pero no es más que una teoría tuya.
—Apoyada en
los hechos —replicó Bane—. Ya he capturado el primer peón de este juego, si
quieres llamarla así.
—¿A Mystra?
—Con su poder,
controlaremos toda la magia de los Reinos. —Bane se echó a reír. Estaba
mintiendo, por supuesto. Si la diosa hubiese poseído semejante poder, jamás la
habría capturado tan fácilmente.
—Supongo que
aquellos dioses que no quieran secundar tus planes serán esclavizados o
destruidos —dijo Myrkul con toda la suspicacia que fue capaz—. Y utilizarás el
poder de Mystra para poner esto en práctica.
—Claro —dijo
Bane—, pero tú y yo ya somos aliados. ¿Por qué hablar de estas cosas?
—Así es
—dijo Myrkul.
—Además, creo
que hay poder para librarnos de este estado —dijo Bane—. Poder que Mystra ha
ocultado en algún lugar de los Reinos.
Myrkul
asintió con una inclinación de cabeza.
—¿Cómo
tienes previsto actuar?
—Hablaremos
de ello más adelante —contestó Bane—. Por el momento debo ocuparme de otros
asuntos igualmente acuciantes.
Myrkul
agachó la cabeza y su imagen se desvaneció de la balsa. A decir verdad, Bane
había contactado prematuramente a Myrkul; todavía no tenía decidido cuál sería
el siguiente paso.
Bane se
volvió bruscamente cuando un cuervo negro entró volando en la mazmorra a una
velocidad impresionante, para luego convertirse en su criado, Blackthorne.
—Lord Bane,
tengo buenas noticias para ti. Creo que he localizado en Arabel al humano que
tiene un regalo de Mystra. Es una mujer y lo lleva consigo. Es un medallón azul
y blanco en forma de estrella.
Bane sonrió.
El medallón que describía Blackthorne era idéntico al símbolo que Mystra
llevaba en las Esferas.
—Todavía
mejor —añadió Blackthorne—. La maga que lleva el medallón viene hacia aquí.
El grupo se dividió para salir de Arabel. Adon fue el primero en
marcharse de la ciudad, solo. Media hora después lo siguieron Medianoche y
Caitlan guiando dos caballos de carga. Finalmente, a mediodía, Kelemvor y
Cyric, vestidos como dos viejas pordioseras, pasaron por la puerta sin que se
produjera incidente alguno. Luego se encontraron todos a media hora de camino a
caballo, como había planeado Kelemvor. El guerrero insistió en enterrar los
disfraces que se habían puesto él y Cyric. En realidad habría querido
quemarlos, pero le preocupó que el humo pudiera ser visto desde las torres de
vigilancia de Arabel.
Ahora,
después de una hora, las opresivas murallas de Arabel habían quedado reducidas
a una mancha apenas visible que marcaba el horizonte a espaldas de los héroes;
luego desaparecieron por completo. A partir de ahí delante de ellos no aparecía
nada ante su vista más que la muy concurrida carretera y la tierra llana que se
extendía interminablemente por el campo de este a oeste. Al norte, a lo lejos,
podían verse las montañas del desfiladero de Gnoll.
Kelemvor se
puso con su caballo junto a Cyric y le dio a éste una palmada en la espalda. El
impacto hizo caer a Cyric hacia adelante sobre la silla y miró con cautela al
otro hombre.
—¡Ay! Esto
es vida, ¿verdad, Cyric?
«Placeres
simples para mentes simples», pensó Cyric.
—¡Sí! —se
limitó, sin embargo, a contestar alegremente.
Al cabo de
un momento Kelemvor se adelantó y Cyric se detuvo para comprobar las cuerdas
que sujetaban a los caballos de carga atados a su propio caballo; todo estaba
en orden.
Pasado un
rato, Cyric llevó la fantasía de su imaginación por otro derrotero más
agradable y se puso a examinar las sedosas piernas de Medianoche que colgaban a
los flancos de su caballo, delante de él. Veía que, de vez en cuando, sus
hermosos rasgos se retorcían en una dolorosa mueca. Adon, junto a la maga, no
dejaba de marearla con constantes y embarazosos cumplidos.
Cyric se
preguntó si el clérigo estaría intentando seducir a Medianoche con sus
palabras. No, no era eso. Parecía, en cambio, que Adon prefería el rumor de la
continua conversación, aunque fuese él el único contertulio, al silencio de la
tierra que atravesaban. Cyric pensó que tal vez Adon no quería estar a solas
con sus tediosos pensamientos.
Delante de
él, Medianoche había llegado a la misma conclusión hacía muchísimo rato.
Presentía que Adon estaba preocupado, pero le resultaba difícil poder ayudarle
porque el hombre se negaba a revelar sus problemas. Peor aun, probablemente
tendría que haber aprovechado el tiempo para conservar sus energías y aislarse
en la meditación, pero su no deseado compañero de viaje no le dejaba un momento
en paz.
Cuando llegó
al límite de su paciencia, Medianoche expresó su deseo de estar sola; primero
sutilmente, pero como no funcionó, enfocó el asunto de forma directa.
—¡Aléjate,
Adon! ¡Déjame en paz!
Pero ni
siquiera así logró Medianoche descansar de la interminable lista de cumplidos
de Adon.
—¡Una
verdadera diosa! —exclamó Adon.
—Si crees
que puedes seguir cantando mis alabanzas sin la ayuda de ambos pulmones..., por
favor, adelante.
—¡Además,
modesta!
Medianoche
elevó la vista al cielo.
—¡Mystra,
líbrame de él!
—Ah,
disfrutar del calor de una de las más intensas llamas no sería nada comparado con...
Finalmente,
miró atrás y le dijo a Kelemvor:
—¿Puedo
matar a este hombre?
Kelemvor,
divertido, sacudió la cabeza. Caitlan se puso a su lado. A Medianoche no
parecía divertirle nada la aparente discordia que había en el grupo; en todo
caso, aquella exhibición la ponía nerviosa.
—No hay nada
de qué preocuparse —le dijo Kelemvor—. Confía en mí.
Caitlan
asintió con un gesto de cabeza, incapaz de apartar la mirada de la maga de pelo
oscuro y del clérigo.
—¡Ay! ¡Y con
un temperamento vehemente, a tono con su corazón ardiente! —exclamó Adon.
—¡Trozos de
tu anatomía es lo que arderá si no paras inmediatamente! —gritó Medianoche.
Y así
siguieron hasta que el aire fresco agrupó unos negros nubarrones sobre sus
cabezas. El cielo se abrió de repente con un fuerte rugido y un chaparrón de
verano dejó caer la lluvia caliente sobre los héroes.
Adon siguió
hablando, haciendo una pausa de vez en cuando para escupir agua de lluvia, pero
los ruidos de la tormenta sirvieron para ahogar su voz hasta que sus palabras
se convirtieron en un murmullo sordo enterrado bajo el tamborileo de la lluvia.
Medianoche
echó la cabeza hacia atrás. La suave caricia de la lluvia sirvió para apaciguar
los nervios de la maga y, cuando la tormenta arreció, Medianoche cerró los ojos
y se entregó a las tranquilizadoras sensaciones causadas por la constante
lluvia. Se puso a imaginar unos brazos fuertes y firmes que estuviesen haciendo
masajes a sus sienes, a su cuello, a sus hombros, y sonrió. Imaginó los brazos
de Kelemvor; parecían tener la fuerza suficiente para arrancar un árbol de raíz
y, sin embargo, tenía unas manos suaves capaces de secar las lágrimas de un
niño. El caballo de Medianoche se encabritó y la maga salió con un
estremecimiento de su sueño.
—He enviado
a Adon a guiar a Cyric por los caminos de Sune —dijo Kelemvor, sonriendo a
pesar de lo evidente que era su irritación por cómo arreciaba la lluvia. Se le
había pegado el largo pelo negro a la cabeza y los mechones grises hacían que
pareciese llevar la piel de una mofeta que hubiese muerto de un susto.
Medianoche consideró oportuno decírselo y él bajó la cabeza y murmuró algunos
juramentos; trató de no prestar atención a la lluvia mientras seguía hablando—.
Tenemos que hablar... —se interrumpió y escupió agua—, de cómo repartiremos las
distintas obligaciones.
Medianoche
asintió con una inclinación de cabeza.
—Tú, como
eres una mujer, te encargarás de hacer la comida y de todos los demás
quehaceres domésticos.
El caballo
de Medianoche se estremeció cuando su dueña apretó sus fuertes piernas contra
los flancos y clavó firmemente las manos en su cuello.
—¿Como soy
mujer? —replicó Medianoche, y no pudo evitar que volviera a su memoria el
sortilegio estudiado por la mañana para convertir al pomposo imbécil que estaba
junto a ella en una especie más adecuada a su forma de ser. Luego recordó la
última vez que había preparado una comida para todo un grupo. El único clérigo
que no había comido tuvo que hacer uso de todos sus hechizos curativos con sus
involuntarias víctimas.
—Caitlan
puede ayudarte. Repartiremos el trabajo propio de los hombres entre nosotros.
Medianoche
vaciló y miró hacia delante.
—Sí —se
limitó a contestar.
—¡Bien,
entonces! —repuso Kelemvor, para luego dar una palmada al caballo de
Medianoche. El animal volvió ligeramente la cabeza y no hizo caso del impacto
que se suponía debía hacerle salir a galope tendido. Medianoche aflojó la
presión de sus puños sobre el caballo hasta convertirla en una suave caricia.
Kelemvor se
volvió para hablar con los otros, mientras Medianoche se esforzaba por recordar
exactamente por qué había sido tan importante para ella unirse a aquellos
hombres.
Sus dedos
encontraron inconscientemente la superficie del medallón y, estaba todavía
acariciando la estrella azul y blanca, cuando advirtió los efectos que la
lluvia estaba causando en la tierra llana que los rodeaba.
Algunos
pedazos de tierra se ablandaban, mientras que otros se endurecían como si
fueran a convertirse en roca sólida. En otros puntos, se abrían pequeñas
fisuras en la superficie de la tierra. En algunos lugares, había zonas enteras
donde la verde hierba crecía a un ritmo increíble, alimentada por la extraña
lluvia.
De pronto,
la tierra mojada se volvió negra y chamuscada, y los árboles, muertos hacía
tiempo, empezaron a echar retoños y a crecer; sus ramas ennegrecidas se
elevaron al cielo como si estuviesen implorando al responsable de aquella
locura que parase inmediatamente. De las vacilantes ramas colgaban pequeños
ejércitos de gusanos que empezaron a adquirir un tamaño obscenamente abotargado,
explotaron y se convirtieron en manzanas rojas como la sangre. Por la fruta se
arrastraban unos bichitos negros, que luego resultaron ser diminutos ojos
negros que parpadeaban bajo el aguacero.
De la tierra
brotaron y crecieron al revés unos hermosos arbolillos, a cuyas ramas
superiores más frágiles les resultaba imposible soportar el peso del tronco
principal mientras éste crecía recto hacia arriba. Los árboles estaban llenos
de maravillosas hojas verdes y de transparentes frutas rosadas y doradas. De
las copas de los árboles empezó a brotar una cadena de raíces color ámbar que
se elevaron muy alto en el aire y se entrelazaron con las nuevas raíces y ramas
de su vecino más cercano. Finalmente, incluso las ramas de los árboles
marchitos se elevaron en el aire y se unieron a aquella cadena, y sus ramas
color ébano se mezclaron con las raíces color ámbar.
Donde apenas
unos momentos antes no había más que tierra estéril se elevaba ahora un bosque
exuberante lleno de milagros y de misterios. Sobre la carretera, la cadena de
raíces había formado un dosel de raíces entrelazadas y ramas de árboles
chamuscadas que se fueron juntando y enmarañando hasta que el cielo, ahora
rojo, podía únicamente verse a trozos y la lluvia caía sólo ligeramente sobre
los héroes.
Avanzaban
lentamente por el nuevo bosque, incluso siguiendo el camino, y la propia
carretera no tardó en quedar bloqueada por los árboles; los héroes tuvieron que
seguir a pie lo mejor que pudieron entre la confusión de ramas en el suelo.
—Tengo la
impresión de que nos hemos perdido completamente —murmuró Cyric mientras se
abría paso a través de un laberinto de vides para entrar en un claro.
—Imposible
—dijo Kelemvor con voz bronca—. No hay más que un camino y éste sólo conduce al
castillo de Kilgrave y lo que hay al otro lado.
—Pero es
posible que nos hayamos apartado del camino hace rato, Kel. ¿Quién puede
decirlo? —repuso Medianoche, a la vez que se detenía para ayudar a su caballo a
pasar sobre una rama y guiarlo hasta la zona abierta.
—Es posible
que estemos describiendo círculos desde hace horas —comentó Adon en tono
quejumbroso.
El bosque,
silencioso hasta aquel momento, cobró vida de forma repentina y ruidosa. Los
insectos empezaron a zumbar, hablando su lenguaje secreto. Un susurro de alas
se mezcló con el ruido sordo de unas piernas recién formadas que surgieron de
pronto de unos capullos cargados de licor y dieron sus primeros y laboriosos
pasos.
Pero los
héroes no podían ver nada en la cada vez mayor oscuridad del bosque. A través
de los pequeños huecos del dosel, Medianoche vio que el cielo, antes rojo, se
volvía negro. Paró de llover, por lo menos momentáneamente.
Las bridas
que sujetaban a los caballos de carga se tensaron cuando los asustados animales
empezaron a debatirse para liberarse, tirando así de Cyric y de su caballo,
presa del pánico. Las cuerdas acabaron por romperse y los animales se alejaron
torpemente del grupo y se introdujeron en el bosque. Cyric lanzó una maldición
y empezó a seguir al caballo más cercano.
—¡Déjalos!
—le advirtió Kelemvor.
Los ruidos
volvieron a arreciar y Cyric regresó junto a los demás en el claro del bosque.
El paisaje se tiñó de sombras y los ruidos de movimientos en los árboles se
fueron aproximando.
Los
relinchos de los caballos de carga resonaron de pronto en el bosque. Kelemvor
desenvainó su espada, a la vez que se ponía al lado de Medianoche.
—Un viejo
tipo de emboscada —dijo. El ruido aumentó a su alrededor hasta convertirse en
un constante estruendo—, transmitida a través de generaciones de guerreros...
Cyric
encontró su capa de viaje en uno de los sacos de lona que llevaba sobre su
caballo y se la echó rápidamente sobre los hombros. Su imagen empezó a brillar
y un montón de Cyrics aparecieron a su alrededor; algunos delante, otros
detrás, otros haciendo gestos ligeramente distintos, hasta que resultó
imposible decir cuál era el verdadero Cyric. Todos parecían sorprendidos por el
efecto de la capa, sorprendidos y regocijados.
A Kelemvor
también le impresionó.
—¡Cyric!
¿Qué está pasando?
—¡No lo sé!
¡Nunca me había pasado una cosa así con la capa!
En esos
momentos veían también puntitos de luz, destellos plateados y ambarinos en los
árboles, tanto en las cercanías como en las profundidades del bosque. A medida
que las luces fueron aumentando de tamaño y los ruidos se hicieron más fuertes,
Medianoche supuso cuál era su verdadera naturaleza.
Ojos que deslumbraban.
Dientes que
castañeteaban.
Se
estremecieron las raíces y las parras que había sobre los héroes. Dio la
impresión de que la tierra se desangraba a sus pies y Adon vio una colonia de
hormigas de fuego que surgían de las grietas. Lanzó un grito cuando pisó
accidentalmente un montículo recién excavado y todo un hormiguero empezó a
trepar por sus piernas. Se puso a sacudirse los insectos y sus cuerpos ya hinchados
reventaban bajo sus golpes.
Cerca de
Cyric se partió un árbol que expelió el cuerpo, baboso y trepidante, de una
criatura macabra, de cara blanca, desnuda y cubierta de venas negras que latían
y se desviaban por todo el cuerpo. Los miembros de la cosa se doblaban hacia
atrás y hacia adelante, el aire se llenó del espantoso sonido de huesos al
romperse reventando la piel, y de los enormes y ennegrecidos árboles fue
arrojada una docena de aquellos seres abominables.
—¡Soltad los
caballos! —gritó Kelemvor; los héroes soltaron las riendas. Sin embargo los
caballos, que estaban bien adiestrados y acostumbrados al peligro, no se
alejaron mucho.
La criatura
empezó a reírse delante mismo de Cyric mientras sus ojos color ámbar
desaparecían dentro de su cabeza para volver a salir sobre la lengua. Luego se
los tragó de nuevo y, en esta ocasión, volvieron a surgir, ahora de la pálida
carne del pecho. La criatura avanzó, se arrancó su propio brazo para usarlo
como arma y arremetió contra Cyric, abriendo y cerrando con entusiasmo los
dedos de su desmembrado brazo, a manera de garras.
Antes de que
el monstruo atacase a una de las sombras de sí mismo, Cyric apenas tuvo tiempo
de advertir que el hombro vacío no sangraba. El ladrón se giró y usó el hacha
de mano para atacar al monstruo.
Kelemvor
permaneció junto a Medianoche, Caitlan y Adon mientras el monstruo de blanca
piel atacaba a Cyric. Pero al oír un débil gruñido, se volvió, y vio dos perros
amarillos, cada uno con tres cabezas y ocho patas de araña, que se acercaban
por detrás, arrastrándose. Los perros se separaron y se situaron para
disponerse a atacar.
—¡Adon!
¡Medianoche! Poneos conmigo espalda con espalda. ¡Tenemos que proteger a
Caitlan!
El clérigo y
la maga reaccionaron inmediatamente, ayudando a Kelemvor a formar un triángulo
con Caitlan en el centro.
—Caitlan,
ponte en cuclillas, con las manos alrededor de las rodillas y el rostro
escondido. Procura no levantar la vista a menos que no tengas más remedio. Estate
preparada para echar a correr si nosotros caemos.
Caitlan
obedeció sin replicar. Desde su posición, cerca del suelo, y mirando entre las
botas de Kelemvor, distinguió más perros en el bosque; algunos esperando fuera
del pequeño claro, otros atacando a los monstruos de piel blanca. Uno de los
perros-araña corría cerca del suelo y parecía dirigirse directamente hacia
Caitlan. Ésta cerró con fuerza los ojos y agachó la cabeza, también elevó una
plegaria a su ama para que todos saliesen bien librados de aquello.
Medianoche
se preparó para lanzar un hechizo de defensa y también rezó para que no
fallase. Era posible que los misiles mágicos no tuviesen el poder para detener
a la bestia y Medianoche no se atrevía a recurrir a algo tan potente como una
bola de fuego, por temor a que ésta se revolviese y matase a sus amigos. Por
consiguiente se dispuso a conjurar una «decaestrofa» —un polo de fuerza—
utilizando para el sortilegio una rama caída.
La maga
completó el hechizo justo cuando el primero de los perros se abalanzaba sobre
ella.
No sucedió
nada.
Medianoche
tuvo tiempo de oler el fétido aliento de la cabeza central de la criatura antes
de que tres grupos de mandíbulas se abriesen de par en par con el fin de
desgarrar su carne. Pero Adon se lanzó sobre el perro y lo apartó de un golpe
antes de que Medianoche fuese herida. Adon y el perro-araña cayeron al suelo
por separado, el perro sobre un hoyo lleno de lodo y con las patas pedaleando
en el aire como si intentara incorporarse.
Adon levantó
la vista y gritó:
—¡Medianoche,
Caitlan, apartaos!
El segundo
perro se abalanzó sobre Kelemvor. Éste se agachó y destripó al vociferante
animal al pasar sobre él. Medianoche cogió a Caitlan y se alejó dando traspiés
mientras el guerrero era derribado por el peso del perro y caía en el punto
donde Caitlan había estado agazapada unos segundos antes.
Kelemvor se
levantó, sacó su espada del cuerpo del perro y al advertir que otro de los
canes se estaba ahogando en la charca de barro, se acercó a la bestia y la
traspasó con la espada, poniendo fin así a su sufrimiento y a su amenaza. El
monstruo gimió antes de morir y se hundió en el lodo.
Más
perros-araña merodeaban por el lindero del claro, pero parecían querer evitar
la muerte rápida que la avanzadilla de la jauría había encontrado con la espada
de Kelemvor y se dedicaban a atacar a los monstruos de piel blanca que habían
surgido de los árboles muertos.
—¡Deprisa,
Adon, ayuda a Cyric! —gritó Kelemvor cuando otra de las criaturas humanoides
avanzó para atacar al ladrón.
—¡Kel, si
tienes alguna baza oculta, ahora sería el momento de sacarla! —siseó
Medianoche.
—Nunca pidas
nada que no estés preparada para recibir —gruñó el guerrero, que luego sacudió
la cabeza y se preparó para resistir a un trío de monstruos blancos que,
habiendo esquivado a los perros, se acercaba.
Caitlan se
puso entre Kelemvor y Medianoche. Kelemvor sabía que lo mejor que podían hacer
era mantener a los monstruos alejados de la muchacha durante tanto tiempo como
fuera posible.
Adon, a unos
cuantos metros de distancia, estaba metido en el confuso montículo de trozos
trepidantes de cuerpos que yacían rodeando a Cyric, mientras éste luchaba con
otro de los abominables seres de cara blanca. Éste advirtió la presencia de
Adon, se arrancó su propia cabeza y la lanzó volando en dirección al joven
clérigo. Pasó la cabeza, mostrando sus enormes colmillos, Adon la esquivó y
asestó un duro golpe con su mazo a la desmembrada mano en forma de garra que,
suspendida, estaba a punto de cercenarle la garganta a Cyric.
La mano
explotó ante el impacto del mazo; Adon, ante el ruido provocado por un jadeo
enloquecido y el calor de algo oscuro y diabólico en su oído, se volvió
bruscamente. La desmembrada cabeza flotaba en el aire junto al clérigo, con una
amplia sonrisa que dejaba ver los dientes afilados.
—No son
humanos —gritó Cyric—. Ni siquiera están vivos, me refiero a la vida como la
entendemos nosotros. ¡Son algún tipo de plantas con forma humana!
La cabeza
que se cernía junto a Adon emitió un extraño sonido, como una risita.
Adon
retrocedió ligeramente, sin apartar su mirada de la cabeza en ningún momento, y
levantó el mazo. La cabeza se abalanzó sobre el clérigo, pero él le asestó un
sonoro golpe en la mandíbula antes de que tuviera oportunidad de morderlo.
Mientras gemía con voz potente, la cabeza empezó a dar locas vueltas hasta caer
al suelo.
Poco después
de haber acabado con la cabeza, Adon vio que los tres humanoides que se habían
atrevido a atacar a Kelemvor yacían en el suelo reducidos a pedazos palpitantes
y exangües. Pero otra jauría de monstruos se estaba aproximando a Kelemvor y a
Medianoche y, detrás de éstos, una docena de bestias surgía del bosque,
retorciendo sus afilados colmillos mientras hendían el aire.
Medianoche
ordenó a sus compañeros que se pusieran detrás de ella mientras trataba de
encontrar el punto idóneo de calma necesario para lanzar un sortilegio. Empezó
a balancearse y a salmodiar, y su canto se elevó por encima del guirigay de los
monstruos que se acercaban. De pronto apareció un relámpago cegador y de sus
manos surgieron descargas de misiles blancos y azules, que se lanzaron sobre
todas las criaturas humanoides que había a la vista. La magia parecía como una
marea inagotable e incluso Medianoche se quedó atónita ante el efecto de su
sortilegio. Los dardos de luz mágica atravesaron a las bestias como dagas y, de
repente, los monstruos dejaron de atacar.
Luego
aquellos macabros seres empezaron a caminar de aquí para allá, miraron al
cielo, después a sí mismos, para ir cayendo uno a uno; su carne perdió
consistencia cuando se desvaneció la ilusión de humanidad y quedó al
descubierto su verdadera naturaleza. De su cuerpo salieron raíces que se
metieron en la tierra y, momentos después, todo lo que quedaba de aquellos
monstruos era una serie de sarmientos negros y blancos.
Medianoche
se miró el medallón y observó que unas cuantas diminutas rayas de luz se movían
en su superficie, luego desaparecieron. Ella misma se sintió como si la
hubiesen desangrado.
Destruida la
víctima fácil, los perros-araña empezaron a salir del bosque y a avanzar hacia
los héroes. Había más animales de lo que Kelemvor había imaginado: como mínimo
veinte bestias entraron en el claro.
De repente,
algo fantástico atrajo la mirada de Medianoche: un movimiento, un contorno del
tamaño y forma de un caballo y un jinete. El impreciso jinete no tardó en
llegar junto a ellos y se puso a girar a su alrededor a una velocidad de
vértigo. Medianoche tuvo la sensación de estar en el centro de un torbellino.
Vio un repentino resplandor amarillo y se dio cuenta de que el jinete era Adon.
Pero ¿cómo había sido capaz de llevar a cabo aquella proeza?
Medianoche
dejó de lado sus conjeturas cuando vio que Adon rompía el cerco protector que
había formado alrededor de los héroes y se lanzaba hacia los perros-araña.
Cabalgó entre la jauría y, al igual que una hoz cortando el trigo, así fue
dando tajos con su maza de guerra a través de la horda de criaturas cogidas de
improviso; al cabo de unos segundos, los perros-araña se batían en retirada en
dirección a los bosques.
No obstante,
aunque la amenaza había terminado, Adon y su caballo siguieron moviéndose
inquietos hasta que desaparecieron en el bosque. Era evidente que Adon había
perdido el control de la magia que estuviese ejerciendo.
—¡Por
Mystra, vas a acabar conmigo! —exclamó Medianoche cuando desistió de un esfuerzo
imposible por coger al clérigo.
Empezó a
caer una lluvia glacial que se filtraba a través del dosel de árboles. Cuando
las diminutas gotas golpearon su piel y los vientos impetuosos le impidieron
avanzar, Medianoche tuvo la sensación de que la estaban mordiendo.
Mientras
Adon, con el corazón sobresaltado y la mente desbocada, se agarraba
desesperadamente, se dio cuenta de que sus pulmones no estaban expulsando aire
y que estaba desapareciendo el tenue dominio que tenía sobre el caballo. Le
había dado una dosis de su poción de velocidad al animal, lo único que había
ocultado con ocasión del meticuloso inventario que Kelemvor había hecho de las
pertenencias de todos los miembros del grupo. Adon sabía que era un error
mentir con respecto a estas cosas, pero también sabía que aquella poción había
sido un favor de la diosa Sune, y sólo su sabiduría guiaría su mano para que la
usase. Sin embargo, cuando los perros-araña se agruparon para atacar sin que
Adon hubiera recibido señal alguna de la diosa, fue presa del miedo y tomó las
riendas del asunto. Suministró la poción al caballo, que empezó a ponerse en
movimiento antes de que él mismo pudiese tomar más que unas cuantas gotas. El
frasquito salió volando de sus manos y él se agarró al caballo desesperadamente.
Ahora,
cuando la velocidad del caballo le robaba el aire de los pulmones y estaba a
punto de perder el conocimiento, Adon tuvo una visión: el rostro de una hermosa
mujer se abría camino a través de las fugaces líneas de luz y color que lo
rodeaban en su vertiginosa carrera. La mujer extendió las manos y le cogió la
cara, apretando aquí y allá como si quisiera explorar completamente los
prodigios que Sune le había concedido.
—No está
herido de gravedad —dijo Medianoche.
Adon
parpadeó y la sensación de movimiento empezó a desvanecerse.
—Pensaba que
eras Sune —dijo.
—Parece
aturdido —repuso Kelemvor.
—Sí
—intervino Cyric—. Pero ¿acaso eso es nuevo?
De pronto el
mundo quedó enfocado y Adon se encontró mirando los rostros de sus compañeros.
Parecían estar en un bosque, si bien Adon estaba seguro de que sólo había
tierra llana en el camino del castillo. Entre las ramas de los árboles que
había sobre ellos se dejaron ver unos diminutos parpadeos, aunque algunos
bastante extraños, de resplandor escarlata.
—Medianoche,
tú... ¡me has salvado la vida! —exclamó Adon, estupefacto, con una sonrisa
iluminando su rostro.
—Te has
caído del caballo —le explicó Medianoche.
La silla de
Adon y las provisiones estaban esparcidas por el camino junto a él. Medianoche
imaginó que el clérigo debió de agarrarse a la silla y las cinchas que la
sujetaban se rompieron bajo la presión de la velocidad del caballo.
Una oleada
de horror inundó al clérigo.
—¡Mi rostro!
No estará...
—Está
intacto —dijo Cyric, hastiado—. Como siempre. Y ahora explícame lo que hemos
visto.
—No lo
comprendo... —empezó a decir Adon tratando de parecer lo más inocente posible.
—Cabalgabas
como el viento, Adon. Dabas la impresión de ser más una ráfaga de movimiento
que un jinete y un caballo —comentó Kelemvor—. Yo pensaba que tu magia te había
abandonado.
—Yo no lo
diría de esa forma —replicó Adon.
—Me da igual
cómo lo dirías tú. ¿Qué nos estás ocultando?
Medianoche
se adelantó y ayudó al clérigo a ponerse de pie.
—¡No seas
estúpido, Kelemvor! —dijo—. Está claro que no puede explicar lo que ha
sucedido, de la misma forma que ninguno de nosotros puede explicar la locura de
la que son víctimas los Reinos desde la caída de los dioses.
Kelemvor
sacudió la cabeza.
—¿Nos
ponemos en camino?
Adon,
aliviado, asintió con una inclinación de cabeza y todos, salvo Medianoche, se
dirigieron a sus caballos.
—Ha sido un
terrible error, Adon —comentó Medianoche en voz muy baja. El clérigo estaba a
punto de hablar cuando Medianoche prosiguió—: He tardado unos minutos en
comprenderlo. Tienes pociones, ¿verdad?
Adon agachó
la cabeza.
—Tenía una.
Pero ahora no la encuentro.
Medianoche
frunció el entrecejo.
—¿Alguna
otra sorpresa? —preguntó.
—¡No,
Medianoche! —exclamó Adon, alarmado—. ¡Te lo juro por Sune!
Medianoche
asintió.
—Por favor,
no le cuentes a Kelemvor lo que he hecho. ¡Me desollaría vivo! —murmuró Adon.
—No podemos
permitir una cosa así —dijo Medianoche sonriendo, y se alejó del clérigo.
—¡Por
supuesto que no! —exclamó Adon con una bravuconería que estaba lejos de sentir.
A continuación se agachó y empezó a recoger sus bártulos.
—Vamos —dijo
Caitlan al clérigo—. ¡Tenemos que ponernos inmediatamente en camino hacia el
castillo!
—Pero ¡si
nos hemos perdido! —exclamó Adon.
Pero, como
en respuesta a las palabras del clérigo, los árboles empezaron a marchitarse y
deshacerse. Al cabo de unos segundos, la carretera volvía a estar despejada y
dejó de llover.
—¡Alabada
sea Sune! —dijo el clérigo, y se apresuró a reunirse con los demás.
Como su
caballo había huido, Adon tuvo que montar con Kelemvor. Su preferencia
instintiva fue ir en el caballo de Medianoche, así podrían reanudar la
conversación de antes, pero ella entornó los ojos hasta convertirlos en dos
resquicios y Adon descartó la idea. Fue Caitlan quien montó con la maga. Debido
a que los caballos de carga habían muerto, el grupo tuvo que llevar lo que les
quedaba de provisiones sobre la grupa de los caballos restantes.
Medianoche
fue a pie guiando el caballo, con Caitlan sobre él, hasta que estuvieron a dos
kilómetros del desastre. El antes exuberante bosque estaba ya en un avanzado
estado de deterioro. Medianoche supuso que por la mañana el bosque no sería
otra cosa que la tierra polvorienta y seca que había sido antes de su llegada.
Los héroes
acamparon bajo las estrellas y comieron lo que no habían devorado las hormigas
o no se había perdido en medio de la arcana legión que los había atacado.
Seguirían adelante. No había ningún voto en contra.
Aun cuando
Cyric no sugirió volver sobre sus pasos, estaba claro que le preocupaban los
extraños acontecimientos de los que habían sido víctimas todo el día. Sin
embargo, en lugar de ponerse a comentar la batalla, el ladrón cogió sus mantas
y se fue a dormir apenas terminaron de cenar.
Antes de
disponerse a dormir, Kelemvor vio a Caitlan, sentada mirando el horizonte. La
muchacha había hablado muy poco desde el ataque en el bosque y el guerrero se
preguntó qué habría detrás de aquella mirada enigmática. En ocasiones, Caitlan
parecía solamente una niña asustada; otras veces, su inteligencia y resolución
le recordaban a un general cansado de luchar. La contradicción era
desconcertante.
Kelemvor
había rechazado siempre las riendas del mando. Se sentía incómodo siendo
responsable de alguien que no fuese él mismo. ¿Por qué entonces había aceptado
aquella misión con la creencia ciega de que él era el hombre idóneo para
llevarla a buen fin? Kelemvor se dijo que había sido el aburrimiento lo que lo
había incitado a aceptar aquella aventura y a marcharse de Arabel. Necesitaba
aventura. Necesitaba dejar la vida ordenada y civilizada de la ciudad que había
abandonado. Pero había otra razón que le había hecho decidirse.
Ella
puede curarte, Kelemvor.
El guerrero
sabía que era preferible agarrarse a la sombra de la esperanza que aceptar la
luz de la realidad y encontrarse embargado por la desesperación. Sólo confiaba
en que Caitlan estuviese diciendo la verdad.
Los
pensamientos de Kelemvor siguieron en esta línea hasta que se quedó
profundamente dormido soñando con la persecución.
Cuando los
demás se retiraron, Medianoche se quedó haciendo la primera guardia, con los
sentidos demasiado alerta, demasiado vivos para dejarla dormir o dejarla
relajarse.
Mientras
escuchaba los ruidos nocturnos, la maga meditó sobre el extraño comportamiento
de Kelemvor desde la batalla. Con ocasión de la cena, el guerrero insistió en
que todos ayudasen a preparar la comida. Después de comer, se empeñó en que
todo el mundo ayudase a enterrar la basura, para así no atraer a los animales.
Parecía un hombre distinto del que había conocido en la taberna de Arabel.
Quizás el
guerrero había comprendido que Medianoche era, en efecto, una parte valiosa del
grupo y se sentía avergonzado por haberse equivocado al aceptarla sólo como
último recurso y por haber tenido luego el mal gusto de subrayar este hecho una
y otra vez. Además, había algo que ambos compartían, estaban marcados por una
vena salvaje que los adecuaba para la vida errante y aventurera, y para poca
cosa más.
Medianoche
se pasó las cuatro horas siguientes dándole vueltas a sus crecientes
sentimientos para con el guerrero y a las preguntas relativas al medallón
enganchado a su piel. Sus pensamientos giraron en círculo durante horas, hasta
que Adon fue a relevarla de la guardia.
El clérigo
observó que Medianoche se quedaba inmediata y profundamente dormida, y la
envidió. Sin embargo, a pesar de las duras pruebas y de los horrores con los
que se había enfrentado aquella tarde, a pesar de que el aire viciado con la
peste de las tierras muertas asaltaba su olfato, sabía que habría podido estar en
una situación peor. Por lo menos estaba en compañía de camaradas valientes y
gozaba de libertad. No tenía que inquietarse por el inminente peligro de ser
encarcelado o por la humillación de la que hubiese sido víctima si Myrmeen Lhal
hubiese acudido directamente a sus ancianos del templo de Sune.
No, estaba
libre y ello le hacía ser un hombre mejor.
Por otra
parte, habría agradecido aunque sólo fuese una almohada de seda.
Los aposentos de Myrmeen Lhal tenían un diseño espectacular, techo
abovedado de artesanía y gradas en círculos concéntricos que ascendían en
espiral hasta su centro. La habitación estaba dominada por una cama redonda, de
casi cuatro metros de diámetro, adornada con sábanas de seda roja y una docena
de suaves almohadas con puntillas de oro. Abundaban los objetos de arte;
algunos quitaban la respiración, otros eran simplemente hermosos.
Pero el
objeto de arte más delicado era la propia Myrmeen, que sólo podía ser vista a
través de unas cortinas negras, que los más escogidos ilusionistas de la ciudad
mantenían constantemente cargadas y permitían echar una ojeada a cualquier
puerto exótico con la única ayuda de la más ligera insinuación de su
imaginación.
Myrmeen
salió de su bañera, labrada con el más delicado de los marfiles por artesanos
venidos del remoto Shou Lun y mantenida a buena temperatura mediante chorros de
agua caliente que fluía constantemente. Los más exóticos aceites y sales de
baño encantadas trataban su piel, produciéndole unas ardientes delicias más
placenteras incluso que las caricias del más experto de los amantes. Detestaba
dar fin a su lujuriosa sesión en el agua encantada, pero no se atrevía a
abandonarse al sueño, a menos que quisiera encontrarse tan aletargada por la
mañana que tuviera que aplazar sus compromisos una semana, hasta que pasaran
los efectos y pudiese pensar con claridad.
Apareció en
la mano de Myrmeen un camisón traslúcido azul celeste donde brillaban diminutas
estrellas. El camisón secó su piel y, mientras ella se lo deslizaba por la
cabeza, le peinó el cabello de la forma más delicada.
Aquel
vestido era un regalo de un mago poderoso, y enamorado, que había visitado la
ciudad el año anterior. Y si bien los magos de su corte habían confeccionado el
camisón mágico, temía que fuese peligroso llevarlo a causa del estado
imprevisible de la magia y, como había estado proponiéndose desde hacía casi
una semana, se prometió prescindir de él en adelante.
Myrmeen
pensó que si el camisón la mataba, por lo menos estaría presentable para los
clérigos.
Recordó de
pronto a Adon de Sune y se echó a reír con incontrolables espasmos. El pobre
diablo estaba probablemente temblando de miedo y, temiendo por su vida, se
habría escondido en algún lugar horrible. Por supuesto, no estaba realmente en
peligro, pero Myrmeen no desaprovechaba la oportunidad de bajar los humos a
aquel engreído; de hecho tenía bien pocas ocasiones para dar rienda suelta a su
antiguo talento de embustera. Suspiró y se tumbó en la cama.
Estaba a
punto de llamar a un paje cuando advirtió algo bastante extraño: habían
desaparecido los rubíes del cáliz de oro. Myrmeen se levantó de la cama pero,
como su instinto de guerrera se había embotado a causa de años de gobernar, no
reaccionó lo bastante deprisa para esquivar al hombre vestido de negro que se
abalanzó sobre ella y la arrojó violentamente sobre la cama, dejándola sin
aliento. Notó el peso del hombre sobre ella, inmovilizándola, y una mano se
cerró sobre su boca.
El rostro y
el cuerpo del hombre estaban envueltos en una gasa que parecía ser una especie
de malla de acero. Las franjas de la cara habían sido dispuestas de forma que
quedasen al descubierto los ojos, la nariz y la boca del hombre.
—Estate
quieta, milady. No quiero hacerte daño —dijo el hombre, en voz baja y gutural.
Myrmeen se debatió todavía con más fuerza—. Tengo noticias sobre la
conspiración.
Myrmeen dejó
de luchar y notó que la presión de su asaltante se reducía un poco.
—¿Cómo has
llegado hasta aquí? —murmuró ella en la mano del hombre.
—Todos
tenemos nuestros secretos —dijo él—; No sería conveniente divulgarlos.
—Has... has
mencionado... la conspiración —dijo, con el pecho agitado por su imaginado
temor. Se preguntó si no debería empezar a llorar, luego se lo pensó mejor.
—El villano
Caballero Siniestro está todavía en libertad.
Myrmeen
entornó los ojos.
—Sí, esto ya
lo sabía. Lo que puede ser una novedad es que los tres agentes que utilizó Evon
Stralana han huido de la ciudad. Kelemvor, Adon y Cyric, el antiguo ladrón, se
han marchado disfrazados antes del mediodía en compañía de dos desconocidas.
—¿No fueron
esos tres los que permitieron que el Caballero Siniestro se marchase impune?
Piensa en ello, milady. Eso es todo lo que tenía que decirte.
Cuando Marek
empezó a incorporarse, Myrmeen rodó hacia la izquierda, fingiendo llevarse las
manos a su enrojecido rostro, pero, en cambio, se agarró al borde de la cama y,
con las dos piernas, lanzó una patada al estómago del intruso. A juzgar por su
grito y el ruido que oyó, supuso que había encontrado las costillas del hombre.
—¡Por todos
los dioses! —gritó el ladrón cuando Myrmeen le dio un resuelto puñetazo que por
poco le alcanza la garganta.
Él
comprendió la estratagema y le asió el brazo, pero se dio cuenta inmediatamente
de su error, pues ella le dio una fuerte patada en el tobillo que provocó un segundo
aullido de dolor de sus labios y tuvo que soltar su brazo antes de tener
ocasión de retorcérselo desde el hombro. Myrmeen no había dejado de gritar todo
el rato, por consiguiente a Marek no le sorprendió que las puertas de los
aposentos se abriesen de golpe e irrumpiese un puñado de guardias.
Lo primero
que pensó Marek fue si atacar a los guardias o tratar de huir. Pero cuando cayó
en la cuenta de lo fácil que le resultaría escaparse de las tan mal construidas
mazmorras de Arabel, levantó las manos y se rindió.
—¡Haced
hablar a este perro! —ordenó Myrmeen, ajena a las miradas que había provocado
su cuerpo casi desnudo—. ¿Y bien? ¿Estáis sordos? ¡Moveos!
Paró a uno
de los hombres.
—¡Y hacedle
saber al ministro de Defensa que deseo verlo en la sala de planificación
inmediatamente! —Bajó la vista a su camisón roto—. Cuando me haya vestido de
forma más apropiada.
—Te dije que
no te quejases del turno de guardia —dijo uno de los guardias mientras se
llevaba a Marek, y Myrmeen esperó a estar sola de nuevo en sus aposentos antes
de esbozar una amplia sonrisa, fruto de las palabras del pícaro guardia. Pero
su sonrisa desapareció tan rápidamente como había aparecido al pensar en el
trío que tal vez la había traicionado y en las medidas que iba a tomar para
descubrir si había sido así.
Media hora
más tarde, en la sala de planificación, Myrmeen transmitió toda la información
que acababa de recibir a Evo Stralana, un hombre delgado, de pelo oscuro y tez
pálida. Stralana asintió gravemente.
—Me temo que
ese gusano de Gelzunduth estaba diciendo la verdad —observó Stralana.
—¿Estabas
enterado de todo esto? —gritó Myrmeen.
—Esta
mañana, uno de nuestros hombres ha logrado obtener la prueba que necesitábamos
para detener al falsificador, Gelzunduth.
—Sigue.
Stralana
tomó aliento.
—Ayer noche,
Adon fue a casa de Gelzunduth y pagó al falsificador para que le hiciese unas
identificaciones falsas para unos hombres cuya descripción, curiosamente,
coincidía con Kelemvor y Cyric. También compró un fuero falso. Gelzunduth
comprendió inmediatamente lo que tenía entre manos y accedió tan cordialmente
como pudo.
»Cuando
Gelzunduth fue interrogado insinuó que podía revelar cierta corrupción entre
los guardias. Gelzunduth ha considerado que podría utilizar esta información
para conseguir pactar por su libertad o para obtener una sentencia menor. Pero
hace unas horas el cerdo se derrumbó y lo ha contado todo.
Myrmeen
observó la diminuta llama de la única vela que había entre Stralana y ella.
Cuando levantó la vista, podía verse en sus ojos toda la furia provocada por lo
que acababa de oír.
—Quiero
saber quién estaba de guardia en las puertas cuando Kelemvor y los demás se
marcharon de Arabel. Quiero que me los traigáis aquí y que sean interrogados.
Veremos el castigo que les imponemos una vez hayamos descubierto qué puerta
utilizaron para huir.
Stralana
asintió.
—Sí, milady.
Los puños de
Myrmeen estaban apretados y juntos, y sus nudillos se habían vuelto blancos.
Hizo un esfuerzo para relajar las manos mientras hablaba.
—Luego nos
ocuparemos de Kelemvor y sus amigos.
5
Las columnatas
Cyric, el
último en montar guardia, observó el hermoso color rosa pastel del cielo al
amanecer. Unas suaves rayas ocres parecían iluminar las nubes puras y blancas
que se elevaban sobre el horizonte. Sin embargo, el ladrón no tardó en notar
una oleada de calor que penetraba en su cuello. Se volvió y descubrió una
segunda salida de sol que remedaba la primera con total perfección.
Con visible
velocidad, salían otros soles tanto por el norte como por el sur. Ilusión o no,
el efecto era desconcertante. El sofocante calor de las esferas cegadoras hizo
que los pequeños montones de barro del camino se secasen y endureciesen; y la
propia tierra empezó a humear desprendiendo un olor insoportable. Cyric
despertó a los demás antes de que se pusiese de manifiesto todo el efecto del
tremendo calor.
Kelemvor,
todavía aturdido por una mala noche, fue en busca de la única tienda que
tenían, luego juró para sus adentros al recordar que había quedado destruida
cuando los caballos de carga habían sido atacados por los monstruos el día
anterior. Ordenó a los demás que reuniesen todas las mantas y capas que hubiere
y se cubriesen inmediatamente, pues la tierra rasa que rodeaba a los héroes no
los protegía mucho del sol.
—¡Medianoche!
—llamó Kelemvor—. Si te queda algún sortilegio milagroso que pueda ayudarnos,
éste es el momento de usarlo.
Medianoche
no prestó atención al tono sarcástico de la voz de Kelemvor.
—¡Poneos
todos juntos! —gritó Medianoche—. Los caballos también. Luego colocad toda el
agua que tengamos en un punto.
Las órdenes
de Medianoche fueron ejecutadas y una densa niebla llenó el aire cuando la maga
de cabello oscuro lanzó un sortilegio menor destinado a humedecer la zona. Un
segundo sortilegio enfrió el agua que tenían para beber, para evitar así que se
evaporase con el calor. Las mantas envolvieron a los aventureros en la
oscuridad y ayudaron a que se mitigase el intenso calor de los soles.
Medianoche se alegró de que sus hechizos no hubiesen fallado. Vio diminutas rayas
de luz moverse por la superficie del medallón y, a pesar del sofocante calor de
los soles que salían, un escalofrío recorrió su cuerpo.
Adon, a
oscuras bajo la manta, recordó un sortilegio simple susceptible de permitirle
soportar los efectos del intenso calor sin que éste lo dañase. Deseó
ardientemente poder recurrir al hechizo, pero sabía que no tendría efecto.
Antes y después de su guardia, había rezado a Sune y probado unos sortilegios;
sus esfuerzos habían sido vanos, como había ocurrido desde el Advenimiento.
Medianoche
podía ver los soles incluso a través de la tela de su capa. Observó, fascinada,
cómo convergían directamente sobre ellos formando una deslumbradora serie de
luces, que luego se convirtieron en una sola; el calor disminuyó hasta niveles
normales casi al instante. Parecía que la crisis había llegado a su fin.
Sin embargo,
el calor afectó a los aventureros que, incluso mientras se preparaban para
ponerse en marcha, discutían acerca de qué sol había sido el verdadero y en qué
dirección debían encaminarse. Al final se rindieron al infalible instinto de
Cyric y el día recuperó una apariencia de normalidad.
Al cabo de
un rato, las tierras llanas dieron paso a unas montañas exuberantes y onduladas
en el este, y aparecieron las imponentes cimas de las montañas del desfiladero
de Gnoll en la lejanía. Los héroes dejaron la carretera principal,
sorprendiéndose gratamente al encontrar las ruinas de una columnata que rodeaba
una reluciente charca de agua fresca; Adon la probó y afirmó que era pura. Bebieron
con avidez y rellenaron sus cantimploras.
La idea de
bañarse apenas había pasado por la mente de los sudorosos aventureros cuando
Adon, sin pudor alguno, empezó a desnudarse.
—¡Adon!
—gritó Kelemvor, y el clérigo quedó inmóvil en equilibrio sobre una pierna y
con las manos asidas a una bota—. ¡Hay una mujer y una niña!
Adon posó el
pie antes de caerse.
—¡Oh,
disculpad!
Medianoche
movió la cabeza. La idea de bañarse y refrescarse antes de la última etapa del
viaje no era mala en absoluto, pero habría que disponerlo de otra forma.
—Si los tres
tenéis ganas de bañaros, me llevaré a Caitlan y esperaremos al otro lado de la
charca... de espaldas a vosotros —propuso la maga.
—¡Bien!
Luego haremos lo mismo para que os podáis bañar vosotras —repuso Kelemvor y
empezó a sacarse la camisa.
—Sí, con la
diferencia de que vosotros estaréis en la cima más cercana antes de que estemos
dentro del agua. —Medianoche tomó a Caitlan de la mano y se la llevó.
Cuando
Medianoche y Caitlan estuvieron al otro lado de la columnata, Adon se desnudó
completamente y, después de doblar con cuidado su ropa y dejarla apilada, tomó
carrerilla y se zambulló en las cristalinas aguas. Se puso a chapotear y gritar
como un niño, mientras Kelemvor se reía.
—¡Bien
hecho, muchacho! —Y Kelemvor se desnudó a su vez.
Hasta Cyric
se metió en la charca, si bien parecía bastante inseguro en comparación con los
demás compañeros.
Mientras
esperaban a que los hombres acabasen de bañarse, a Medianoche le sorprendió el
silencio de Caitlan. Le gustaba hablar con la muchacha, sin embargo, incluso
después de haberla instado dulcemente a que dijese algo, permaneció en completo
silencio, sin dejar de mirar el horizonte.
—¡Medianoche!
Sin
volverse, Medianoche contestó:
—¿Sí,
Kelemvor?
—Tengo que
decirte algo.
Medianoche
notó el tono festivo de la voz de Kelemvor y frunció el entrecejo.
—Puede
esperar.
—Puedo
olvidarme —replicó Kelemvor—. No te preocupes, estamos dentro del agua.
Medianoche
relajó los hombros y miró a Caitlan.
—Espera aquí
—le dijo. Caitlan asintió.
Medianoche
se levantó y encontró a Kelemvor cerca de la parte de la charca donde estaba
ella. Adon y Cyric seguían en el otro extremo.
El Kelemvor
desnudo de su imaginación resultó no ser muy diferente del verdadero; cuando
vio el cuerpo mojado y brillante de Kelemvor, Medianoche no pudo evitar un
estremecimiento. No recordaba la última vez que la habían tocado unas manos
como las suyas. Kelemvor la interrumpió en sus pensamientos al salpicarla con
el agua mientras se acercaba a ella nadando y bromeando para que se reuniese
con él.
—Te
gustaría, ¿verdad? —dijo Medianoche, a la vez que cruzaba los brazos sobre el
pecho.
—Sí —dijo
Kelemvor, con un brillo travieso e infantil en los ojos.
—Pues mi
ropa no se moverá de su sitio hasta que los tres estéis bien seguritos en
aquella colina —dijo ella, para luego meter un pie en la charca y salpicar el
hermoso rostro del guerrero. Él quiso agarrarle el tobillo pero no atinó, cayó
hacia adelante y se dio un fuerte golpe en la cabeza con el borde de piedra de
la charca. Los brazos del guerrero se agitaron mientras empezaba a hundirse y
un rastro de sangre ensució el agua.
—¡Kel!
—gritó Medianoche.
De pronto,
se formó un remolino y una mano hecha de agua agitada alzó a Kelemvor de la
charca y lo colocó en un pequeño remanso. Adon corrió junto al hombre. Cuando
Kelemvor empezó a moverse, Medianoche fue a buscar la ropa de sus compañeros.
—No es grave
—dijo Adon después de haber examinado la herida—. Yo diría que es preferible no
moverlo durante un rato.
—¡Necio! —le
reprendió Medianoche, pero Kelemvor se limitó a sonreír y mover la cabeza.
Adon tapó al
guerrero con una manta y fue a hablar con Cyric, que ya estaba completamente
vestido.
—Habría
valido la pena —dijo el guerrero. Luego la inquietud arrugó sus rasgos—. Estás
temblando.
Medianoche,
en efecto, estaba temblando sin poderse controlar. No había lanzado ningún
sortilegio para salvar a Kelemvor, pero estaba segura, aunque no sabía cómo, de
que lo había salvado. La maga, mientras se cogía los brazos para dejar de temblar,
pensó que quizás el medallón iba a explotar. Al fin y al cabo, era mágico.
Medianoche
lanzó un grito poco después cuando un segundo géiser de agua saltó de la charca
y la envolvió en una brillante columna. La maga se quedó consternada cuando
todo lo que llevaba encima, salvo el medallón, se desprendió de ella sin
movimiento alguno por su parte, y unos agradables chorros de agua concentrada
empezaron a lavarla; mientras, su ropa bailaba en el aire y recibía el mismo
tratamiento. Los otros apenas veían lo que pasaba dentro de la columna y,
cuando todo acabó, el agua fue tragada ávidamente por la charca y apareció
Medianoche, vestida y deslumbrantemente limpia.
Medianoche
había dejado de temblar, pero la asaltó de nuevo la duda. Llegó finalmente a la
conclusión de que, tanto si había sido el medallón como si había sido algún
poder del agua el responsable de todo aquello, era evidente que no se trataba
de ninguna magia nociva.
—Bonito
truco —dijo Cyric sonriendo a la maga—, pero me sorprende que sigas confiando
en tus sortilegios después de todo lo que hemos visto.
—No he
recurrido a ningún hechizo desde los sortilegios de esta mañana —replicó la
maga—. No sé qué ha causado esto. Por lo que sabemos, puede haber sido Caitlan.
Medianoche
miró al lugar donde había dejado a la muchacha y se llevó un susto de muerte
cuando vio que el remanso estaba vacío. Antes de poder siquiera abrir la boca,
se oyó un chapoteo detrás de ella; Medianoche se volvió y vio a Caitlan
disfrutando en la reluciente charca.
Debido a la
herida de Kelemvor, los héroes decidieron acampar en la columnata y seguir la
marcha hacia el castillo por la mañana. Cyric se pasó gran parte de la tarde
estudiando los pilares y las estatuas que rodeaban el campamento.
Las columnas
eran gruesas y lisas y, a casi cuatro metros del suelo, unos hermosos arcos de
piedra, como arcos iris terrestres, unían una columna con otra. Las vigas de
piedra se extendían hasta la siguiente columna, de la cual salía a su vez un
arco, y así sucesivamente.
Algunas
columnas estaban derruidas y las puntas de sus capiteles fragmentados formaban
lanzas melladas. De la parte alta de las columnas bajaban unas fisuras que
degradaban sin piedad toda la longitud de los pilares y, junto a las
fracturadas columnas, podían verse fragmentos de piedra hundidos profundamente
en el suelo. Faltaban muchos arcos, lo cual estropeaba la otrora perfecta
simetría de la columnata y reemplazaba ésta con un diseño extravagante e
imprevisible.
El interés
de Cyric se centró principalmente en las estatuas, a pesar de que casi todas
las esculturas estaban rotas por alguna parte y a muchas les faltaba la cabeza.
Algunas eran de hombres, otras de mujeres, pero todas representaban unos
ejemplares físicos perfectos. El ladrón estuvo horas observando una estatua en
particular: una pareja de enamorados sin cabeza, que estaban de espaldas a la
columnata, cuyas manos expresaban las emociones que no podían manifestar sus
inexistentes cabezas.
Cuando
anocheció, empezó a emanar de la charca una luminiscencia intensa, como si su
fondo estuviese cubierto de fósforo, cosa que un minucioso examen demostró no
ser cierta. Mientras los viajeros descansaban y, de vez en cuando, sacaban
algún tema de conversación, aquella luz azul y blanca del agua bailaba en sus
rostros.
Cyric contó
unas historias sobre unos aventureros malhadados que habían buscado la fortuna
en las legendarias ruinas de Myth Drannor, ignorando las advertencias de los
héroes que custodiaban el lugar. En todos sus relatos terminaban muriendo o
desapareciendo para siempre los aventureros. Medianoche reprendió a Cyric por
sacar a la luz aquellas historias deprimentes.
—Además, a
menos que hubieras estado con ellos y hubieras logrado salir con vida, ¿cómo
puedes saber qué peligros arrostraron aquellas personas? —quiso saber
Medianoche.
Cyric miró
fijamente el agua y no contestó. Medianoche decidió dejar las cosas como
estaban.
Adon empezó
a ensalzar las virtudes de Sune y Kelemvor cortó al clérigo cambiando de tema
para hablar de los sueños y su realización.
—No te deprimas
—dijo Kelemvor devolviendo a Medianoche sus propias palabras—, pero los relatos
de Cyric tienen significado para todos nosotros. He visto con demasiada
frecuencia a hombres a quienes la persecución de sus sueños los ha llevado por
el mal camino. Luego, un día, miran a su alrededor y reconocen todas las
alegrías y maravillas que se han perdido por estar demasiado ocupados yendo de
acá para allá con el fin de amasar sus riquezas.
—Es muy
triste —comentó Medianoche—. Yo he conocido a hombres así. ¿Y vosotros?
—Encuentros
casuales —contestó Kelemvor.
—No entiendo
qué tiene que ver todo esto con nosotros —dijo Adon sin poder evitar su tono
hosco.
—Tiene mucho
que ver con nosotros —replicó Kelemvor, que estaba observando el movimiento
casi hipnótico del agua—. ¿Qué me dices si morimos mañana?
Caitlan
adivinó adónde quería ir a parar Kelemvor con sus palabras, y palideció.
—Como decía
Aldophus, «un curioso cúmulo de circunstancias..., se ponen a arder todas, y se
desencadena el infierno». Pensad en lo que nos ocurrió ayer. ¿Vale la pena
realmente el riesgo de volver a enfrentarnos con semejantes pesadillas o con
cosas que pueden ser peores? Yo he jurado seguir adelante, pero estoy dispuesto
a dispensar a cualquiera de vosotros de la obligación de cumplir vuestra
promesa —dijo Kelemvor sin dejar de mirar el agua.
Adon se puso
en pie.
—Me siento
insultado. Por supuesto, yo seguiré adelante. No soy un cobarde, aunque puedas
pensar lo contrario.
—Yo nunca he
dicho que lo seas, Adon. De haber pasado esta idea por mi imaginación, no te
habría pedido que nos acompañases en esta misión. —Kelemvor se volvió hacia los
demás.
Medianoche
vio que Caitlan estaba temblando y le puso su capa sobre los hombros.
—Mi promesa
va dirigida tanto a Caitlan como a ti, Kel —dijo Medianoche mientras abrazaba a
la asustada muchacha—. Yo continuaré, y eso no tenía que haber sido puesto en
duda.
Cyric se
había apartado a las sombras, fuera de la luz de la charca. Comprendía
perfectamente la estrategia que Kelemvor estaba poniendo en práctica; trataba
de fortalecer la aprobación y el entusiasmo del grupo poniendo estas mismas
actitudes en duda. Pero para Cyric, Kelemvor no estaba más que expresando las
mismas inquietudes que él había estado experimentando desde el principio de la
aventura.
Cyric pensó
que podía abandonar, y nadie lo detendría.
—¿Cyric?
—llamó Kelemvor—, ¿dónde está Cyric?
—Estoy aquí
—contestó Cyric, y, sorprendido de sí mismo, volvió donde estaban los demás y
tomó asiento junto a ellos—. Pensaba haber oído un ruido.
Kelemvor miró
a su alrededor con suspicacia.
—Pero no era
nada —dijo el ladrón, para luego arrodillarse frente a Caitlan, a quien apenas
había dirigido la palabra durante todo el viaje—. En lo que vale, Caitlan, te
reitero mi promesa de rescatar a tu señora del castillo. —Luego miró a
Kelemvor—. Hay quien cree que nuestras vidas están predestinadas, que tenemos
poco control sobre ellas y que podemos dejarnos llevar por cualquier cosa que
nos depare el destino. ¿Has sentido eso alguna vez?
—¡En
absoluto! —exclamó Kelemvor—. Nadie más que yo gobierna mi destino.
Cyric alargó
una mano y cogió la del guerrero.
—Siendo así,
por fin estamos de acuerdo en algo —dijo Cyric sonriendo, si bien su corazón
sabía que estaba mintiendo.
Bane pensó que debían de estar cerca. Removió las aguas del estridente
estanque hasta que se le cansaron los brazos. Se sintió aliviado cuando una
imagen empezó a tomar forma. Sin embargo, algo interfería en su intento de
espiar a los salvadores de Mystra. Incluso cuando el agua del estanque volvió a
quedarse quieta, la imagen siguió siendo vaga e indistinta.
Bane estudió
la imagen casi quieta de los humanos que habían acudido a rescatar a Mystra. Le
interesaba sobre todo la mujer, pero ella estaba dormida de costado y no podía
ver el medallón. Estudió a los demás y una carcajada salió del dios hecho
carne. La laringe de Bane, demasiado humana, se rebeló contra este tratamiento
cruel al que era sometida y el estruendo de la risa de Bane se convirtió en un
gruñido ronco.
Bane estaba
delante de Mystra, a la cual había despertado la risa cruel de lord Black.
—¿Esto es lo
que mandas contra mí? —dijo Bane señalando el ruidoso estanque—. Impresionan
todavía menos que la descripción que de ellos hizo Blackthorne.
Mystra
guardó silencio.
—Yo pensaba
que tus redentores estarían por lo menos en condiciones de proporcionarme
cierta diversión. Pero ¿estos cuatro?
Mystra hizo
un esfuerzo para no mostrar reacción alguna, aun cuando vislumbrara de pronto
un rayo de esperanza. «¿Sólo cuatro? —pensó—. ¡Entonces el despacho funcionó!»
Cuando Bane
capturó a Mystra, la diosa había usado una fracción de su poder para enviar un
hechizo modificado en forma de un halcón mágico. La posible mutación que
localizaría debía ser joven, con un inmenso potencial, es decir, un gran mago,
pero inexperto. Cuando localizaron a Caitlan, se produjo un contacto entre
Mystra y la muchacha y, en aquel instante, la diosa le dio instrucciones para
que encontrase a Medianoche y el medallón y reuniese a unos guerreros dignos de
su causa.
Asimismo,
Mystra le dio al halcón algunos hechizos que éste debía otorgar a quien
recibiese su llamamiento. Uno había sido un sortilegio para ver en la mente de
otros, a fin de poder así encontrar el defensor adecuado. El segundo era una
capa para detectar cualquier forma de magia. Mystra presintió que el tercero y
último hechizo no había sido usado todavía. Un ligerísimo estremecimiento
dentro de su esencia le había indicado el lanzamiento de los dos primeros
sortilegios cuando éstos se produjeron; no le había llegado una sensación
similar del uso del tercero. Todavía no.
Cuando lord
Black volvió a hablar, el desprecio endurecía sus rasgos.
—Por lo
menos han tenido el buen juicio de dejar a la niña. No habrían ganado nada con
su muerte, salvo causarte más inquietud. Y yo, de verdad, no quiero causarte
dolor, querida Mystra. A menos, claro está, que no me dejes otra alternativa.
Durante el
tiempo que llevaba siendo prisionera de lord Bane, Mystra había aprendido a
tener paciencia y, a pesar de lo mucho que deseaba gritar cuánto agradecía que
su plan hubiese sido un éxito hasta aquel punto, puso en práctica lo que había
aprendido con la máxima habilidad. Caitlan había sido protegida de las
inoportunas brujerías de Bane; él no sabía que la joven estaba aún con el
grupo.
—Te ofrezco
mi indulgencia una vez más. Prométeme lealtad a mi causa. Ayúdame a unir a los
dioses contra lord Ao, y poder así recuperar los cielos. Si haces esto, todo
quedará perdonado. Si desaprovechas esta oportunidad que te ofrezco, ¡te juro
que estos humanos que intentan arrancarte de mis garras recibirán unos
tormentos propios de los condenados!
Se oyó un
ruido detrás de ellos.
—¡Lord Bane!
Éste se
volvió para saludar a Tempus Blackthorne. El hechicero tenía una piel pálida,
casi color marfil, y llevaba su largo pelo, negro como el azabache, recogido en
una cola. Se cubría el pecho con un peto hecho de puro acero negro en cuyo
centro aparecía una joya del tamaño de un puño. Asimismo, parecía ser
insustancial, casi como un fantasma.
—Hay asuntos
urgentes que requieren tu atención en Zhentil Keep —dijo Blackthorne—. Han
encontrado al Caballero Siniestro.
—¿El
Caballero Siniestro? —exclamó Bane moviendo la cabeza.
—La
conspiración contra Arabel. Él era nuestro agente.
Bane lanzó
un profundo suspiro.
—El que fracasó.
—Lord Chess
quiere ejecutarlo inmediatamente —dijo Blackthorne—. Sin embargo ese hombre
tiene un expediente intachable y tropezó con imponderables en su cometido.
Bane juntó
sus manos-garras.
—Para ti es
un asunto personal, ¿verdad?
Blackthorne
agachó la cabeza.
—Ronglath,
el Caballero Siniestro, y yo somos amigos desde niños. Su muerte sería una
pérdida sin sentido.
Bane respiró
hondo.
—Vamos a
hablar del asunto. Luego le llevarás mi sentencia a Chess. Nadie se atreverá a
discutirla.
Mystra
observaba mientras Bane y su emisario hablaban. La atención del dios de la
Lucha estaba fijada en el asunto que tanto importaba a Blackthorne y Mystra
agradeció aquel respiro de su constante acoso.
Mystra pensó
que, por lo menos, existía una probabilidad de escapar. El hecho de que la
mutación que ella había creado hubiese encontrado a quien poseía su
responsabilidad era más de lo que hubiera podido esperar. No habría otra
ocasión como aquélla.
Y entonces
le proporcionaría la identidad de los ladrones a lord Ao, y ¡volvería a casa!
Sin embargo,
no era momento de regocijarse. Era momento de actuar. Mystra sabía que,
encadenada como estaba, no podría escapar a sus grilletes. No obstante, sus
cadenas y las atenciones del hakeashar no habían impedido completamente
que conservase suficiente energía mística para lanzar un último hechizo menor.
Mystra se
concentró y no tardó en sentir una conexión con Caitlan.
¡Ven
inmediatamente!, ordenó
Mystra, y sus palabras retumbaron en el cerebro de la muchacha. Utiliza el
último hechizo que te he concedido y ven enseguida. No esperes a los otros.
Ellos no tardarán en llegar.
La conexión
se interrumpió de pronto y Mystra oyó las pisadas de Bane. Blackthorne se había
marchado. Bane se detuvo delante de la diosa.
—¿Has
cambiado de opinión? ¿Has decidido finalmente unirte a mí? —preguntó Bane.
Mystra
guardó silencio.
Bane
suspiró.
—Es una
lástima que vayas a morir pronto. Al fin y al cabo, ¿cuántas veces podrás
soportar todavía al hakeashar? Los
tormentos que te causa cuando viola tu esencia deben de ser increíbles.
Mystra ni se
movió.
—Contigo, o
sin ti, encontraré un medio para derrocar a Ao, Mystra. Harías bien uniéndote a
mí antes de que deba matarte.
Como la
diosa de la Magia siguió guardando silencio, Bane se volvió y se dirigió al ruidoso
estanque, donde reanudó la vigilancia de los huéspedes acampados fuera del
castillo.
¡Ven inmediatamente!, ordenó Mystra, y Caitlan se puso en acción. A pesar de las palabras
de la diosa, según las cuales debía dejar a sus nuevos amigos detrás, Caitlan
tuvo la tentación de despertar a Medianoche o a Kelemvor, explicarles la
llamada de Mystra y decirles que no había tiempo que perder, que tenían que
dirigirse inmediatamente al castillo.
Pero había
que seguir las órdenes de Mystra al pie de la letra; de modo que Caitlan
repitió para sus adentros las palabras del sortilegio y se vio elevada en el
cielo nocturno. Cyric ni siquiera oyó nada cuando empezó a moverse. Y, a pesar
de la alegría producida por la experiencia de volar por el aire, Caitlan no
olvidó en ningún momento la triste razón de su viaje.
La diosa la
necesitaba.
Con el
requerimiento de Mystra, Caitlan había recibido una compleja serie de imágenes
y, siguiendo la equivalencia de estas imágenes en la vida real, no tardó en
llegar al castillo de Kilgrave y entrar en él sin ser detectada. Aun cuando los
polvorientos pasillos que recorría parecían bastante inofensivos, Caitlan
presintió la presencia de un demonio en el lugar. La muchacha encontró,
finalmente, la habitación donde vio la extraña y resplandeciente forma de la
diosa de la Magia.
Mystra no
parecía en absoluto humana. Había sido encadenada a la pared de la mazmorra con
unas cadenas extrañas, y flotaba por la sala delante de Caitlan como un
fantasma.
En la sala
había también un hombre de una deformidad horrible. Estaba en el centro del
cuarto mirando dentro de una cuba vistosamente tallada que contenía un agua
oscura, casi negra. Caitlan vio que sus rasgos eran en parte humanos, en parte
animales y en parte demoníacos. El hombre deforme se volvió súbitamente y miró
en dirección de la muchacha, pero ésta permaneció escondida en las sombras.
Daba la impresión de que él la hubiera oído entrar en la mazmorra o, de alguna
forma, presintiese su presencia.
El hombre de
negro se volvió hacia Mystra y sonrió.
—Tengo ganas
de que salga el sol, así podrán venir esos pobres humanos y distraerme un poco.
—Harán algo
más que distraerte, Bane —dijo Mystra.
Caitlan
estuvo a punto de lanzar un grito. ¡El hombre deforme era lord Bane, dios de la
Lucha! Debía de haberse mutado, como había hecho Tymora en Arabel.
Fue entonces
cuando Caitlan supo lo que se esperaba de ella y se regocijó al comprender cuál
era su último destino. Ante ella, Bane gritaba a la diosa, le lanzaba viles
amenazas, imploraba a la cautiva diosa que se uniese a él en cierto plan
disparatado que él había ideado. Mystra no contestó y Caitlan temió que la
esencia de la diosa se estuviese desvaneciendo, que la diosa pudiese morir.
Luego descartó estos pensamientos y esperó a que Bane se alejase el tiempo
suficiente para cubrir la distancia que la separaba de la diosa de la Magia.
Le llegaría
entonces a Mystra el momento de regocijarse.
6
Nueva Acheron
Cuando los
héroes llegaron a la cima de la última montaña y miraron el valle donde estaba
el castillo de Kilgrave, pudieron comprobar hasta qué punto se había
desmoronado. Mientras se encaminaban hacia las ruinas, Kelemvor iba con el
corazón encogido.
—A menos que
alguna criatura se la haya llevado o que el suelo se la haya tragado, Caitlan
tiene que estar aquí, en algún lugar —dijo el guerrero—. Pero sigo sin
comprender por qué se ha marchado.
Cyric
suspiró.
—No he
parado de decírtelo toda la mañana, Kel; no creo que se haya ido. Caitlan
estaba todavía durmiendo cuando yo empecé mi guardia y no la he oído marcharse.
—Pero esto
tampoco aclara dónde está —replicó Medianoche, en cuya voz era evidente la
inquietud que sentía por la muchacha—. O cómo se ha marchado del campamento sin
que nadie la haya oído.
—Con todas
las cosas extrañas que están pasando, no me sorprendería que se la hubiese
tragado la tierra —comentó Adon.
Kelemvor se
puso tenso. Si la muchacha había muerto o aunque sólo se hubiese ido para no
volver, él no obtendría la recompensa prometida. Se le estremecieron todos los
músculos del cuerpo.
—¡Baja del
caballo, Adon! ¡Enseguida!
—Pero...,
pero...
Kelemvor ni
siquiera se volvió para discutir con él y Adon comprendió que sería preferible
limitarse a caminar el resto del camino hasta el castillo de Kilgrave. En
cualquier caso, no le gustaba compartir el caballo con el guerrero: sudaba
demasiado.
Kelemvor
volvió a centrar su atención en el castillo. Parecía imposible que el castillo
de Kilgrave hubiese sido magnífico en algún momento. Su silueta era siniestra,
lo que hacía que el lugar intimidase todavía más. El torreón era un cuadrado
perfecto, con unas gigantescas torres cilíndricas en cada uno de sus extremos.
Estas torres no tenían ventanas y se unían entre sí mediante enormes muros. En
la entrada de los héroes sobresalía un obelisco. Toda la estructura tenía el
aspecto de huesos dejados al sol para blanquearse.
Cuando los
héroes se acercaron, vieron que el castillo tenía tres plantas y estaba rodeado
por un foso que se había secado hacía tiempo. Cualesquiera que hubiesen sido
los terrores contenidos en el foso a fin de ahuyentar a ladrones y asesinos,
habían quedado reducidos a fragmentos de huesos deformes que sobresalían de la
oscura y fértil tierra y servían de excelentes asideros para que Cyric bajase
hasta el fondo.
—Trata de
subir hasta la puerta —dijo Kelemvor a Cyric cuando éste llegó al fondo del
foso seco y empezó a trepar hacia el castillo.
—Siempre
señalando «lo fácil» —murmuró Cyric entre dientes—. Éste es nuestro Kelemvor.
El puente
levadizo colgaba parcialmente abierto y las macizas cadenas que hacían
funcionar sus mecanismos estaban tan oxidadas y pegadas que se negaron a hacer
el más ligero ruido cuando Cyric trepó desde el foso hasta la base de las
cadenas y se agarró a ellas, utilizando los enormes eslabones como asideros
para manos y pies.
Cyric subió
hasta un saliente en vías de desmoronarse y siguió éste hasta la parte lateral
del propio puente, parcialmente levantado. Una vez allí, Cyric se deslizó entre
el puente y el muro y saltó cinco metros hasta el suelo. Momentos después hacía
funcionar, no sin esfuerzo, los mecanismos para bajar el puente.
Mientras el
puente rechinaba ruidosamente en su camino hasta el suelo delante de ellos,
Kelemvor, Medianoche y Adon ataron sus caballos a los postes que hacían las
veces de centinelas delante del puente levadizo, y cogieron solamente las armas
y algunas antorchas para llevarse con ellos.
—¿No estamos
exagerado con tanta cautela y sutileza? —dijo Medianoche con un suspiro—.
También podríamos esperar a que saliesen los dueños y nos invitasen a entrar.
A Adon le
pareció divertido el comentario de la maga, no así a Kelemvor.
—Vamos a
acabar con esto de una vez por todas —gruñó el guerrero—. Si encontramos a
Caitlan y a su señora, todavía podemos esperar alguna recompensa.
Cyric se
quedó en la puerta con la espada pronta esperando que surgiese algún guardia
estúpido cuando los héroes entrasen en el castillo de Kilgrave, pero ningún ser
sacó su fea cabeza. De hecho, el ruidoso descenso del puente levadizo no
parecía haber llamado la atención de nadie.
—Esto es muy
extraño —dijo el ladrón cuando los héroes llegaron junto a él—. Tal vez no sea
éste el castillo en ruinas que buscábamos.
Kelemvor
frunció el ceño y, a la cabeza del grupo, entró en la primera sala del
castillo. La visibilidad dentro de los muros era escasa, incluso con las
goteantes antorchas que llevaban los héroes. A pesar de ello, pronto se puso de
manifiesto que el amplio vestíbulo principal estaba completamente vacío; y el
grupo se encaminó a un pasillo que estaba al otro lado de aquella sala.
A medida que
los héroes se iban adentrando en el castillo de Kilgrave, Cyric fue mirando
dentro de las pequeñas habitaciones por las que iban pasando. Todos los cuartos
que vio eran muy similares; restos desvencijados de una mesa apoyada contra una
pared, junto a ella el asiento roto de un sillón antaño regio, el cadáver
descompuesto de algún animal que había entrado y se había muerto de hambre, o
había enfermado antes de encontrar la muerte en un rincón. Otras habitaciones
estaban completamente vacías.
Pilares de
marfil guarnecidos de oro enmarcaban los pasillos a intervalos de cinco metros.
El oro había desaparecido en su mayoría. Las alfombras que cubrían los pasillos
estaban anegadas de agua y destrozadas, si bien los dibujos y los materiales,
visibles incluso a través de la mugre, ponían de manifiesto que habían sido
unos objetos de inapreciable valor. Los techos abovedados tenían un intrincado
trabajo de enlucido, de cuyos detalles sólo era posible ver una pequeña parte.
Las pocas imágenes visibles eran unas mezclas extrañas y caóticas que hablaban
de enfrentamientos entre titanes y monarcas sin rostro sentados en tronos
hechos con calaveras. Ni una sola vez el yeso plasmaba una ilustración de
bondad o alegría.
Al cabo de
casi una hora de deambular sin encontrar nada que justificase la increíble
historia de la muchacha, Cyric expresó aquello que preocupaba a todos.
—¡Oro...!
—dijo con sarcasmo, y sus palabras resonaron siniestras en los desiertos
pasillos en sombras.
—¡Sí! —dijo
Kelemvor deseando al mismo tiempo que no se lo hubiesen recordado. Su cuerpo se
estremeció de forma violenta y el guerrero recordó para sus adentros que la
aventura no había terminado aún. Todavía podía obtener su recompensa.
—Riquezas
inimaginables, aventuras increíbles —dijo Cyric, a la vez que hacía crujir los
nudillos para ahuyentar el fastidio.
—Me duelen
todos los miembros —dijo Adon en voz baja.
—Por lo
menos están todavía en su sitio —le recordó Kelemvor, y el clérigo guardó
silencio.
—Tal vez
haya riquezas aquí —dijo Cyric—, alguna recompensa que justifique nuestros
esfuerzos, como mínimo.
—¿Creéis que
han limpiado este lugar alguna vez? —comentó Medianoche a la vez que señalaba
los alrededores con un gesto de su antorcha—. ¿Habéis visto algo de valor hasta
el momento?
—Todavía no
—dijo el ladrón—, pero no hemos llegado muy lejos.
Adon no
estaba convencido de ello.
—Si la
señora de Caitlan fue hecha prisionera por unos bandidos, un humano o lo que
sea, deberíamos quedarnos el tiempo suficiente para encontrar el cuerpo y darle
la debida sepultura. Quizá Caitlan esté ya aquí en algún lugar haciendo
precisamente esto.
—En ese
caso, lo mejor que podemos hacer es dividirnos y cubrir así más terreno. Adon,
tú te vas con Medianoche e inspeccionáis los sótanos. Cyric y yo buscaremos
arriba —decidió finalmente Kelemvor—. Tenemos que sacar alguna ventaja de este
viaje y no pienso marcharme hasta que no hayamos encontrado algo de valor.
Cuando
vieron una escalera, Kelemvor y Cyric subieron a las plantas superiores, con la
esperanza de hallar a Caitlan; o por lo menos algunas riquezas escondidas en lo
que sin duda habían sido los aposentos reales de las familias acaudaladas que
habían erigido la fortaleza mucho tiempo atrás.
Adon
acompañó a Medianoche en busca de los niveles inferiores del castillo. Bajaron
la escalera de caracol y el aire iba siendo más frío a medida que descendían
por debajo del nivel del suelo. Después del último tramo, cuando ya se
disponían a introducirse en una pequeña antecámara situada al pie de la escalera,
Adon lanzó un grito de consternación: del techo bajaba una verja de hierro
forjado que, después de atravesar sus vaporosas mangas, lo inmovilizó; al mismo
tiempo, otras dos verjas le impedían seguir y sus largas lanzas amenazaban con
poner fin a la vida del clérigo.
Adon se
soltó antes de que las verjas llegasen con estrépito al suelo, pero se encontró
separado de Medianoche. Adon miró sus mangas desgarradas, se lamentó por ello
sólo un segundo y se dispuso a ayudar a Medianoche, que estaba probando la
resistencia de las barras al otro lado de las mismas.
—¡Kel!
—gritó Adon—, ¡Cyric!
Medianoche
sabía que por lo menos sus amigos no iban a oír los gritos del clérigo. Se puso
de espaldas a las barras y se quedó helada al encontrar una pesada puerta de madera,
de tres veces su estatura, que le bloqueaba el paso. Unos momentos antes, la
puerta no estaba allí. Se oyeron unos arañazos en ella y una voz que gritaba al
otro lado.
—¿Caitlan?
—gritó a su vez la maga—. Caitlan, ¿eres tú?
Medianoche
se acercó a la puerta con el fin de percibir los sonidos con mayor claridad. La
puerta se abrió de golpe y dejó al descubierto una sala larga y vacía. Los
gritos habían cesado.
Medianoche
sacudió la cabeza.
—Adon, tú
espera aquí mientras yo voy a ver adónde conduce.
Pero cuando
se dio media vuelta, el clérigo había desaparecido.
Kelemvor y Cyric encontraron los pisos superiores del castillo en el
mismo estado ruinoso que la planta baja. Lo único que parecía extraño era la
ausencia total de ventanas. No habían visto ni una sola abertura desde que
llegaron al último nivel y cada habitación que visitaban tenía el mismo aspecto
que la anterior, o estaban vacías o llenas de muebles rotos y alfombras hechas
jirones.
En un
momento dado descubrieron un arcón cuya oxidada tapa estaba cerrada. Kelemvor
desenvainó su espada y rompió la cerradura. Ambos levantaron la tapa, para
retroceder cuando sus esfuerzos se vieron recompensados por el repugnante olor
que emanaba de su «tesoro». Dentro del arcón encontraron los cadáveres de un pequeño
ejército de ratas. Los cuerpos, al ser expuestos de repente al aire, se
descompusieron rápidamente y se fueron deshaciendo hasta convertirse en una
pulpa que goteaba de los esqueletos en vías de desmembrarse.
Cuando Cyric
y Kelemvor volvieron al pasillo, el guerrero notó los músculos tensos y una
sacudida de dolor recorrió su cuerpo.
—¡Aquí no
hay nada! —exclamó. El guerrero soltó su antorcha y se llevó las manos al
rostro. Vete de aquí, Cyric. ¡Déjame solo!
—¿Qué estás
diciendo?
—La muchacha
debió de mentir desde el principio. Deja mi caballo, coge a los demás y
marchaos —dijo Kelemvor.
—¡No puedes
estar hablando en serio! —repuso Cyric.
Kelemvor le
dio la espalda al ladrón.
—¡En este
lugar no hay tesoro alguno que encontrar! ¡No hay nada! Renuncio a la misión.
Cyric notó
algo extraño bajo sus pies. Miró y vio que, bajo él, la alfombra hecha jirones
empezaba a tejerse de nuevo y sus brillantes dibujos se extendían, de arriba
abajo del pasillo, como un reguero de pólvora. Pareció que la rejuvenecida
alfombra echaba raíces en el suelo; luego empezó a subir a toda velocidad hasta
cubrir el techo.
El pasillo
empezó a estremecerse como si un terremoto estuviese abriendo la tierra bajo el
castillo. Se desprendieron trozos de pared que cayeron sobre Kelemvor y Cyric,
pero los golpes fueron amortiguados por las armaduras y se protegieron los
rostros lo mejor que pudieron. Entonces, como si unas manos gigantescas y
fortísimas estuviesen utilizando la alfombra a modo de guantes, ésta se puso en
movimiento para atacarlos. Era evidente que la alfombra estaba tratando de
apresar a los guerreros y aplastarlos.
Cyric sintió
un agudo dolor cuando las manos de la alfombra lo cogieron por detrás y
amenazaron con arrancarle un miembro detrás de otro. Sin titubear, empezó a rasgar
la alfombra con la espada.
—¡Maldita
sea, Kelemvor, haz algo!
Pero el
guerrero estaba paralizado, tenía todavía las manos sobre el rostro. La
alfombra lo apresaba por todas partes.
—Caitlan
mintió —se lamentaba Kelemvor, pálido y tembloroso—. No habrá recompensa...
El guerrero
dejó escapar un grito sobrehumano. Luego soltó un cierre que había junto a su
hombro y dejó caer el peto. La malla que llevaba debajo se rompió y Cyric creyó
ver que una de las costillas de Kelemvor salía de su pecho. A continuación,
Kelemvor, mientras parecía que tenía el cerebro a punto de estallar y surgía
algo con relucientes ojos verdes y piel negra como el azabache, avanzó dando
traspiés hasta uno de los rasgones que Cyric había hecho en la alfombra y se
precipitó hacia la escalera.
Lord Black
notó que una sonrisa cruzaba su rostro. Había confiado en tener la posibilidad
de comprobar los poderes del medallón y en juzgar la fuerza de los presuntos
salvadores de Mystra. Sus esperanzas se habían visto recompensadas. Cada uno de
los miembros del grupo había caído, por separado, en una trampa, donde Bane
podía observarlos y poner en práctica sus siniestras magias con ellos; y, en el
proceso, arrancarles el alma.
Mystra
seguía debatiéndose con sus punzantes cadenas, pues la proximidad del medallón
la ponía frenética.
—Pronto
estará aquí —dijo Bane mientras se volvía hacia la diosa—. Pronto será mío. —El
dios de la Lucha echó la cabeza para atrás y se puso a reír.
Mystra dejó
de debatirse y se unió a Bane con su risa de demente.
—¿Estás
loca? —dijo lord Bane dejando de reírse, luego se acercó a la diosa cautiva—.
Tus «salvadores» ni siquiera saben por qué están aquí. No tienen idea del poder
al que se están enfrentando y, además, no te guardan ninguna lealtad ¡Lo único
que quieren es oro!
Mystra se
limitó a sonreír, mientras unas llamas azules y blancas chisporroteaban por
todo su ser.
—No todos
—dijo luego ella, y se hizo el silencio.
Bane estaba
a sólo treinta centímetros de la diosa y observaba su forma, que no dejaba de
cambiar.
—El hakeashar
te bajará los humos —dijo el dios, pero tenía miedo de que Mystra le
hubiese ocultado algo, alguna otra reserva de poder.
La
superficie del estanque empezó a burbujear, reclamando la atención de Bane.
Lord Black
miró dentro del estanque y una sonrisa cruel pasó por su rostro deforme.
—¿No crees
que, como mínimo, habría que recompensar los esfuerzos de tus supuestos
salvadores? —Bane trató de lanzar un sortilegio en el agua del estanque. Un
resplandor de luz surgió de sus manos y seis dardos relucientes empezaron a
volar frenéticamente por la habitación. El dios de la Lucha gritó cuando las
flechas mágicas lo atacaron a la vez.
—Desde que
abandonamos los cielos, la magia se ha vuelto muy inestable —gruñó lord Black,
a la vez que colocaba un brazo donde le habían alcanzado los dardos—. Únete a
mí, Mystra, y podremos hacer que este arte vuelva a ser de fiar.
La diosa de
la Magia guardó silencio.
—No importa
—dijo Bane mientras repetía el conjuro—. El caos de la magia nos afecta mucho
menos a los dioses que a tus adoradores mortales. Al final lo conseguiré.
Bane volvió
a lanzar el hechizo y, en esta ocasión, salió bien. El agua se calentó hasta
alcanzar el grado de ebullición, luego se convirtió en vapor y se transformó de
nuevo en líquido claro y brillante. Las imágenes que reflejaba el agua
cambiaron de forma dramática y Bane miró con interés cómo se iniciaba la
siguiente fase de su plan. Introdujo su vaso en el agua y lo llenó.
—¿Han venido
aquí a por oro y riquezas? Bien, que tengan oro y riquezas. ¡Que se cumpla el
deseo de sus corazones, aunque ello pueda destruirlos!
El animal que había sido Kelemvor, mientras caminaba sin hacer ruido
por el hermoso bosque, se dejaba llevar por sus sentidos. Reconoció el aroma
del rocío recién caído y la tierra húmeda bajo sus garras era suave y florecía
llena de vida. El sol sobre su cabeza era magnífico; calentaba y reconfortaba
al animal, que se detuvo para lamer la sangre de ciervo que tenía en una de sus
zarpas, luego volvió a ponerse en movimiento.
Los árboles
del jardín tocaban los cielos, y sus ramas, arropadas con hojas color ámbar, se
mecían suavemente con la brisa que acariciaba la fina piel del animal,
produciendo una sensación de hormigueo en todo su cuerpo.
Pero algo
ocurría.
La pantera
llegó a un claro. Aparecieron unos objetos que su limitada mente no podía
identificar. Los objetos no habían salido de la tierra, no habían caído del
cielo. Habían sido puestos allí por un hombre y, a pesar de su corta
inteligencia, su propósito intrigó al animal.
De repente,
un estallido de dolor penetró en la cabeza del animal y éste empezó a tener
dificultad para mantener el equilibrio y moverse. La pantera gruñó y echó la
cabeza hacia atrás cuando algo, desde dentro, se clavó en sus entrañas. El
animal lanzó un largo y horrible lamento cuando su caja torácica se dilató y
explotó. Al final, su cabeza se partió por la mitad y los gruesos y musculados
brazos de un hombre surgieron de la destrozada piel.
Antes de
tratar de levantarse, Kelemvor comprobó el estado de sus miembros. Sobre su
cuerpo colgaban todavía trozos de carne de pantera y él desgarró los detestados
restos de la maldición que su linaje le había condenado a sufrir. Pues si bien
ahora su piel desnuda era suave y carecía de pelo, él sabía que sólo pasarían
unos minutos antes de que los suaves mechones que cubrían normalmente su cuerpo
volvieran a crecer y se extendiesen por su piel con voluntad propia hasta
cubrirlo por completo.
Kelemvor
llegó a la conclusión de que, en aquella ocasión, la transformación había sido
causada por el abandono de la misión. Emprender el viaje con Caitlan y
arriesgar su vida no había servido de nada, pues al final se había quedado sin
recompensa. La maldición no lo aprobó y la pantera había sido el castigo.
Kelemvor
encontró su ropa y su espada en el claro del bosque. La sangre había empapado
su ropa y, al sentir la humedad del cuero mojado sobre su piel, tuvo ganas de
quitárselo, pero sabía que ello sería una locura.
No recordaba
haber llegado a aquel lugar que parecía estar muy lejos del castillo de
Kilgrave. El jardín se asemejaba un poco a las tierras llanas del norte de
Cormyr. De hecho, parecía más el marco de un cuento de caballerías, donde los
caballeros defendían su honor en los torneos y el amor siempre salía
triunfante.
Kelemvor se
dio cuenta de que estaba sonriendo y empezaron a fluir unos recuerdos
reprimidos durante largo tiempo. A medida que unos podios de mármol, con
vidrios de delicados azules y rosas pastel, se formaron a partir del aire y fue
apareciendo una gran biblioteca de libros prohibidos, los recuerdos fueron
tomando cuerpo delante de él. Siendo niño, en Lyonsbane Keep, Kelemvor tenía
prohibida la entrada a la biblioteca salvo que hubiera un adulto presente;
incluso en ese caso, sólo se le permitía leer textos o historias militares. Los
libros de fantasía, aventuras y caballerías estaban escondidos en las
estanterías superiores, donde sólo podía llegar su padre.
Mirando
hacia atrás, Kelemvor se preguntó qué hacían allí. ¿Le gustaban a su padre, un
hombre monstruoso y de alma mezquina, esas hermosas historias? En aquel momento
Kelemvor pensó que no era posible. No, los libros debían de haber sido de la
madre de Kelemvor, que murió al darle a luz.
Por la
cantidad de polvo que Kelemvor había encontrado en los libros prohibidos en las
frecuentes ocasiones en que desobedeciendo a su padre se deslizaba dentro de la
biblioteca, en medio de la noche, disponiendo sillas y mesas para poder llegar
a los maravillosos volúmenes, tenía la seguridad de que los libros eran su tesoro
privado, que ni siquiera su padre, en su momento de mayor crueldad, podría
llevarse. En los libros encontró historias de aventuras épicas y heroísmo, y
cuentos sobre extrañas y hermosas tierras que él ansiaba visitar algún día.
Escondido en
el bosque, después de haber matado a su propio padre, Kelemvor sacó fuerzas de
aquellas historias. Algún día, también él sería un héroe en lugar de un animal
que mataba a su propia familia.
Y ahora,
alrededor del guerrero, aparecía una biblioteca, con sus estanterías llenas de
maravillosas hazañas de héroes cuyos nombres y aventuras se habían convertido
en leyenda. Del ruedo que se estaba formando en el bosque salieron volando unos
cuantos libros, que se abrieron a fin de exponer sus sueños secretos a
Kelemvor.
Le desconcertó
que su nombre fuese mencionado una y otra vez en las historias de valor y
heroísmo. Sin embargo, los acontecimientos relatados no habían ocurrido en la
realidad. Cuando pasó ante Kelemvor una historia donde él salvaba a los Reinos,
pensó que tal vez se tratase de una profecía. Suspiró: no, no podía existir un
pago lo bastante elevado para satisfacer a la maldición. Y si no le pagaban la
totalidad por hacer algo que no fuese por interés propio, se convertía en
animal.
Kelemvor
estaba tan absorto en las palabras que leía en los libros flotantes y en sus
meditaciones sobre la maldición de Lyonsbane, que no advirtió los cambios que
se habían producido a su alrededor hasta que una voz familiar lo llamó:
—¡Kelemvor!
Levantó la
vista y vio que el bosque había sido sustituido por una hermosa sala. Los
libros desaparecieron; en la estancia había cientos de hombres y mujeres que
estaban de pie completamente quietos sobre unas plataformas y pedestales altos.
Por su forma de vestir y por su actitud, Kelemvor tuvo la certeza de que eran
guerreros. Cada uno de ellos estaba bañado por una columna de luz, si bien
dicha luz no tenía fuente y se mezclaba con la oscuridad sobre sus cabezas.
—¡Kelemvor!
¡Aquí, muchacho! —exclamó la misma voz familiar.
El guerrero
se volvió y se encontró cara a cara con un hombre de cierta edad cuya
constitución y estatura eran idénticas a las suyas. Burne Lyonsbane, su tío. El
hombre estaba de pie sobre una plataforma, bañado por la luz.
—¡No puede
ser! Tú estás...
—¿Muerto?
—Burne se rió—. Tal vez. No obstante, quienes son recordados en los anales de
la historia nunca mueren totalmente. Por el contrario vienen a este lugar, a
esta sala de los héroes, desde donde observan a sus seres queridos y esperan a
que éstos se reúnan con ellos.
Kelemvor
retrocedió apartándose de su amigo.
—Mi buen
tío, yo no soy un héroe. He hecho cosas horribles.
—¿De veras?
—dijo Burne a la vez que levantaba las cejas. Con un rápido ademán, sacó su
espada y hendió el aire junto a él. Un rayo de luz atravesó la oscuridad y dejó
al descubierto una plataforma vacía—. Ha llegado tu hora, Kelemvor. Ocupa tu
lugar entre los héroes y todo quedará demostrado.
Kelemvor
sacó su espada.
—Esto es una
mentira. ¡Una parodia! ¿Cómo puedes tú, precisamente tú, traicionarme ahora?
¡Tú fuiste quien me salvó cuando yo era un niño!
—Puedo
volver a salvarte —dijo Burne—. Escucha.
—¡Kel!
—llamó una voz.
Kelemvor se
volvió y, de pie junto a la plataforma que le había sido reservada, había un
hombre con barba roja y vestido con las galas de un rey guerrero.
—¡Torum
Garr! —exclamó Kelemvor—. Pero...
—Quiero
rendir homenaje a tu pureza y a tu honor, Kelemvor. De no haber sido por tu
presencia junto a mí durante la batalla final de nuestra guerra contra el drow,
habría muerto. A pesar de que yo no podía pagarte más que con mi
agradecimiento, tú luchaste. ¡La forma en que te has entregado a menudo para
proteger a otros, sin pedir nada a cambio, te ha marcado como a un verdadero
héroe!
A Kelemvor
le daba vueltas la cabeza. Apretó con fuerza la empuñadura de su espada. En sus
recuerdos, Kelemvor le había vuelto la espalda a Torum Garr, y el rey exiliado
había muerto en la batalla.
—Kelemvor,
gracias a ti he recuperado el control de mi reino. Sin embargo, cuanto te
propuse nombrarte mi heredero, dado que no tenía hijos, tú declinaste el
ofrecimiento. Ahora comprendo que actuaste correcta y honradamente. Tu valentía
ha sido un ejemplo digno de ser emulado por otros y tus aventuras han hecho de
ti una leyenda. Acepta por fin tu justa recompensa y permanece junto a nosotros
para la eternidad.
Apareció
otro hombre, un hombre de la misma edad que Kelemvor. Tenía el cabello
negrísimo y lo llevaba en estado salvaje, y la expresión de sus hermosos rasgos
era todavía más salvaje.
—Vance —dijo
Kelemvor, con una voz fría y distante.
El otro
hombre bajó de su pedestal y lo abrazó obligando al guerrero a bajar la espada.
Vance se echó hacia atrás y observó a Kelemvor.
—Amigo de la
infancia, ¿cómo te va? He venido a rendirte homenaje.
A Kelemvor
jamás se le había ocurrido pensar cómo sería Vance a aquella edad. Hacía diez
años que unos asesinos atacaron a aquel hombre y Kelemvor se había visto
obligado a ignorar sus súplicas de ayuda, dictada su actitud por la maldición
que había sido siempre el azote de su existencia.
—Tú me
salvaste la vida y, aunque fue corto el tiempo que pasamos juntos, siempre te
he considerado como a mi mejor y más íntimo amigo. Volviste para mi boda y, en
aquella ocasión, no solamente salvaste mi vida, sino también la de mi esposa y
la de nuestro hijo todavía por nacer. Juntos descubrimos la identidad de quien
deseaba mi perdición y pusimos fin a la amenaza. Te saludo, mi más viejo y
querido amigo.
—Esto no
puede ser cierto —dijo Kelemvor—. Vance está muerto.
—Aquí está
vivo —dijo Burne Lyonsbane, y los visitantes de Kelemvor se alejaron para que
el anciano se colocase delante de su sobrino—. Instálate en este lugar. Asume
la posición que te corresponde en la sala y no recordarás nada de tu vida
anterior. Los fantasmas que te asedian serán enterrados y tú te pasarás una
eternidad volviendo a vivir tus actos heroicos. ¿Qué dices, Kelemvor?
—Tío...
—empezó a decir Kelemvor a la vez que levantaba la espada. Le temblaban las
manos—. Soñé, en cierta ocasión, que todo lo que habías prometido se convertía en
realidad, pero el tiempo de los sueños ha pasado.
—¿Es así
como quieres ver la realidad? Pues fíjate bien.
De repente,
el libro donde se detallaba la vida heroica de Kelemvor apareció en las manos
de su tío. Las páginas empezaron a pasar solas, despacio al principio, más
deprisa luego a medida que avanzaban. Kelemvor comprendió que el libro estaba
siendo escrito de nuevo en aquel momento, mientras él observaba. Desaparecieron
los relatos heroicos acerca de Kelemvor para dar paso a las historias de su verdadero
pasado.
—¡Tus sueños
se han hecho realidad, Kel! Decídete rápidamente, antes de que acabe de
escribirse la última historia y haya pasado tu única oportunidad de ser un
verdadero héroe.
Kelemvor
observó cómo el relato de cuando rescató a Vance de los asesinos era
modificado. Oyó un grito y levantó la vista, a tiempo de ver a Vance
desaparecer de la sala. La historia del libro se estaba volviendo cierta y su
posibilidad de deshacer los agravios que había cometido se estaba desvaneciendo
ante sus ojos.
Torum Garr
lo agarró por el brazo.
—¡Decide
rápidamente, Kelemvor! ¡No me dejes morir de nuevo!
Kelemvor
titubeó y volvió a ser escrito el capítulo que trataba sobre Torum. El rey de
barba roja murió de nuevo a manos del drow. Kelemvor ya no estaba allí para
protegerlo.
Torum Garr
se desvaneció delante de Kelemvor.
—No es
demasiado tarde —le dijo Burne Lyonsbane—. No es demasiado tarde para cambiar
lo que recuerdas. —El anciano, desesperado, apretó los dientes. Cruzó su mirada
con la de su sobrino—. Recuerdas cómo se acabó entre nosotros, Kelemvor. ¡No
dejes que vuelva a suceder! ¡No me des la espalda, no permitas que muera otra
vez!
Kelemvor
cerró los ojos con fuerza y la emprendió a hachazos con el libro, encuadernado
en oro, que tenía delante. La encuadernación del libro se rompió y surgió una
bruma brillante. Todos los héroes de la sala desaparecieron en nubes de bruma
roja. A continuación, la propia sala empezó a volverse borrosa en los rincones
y acabó, también, despareciendo. Al cabo de unos segundos, en el aire sólo
había unos vestigios de ilusión que, a su vez, no tardaron en desvanecerse.
Kelemvor se
encontró en una biblioteca asolada que estaba en el primer piso del castillo. A
sus pies yacía un viejo y roto libro de cuentos de hadas para niños. Mientras
corría hacia la puerta, Kelemvor apartó el libro de su camino con una patada.
En el
vestíbulo, el guerrero vio el cadáver, ferozmente atacado, de un hombre;
probablemente el ciervo de su sueño. En su prisa por dirigirse a la escalera
que daba a los oscuros niveles inferiores del castillo de Kilgrave, Kelemvor no
se dio cuenta de que el hombre muerto llevaba el símbolo de Bane, dios de la
Lucha.
Medianoche se encontró caminando por una interminable serie de
pasadizos oscuros. Adon había desaparecido y ella no recordaba cómo había
llegado a aquellas tenebrosas galerías. Percibía ligeros movimientos por el
rabillo del ojo, pero apuntó su mirada hacia delante y no les prestó atención.
Oyó algo que podían ser voces, sonidos de angustia y horror. Tampoco les hizo
caso. Estaban destinados a distraerla, a alejarla de su objetivo. Y no podía
permitir que eso ocurriera.
La maga se
detuvo delante de un arco bien iluminado. Tomó aliento y avanzó hasta la luz,
que anegó sus sentidos mientras notaba que una mano de hierro cogía su brazo.
—¡Llegas
tarde! —gritó una anciana.
Medianoche
parpadeó y empezó a ver con sorprendente claridad los detalles del pasillo por
donde la llevaba la anciana a una alarmante velocidad. Medianoche vio una
amplia sala de espejos. Todos los espejos estaban incrustados en un arco
finamente decorado y delante de cada uno de ellos había un banco, con
decorativos detalles, cubierto de cuero rojo. A cada lado de los arcos colgaban
unos candelabros y cientos de arañas bajaban del techo abovedado. Miles de
velas ardían en el pasillo y Medianoche retrocedió cuando vio su propia imagen.
—¡La
ceremonia ya ha empezado! —siseó la anciana moviendo la cabeza.
Medianoche
iba vestida con un hermoso vestido de relucientes diamantes y rubíes, y sus
dedos y muñecas estaban adornados con joyas hechas con piedras preciosas
regiamente montadas. Llevaba el pelo recogido hacia arriba y hacia atrás, y
éste se sujetaba, con magnífica afectación, con una corona de piedras
preciosas.
El medallón
había desaparecido.
Ante este
descubrimiento, la debilidad se apoderó de sus piernas y la anciana hizo sentar
a Medianoche en uno de los regios bancos.
—Por favor,
querida, no es momento para dejarte llevar por el nerviosismo. ¡Hoy te van a
premiar con un gran honor! Sunlar se molestará en extremo si le haces esperar.
«¿Sunlar?
—pensó—, ¿mi profesor del valle Profundo?»
Cuando trató
de ponerse en pie, Medianoche sintió que la sangre abandonaba su cabeza. Luego
el mundo se convirtió en un torbellino enloquecedor de arañas y brillantes
velas que no se enderezaron hasta que Medianoche comprendió que ahora estaba
sentada en un trono de un hermoso templo. Delante de ella había una multitud de
hombres y mujeres vestidos con túnicas; la opulencia del aposento abovedado
hacía que la sala de los espejos pareciese un elegante ejemplo de modestia.
Sunlar entró
en el templo acompañado de un grupito de estudiantes. Era el sumo sacerdote de
Mystra en el valle profundo y había mostrado un interés personal en el cuidado
y preparación de Medianoche cuando ésta era más joven, si bien jamás explicó
las razones que había detrás de su forma de actuar.
Cuando
Medianoche lo conoció, Sunlar era guapo y fuerte y, mientras atravesaba la sala
del trono, comprobó que sus rasgos eran exactamente como ella los recordaba.
Sus ojos eran de un color fantasmal azul y blanco, y su cabello castaño y
espeso, con ondas, cortado con un estilo inmaculado y dos bucles que caían
hasta sus cejas y enmarcaban sus cincelados rasgos. Pero iba vestido con un
hábito de ceremonia que Medianoche no había visto con anterioridad, sin duda
porque aquellas galas se reservaban para dar la bienvenida a personajes regios.
Un puñado de
hombres y mujeres rodeaba a Medianoche. Llevaban el símbolo de Mystra, la
estrella azul y blanca, y cuidaban de desviar la vista cuando Medianoche
intentaba cruzar su mirada con la de alguno de ellos, como si no fuesen dignos
de mirarla directamente. Su actitud inquietó a Medianoche y, cuando iba a abrir
la boca para preguntarles, Sunlar llegó a su altura.
—Lady Medianoche
—dijo Sunlar—, esta reunión se celebra en tu honor y todos los presentes están
interesados en escuchar tus palabras y respetar tu decisión.
—¿Mi...
decisión? —preguntó Medianoche, bastante confusa.
Sunlar
pareció desconcertado. A pesar de la reverencia con que se había recibido a
Medianoche y se estaban celebrando aquellos actos, murmullos crecientes se
propagaron por la sala. Sunlar levantó las manos y se hizo el silencio.
—Es justo
que se permita a Medianoche volver a escuchar formalmente lo que se le ha
ofrecido —dijo Sunlar dirigiéndose a los cientos de adoradores que se habían
reunido en el templo.
Sunlar se
volvió de nuevo hacia Medianoche.
—Hacía
tiempo que la Dama de los Misterios no había concedido este honor —dijo, y
tendió la mano a Medianoche. Ésta se levantó y la tomó. La sala se quedó de
repente a oscuras y, sobre los asistentes, apareció una inmensa estrella azul y
blanca, con un constante flujo de brillantes estrellas que rodeaban su
perímetro. Cuando se vio que la estrella era plana, como una moneda, surgió un
grito ahogado de entre los adoradores. A continuación la estrella centelleó y
cambió de forma, convirtiéndose en un portal que daba a otra dimensión. La luz
de este otro reino era cegadora y Medianoche apenas podía ver lo que había al
otro lado de la puerta.
Medianoche
se cubrió los ojos.
—¿El poder
de la Maga?
—Sí, lady
Medianoche —dijo Sunlar sonriendo—, el poder de la Maga. —El brillante portal
giraba locamente, dando vueltas sobre sí mismo—. Lady Mystra, diosa de la
Magia, te ha escogido a ti, entre todos los de los Reinos, para ser su
defensora..., la Maga.
Estaban
debajo del portal que no dejaba de dar vueltas. Medianoche levantó una mano y
sintió que las estrellas que acompañaban al portal acariciaban su piel. Aquella
sensación le hizo sonreír. Escudriñó los rostros de quienes se habían reunido
en el templo. La expresión de aquellos rostros era de afecto y amor, y se
percibía una oleada de expectación emanando de ellos. Reconoció a muchos como
compañeros suyos de su época de estudiante en el valle profundo.
Medianoche
levantó la vista hacia la cegadora luz de la puerta.
—¡No hablas
en serio!
Sunlar
extendió una mano y el portal bajó hasta ellos. Medianoche se quedó paralizada.
—Ven. Vamos
a visitar el dominio de Mystra, el tejido mágico que rodea el mundo. Tal vez
ello te ayude a tomar una decisión.
Medianoche y
Sunlar fueron tragados por la puerta y la maga se encontró en un reino de
extrañas construcciones de luz blanca azulada que se proyectaban delante de
ella, siendo sus dibujos, que no dejaban de cambiar, casi un lenguaje por sí
mismos. Cayó un relámpago cegador y Medianoche comprobó que era levantada en el
aire. Ella y Sunlar atravesaron los muros del templo y luego se elevaron en el
aire y volaron por encima de las nubes hasta que Faerun se convirtió en una
simple mota de polvo que daba vueltas muy por debajo de ellos. Medianoche se
fijó en el planeta un momento, luego sintió una presencia detrás. Se volvió y
se encontró cara a cara con una increíble matriz de energía, un hermoso tejido
de poder que se extendió por el universo y latió con una llama distinta a
cualquier cosa que Medianoche hubiese visto jamás.
—Puedes
formar parte de esto —dijo Sunlar.
Medianoche
levantó la mano en dirección al tejido, pero se detuvo cuando vio su propia
mano. La carne se había vuelto traslúcida y, dentro de los límites de su forma,
vio un latido de fantásticos colores que reflejaban la mágica energía prima.
—Esto es
poder —dijo Sunlar—. Poder para crear mundos, para curar la enfermedad, destruir
la maldad. Poder para servir a Mystra como ella desea que hagas.
Medianoche
estaba boquiabierta.
—Está a tu
alcance —prosiguió Sunlar—. Y debes aceptarlo, Medianoche. Nadie más puede ser
el defensor de lady Mystra en Faerun. Sólo tú.
El mago de
pelo color ala de cuervo guardó silencio un momento, luego Medianoche preguntó
suavemente:
—Pero ¿qué
quiere Mystra a cambio de este honor?
—Tu absoluta
lealtad, por supuesto. Y tendrás que dedicar el resto de tu vida a luchar por
la causa de Mystra a lo largo y ancho de los Reinos.
—Lo quiere
todo, entonces. No tendré vida propia.
Sunlar
sonrió.
—Es un
precio pequeño por convertirte en el más poderoso representante de una diosa en
el mundo.
Sunlar se
puso de cara al diminuto mundo, allá abajo de todo, y abrió los brazos.
—Todo esto
será tuyo, lady Medianoche. Conseguirás que el mundo entero esté bajo tus pies
y sin ti perecerá.
La tela del
universo empezó a rasgarse. Ante los ojos de Medianoche, se iban deshaciendo
vastas secciones de tejido y, al otro lado de los desgarrones, aparecieron
imágenes del templo y de los seguidores de Mystra. Gritaban, instaban a Mystra
a que los salvase, llamaban a la maga para que salvase los Reinos.
—Debes tomar
una decisión rápida —dijo Sunlar.
Los agujeros
del universo se agrandaban. En algunos puntos, Medianoche no podía ver siquiera
el tejido.
—Eres la
única que puede salvar a los Reinos, lady Medianoche, pero tienes que decidirlo
inmediatamente.
La
respiración de Medianoche se volvió irregular. El tejido parecía llamarla. Empezaba
a abrir la boca para hablar, para aceptar aquella responsabilidad, cuando oyó
una voz, suave pero clara, que clamaba junto con los adoradores del templo.
—¡Medianoche!
—gritó una voz familiar—. ¡Necesito tu ayuda para salvar a Cyric y Adon!
—¡Kel! —exclamó
Medianoche—. Sunlar, tengo que ayudarle.
—Olvida esos
asuntos de poca monta —replicó Sunlar—. Es preferible que resuelvas sus
problemas ayudando a todos los Reinos.
—¡Espera,
Sunlar! No puedo renunciar a lo que constituye mi vida, no puedo abandonar a
quienes me interesan sin reflexionar un poco. ¡Necesito más tiempo!
—Tiempo es
lo único que no tienes —dijo Sunlar en voz baja.
La eternidad
se desvaneció, desapareció el tejido y sólo quedó el templo. Medianoche miró
sus manos, que volvían a ser de carne y hueso, y sintió el azote de las
lágrimas en sus mejillas; estuvo a punto de echarse a reír.
Uno de los
adoradores de Mystra se adelantó. Era un hombre cuyo rostro reconoció.
Kelemvor.
El guerrero
extendió una mano.
—Vuelve —le
dijo—. Los demás te necesitan. Yo te necesito.
Sunlar la
cogió por el hombro y la hizo dar media vuelta para mirarlo.
—No le
escuches. ¡Tienes un deber para con tu diosa! ¡Tienes un deber para con los
Reinos!
—¡No! —gritó
Medianoche a la vez que se desasía de la mano de Sunlar.
Los
seguidores de Mystra interrumpieron cualquier movimiento y quedaron parados;
solo Kelemvor, ataviado con su equipo de guerrero, avanzó hasta colocarse
delante de ella.
—Te has
deshonrado y has deshonrado a tu diosa —dijo Sunlar, cuyo rostro se desvanecía
en las sombras que, como cortinas, empezaban a caer sobre la habitación del
trono y oscurecían las ilusiones. Luego desapareció del todo. Al cabo de un
rato sólo quedaron trozos sueltos de ilusión, y Medianoche vio a Kelemvor
arrastrarse por el suelo de una habitación que antes podía haber sido una sala
de audiencias. En un rincón yacía una silla volcada que se parecía al trono
donde ella había estado sentada. La sala destrozada era abovedada, como había
sido en su ilusión.
Medianoche
bajó la vista y vio que el medallón estaba todavía allí, pegado a su piel.
—¿Qué está
pasando aquí? Primero abro una puerta, luego me encuentro flotando por encima
del mundo y ahora estoy en una sala de trono desmantelada.
Medianoche
advirtió que Kelemvor parecía estar herido. Corrió junto a él, pero en ese
momento se desplomó. Vio que tanto el rostro como el cuerpo estaban ilesos y
que, sin embargo, el guerrero sudaba y parecía aterrorizado.
—¡Ofréceme
algo! —gritó él con una voz ronca y amenazadora en extremo.
—¿Qué? ¿De
qué estás hablando?
Kelemvor se
echó hacia atrás; daba la impresión de que sus costillas se movían por impulso
propio. Medianoche lo miró cautelosamente.
—¡Una
recompensa! —contestó él, y su carne empezó a oscurecerse—. Por haberte librado
de la ilusión y por seguir con esta misión. Cyric y yo la abandonamos...
El guerrero
se estremeció y se alejó de Medianoche.
—¡Deprisa!
—Un beso
—propuso ella en voz baja—. Tu recompensa será un beso de mis labios.
Kelemvor
había caído al suelo. Sin aliento. Cuando se levantó, su piel tenía de nuevo su
color natural.
—¿Qué
significa todo esto? —quiso saber Medianoche.
Kelemvor
sacudió la cabeza.
—Tenemos que
encontrar a los otros.
—Pero yo...
—No podemos
salir de aquí con vida sin ellos —gritó Kelemvor—. ¡Por esto, por nuestro
propio bien, tenemos que hacerlo inmediatamente!
Medianoche
no se movió.
—Nos
separaron —dijo Kelemvor—. Nos enviaron a diferentes partes del castillo. Yo me
desperté en una biblioteca del primer piso. Siguiendo el ruido te encontré.
—¿Ruido?
Entonces has visto y oído...
—Apenas. He
oído tu voz y la he seguido hasta encontrarte. Pero ya tendremos tiempo después
para descifrar ese enigma. ¡Ahora ayúdame a encontrar a los otros!
Medianoche
siguió al guerrero por los oscuros pasillos.
Después de que Kelemvor se escapase por la hendidura de la alfombra,
ésta empezó a cerrarse alrededor de Cyric y se fue reduciendo hasta volverse
del tamaño de un arcón. El ladrón trató de desgarrar la alfombra con su espada,
pero fue inútil; cada vez que lo intentaba golpeando el tejido, la hoja no
hacía otra cosa que saltar. La alfombra siguió encogiéndose hasta que Cyric
notó que se ajustaba a la forma de su cuerpo y le apretaba con tanta fuerza que
perdió el conocimiento. Cuando se despertó, estaba en una de las callejuelas de
los barrios bajos de Zhentil Keep y un guardia lo estaba despertando a patadas,
igual que le había ocurrido regularmente en su infancia.
—Muévete
—dijo uno de la Guardia Negra—, si no quieres que tus tripas se llenen sólo de
plomo.
Cyric
esquivó los golpes y se puso de pie.
—¡Asquerosos
vagabundos! —insistió el guardia, para luego escupir al suelo cerca de los pies
de Cyric.
El ladrón se
adelantó para atacar al hombre, pero algo surgió de las sombras que había
detrás de él. Unas manos se aferraron a su boca, otras le agarraron los brazos.
Por más que se debatió para desasirse de las manos no pudo hacer nada. Así que
fue arrastrándose a un callejón, entre la risa de los guardias.
—Cálmate,
muchacho —dijo una voz muy familiar.
Cyric vio
que el guardia caminaba hasta el extremo del callejón, doblaba la esquina y
desaparecía de su vista.
El ladrón
relajó el cuerpo y las garras que lo sujetaban se aflojaron. Cyric se volvió y
escudriñó las sombras. Antes incluso de que sus ojos se adaptasen a la
oscuridad, supo la identidad de los hombres que tenía ante sí.
Uno era
conocido como Quicksal, un malvado ladronzuelo que disfrutaba matando a sus
víctimas. Tal y como Cyric lo recordaba, el fino y dorado cabello de Quicksal
estaba sucio, con restos de tinte de todo tipo. Solía disfrazarse muy a menudo.
Echaba mano de barbas postizas, maquillaje para envejecer, acento extranjero,
caracteres de raras personalidades, todo ello formaba parte del cada vez más
extenso repertorio al que recurría Quicksal para crear unos rasgos muy
sobresalientes que fuesen recordados por sus testigos potenciales. Tenía un
rostro delgado, de halcón, y unos dedos extremadamente largos. Cosa extraña,
Quicksal parecía estar todavía en la adolescencia, si bien Cyric sabía que
tenía como mínimo veinticinco años.
El otro
hombre era Marek. Cuando Cyric examinó el rostro de su mentor, no encontró en
él la cara avejentada y endurecida que había visto unas noches antes, cuando
Marek le cogió por sorpresa en el mesón. Aquel Marek era joven y su pelo,
espeso y ensortijado, no tenía el color gris, mezcla de sal y pimienta que
habría debido tener, sino que era negro como el azabache. Su piel apenas
mostraba indicios de las arrugas que algún día se formarían. Sus penetrantes
ojos azules no renunciaban a la fogosidad anterior y en su enorme humanidad no
había rastro alguno de flaccidez. Aquél era el hombre con quien Cyric había
aprendido, robado y cometido atropellos, ahora inimaginables, sin titubeos.
Cyric era huérfano y, en muchos sentidos, Marek había sido el único padre que
había conocido.
—Ven con
nosotros —dijo Marek.
Cyric
obedeció y se dejó conducir a través de una serie de puertas hasta llegar a la
cocina de un mesón que él no reconoció. Tuvo la impresión de haberse dejado
llevar por toda una eternidad y, cuando pasaron por un vestíbulo iluminado,
observó su imagen en un espejo próximo. De su rostro habían desaparecido más de
diez años; no había patas de gallo alrededor de sus ojos; su piel parecía más
elástica, menos endurecida por el paso del tiempo y los infortunios que había
soportado.
—Estarás
preguntándote sin duda por qué estamos aquí —dijo Marek al cocinero, un hombre
de una gordura grotesca que estaba junto a una cortina al otro extremo de la
cocina.
—No, en
absoluto —replicó éste, acompañando sus palabras con una amplia sonrisa que
sostenía sus fofas mejillas. Señaló la cortina y añadió—: Está aquí.
Marek tomó a
Cyric por el brazo y lo llevó hasta la cortina.
—Mira —dijo
Marek abriendo ligeramente las cortinas—. Ahí está nuestra próxima víctima y tu
pase para la libertad, Cyric.
Éste miró
hacia afuera. Desde su posición sólo veía en la fonda unas cuantas mesas de las
que sólo una estaba ocupada por una hermosa mujer de mediana edad, vestida de
finas sedas, y con un bolso lleno a rebosar. Tenía delante un cuenco de sopa
que acababa de llevarle una atractiva camarera. Interpeló a la muchacha:
—¡Esta sopa
no está lo bastante caliente! —gritó la mujer con una voz que produjo dentera a
Cyric—. ¡He pedido que me traigan la sopa hirviendo, no simplemente caliente!
—Pero,
señora...
La mujer
asió la mano de la camarera.
—¡Compruébalo
tú misma! —chilló la mujer, y metió la mano de la muchacha en el cuenco de
sopa.
La muchacha
ahogó un grito y logró soltarse la mano sin derramar el contenido del cuenco
sobre la mujer. La piel de la camarera se puso de un color rojo brillante. La
sopa estaba hirviendo.
—¡Si no
podéis atenderme como necesito, tendré que ir a otro lugar! —dijo la mujer, con
los ojos en blanco—. Me gustaría saber qué está reteniendo a mi sobrino. Se suponía
que debíamos encontrarnos aquí. —Frunció el entrecejo y señaló la sopa mediante
un gesto—. ¡Ahora llévate esto y tráeme lo que te he pedido!
La camarera
cogió el cuenco, hizo una pequeña reverencia y se volvió para dirigirse a la
cocina; Cyric tuvo que echarse para atrás antes de ser visto.
—Tranquilo
—dijo Marek detrás de Cyric.
Las cortinas
se separaron y entró la muchacha. Miró a Marek, y puso la bandeja en las manos
de Cyric, se estrechó contra Marek y lo besó en la boca; luego retrocedió,
cogió un trapo mojado del fregadero y se envolvió la mano con él.
—En esta
ocasión, me gustaría no tener que esperar mi parte —dijo.
Quicksal
sacó y volvió a meter la espada en su funda, produciendo el roce un ruido que
hizo sonreír a la camarera.
—He
prometido a nuestra benefactora que no tendrá que esperar.
—¡Lo mismo
digo yo! —exclamó Cyric, sorprendido de sí mismo ante ese sentimentalismo.
La camarera
guiñó un ojo a Marek.
—Ya sabes
dónde encontrarnos esta noche. Lo celebraremos.
Recuperó la
bandeja de manos de Cyric y se dirigió al fogón, a una olla de sopa de donde
sirvió otra ración. Luego se quitó el trapo húmedo y volvió al bodegón con la
sopa ardiendo.
—Quedaos
aquí —dijo Marek, y siguió a la muchacha.
Cyric apartó
las cortinas y vio a Marek hablar con la mujer. Dejó caer la cortina cuando
Quicksal le tiró de la manga.
—Ha llegado
el momento —dijo éste.
Poco después
estaban de nuevo agazapados en las sombras del callejón que había detrás de la
hostería. La puerta se abrió y Marek hizo salir a la mujer al callejón. Ella
miró a su alrededor, desorientada y confusa.
—No
comprendo —dijo la mujer de mediana edad—. Me has dicho que mi sobrino había
sufrido un contratiempo en este callejón, que no podía moverse y...
Sus ojos
reflejaron la zozobra que la embargaba cuando Quicksal salió de las sombras.
—No eres mi
tía —dijo Quicksal—. Sin embargo vamos a llevarnos tu dinero.
La mujer se
puso a gritar, pero Quicksal la empujó contra la pared y le puso una mano sobre
la boca, y el cuchillo contra la garganta.
—Y ahora,
quietecita, tía. No me gustaría tener que matarte ahora mismo. Además, esto es
Zhentil Keep. Si tus gritos atraen a alguien, sólo será para compartir tu
dinero.
Marek se
apoderó del bolso de la mujer y lo saqueó. Luego movió la cabeza con expresión
afligida.
—¡Ay, esto
no es suficiente! —dijo Marek, para seguidamente indicar a Cyric que se
acercase.
Quicksal se
apartó de la mujer, pero sin dejar de blandir el cuchillo en su dirección.
—¡No tengo
nada más! —gritó ella—. ¡Piedad!
—Me gustaría
condescender —insistió Marek en un tono de pena y agachando la cabeza—, pero no
puedo negar a los jóvenes que disfruten.
Cyric
blandió su espada. Quicksal puso una mano en el pecho del muchacho y lo empujó
ligeramente.
—Tú nunca
serás capaz de matarla, Cyric. Entonces Marek te tendrá pegado de por vida como
aprendiz. —El ladrón rubio se acercó de nuevo a la mujer—. Marek, podrías dejar
que la matase yo.
—¡Apártate!
—exclamó Cyric, y Quicksal se volvió hacia él.
Los ojos de
la mujer estaban anegados de lágrimas.
—¡Tened compasión!
—gritó, levantando las manos temblorosas.
—¡Ay, qué
dilema! —dijo Marek—. ¿Quién derramará esta sangre inocente?
—¡En este
mundo no hay sangre inocente! —replicó Cyric con brusquedad.
Marek alzó
las cejas.
—Pero ¿qué
crimen ha cometido esta mujer?
—Ha herido a
la muchacha.
Marek se
encogió de hombros.
—¿Eso? Yo
mismo le he hecho daño muchas veces. Hasta ahora no se ha quejado. —Marek se
echó a reír—. Creo que es Quicksal quien debería matar a esta mujer. Al fin y
al cabo, Cyric, nunca me has demostrado que estés preparado para ser
independiente y tal vez la Cofradía de los Ladrones no lo apruebe.
—¡Estás
mintiendo! —gritó Cyric.
A cada paso
que daba Quicksal hacia la mujer, Cyric veía cómo su oportunidad de
independencia se le escapaba de las manos.
—Un momento
—dijo Marek, levantando una mano ante Quicksal; luego añadió dirigiéndose a
Cyric—: ¿Merece morir sólo porque así obtendrás tu libertad?
—La conozco.
Es... —Cyric sacudió la cabeza—. Es la arrogancia y la vanidad personificadas.
Está cargada de privilegios y prejuicios. Disfruta ignorando a los pobres y a
los necesitados, estaría dispuesta a dejarnos morir antes de levantar un dedo
para ayudarnos. Es indiferente y cruel, menos cuando su cabeza está en peligro.
Entonces sí pide clemencia y perdón. Antes he conocido otros como ella.
Representa todo lo que yo desprecio.
—¿Y no tiene
ninguna cualidad buena? ¿No es capaz de amar, de sentir piedad? ¿No hay
posibilidad de que cambie su forma de ser? —preguntó Marek.
—En absoluto
—contestó Cyric.
—Todo un
argumento —dijo Marek—. Pero no me ha convencido. Quicksal, mátala.
La mujer
lanzó un grito ahogado y trató de huir, pero Quicksal era demasiado rápido para
ella. Apenas dio dos pasos cuando el ladrón rubio estaba sobre ella y le
cortaba la garganta. La mujer se desplomó en el callejón. Quicksal sonrió.
—Tal vez la
próxima vez, Cyric.
Cyric miró a
Quicksal a los ojos y tuvo la sensación de haber ahondado en dos pozos gemelos
de locura.
—Me merezco
la libertad —gruñó Cyric, y sacó el cuchillo.
—Pues demuéstramelo
—dijo Marek—. Muéstrame lo que vales y yo te recompensaré con la independencia.
Te dejaré salir de forma segura de la ciudad si así lo quieres y haré que el
bandolero Guild te reconozca como miembro numerario. Tu vida te pertenecerá,
para hacer con ella lo que te plazca.
Cyric se
estremeció.
—Todo lo que
he soñado —dijo, como ausente.
—Pero sólo
tú puedes hacer el sueño realidad —dijo Marek—. Y ahora, sé buen chico, y mata
a Quicksal aquí mismo.
Cyric volvió
a mirar a Quicksal y vio que aquel fullero rubio blandía ahora una espada que
no tenía unos segundos antes. Sin embargo, en lugar de prepararse para atacar,
el rival de Cyric se puso a la defensiva y daba la impresión de estar muy
asustado.
—Guarda el
cuchillo —dijo Quicksal con una voz que no era la suya—. ¿No me reconoces?
Cyric se
mantuvo firme.
—Demasiado
bien. Y no trates de confundirme disfrazando la voz. Conozco todas tus
artimañas.
Quicksal
sacudió la cabeza.
—¡Esto no es
real! —Cyric comprendió que habría debido reconocer la voz que estaba poniendo
Quicksal, pero no pudo concentrarse en ello. El ladrón rubio dio un paso
atrás—. Cyric, es una ilusión. No sé lo que crees ver delante de ti, pero soy
yo, Kelemvor.
Cyric hizo
un esfuerzo para relacionar el nombre y la voz, pero le costaba pensar.
—Debes
luchar —dijo Quicksal.
—Tiene
razón, Cyric —repuso Marek en voz baja—. Hay que librar esta batalla. —Pero la
voz de Marek también había cambiando de repente. Sonaba como voz de mujer.
Cyric no se
movió.
—Marek, aquí
está pasando algo. No sé a qué estáis jugando conmigo, pero no me importa.
Confío en que cumplas tu palabra.
Dicho esto,
Cyric se abalanzó sobre Quicksal.
Quicksal
esquivó la primera arremetida y sorprendió a Cyric retrocediendo unos pasos y
adoptando una actitud defensiva. Cyric pensó que aquello no era propio de
Quicksal.
—¡Para
inmediatamente! —chilló Quicksal, a la vez que eludía la segunda cuchillada.
Cyric fue
impulsado por la fuerza del rechazo y dio de lleno con el codo en el rostro de
Quicksal. Al mismo tiempo, pasó el cuchillo de una mano a otra y agarró la
muñeca de Quicksal. A continuación Cyric aplastó la mano del fullero rubio
contra la pared y le obligó a soltar la espada.
—Con tu
muerte ganaré una vida —exclamó Cyric, y levantó el cuchillo para matarle.
—¡No, Cyric,
vas a matar a un amigo! —gritó Marek.
Cyric
reconoció la voz de Medianoche en el instante mismo en que su daga se clavaba
en el hombro de su adversario. Su víctima no era Quicksal, sino Kelemvor.
Cyric
retrocedió en su arremetida lo mejor que pudo, pero era demasiado tarde. La
daga se había hundido en el hombro de Kelemvor.
El héroe lo
empujó y Cyric cayó al suelo, con la daga todavía clavada en el hombro de su
víctima. El guerrero levantó su espada y avanzó hacia el ladrón.
—Perdóname
—murmuró Cyric cuando el guerrero levantó la espada para atacarlo.
—¡Kel, no lo
hagas! —gritó Medianoche—. ¡No puede ver que somos nosotros!
El guerrero
se paró, y dejó caer la espada. Cyric se echó hacia atrás y vio a Medianoche
donde sólo un segundo antes estaba Marek. Luego a Kelemvor junto a ella, le
brotaba la sangre de su hombro herido. El guerrero estaba lívido.
El callejón
empezó a desvanecerse para acabar desapareciendo, pero el cuerpo de la mujer
que había matado Quicksal, la mujer que Cyric había querido asesinar si le hubiesen
dado la oportunidad, seguía allí, boca abajo, en medio de la mugre. A su
alrededor se extendía todavía un charco de sangre. Cyric estuvo mirando a la
mujer hasta que, también ella, desapareció de su vista.
—¿Qué mira?
—susurró Kelemvor—. Aquí no hay nada.
Medianoche
movió la cabeza.
—Lo siento,
Kel. Pensaba que eras otra persona —repuso Cyric mientras se acercaba al
guerrero.
Kelemvor se
arrancó la daga del hombro, encogiéndose ante el terrible dolor. Arrojó el arma
a los pies de Cyric y Medianoche le ayudó a vendarse el hombro herido.
—Tenemos que
encontrar a Adon —dijo Kelemvor—. Es el único que falta.
—Adivino con
qué le habrán tentado —expuso Medianoche cuando acabó de vendar la herida de
Kelemvor y los héroes se precipitaban hacia las escaleras.
Adon se apartó de las barras que lo separaban de Medianoche y caminó un
trecho por el vestíbulo, sólo para ver si hallaba una forma sencilla de
reunirse con la maga al otro lado de la barrera. Se encontró observando un
cielo increíblemente hermoso y cuajado de estrellas.
Mientras
Adon contemplaba el cielo nocturno, advirtió que las estrellas estaban
dispuestas de forma muy extraña. Todas parecían estar en movimiento.
De hecho,
las estrellas estaban en movimiento, se desplazaban por el cielo como cohetes, a
tal velocidad que muchas eran sólo contornos de luz. Adon cerró los ojos, pero
las estrellas no desaparecieron, siguieron desplazándose incluso detrás de sus
párpados cerrados.
Adon estuvo
largo rato observando las estrellas. Cuando volvió a mirar a su alrededor, se
encontró tumbado sobre un delicado lecho de rosas, y la fragancia que inundaba
sus sentidos era dulce y suave, a pesar de que aceleraba los latidos de su
corazón y embotaba su cabeza. Los pétalos acariciaban tan ligeramente sus dedos
que no pudo evitar una sonrisa ante aquella delicadeza. Entonces fue cuando
cayó en la cuenta. Las estrellas no se movían, era él quien se movía.
Abrió los
ojos, miró sobre el borde del lecho de rosas y vio los seres más hermosos que
jamás había visto, aproximadamente una docena. Daba la impresión de que sus
cabellos estuvieran iluminados, y sus cuerpos eran ejemplares de la mayor
perfección física. La magnífica cama de Adon descansaba sobre sus hombros
complacientes.
La presencia
de aquellos seres tranquilizó tanto a Adon que ni siquiera sintió miedo cuando
una pared de llamas surgió a su alrededor. Se le nubló la vista y parecía que
todo lo que miraba adquiría una fisonomía ámbar, pero no desprendían calor
cuando las llamas saltaron de las rosas rojas a las blancas, transformándolas
en orquídeas negras, para brincar finalmente hasta la carne del clérigo. Cuando
las llamas lo envolvieron no hubo dolor, ni siquiera una ligera molestia. Y al
llegar a la evidencia final de su propia muerte, que ya tenía que haberse producido
mucho antes, no hubo más que un brillante resplandor que amorosamente recorrió
su alma produciéndole un inefable bienestar.
Por mucho
que se esforzase, no podía recordar nada de lo que había sucedido después de
separarse de Medianoche en los pasillos de los sótanos del castillo de
Kilgrave. Se despertó sobre su pira funeraria, llevado hacia lo que sólo podía
ser su eterna recompensa.
«Pero ¿cómo
he muerto?», se preguntó Adon; y, por turno, las hermosas voces de sus
portadores llenaron el aire crepitante que lo rodeaba.
—Uno nunca
recuerda —dijeron—. Es otro quien sufre el momento de dolor para ahorrárselo a
uno.
¿Otro?
—Otros
semejantes a lo que nos hemos convertido nosotros. Nuestro objetivo es aliviar
el sufrimiento. Nosotros vivimos tu muerte para que puedas volver a nacer en el
reino de Sune.
Brillantes
agujas de cristal atravesaron la noche. Adon centró su atención en el templo
que había delante de él. A medida que las paredes del templo se extendían por
el horizonte, se iban adornando de dibujos cristalinos de asombrosa belleza,
sin ninguna composición uniforme que hiciese del palacio un lugar aburrido y
repetitivo. Era como si todos los seguidores de Sune que descansaban en aquel
lugar hubiesen aportado sus propios conceptos sobre lo que la eternidad debería
revelar en cuanto a límites y apariencias. Resultaba de todo ello una amalgama
de formas expectantes, guiadas por una mano que había tomado todas las imágenes
diferentes y las había incorporado a un todo ordenado, que no defraudaba a
nadie y creaba un lugar tan bello que desafiaba a superar los más disparatados
sueños de Adon.
La propia
entrada era mayor que cualquier templo que Adon hubiese visto anteriormente y
lo que había detrás de ella era ya todo un mundo. Sus portadores lo llevaron a
través de unas tierras donde un número infinito de seguidores se bañaban y
retozaban en piscinas hechas con sus propias lágrimas de alegría; las rocas
donde se tumbaban para deleitarse con el calor del amor que Sune les profesaba
habían sido en otra época las piedras de la incredulidad cuyo peso habían
soportado sus almas y había hecho imposible la unión con la diosa. Aliviados de
las terribles cargas de la vida, ahora podían dedicarse totalmente a preservar
el orden, la belleza y el amor adorando a Sune.
Adon y sus
portadores atravesaron muchas tierras similares, y a Adon le impresionaba cada
nuevo paisaje más que el anterior y se sorprendía de su capacidad para ir
extasiándose fascinado, hasta que, al final, sus portadores se desvanecieron y
se encontró de pie delante de una puerta de hierro forjado brillante y se
convirtió en una lluvia de agua reluciente. La atravesó.
En
comparación con las maravillas que acababa de presenciar, lo que había al otro
lado era una modesta cámara. No tenía paredes, pero unas llamas intensas se
elevaban al cielo en todo su contorno. Unas cortinas suaves y ondeantes
protegían los ojos del clérigo de las llamas que ardían crepitantes y marcaban
los límites de la sala, que estaba en el corazón de la lumbre eterna de la
belleza.
—¿Quieres
beber algo?
Adon se
volvió y, delante de él, estaba la mismísima diosa de la Belleza, Sune,
Cabellos de Fuego. En cada una de sus resplandecientes manos esperaban unos
vasos llenos de un denso néctar carmesí. Adon tomó uno de los vasos y vio que
su piel empezaba a brillar con la misma luz ámbar que la carne de Sune.
—¡Diosa!
—exclamó Adon, para luego caer de rodillas delante de ella sin derramar una
sola gota de la bebida que tenía en la mano.
Sune se rió
y le hizo ponerse de pie con la ayuda de una de sus fuertes manos. Cuando ella
lo tocó, Adon sintió que el aire se congelaba en sus pulmones y, cuando la tuvo
delante, una fuerza inimaginable recorrió a raudales todos sus miembros.
«Respiro.
Estoy todavía vivo», pensó Adon, feliz ante la evidencia.
Sune debió
de leer sus pensamientos.
—No has
muerto, muchacho estúpido. Todavía no. Te he traído aquí por la más simple de
las razones: estoy enamorada de ti. De entre todos mis adoradores, tú eres el
que deseo.
Adon se
quedó sin habla; se llevó el cáliz a los labios y sintió el dulce néctar
abrirse camino a través de su cuerpo.
—Diosa,
ciertamente yo no soy digno...
Sune sonrió
y empezó a desnudarse; se desprendió de una seductora túnica de seda que dejó
caer al suelo y luego desapareció. Adon miró hacia abajo y vio unas nubes a sus
pies.
—Soy hermosa
—dijo Sune—. Tócame.
Adon se
acercó, como si estuviera soñando.
—La verdad
es hermosura, la hermosura, verdad. Abrázame y todas tus preguntas no
expresadas se verán contestadas.
Procedente
de no se sabe qué lugar Adon oyó una voz que le advertía, pero él la ignoró.
Nada podía ser más importante que aquel momento. Tomó a la diosa en sus brazos
y puso sus labios sobre los de ella.
Daba la
impresión de que el beso era interminable. Pero Adon, incluso antes de abrir los
ojos, tuvo la sensación de que Sune estaba cambiando. Los suaves labios se
habían vuelto salvajes, exigentes. De sus mandíbulas, cada vez más largas,
parecía salir una serie interminable de pinzas afiladas que pretendían
desgarrar la carne del rostro del clérigo. Los dedos se habían transformado en
serpientes que se adherían a la piel de Adon amenazando con despedazarlo.
—¡Sune!
—gritó Adon.
La criatura
se reía mientras los zarcillos serpenteantes de sus dedos se enrollaban
alrededor de la garganta de Adon.
—No eres
digno de la diosa —dijo ahora el monstruo—. Has pecado contra ella y debes ser
castigado.
En el
abierto patio central del castillo de Kilgrave, Medianoche, Kelemvor y Cyric
vieron al clérigo caer de rodillas, presa de absoluto terror, llevado a esa
actitud por algo que sólo él podía ver.
—¡Diosa,
perdóname! —gritó Adon—. Haré cualquier cosa para obtener tu perdón. ¡Cualquier
cosa!
—¡Tenemos
que llegar a él enseguida! —dijo Medianoche.
—¡No haréis
nada! —retumbó una voz cuyos ecos llenaron el patio—. ¡Lo único que haréis será
morir a manos de Bane!
De repente,
el trío empezó a ser bombardeado por las ilusiones. En menos que el corazón da
una docena de latidos, Kelemvor fue enviado al mundo del ensueño de sus libros
de infancia; vivía una historia de amor en la que él era un príncipe extranjero
prometido de una hermosa pero despiadada princesa, a la que renunciaba para
huir con una muchacha campesina. Medianoche se vio como una poderosa reina que
salvaba a su reino de la pobreza y la miseria. Al mismo tiempo, ante los ojos
de Cyric pasaron imágenes de una vida libre y sin trabas, con ofertas de oro y
artículos de inapreciable valor. Pero ellos no se dejaron dominar por estas
imágenes de heroísmo, poder y libertad. Los héroes, al unísono, se lanzaron al
centro del patio.
A medida que
los héroes corrían, los retos fueron sucediéndose de forma vertiginosa. Ante
Medianoche apareció Sunlar, que la desafiaba a un duelo mágico; todos sus
compañeros de clase estaban en fila detrás del profesor, deseosos de probar sus
habilidades contra ella. Cyric se encontró cara a cara con la criatura de hielo
que montaba guardia junto al Anillo de Invierno; se sintió impotente al ver
cómo el monstruo alargaba una mano en su dirección y Kelemvor se encontró ya
ante los verdugos que habían quitado la vida a su abuelo y ahora iban a por él;
bajó la mirada y descubrió que era viejo y estaba acabado; sus intentos de
encontrar una cura para su estado, y salvación para su alma marchita, habían
fracasado.
Pero los
héroes siguieron avanzando hasta el centro del patio donde estaba Adon.
Todavía de
rodillas, Adon vio que el paraíso se rasgaba y volvía a ordenarse. La criatura
diabólica que había pretendido ser la diosa lo abandonaba, pero el reino de
Sune estaba cambiado. Los pilares de la existencia de este reino eran ahora la
muerte y el castigo por sus faltas y unas figuras vestidas con túnicas
esclavizaban y atormentaban a los fieles de Sune.
—¡Es
mentira! —gritó Medianoche mientras se acercaba a Adon.
El clérigo
se volvió, con los ojos desencajados, y vio, delante de sí, a alguien idéntico
a Medianoche, pero que llevaba las túnicas de los verdugos de los sunitas.
—Pero...
¡era tan hermoso! —dijo Adon, molesto por las palabras de Medianoche.
—Mira a tu
alrededor —expuso Medianoche—. ¡Esto es la realidad!
Adon
obedeció y vio a la diosa Sune encadenada a una enorme losa. Las figuras
vestidas con túnicas estaban sumergiendo la losa dentro de un río rojo
escarlata, la sangre de los seguidores de Sune.
Y todas
aquellas figuras llevaban un medallón exactamente igual que el de Medianoche.
—¡El
medallón! —gritó Sune—. ¡Es la fuente de su poder! ¡Quitádselo y seré libre!
Medianoche
agarró a Adon por los hombros.
—¡Maldita
sea, escúchame!
—¡No! —gritó
Adon.
Y, antes de
que Kelemvor o Cyric pudiesen reaccionar, el clérigo se abalanzó sobre
Medianoche con una ferocidad que ella no esperaba. La mano de Adon se cerró
sobre la daga de Medianoche y se la arrebató. Con los pies juntos, Medianoche
dio una patada al clérigo en pleno tórax y lo mandó volando hacia atrás, con la
daga todavía dentro de su mano. Se oyó un ruido sordo cuando la cabeza de Adon
dio contra el suelo. Luego el clérigo se quedó hecho un ovillo, aturdido por el
golpe.
Medianoche
empezó los movimientos y los cánticos que preceden a un hechizo para
contrarrestar el asalto mágico. Estaba rezando para que el sortilegio saliese
bien, cuando las llamitas del medallón empezaron a chisporrotear, el hechizo de
Medianoche produjo un torbellino de magia que envolvió el patio, y apareció un
relámpago cegador de luz azulada.
Cuando explotó el estridente estanque, y el agua se convirtió en un
torrente hirviente de sangre que estalló como un géiser, Bane retrocedió,
gritando. La magia de Medianoche destruyó los hechizos que Bane había utilizado
en todo el castillo de Kilgrave para transformar las ruinas en un leve reflejo
de su casa en las Esferas.
El templo de
Bane, su Nueva Acheron, se estaba desmoronando. Las fantásticas puertas que
había abierto se iban cerrando. Los pasillos y las cámaras que, de forma tan
inteligente, fueron réplicas del antiguo templo de Bane en las Esferas,
perdieron su tenue influencia en la realidad, y se consumieron.
Al cabo de
un rato, todo lo que quedaba eran las ruinas de un castillo de mortales. Bane
se desplomó hacia adelante, sollozando, y parte de su mente se maravilló al
descubrir una nueva sensación, una sensación con la cual vivían los humanos
cada día de su corta existencia.
La pérdida.
Nueva
Acheron había desaparecido.
Cuando se
incorporó y convocó al hakeashar para reunir así el poder para matar a
los supuestos salvadores de Mystra, lord Black se sorprendió al encontrar
vacías las cadenas místicas que sujetaban a la diosa.
Mystra se
había escapado.
7
Mystra
Adon
apareció junto a Medianoche cuando ésta se encontraba de rodillas recobrándose
de la postración nerviosa producida por el lanzamiento del hechizo. El patio
del castillo de Kilgrave no mostraba vestigios de la batalla que se había
librado en sus confines.
—Ha
desaparecido —dijo Adon—. El reino de Sune ha desaparecido, como si nunca
hubiera existido de verdad.
Medianoche
levantó la vista a Adon y le habló con voz reconfortante.
—Estoy
segura de que está en algún lugar, Adon. Cuando llegue el momento, encontrarás
tu camino.
Adon asintió
con una inclinación de cabeza, luego él y Cyric ayudaron a Medianoche a ponerse
de pie. A unos cuantos metros, Kelemvor tosió dos veces y empezó a volver en
sí.
—¿Qué ha
ocurrido? —preguntó, a la vez que se llevaba una mano al hombro herido.
—Alguien ha
estado jugando con nuestras mentes —contestó Medianoche—. Intentaba
controlarnos, enemistarnos los unos con los otros. He probado un simple conjuro
para anular la magia y...
—¿Has
causado esta explosión? —preguntó Kelemvor sentándose precipitadamente.
—No deberías
moverte —sugirió Adon, y trató de obligar a su amigo a tumbarse. Sus esfuerzos
fueron inútiles.
—¡Maldita
sea, Adon! Perdimos un día en la columnata por mi estupidez. Déjame; no me
pasará nada.
—Déjalo en
paz, Adon —repuso Medianoche sonriendo al guerrero—. Sí, Kel, yo causé la
explosión... o mi magia, que es lo mismo. Deduje, por lo que nos estaba
pasando, que alguien nos estaba transmitiendo unas fuertes ilusiones. Traté de
anularlo, pero el hechizo produjo un tipo de reacción violenta: detuvo a quien
estuviese lanzando el sortilegio.
—La voz de
Bane —dijo Cyric riéndose—. Probablemente se trata sólo de algún loco iluso que
se hace pasar por un dios.
—Pues
sugiero que lo encontremos —expuso Kelemvor mientras paseaba la vista a su
alrededor—. Debe de ser él quien tiene cautiva a la señora de Caitlan.
—Yo pensaba
que habías renunciado a buscarla —dijo Cyric.
Kelemvor
sonrió y miró a Medianoche.
—Así era.
Pero creo que vale la pena seguir adelante por la recompensa que obtendré si la
misión se cumple. —El guerrero miró los trozos de tela ensangrentados que
envolvían su hombro y se preguntó si sería capaz de manejar la espada con un
solo brazo. Podía empuñarla, aunque sin apretar demasiado, con la mano derecha,
pero ello le ocasionaba un vivísimo dolor que le hacía ver las estrellas.
Cyric se
limitó a sacudir la cabeza para luego dirigirse a la entrada del patio y echar una
ojeada al vestíbulo. No había movimiento alguno. Los pasillos tenían el mismo
aspecto que cuando Cyric examinó el castillo por primera vez.
—Deberíamos
encontrar a la señora de Caitlan y escapar de aquí mientras podamos —sugirió
Cyric, que se volvió al patio.
Kelemvor
estuvo de acuerdo y expresó su conformidad con una inclinación de cabeza. Al
cabo de un rato, los aventureros estaban en el vestíbulo.
—¿Y ahora qué? —preguntó
Kelemvor—. ¿Volver a registrar el castillo de arriba abajo?
Medianoche
se volvió y se quedó paralizada, con la boca abierta de par en par.
—No creo que
tengamos que hacerlo —dijo Cyric—. ¡Mirad!
Kelemvor
miró por encima del hombro y vio una espantosa masa, roja como la sangre, que
se arrastraba por el pasillo en dirección a ellos. El hakeashar. Surgía de la nube que era la
forma del monstruo, con cientos de manos de diez dedos levantadas al aire. De
la nube surgían unos ojos amarillos ansiosos por examinar a las víctimas que
tenían delante.
Kelemvor
dejó caer pesadamente los hombros.
—Ya he
tenido bastantes monstruos por hoy —dijo mientras sacaba la espada con la mano
sana. Sus movimientos no eran airosos, pero tenía la esperanza de que la postura
fuese lo bastante impresionante como para asustar a aquella enorme criatura.
El monstruo
dejó escapar un rugido que laceró los cerebros de los héroes produciéndoles un
intenso dolor. La criatura tenía enormes bocas abiertas que parecían agrandarse
a medida que se iba acercando. Cyric tomó a Medianoche del brazo y ambos
echaron a correr vestíbulo abajo para alejarse del hakeashar.
—¿Podrías
aguantar así un poco más, Kelemvor? —dijo Adon suplicante, mientras retrocedía
para luego echar a correr.
El monstruo
lanzó otro rugido.
—Quizás
—dijo Kelemvor a la vez que abandonaba su postura y se ponía a correr para
tratar de alcanzar a los otros; la nube, que giraba confusamente, iba mordiendo
sus talones.
Los héroes
tomaron la delantera al monstruo nebuloso durante unos minutos, pero no
tardaron en cansarse. Al llegar al torreón situado a unos doscientos metros del
patio, el hakeashar los perseguía ya muy de cerca. En el torreón, las
escaleras que llevaban a los niveles superiores del castillo estaban llenas de
escombros, de modo que los héroes tomaron las que bajaban, con Adon a la
cabeza. Cuando el hakeashar salió del torreón lo hizo en medio de una
explosión de luz que llegó hasta la oscuridad de los pasillos subterráneos.
Fue en el
mismo momento en que el hakeashar alcanzaba a los aventureros, cuando
Medianoche se dio cuenta de que el pasillo que tenían delante estaba bloqueado
por los cascotes. Se volvió hacia el monstruo y les gritó a sus compañeros que
se pusieran a un lado. Ella estaba ya lanzando un hechizo contra el monstruo,
que llenó toda la anchura del pasillo y se detuvo; empezó a parpadear muy
nervioso, y Kelemvor sacó su espada y Cyric se colocó su capa de viaje.
De repente,
una ráfaga de viento que se originó en las yemas de los dedos de Medianoche, recorrió
el pasillo. El viento atravesó al monstruo, lo acorraló al instante y cesó tan
súbitamente como se había iniciado.
Después de
haber llamado su atención el increíble poder que presentía en el medallón de
Medianoche, el hakeashar empezó a avanzar lentamente.
Cyric se
adelantó y su capa creó una docena de imágenes fantasma de él mismo. Mientras
las imágenes creadas por la capa se entrecruzaban a fin de sacar ventaja a la
ilusión, los muchos ojos del hakeashar estaban fijos en ellas.
—¿Qué hemos
conseguido de bueno, aparte de confundir a esta cosa? —susurró Kelemvor a
Medianoche.
La maga se
apartó del guerrero en el momento en que las manos del monstruo saltaban hacia
adelante y agarraban la capa de Cyric. Las imágenes desaparecieron al devorar
el hakeashar la capa.
El monstruo
aumentó de tamaño y se abrieron una docena de nuevos ojos y bocas.
—¿A qué
estás esperando? —exclamó Kelemvor—. ¡Lanza el sortilegio!
El hakeashar
lanzó una risotada cuando acudieron a su mente los recuerdos de los
banquetes que se daba con la magia de la diosa.
Medianoche
se detuvo y se volvió hacia el guerrero.
—Kel.
El hakeashar
se iba acercando.
—Hazlo
pedazos —dijo Medianoche.
Kelemvor,
con el brazo sano, empuñó la espada con más fuerza.
El hakeashar
se detuvo.
En el
cerebro de éste se grabaron más de cien imágenes del humano de pelo largo que
avanzaba hacia él con la espada desenvainada. Al monstruo le embargó una
extraña curiosidad. Movió cinco de sus mandíbulas en dirección al humano, las
cerró y le sorprendió que el esfuerzo no le produjese sustento alguno. El
humano empezó a reírse y un dolor lacerante recorrió al monstruo cuando seis de
sus ojos se cerraron para siempre después de un gesto potente de la espada del
humano.
Estando lord Black de rodillas junto al agua tranquila de su estanque,
resonaron los gruñidos del hakeashar en el castillo de Kilgrave. Bane
llamó al monstruo y lo dejó suelto por el castillo para que fuese en busca de
Mystra.
Una
piedrecita cayó en la superficie del agua que Bane tenía delante, y ello hizo
que el dios caído levantase la vista.
En la puerta
había una joven que no había visto nunca y que sonreía de oreja a oreja. En su
mano descansaba un puñado de piedras que había desprendido del derruido muro
que había junto a ella.
—¿No es
encantador que tu poder se haya vuelto contra ti? —se limitó a decir, y aquella
voz le resultó a Bane terriblemente familiar.
—¡Mystra!
—gritó Bane para luego abalanzarse sobre la diosa hecha carne.
Mystra lanzó
el puñado de piedras a lord Black y su voz se elevó cuando empezó a lanzar un
hechizo. Las piedras se transformaron a medio camino para convertirse en
misiles azules y blancos que atravesaron el cuerpo de lord Black e hicieron que
cayese de espaldas en el suelo de la mazmorra.
Procedente
del pasillo se oyó otro ruido, éste más fuerte que el anterior. Mystra se
estremeció al oír los bramidos del hakeashar, y Bane aprovechó esa distracción para lanzar, a su vez,
un hechizo. Sacó un rubí de su guantelete y la piedra preciosa desapareció y en
su lugar surgió un rayo de luz roja en dirección de la diosa de la Magia.
Bane emitió
un grito ahogado cuando Mystra absorbió, sin daño, los efectos del Rayo de Rubí
de Nezram, un sortilegio que habría debido separar a la diosa de su mutación.
Bane se estremeció entonces cuando un haz de luz roja chocó contra él y le
atravesó el pecho. El rayo de luz se quedó colgando en el aire, entre Mystra y
Bane, como una cuerda.
—Has sido un
estúpido intentando lanzar un hechizo complicado —dijo Mystra—. Parece que,
finalmente, eres víctima del caos de la magia. —Dicho esto, Mystra cogió el haz
de luz con ambas manos.
Bane sintió
un espasmo horrible en su interior. La luz roja brillaba intensamente y un
latido de energía salió disparado de su cuerpo en dirección a Mystra. El
hechizo había salido mal y permitía que Mystra le arrebatase su poder.
Bane luchó
para mantener despiertos sus sentidos mientras unas bandas de color carmesí
surgían del haz de luz, lo rodeaban y tiraban de su carne como si quisieran
arrancársela de los huesos. Oyó crujir sus costillas cuando la fuerza del
ataque se trastocó de repente y amenazó con arrebatarle la vida. Mystra soltó
el rayo de luz y lo lanzó hacia Bane.
El pecho de
lord Black se abrió de golpe y un torrente de llamas azuladas surgieron
explotando de él y envolvieron a Mystra, que mantuvo las manos fuera del flujo
de la magia y agradeció la llegada de éste dentro de ella. Las llamas se
transformaron, volviéndose de un color ámbar reluciente. Cuando Bane comprendió
que las últimas energías que había tomado de Mystra lo estaban abandonando y
que asimismo empezaban a salir de él las suyas, las llamas eran de un rojo
brillante y reluciente.
—¡Has
encarcelado a la diosa de la Magia, estúpido! Ahora pagarás con la misma moneda
lo que me has hecho.
Bane gritó
tanto como le permitieron las energías que le quedaban.
—¡Mystra! Me
estoy...
—¿Muriendo?
—dijo ella—. Sí, se diría que sí. Saluda a lord Myrkul de mi parte. No creo que
haya tenido nunca un dios entre sus secuaces. Pero tú ya no eres un dios,
¿verdad, Bane?
Bane levantó
las manos, implorante.
—Está bien,
Bane. Voy a darte una oportunidad para salvarte. Dime dónde están escondidas
las Tablas del Destino y tendré clemencia de ti.
—¿Las
quieres para ti? —Bane lanzó otro grito ahogado y un nuevo latido de energía lo
abandonó.
—No —dijo
Mystra—. Quiero devolver las Tablas a lord Ao y poner fin a la locura que has
causado.
Se oyó un
movimiento en el pasillo y Mystra se volvió; en la puerta estaban Kelemvor y
sus compañeros.
De pronto
apareció un remolino delante de lord Black y, de la grieta producida por la
magia de éste, salió Tempus Blackthorne, el cual se apoderó del cuerpo de su
amo herido y lo arrastró al ojo del torbellino. Antes de que Mystra pudiese
moverse para derribar a lord Black y a su emisario, éstos habían desaparecido.
Cuando el remolino aquel se cerró, el hechizo de Mystra se desvaneció y un rayo
de energía caótica la arrojó contra el muro. Cuando levantó la vista, vio a
Kelemvor junto a ella.
El guerrero
estaba pálido.
—Sabía que
tenías carácter, pequeña, pero incluso así me has impresionado.
Mystra
sonrió al sentir que el poder fluía libremente por ella.
—Caitlan
—dijo Medianoche—. ¿Estás bien? —La maga se inclinó hacia la encarnación y el
medallón en forma de estrella empezó a resplandecer.
—El
medallón. ¡Dámelo! —gritó Mystra.
Medianoche
retrocedió.
—¿Caitlan?
Mystra
volvió a mirar a Medianoche y cayó en la cuenta de que el medallón se había
agarrado a la piel de la maga para protegerse a sí mismo, para evitar que se lo
arrebatasen mientras dormía o si caía herida.
—Deberíamos
sacar a la muchacha de aquí —dijo Medianoche.
—Espera un
minuto —dijo Cyric—. Quiero saber cómo se fue del campamento aquella noche y
por qué se marchó.
—Escuchad
—dijo Adon con calma—. Deberíamos preocuparnos por la suerte de la señora de la
pobre muchacha.
La diosa fue
presa de súbita ira.
—¡Soy
Mystra, diosa de la Magia! El ser con el que combatía era Bane, dios de la
Lucha. Y ahora dame ese medallón. ¡Es mío!
Medianoche y
Adon miraron sorprendidos a la mutación. Kelemvor frunció el entrecejo y Cyric
observó a Mystra con recelo.
Kelemvor
cruzó los brazos.
—Tal vez la
batalla ha debilitado su joven cerebro.
—Caitlan,
Melodía de la Luna, y yo nos hemos convertido en un solo ser —indicó Mystra en
tono tranquilo—. La traje a este lugar y fusioné nuestras almas para salvarnos
a ambas de lord Bane. La ayudasteis a llegar hasta aquí y os habéis ganado
nuestro agradecimiento.
—¡Algo más
que eso! —exclamó Kelemvor.
—La deuda
será saldada —dijo Mystra, y Kelemvor recordó las palabras de Caitlan cuando
ésta estuvo enferma en la cama.
Ella
puede curarte.
Mystra se
volvió a Medianoche.
—En el
camino de Calanter hiciste un pacto conmigo. Yo te salvé de morir a manos de
aquellos hombres. A cambio, tú prometiste mantener mi responsabilidad a salvo.
Lo has hecho de forma admirable —Mystra tendió la mano—, pero ha llegado el
momento de que me devuelvas esa responsabilidad.
Medianoche
bajó la vista, desconcertada al ver que el medallón se había desprendido de su
carne. Se lo sacó del cuello y se lo dio a la muchacha, la cual empezó a
resplandecer inmediatamente con unas violentas llamas azulinas.
La diosa
echó la cabeza hacia atrás y, mientras una parte del poder que había poseído en
las Esferas recorría su cuerpo, se permitió un momento de absoluto arrobamiento.
Como había sido antes del Advenimiento, la voluntad de Mystra volvía a ser
suficiente para dar vida a la magia y, si bien estaba todavía mucho más débil
que antes de que Ao la echase de los cielos, Mystra estaba de nuevo unida al
tejido de magia que rodeaba Faerun. La sensación era maravillosa.
—Pongamos
algo de distancia entre este lugar y nosotros —dijo Mystra dirigiéndose a sus
salvadores—, y os diré todo lo que queréis saber.
Momentos
después, cuando se acercaron a la puerta del castillo de Kilgrave, los héroes
sintieron el calor del sol; asimismo se quedaron cegados mientras salían de las
oscuras ruinas. Se alejaron del castillo con pies de plomo, como si temiesen
que el castillo fuera a lanzar una última barrera de locura en su camino. Pero el
castillo estaba desolado y sin vida.
Mystra miró
el cielo. Vio que la Escalera Celestial ascendía hacia los cielos, y que su
aspecto iba cambiando. Por momentos la diosa tenía la vaga impresión de
vislumbrar una figura en lo alto de la escalera, pero luego aquélla, después de
que su imagen perdiera consistencia al cabo de poquísimos instantes,
desaparecía.
Mystra,
seguida de los aventureros, se encaminó a un lugar que no estaba a más de
ciento cincuenta metros de la entrada del castillo. En el camino, surgió una
discusión acalorada.
—¿Has
perdido el juicio? —gritó Kelemvor.
—¡Yo la
creo! —replicó Medianoche.
—Sí, la
crees. Pero ¿acaso tu «diosa» puede probar sus disparatadas afirmaciones?
Mystra
ordenó al grupo que la esperase, luego se volvió hacia la escalera. Kelemvor se
adelantó furioso y empezó a despotricar sobre las riquezas que se les habían
prometido; la diosa miró al hombre, y sus ojos relampaguearon con llamas
blanquiazules.
—Tienes la
gratitud de una diosa —dijo Mystra fríamente—. ¿Qué más puedes desear?
Kelemvor
recordó su encuentro con la diosa Tymora, cuando pagó para verla.
—Me
conformaría con comida decente, ropa para cubrirme y suficiente dinero para
comprar mi propio reino —gritó Kelemvor—. ¡También me gustaría poder volver a
utilizar el brazo!
Mystra ladeó
la cabeza.
—¿Eso es
todo? Yo pensaba que deseabas entrar a formar parte de las deidades.
Cyric
entornó los ojos.
—¿Es eso
posible?
Mystra
sonrió y unas relucientes bolas de fuego saltaron de sus manos. Kelemvor casi
gritó cuando la chisporroteante energía de la primera bola de fuego lo envolvió
de pies a cabeza; de pronto, sintió una vitalidad como no había sentido hacía
días. Las llamas se apagaron y Kelemvor levantó el brazo y miró incrédulo su
hombro curado.
La segunda
bola de fuego se estrelló en el suelo y dio vida a dos fogosos caballos para
reemplazar a los que se habían perdido, así como dos caballos de carga con
provisiones nuevas y una fortuna en oro y piedras preciosas. A continuación la
diosa se volvió y se colocó delante de la escalera. Abrió las manos y extendió
los brazos, como si estuviera meditando.
Kelemvor
permaneció junto a Medianoche y ambos no tardaron en reanudar su discusión.
Cyric los observaba sin meterse y Adon contemplaba en silencio a la diosa.
—Debe de ser
poderosa y es posible que el cuento ese de que se ha fusionado con su señora
sea cierto —dijo Kelemvor.
—¿Por qué,
entonces, niegas lo que ves? ¿No aprecias los presentes de Mystra como prueba
de gratitud? —dijo Medianoche.
—¡Nos los
hemos ganado con creces! —replicó Kelemvor a la vez que se metía un gran pedazo
de pan dulce en la boca—. Pero un mago poderoso, como Elminster del valle de
las Sombras, podría llevar a cabo fácilmente las mismas proezas. ¡He visto
otros «dioses» como éstos y no sabría decirte si no son unos lunáticos
poderosos!
Mystra
levantó la vista ante la mención de Elminster y, como le hizo gracia algún
ensueño privado, una sonrisa iluminó su rostro, luego volvió a sus
preparativos.
—¡Y por eso
te permites el lujo de blasfemar en presencia de ellos! —gritó Medianoche.
—¡Digo lo
que pienso!
—¡Yo la
creo! —insistió Medianoche golpeando el pecho acorazado de Kelemvor—. ¡Jamás
habrías recuperado el uso completo de tu brazo de no haber sido por Mystra!
Kelemvor
empezó a temblar. Pensaba en su padre, retirado de la vida aventurera por sus
heridas, deambulando por Lyonsbane Keep y haciendo de la vida del pequeño
Kelemvor un infierno en la tierra.
—Tienes
razón —dijo Kelemvor—. Debería estar agradecido. Pero... ¿Caitlan, una diosa?
Debes admitir que hay que tener mucha imaginación.
Medianoche
dirigió la vista a Mystra. La diosa, bajo la forma de la muchacha con la que
habían viajado el día anterior, no impresionaba mucho.
—Sí —admitió
Medianoche—, pero yo sé que es verdad.
Adon, detrás
de Medianoche y Kelemvor, había escuchado sus palabras sin ser advertido; luego
se alejó.
Pensó que,
aunque los demás no lo habían aceptado todavía del todo, habían estado luchando
contra un dios y que ahora servían a una diosa. A la vez que era consciente de
esta revelación, Adon se preguntó por qué no le embargaban la excitación y el
acatamiento. ¡En los Reinos estaban los propios dioses!
Adon observó
a la escuálida muchacha arrodillada en la suciedad y se sintió ligeramente
inquieto ante la imagen. Luego recordó la breve visión que había tenido de la
abominación que Mystra había identificado como a Bane, lord Black.
¿Eran los
propios dioses?
Mystra, algo
apartada de los aventureros a quienes les había dicho que esperasen, se puso de
pie y se colocó ante la escalera para prepararse para la ascensión. Una ligera
sonrisa se fue perfilando en su rostro humano y, mientras se volvía para
dirigirse a sus salvadores, comprendió la importancia del momento.
—Ante
vosotros, invisible a los sentidos humanos, está la Escalera Celestial —dijo
Mystra—. Esta escalera es un medio para viajar entre los reinos de los dioses y
los humanos. Estoy a punto de llevar a cabo una tarea peligrosa. Si tengo
éxito, vosotros cuatro seréis testigos de mi regreso a las Esferas. Si, por el
contrario, fracaso, como mínimo uno de vosotros deberá difundir mis palabras
por el mundo. Se trata de un cometido sagrado que sólo puedo encomendar a una
persona cuya fe sea ciega.
Medianoche
dio un paso hacia adelante.
—¡Cualquier
cosa! —dijo—. ¡Dime lo que hay que hacer!
Kelemvor
sacudió la cabeza y se puso junto a Medianoche para hablar con ella.
—¿No hemos
hecho bastante? Hemos arriesgado nuestras vidas para salvar a tu diosa.
Abandonemos ahora que estamos a tiempo. Hay todo un mundo para explorar y miles
de maneras de gastar nuestra recompensa. Debemos marcharnos.
—Yo me quedo
—dijo Medianoche.
—Yo me quedo
con Medianoche —afirmó Adon dando un paso hacia adelante.
Kelemvor
miró a Cyric, que se limitó a encogerse de hombros.
—La
curiosidad me ha dejado petrificado —repuso Cyric en tono burlón.
Kelemvor se
rindió.
—¿Qué es lo
que tienes que decirnos, diosa?
—Los Reinos
no son más que un caos —dijo Mystra.
—¡Vaya
noticia!
—¡Kel!
—exclamó Medianoche.
—Pero
¿sabéis por qué? —preguntó Mystra sonriendo.
Kelemvor
guardó silencio.
—Hay un
poder que es incluso mayor que el de los dioses —prosiguió Mystra—. Esta
fuerza, de la cual se supone que los humanos no están enterados, ha echado a
los dioses de los cielos. Lord Helm, dios de los Guardianes, bloquea la puerta
de las Esferas, obligándonos así a que permanezcamos en los Reinos. Mientras
estamos aquí, debemos tomar apariencia humana, encarnarnos, pues de otro modo
no seríamos más que espíritus errantes.
»Estamos
pagando el castigo por los crímenes de dos de nosotros. Lord Bane y lord Myrkul
robaron las Tablas del Destino. Por lo menos una de esas Tablas ha sido
escondida en los Reinos, si bien ignoro dónde. Hemos recibido el encargo de
encontrarlas y devolverlas al lugar que les corresponde en los cielos.
Cyric estaba
desconcertado.
—Pero si no
tienes las Tablas, ¿qué pretendes hacer? —dijo.
—Permutar la
identidad de los ladrones por clemencia para con los dioses, que son inocentes
de este crimen —explicó Mystra.
Kelemvor
cruzó los brazos sobre el pecho, se apoyó contra su caballo y se echó a reír.
—Esto es
absurdo. Se lo está inventando todo a medida que va hablando.
Habría
podido curarte —dijo
ella—, pero, dado que no me crees, no lo haré.
La risa de
Kelemvor remitió de golpe y se puso lívido.
—¡Diosa! ¡Yo
te acompañaría! —repuso Medianoche; Kelemvor miró alarmado a la maga.
Mystra
meditó detenidamente sobre el ofrecimiento. ¿Un humano testigo de cosas que
sólo un dios podía comprender? Se volvería loca. La mente de Caitlan estaría
protegida, pero no podría hacer nada para proteger a Medianoche.
—Sólo los
dioses pueden seguirme —dijo Mystra.
El poder que
se había estado ocultando en el medallón junto con las energías robadas a lord
Bane se arremolinaban dentro de ella, como si estuviesen a la espera de salir.
Luego, Mystra sintió como si la fuente de magia que había dentro de ella
amenazase con desbordarse. La diosa experimentó un momento de pánico puramente
humano cuando perdió el control de sus fuerzas interiores. La hierba empezó a
ondear suavemente y unas llamas blanquiazules envolvieron todas sus briznas.
Cyric sintió
un agradable calor bajo sus pies. El aire se cargó de chispas azules y blancas,
y cuando unos rayos de luz, liberados con las apasionadas pinceladas de un
genio demente, abrasaron el aire, los vientos se volvieron visibles para luego
desaparecer.
Medianoche
pudo ver la escalera, pero sólo un instante, y comprobó que lo era sólo de
nombre. Estaba formada por un incalculable número de delicadas y blancas manos
con las palmas hacia arriba; algunas estaban de pie, otras formando extraños
racimos allí donde su carne parecía haberse unido. Se elevaban y descendían
formando dibujos irregulares y sus firmes dedos oscilaban constantemente hacia
atrás y hacia adelante, a la espera de recibir a su siguiente huésped. Una red
de huesos cristalinos unía los grupos de manos. Sin embargo, extrañamente, en
ningún momento se veían los muñones de las manos desmembradas. Una niebla suave
y fluida flotaba de racimo en racimo.
La escalera
desapareció de la vista de Medianoche y ésta volvió su atención a Mystra.
La forma de
Caitlan había cambiado un poco y, mientras no dejaba de brillar, los héroes
vieron a la muchacha transformarse en la mujer que estaba destinada a ser. Su
cuerpo era exuberante y hermoso, el rostro delicado y sensual, pero los ojos
eran muy viejos y revelaban un milenio de íntimas preocupaciones.
Cuando la
diosa volvió la espalda a los héroes y se puso en movimiento, estaba temblando.
Daba la impresión de estar subiendo por el aire y que al paso de la diosa por
los escalones invisibles se desprendían unos rayos de luz azulada.
Mystra vio
que sus percepciones de la escalera y de la entrada de las Esferas iban
cambiando constantemente. Primero vio una hermosa catedral esculpida a partir
de las nubes, que tenía una amplia y vistosa escalera que conducía a ella. Al
cabo de un rato la zona que rodeaba la entrada se convirtió en unas grandes
runas vivientes que bailaban una danza desconocida a medida que cambiaban
posiciones con sus compañeras para desvelar unos secretos sobre los cuales
Mystra había meditado largamente y jamás había descubierto, hasta aquel
momento.
Sólo la
propia puerta de entrada no cambiaba; era una gran puerta de acero, forjada en
la imagen de un puño gigante, el símbolo de Helm.
A media
ascensión, las nubes se separaron y el dios de los Guardianes se materializó
delante de Mystra.
—Te saludo,
lord Helm —dijo Mystra cordialmente.
Helm miró a
Mystra.
—No sigas,
diosa. Este camino no es para ti.
—Me gustaría
volver a mi casa —repuso Mystra, enfadada con el guardián.
—¿Traes
contigo las Tablas del Destino?
Mystra
sonrió.
—Traigo
noticias sobre las Tablas. Sé quién las robó y por qué.
—Ello no es
suficiente. Tienes que dar media vuelta. Las Esferas ya no son nuestras.
Mystra se
quedó perpleja.
—Pero a lord
Ao le gustaría tener esta información.
Helm se
mantuvo firme.
—Dámela a mí
y yo se la transmitiré.
—Tengo que
dar esta información personalmente.
—No puedo
permitírtelo. Da media vuelta antes de que sea demasiado tarde.
Mystra
siguió subiendo la Escalera Celestial, a la vez que reunía las fuerzas primas
de la magia alrededor de Faerun y las sugestionaba para que estuviesen alerta a
su llamada.
—No quiero
hacerte daño, buen Helm. Apártate.
—Mi deber es
detenerte —dijo Helm—. Descuidé mi deber en una ocasión. Nunca más.
Helm
descendió un trecho más.
—¡Apártate!
—insistió Mystra con una voz tan fuerte como un trueno.
Helm se
mostraba inflexible.
—No me
obligues a hacerte daño, Mystra. Yo soy todavía un dios. Tú no.
Mystra se
inmovilizó.
—¿Dices que
no soy una diosa? ¡Voy a demostrarte que estás equivocado!
Helm bajó la
vista, luego volvió a mirar a Mystra.
—Si así lo
quieres...
Mystra llamó
a toda la energía que había reunido mientras avanzaba hacia el dios de los
Guardianes. Preparando el primer hechizo, se estremeció de poder.
Medianoche
abajo, en la tierra, vio que los dioses se iban acercando uno al otro. En el
momento en que Mystra soltó unos rayos de fuego contra Helm, éste levantó las
manos, retrocedió ante la magia y apretó los dientes cuando las llamitas
blancas abrasaron su piel. El guardián lanzó un puñetazo en dirección a Mystra,
pero la diosa se echó hacia atrás para esquivar el golpe, y a punto estuvo de
caerse de la escalera al hacerlo.
Helm avanzó.
No iba armado; sin embargo, mientras se acercaba a la diosa, parecieron saltar
de su mano unas llamas de fuego. Mystra supo instintivamente que no debía
permitir que las manos del dios la tocasen. Retrocedió y la magia prima hendió
el aire que rodeaba al guardián. Mystra trató de recurrir al hechizo Mano de
Hierro de Bigby, pero falló y una innumerable cantidad de garras afiladísimas
volaron en dirección a Helm. El guardián las esquivó sin esfuerzo alguno.
La mano de
Helm descendió formando un arco y, cuando sus dedos rasgaron el pecho de
Mystra, ésta sintió un dolor atroz en todo su ser. El aire se roció de sangre,
que pintó de intenso carmesí las diminutas chispas de magia y las obligó a
dejar de existir.
Cuando al
pasar, la mano de Helm rozó su hombro, Mystra notó que la sangre se le
enfriaba. En venganza, la diosa de la Magia formuló un encantamiento destinado
a atacar la psique de Helm, con el objetivo de obligarlo a inclinarse ante ella
cuando empezase a temblar de terror. Ignorando el ataque de Mystra, el guardián
apretó los dientes y arremetió de nuevo. El mayor temor del guardián había sido
fallar a Ao. Dado que ya se había enfrentado a este miedo, no quedaba nada que
fuera susceptible de atemorizarlo.
En el
momento en que la mano de Helm se acercó a su pecho, abriendo una grieta en su
carne que dejó escapar un torrente de llamas azuladas junto con un chorro de
sangre, Mystra supo que había perdido. Luego, cuando a Helm le faltaron unos
centímetros para alcanzar su garganta, la diosa notó una brisa fría junto a su
cuello.
Cyric,
fascinado por el espectáculo, observaba cómo los dioses intentaban matarse unos
a otros. Cada vez que Helm, lanzaba un golpe se apoderaba de él una gran
excitación. Ver la sangre de unos dioses caer del cielo lo embargaba,
inexplicablemente, de dicha.
Mystra
esquivó otra de las acometidas de Helm y lanzó un hechizo revolucionario de
encadenamiento; unos grilletes formados de magia prima descendieron sobre el
guardián. Helm los evitó sin esfuerzo, pero Mystra aprovechó aquella
distracción momentánea para pasar a trompicones por delante del guardián. Era
difícil concentrarse dadas las terribles agonías que su cuerpo había soportado,
pero se aferró a la escalera y subió; cuando la puerta de entrada se elevó
delante de ella y apareció la mismísima majestad de las Esferas, la cabeza
empezó a darle vueltas. La diosa vislumbró un instante la belleza y la
perfección de su casa en Nirvana.
Mystra pensó
que todo aquello había sido suyo. Llegó a la cumbre, con las piernas
temblorosas. La diosa de la Magia se agarró a la puerta, pero una mano sujetó
su brazo y le hizo dar media vuelta. En los ojos de Helm había una mirada de
tristeza.
—Adiós,
diosa —dijo Helm.
A
continuación, traspasó con su mano el pecho de la diosa.
Medianoche
miró el cielo y se preguntó si no se estaría volviendo loca. Kelemvor estaba junto
a ella, ordenando a Adon que ayudase a Cyric con los caballos y las
provisiones.
Medianoche,
después de haber visto a Helm quedarse aturdido un momento y a Mystra pasar a
duras penas junto a él, se puso de pie. La diosa abrió los brazos y el caos de los
misteriosos chorros de magia, así como las formas nebulosas que habían moldeado
los elementos del aire, dieron paso de pronto a una puerta que tenía la forma
de un enorme puño. Helm ya había alcanzado a Mystra, haciéndole dar media
vuelta para enfrentarla a su cólera.
—¡No! —gritó
Medianoche.
Tanto
Kelemvor como Adon miraron el cielo a tiempo de ver a Helm atravesar a Mystra
con su mano.
La cabeza de
Mystra cayó hacia atrás en medio de una inconcebible agonía cuando su esencia
huyó de la encarnación y explotó su frágil carne humana. Medianoche notó que un
intenso calor se precipitaba hacia ella, como si un abrasador e invisible muro
de energía se estuviese acercando. Las llamas azuladas que habían hecho
resplandecer la hierba con sus dulces ensalmos, eran ahora un fuego negro que
arrasaba la tierra y dejaba, a su paso, el suelo yermo. La devastación comenzó
en la zona que estaba debajo de la diosa y se fue ramificando en todas
direcciones.
Medianoche
lanzó un hechizo para obtener un muro de fuerza con el que proteger a sus
camaradas. Rayos de luz empezaron a girar en torno al grupo de aventureros y al
cabo de unos momentos estaban rodeados por una esfera. A pesar del torbellino
de colores que constituían los muros del globo protector, los aventureros pudieron
vislumbrar algo del caos que reinaba a su alrededor.
Se formaron
del aire unos enormes pilares negros que se clavaron en la tierra y compusieron
un amplio círculo alrededor de los aventureros y de la Escalera Celestial,
parecido a la columnata donde habían pernoctado; el horizonte se desdibujó y la
tierra y el cielo se volvieron uno solo. Las nubes se ennegrecieron cuando los
pilares se elevaron para saludarlos y unos hermosos rayos de luz de suave
tonalidad, a modo de gasa sutil, surgieron entre las negras nubes. Los rayos de
luz se desplazaban hacia adelante y hacia atrás, quemaban la faz de la tierra y
producían unas fisuras lo bastante grandes como para que cupiese un hombre.
Estas
grietas del suelo se llenaron de reluciente sangre y el calor que irradiaban
los hirvientes ríos de sangre era terrible. Los rayos de luz destruyeron las
columnas negras y, cuando los rayos de luz perdieron su forma y se convirtieron
en jirones que cortaban el aire y destruían todo aquello que tocaban, enormes
escombros cayeron al suelo.
El castillo
de Kilgrave cayó ante aquella embestida furiosa y sus muros explotaron como
yeso. Las macizas torres de cada esquina se derrumbaron hacia dentro y los
muros que las unían se hundieron, convirtiéndose en cascotes.
En el cielo,
Helm permanecía en la cumbre del desastre y su cuerpo era una silueta contra la
cegadora luz del sol que tenía detrás. Medianoche vio que Helm volvía a bajar
la mano, para luego dividir una masa que se arremolinaba en el aire delante de
él.
Medianoche
se preguntó si se trataría de la esencia de Mystra.
Las llamas
azuladas que se escapaban de las manos de Helm se dispusieron formando un
complicado dibujo, parecido a la visión que Medianoche había tenido del tejido
mágico en su ilusión. Luego un rayo de brillante luz surgió del centro del
tejido y penetró en la esfera protectora donde se apiñaban Medianoche y sus
compañeros. Contra la tapicería blanca de sus percepciones, Medianoche vio una
luz todavía más brillante que tenía la forma de una mujer que avanzaba hacia
ella.
—¡Diosa!
—exclamó.
Estaba
equivocada. Otros dioses pueden tratar de hacer lo que yo he intentado... Los
Reinos pueden ser destruidos. Hay otra Escalera Celestial en el valle de las
Sombras. Si Bane vive, tratará de controlarla. Debes ir allí, advertir a
Elminster. Luego encontrar las Tablas del Destino y poner fin a esta locura.
De pronto,
un objeto cayó del cielo y atravesó la esfera protectora. Medianoche alargó la
mano y el medallón fue a parar directamente a su palma. Luego dio la impresión
de que la luz del tejido traspasaba a la maga, como lanzada por el medallón
azul y blanco. Unas llamas candentes recorrieron su cuerpo y las últimas
palabras de la diosa ardieron en su cerebro, entonces todos los nervios de
Medianoche se rebelaron.
Lleva el medallón
a Elminster..., Elminster te ayudará.
—¿Ayudarme?
—exclamó Medianoche—. ¿Ayudarme a qué?
En la
memoria de Medianoche se puso a arder una imagen de las Tablas del Destino.
Hechas de arcilla, las antiguas Tablas tenían menos de sesenta centímetros de
altura; eran lo bastante pequeñas para ser llevadas encima y ocultarlas
fácilmente de las miradas codiciosas. Llevaban unas runas grabadas, que
mencionaban el nombre y la responsabilidad de todos los dioses. Cada runa
brillaba con un resplandor azulado.
La imagen de
las Tablas se desvaneció cuando el rayo de luz se retiró al tejido, llevándose
la reluciente forma de Mystra con él.
—Diosa
—susurró Medianoche—. No me dejes.
No hubo
respuesta pero, a través de la esfera, Medianoche vio cómo el tejido mágico desaparecía.
Cesó el caos alrededor de los héroes y éstos vieron a Helm delante de su puerta
con los brazos cruzados. Luego desapareció como si nunca hubiese estado allí.
8
No siempre son humanos
En ausencia
de lord Black, Tempus Blackthorne mantenía aseada la cámara principal del
templo en Zhentil Keep. Blackthorne era responsable de controlar las
operaciones cotidianas del Templo de las Tinieblas y era él quien supervisaba
personalmente la construcción de la segunda cámara más reducida de la parte
posterior del templo. El mago había matado a los obreros una vez éstos
terminaron la estancia. «Nadie debe enterarse», había dicho Bane, y Blackthorne
habría dado su vida para proteger los secretos de la «cámara de meditación» de
Bane. A decir verdad, se trataba de un lugar inmundo, pero cumplía su misión.
Bane procuró
ocultar ciertos hechos a sus adoradores; lord Black temía que, si conocían sus
limitaciones humanas, su necesidad de dormir y de alimentarse, entonces su
veneración dejaría de ser tan ferviente y su disposición a sacrificarse por su
causa se vería mermada. De modo que Bane hacía que Blackthorne le llevase la
comida y bebida por un túnel secreto y, cuando lord Black tenía que dormir, lo
hacía en la cama de la cámara con su emisario montando guardia junto a él.
Amontonados
en los rincones de esta habitación, había unos textos misteriosos que Bane
había estudiado minuciosamente aprovechando cualquier momento disponible. Sobre
una mesa próxima había una colección de afilados y diminutos cinceles que parecían
los instrumentos que usan los escultores. Bane los usaba para llevar a cabo
horribles experimentos en la carne de algunos de sus seguidores, para luego
quedarse observando horas enteras el flujo de sangre que había causado y
escuchar los gritos de agonía de los hombres más débiles. Blackthorne sabía que
estos estudios eran importantes para su señor, pero no estaba al corriente del
objetivo que tenían. Sin embargo, Bane era su dios y Blackthorne era lo
bastante astuto como para no poner en duda los motivos de una deidad. Al cabo
de un tiempo, Bane se cansó de aquellos experimentos, como si no hubieran
producido los resultados deseados, pero los cinceles quedaron a la vista, eran
un recordatorio de que no había encontrado todavía las respuestas buscadas.
Mientras
Bane estuvo ocupando el castillo de Kilgrave, la cámara permaneció vacía, pero
ahora cobró vida un torbellino procedente de una ranura del espacio que hizo
caer a lord Black al duro suelo; respiraba con dificultad y sus ojos se bañaron
en lágrimas. Trató de recordar aunque sólo fuese el más simple de los
encantamientos, algo que levitase su destrozada forma del suelo para llevarlo
al duro colchón de la cercana cama, pero sus esfuerzos fueron vanos. Surgió
entonces Blackthorne del torbellino y arrastró a Bane hasta la cama. El
emisario, sin dejar de gruñir, levantó la mutación de lord Black y la colocó en
la cama.
—Ya está, mi
señor. Podrás descansar. Y sanarás.
Bane se
sintió reconfortado por la voz de su fiel emisario. Blackthorne lo había
salvado. Había visto a Bane debilitado, casi a punto de morir y, sin embargo,
había acudido en su ayuda. Lord Black no lo entendía. Si la situación hubiese
sido a la inversa, él habría dejado que el emisario pereciese, en lugar de
arriesgar su vida por él.
Bane pensó
que se sentía en deuda con él por haberle salvado la vida a su amigo el
Caballero Siniestro. Ésta era la razón por la que le había hecho el favor. No
obstante, ahora que había pagado su deuda, Bane tendría que ir con mucho tiento
con él.
Bane vio en
el suelo un charco formado por su propia sangre; era de color carmesí, con
vetas ámbar que flotaban en medio de ella. El dios tenía uno de los pulmones
destrozado y jadeó cuando alargó la mano para tocar el charco escarlata.
—¡Mi sangre!
—gritó—. ¡Mi sangre!
—Te pondrás
bien, señor —lo tranquilizó Blackthorne—. Si puedes otorgar magias curativas a
tus clérigos, sírvete de la misma magia para curarte.
Bane hizo
como le instaba Blackthorne, pero sabía que el proceso de curación sería lento
y doloroso. Trató de apartar de su mente las molestias físicas concentrándose
en el recuerdo de su rescate del castillo de Kilgrave. La magia de Blackthorne
era lo bastante poderosa como para llevar al mago al castillo y luego
teletransportarlos a ambos fuera de él, pero sólo habían podido escapar hasta
la columnata que había al otro lado del castillo.
Bane había
visto a Mystra recuperar el medallón de la maga de cabello oscuro. Al cabo de
un instante, la diosa de la Magia estaba desafiando a Helm; ambos dioses
estaban en la Escalera Celestial.
¡Las Tablas
del Destino! ¡Helm había preguntado por las Tablas!
Bane había
observado, completamente horrorizado, cómo Helm destruía a la diosa de la
Magia, cómo el último vestigio de la esencia de Mystra se había acercado a la
maga y oyó la orden que dio la diosa mientras el medallón volvía a la mujer
morena. Durante la batalla que había librado Mystra con Helm, se habían
liberado magias increíbles, y Bane se había apoderado de ellas para concluir la
tarea que Blackthorne había iniciado, y se las había llevado a Zhentil Keep.
Bane se rió
al pensar que nunca hubiese utilizado la escalera del valle de las Sombras como
parte de sus planes de no haber sido por las palabras de Mystra. Si ella había
aceptado su destino con tranquilidad, era posible que los acontecimientos que a
ella tanto la preocupaban jamás hubiesen acaecido. De modo que Bane, tumbado en
la cama y tratando de recobrarse de las graves heridas que le había infligido
Mystra, empezó a hacer planes hasta que, finalmente, cayó en un profundo y
reparador trance.
El cielo era de un intenso color azul lavanda con estrías doradas y de
color azul prusia. Las nubes seguían siendo negras y reflejaban la tierra yerma
y carbonizada que había bajo ellas; los enormes pilares se habían convertido en
árboles con ramas marchitas de piedra que serpenteaban por el suelo a lo largo
de muchos kilómetros. En algunos lugares la faz de la tierra era brillante como
el vidrio, en otros estaba rota y llena de escombros. Los ríos rojos se helaban
y se volvían sólidos. Había dejado de nevar.
Los muros de
la esfera que envolvía a los aventureros y a sus caballos desaparecieron cuando
Medianoche revocó el hechizo. Ésta tocó el medallón azul y blanco en forma de
estrella, que colgaba de nuevo de su cuello, y descubrió que no había signos de
los poderes que antes habían residido en el objeto. Ahora no era más que un
símbolo del extraño y apocalíptico encuentro entre Medianoche y su diosa.
Medianoche
montó sobre su caballo e inspeccionó la desolada tierra que la rodeaba.
—Mystra me
ha pedido que vaya al valle de las Sombras para contactar con Elminster el
Sabio. No espero que ninguno de vosotros me acompañe, pero si vais a hacerlo,
nos pondremos en marcha inmediatamente.
Kelemvor
dejó caer el saco de oro que estaba cargando en su caballo.
—¿Cómo?
—exclamó—. ¿Y cuándo te ha dicho eso la diosa? No hemos oído nada.
—No cuento
con que tú, menos que ninguno, lo comprendas, Kel, pero tengo que marcharme. —
Medianoche se volvió a Adon—. ¿Tú vienes?
El clérigo
la miró primero a ella, luego a Kelemvor y seguidamente a Cyric, pero ninguno
dijo nada. Adon subió a su caballo y se puso junto a Medianoche.
—Es una
bendición para ti que te hayan encomendado una misión como ésta. Gracias por
solicitar mi ayuda. ¡Como que me llamo Adon que te acompaño!
Cyric se
echó a reír, luego terminó de cargar las provisiones del grupo y cogió las
riendas de los caballos de carga.
—Ya no tengo
gran cosa que hacer aquí. ¿Por qué no ir contigo? ¿Vienes, Kel?
Kelemvor
estaba inmóvil junto a su caballo, atónito y con los labios fláccidos en una
boca entreabierta.
—Vais en
busca de un sueño de locura —dijo—. ¡Estáis cometiendo un gran error!
—¡Síguenos
si quieres! —dijo Medianoche, para luego darle la espalda a Kelemvor y ponerse
en movimiento. Adon y Cyric hicieron lo propio.
El camino
era traicionero e imprevisible. El trío había empezado a emprender su viaje
hacia las montañas que apenas se veían en la lejanía, se iba oyendo cada vez
más fuerte el retumbar inconfundible de los cascos del caballo de Kelemvor,
hasta que el guerrero llegó a la altura de Medianoche. Nadie habló durante un
kilómetro aproximadamente.
—No hemos
repartido el botín —dijo finalmente Kelemvor.
—Ya veo
—replicó Medianoche esbozando una ligera sonrisa—. Ahora comprendo. Estoy en
deuda contigo.
—Así es
—repuso Kelemvor recordándole las palabras que ella había pronunciado en el
castillo—. Estás en deuda conmigo.
A medida que
avanzaban por el paisaje de pesadilla que había dejado a su paso la destrucción
de Mystra, los héroes vieron que la devastación era cada vez mayor. Habían
desaparecido los caminos, los enormes cráteres llenos de humeante brea les
impedían avanzar, obligándolos a volver sobre sus pasos y a rodear ciertas
zonas para poder pasar. A la caída de la noche, empezaron a ver las montañas y
acamparon a la vista del desfiladero de Gnoll.
Una caravana
de comerciantes con vagones cargados de mercancías apareció en el camino que
había bajo el campamento de los aventureros. La caravana iba muy protegida y,
cuando Adon salió al descubierto y trató de avisar a los viajeros de lo que
iban a encontrar más adelante, fue recibido con una lluvia de flechas. El
clérigo se arrojó al suelo.
La caravana
pasó y no tardó en perderse de vista. Adon regresó al campamento y descubrió
una lumbre que ardía furiosamente y a Medianoche preparando algo que parecía
ser carne, pero que olía bastante mal. Estaba absorta en la tarea que tenía
delante y ordenaba a Kelemvor que diese la vuelta a las carnes de vez en
cuando, mientras ella cortaba verduras con su daga.
La cena no
se presentaba muy bien y daba la impresión de que el grupo iba a pasar hambre
aquella noche, cuando Cyric levantó un zurrón que había encontrado entre los
regalos de Mystra y les indicó mediante un gesto que permaneciesen en silencio.
Metió la mano en la bolsa y sacó una hogaza de pan dulce, puñados de carne
seca, jarras de cerveza, trozos de queso y muchas cosas más. Y a pesar de que
el zurrón parecía vaciarse cada vez, más comida sacaba Cyric de él.
—¡No
volveremos a pasar hambre ni sed! —dijo Kelemvor mientras se bebía el aguamiel
que tenía delante de sí.
Más tarde,
mientras comían lo que habían sacado del zurrón, Kelemvor sintió una opresión
en la boca del estómago. La comida era espantosa y se preguntó si era prudente
comer cualquier alimento que proviniese de una fuente mágica en aquellos
tiempos que corrían de inestabilidad en la magia. Los héroes terminaron de
comer sin pronunciar palabra, pero las expresiones de sus rostros bastaban para
delatar sus pensamientos. Cuando Medianoche rompió el silencio que reinaba en
el campamento expresando el deseo de que Adon recuperase sus sortilegios
curativos cuanto antes para poder recomponer sus estómagos trastornados, su
petición encontró un sincero eco de aprobación por parte de Kelemvor y Cyric.
Terminaron
de cenar y Kelemvor y Adon se pusieron a examinar los presentes que les había
dado Mystra mientras, al otro lado del campamento, Medianoche ayudaba a Cyric a
limpiar los utensilios que habían utilizado para la cena.
—¿Vendrás
conmigo hasta el valle de las Sombras? —preguntó la maga a Cyric mientras
recogían las sobras.
Cyric
titubeó.
—Tenemos
provisiones, caballos sanos y suficiente oro como para ser ricos el resto de
nuestras vidas —añadió Medianoche—. ¿Por qué no vienes con nosotros?
Cyric luchó
para encontrar las palabras adecuadas.
—Nací en
Zhentil Keep y, cuando me marché, prometí no volver jamás. El valle de las
Sombras está demasiado cerca de allí para mi gusto. —Hizo una pausa y miró a la
maga—. Sin embargo, por mucho que yo desee lo contrario, parece que mis pasos
me llevan en esa dirección.
—No me
gustaría que hicieras algo en contra de tu voluntad —dijo Medianoche—. La
decisión ha de ser sólo tuya.
Cyric
respiró hondo.
—Iré. Tal
vez en el valle de las Sombras me compre una barca y viaje por el río Ashaba
una temporadita. Creo que sería agradable.
Medianoche
sonrió y asintió con una inclinación de cabeza.
—Te has
ganado un buen descanso, Cyric. Te has ganado también mi gratitud.
La maga oyó
ruidos procedentes del otro lado del campamento, donde Kelemvor y Adon estaban
todavía haciendo inventario de los presentes de Mystra. Adon había prometido
obligar a Kelemvor a ser honesto, lo que le valió una carcajada y una palmada
en la espalda por parte del guerrero.
Medianoche y
Cyric siguieron hablando sobre tierras lejanas e intercambiaron conocimientos
sobre costumbres, rituales e idiomas. Luego charlaron sobre aventuras pasadas
si bien, cuando se abordó este tema, Medianoche habló más que Cyric.
—Mystra
—dijo él en un momento dado—. Tu diosa...
Medianoche
acabó de limpiar su daga y la metió de nuevo en su funda.
—¿Qué pasa
con ella?
Cyric
pareció sorprendido ante la pregunta de Medianoche.
—Está
muerta, ¿verdad?
—Quizá —fue
la contestación de Medianoche. Meditó sobre ello un momento para luego volver
su atención al pequeño hoyo que Cyric le había ayudado a cavar a fin de
enterrar los desperdicios—. Yo no soy una niña, no soy como Adon. Me ha
entristecido el fallecimiento de Mystra pero, si se presentase el caso, hay
otros dioses a quien dar las gracias.
—No
necesitas mostrarte reservada conmigo...
Medianoche
se puso de pie.
—Bien, esto
está hecho —dijo la maga a la vez que señalaba el hoyo, luego se alejó.
Cyric,
después de observarla un momento, volvió al trabajo que tenía delante. Recordó
cuando levantó la vista hacia los dioses en lucha abierta y el pueril regocijo
que lo embargara al ver su sangre derramada. Avergonzado por su reacción ante
la muerte de Mystra, Cyric apartó estos pensamientos y se concentró en la tarea
de limpieza.
En el
sendero, apartada del campamento y de Cyric, Medianoche sintió un frío que no
tenía nada que ver con la débil brisa de la montaña. Pensó que no tenía sentido
afligirse por las muertes de Caitlan y de Mystra. Maldijo para sus adentros a
Cyric por haber mencionado a la diosa y se reprendió a sí misma. No podía
afirmar que hubiese malicia en aquel hombre, sólo toda una vida de vicisitudes
que le había creado una dificultad para comunicarse de otra forma que no fuera
la ciencia exacta de las palabras.
Por otra
parte, y en este aspecto, Kelemvor era el lado opuesto de Cyric. Su modo de
actuar y sus declaraciones no expresadas le encantaban. Únicamente cuando
trataba de ocultar sus sentimientos tras una cortina de burlas malintencionadas
e inoportunas, parecía un bobo furioso, traicionando así un gran vigor. Tal vez
tenían un futuro juntos.
Sólo el
tiempo podía decirlo.
Se acercó a
Kelemvor y a Adon; ambos estaban todavía riñendo.
—¡Lo
dividiremos a partes iguales! —gritaba Kelemvor.
—Pero ¡si lo
que yo te propongo son partes iguales! Tú, yo, Medianoche, Cyric y Sune, sin la
cual...
—¡No vayas a
empezar otra vez con lo de Sune!
—Pero...
—Cuatro
partes —intervino Medianoche fríamente, ante lo cual ambos hombres se
volvieron—. Tú haz lo que quieras con tu parte, Adon. Si quieres, se la das a
tu iglesia.
Adon se
encogió de hombros.
—No quería
ser mezquino...
Dio la
impresión de que Kelemvor estaba dispuesto a ponerlo en duda.
—Tal vez
necesites descansar un poco —sugirió Medianoche.
—Sí, quizá
sea eso —convino el clérigo.
Adon empezó
a alejarse con la antorcha, cuya parpadeante luz le mostraba el sendero que
llevaba al fuego del campamento. Después de resbalar en una piedra y
enderezarse de nuevo, Adon murmuró algo más de Sune y se fue.
—¿Cómo te
sientes? —preguntó Medianoche a Kelemvor—. ¿Han sido de tu agrado las tiernas
mercedes cocinadas por esta mujer?
—¿Puedo
hablar con franqueza? —preguntó a su vez Kelemvor.
—Tal vez sea
preferible que no lo hagas —dijo Medianoche sonriendo.
—En ese caso
te diré que tengo ganas de hacer un reino con estas piedras preciosas.
Medianoche
asintió.
—Yo me
siento igual. —Luego señaló las riquezas que tenían delante—. ¿Hacemos las
partes?
—Sí. Siempre
es un placer trabajar con una mente aguda y juiciosa cuando se trata de estos
asuntos.
Medianoche
lo miró, pero él no levantó la vista del tesoro. El oro estaba amontonado en el
tocón de un árbol. Había rubíes, otras joyas y un extraño artefacto; Medianoche
se agachó para examinarlo. Lanzó un grito de alegría, tomó el objeto mágico y
sonrió a Kelemvor.
—¡Me parece
que al final vamos a tener que hacer cinco partes!
Kelemvor se
sentó cómodamente.
—¿Qué
quieres decir?
—Se trata de
un arpa de Myth Drannor. Elminster es un conocido coleccionista de estas
piezas. Si todo lo demás falla, podremos usar el arpa para conseguir que nos
reciba.
Kelemvor
reflexionó sobre las palabras de Medianoche.
—¿Tiene
mucho valor?
Medianoche
se negó a dejarse desanimar.
—No lo
sabremos hasta que alguien nos haga una oferta, ¿no te parece?
—¡Oh!, sí,
una buena reflexión.
—Se dice que
estas arpas tienen propiedades mágicas —dijo Medianoche mientras examinaba el
objeto.
El arpa era
vieja, si bien había sido antaño de gran belleza. Fue un verdadero artesano
quien hizo el fino trabajo de las incrustaciones de marfil y oro; y la madera
roja reflejaba las llamas de las antorchas como si retuviese todavía su brillo
original. Medianoche tiró de las cuerdas sin habilidad alguna y el instrumento
emitió un sonido que era un extraño y discordante flujo de notas que aumentaron
de volumen e hicieron que la armadura de Kelemvor se sacudiese como si una
fuerza invisible la estuviese atacando.
—¡MEDIA...
De pronto
todos los diminutos cierres que sujetaban la armadura de Kelemvor se soltaron
de golpe y ésta cayó al suelo.
— ...NOCHE!
Kelemvor se
quedó cubierto solamente por una túnica de cota de malla; la armadura yacía
hecha pedazos a su alrededor. Medianoche tenía la boca abierta y movía las
mandíbulas en silencio, hasta que estalló en una carcajada.
—¡Mira esto!
—exclamó Kelemvor, enojado.
—¡Por favor!
—dijo ella en tono desalentador.
—No, yo me
refería... —El guerrero miró la armadura y suspiró.
Medianoche
se incorporó y respiró hondo.
—Debe de ser
el Arpa de Methild. Si no recuerdo mal, es famosa por romper todo tipo de
tejidos, abrir todo tipo de cerraduras, romper todo tipo de cadenas... todo
eso.
—Comprendo
—dijo Kelemvor, y su ligero nerviosismo se convirtió en sonrisa, contagiada por
la de Medianoche—. Quizás haya llegado el momento de la recompensa que habíamos
acordado. ¿Qué me dices?
Medianoche
se puso de pie y retrocedió unos pasos.
—Creo que no
es el momento —dijo, a la vez que su corazón empezaba a dispararse.
Medianoche
se dio media vuelta. Oyó a Kelemvor ponerse de pie y sintió que su mano le
tocaba el hombro. La maga se mordía el labio y miraba fijamente la antorcha que
había delante de ellos. Él, con la otra mano, rodeó suavemente su cintura;
Medianoche se echó a temblar, luchando con su propio deseo.
—Estamos
hablando sólo de un beso —dijo él—. Un beso. ¿Qué tiene de malo?
La maga se
dejó caer hacia atrás en los brazos de Kelemvor. Él apartó el pelo de su cuello
y sopló levemente en su piel, ahora recorrida por un hormigueo; al mismo
tiempo, la estrechó contra sí por la cintura. La mano de Medianoche se posó
sobre la de Kelemvor.
—Me
prometiste que me contarías... —dijo ella.
—¿Contarte
qué?
—En el
castillo estabas destrozado. Me hiciste jurar que te daría una recompensa si
seguías adelante. No tiene sentido.
—Sí tiene
sentido —dijo Kelemvor a la vez que se apartaba de ella—. Pero hay cosas que
deben mantenerse en secreto.
Medianoche
se volvió.
—¿Por qué?
Por lo menos dímelo.
Kelemvor
había empezado a retroceder hacia las sombras.
—Quizá
debería liberarte de tu promesa. Las consecuencias sólo las padecería yo. No
debes involucrarte en esto. Tal vez sería... preferible —concluyó el guerrero
con una voz baja y gutural.
Medianoche
no sabía si era efecto de la luz o si la carne de Kelemvor se estaba realmente
oscureciendo y su piel se estremecía bajo la cota de malla.
Todo el
cuerpo de Kelemvor empezó a temblar y dio la impresión de que iba a doblarse de
dolor.
—¡No!
Medianoche
corrió hacia él, colocó las manos en su cara y acercó sus labios a los suyos. A
él se le habían espesado las cejas, tenía el cabello desordenado y más oscuro, como
si el gris de sus canas estuviese desapareciendo, y sus penetrantes ojos verdes
eran como llamas de color esmeralda. Cuando se besaron el cuerpo de Kelemvor se
relajó, y se apartó como si estuviera a punto de hablar.
Ella estudió
su rostro. Era como si lo recordase de siempre.
—No hables
—dijo—. Nosotros no necesitamos hablar.
Le besó de
nuevo y, en esta ocasión, fue él quien la besó apasionadamente y la estrechó
contra sí con mano de hierro.
Cyric, sin
ser advertido por Kelemvor ni por Medianoche, se acercaba silenciosamente. Vio
cuando se besaron de nuevo y cuando Kelemvor levantó a la maga en sus brazos,
cuando el guerrero la colocó dulcemente sobre un lecho de piezas de oro,
mientras ella le seguía rodeando el cuello con sus brazos. Medianoche empezó a
reírse y a tirar de los cierres de su vestido.
Cyric volvió
sobre sus pasos cabizbajo. La risa de la pareja lo siguió, lo acosó incluso
cuando llegó al campamento y ordenó a Adon que se fuera a dormir, y un ímpetu
de cólera empezó a apoderarse de él.
—Yo haré la
guardia —dijo Cyric, y se puso a mirar fijamente las llamas.
Una vez finalizada su guardia, Cyric se tumbó para descansar un poco, y
muy pronto comenzó a soñar que estaba de nuevo en las callejuelas de los
barrios bajos de Zhentil Keep. Soñaba que no era más que un niño y una pareja
sin rostro lo llevaba por las calles; esta pareja trataba de venderlo a
cualquiera con suficiente dinero y aceptaba ofertas de los transeúntes.
Cyric se
despertó sobresaltado y, cuando trató de acordarse del sueño, no pudo. Permaneció
despierto unos minutos, recordando que hubo un tiempo en que sus sueños eran su
única forma de escapar de la realidad. Pero había pasado mucho tiempo desde
entonces y ahora estaba a salvo. Se volvió al otro lado y se durmió con un
sueño profundo y reparador.
Adon paseaba
nerviosamente de arriba abajo, ansioso por marcharse de aquella región yerma.
Medianoche sugirió que aprovechase el tiempo para dar gracias a Sune. El
clérigo se detuvo, abrió los ojos de par en par, murmuró sólo «claro» y encontró
un lugar donde montar un pequeño altar. Medianoche y Kelemvor no hablaban.
Estaban sentados, apoyados contra una gran roca negra, cogidos del brazo,
mirando las llamas de un fuego que habían encendido. Medianoche se inclinó y
besó al guerrero. Daba la impresión de que este gesto era desatinado y extraño,
a pesar de que unas horas antes hubiera parecido completamente natural.
Los héroes
despertaron a Cyric cuando empezó a clarear y dispusieron los caballos. Aunque
el almuerzo que sacaron del zurrón les dejó a todos el regalo de un sabor
amargo y el estómago revuelto, cuando el sol estuvo alto en el cielo, habían
adquirido ya un buen ritmo de marcha.
Era un
camino de cabras en algunos trechos por el que andaban, y un enorme pez de
plata con afilados dientes saltó de uno de los hoyos de lava que encontraron
los héroes. Hubo momentos en que parecía que el sol estuviera en una posición
errónea y los héroes temían estar viajando otra vez en círculo, pero siguieron
adelante y los cielos no tardaron en volver a la normalidad.
A medida que
iban avanzando por aquella tierra áspera, los aventureros encontraron muchas
cosas raras. Unos enormes cantos rodados, que las extrañas fuerzas que se
habían desprendido durante la lucha de Mystra con Helm habían tallado para representar
las caras de unas ranas, se pusieron a maldecir y a alabar alternativamente a
los viajeros, luego les contaron chistes atrevidos de los que ellos se rieron,
pero sin aminorar por ello la marcha.
Más
adelante, pareció estarse librando una batalla entre montañas opuestas; cantos
rodados y trozos de roca volaban de uno a otro lado golpeando de forma
estremecedora. Las hostilidades cesaron cuando los viajeros se acercaron para
reanudarse apenas hubieron pasado. A medida que el grupo se alejaba del lugar
donde había muerto Mystra, encontraban menos incidentes y los héroes se
relajaron, aunque sólo un poco.
Se
detuvieron y acamparon para pasar la noche en un claro al pie de una montaña
que no parecía haberse visto afectada por el caos ocasionado por el fallecimiento
de Mystra. Cyric se sorprendió al descubrir que el zurrón de comida y bebida,
que hasta entonces se había llenado solo, estaba completamente vacío. Cuando
metió la mano, sintió el tirón de algo frío y húmedo que lamió su mano; la sacó
apresuradamente y luego arrojó lejos el zurrón.
Se vieron
obligados a confiar en la comida que había quedado, esperando que bastaría para
el largo viaje que tenían por delante. Sin embargo, cuando Medianoche y Cyric
se pusieron a preparar la cena, la carne parecía haberse echado a perder, los
panes estaban duros y la fruta iba camino de pudrirse. Comieron lo que pudieron
y bebieron ávidamente el aguamiel y la cerveza. Pero también esto parecía haber
perdido su sabor, asemejándose más a agua amarga que a néctar.
Cyric estaba
muy callado. Únicamente cuando surgía un tema realmente fascinante para él
exteriorizaba sus opiniones, y se mostraba vehemente en sus asertos. Luego
Cyric caía en uno de sus meditabundos silencios y se ponía a observar las
llamas del fuego del campamento, mientras la noche envolvía a los cansados
viajeros.
Aquella
noche Medianoche fue en busca de Kelemvor, quien la tomó en sus brazos sin
pronunciar una sola palabra. Después, ella lo miró cómo dormía, arrobada por el
tranquilo ritmo de su cuerpo. Medianoche sonrió; había tanta fuerza y fogosidad
en sus movimientos cuando se tocaban, tanta pasión y tan maravillosa, que se
preguntó por qué ponía en duda sus propios sentimientos para con aquel hombre.
La asombraba muchísimo que éste no hubiese estado nunca casado, una de las
pocas cosas que había logrado sacarle mientras estaban tumbados uno junto al
otro antes de que el sueño se apoderase del guerrero.
Medianoche
se vistió en silencio y fue hasta donde estaba Adon, que se había hecho cargo
de la primera guardia. Encontró al clérigo sujetando un espejito entre los pies
descalzos; iba moviendo el ángulo ligeramente mientras arrancaba los rebeldes
pelos faciales, uno a uno, con una de las dagas de Cyric. Luego pasó a ocuparse
del cabello, se peinó con un peine de plata hasta que hubo contado en voz alta
cien pasadas. Medianoche lo relevó de la guardia y él se retiró con sigilo y se
quedó profundamente dormido con una sonrisa de satisfacción en los labios.
Durante la guardia, Medianoche oyó a Adon susurrar «no, querida, claro que no
estoy sorprendido»; luego no volvió a oírlo.
Cuando
Medianoche fue a despertar a Kelemvor para que la relevase, éste empezó a
retozar con ella y trató de que volviese a la cama.
—Cumple con
tu deber —le dijo ella.
Kelemvor se
levantó y estiró los brazos. Se volvió, sonrió y se alejó antes de decir algo
que habría hecho que Medianoche hubiese empezado a apedrearlo.
Antes del
amanecer, Kelemvor sintió hambre. Habían atado los caballos de carga cerca de
allí y decidió no esperar hasta el desayuno. Se alejó del fuego y se dirigió a
donde se hallaban los caballos y las provisiones. A la tenue luz del alba, vio
que los caballos estaban muertos. Al otro lado de los caballos de carga, los
caballos que había proporcionado Mystra para Cyric y Adon estaban tumbados de
costado, temblando.
Kelemvor
llamó a los compañeros, que al cabo de unos momentos estaban junto a él. Cyric
fue a buscar una antorcha que encendió con las llamas del fuego de campamento.
No encontraron explicación para el estado de los animales. No tenían marca
alguna, no había ninguna señal indicadora de la presencia de un animal salvaje
o de un saboteador.
Cuando
revisaron las provisiones, los héroes descubrieron que la comida se había
estropeado completamente. La carne rebosaba de manchas verdes y aspecto
canceroso. Unos negros y extraños insectos salían reptando de la fruta. Los
panes estaban duros y enmohecidos. La cerveza y el aguamiel se habían
evaporado. Únicamente estaba intacta el agua que habían cogido en la columnata
que había fuera del castillo de Kilgrave.
Kelemvor
buscó en los zurrones que contenían el oro y los tesoros y lanzó un grito al no
encontrar más que cenizas amarillas y negras. El arpa de Myth Drannor se había
podrido y se rompió tan pronto como Medianoche la cogió. Ésta encontró una
bolsa que antes contenía diamantes y ahora sólo el polvo de aquéllos. La maga
lo dejó a un lado para utilizarlo como componente de hechizos.
—Terrible
—dijo Kelemvor en voz baja a la vez que se desprendía de la reconfortante mano
que Medianoche le ofrecía para consolarlo. La miró—. ¡Sólo nos queda tu maldita
misión!
—Kel, no...
—¡Todo lo
que hemos hecho no ha servido para nada! —gritó él a la vez que daba la espalda
a la maga.
Adon se
adelantó.
—¿Qué vamos
a comer?
Kelemvor
miró por encima del hombro. Sus ojos centelleaban, los dientes brillaban de
modo insólito, como si estuviesen tomando los primeros rayos de sol y
reteniéndolos. Su piel se había oscurecido.
—Encontraré
algo —dijo Kelemvor—. Yo proveeré por todos nosotros.
Cyric ofreció
su ayuda, pero Kelemvor la rechazó con un gesto y se encaminó hacia las
montañas.
—¡Llévate el
arco por lo menos! —le gritó Cyric, pero Kelemvor lo ignoró y no tardó en
convertirse en un oscuro contorno borroso contra las estribaciones envueltas en
las sombras.
—Los dioses
dan, los dioses quitan —comentó Adon filosóficamente, y se encogió de hombros.
Cyric soltó
una risita amarga.
—Tus
dioses...
Medianoche
levantó una mano y Cyric no terminó la frase.
—Coged lo
que necesitéis de vuestros caballos —dijo la maga—. Luego deberíamos procurar
que su final sea lo menos duro posible.
—¿Qué
podemos hacer? —preguntó Adon, compadecido de los animales enfermos.
—Hay una
cosa que podemos hacer —dijo Cyric a la vez que desenvainaba la espada.
Medianoche
suspiró de forma entrecortada y asintió con un gesto de la cabeza. Cyric
propuso a Medianoche y a Adon que se alejasen de los caballos moribundos, pero
ambos estuvieron de acuerdo en quedarse y ofrecer cierto consuelo y compasión a
los animales mientras Cyric ponía, misericordiosamente, fin a su dolor.
Las horas pasaban y Kelemvor no regresaba. Adon se ofreció para ir en
busca del guerrero.
Adon
encontró profundas sombras y unos diminutos e invisibles seres que emitían
sonidos extraños. El clérigo se preguntó si Kelemvor no estaría herido o si
habría decidido abandonarlos, pero luego comprendió que en este caso el
guerrero se habría llevado su caballo. Sin embargo, esta idea le sirvió de poco
consuelo cuando empezó a introducirse en las sombras.
Algo pasó
corriendo junto a la bota de Adon y éste se sorprendió gratamente al comprobar
que se trataba de una bonita ardilla gris, que se detuvo en seco, lo miró y
salió disparada al ver al clérigo ponerse en cuclillas para mirar sus profundos
ojos azules. Siguió avanzando por una espesura de árboles, donde fue apartando
cuidadosamente las ramas para no arañarse el rostro. No bien ascendió un
trecho, Adon encontró un sendero claramente marcado.
Kelemvor
había pasado por allí.
Adon se
estaba felicitando por haber encontrado aquel sendero cuando tropezó con el
peto de Kelemvor. La armadura estaba cubierta de sangre. Adon sacó
cautelosamente su maza de guerra del cinturón.
Un poco más
lejos, en el mismo sendero, el clérigo encontró el resto de la armadura de
Kelemvor, ensangrentada al igual que el peto. Teniendo en cuenta la habilidad
guerrera de su amigo, se preguntó qué tipo de bestia podía haber abatido a
Kelemvor.
Percibió
Adon un movimiento entre los árboles y vislumbró la piel negra de un animal y
unos dientes entre gruñidos; ahogó una llamada de socorro por temor a revelar
su posición y permaneció quieto unos minutos, hasta que oyó un rugido detrás de
él.
Adon echó a
correr, sin preocuparse por mirar atrás, y siguió el sendero, lleno de ramas
rotas y trechos infames; no miraba al suelo pero enseguida cayó en la cuenta de
que las huellas que se alejaban de la armadura habían empezado siendo humanas
para convertirse luego en las huellas de las patas de algún animal enorme.
Sin saber
qué distancia había recorrido, el clérigo penetró en una maraña de ramas, la
tierra desapareció de repente bajo sus pies y cayó rodando al vacío. Un
instante después, su cuerpo se sumergía en una balsa de agua que se alzó con
gran ruido.
Después de
salir a la superficie, Adon se sacudió el lodo del cabello e inspeccionó la
zona. «¿Un pantano?», pensó. ¿Allí? ¡Era una locura!
Locura o no,
el hecho es que se encontró chapoteando en dirección a la pantanosa orilla de
una hermosa tierra fantasmal iluminada por un tenue resplandor azulado. Unos
elegantes filamentos de musgo que colgaban de unos altos cipreses de negra
silueta absorbían la luz del sol poniendo de relieve su fino y complicado
dibujo. El musgo parecía hacer esfuerzos para estirarse hacia abajo y de vez en
cuando algún filamento tocaba suavemente la superficie del pantano. Unas
enormes almohadillas de lodo flotaban en dirección a Adon y, mientras subía a
la orilla, vio una hermosa mariposa con alas anaranjadas y plateadas que salía
de un capullo ante sus ojos. Una solitaria garza real se detuvo a mirar a Adon
acercarse, luego emprendió el vuelo produciendo leves sonidos cuando sus patas
tocaban el agua.
Adon salió
del pantano, molesto ante el desastre causado en su fina ropa. De pronto se
inmovilizó al oír un rugido y el ruido de algún animal abriéndose paso por la
selva. Pero los ruidos cesaron tan repentinamente como habían empezado y Adon
buscó en vano a su alrededor un lugar donde ocultarse. En la proximidad, unos
montones de brillantes hojas amarillas y rojas cubrían unos árboles grises,
altos y delgados, pero poca protección tuvo el clérigo al subir la montaña
hacia el diminuto claro del que se había caído.
Durante el
ascenso, encontró su maza de guerra donde había aterrizado cuando su caída le
había hecho soltarla. Pensó que por lo menos moriría luchando.
Como
Kelemvor.
El ser que
había en los bosques rugió de nuevo y Adon echó a correr sin olvidar, a cada
paso que daba, que no debía gritar pidiendo socorro. El claro se elevó por fin
delante de él, pero una enorme forma negra andaba de arriba abajo y le impedía
el paso.
Adon se
detuvo.
Se trataba
de una pantera y, a sus pies, yacía un ciervo tan salvajemente atacado que
apenas era reconocible. El clérigo pensó que era una cosa de lo más natural. ¡Y
él que había pensado en algún duende horrible!
La pantera
movía la cabeza hacia atrás y hacia adelante, como si estuviera aturdida. Adon
rezó a Sune para que el animal estuviese satisfecho con su festín y, cuando iba
a empezar a retroceder, la pantera empezó a temblar. Dejó caer la cabeza hacia
atrás y Adon vio sus brillantes ojos verdes cuando el animal rugió de dolor y
una mano humana salió de su garganta.
Adon soltó
la maza, que cayó al suelo con un ruido sordo. El animal no dio muestras de
haberlo advertido. Una segunda mano, goteando sangre, apareció en el flanco del
animal y se produjo un ruido terrorífico cuando la caja torácica explotó y
salió la cabeza de Kelemvor por la abertura. Se rasgó una de las patas del
animal y apareció una pálida y arrugada pierna del tamaño de la de un niño que
empezó a crecer hasta convertirse en una pierna de hombre; su pie, hasta el
momento retorcido, se enderezó y sus huesos crujieron a medida que iban
encajando en sus articulaciones.
Salió una
segunda pierna, repitiéndose el proceso, y la cosa es que, sin saber cómo, se
estaba convirtiendo en Kelemvor hasta salir del cuerpo del animal. El guerrero
lanzó un aullido de agotamiento y cayó al suelo; su desnuda y tersa piel se iba
cubriendo de lustroso vello.
Adon,
inconscientemente, se agachó a recoger la maza. A continuación se acercó
temblando al guerrero.
—¿Kelemvor?
—llamó, pero los ojos del héroe, abiertos y saltones, no manifestaron interés.
Kelemvor,
con la respiración entrecortada y los vasos sanguíneos reventando bajo la carne
que envejecía hasta alcanzar la edad que le correspondía, sintió que una
corriente pasaba bajo su piel.
—Kelemvor
—repitió Adon.
Luego le dio
su bendición y cruzó el claro sin volver la vista atrás. Encontró el sendero
sin dificultad y pronto estaba atravesando la espesura de árboles y llegó al
campamento. Medianoche y Cyric estaban esperando.
—¿Lo has
encontrado? —preguntó Medianoche.
Adon negó
con un movimiento de cabeza.
—Yo no me
preocuparía —dijo luego—. El valle que hay al otro lado de la sierra está lleno
de diversión y soledad. Estoy seguro de que ha encontrado ambas cosas. No
tardará en volver.
Adon les
estaba describiendo el extraño pantano que la naturaleza había creado al otro
lado de la sierra, cuando llegó a sus oídos el ruido estrepitoso de un hombre
abriéndose paso a través de la maleza. Medianoche y Cyric recibieron a Kelemvor
al pie de la estribación. La sangre que cubría su armadura parecía proceder del
ciervo ensangrentado que llevaba sobre la espalda. Cyric ayudó al guerrero a
desprenderse de su carga, recién muerta. A continuación despedazaron al animal
y se apresuraron a prepararlo sobre una hoguera.
Adon no
podía dejar de mirar al guerrero, que parecía ajeno a todo menos a la comida
que tenía delante. En un momento dado, Kelemvor levantó la vista y vio la
mirada del clérigo.
—¿Qué? ¿Te
has olvidado de bendecir los alimentos? —preguntó Kelemvor de mal humor.
—No
—contestó Adon—. Estaba... —hizo un gesto en el aire con la mano—, absorto en
mis pensamientos.
Kelemvor
asintió con la cabeza y volvió al banquete. En cuanto terminaron de comer, Adon
y Cyric se dispusieron a salvar toda la carne posible del animal, después la
envolvieron cuidadosamente y la guardaron para la cena.
—Tengo que
hablar contigo —dijo Kelemvor, y Medianoche asintió y lo siguió hasta el
camino. Ella ya había presentido su intención y por ello no se sorprendió ante
la petición de Kelemvor—. Tiene que haber una recompensa, o no puedo ir
contigo.
Medianoche
no pudo ocultar su frustración.
—Kel, ¡esto
no tiene sentido! ¡En algún momento vas a tener que explicarme qué significa
todo esto!
Kelemvor
guardó silencio. Medianoche suspiró.
—¿Qué te
ofrezco en esta ocasión, Kel, lo mismo?
Kelemvor
agachó la cabeza.
—Tiene que
ser diferente cada vez.
—¿Qué otra
cosa puedo darte? —Medianoche puso una mano en la mejilla del guerrero.
Kelemvor
cogió toscamente la mano de Medianoche y la apartó de sí y evitó su abrazo.
—¡Lo que
importa no es lo que yo desee, sino lo que tú estés dispuesta a darme! La
recompensa tiene que ser algo que tenga valor para ti, pero que merezca lo que
debo hacer para ganármela.
Medianoche
apenas podía contener su cólera.
—¡Lo que hay
entre nosotros tiene mucho valor para mí!
Kelemvor se
volvió a mirarla y asintió con la cabeza.
—Sí. Y para
mí.
Medianoche
se aproximó al guerrero, pero se detuvo antes de estar demasiado cerca como
para tocarlo.
—Por favor,
dime lo que pasa. Puedo ayudarte...
—Nadie puede
ayudarme.
Medianoche
miró a Kelemvor. Allí estaba la misma violenta desesperación que había visto en
sus ojos en el castillo de Kilgrave.
—Hay condiciones
—dijo Medianoche.
—Dime
cuáles.
—Vendrás con
nosotros. Nos defenderás a Cyric, a Adon y a mí de cualquier ataque. Nos
ayudarás a preparar la comida y a montar el campamento. Nos informarás sobre
cualquier cosa relacionada con nuestra seguridad y bienestar, aunque se trate
sólo de una opinión tuya. —Medianoche respiró hondo—. Y cumplirás cualquier
orden directa que yo te dé.
—¿Y mi
recompensa? —quiso saber Kelemvor.
—Mi nombre
verdadero. Te diré mi nombre verdadero después de haber hablado con Elminster
en el valle de las Sombras.
—Esto
bastará —dijo Kelemvor acompañando sus palabras con una inclinación de cabeza.
Los
aventureros viajaron el resto del día, volviendo a su práctica anterior de
compartir dos caballos. Por la noche, después de haber instalado el campamento
y haber cenado, Medianoche no fue al encuentro de Kelemvor. Por el contrario,
se sentó junto a Cyric y le hizo un rato de compañía mientras éste montaba
guardia. Estuvieron charlando de los lugares que habían visto, si bien ninguno
de los dos contó en ningún momento lo que había hecho en aquellas tierras
extrañas.
Sin embargo,
Medianoche no tardó en sentirse cansada y dejó a Cyric; cayó en un sueño
profundo y reparador, pero al cabo de poco rato la sobresaltó la imagen de un
espantoso animal negro con relucientes ojos verdes y una boca babeante llena de
blancos colmillos. Se despertó sobrecogida y por un momento creyó ver unas
llamitas azuladas que se movían por la superficie del amuleto. Pero aquello era
imposible. La diosa había vuelto a tomar posesión del poder y la diosa había
muerto.
La maga oyó
un ruido y cogió el cuchillo. Kelemvor estaba de pie junto a ella.
—Te toca
hacer la guardia —dijo él, para luego desaparecer en la oscuridad de la noche.
Cuando
Medianoche se sentó junto al fuego, escudriñó la oscuridad en busca de algún
vestigio de Kelemvor, pero nada. A unos metros, Cyric daba vueltas y se agitaba
en su sueño, sin duda atormentado por alguna pesadilla personal.
Adon no
podía conciliar el sueño. Estaba trastornado por el secreto que, sin querer,
había descubierto. Kelemvor no parecía recordar la presencia de Adon durante su
metamorfosis de pantera a humano. ¿O fingía no recordarlo? Adon deseaba
desesperadamente confiar a alguien lo que había visto pero, como clérigo, se
sentía moralmente obligado a respetar la intimidad del guerrero. Estaba claro
que debía dejar las cosas como estaban hasta que decidiese confiarse a sus
camaradas o, debido a su desgracia, se convirtiese en una amenaza para el
grupo.
Adon levantó
la vista a la oscuridad y rezó para que la decisión que había tomado fuese la
acertada.
Tempus Blackthorne encendió una antorcha antes de introducirse en el
túnel y cargó con las provisiones que había adquirido. El túnel estaba bien
construido. Los muros y el techo eran completamente cilíndricos y el suelo era
una larga plancha de sesenta centímetros de grosor. Los muros habían sido
pulidos y cerrados herméticamente con una sustancia que parecía mármol una vez
se secaba. Blackthorne seguía lamentando haber matado a los artesanos y haber
inventado la historia de su muerte accidental. Se preguntaba si alguien se la
había creído.
En la cámara
alta, Bane vociferaba de forma incoherente en un idioma que Blackthorne jamás
había oído. El emisario escuchaba mientras subía las escaleras de piedra con
tiento y pasaba a poner en práctica la rutina que había contribuido a que lord
Bane se instalase completamente protegido de los intrusos; el pie derecho en el
primer escalón, el izquierdo en el tercero. El pie derecho subía a reunirse con
el izquierdo en el tercer peldaño. El izquierdo subía uno más, el derecho dos,
luego repetía la operación a la inversa y subía de nuevo con una secuencia
diferente. Cualquiera que variase aquella rutina sería víctima de las trampas
que había instalado Bane y quedaría hecho trizas.
Blackthorne
se balanceó sobre un pie mientras procuraba que no se le cayesen los paquetes.
Tocó la palanca de la pared, tiró hacia atrás tres pasos, hacia adelante nueve,
otra vez para atrás dos. El muro que había delante de él desapareció y
Blackthorne entró en la cámara secreta de Bane.
El mago
apartó la vista de la carne de Bane, purulenta y negruzca, así como de la
espuma de sangre que salía de su boca. Había un nuevo agujero en la pared junto
a lord Black y Blackthorne vio que una de las argollas había sido arrancada. El
armazón de la cama había sido destrozado hacía tiempo y el colchón estaba hecho
jirones. Bane gritaba y su cuerpo se convulsionaba a medida que el ataque se
iba haciendo más intenso.
Blackthorne
estaba tratando de inventarse una nueva excusa para justificar la ausencia de
lord Black, cuando los ruidos cesaron súbitamente a sus espaldas. Se volvió y
vio que Bane estaba completamente inmóvil. Cuando el emisario se acercó a su
dios, lo hizo temiendo que el corazón de Bane se hubiera parado. En la
habitación olía a muerte.
—Lord Bane
—lo llamó Blackthorne.
Los ojos de
Bane se abrieron de súbito. Una mano, una garra más bien, avanzó hacia la
garganta de Blackthorne, pero éste se salvó echándose hacia atrás fuera de su alcance.
Se salvó del golpe. Bane se apresuró a enderezarse.
—¿Cuánto
tiempo hace? —se limitó a decir este último.
—¡Me alegra
verte curado! —Blackthorne se desplomó sobre sus rodillas.
Bane arrancó
las argollas restantes de la pared e hizo saltar las cadenas de sus tobillos y
de sus muñecas.
—Te he hecho
una pregunta.
Blackthorne
le contó todo lo sucedido en los funestos días que habían transcurrido desde
que Bane fue rescatado del castillo de Kilgrave. Mientras escuchaba y asentía
de vez en cuando con una inclinación de cabeza, lord Black estaba sentado en el
suelo y apoyado contra la pared.
—Veo que mis
heridas han sanado —dijo Bane.
Blackthorne
sonrió con entusiasmo.
—En todo
caso mis heridas físicas. Queda todavía el asunto de mi dignidad.
La sonrisa
de Blackthorne se desvaneció.
—Sí. Mi
patético orgullo humano... —Bane levantó sus garras a la altura de los ojos—.
Pero yo no soy humano —dijo, y miró a Blackthorne—. Yo soy un dios.
Blackthorne
asintió lentamente.
—Ahora
ayúdame a vestirme —dijo Bane.
Blackthorne
se apresuró a obedecer. Mientras se debatían con la armadura negra de Bane, el
dios preguntó por determinados seguidores y por los progresos que se habían
hecho en su templo.
—Los humanos
que fueron a rescatar a Mystra al castillo de Kilgrave... —preguntó finalmente
Bane—. ¿Qué ha sido de ellos?
Blackthorne
movió la cabeza.
—No lo sé.
Uno de los
ojos de color rubí del guantelete de Bane se abrió de par en par y lord Black
hizo una mueca. Los recuerdos de los momentos finales de Mystra y de sus órdenes
a la maga morena afloraron en la mente del funesto dios.
—Los
encontraremos —decidió—. Viajarán hasta el valle de las Sombras para buscar la
ayuda del mago Elminster.
—¿Tienes
intención de detenerlos en su viaje? —preguntó Blackthorne.
Bane levantó
la vista, estupefacto.
—Tengo la
intención de matarlos. —La atención de Bane volvió al guantelete—. Luego quiero
recuperar el medallón de la mujer. Ahora déjame. Te llamaré cuando esté listo.
El emisario
asintió y salió de la cámara.
Lord Black
se dejó caer contra la pared con el cuerpo tembloroso. Estaba muy débil. Bane
se corrigió..., el cuerpo se había debilitado; Bane, el dios, a pesar de la
situación en la que se hallaba, era inmortal e inmune a semejantes pequeñeces.
Bane se deleitó con los primeros momentos de verdadera claridad desde que se
había despertado de su sueño curativo, luego consideró las alternativas que
tenía.
Helm le
había preguntado a Mystra si llevaba consigo las Tablas del Destino. Cuando
ella se ofreció a revelar la identidad de los ladrones en lugar de entregar las
Tablas, Helm acabó con ella. El secreto que compartía con lord Myrkul estaba a
salvo.
—Al fin y al
cabo, lord Ao, no eres omnisciente —murmuró Bane—. La pérdida de las Tablas te
ha debilitado, como Myrkul y yo habíamos sospechado que sucedería.
Bane se dio
cuenta de que había pronunciado estas palabras en voz alta en una habitación
vacía y sintió frío dentro de su ser. Todavía había que exorcizar algunos
rastros de la humanidad de su encarnación, pero ello lo llevaría a cabo en su
momento. Por lo menos la búsqueda del poder no había sido una vanidad
estrictamente humana. Había empezado con el robo de las Tablas y llegaría a su
fin con la muerte del propio lord Ao.
Sin embargo,
antes de alcanzar la victoria final, Bane debería superar algunos obstáculos.
En las
oscuras horas de la madrugada, Bane se presentó ante una asamblea formada por
algunos de sus seguidores. Sólo aquellos que habían sido recompensados con las
más altas categorías y privilegios estaban presentes cuando Bane tomó asiento
en su trono y se dirigió a sus seguidores. Fusionó las mentes de todos los
presentes para que pudiesen compartir su sueño febril de increíble poder y
gloria. Sin pronunciar una sola palabra, Bane puso a los humanos en un estado
de puro frenesí.
Fzoul
Chembryl era quien tenía la voz más sonora y quien sentía la más intensa pasión
por la causa de Bane. Aun cuando el dios de la Lucha sabía que Fzoul se había
opuesto a su voluntad en el pasado, cuando en aquellos momentos éste presentó
sus argumentos para la eventual disolución del Zhentarim, del cual Fzoul era el
segundo en el mando, y la reforma de la Red Negra bajo la estricta autoridad
del propio Bane, éste sintió una creciente admiración por el apuesto y
pelirrojo sacerdote. Naturalmente, Fzoul pedía ser considerado para el cargo de
líder de estas fuerzas, pero Fzoul exclamó que la decisión correspondería sólo
a Bane, y la sabiduría de Bane estaba más allá de toda crítica.
Lord Black
sonrió. No había nada como una buena guerra para motivar a los humanos.
Marcharían sobre el valle de las Sombras, con Bane en persona a la cabeza. En
el delirio de la batalla, Bane se escabulliría y acabaría con el importuno
Elminster. En el intervalo, enviaría a unos asesinos a interceptar a la maga de
Mystra antes de que ella pudiese entregar el medallón al sabio del Valle de las
Sombras y mandaría a otro grupo a mantener ocupados a los Caballeros de Myth
Drannor. Satisfecho con estos planes, Bane volvió a su cámara secreta situada
en la parte posterior del templo.
Aquella
noche el dios de la Lucha no tuvo sueño alguno, y esto era una buena señal.
9
La emboscada
Cada vez que
el hombre calvo trataba de conciliar el sueño, sus sueños se convertían
inevitablemente en una pesadilla espantosa. Se despertaba casi apenas había
empezado a adormilarse, pero entonces él veía que su sueño no hacía otra cosa
que reflejar la realidad. Su pesadilla era solamente un recuerdo de la
extendida destrucción que habían afrontado durante su viaje desde Arabel hasta
el lugar donde antes había estado el castillo de Kilgrave.
Y el hombre
calvo intuía que en aquellos momentos acampaba cerca del lugar que había sido
el centro de la tormenta sobrenatural que se había desencadenado. Sus efectos
habían llegado casi hasta Arabel, y allí habían cesado. Los habitantes de la
ciudad amurallada agradecían que sus casas se hubiesen salvado, si bien no
había más que mirar desde las torres de vigilancia para ver cómo había cambiado
sorprendentemente el paisaje y comprender lo cerca que había estado la ciudad
de la destrucción.
La diosa
Tymora había sufrido un ataque que la había dejado agonizando el día en que el
cielo se llenó de aquellas extrañas luces procedentes del norte. Luego la diosa
entró en un profundo trance del cual no se había recuperado todavía cuando el
hombre calvo y la Compañía del Amanecer salieron de la ciudad en busca de
Kelemvor y sus cómplices. Los seguidores de Tymora se turnaban para velarla
constantemente, pero ésta se limitaba a permanecer sentada en el trono, sorda a
sus llamadas, mirando fijamente algo que estaba más allá del limitado alcance
de los sentidos humanos.
Después de
apartar de sí las pesadillas y los recuerdos, el hombre calvo trató de volver a
conciliar al sueño. Por la mañana, él y sus hombres abandonarían aquel lugar hermoso
que habían encontrado, una preciosa columnata que antaño podía haber sido un
lugar sagrado dedicado a los dioses y que no había sufrido los efectos de la
destrucción. La fresca y cristalina agua de la maravillosa charca sirvió para
refrescar a sus hombres, pero éstos no pudieron eliminar los recuerdos de la
gran destrucción de la que habían sido testigos.
Aun cuando
el hombre calvo no era un adorador de los dioses, rezó brevemente a Shar, la
diosa del Olvido. Cuando parecía que su oración iba a ser recompensada, se oyó
un grito en la noche. El hombre calvo se puso en movimiento.
—¡Aquí!
—gritó uno de sus hombres señalando a un guerrero rubio que había sido
levantado del suelo por el cuello. La piel del agresor era blanca como el yeso
y la luz de la luna reflejaba un brillo sobrenatural en la criatura sin cabeza.
—¡Las
estatuas! —dijo otro hombre—. ¡Tienen vida!
El hombre
calvo oyó las pisadas en tierra y se volvió para encontrarse cara a cara con la
estatua de dos amantes juntos; la carne de piedra de la mano y el brazo del
hombre se unía a la espalda de la mujer. Cuando los amantes de piedra se
adelantaron lo hicieron moviéndose al unísono y con una velocidad para la cual
no estaba preparado el hombre calvo.
Se oyeron
gritos en medio de la noche.
Detrás de Kelemvor y sus compañeros se veían las montañas del
desfiladero de Gnoll, pero los jinetes apenas miraban hacia atrás. De haberlo
hecho, habrían visto que las montañas resplandecían contra el claro azul del
cielo, como si los altos picachos poseyesen la consistencia de una ilusión.
La decisión
de seguir la carretera del norte y pasar por Tilverton en lugar de arrostrar el
campo abierto fue unánime. Ni siquiera Kelemvor puso objeciones al cambio de
planes, a pesar de la prisa que tenía por llegar al valle de la Sombras y
terminar aquel trabajo. Habría discutido antes de que los caballos de carga
muriesen y las provisiones se convirtiesen en polvo, pero en aquellos momentos
estaba claro que tenían que parar y conseguir nuevas provisiones antes de
cruzar el desfiladero de las Sombras y seguir hacia el valle del mismo nombre.
Durante casi
todo el día, Kelemvor y Adon siguieron compartiendo un caballo, al igual que
Medianoche y Cyric. Después de la falta de provisiones, esto era lo que más
enojaba a los héroes, de modo que el humor de los caballos y los jinetes no
tardó en estar a la par.
Al final de
un largo día, los héroes estaban en las extensiones gris pálido de las
traicioneras Tierras de Piedra, cuando distinguieron a unos viajeros a medio
kilómetro de la carretera. Al principio aquella zona parecía llana y segura,
una alternativa invitadora al escabroso y tortuoso camino que tenían delante.
Pero a medida que se fueron acercando se hicieron patentes las estribaciones y
declives de la zona cuidadosamente disfrazadas.
Los
viajeros, aparentemente, se habían apartado de la carretera en un intento de
atajar y acortar así el tiempo de su viaje. De pronto, su carro tropezó con un
hoyo y volcó, aplastando a los caballos bajo su peso. Sobre el suelo llano y
gris se veían cuerpos tumbados y el viento llevó hasta los oídos de los
aventureros los sollozos de una mujer. Cuando Kelemvor apartó la vista, Adon
fue el primero en acosarlo.
—Nosotros no
podemos hacer nada —dijo Kelemvor—. Las autoridades de Tilverton pueden mandar
a alguien.
—¡No podemos
dejarlos! —replicó Medianoche, escandalizada ante la actitud de Kelemvor.
—Yo sí puedo
—dijo Kelemvor moviendo la cabeza.
—Debería
sorprenderme —le dijo Medianoche—. Sin embargo, en cierto modo no me sorprende.
¿Para ti todo tiene un precio, Kel?
Kelemvor
fulminó a la maga con la mirada.
—No podemos
volverles la espalda —dijo Adon apasionadamente—. Puede haber algún herido que
necesite las atenciones de un clérigo.
—¿Qué puedes
hacer tú por ellos? —dijo Cyric de malos modos—. Ni siquiera puedes curar.
Adon bajó la
mirada.
—Soy
consciente de ello.
Medianoche
se volvió hacia Kelemvor.
—¿Qué dices,
Kel?
La mirada de
Kelemvor era glacial.
—No tengo
nada que decir. ¡Si tú quieres darte el gusto de semejante locura, puedes
hacerlo sin mí! —Miró a Medianoche—. A menos, por supuesto, que me ordenes que
vaya.
Medianoche
apartó la vista del guerrero y se volvió a Cyric, que compartía su caballo. El
ladrón hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y al galope se dirigieron al
lugar donde se hallaban los viajeros accidentados.
Las súplicas
de Adon cayeron en saco roto, hasta que al final Kelemvor saltó del caballo e
indicó al clérigo mediante un gesto que se fuese.
—Ve si debes
ir —le dijo Kelemvor—. Yo os espero aquí.
Adon miró al
enfadado guerrero con una mezcla de piedad y desconcierto en sus ojos.
—¡Vete, he
dicho! —gritó Kelemvor para luego dar una palmada al caballo y lanzar a éste a
una frenética carrera para alcanzar a Medianoche y a Cyric.
El caballo
de Medianoche cubrió rápidamente la distancia, pero la mujer que sollozaba no
pareció advertir la llegada de los jinetes. Cyric y Medianoche llegaron a su
altura y vieron en su blusa azul sangre de un feo color marrón, las piernas
desnudas y bronceadas y las manos, en aquellos momentos moviéndose sobre el
cuerpo de un hombre tumbado en el suelo, con un aspecto duro y encallecido. Su
pelo rubio y fuerte le caía despeinado sobre el rostro. Estrechaba al hombre
contra su pecho y lo mecía dulcemente.
—¿Estáis
heridos? —preguntó Medianoche mientras saltaba del caballo y se acercaba a la
mujer.
La maga se
dio cuenta de que la mujer que tenía delante era más joven de lo que había
pensado en un primer momento. De hecho, apenas era lo bastante mayor como para
merecer el honor del anillo de boda que adornaba su mano.
El hombre
llevaba puestos unos ceñidos pantalones de cuero y botas de suelas muy
desgastadas. Llevaba una arrugada camisa azul pálido, con una mancha de un rojo
pardusco. La maga no vio armas cerca del hombre muerto.
No fue hasta
que Adon llegó a la altura de sus amigos cuando Cyric cayó en la cuenta de que,
en la mano del hombre muerto, no había anillo de boda.
—¡Atrás!
—gritó el ladrón, pero seis hombres aparecieron de pronto de las arenas grises
y rodearon a los héroes.
El hombre
muerto sonrió, dio a su «esposa» un rápido beso y se apoderó de un espadón que
había sido medio enterrado en las oscuras arenas sobre las que estaba sentado.
La mujer sacó a su vez dos dagas de debajo de sus piernas, luego saltó
ágilmente sobre los pies y se puso en cuclillas para recibir a los otros, que
se iban acercando a sus presas formando un círculo cada vez más estrecho.
Kelemvor,
desde la carretera, lanzó una maldición cuando vio la trampa que les habían
tendido. El guerrero recordó que las condiciones que le había impuesto
Medianoche eran defenderlos y echó a correr hacia las figuras lejanas. Sin
embargo, cuando estaba sacando la espada de la funda, algo pasó como un rayo
junto a una oreja del guerrero. Notó una brisa fría y el objeto pasó silbando.
Kelemvor vio una flecha de punta de acero caer en la arena.
Kelemvor oyó
gritos de hombres detrás de sí. Ignoró las voces airadas y concentró su
atención en el sonido de arcos al tensarse y luego ser aflojados. El guerrero
se volvió y cayó de rodillas a la vez que su reluciente espada hendía dos de
las tres flechas que sin duda alguna habrían acabado con él.
Kelemvor se
encaró con tres arqueros que habían salido de las inmundas arenas al otro lado
de la carretera. Estaban preparando otra tanda de flechas. En la distancia,
detrás de Kelemvor, se oyó el chocar de acero contra acero y supo que
Medianoche, Cyric y Adon luchaban también por sus vidas.
—¡No tenemos
nada! —gritó Kelemvor cuando los arqueros soltaron la lluvia de flechas.
Rodó por el
suelo para esquivar la nube de dardos. Una flecha pasando sobre su cabeza puso
de manifiesto lo desesperado de la situación del guerrero. Allí adonde se
dirigiese, uno de los tres arqueros se anticiparía finalmente a sus
movimientos. Su armadura poca protección le ofrecía contra los arcos y la
vulnerabilidad añadida de su cabeza desnuda suponía un blanco tras el cual ya
andaban los expertos arqueros.
Éstos
empezaron a avanzar y cruzaron la carretera. Se atrincheraron en unas nuevas y
más cercanas posiciones y probaron otra táctica: alternar sus asaltos, es
decir, el tercer arquero lanzaba su flecha mientras el primero estaba
apuntando, de modo que había momentos en que Kelemvor se enfrentaba a una
constante lluvia de flechas.
Al otro lado
de los campos de piedra y arena, junto al carro volcado, la batalla se había
convertido en una lucha desesperada. Medianoche alcanzó a distinguir una
ballesta apuntando a la espalda de Cyric. Lo primero que se le ocurrió fue
lanzar un hechizo para salvar al ladrón, pero no hubo tiempo para formular un
encantamiento ni modo de saber si saldría bien o mal. Se agachó hasta ponerse
en cuclillas y lanzó una de sus dagas a la garganta del agresor. La flecha de
acero salió como un rayo y pasó sobre la cabeza de Cyric sin causarle daño
alguno.
Ajeno al
intento que el hombre de la ballesta había llevado a cabo contra él, Cyric
luchaba con el líder de los bandidos. Su hacha de mano había demostrado ser una
defensa poco efectiva contra el espadón de su adversario, de modo que el ladrón
hizo una finta a la izquierda a fin de acortar la distancia con el hombre y
poder así desarmarlo. Pero el espadachín no se dejó engañar por la treta de
Cyric y su arma pasó a unos centímetros de la garganta de su adversario. El
ladrón rodó por el suelo y logró derramar las primeras gotas de sangre cuando
su hacha se hundió profundamente en el tobillo del bandido, casi cercenándole
el pie. Cayó el espadachín no sin antes arremeter con su espadón con la
intención de destripar a Cyric, pero éste se apartó de la trayectoria del arma
rodando por el suelo y levantó el hacha con todas sus fuerzas. El bandido no
emitió rugido alguno cuando el hacha se hundió en su garganta.
Cyric sacó
el hacha ensangrentada del cuerpo del espadachín y un agudo y penetrante dolor
recorrió su organismo cuando una de las dagas de la «esposa» del bandido hizo
blanco en él.
En la
periferia del círculo formado alrededor de Medianoche y Cyric, Adon era
arrastrado por el caballo de Kelemvor. La maza de guerra se soltó de la cuerda
que lo sujetaba al costado y cayó al suelo; Adon lo siguió, agarró el arma pero
en ese momento vio una bota que se movía para pisar su mano. Adon se agarró a
la bota y tiró con fuerza. Al cabo de un momento, el de la bota caía al suelo y
Adon lo aporreó con la maza. Pero enseguida tuvo que dar un salto hacia
adelante para esquivar apenas una puñalada que lo habría dejado sin una buena
parte de su hermoso y bien peinado cabello, así como sin cuero cabelludo.
Arremetió también contra este adversario.
Adon oyó un
ruido detrás de sí. Se volvió y vio a un hombre de aspecto asqueroso que corría
hacia él con una espada corta apuntada directamente a su corazón. Antes de que
el clérigo tuviese siquiera tiempo para reaccionar, el cuerpo de otro bandido
dio de lleno contra el hombre de la espada corta, y éste cayó desplomado al
suelo. Adon levantó la vista y vio a Medianoche en pleno duelo cuerpo a cuerpo
con un guerrero fornido, que hincó la rodilla en el estómago de Medianoche,
juntó las manos y, empuñando el acero, las levantó sobre su cabeza y se preparó
para abrir de un golpe la cabeza de Medianoche con sus fortísimos puños.
Adon recordó
sus largas horas de estudio y echó a correr con el tiempo justo de golpear la
parte más estrecha de la espalda del hombre rompiéndole el espinazo
instantáneamente. El bandido cayó hacia atrás con los ojos en blanco y Adon se
apartó a un lado para seguidamente ayudar a Medianoche a ponerse de pie. Ella
lo miró incrédula.
—¡Un
seguidor de Sune debe estar adiestrado para proteger los dones que tan
generosamente le ha otorgado su diosa! —dijo Adon sonriendo.
Medianoche
estuvo a punto de echarse a reír, luego dio un empujón al clérigo para que se
apartase y lanzó un hechizo que hizo que un nuevo agresor se detuviera en seco
sobre sus pasos y soltara las armas que llevaba. El hombre se estremeció como
si algo espantoso estuviese creciendo dentro de él, luego puso los ojos en
blanco, su carne se oscureció y se volvió de piedra. De uno de sus ojos brotó
una trémula lágrima.
Medianoche
se quedó horrorizada. Había derribado a un niño, no tendría más de quince años.
Ella sólo había querido alzar un escudo para desviar la puñalada que estaba a
punto de dar. ¿Cómo podía haberlo convertido en piedra?
La estatua
explotó lanzando trozos de piedra oscura en todas direcciones.
Cyric, que
estaba lo bastante cerca como para haber oído la explosión, se desprendió de la
muchacha de mirada salvaje que trataba de asestarle puñalada tras puñalada,
sintió un flujo caliente de sangre chorrear por sus piernas desde la herida que
tenía en uno de los costados y, cuando se movió, el dolor fue más lacerante.
Cayó sobre el cadáver del espadachín, cuya arrugada camisa azul pálido tenía
ahora manchas carmesí brillante. La muchacha intentaba apuñalarlo en el pecho,
de modo que Cyric aprovechó la oportunidad y le agarró la muñeca con una mano y
la garganta con la otra.
El ladrón
pensó que no era más que una niña, pero ésta, con la mano libre, se aferró a su
rostro desnudo y le clavó las uñas en la carne. Cyric retorció la mano que
empuñaba la daga hasta que oyó crujir los huesos, luego apartó a la muchacha y
la derribó al suelo. Se oyó un sonoro crujido en la cabeza de la muchacha y los
ojos se volvieron vidriosos cuando la vida se fue apagando en ellos. Un chorro
de sangre manó de su boca y fue bajando en cascada por el cuello hasta que
llegó a la parte superior de sus pechos.
Estaba
muerta.
Algo oscuro
y horrible se regocijó dentro de Cyric ante el hecho, pero una parte más
brillante de su alma apartó estos pensamientos de su mente.
Cyric oyó un
ruido detrás y se volvió. El dolor de la herida se hizo de pronto insoportable
y el ladrón cayó desplomado al suelo, sobre el cadáver de la muchacha. Aun
cuando no podía moverse, veía a Medianoche y a Adon desafiando a los restantes
miembros de la banda de rufianes.
Entre los
dos agresores sumaban menos de cuarenta años y, por consiguiente, no fue
sorprendente que se diesen media vuelta y corriesen a protegerse al otro lado
del carro volcado. En tono brusco, dieron órdenes a sus supuestamente heridos
caballos para que se levantasen y limpiaron los flancos de los animales de la
porquería allí acumulada.
Cyric vio
que Medianoche escudriñaba la zona, hasta que lo descubrió. Cuando ella y Adon
llegaron corriendo junto a él, levantó una mano. Al poco rato tenía la cabeza sobre
el regazo de Medianoche y la mano de ésta acariciaba dulcemente su pecho. Él la
miró y después, aliviado, dejó caer la cabeza hacia atrás. Medianoche le
acarició la frente. La expresión de la muchacha cambió de pronto.
—¡Kel!
—exclamó en voz baja.
Cyric se dio
cuenta de que estaba mirando hacia la carretera. Volvió la cabeza en esa
dirección y vio que Kelemvor estaba sitiado por una pequeña banda de arqueros.
Medianoche llamó a Adon y el clérigo se hizo cargo de Cyric mientras la maga
empezaba a correr hacia allá.
—¡Medianoche,
espera! —gritó Adon—. ¡Sólo lograrás que te maten!
Medianoche
vaciló. Sabía que Adon tenía razón. Kelemvor estaba demasiado lejos. Aunque
llegase a su lado, su daga no serviría de nada contra las flechas. Sólo con la
magia podía salvar al guerrero. Pensó en el muchacho que había matado sin
querer y en su mente aparecieron las imágenes del cuerpo de piedra estallando.
Cuando los
presentes de Mystra se habían desmenuzado hasta convertirse en polvo,
Medianoche recuperó una bolsita de diamantes también reducidos a polvo. Después
de recitar el hechizo para crear un muro de fuerza, Medianoche metió la mano en
la bolsa y sacó una pizca de polvo de diamante entre los dedos. Arrojó el polvo
en el momento adecuado y apareció un rayo cegador de luz azulada y blanca que
desplazó a Medianoche del lugar cuando una compleja forma de luz se formó en el
aire donde ella estaba. Con la sensación de que le habían arrancado una parte
del alma, Medianoche miró la carretera y vio que la forma de luz se desvanecía.
El muro no
apareció.
Embargada
por la frustración, Medianoche echó la cabeza hacia atrás. Estaba a punto de
lanzar un grito de rabia cuando algo apareció en el cielo.
Se trataba
de una enorme abertura en el aire, una masa que se arremolinaba con unas luces
de todos los colores que iluminaban al espectro que podía verse dentro. La
abertura apareció en forma de moneda puesta de canto y lanzada al cielo y, a
medida que fue aumentando de tamaño, empezó a ocultar el sol.
Junto a la
carretera, Kelemvor no cejaba, a pesar de que los arqueros se iban acercando.
Oyó un rugido cerca de su oreja, pero imaginó que era efecto de las heridas que
había sufrido. Dos arqueros habían logrado ya traspasar su zona de defensa,
pero Kelemvor ignoró el dolor que sentía en su pantorrilla derecha y en su
brazo izquierdo.
Los arqueros
avanzaban, listos para acabar con el guerrero, cuando se detuvieron de golpe.
Los bandidos
empezaron a retroceder a la vez que señalaban el cielo y Kelemvor se preguntó
si se habrían quedado, por fin, sin flechas. Dos de los arqueros arrojaron sus
armas cuando Kelemvor advertía que la sombra donde él se hallaba se estaba
oscureciendo. Entonces, un enorme y oscuro velo cayó sobre la tierra y los
arqueros se pusieron a gritar en un idioma que Kelemvor no comprendía y echaron
a correr en dirección a Arabel.
Kelemvor
levantó la vista. Todos los arqueros quedaron inmediatamente olvidados. La
abertura se estaba haciendo mayor y Kelemvor dio un torpe paso hacia atrás
cuando algo que parecía ser un ojo increíblemente grande se asomó por el enorme
agujero del cielo; luego desapareció.
Kelemvor se
volvió y escudriñó el campo de batalla en busca de Medianoche, Cyric y Adon.
Era difícil distinguirlos a causa de la oscuridad que caía sobre toda la zona,
pero el guerrero pudo comprobar que dos de las figuras estaban todavía en pie.
Parecían estar llevando a alguien.
Adon, pensó
Kelemvor. ¡Los bandidos habían matado al pobre e indefenso Adon!
A pesar de
la sangre que había perdido y del dolor que sentía, Kelemvor corrió en
dirección a las figuras lejanas.
Al otro lado
del campo, Cyric había visto también el ojo. Llevaba la cabeza ladeada mientras
Medianoche y Adon lo conducían a la relativa seguridad del carro volcado y lo
colocaban en el suelo.
La tierra se
estremeció.
—¡No me
dejéis! —dijo Cyric.
Medianoche
lo miró, perpleja. Le acarició una mejilla.
—No —se
limitó a decir.
Antes de
perder el conocimiento, Cyric vio una figura que, procedente de la carretera,
se acercaba por entre el torbellino cegador de arena y polvo.
Medianoche
fue corriendo al encuentro del guerrero mientras éste bregaba con la arena y,
con su ayuda, Kelemvor llegó al carro. Entonces el viento cercenó una buena
parte de éste. Las planchas de roble crujieron terriblemente para luego
romperse y volar por los aires.
—¡Tenemos
que marcharnos de aquí! —gritó el guerrero, pero apenas oía su propia voz en
medio de los susurros del viento.
—Cyric está
herido. No podemos dejarlo —gritó Medianoche.
—¡Cyric!
—gritó Kelemvor, sorprendido, y una pared de arena se abalanzó sobre él. El
guerrero volvió la cara hacia el viento—. ¿Se le puede mover?
—¡No! —gritó
Medianoche—. ¡Adon le está curando las heridas lo mejor que sabe!
Se oyó un
ligero silbido y del suelo que había junto a la pareja empezó a salir vapor.
Cuando Medianoche alzaba las manos y se preparaba para lanzar otro sortilegio,
el aire cercano crujió apareciendo un borde de estrellas blancas y se abrió un
agujero del tamaño de un hombre.
Un anciano
con un enorme bastón en la mano izquierda salió de la abertura. Su rostro,
aunque surcado de arrugas, tenía una agudeza que evidenciaba de modo
inconfundible su apenas contenido enojo. Tenía el entrecejo fruncido y su barba
blanca como la nieve le llegaba hasta el pecho. El hombre llevaba un sombrero
ancho y un simple manto gris. Miraba a Medianoche.
—¿Por qué me
has llamado? —preguntó.
Medianoche
abrió los ojos de par en par.
—¡Yo no te
he llamado!
El anciano
elevó la mirada hacia la cada vez mayor abertura del cielo. Unas luces extrañas
habían empezado a moverse por la grieta. Con los ojos entornados, señaló la
abertura.
—¿Eres tú la
responsable de esto?
—Yo no
pretendía...
Después de
levantar una mano para que guardase silencio, el anciano sacudió la cabeza y le
dio la espalda a Medianoche.
—Deberías
saber que hay formas más sencillas para llamar mi atención. Habrías podido ir
al valle de las Sombras, por ejemplo.
—¡Elminster!
—exclamó Medianoche.
De pronto,
los vientos la aislaron del anciano. El polvo se despejó y ella vislumbró un
movimiento procedente de donde se hallaba Elminster. La niebla gris se dividió
y dejó al descubierto un movimiento de manos aparentemente frenético, unido a
la inconfundible voz del sabio elevándose a unos niveles que atravesaron los
vientos. A continuación la niebla envolvió una vez más a Elminster para, tras
un instante, desvanecerse una sección de la niebla y aparecer el sabio ante
ella.
—¿Sabes lo
que es esto? —exclamó Elminster, con una impaciencia demasiado evidente a la
vez que señalaba el cada vez mayor agujero en el cielo. No esperó respuesta—.
¡Es el efecto directo del Hechizo de la Muerte de Geryon! Los sortilegios de
este tipo están completamente prohibidos, si bien resulta difícil castigar a
los transgresores, pues por regla general mueren antes de que el hechizo llegue
a este punto. —Elminster suspiró profundamente—. Además, el propio Geryon murió
hace más de cincuenta años.
El rugido
procedente de arriba se hizo más fuerte.
—¿Puedes
pararlo? —gritó Kelemvor.
—¡Claro que
puedo pararlo! —chilló a su vez el anciano sabio—. ¿Acaso no soy Elminster?
—Luego volvió a mirar a Medianoche—. ¿Está este hechizo escrito en alguna
parte?
—No
—contestó Medianoche.
—¿Puedes
volver a formularlo, aunque sea por otros medios?
Medianoche
sacudió la cabeza.
—No —fue su
respuesta—. Ha surgido accidentalmente.
—Muy bien
—dijo Elminster—. Considérate advertida. Un hechizo de este tipo es muy
peligroso.
La abertura
estaba bajando. Elminster miró hacia arriba y se apartó de Medianoche y de
Kelemvor para concentrar su atención en el agujero del cielo.
El guerrero
y la maga se quedaron boquiabiertos y sin poder articular palabra mirando al
anciano.
Las
envejecidas manos del gran mago se movían con sorprendente velocidad y él
cantaba con una voz profunda y sonora. Fue rodeado por un campo de relucientes
energías, una lluvia de estrellas que atravesaban el pesado velo de vientos
grisáceos. Mientras Elminster trabajaba en el hechizo, gotas de sudor empezaron
a perlar su frente; luego, se fue formando un tejido de ojillos
resplandecientes entre sus dedos. Antes de llegar a su total realización, el
tejido cayó hacia dentro y un disco plateado que daba vueltas quedó colgando en
el aire.
Elminster
dio una orden y el disco giratorio saltó en el aire y aumentó de tamaño. Se
rompió en un despliegue cegador y el agujero del cielo se fue inclinando
lentamente hacia abajo. La abertura descendió como una cometa sin cuerdas,
volando hasta el suelo paulatinamente de forma irregular y moviéndose hacia
detrás y hacia adelante en los vientos.
—¡Diosa!
—exclamó Medianoche cuando el agujero envolvió toda la zona robándole los
sentidos.
Cuando
recobró la vista y las sensaciones descubrió que estaba todavía en el mismo
lugar, pero que había caído la noche.
Elminster
suspiró profundamente.
El agujero
había desaparecido. La única fuente de luz procedía del reluciente portal
azulado que había detrás de Elminster. El hechicero posó su mirada sobre
Medianoche.
—Nunca más
—dijo solemnemente.
Medianoche
sacudió la cabeza con frenesí. Oyó un gruñido y vio a Kelemvor sentado en el suelo,
con la cabeza entre las manos.
Elminster
entró en el portal y Medianoche le gritó con toda la fuerza de sus pulmones que
se detuviese. Él asomó la cabeza por la reluciente entrada.
—¿Qué pasa
ahora?
—La diosa
Mystra —dijo Medianoche.
Elminster la
miró tristemente.
—La diosa
está muerta —añadió ella.
Elminster
ladeó la cabeza.
—Eso he oído
decir. —Elminster se apresuró a volver a entrar en el portal y la entrada
desapareció en medio de una lluvia de llamas en espiral.
Medianoche
se quedó en la penumbra.
—Pero ella
me dio un mensaje —dijo, sola y desconcertada—. Un mensaje para ti.
El mago
avanzó hasta el lugar donde había estado el portal.
—¡Elminster!
—gritó ella, pero su llamada desesperada no recibió respuesta.
Después de
encender unas antorchas a fin de desgarrar el cielo nocturno, negro como la
boca de un lobo, Medianoche y Kelemvor fueron en busca de Cyric y Adon. Se
habían aventurado dos veces hacia el sur, hacia la carretera, pero las
estrellas los habían engañado y sus llamadas no habían sido escuchadas, pero
ahora estaban ya delante de sus compañeros.
Cuando
Medianoche y Kelemvor se acercaron, Adon estaba de espaldas a ellos y el
clérigo dio un respingo cuando Medianoche le tocó el hombro. Después de
volverse para dirigirse a sus amigos, Adon les dio la bienvenida casi a gritos.
Medianoche se interesó por el estado de Cyric y el clérigo la miró sorprendido
y, a medida que ella seguía hablando, el miedo se fue reflejando en el rostro
de Adon.
No pasó
mucho rato antes de que fuese evidente que Adon estaba sordo. Casi todos sus
intentos de leer en los labios de sus amigos fracasaron, aumentando así el
pánico del clérigo, pero Medianoche logró calmarlo tomando su palma abierta y
trazando suavemente sus palabras, letra a letra, con el dedo índice.
A Medianoche
no le costó deducir que la caída del agujero había sido la causa de que Adon
perdiese el oído. Adon se había quedado en medio de la tormenta, protegido
solamente por el carro desintegrado, mientras que ella estaba cerca de
Elminster que, de alguna forma, debía de estar protegido de los efectos de la
tormenta.
Cuando
Medianoche examinó a Cyric descubrió que, aun cuando su respiración era ahora
regular, no podía despertarlo. Dado que la maga no contaba con medios para
determinar la extensión del daño causado por el espadón del bandido, cubrió la
herida y confió en que todo fuese bien.
Mientras
Medianoche atendía a Adon y a Cyric, Kelemvor fue en busca de algún caballo,
suyo o de los bandidos, que hubiese sobrevivido a la tormenta de arena. El
guerrero encontró todavía con vida al caballo de Medianoche y a uno de los
bandoleros. Llevó los caballos a Adon. El clérigo supo lo que tenía que hacer
con los animales sin que Kelemvor tuviera que abrir la boca.
Adon se
ocupó de los caballos a la luz de la antorcha, y Kelemvor y Medianoche se
sentaron en la oscuridad junto a Cyric.
—Tienes que
pagar tu deuda —dijo Kelemvor.
Medianoche
se volvió hacia el hombre.
—¿Cómo? Nos
queda todavía mucho camino hasta llegar al valle de las Sombras.
—Esto no fue
lo que acordamos —dijo Kelemvor con calma—. Tenía que acompañarte hasta que
pudieses hablar con Elminster del valle de las Sombras y ya lo has hecho.
—¡No me ha
escuchado! —exclamó la maga.
—Yo tampoco
voy a hacerlo —dijo Kelemvor en un tono duro—. Las deudas deben pagarse.
—Muy bien
—dijo Medianoche—. Mi... nombre verdadero...
Kelemvor
esperó.
—Mi nombre
verdadero es Ariel Manx.
Se oyó una
tos y tanto Medianoche como Kelemvor se volvieron y vieron a Adon ayudar a
Cyric a levantar la cabeza.
—¡Cyric!
—dijo Medianoche acercándose al hombre.
Cyric trató
de sentarse, y lanzó un grito, pero su cuerpo se relajó cuando Medianoche le
hizo volver a tumbarse. Kelemvor se quedó mirando, y un profundo desasosiego se
fue apoderando de él.
—¿Cómo vamos
a moverlo, Kel? La herida es grave —dijo la maga.
Kelemvor
apartó la mirada.
—No había
considerado...
—¡No
pretenderás dejarlo aquí...!
—¡Claro que
no! —exclamó Kelemvor—. Pero...
—¿Otra
recompensa? —dijo ella—. ¿No significa nada para ti todo lo que hemos pasado
juntos? ¿Te importa realmente alguno de nosotros o sólo te importa la
recompensa?
Kelemvor
guardó silencio.
—Necesito
que me ayudes a llevar a Cyric a Tilverton y ver si está lo bastante bien para
seguir hasta el valle de las Sombras. Después de esto, poco me importa lo que
hagas. —Medianoche cogió la bolsa de dinero que había ganado con la Compañía
del Lince—. Te daré todo el oro que me queda.
Al cabo de
unos momentos, Kelemvor levantó la cabeza y se puso a hablar.
—Podemos
hacer una armazón de madera con lo que queda del carro de los ladrones,
envolverlo con la lona de nuestra tienda y formar una camilla. Las ruedas están
intactas, de modo que podremos arrastrar a Cyric con los caballos.
Medianoche
tendió la bolsa de oro a Kelemvor.
—Cógela
ahora. Quiero estar segura de que cumplirás tu promesa.
Kelemvor
tomó el oro y señaló los restos del carro esparcidos por el llano; encontró una
pequeña linterna que estaba todavía de una pieza. Una vez encendida la
linterna, Kelemvor miró a Medianoche y advirtió que unas lágrimas descendían por
su rostro.
En Zhentil Keep, un criminal era arrastrado por las calles, con las
manos y los pies atados. Su cuerpo rebotó en los adoquines de las calles
iluminadas por antorchas y sus gritos resonaron en los oídos de todos antes de
que su cuerpo destrozado fuese depositado a los pies de Bane. Lord Black se
sorprendió al descubrir que el humano se aferraba todavía a la vida, si bien
sólo a un hilo muy fino.
El hombre
era Thurbal, capitán de armas y guardián del valle de las Sombras. De alguna
forma había logrado entrar en la ciudad pasando inadvertido para luego tratar
de unirse a la red de Black con otro nombre. Fzoul no tardó en descubrirlo y,
si bien había aconsejado a Bane que proporcionase al hombre información falsa
con la cual volver al valle de las Sombras, el dios no había podido soportar la
idea de dejar pasar aquella afrenta con tanta indiferencia.
Thurbal
había sido sometido a interminables interrogatorios, pero él afirmaba una y
otra vez no estar al corriente de los planes de Bane. Lord Black no quería
correr riesgos y por consiguiente ordenó a sus hombres que lo llevasen a
rastras por las calles y luego al templo para ser ejecutado. Unos mensajeros
habían enviado invitaciones a la elite de Bane y la ejecución se había
convertido en un acontecimiento que llenó una sala donde no cabía ni un
alfiler.
Cuando llegó
el momento de la ejecución, Bane abandonó su trono y se puso de pie junto a
Thurbal, luego trató de atormentar al envejecido y medio muerto guerrero que
tenía a sus pies. La mirada del hombre era penetrante y astuta, y Bane sospechó
que así seguiría siendo, incluso cuando el espía hubiese pasado a formar parte
del reino de lord Myrkul.
La sala del
trono estaba abarrotada de oficiales que habían acudido acompañados de sus
esposas. Levantaron sus copas para brindar por su lord Black y alabaron
cantando su nombre, mientras sus manos como garras se iban acercando a Thurbal.
Antes de que la punta de una uña del guantelete pudiese llegar al ojo del
hombre moribundo, apareció un relámpago azul y blanco y Thurbal desapareció.
Bane se quedó atónito un momento. Alguien se había llevado a Thurbal
teletransportándolo sin duda a un lugar seguro.
El canto
cesó.
Bane estudió
las miradas de sus seguidores. Advirtió sorpresa y confusión en sus
expresiones. Hasta aquel momento, la lealtad de los adoradores de Bane había
sido inquebrantable. No quería que supieran que su voluntad podía dejar de
cumplirse con tanta facilidad.
—Y ahora
sólo queda un recurso —dijo Bane a la vez que se ponía de pie y desplegaba las
garras con una experta elegancia—. He enviado al intruso al reino de Myrkul,
¡donde pagará por sus crímenes con una eternidad de sufrimientos!
Los cantos
se reanudaron. Lord Black se sintió aliviado al ver que la mentira había sido
aceptada. A pesar de todo, estuvo inquieto el resto de la velada por la
victoria que le habían robado.
Horas más
tarde, una vez solo en su cámara, Bane se puso a meditar.
—Elminster
—dijo en voz alta—, únicamente tú te habrías atrevido a interferir en mis
planes. —Bane tenía su vaso apretado en la mano—. ¡No tardarás en estar en el
sitio de Thurbal y tu agonía se convertirá en una leyenda en mi reino! Pero no
me contentaré con contemplar tu muerte, pues una vez me haya hecho con la
Escalera Celestial, reduciré tu precioso valle de las Sombras a cenizas. ¡Te lo
juro!
Lord Black
notó que el vino que se había derramado del vaso roto mojaba su pierna. Miró el
vaso y lo maldijo, pero éste no recuperó su forma. Lo arrojó al otro lado de la
habitación y llamó a Blackthorne para que le llevase otro.
—Señor —dijo
Blackthorne, agachando la cabeza.
—¿Los
asesinos?
—Se han
puesto en marcha, lord Bane. Esperamos noticias del éxito de su misión.
Bane hizo un
gesto de asentimiento y permaneció en silencio mientras miraba al vacío.
Blackthorne, como su señor no le había dado permiso para retirarse, no se
movía. Bane y su emisario se quedaron así durante casi media hora, hasta que
Blackthorne sufrió un calambre en la pierna y no tuvo más remedio que cambiar
el peso de su cuerpo. Bane levantó lentamente la vista.
—Blackthorne
—dijo, como si se hubiese olvidado de la presencia del otro hombre—, Ronglath,
el Caballero Siniestro.
—¿Sí, señor?
—Quiero que
el Caballero Siniestro se ponga al mando de los contingentes de la Ciudadela
del Cuervo para el ataque al valle de las Sombras. Tiene mucho que expiar y sin
duda estará dispuesto a hacer lo que otros no quieren, y sin titubeos.
—Es posible
que sus tropas muestren cierto resentimiento, lord Bane. Se considera que ha
fallado a la ciudad...
—¡Pero a mí
no me ha fallado! —dijo Bane—. Todavía no, por lo menos. Ve a cumplir con tu
deber y no vuelvas a discutir conmigo.
Blackthorne
bajó la vista.
—Transmite
mi mensaje personalmente —añadió Bane—. Mientras estés allí, supervisa los
preparativos de nuestras tropas y la contratación de mercenarios.
—¿Cómo debo
viajar, lord Bane?
—Utiliza el
hechizo del emisario, estúpido. ¡Para eso te lo he enseñado!
Blackthorne
esperó.
—Puedes
marcharte.
Blackthorne
frunció el entrecejo mientras abría los brazos y recitaba el hechizo del
emisario. El hechicero sabía que, dada la inestabilidad de la magia en los
Reinos, tarde o temprano el sortilegio fallaría. Tal vez adoptaría la forma de
un cuervo, pero podía convertirse en algo peor. Hasta podía matarlo. Pero
cuando el mago dio por finalizado el hechizo, se transformó en un gran cuervo
que voló hasta la pared y desapareció. En aquella ocasión el sortilegio salió
como habían previsto.
Solo en la
estancia, Bane descubrió que tenía mucho en que pensar.
Ronglath, el Caballero Siniestro, clavó la espada en el suelo y se puso
de rodillas delante de ella. Agachó la cabeza y asió la empuñadura con ambas
manos. A pesar de que la Ciudadela del Cuervo estaba abarrotada, le habían dado
un alojamiento privado. Cuando comía, nadie se sentaba a su mesa. Cuando
entrenaba con la espada o la maza, sólo su entrenador acudía a las sesiones.
Estaba completamente solo la mayor parte del tiempo.
El Caballero
Siniestro sólo tenía cuarenta años, llevaba el pelo color ceniza muy corto,
bigote, ojos color azul celeste y la piel profundamente picada de viruela y
bronceada. Tenía unos rasgos fuertes y distinguidos. Medía metro ochenta de
estatura y tenía una complexión impresionante.
Toda su vida
había servido a Zhentil Keep, pero ahora había caído en desgracia y, de no
haber sido por la intervención de Tempus Blackthorne, se habría quitado con
gusto la vida.
Blackthorne,
con sus bienintencionados sentimientos de amistad y lealtad, había condenado al
Caballero Siniestro a un castigo mucho mayor del que le hubiese infligido la
muerte. El Caballero Siniestro apartó estos pensamientos de su mente.
Tenía otros
adonde dirigir su odio. Estaba el brujo Sememmon, por ejemplo, que se refería al
Caballero Siniestro como «el escogido» y se reía del espía, tomándole el pelo
delante de otros cada vez que tenía ocasión. El Caballero Siniestro sabía que
el brujo estaba resentido por el lazo que lo unía a Bane a través de
Blackthorne. Si el brujo hubiese sabido cuánto deseaba el Caballero Siniestro
romper este vínculo, se habría reído ante la ironía.
Luego estaba
el hombre que era responsable directo de todas las calamidades con las que se
enfrentaba el Caballero Siniestro: Kelemvor Lyonsbane.
Si el
guerrero no hubiese interferido, el Caballero Siniestro no habría sido
descubierto y jamás habría padecido todos aquellos tormentos. Si Kelemvor no se
hubiese metido, su plan de desacreditar la ciudad de Arabel habría podido
acabar en éxito.
El Caballero
Siniestro apretó con fuerza la empuñadura de la espada, hasta que los nudillos
se le quedaron blancos. De pronto, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito
de rabia que resonó por los pasadizos de la fortaleza donde le habían asignado
el servicio. Aquel grito había sido el primer sonido que el Caballero Siniestro
pronunciara desde que llegó a la Ciudadela.
Nadie llamó
a la puerta para comprobar que no estuviese herido. Nadie entró corriendo, como
habría debido ocurrir ante el grito de un oficial.
El eco del
grito se desvaneció y el Caballero Siniestro oyó un ruido detrás de él.
—Ronglath
—dijo Tempus Blackthorne—, te traigo un mensaje de lord Bane.
El Caballero
Siniestro se puso de pie y tiró de la espada para arrancarla del suelo. No dijo
nada cuando Blackthorne le transmitió el mensaje del lord.
—¡Ven
conmigo y lo anunciaremos juntos! —dijo Blackthorne, ajeno al terrible odio que
había en los ojos de su amigo de la infancia—. Partiréis de la Ciudadela y
marcharéis hasta las ruinas de Teshwave, donde los mercenarios estarán
esperando para unirse a nuestras filas. Los ejércitos se reunirán en Voonlar,
para esperar la señal de atacar el valle. Como es de suponer, se están enviando
tropas desde diferentes direcciones, pero tú no tendrás que preocuparte de
esto.
El Caballero
Siniestro notó que le temblaba la mano. La espada no estaba todavía en su funda.
—Kelemvor
—dijo el Caballero Siniestro probando el sonido de su propia voz. Enfundó la
espada y salió de la habitación detrás del emisario.
Blackthorne
se volvió.
—¿Qué has
dicho?
El Caballero
Siniestro se aclaró la garganta.
—Una deuda
que debo saldar —dijo—. Rezo para tener la oportunidad de hacerlo.
Blackthorne
asintió y acompañó al espía a la sala de reunión, donde estaba empezando a
congregarse una verdadera multitud. El Caballero Siniestro observó aquel mar de
rostros y su corazón empezó a albergar cierta esperanza.
El Caballero
Siniestro pensó que aquella batalla podía redimirlo, y luego tendría su
venganza.
10
Tilverton
Kelemvor
trabajó hasta muy entrada la noche para terminar la carreta en la que llevarían
a Cyric. Aunque sufría, ignoró el dolor de sus heridas. No eran tan graves como
para impedirle llevar a cabo su tarea; además, quería ponerse en camino para
Tilverton al alba. Una vez seguro de que el carro, tal como lo había
modificado, cumpliría satisfactoriamente su misión, se tumbó junto a él y se
quedó profundamente dormido.
Mientras
Kelemvor y Adon dormían, Medianoche se sentó al lado de Cyric para hacer la
guardia.
—No me has
abandonado —dijo Cyric—, yo pensaba que lo harías.
—¿Por qué
has creído que iba a abandonarte? —preguntó Medianoche con marcado interés.
Cyric tardó
en contestar, parecía estar tratando de buscar las palabras y disponerlas en el
orden adecuado.
—Tú eres la
primera persona que, de una u otra forma, no me ha abandonado... —dijo—. Y no
esperaba otra cosa.
—No puedo creerlo
—repuso Medianoche—. Tu familia...
—No tengo
familia —dijo Cyric.
—¿Han muerto
todos? —preguntó Medianoche dulcemente.
—Nunca he
tenido familia —contestó Cyric con una amargura tan grande que sorprendió a
Medianoche—. Me quedé huérfano siendo un bebé en Zhentil Keep. Unos negreros me
encontraron en la calle, una familia acaudalada me compró y me crió como a su
propio hijo hasta los diez años, pero una noche los oí discutir, como suelen
hacer los padres. El motivo de su pelea no era su descontento mutuo, sino la
vergüenza que sentían por mi causa.
»Uno de
nuestros vecinos se enteró de la verdad de mi origen y mis «padres» se sentían
profundamente humillados por aquel horrible secreto. Me enfrenté a ellos y los
amenacé con marcharme si mi presencia suponía semejante molestia para la
familia. —Cyric entornó los ojos y sus labios se abrieron con una cruel y dura
sonrisa—. No me lo impidieron. Fue un largo viaje el que realicé hasta Zhentil
Keep. Estuve a punto de morir en varias ocasiones, pero aprendí muchísimo.
Medianoche
le apartó el caballo de la frente.
—Lo siento.
No sigas si no quieres.
—¡Tengo que
seguir! —exclamó Cyric, furioso—. Aprendí que uno hace cualquier cosa para
sobrevivir, incluso apropiarse de lo ajeno. Llegué a ese infierno conocido como
Zhentil Keep, donde traté de enterarme de algo sobre mi pasado. Pero, como
puedes imaginar, no encontré respuesta. Me convertí en un ladrón y mis «golpes»
no tardaron en llamar la atención de la Cofradía de los Ladrones. Marek, el
jefe, me admitió en ella y me enseñó todos los trucos del negocio. Fui un
alumno aventajado.
»Estuve
mucho tiempo haciendo todo lo que me indicaba Marek. Ansiaba complacer a aquel
perverso canalla. Me costó años comprender que tenía que robar cada vez más
para obtener de él un leve, y apreciadísimo por mi parte, gesto de aprobación.
»Cuando
cumplí los dieciséis años, Marek empezó a interesarse por un nuevo recluta, de
la misma edad que yo tenía cuando me sacó del arroyo; comprendí que habían
vuelto a utilizarme y empecé a planear mi huida. Cuando conocieron mis planes,
la Cofradía puso precio a mi cabeza. Nadie iba a ayudarme si intentaba escapar
de Zhentil Keep. Supongo que no tendría que haberme sorprendido; no podía
contar con las personas que yo había considerado mis aliadas. De no haber sido
por mi habilidad con la espada, no habría logrado salir de la ciudad. Ya
entonces yo era muy avispado. La noche que me marché, corrieron ríos de sangre
por las calles.
Medianoche
agachó la cabeza.
—¿Qué pasó
luego? —preguntó.
—Me eché al
monte; ocho años pasé poniendo en práctica mi especialidad para permitirme la
única pasión que he alimentado desde que era un niño: viajar. Pero allí donde
iba, la gente era igual. La pobreza y la desigualdad estaban tan extendidas
como el lujo y el esplendor. Albergaba la esperanza de encontrar camaradería e
igualdad: no fue así; por el contrario, hallé mezquindad y explotación por
todas partes. No sé por qué, pensaba que iba a escapar a las traiciones de mi
adolescencia y a encontrar un lugar donde prevaleciesen la honestidad y la
decencia, pero este lugar no existe. En esta vida, no.
Medianoche
volvió a bajar la cabeza.
—Siento que
hayas sufrido tanto.
Cyric se
encogió de hombros.
—La vida es
sufrimiento. He llegado a aceptarlo. Pero no me compadezcas porque mi visión es
más clara que la tuya. Compadécete de ti misma. Despertarás a la verdad antes
de lo que imaginas.
—Estás
equivocado. Lo que ocurre es que hay cantidad de cosas que no has visto, Cyric.
Te han estafado muchos de los placeres que la vida ofrece.
—¿Estás
segura? —dijo el ladrón—. ¿Te refieres al amor y a la alegría? ¿Una mujer
buena, tal vez? —Cyric se echó a reír—. Las historias de amor son también una
falacia.
Medianoche
se apartó el cabello del rostro.
—¿Y por qué
dices eso?
—Tenía
veinticuatro años cuando comprendí que mi vida carecía de rumbo, que no tenía
razón de ser. Volví a Zenthil Keep y en esta ocasión mis esfuerzos por
encontrar mis raíces tuvieron un cierto éxito, si bien limitado. Me enteré de
que mi madre era una joven que estuvo enamorada locamente de un oficial
zhentilés. Al quedar embarazada, él la arrojó a la calle declarando que el niño
no era suyo. La pobre mujer fue a parar con los pobres y los sin hogar, quienes
se ocuparon de ella hasta que yo nací. Sucedió entonces que volvió mi padre, la
mató y me vendió por un buen dinero. ¿Qué me dices a esto? Una bonita historia
de amor propia de un cuento de hadas...
Medianoche
siguió mirando el fuego y no hizo comentario alguno.
—Oí otras
versiones de la historia, pero ésta es la que doy por cierta. Me la contó una
mendiga que decía haber sido amiga de mi madre, pero no pudo decirme el nombre
del hombre que me había engendrado ni lo que había sido de él. A decir verdad,
una lástima, pues yo no deseaba otra cosa que charlar con él largo y tendido
antes de degollarlo.
»Al final,
Marek y la Cofradía me ofrecieron unirme a ellos de nuevo, pero yo me negué. No
aceptaron mi rechazo y me vi obligado a huir otra vez de la ciudad. Sin
embargo, cuando me marché de Zhentil Keep, tuve la sensación de estar dejando
mi pasado detrás de mí. Traté de empezar de cero y adopté la vida de un
guerrero. Pero el pasado siempre me alcanza y me obliga a cambiar de lugar.
Había esperado, con la recompensa de Mystra, ir hasta algún lugar lejano,
quizás al otro lado del desierto. No sé a ciencia cierta adónde, sólo a algún
lugar susceptible de proporcionarme un poco de paz.
Medianoche
dejó escapar un profundo suspiro.
Cyric no
pudo reprimir la risa.
—Ahora
conocemos nuestros secretos mutuos y ya no tienes motivo para tener miedo.
—No sé a qué
te refieres —expuso Medianoche tratando de ocultar su inquietud—. ¿Qué secretos
míos conoces?
—Sólo uno,
Ariel —contestó Cyric.
—Escuchaste
cuando dije mi verdadero nombre...
—No
pretendía oírlo —repuso él—. Si pudiese olvidarlo, lo haría, pero es un nombre
precioso. —Cyric tragó saliva ruidosamente—. Nadie sabe todo lo que te he
contado. Si quisieras hundirme, yo no podría impedirlo. Si la Cofradía se
entera de mi paradero, soy hombre muerto.
Medianoche
acarició su rostro.
—No se me
ocurriría hacer una cosa así —le dijo—. Entre amigos, los secretos siempre
están a salvo.
Cyric alzó
la cabeza.
—Esto es lo
que somos, ¿amigos?
Medianoche
asintió con una inclinación de cabeza.
—¡Qué
interesante! —exclamó Cyric—. Amigos.
Los dos estuvieron
así charlando hasta muy entrada la noche y, cuando le tocó a Adon el turno de
montar guardia, Medianoche no lo despertó.
Kelemvor
había relevado a Medianoche de la guardia y Cyric había tenido la oportunidad
de dormir. Por la mañana, el dolor de las heridas de Cyric había disminuido lo
suficiente como para poder sentarse. Incluso tuvo fuerzas para desayunar con
los otros, si bien no había más que unos cuantos panes dulces que echarse a la
boca.
Después del
desayuno, Cyric le pidió a Medianoche que fuese a buscar su arco y le enseñó la
forma adecuada de manejarlo.
Medianoche
apuntó a un pájaro que rondaba en torno al grupo desde que empezaron la comida
matutina. El instinto de Cyric, combinado con la gran fuerza de Medianoche,
abatieron al pájaro negro, cuyo cuerpo, una vez recogido por Adon, se
apresuraron a asar.
Después de
descansar, Adon recuperó algo el oído. El primer signo de progreso se manifestó
cuando el clérigo ya no necesitó que Kelemvor, con su codo chapado de acero, le
diese ligeros codazos para que comprendiese que estaba gritando al oído del
guerrero en lugar de hablarle en un tono normal. La pérdida de oído no había
impedido en absoluto que dejase de hablar. Ahora, sin embargo, se esforzaba por
oírse cuando expresaba sus floridas opiniones, como si no pudiera correr el
riesgo de la absoluta condena que se produciría si sus importantes
declaraciones sobre el virtuoso sendero de Sune no eran dichas con el timbre y
el volumen de voz adecuados.
Una vez que
los aventureros hubieron dado buena cuenta del pájaro asado, recogieron sus
bártulos y montaron sobre los dos caballos que quedaban. Kelemvor volvió a
verse sujeto a la compañía de Adon y al caballo de Medianoche le tocó arrastrar
la carreta que había construido el guerrero.
A pesar del
cuero y la estrechez de la camilla, que le hacían sudar, el ladrón herido viajó
sorprendentemente cómodo. Después de soportar algún que otro salto de vez en
cuando, a última hora de la mañana una de las ruedas de la carreta se rompió
por culpa de una piedra y no pudieron repararla. Kelemvor se vio obligado a
desmontar el ensamblaje y arrojarlo todo a un lado del camino. Cyric hizo el
resto del viaje con Medianoche.
Cuando los
héroes divisaron por primera vez las puertas de Tilverton, se había formado una
tormenta en el horizonte y la amenaza de mal tiempo se cernió sobre sus cabezas
desde entonces. Detrás de unas siniestras nubes negras, el cielo era de color
gris acero. Toda la mañana estuvieron viendo en la distancia diminutos
relámpagos y el rugido del trueno lejano se extendía por la llanura.
Unas horas
después, llegaron a la ciudad de Tilverton. No tardó en pararlos un grupo de
hombres vestidos con túnicas blancas con la insignia del Dragón Púrpura. Los
hombres parecían cansados pero estaban alerta, e iban muy sucios. Incluso antes
de que el jefe de la patrulla de Cormyr exigiese ver sus cartas de
identificación, seis arcos estaban preparados y apuntando hacia ellos. Kelemvor
encontró la carta falsa que Adon había comprado en Arabel y se la tendió al
capitán. El líder de la patrulla la examinó, se la devolvió y les indicó
mediante un gesto que podían seguir. Los héroes pasaron por delante de la
patrulla y entraron en la ciudad sin más problemas.
Penetraron
en la ciudad de Tilverton cansados y sin ganas de bromas. Era más de mediodía y
sus estómagos gruñían como animales deseosos de libertad. El viaje había
agotado a Cyric y, cuando los héroes se detuvieron delante de una posada, el
ladrón quiso bajar del caballo de Medianoche. Tocó el suelo, pero cayó hacia atrás
contra el animal de crin roja y lanzó un gruñido. El intento que hizo de
caminar no superó más que ligeramente al éxito obtenido anteriormente y logró
alejarse dos pasos del caballo, pero no pudo seguir adelante.
Medianoche
desmontó y pasó un brazo del ladrón sobre su cuello. La maga era más alta que
el delgado y moreno hombre y tuvo que agacharse ligeramente para ayudar a Cyric
a caminar dando traspiés hasta la puerta de la posada. El clérigo, cuyo oído se
había recuperado totalmente, se apresuró a acudir en ayuda de Medianoche; el
guerrero, por su parte, desmontó y condujo los caballos hasta los establos que
estaban detrás de la hostería de piedra.
El letrero
que había sobre la puerta identificaba al lugar como La Botella en Alto.
Mientras Medianoche y Adon se esforzaban por llegar hasta la cancela de la
puerta, advirtieron la presencia de un joven, de ojos pálidos, sentado a la
sombra junto a la misma puerta.
—¿Nos
podrías ayudar? —rogó Medianoche, tratando de sostener mejor al desfallecido
ladrón.
El joven
siguió con la vista fija y no hizo caso de la petición de la maga.
Había
empezado a caer una sucia lluvia sobre la ciudad. Medianoche forcejeó con la
puerta y, con la ayuda de Adon, arrastró a Cyric al interior. Después de cerrar
la puerta de la posada de una patada, Medianoche ayudó a Cyric a sentarse en
una silla de madera que había junto a la puerta. Al primer golpe de vista creyó
que la posada estaba desierta, pero luego vio una luz trémula y oyó voces
provenientes de uno de los comedores. Llamó, pero sus ruegos para que los
atendieran no recibieron respuesta.
—¡Maldita
sea! —siseó—. Adon, quédate aquí con Cyric. —Y fue en busca del posadero.
Cuando entró
en la sala común, vio que estaba abarrotada. La habitación estaba llena de
hombres por todas partes. Algunos parecían ser soldados y llevaban el escudo de
armas de los Dragones Púrpura. De entre ellos unos cuantos estaban heridos, si
bien llevaban las heridas vendadas. Otros parecían ser civiles. Pero todos
estaban taciturnos y se mostraban poco expresivos.
—¿Dónde
están el posadero y su personal? —preguntó Medianoche al soldado más próximo.
—Se habrán
ido a rezar —contestó el hombre—. Es más o menos la hora.
—Siempre es
más o menos la hora —dijo otro hombre, a la vez que agitaba la bebida de su
vaso.
—No
comprendo —repuso Medianoche—. ¿No hay nadie al cargo de la posada?
El soldado
se encogió de hombros.
—Arriba debe
de haber un par de huéspedes. No sé. —Medianoche se dio media vuelta, pero el
soldado siguió hablando—: Coge lo que necesites. A nadie le importará.
Medianoche
salió de la sala sacudiendo la cabeza y regresó al vestíbulo de la posada,
donde Adon permanecía de pie junto a Cyric.
—¿Dónde está
Kel? —preguntó.
Adon se
encogió de hombros, dirigió la vista a la puerta y levantó las manos en un gesto
que expresaba confusión.
Medianoche
salió del mesón. Vio la espalda de Kelemvor en el extremo de la calle y lo
llamó.
—¿Dónde vas?
¡Tienes una deuda conmigo!
El guerrero
se detuvo y bajó la cabeza. «La deuda que tengo contigo es salir de tu vida»,
pensó Kelemvor. Había demasiados secretos entre ellos, demasiadas preguntas
cuyas respuestas no le gustarían a ella.
Pero decidió
no decirle a Medianoche nada de todo esto. Por el contrario, el guerrero le
espetó:
—¡La deuda
será saldada! —Luego siguió su camino.
Medianoche
se puso a temblar; al cabo de un rato, volvió a la posada y se sentó junto a
Cyric.
—Quizá
necesite tiempo —dijo Adon, en un tono ligeramente más alto de lo que habría
debido ser.
—Como si
quiere toda la vida —repuso Medianoche.
La puerta se
abrió, su expresión se suavizó y se puso de pie. En la misma puerta, un hombre
de pelo blanco, que no tendría más de cincuenta años, miraba a los viajeros con
cierto desdén. Pasó junto a ellos para dirigirse a una antesala y desapareció,
tras desoír los intentos llevados a cabo por Medianoche para llamar su
atención. Cuando salió de la habitación, apestando a licor, se sorprendió al
ver a los viajeros todavía allí.
—¿Qué
queréis? —preguntó finalmente.
—Comida,
alojamiento y, si es posible, alguna información...
El hombre le
indicó mediante un gesto que se apartase.
—De las dos
primeras cosas, podéis serviros vosotros mismos, nadie os lo impedirá. La
información tiene un precio.
Medianoche
se preguntó si el hombre estaba loco.
—No tenemos
una sola moneda para pagar nuestro alojamiento, pero podríamos protegerte de
quienes pretendan robarte tus valiosas vajillas...
—¿Robarme a
mí? —exclamó el hombre, escandalizado—. No lo entiendes. —Se acercó y el olor a
licor barato hizo retroceder a Medianoche—. ¡No se puede robar a alguien cuyos
bienes le importan un bledo! ¡Coged lo que queráis!
El hombre
volvió a la antesala.
—¡Me importa
un bledo! —gritó una vez dentro de la habitación en penumbra.
Medianoche
miró a los otros, luego se apoyó contra la pared, deshecha.
—Creo que
deberíamos ir a recoger nuestras cosas —dijo finalmente—. Es posible que
tengamos que quedarnos aquí unos días.
Llevaron sus
bártulos a la primera habitación que encontraron disponible y Adon fue a buscar
las llaves que estaban colgadas detrás del mostrador de la habitación donde
yacía, borracho, el posadero. La habitación que los héroes se habían adjudicado
era bastante agradable y tenía dos camas. Adon colocó sus cosas sobre una de
ellas y se puso a cambiarse de ropa, indiferente a la presencia de la maga.
Todavía
llovía. La habitación estaba en penumbra, de modo que Medianoche encendió una
linterna pequeña que había junto a la cama. Adon, después de examinar
someramente las heridas de Cyric, se fue a explorar la ciudad.
Medianoche
ayudó a Cyric a desnudarse y se rió ante el evidente sonrojo del ladrón.
—No te
preocupes —dijo Medianoche en un momento dado—. No soy ninguna profesional.
Cyric hizo
una mueca.
—Lo estás
haciendo muy bien —replicó mientras le subía las sábanas hasta el cuello.
—Yo dormiré
en el suelo —dijo Medianoche cuando hubo terminado—. Mi espalda me lo
agradecerá. Y tú no olvides que has de estar tapado y calentito.
Cyric
frunció el entrecejo.
—Soy
demasiado mayorcito para que me mimen. Deberías preocuparte de ti, no de mí...
Medianoche
levantó la mano para indicarle que no siguiese.
—Debemos
hacer lo posible para que te pongas bien —insistió ella con dulzura—. Tienes
que estar fuerte para proseguir tu viaje.
Cyric estaba
desconcertado.
—¿Qué viaje?
—En busca de
ese lugar mejor —volvió a decir la maga—. No hace falta que sigas
acompañándome. El camino entre Tilverton y el valle de las Sombras debe de
estar despejado. Puedo muy bien ir sola hasta allí.
Cyric
sacudió la cabeza e intentó sentarse, pero Medianoche lo empujó suavemente para
que volviera a tumbarse.
—No es
necesario —dijo él—. No es necesario que vayas sola.
—Pero,
Cyric, yo no puedo pedirte que vengas conmigo. Tú necesitas descansar y
curarte.
Cyric, sin
embargo, ya había tomado una decisión.
—En este
lugar debe de haber pociones curativas. Medicamentos, ungüentos. Da la
impresión de que todo en la ciudad está a disposición de cualquiera. Encuentra
algo para curarme y permaneceré a tu lado todo el tiempo que me necesites.
—De todas
formas no me habría marchado hasta que te hubieses repuesto —dijo ella.
—Tu misión
es urgente. No puedes esperar.
—Lo sé —dijo
Medianoche—, pero me habría quedado igualmente. Al fin y al cabo eres mi amigo.
Por primera
vez en mucho tiempo, Cyric sonrió.
Kelemvor estaba solo en la calle. La tormenta amenazaba con descargar
sobre su cabeza y, mientras buscaba la herrería, las gotas de lluvia, ahora de
color naranja, empezaron a empaparlo. Encontró por fin al herrero concentrado
en su trabajo, y al abrigo de su herrería, donde entró Kelemvor agachando la
cabeza. Fuera, arreciaba la lluvia.
El herrero
era un hombre corpulento, de una constitución parecida a la de Kelemvor. De
pelo negro y rizado, la piel de sus brazos estaba amoratada en algunos puntos y
negra de quemaduras en otros. Cuando el guerrero se acercó, el herrero no se
preocupó por levantar la vista de su trabajo. Las brillantes herraduras
metálicas que estaba haciendo para el caballo que había junto a él estaban casi
terminadas y se volvió para comprobar el par que había puesto a un lado para
que se enfriara.
—Si me
permites un momento —dijo Kelemvor.
El herrero
no le prestó atención y no apartó la mirada de la tarea que tenía delante.
Kelemvor carraspeó ruidosamente, pero tampoco esto surtió efecto. Sin embargo,
Kelemvor tenía frío, estaba cansado y de ninguna manera podía aguantar ser
insultado.
El guerrero
se apresuró a quitarse la armadura donde se habían estrellado las flechas de
los bandidos y arrojó al herrero las planchas de metal, que golpearon la
herramienta candente de sus manos que cayó al suelo. El hombre se agachó a
recoger el instrumento antes de que el heno del suelo se incendiase, luego se
puso a examinar la armadura. Después levantó la vista para mirar la destrozada
piel del brazo del guerrero, donde se habían metido esquirlas de las flechas de
los rufianes.
—Puedo
reparar esto —observó el herrero sin emoción alguna—. Pero no puedo hacer nada
por tus heridas.
—¿No hay
curanderos en Tilverton? —preguntó Kelemvor—. He visto un enorme templo que
sobresale de los tejados de las tiendas que hay calle abajo.
El hombre le
dio la espalda.
—El templo
de Gond.
—Está bien,
he visto el templo de Gond. Allí debe de haber clérigos capaces...
—Sácate el
resto de la armadura para que pueda trabajar —le interrumpió el herrero—. Luego
podrás ir al templo y comprobarlo por ti mismo. Yo sólo curo metales.
Kelemvor le
dio su armadura al herrero y se puso una ropa que había cogido de los paquetes
del grupo. El herrero trabajó en silencio haciendo caso omiso de las preguntas
del guerrero, por mucho que éste las gritase o las expresase con toda la
educación de que era capaz. Después de haber reparado la armadura, el herrero
no quiso aceptar pago alguno.
—Es mi deber
para con Gond —dijo el herrero mientras Kelemvor salía a la calle.
A pesar de
la lluvia, Kelemvor encontró el templo de Gond sin dificultad. De vez en cuando
se cruzaba con algún plebeyo que vagaba por las calles o estaba tumbado en la
acera fuera de las tiendas, pero las personas que encontró a su paso se
mostraron indiferentes a su presencia; su mirada era vaga y fijaban la vista en
algo que sólo ellas veían. También halló la mayor concentración de herrerías
que jamás había visto en una zona, si bien la mayoría estaban desiertas.
Cuando
Kelemvor llegó al templo, se percató de que la puerta de entrada era un enorme
yunque. El propio edificio estaba formado por unas construcciones severas y
resistentes que dominaban y empequeñecían las casuchas y tiendas que lo
rodeaban. Dentro del templo había fuego ardiendo y desde la puerta se oía un
interminable coro de plegarias.
Cuando el
guerrero entró en el templo de Gond, le sorprendió la gran extensión de la nave
principal. Si había alojamientos para los sumos sacerdotes del templo, debían
de estar en los sótanos, pues todos y cada uno de los centímetros cuadrados de
la planta baja estaban ocupados por aquella sala.
En ella, los
adoradores se apiñaban alrededor de un sumo sacerdote que llevaba capucha y
estaba de pie en lo alto de un enorme yunque de piedra. A ambos lados del altar
podían verse unas gigantescas manos de piedra y, en una de ellas, un martillo
también gigantesco. En las cuatro esquinas que rodeaban al hombre encapuchado
ardían unos fuegos.
Los pilares
que se elevaban hasta el techo abovedado estaban tallados formando espadas y
las ventanas estaban enmarcadas por una serie de martillos entrelazados. Resultaba
difícil entender con exactitud las palabras del sumo sacerdote, pues el
continuo vocerío procedente de la audiencia lo ahogaba todo salvo algunas
frases clave, pero estaba claro que el sumo sacerdote estaba dedicando una
serie interminable de plegarias a su dios e igual número de maldiciones a los
plebeyos de Tilverton.
—¡Los dioses
están en los Reinos! —gritó un hombre junto a Kelemvor—. ¿Por qué lord Gond nos
ha abandonado?
Pero el
inagotable flujo de cantos y gritos se tragó las palabras del hombre. Kelemvor
calculó que casi la totalidad de la población de la pequeña ciudad estaba
reunida en el templo, aunque quizás hubiera algún que otro adorador paseando
por las calles.
—¡Esperad!
—gritó el sacerdote cuando la gente empezó a marcharse—. Lord Gond no nos ha
abandonado. ¡Me ha otorgado el don de sanar para así mantener a los fíeles en
buen estado hasta que él llegue!
Esto no
pareció influir en muchos, sin embargo convenció a algunos a quedarse.
Escuchando a
los habitantes de Tilverton, Kelemvor se enteró de que se dedicaban
exclusivamente a la adoración de Gond, dios de los Herreros e Inventores.
Cuando empezaron a llegar a la ciudad las historias sobre la presencia de los
dioses en los Reinos, la gente se dispuso a preparar la llegada de su deidad.
Se mantuvieron a disposición de su dios, a la espera de alguna señal, de alguna
comunicación.
Esperaron en
vano. Gond había subido a Lantan y no había hecho intento alguno de ponerse en
contacto con sus devotos adoradores de Tilverton. Cuando un pequeño grupo de la
ciudad llegó a Lantan y solicitó audiencia con el dios, lo echaron a cajas
destempladas. Cuando persistieron, dos de ellos fueron asesinados y los demás
obligados a huir si querían salvar sus vidas. Cuando esta historia llegó a
oídos de los ciudadanos, se les partió el alma y, ahora, cuando no dormían, se
pasaban la mayor parte del tiempo en el templo, tratando de ponerse en contacto
con su dios, intentando refutar lo que sus corazones ya sabían.
Gond se
había desentendido de Tilverton.
Kelemvor
estaba a punto de abandonar el templo cuando distinguió a un hombre de cabello
entrecano que estaba en la parte posterior de la cámara. Junto a él había una
muchacha de pelo corto y oscuro. Había concentrado toda su atención en el
rostro atractivo y sobrenatural del hombre. Nadie más parecía advertir la
presencia de este hombre, que en aquel momento se apartó de la muchacha sin dar
muestras de haberse percatado de su presencia y se puso a caminar hacia el
lugar donde estaba Kelemvor. La joven se volvió y corrió detrás de él. Cuando
el hombre llegó a la altura de Kelemvor, miró al guerrero a los ojos y una
ligera sonrisa cruzó su rostro. Los ojos del hombre de pelo entrecano eran de
un gris azulado, con unos puntitos rojos que le bailaban en las pupilas. Tenía
la piel clara, con unos finos pelos plateados que le crecían en el rostro y en
los brazos.
—Hermano —se
limitó a decir el hombre, para luego alejarse.
Kelemvor se
volvió y trató de alcanzarle a él o a la muchacha, pero cuando llegó a la
calle, no vio al hombre de pelo entrecano por ninguna parte.
Después de
permanecer un momento bajo el granizo púrpura y verde que caía ahora sobre
Tilverton, el guerrero regresó al templo. Kelemvor se puso en la parte
posterior de la sala y una joven, una sacerdotisa, llamó su atención. El fuego
de la fe no se había apagado en sus ojos; el resplandor con el que ardían era
susceptible de incendiar el cielo nocturno. Era muy hermosa y llevaba una
túnica blanca atada a la cintura con un cinturón de cuero. En la tela de la
túnica había entretejidos unos intrincados dibujos y unas placas de acero
cubrían sus hombros. En cierta forma, aquella extraña mezcla de sedas y duro
acero daban a su apariencia un poder todavía mayor.
El guerrero
se abrió paso entre la multitud y al cabo de un rato estaba hablando con la
sacerdotisa, de nombre Phylanna.
—Necesito un
lugar donde alojarme —le dijo Kelemvor.
—A juzgar
por tus heridas, necesitas algo más que eso —dijo la sacerdotisa—. ¿Eres
seguidor de Gond?
Kelemvor
negó con un gesto de la cabeza.
—Entonces
hablaremos de eso mientras el curandero atiende tus heridas. —Phylanna se
volvió y le pidió que la siguiera—. Presiento que has sufrido mucho en los
últimos días. —No esperó respuesta por parte de él.
Phylanna lo
condujo hasta una pequeña escalera que daba a una habitación angosta. Allí
aguardaron la llegada del sumo sacerdote, que había acabado con su sermón
contra la vacilante fe de la ciudad. Cuando el sacerdote hubo entrado, Phylanna
cerró la puerta y echó el cerrojo.
—Jamás
deberás contar a nadie lo que vas a presenciar —dijo Phylanna a Kelemvor
mientras le ayudaba a tumbarse en la única cama que había en el cuarto.
—Soy Rull de
Gond —se presentó el sacerdote, con una voz ronca y crepitante a causa del
largo sermón—. ¿Eres un adorador del Hacedor de Milagros?
Antes de que
Kelemvor tuviera ocasión de contestar, Phylanna llevó una mano a los labios del
guerrero.
—En estos
tiempos revueltos, carece de importancia si es o no adorador de lord Gond.
Necesita nuestra ayuda y nosotros debemos proporcionársela.
Rull frunció
el entrecejo, pero luego asintió con una inclinación de cabeza. El sacerdote
cerró los ojos y cogió un cristal, grande y rojo, que llevaba colgado de una
cadena alrededor del cuello. A continuación balanceó el cristal sobre el
guerrero.
—Es un
milagro que puedas caminar y tengas la cabeza lúcida. Un hombre más débil
habría muerto a causa de las infecciones —dijo Rull mientras examinaba a
Kelemvor.
El guerrero
miró el cristal y advirtió una extraña llama que ardía en su interior.
—Kelemvor es
orgulloso —dijo Phylanna—, soporta sus heridas sin quejarse.
—Eso no es
del todo cierto —gruñó Kelemvor mientras el sumo sacerdote ponía manos a la
obra.
Mientras
Rull llevaba a cabo el ritual destinado a curar al guerrero, Phylanna parecía
preocupada, pero la destreza del sacerdote se puso de manifiesto cuando sus
hábiles dedos empezaron a moverse en el aire y los verdugones negros que
rodeaban las heridas del guerrero se fueron llenando paulatinamente de sangre.
El sacerdote sudaba y su voz se elevaba suplicante a Gond. Phylanna lanzaba
ansiosas miradas a la puerta, temerosa de que los otros pudiesen entrar e
interrumpir los esfuerzos del sacerdote.
Las astillas
que habían dejado las puntas de las flechas salieron a la superficie de la piel
de Kelemvor y Phylanna ayudó a Rull a sacárselas con las manos. Kelemvor
bramaba para sus adentros y hacía muecas de dolor.
Una vez
terminado, el cuerpo de Rull se relajó como si le hubiesen sacado toda la
energía, y Kelemvor se incorporó en la cama. Las heridas no aparecían tiernas y
él sabía que la fiebre había remitido.
—Rull tiene
una fe profunda y los dioses lo han recompensado por ello —dijo Phylanna—. Tu
fe también debe de ser profunda, en caso contrario no habrías sobrevivido a
estas heridas tan graves.
El guerrero
asintió con la cabeza. Vio que la luz que había en el cristal ahora sólo
parpadeaba ligeramente.
—Tal vez
seas temerario y testarudo, pero no por ello carente de una profunda fe.
—Es una
suerte para ti que esté postrado, mujer —dijo él riéndose.
Phylanna
sonrió y apartó la mirada.
—Es posible.
A pesar de
que Phylanna y Rull le hicieron preguntas sobre el motivo de su presencia en
Tilverton y acerca de sus creencias religiosas, fue poco lo que él les contó de
sí mismo. Pero, cuando el guerrero habló del pago por los servicios del
sacerdote, Rull no dijo nada y se marchó.
—No
pretendía ofender —dijo Kelemvor—. Es lo acostumbrado en muchos lugares...
—El aspecto
material es lo que menos nos preocupa —repuso la sacerdotisa—. Y ahora hablemos
de tu alojamiento...
Kelemvor
recorrió con la mirada la diminuta celda sin ventanas.
—Me
horrorizan los espacios cerrados.
Phylanna
sonrió.
—Tal vez
haya una habitación con ventanas en La Botella en Alto.
Kelemvor
tragó saliva.
—Siento
una... especial antipatía... por esa posada en particular.
Phylanna
cruzó los brazos sobre el pecho.
—En ese caso
tendrás que quedarte conmigo.
Se oyó un
gran estruendo y voces airadas procedentes de la escalera que daba a la celda.
Kelemvor se incorporó rápidamente y cogió la espada. Phylanna le puso una mano
en el hombro y sacudió la cabeza.
—No la
necesitarás en el templo del Hacedor de Milagros. Y ahora, échate y descansa
hasta que yo vuelva.
—¡Espera!
—la llamó Kelemvor.
Phylanna se
volvió.
—Por favor,
pídele a Rull que venga cuando haya acabado —pidió el guerrero—. Me gustaría
presentarle mis disculpas.
—Lo traeré
cuando haya terminado el siguiente sermón —dijo ella.
—Solo.
Necesito hablar con él a solas.
—Como
quieras —dijo, desconcertada, y se apresuró a salir del cuartucho.
Kelemvor
estuvo descansando en la celda por espacio de una hora, sintiéndose cada vez
más incómodo en aquella pequeña habitación a medida que su estado mejoraba. La
muchedumbre que se hallaba en el templo de Gond era muy ruidosa y el guerrero
se distrajo escuchando sus gritos, que se mezclaban con el sermón de Rull.
—¡Tilverton
desaparecerá del mapa! —gritó alguien.
—¡Deberíamos
ir a Arabel o a La Estrella del Anochecer! —exclamó otra voz.
—¡Sí! ¡Gond
se ha desentendido de nosotros y Azoun protegerá antes a Cormyr que a nosotros!
La voz de
Rull se elevó por encima del vocerío y se lanzó a una nueva diatriba contra las
personas que habían dejado de adorar al Hacedor de Milagros.
—¡Tilverton
será maldecido sin remedio si perdemos la esperanza! ¿Acaso lord Gond no me ha
bendecido con el hechizo para curar? —gritaba el sacerdote, que siguió
chillando por encima del clamor por espacio de algunos minutos.
Luego el
sermón llegó a su fin y Kelemvor volvió a oír pisadas en la escalera. Cogió la
espada.
El guerrero
la bajó cuando Rull entró en la habitación, evidentemente agotado de la
contienda verbal que había mantenido con la audiencia del templo.
—Querías
verme —dijo el sacerdote, a la vez que se dejaba caer en el suelo.
Kelemvor,
echado en la cama, volvió la cabeza hacia el sacerdote y suspiró.
—Te
agradezco lo que has hecho por mí.
Rull sonrió.
—Phylanna
tenía razón. No tiene mayor importancia que no veneres a Gond. Como clérigo
suyo, mi responsabilidad es hacer uso de los hechizos que me da para curar a
cualquiera que necesite mi ayuda.
—Y parece
que la buena gente de Tilverton está realmente necesitada de tu ayuda —añadió
Kelemvor.
—Sí —afirmó
Rull—. Están perdiendo la fe en lord Gond. Yo soy el único que puede
conducirlos de nuevo a su redil.
—¿Qué pasará
si no lo consigues?
—Pues que la
ciudad perecerá —contestó el sacerdote—, pero eso no ocurrirá. Acabarán
escuchándome.
—Claro
que... —empezó a decir Kelemvor—, si los habitantes de Tilverton supiesen que Gond
te ha abandonado a ti también y que tu magia curativa procede solamente de la
piedra que llevas, te escucharían todavía menos que ahora. Todos volverían la
espalda a lord Gond para siempre.
El sacerdote
se puso de pie.
—La magia
curativa es mía. Es un don que me ha dado el Hacedor de Milagros para probar a
la buena gente de Tilverton que él sigue preocupándose por ellos. Voy a...
—Tú vas a
hacer lo que yo te diga, Rull —gruñó Kelemvor—. O te desenmascararé ante los
habitantes de Tilverton. Me creerán aunque esté equivocado.
Rull bajó la
cabeza.
—¿Qué
quieres de mí?
Kelemvor se
sentó.
—Necesito
que ayudes a alguien cuyas heridas son mucho peores que las mías. Prometí
protegerlo y debo cumplir la promesa.
—Supongo que
no hace falta ni preguntar si venera al Hacedor de Milagros —dijo Rull—, pero
¿acaso tiene alguna importancia?
Kelemvor le
dio a Rull la descripción de Cyric y lo envió a La Botella en Alto. El
sacerdote estaba saliendo del templo cuando Phylanna regresó a la celda.
—He venido
para llevarte a las habitaciones donde pasarás la noche, valiente guerrero
—dijo la sacerdotisa, y tomó a Kelemvor de la mano y lo condujo fuera de la
habitación.
Adon vagaba por las calles en busca de alguien con quien hablar. La
terrible tormenta había cesado, pero no se le ocurrió pensar que tal vez era
peligroso andar por las calles de noche, que podía ser víctima de ladrones y
asesinos. Incluso después de haberse enterado de que había habido algunos
asesinatos la semana anterior, el clérigo siguió deambulando por Tilverton.
Tenía asuntos importantes que atender.
Empezando
por el joven que estaba fuera de la posada, ajeno al aguacero y al granizo que
había caído, las reacciones a las preguntas del clérigo sobre los problemas de
la ciudad eran de una uniformidad patética. Los ojos de los habitantes de
Tilverton se habían cerrado a todo lo que no fuese su sufrimiento interior.
Mientras
paseaba por las calles, Adon se puso a pensar que la adoración de los dioses
tenía como objetivo la inspiración del alma. Al clérigo no se le ocurría otra
cosa más sublime que la adoración. Sin embargo, esta misma adoración se había
convertido en fuente de dolor y amargura en la que habían bebido libremente los
habitantes de Tilverton, a costa de toda alegría y razonamiento.
Adon siguió
caminando por las calles de Tilverton, hablando con quienquiera que encontraba,
y, de pronto, acudieron a su mente las palabras que había escuchado en las
oscuras cámaras del castillo de Kilgrave.
La verdad
es belleza; la belleza, verdad. Abrázame y serán contestadas todas tus
preguntas no expresadas.
Adon sabía
que en la belleza había verdad y él veneraba a la diosa de la Belleza. Por
consiguiente, se pasó la noche intentando desesperadamente devolver un poco de
verdad a los ojos de los pobres desgraciados que encontraba. Poco antes del
amanecer, mientras pronunciaba su sermón, una mujer levantó la vista hacia él y
en sus ojos brilló un ligero resplandor: Adon sintió renacer la esperanza.
—Buena
mujer, los dioses no nos han abandonado. Ahora más que nunca ellos necesitan
nuestro apoyo, nuestra veneración, nuestro amor. Está en nuestras manos
restaurar la edad de oro de la belleza y de la verdad en la que los dioses
volverán a otorgarnos su favor. Precisamente ahora, en estos tiempos de
tinieblas en que nuestra fe está a prueba, no debemos desfallecer. Tenemos que
encontrar consuelo en nuestra fe y hacer avanzar constantemente nuestras vidas.
Haciéndolo así, el tributo que pagaremos a los dioses será mayor del que pueda
conseguir la más fervorosa de las oraciones. Sune no me ha buscado, pero yo no
he perdido la esperanza de estar un día en su presencia —le dijo Adon a la
mujer.
Adon la
cogió por los hombros y estuvo tentado de sacudirla, sólo para ver si ayudaba a
que ella comprendiese sus palabras.
La anciana
se quedó mirando al clérigo, con un torrente de lágrimas amenazando con fluir
de sus ojos. Adon se alegró de que sus palabras hubiesen surtido efecto en la
anciana y de que hubiese comprendido.
—Tengo la
sensación de que estás tratando de convencerte —dijo amargamente—. Márchate. Tu
presencia no es deseada en este lugar. —Y le dio la espalda al joven clérigo,
para luego tumbarse en la calle, ponerse a sollozar y cubrirse el rostro con
las manos.
Mientras
Adon se alejaba de la mujer y se perdía en la oscuridad, una lágrima rodó por
su mejilla.
Kelemvor se despertó y vio que Phylanna se había marchado. La parte de
la cama donde había dormido estaba fría como el hielo. Pensó en sus dulces
besos y en la fuerza que había encontrado en sus brazos, pero estos pensamientos
no tardaron en nublarse; su mente volvió a lo mismo una y otra vez.
Medianoche.
Ariel.
La deuda que
tenía con ella había sido saldada, pero Kelemvor no podía olvidarla.
Kelemvor
sabía que, a aquella hora, Rull ya habría ido a visitar a Cyric y, aunque no
los acompañaría, esperaba que Cyric estuviese en condiciones de cabalgar con
Medianoche y abandonar Tilverton a primera hora de la mañana.
Kelemvor oyó
un ruido al final del pasillo al que daba el dormitorio. Deslizó su cota de
malla por la cabeza, desenvainó la espada y se levantó del perfumado lecho de
la sacerdotisa. Ésta lo había llevado al último piso de la tienda de su
hermano, después de conducirlo por la escalera de caracol de la parte posterior
del edificio. No cruzaron palabra; no eran necesarias. Los encuentros como
aquél tenían su propio lenguaje y Kelemvor sabía que por la mañana se marcharía
de Tilverton y no volvería a pensar en la mujer.
Estaba casi
seguro de que para ella su noche de pasión tenía el mismo significado.
Kelemvor
abrió la puerta del dormitorio y retrocedió al ver a Phylanna de pie en el
extremo del pasillo. El ventanal estaba abierto y la luz de la luna bañaba su
figura desnuda, proyectando una aura luminosa a su alrededor. Tenía los brazos
abiertos y dejaba que las ondulantes cortinas la acariciasen mientras bailaba
en el frío viento nocturno.
El guerrero
estaba a punto de cerrar la puerta y volver a la cama cuando oyó, procedente
del descansillo, una voz masculina cantando en una extraña lengua. Kelemvor
salió al pasillo y se detuvo al ver, junto a Phylanna, al hombre del pelo
entrecano del templo.
El hombre
que lo había llamado «hermano» y luego había desaparecido.
Phylanna
bailaba con gracia y armonía. A pesar de tener los ojos abiertos, no pareció
ver a Kelemvor cuando se acercó. El hombre del pelo entrecano seguía
cantándole, si bien su mirada estaba ahora puesta sobre el guerrero. Aunque la
oscuridad velaba sus rasgos y su forma era una silueta contra la brillante luz
de la luna, sus ojos grises resplandecían en las sombras.
El hombre
dejó de cantar cuando el guerrero llegó a la altura de Phylanna.
—Ocúpate de
ella —dijo—. No quiero hacerle daño.
Phylanna
cayó en los brazos de Kelemvor y él la tumbó dulcemente en el suelo.
—¿Quién
eres? —preguntó Kelemvor.
—Tengo
muchos nombres. ¿Quién te gustaría que fuese?
—Era una
simple pregunta —repuso el guerrero.
—Que no
tiene una simple respuesta. —El hombre suspiró—: Puedes llamarme Torrence. Es
un nombre tan bueno como cualquier otro.
—¿Por qué
estás aquí? —Kelemvor sintió que algo oscuro y pesado se agitaba en sus
entrañas y apretó con fuerza la espada.
—Quería que
salieses para compartir mi banquete. Ven, mira.
Kelemvor se
asomó a la ventana. La muchacha que había estado junto al hombre de pelo
entrecano en el templo yacía en el callejón, con la ropa hecha jirones, aunque
no parecía haber recibido daño alguno.
Torrence se
estremeció y los finos pelos blancos que cubrían su piel se volvieron más
gruesos. Su ropa se desprendió del cuerpo y cayó suavemente al suelo, mientras
la columna vertebral crujía y se alargaba. El rostro se transformó en algo
espantoso y las mandíbulas se extendieron hacia afuera mientras emitía un
gemido gutural de placer. Todo su cuerpo cambió, dobló las extremidades hacia
atrás y hacia adelante y sus huesos también crujieron. En la boca abierta
apareció una fila de colmillos y unas garras afiladísimas sustituyeron a las
uñas.
—¡Un
hombre-chacal! —exclamó Kelemvor, lanzando, estupefacto, un grito sofocado.
Phylanna se
despertó. Miró a Kelemvor, confusa. No veía al monstruo que estaba junto a la
ventana. Kelemvor volvió a mirar a Torrence.
—Ven,
hermano mío. La compartiré contigo.
Kelemvor
luchó contra la creciente marea de su pecho. De pronto, Phylanna vio al
hombre-chacal y corrió a ponerse junto a Kelemvor.
—¡Gond nos
ayude! —gritó.
—Sí, que se
acerque a ti —dijo Torrence—. Podríamos hacer el banquete con las dos.
—¡Aléjate!
—gritó Kelemvor, a la vez que empujaba a la sacerdotisa hacia la pared más
apartada y levantaba la espada. La mirada de terror que había en sus ojos era
indescriptible—. ¡Ahora! —gritó cuando sintió que la familiar agonía estallaba
en su alma.
Estaba
salvando a Phylanna del hombre-chacal, pero no recibía nada a cambio de aquel
acto heroico.
—Me he
equivocado. Tú no eres uno de mi especie. Estás maldito. —Torrence miró a
Phylanna, luego de nuevo a Kelemvor—. No puedes salvarla, maldito. ¡Ella, con
su vida, pagará por tu fraude!
Kelemvor
giró lentamente, su piel se volvió ahora oscura, la cubría un pelo negro como
cerdas. Soltó la espada y empezó a quitarse la cota de malla. Tenía todavía los
brazos sobre la cabeza cuando su carne explotó y el enorme animal que había
dentro saltó sobre el hombre-chacal y lo arrojó por la ventana de un empellón.
La criatura de pelo entrecano aulló cuando las bestias se encontraron en el
aire antes de caer al suelo.
Amanecía cuando unos gritos aterradores sacaron a Adon de su
meditación.
El clérigo
se acercó al lugar de donde procedían con creciente aprensión; no eran propios
de un ser humano. Y, cuando se aproximó, vio que el ruido había arrastrado a
muchos ciudadanos, como si los gritos hubiesen atravesado el velo de letargo
que los cubría, permitiendo que la conciencia penetrase en sus mentes. Los
plebeyos estaban mirando aquella escena de pesadilla.
Había curiosos
a ambos lados del callejón y Adon sólo pudo vislumbrar tras ellos algún
movimiento de vez en cuando, un destello de un blanco deslumbrador; una enorme
forma negra que se abalanzaba hacia adelante para luego retroceder y lanzar un
rugido inhumano. Había dos figuras entrelazadas que bailaban una obscena danza
de la muerte.
Adon se
abrió paso entre los curiosos. Ninguno de los combatientes era humano, si bien
uno se apoyaba sobre sus piernas traseras, que tenía dobladas. Su rostro era de
chacal, pero había inteligencia humana en sus ojos grises, que revelaban alarma
ante la muchedumbre que se había congregado y ante el cálido sol que irrumpía
sobre ellos. Pelo suave y ensortijado cubría a la criatura, que sangraba
profundamente de las muchas heridas abiertas en su pellejo.
El otro
animal le resultó demasiado familiar a Adon: el cuerpo, estremecido, lustroso,
negro; los penetrantes ojos verdes; las fauces, ensangrentadas y feroces; la
forma en que acechaba a su presa, todo sirvió para recordarle la escena increíble
que presenciara no hacía mucho en las montañas al otro lado del desfiladero de
Gnoll.
Aquella
criatura era Kelemvor.
A los pies
de aquellos horrores en pleno duelo, estaba el botín por el que luchaban: una
muchacha morena que yacía inmóvil con la ropa desgarrada. Adon vio que todavía
respiraba y que parpadeaba de vez en cuando.
En medio de
su ataque, la pantera se levantó sobre las patas traseras. A continuación se
separaron y resbalaron en un sucio charco de sangre que cubría los adoquines.
La sangre salpicó el rostro de la muchacha.
Adon se
volvió y se dirigió a la multitud.
—¡Tenemos
que abatir al chacal y salvar a la muchacha!
Pero la
gente se limitó a mirarlo.
—¡Alguno de
vosotros llevará una arma! ¡Algo!
Adon se
maldijo por no haber cogido su maza de guerra y avanzó hacia los monstruos. Los
animales se inmovilizaron de repente y se quedaron mirándolo. Luego la pantera
que había sido Kelemvor asestó un golpe al chacal y se reanudaron las
hostilidades. Adon se dio media vuelta, atravesó a la indiferente muchedumbre
que observaba el espectáculo con un interés pasivo, y echó a correr en
dirección a la calle.
Mientras
corría calle abajo en dirección a La Botella en Alto, iba gritando dos nombres.
11
El desfiladero de las Sombras
—¿Que lo
están atacando? —preguntó Medianoche— ¿Una especie de animal?
—¡Sí! ¡Un
chacal de pelo plateado que camina como un hombre! —gritó el joven clérigo.
—¿Y los
ciudadanos se limitan a mirar?
—Ya has
visto cómo son. Tenemos que darnos prisa. Kelemvor también es un animal.
—¿Kelemvor
es qué? —exclamó Medianoche.
La
explicación de Adon sobre los acontecimientos que había observado no tenía
ningún sentido ni para Medianoche ni para Cyric. El pánico había echado por
tierra su habitual destreza para incluir pasajes descriptivos en su narrativa
y, por más que el clérigo trataba repetidamente de transmitir lo que había
visto, sólo se entendían fragmentos espeluznantes de la historia.
Los héroes
corrieron escaleras abajo y salieron de la posada. Cyric, que había recibido
una extraña, pero positiva, visita de Rull de Gond, cortó los cabestros de los
caballos con la espada y los tres salieron a todo galope de los establos; Cyric
en el de Kelemvor y Adon con Medianoche. Las indicaciones del clérigo apenas
eran necesarias, pues la pelea parecía haber despertado a toda la población de
Tilverton. Hombres, mujeres y niños se dirigían en tropel al callejón.
Medianoche
ordenó a Adon que se ocupase de los caballos y Cyric cogió su arco y un buen
surtido de flechas de una de las aljabas que colgaban del caballo de Kelemvor.
Se abrieron paso a empujones a través de la muchedumbre. Antes de que una
pareja de ancianos se apartase y dejase al descubierto lo que estaba ocurriendo
en el callejón, Cyric había mirado al suelo y había visto un charco de sangre
que se extendía por el empedrado gris. Luego levantó la vista y se quedó
atónito ante la extraña escena que tenía delante.
El
hombre-chacal yacía destripado en medio del callejón, estremeciéndose por
aferrarse a la vida, si bien era evidente que la muerte no tardaría en
llevárselo. Una pantera negra, en cambio, se paseaba ruidosamente de arriba
abajo y se detenía de vez en cuando para lamer uno de los muchos charcos de
sangre que salían del animal agonizante. La mujer que Adon había tratado de
describir también estaba allí, salpicada de sangre. Estaba encogida, apoyada
contra la pared y sollozaba; tenía las rodillas dobladas a la altura de su
pecho y miraba a través de ellas a la pantera herida cómo se acercaba a cada
círculo que daba alrededor de su aterrorizada presa.
Cyric apuntó
una flecha, ajeno al grito de Medianoche. Cuando Cyric tensó el arco y las
pequeñas vibraciones producidas por la flecha al rozar llenaron los oídos del
hombre moreno, todos los ruidos parecieron desvanecerse. Cuando sostuvo la
flecha lista para lanzarla, sintió un ligero tirón en la parte baja de la
espalda a causa de la herida recientemente curada.
La pantera
se detuvo y miró directamente a Cyric. La intensidad de sus ojos verdes detuvo
el brazo del ladrón, que se relajó visiblemente. El animal rugió, lo cual le
devolvió a Cyric la conciencia de que la población le estaba gritando, y
comprendió que lo animaban, pidiéndole que hiciese lo que ellos no podían
hacer.
Medianoche
no se atrevía a moverse, por temor de que, ante la sorpresa, Cyric lanzase la
flecha. Supo la verdad apenas posó la mirada en la pantera. Adon había
aparecido junto a ella para luego deslizarse por delante y dirigirse al muro
donde estaba la muchacha, a la cual arrastró hasta la parte más alejada de la
muchedumbre. La pantera ignoró los movimientos del joven clérigo.
«Quiero
comprender —pensó Medianoche—. ¡Maldita sea, mírame!» Pero el animal sólo tenía
ojos para su posible verdugo.
Sin que
nadie se percatase de ello, el chacal exhaló su último suspiro.
De repente,
la pantera desvió la mirada y se puso a temblar cuando la flecha de Cyric
abandonó el arco y encontró su blanco. El animal lanzó un rugido de dolor y
cayó de costado. Las costillas se le separaron con fuerza y salieron de sus
entrañas la cabeza y los brazos de un hombre. Transcurrió un momento y todo lo
que quedó de la pantera fue el pelo enmarañado y la sangre que se iba cuajando
rápidamente.
Kelemvor
estaba tumbado en el callejón, desnudo y cubierto de sangre. Tenía una gran
mata de pelo negro que le caía sobre el rostro cuando trató de ponerse de pie;
luego se desplomó boca abajo con un gruñido.
—¡Matad a
esa cosa! —gritó alguien. A través de una neblina, Kelemvor levantó la vista y
vio a Phylanna, una de las mujeres a quien había salvado, de pie junto a él. A
la luz del sol su pelo rojo parecía estar ardiendo—. ¡Matad a esa cosa!
Kelemvor la
miró al rostro y encontró sólo odio.
«Sí —pensó—.
Matad a esa cosa.»
Se
adelantaron unos cuantos ciudadanos, envalentonados por los gritos de Phylanna.
Uno encontró un ladrillo que se había desprendido durante la lucha entre
Kelemvor y Torrence, y lo levantó sobre su cabeza, otros siguieron su ejemplo.
Cyric se
precipitó con el arco todavía preparado.
—¡Deteneos!
—gritó. Los plebeyos así lo hicieron—. ¿Quién quiere morir el primero?
Las amenazas
de Cyric no conmovieron a Phylanna.
—¡Matadlo!
—gritó.
Adon, que
estaba junto a la muchacha herida, se puso en pie.
—No ha sido
este hombre quien ha arrebatado la vida de tu gente. ¡Esta muchacha estaría
muerta, la habría asesinado aquella cosa abominable de no haber sido por este
hombre!
Medianoche
se acercó a Phylanna.
—El clérigo
tiene razón. Dejadlo en paz. Ya ha sufrido bastante. —La maga hizo una pausa—.
Además, el que de entre vosotros quiera hacerle daño tendrá que pasar por
encima de nuestros cadáveres. Y ahora, ¡idos a casa!
Los plebeyos
vacilaron.
—¡Idos!
—gritó Medianoche y la gente soltó los ladrillos, se dio media vuelta y empezó
a alejarse. Sin embargo, Kelemvor había visto sus rostros y la total repulsión
que había en ellos.
Phylanna
miró al guerrero y vio que el gris volvía a su pelo y las pequeñas arrugas a su
rostro.
—Eres impuro
—dijo, y su odio irradiaba de ella como un sol deslumbrante a mediodía—. Estás
maldito. Márchate de Tilverton. Tu presencia no es deseada aquí, es una ofensa.
Luego la
sacerdotisa se volvió y se acercó a la asustada muchacha, el «banquete» que
Torrence deseaba.
—Vete con tu
compañero —le dijo a Adon mientras tomaba a la muchacha en sus brazos—. Tú
tampoco eres bienvenido aquí.
Kelemvor
vislumbró brevemente el rostro de la muchacha mientras Phylanna se la llevaba.
Albergaba la esperanza de que pudiese haber una señal de comprensión en los
ojos de la muchacha, pero en ellos había sólo miedo. El guerrero volvió a
dejarse caer al suelo, con el rostro a sólo unos centímetros del charco de
sangre por él derramada. Cerró los ojos y esperó a que los últimos
espectadores, antes sus aliados, se hubiesen marchado del callejón.
—¿Está bien?
—quiso saber Cyric.
Kelemvor se
sentía confuso. Resonaron las botas de Cyric cada vez más fuerte.
—No lo sé
—contestó Medianoche para luego agacharse junto al guerrero y tocarle la
espalda.
—Kel.
Kelemvor
cerró los ojos con todas sus fuerzas. No podía soportar la idea de ver el asco
y el miedo de los plebeyos en los ojos de sus amigos.
—¡Kel,
mírame! —ordenó Medianoche severamente—. Tienes una deuda conmigo por haberte
salvado. Mírame.
Kelemvor se
sobresaltó cuando notó que alguien desplegaba una sábana y la ponía suavemente
sobre él. Levantó la vista y vio a Adon, que colocaba la sábana sobre su
espalda. Kelemvor se envolvió en ella y se puso en cuclillas. Medianoche y
Cyric estaban junto a él.
En sus ojos
había inquietud. Nada más.
—Mi...
armadura y la cota de malla están arriba.
—Voy a
buscarlas —se ofreció Cyric. Caminó lentamente, pues el costado le dolía
todavía después de haber sostenido el arco tenso tanto rato.
Kelemvor
escudriñó el rostro de Medianoche.
—¿No
sientes... repugnancia por lo que has visto?
Medianoche
le tocó el rostro.
—¿Por qué no
nos lo contaste?
—Nunca se lo
había dicho a nadie.
Cyric volvió
con los bártulos de Kelemvor y los dejó junto a él; luego hizo un gesto en
dirección a Adon.
—Vigilaremos
mientras te vistes. Tenemos un largo camino por delante y sería mejor
recorrerlo con el sol sobre nuestras cabezas y no a nuestras espaldas.
Adon montó
guardia en el extremo del callejón mientras Cyric volvía por donde habían
llegado y esperaba junto a los caballos. Kelemvor agachó la cabeza y Medianoche
le acarició el pelo.
—Ariel —dijo
él suavemente.
—Estoy aquí
—repuso Medianoche, y estrechó fuertemente al guerrero en sus brazos hasta que
él empezó a hablar.
Una vez
comenzado el relato, Kelemvor descubrió que no podría parar hasta que la deuda
de confianza que tenía con Medianoche quedase saldada.
La familia de Kelemvor había sido víctima de la maldición de los
Lyonsbane desde hacía generaciones. Kyle Lyonsbane fue el primero y el único de
los Lyonsbane que recibió la maldición debido a sus propias acciones. Sus
descendientes la padecieron a causa de su sangre infecta y a pesar de no haber
cometido ninguna falta propia. Kyle fue conocido como la quintaesencia del
mercenario: todo servicio tenía su precio y era completamente inexorable a la
hora de recibir el pago, incluso de viudas desconsoladas, si éstas tenían un
oro que le correspondía a él.
Las acciones
de Kyle se volvieron contra él en una gran batalla, cuando tuvo que escoger
entre defender a una hechicera en desgracia o seguir abriéndose camino a través
del enemigo para llegar a una fortaleza y ser el primero en saquear las grandes
riquezas que había en su interior.
Con la ayuda
de Kyle, la hechicera habría podido recuperar sus fuerzas, pero el mercenario
sabía que ella pondría objeciones al saqueo y no veía qué iba a ganar
ayudándola. La abandonó para morir a manos del enemigo. Antes de morir, lanzó
un último y complicado conjuro y lo maldijo a correr tras las riquezas dentro
de un cuerpo más adecuado a su verdadera naturaleza de lo que lo sería el de un
hombre.
Cuando Kyle
llegó a la fortaleza y trató de apoderarse de su parte de oro, se sintió de
pronto muy débil. Se arrastró hasta una habitación apartada y allí se
transformó en una gruñona y estúpida pantera. El animal supo por instinto que
debía escapar de la fortaleza. Sólo medio día después de huir, y tras haber
matado a un viajero, Kyle sufrió la dolorosa transformación y volvió a
convertirse en humano.
Kyle sufrió
la maldición de la hechicera para el resto de sus días; cada vez que intentaba
llevar a cabo un acto que implicase cualquier tipo de recompensa, se convertía
en animal. Y, a pesar de que bajo la maldición el mercenario sólo podía
realizar actos desinteresados y heroicos, juró no volver a dedicar su vida a
aquellas actividades. Se vio obligado a retirarse de la vida de mercenario que
tanto amaba y a vivir de lo que había ganado en sus aventuras anteriores.
Cuando se le agotó el oro y el único camino que le quedaba era vivir de la
caridad de la familia de su mujer, prefirió quitarse la vida antes que vivir
con la humillación de la pobreza o llevar a cabo cualquier obra buena.
Antes de
morir, Kyle engendró un heredero, que fue desgraciado. Sin embargo, por extraño
que parezca, cuando la maldición se manifestó en el hijo de Kyle, los efectos
fueron inversos: no podía realizar acto alguno, a menos que fuese en defensa de
su propia vida, sin recibir a cambio algún tipo de recompensa. Si llevaba a
cabo una acción y no recibía su paga correspondiente o se atrevía a hacer un
acto caritativo, se convertía en pantera y se veía obligado a quitar la vida a
alguien.
Según la
teoría de un mago errante, como la maldición original estaba destinada a ser un
castigo a la maldad y a la avaricia y, como todos los niños llegan al mundo
inocentes, la maldición no encontraba maldad que castigar y se transformaba en
castigo a la inocencia y a la bondad del hijo de Kyle.
El propósito
de la maldición de la hechicera había sido vano, pues nació un largo linaje de
mercenarios con historias tan sangrientas y poco escrupulosas como la de Kyle
Lyonsbane. Fue Lukyan, el nieto de Kyle, quien detectó un peligro inherente en
el estado de su padre cuando éste fue viejo y enfermo; el anciano mercenario no
recordaba cuándo le habían ofrecido o garantizado una determinada recompensa,
ni cuándo se le había pagado. Por esto, el anciano se transformaba en animal
sin mediar provocación y se convirtió en una amenaza para todo aquel a quien se
acercase. Por consiguiente, recayó sobre todos los Lyonsbane la responsabilidad
de matar a su padre cuando cumpliese los cincuenta años.
La familia
sobrevivió muchas generaciones, pero no siempre fue necesario llevar a cabo el
asesinato ritual de los padres por parte de sus vástagos, pues la maldición no
aquejaba a todas las generaciones. El padre y el tío de Kelemvor, por ejemplo,
habían sido dispensados de los efectos de la maldición, habían sido libres de
vivir sus vidas como más desearan. Al igual que Kelemvor, ninguno de los hijos
de Kendrel Lyonsbane fue tan afortunado como su padre.
Kelemvor
formaba parte de la séptima generación de descendientes de Kyle y toda su vida
había intentado librarse de la maldición. Ansiaba llevar a cabo acciones
bondadosas, caritativas y justas. Pero los años habían ido pasando para el
guerrero sin esperanza de curación, ninguna esperanza de redención. El único
camino, y ensangrentado, que tenía ante él era seguir sirviendo como mercenario
y ser pagado por ello.
Kelemvor
terminó su relato y esperó la reacción de Medianoche. Mientras hablaba, ella
había permanecido en silencio acariciándolo suavemente.
—Encontraremos
una forma de curarte —dijo Medianoche por fin.
Kelemvor la
miró a los ojos. Había una mezcla de compasión y pesar.
—¿Quieres
venir conmigo al valle de las Sombras? —preguntó Medianoche, sin dejar de
acariciar el rostro de Kelemvor—. Te ofrezco una bonita recompensa.
El guerrero
no pudo apartar la mirada.
—Tengo que
saber lo que me ofreces.
—Te ofrezco
mi amor.
Kelemvor
tocó sus manos.
—Siendo así,
iré contigo —dijo, para luego estrecharla contra sí.
Mientras Kelemvor y sus compañeros se dirigían a caballo a La Botella
en Alto, Cyric se paró unas cuantas veces a reunir lo necesario para su viaje
al valle de las Sombras. Encontró caballos de refresco para él y Adon, así como
carne y pan para el grupo. Cuando llegaron a la posada, Medianoche acompañó a Kelemvor
dentro para recoger las pocas pertenencias que tenían. Cyric y Adon esperaron
fuera, cerca de la puerta principal de la posada.
El joven de
los ojos grises seguía sentado en las sombras junto a la puerta, pero pasó
inadvertido a los héroes. Se hizo un silencio tenso entre Cyric y Adon. Cyric
contemplaba la calle principal de Tilverton y vio acercarse a un grupo de
jinetes procedentes del templo. Crujió una madera y Cyric se volvió a tiempo de
ver al hombre de los ojos grises surgir de las sombras detrás de Adon,
empuñando un cuchillo. Cyric se había puesto ya en movimiento cuando el clérigo
se volvió, pero la hoja cortó el aire demasiado deprisa para que, ni siquiera
el ladrón, la detuviese. Un chorro de sangre salpicó la pared cuando el
cuchillo hendió el rostro de Adon.
Cyric empujó
hacia atrás al inconsciente clérigo con una mano; mientras tanto, el hombre de
los ojos grises se preparaba para volver a atacar, pero el ladrón tenía ya su
daga en la mano libre y se abalanzó hacia adelante y atravesó al agresor.
—Muero por
la gloria de Gond —dijo éste, y se desplomó en su silla.
Kelemvor y
Medianoche aparecieron en la puerta.
—Ocúpate de
él —gritó Cyric a la vez que empujaba a Adon en dirección a Kelemvor.
El clérigo
tenía el rostro cubierto de sangre. Medianoche se adelantó para ayudar a
Kelemvor con su amigo, herido e inconsciente, y Cyric corrió en busca de los
caballos.
El hombre de
los ojos grises estaba reclinado contra el resplandor de la silla y se apretaba
el estómago.
—Phylanna ya
nos lo advirtió —dijo señalando a Kelemvor—. Nos dijo que lord Gond había
introducido un monstruo entre nosotros para ponernos a prueba. Sólo matándolo
podremos probar que somos dignos de la presencia de lord Gond, el Hacedor de
Milagros.
El hombre se
dejó caer pesadamente de la silla y se desplomó sobre las rodillas, con la
espalda contra la pared.
Cyric miró
hacia la calle. Los jinetes del templo se acercaban y llegarían a su altura al
cabo de muy poco tiempo.
—Tenemos que
marcharnos, Kel —dijo a la vez que daba la espalda al templo de Gond con su
caballo y se alejaba en dirección a la carretera del norte que conducía al
valle de las Sombras.
Con una
agilidad fruto de la desesperación, Kelemvor se cargó a Adon a la espalda y
montó sobre su caballo. Medianoche, mientras corría hacia el suyo, recogió las
pertenencias del clérigo. Los héroes tenían todavía a los ciudadanos en sus
talones cuando llegaron a la carretera y tomaron rumbo a las Tierras de Piedra.
Los héroes
cabalgaron hasta muy entrada la noche, sin que sus perseguidores se
distanciaran, en ningún momento. El plan de Kelemvor era sencillo: los jinetes
no estaban preparados para un largo viaje y, por consiguiente, tendrían que
detenerse o dar media vuelta en un momento u otro. Librarse de los
perseguidores era sólo cuestión de resistencia.
Estaba
amaneciendo y una considerable distancia los separaba ya de los rendidos
jinetes de Tilverton, cuando los héroes llegaron a un pequeño lago, cerca de
las montañas del desfiladero de las Sombras. El agua estaba rodeada por unos
cuantos árboles, cansados centinelas que anhelaban poder llegar abajo y
refrescarse en las cristalinas aguas. Kelemvor, a pesar de que el agua fría lo
tentaba en extremo, sabía que el grupo no podía permitirse el lujo de parar.
Mientras rodeaban el lago, el guerrero confió en que la fuerza de voluntad de
sus perseguidores no fuese tan fuerte como la suya.
Minutos
después, los héroes lanzaron gritos de entusiasmo cuando vieron que Phylanna y
los adoradores de Gond se detenían junto al lago. Y, aun cuando estaban ahora a
una considerable distancia de Tilverton y muy cansados, los héroes prosiguieron
su camino hasta que el sol estuvo alto en el azul del cielo. Para entonces,
hacía casi dos horas que sus perseguidores no daban señales de vida. Se pararon
el tiempo suficiente para comer y beber, pero no había ni que hablar de dormir.
Mientras
Cyric y Kelemvor comían y atendían a los caballos, Medianoche examinó a Adon y
tuvo tiempo de cubrir su herida. Había perdido mucha sangre durante la
cabalgada y estaba todavía inconsciente, pero la maga pensó que viviría para
ver la torre Inclinada del valle de las Sombras. Sin embargo, cuando los héroes
estuvieron preparados para partir y Adon fue aupado al caballo de Kelemvor,
Medianoche se preguntó si no sería preferible para el clérigo no volver a
despertarse.
A medida que
el día avanzaba, los héroes se acercaban cada vez más al desfiladero de las
Sombras. A mediodía, aparecieron, espectrales, los enormes bloques de granito
que formaban la cordillera gris del desfiladero, mientras la luz bañaba el
valle entre las estribaciones opuestas y hacía que los héroes se preguntasen de
dónde le venía su nombre al lugar. Pero a medida que iba avanzando la tarde y
los héroes se aproximaban a las montañas, no tardaron en comprender que el
nombre del desfiladero era más que apropiado.
Cuando el
sol se desplazó hacia el oeste y los macizos picos del desfiladero de las
Sombras empezaron a bloquear la luz en cada recodo, un velo de oscuridad fue
cubriendo el camino. Mucho antes de que cayese la noche, los héroes tuvieron la
sensación de haber estado viajando con una manta de aire frío y suave sobre
ellos, a pesar de que el sol calentaba las Tierras de Piedra al sur del
desfiladero y las montañas de la Boca del Desierto.
Sin embargo,
los héroes siguieron avanzando, hasta que, a la media luz del momento antes de
caer la noche sobre las Tierras de Piedra, al suelo empezó a hacer ruidos
extraños. Al principio, Kelemvor no dio mayor importancia a aquellos temblores,
considerando que no serían más que desprendimientos subterráneos de piedras o,
tal vez, que la tierra se estaba asentando después de la lluvia que había
calado recientemente la zona. Pero al cabo de un momento las montañas que
rodeaban el desfiladero de las Sombras empezaron a moverse.
En un
principio, Medianoche pensó que era la falta de sueño lo que hacía que sus
sentidos la traicionasen, pero no tardó en ver que la estribación del oeste se
volvía lentamente hacia ella. Al este caían de los riscos enormes rocas que se
estrellaban contra los árboles; se estrellaban o los arrancaban.
La tierra
temblaba bajo los héroes, y los caballos piafaban asustados. El estruendo se
hacía cada vez más ensordecedor y las rocas desprendidas no tardaron en
acercarse, yendo a estrellarse contra los árboles que flanqueaban el camino que
atravesaba el desfiladero de las Sombras. Poco a poco el camino se fue cerrando
y los héroes vieron al nordeste nuevas montañas que se alzaban del suelo.
—¡Tenemos
que pasar! —gritó Kelemvor, espoleando con sus talones los flancos de su
caballo—. ¡Adelante!
Cuando el
guerrero, seguido de Cyric y Medianoche, empezó a bajar velozmente por el cada
vez más estrecho camino, se puso claramente de manifiesto que las dos
estribaciones se estaban moviendo, acortando la distancia y cerrando el
desfiladero. El caos proseguía y a su alrededor se precipitaban rocas y piedras
que arrancaban los árboles y elevaban nubes de polvo y tierra. Al cabo de un
rato, los aventureros ya no podían ver más que unos cuantos metros delante de
sí, pero tenían que seguir cabalgando tan rápidamente como pudieran.
Apresurándose para llegar al otro lado del desfiladero, corrían el riesgo de
ser alcanzados por una roca, pero si aminoraban la marcha y cabalgaban
cautelosamente, acabarían siendo aplastados por las montañas que se iban
acercando.
Luego,
mientras los héroes se abrían paso entre el montón de piedras que caía, volvió
a desencadenarse el caos de la naturaleza. El caballo de Medianoche fue el
primero en percibirlo y, a pesar de los esfuerzos de la maga para que le
obedeciera, se encabritó y retrocedió bruscamente. Las nubes que los
envolvieron de repente tenían un color ámbar oscuro y tuvieron que cubrirse la
nariz y la boca para no inhalar los gases producidos por la niebla. Cuando no
tenían más remedio que respirar, los espesos y trepidantes grumos que inhalaban
los héroes les quemaban de forma horrible. Allí donde se volviesen, estaba la
niebla.
También a
los caballos les costaba respirar pero, aunque jadeando y resollando, siguieron
adelante. En medio de aquel aire denso y viciado, los héroes apenas veían por
donde estaban pasando. Afortunadamente aparecieron las nieblas y las montañas
dejaron de moverse.
Cyric sabía
que era un milagro que hubiesen sobrevivido hasta aquel punto. Pero si los
picos empezaban a desplazarse de nuevo, los aventureros acabarían enterrados en
un río de tierra desplazada, rocas y árboles mucho antes de que pudiesen salir
del desfiladero.
—Será mejor
que paremos un momento —dijo Medianoche tosiendo secamente—. Así podremos comprobar
nuestra posición y asegurarnos de que vamos en la dirección adecuada.
—Sí —asintió
Kelemvor—. Parece no haber peligro por el momento.
Los héroes
se detuvieron y dejaron descansar a los caballos un momento. Escudriñaron la
niebla en busca de algún punto reconocible, algo que los guiase al norte a
través de toda aquella desolación. Pero como la niebla era demasiado densa y se
estaba haciendo de noche, tuvieron que dejarse llevar por la intuición de
Cyric.
—Yo creo que
estamos en la dirección correcta —dijo el ladrón mientras los héroes montaban y
se disponían a proseguir la marcha—. No tenemos más elección que seguir lo que
creemos que es el camino que cruza el desfiladero.
Medianoche
se rió.
—Esto
funcionó en aquel extraño bosque a las afueras de Arabel.
Cyric y
Kelemvor fruncieron el entrecejo y se disponían a hincar las espuelas en sus
caballos para ponerse en marcha, cuando Medianoche lanzó un grito. Una rata de
relucientes ojos rojos y enorme cuerpo abotargado surgió de la niebla en
dirección a Medianoche. La maga golpeó aquella cosa monstruosa, tan grande como
el antebrazo de un hombre, y el animal dio un chillido estridente. La rata cayó
al suelo produciendo un ruido sordo y echó a correr.
Luego los
héroes oyeron un zumbido que hizo estremecerse incluso a Kelemvor. A su
alrededor se oían unos chillidos altos y estridentes. Los gritos resonaban en
las rocas y los aventureros sintieron que un escalofrío recorría su columna
vertebral. Cuando la primera horda de ratas gigantes atravesó la niebla, Cyric
pensó que debía de haber como mínimo doscientas.
El caballo
de Kelemvor retrocedió y poco faltó para que Adon cayese al suelo.
—¡Poneos
detrás de mí! —gritó Medianoche.
De pronto
apareció un escudo azul y blanco que rodeó a los héroes y desvió los cuerpos de
las ratas.
Kelemvor
trató de mantener firme su caballo dentro del escudo.
—¿No te
parece que es un poco arriesgado lanzar un hechizo? Quiero decir que podías
haber convertido a todas las ratas en unos agresivos elefantes o en alguna otra
cosa.
—Si tanto te
molesta, Kel, podemos decirle a Medianoche que suelte el escudo —dijo Cyric.
El guerrero
guardó silencio y Medianoche sonrió, aunque sin volverse para mirar a sus
compañeros, concentrada como estaba en sostener el escudo en alto mientras rata
tras rata rebotaba en la barrera mágica.
Cyric
observaba a las ratas correr a su alrededor.
—No parecen
tener un interés particular en atacarnos —comentó—. Me pregunto si no estarán
huyendo de algo o si el terremoto no habrá destruido sus madrigueras.
Apenas la última
rata salió huyendo, el escudo se rompió como si fuese un espejo golpeado con un
martillo, y los fragmentos rotos se desvanecieron en el aire.
—Creo que
deberíamos marcharnos inmediatamente —dijo Kelemvor, y los caballos empezaron a
abrirse paso entre los árboles y piedras que habían caído.
Aquella
noche estuvieron cabalgando durante horas y horas, pero sin que la niebla diese
muestras de querer remitir. Kelemvor sentía un malestar creciente en la boca
del estómago, sin duda causado por el aire amargo. Estaba débil y cansado y,
aunque nunca se ponía enfermo, pasó varias veces por su mente la idea de que
ahora iba a ocurrirle. Las rocas que tenían delante parecían moverse
ligeramente de vez en cuando, pero Kelemvor se había acostumbrado tanto a
aquellos ruidos que se había vuelto sordo al estruendo que producían las
montañas al desplazarse y acercarse.
Sin embargo,
la niebla se hizo finalmente menos densa y los héroes se animaron cuando
descubrieron que respiraban con mayor facilidad. También el camino se iba
despejando. Después de caminar guiando los caballos más de un kilómetro y medio
a través de terreno resquebrajado y rocoso, y de suelo movedizo, los héroes
pudieron volver a montar. Adon fue trasladado al caballo de Medianoche y
Kelemvor puso el suyo al galope y se adelantó a reconocer el terreno.
La niebla se
fue apartando y el guerrero pudo volver a respirar aire fresco y limpio. En
aquella alejada zona del norte, las montañas no habían arrojado rocas y daba la
impresión de que estaban fuera de peligro. Sin embargo, la tierra que estaba al
norte de lo que había sido el desfiladero de las Sombras había cambiado; ahora
era extraña y hermosa.
El camino
tenía un brillo blanco y serpenteaba hacia el norte a lo largo de algunos
kilómetros. Luego desaparecía en las estribaciones dentadas de una hermosa
sierra que parecía estar hecha enteramente de vidrio.
Cuando
Kelemvor contemplaba las extrañas montañas al nordeste, Cyric y Medianoche
llegaron a su altura.
—¿Dónde
estamos? —preguntó Cyric para luego detenerse y desmontar—. No recordaba que
hubiese ninguna montaña de cristal en los Reinos.
—Creo que
estas montañas son nuevas. Hemos tomado la dirección correcta. Ahora estamos al
norte del desfiladero de las Sombras —dijo el guerrero. Luego señaló al oeste—.
Aquéllas son las montañas de la Boca del Desierto y lo que hay al norte,
delante de nosotros, es el bosque del Nido de Arañas.
—¡Entonces
estamos atrapados! —exclamó Medianoche dejando caer la cabeza—. No podemos
atravesar ese bosque y está en nuestro camino.
Los héroes
guardaron silencio un momento.
—Pues vamos
a tener que cruzar el bosque —dijo Cyric por fin—. Lo seguro es que no podemos
volver por donde hemos venido. De modo que no tenemos otra elección, a menos
que, claro está, Medianoche tenga a bien llevarnos volando por encima de las
montañas en su escoba.
—De todas
formas, aunque tuviese una, probablemente no funcionaría bien —dijo Kelemvor y
luego empezó a encaminarse hacia el bosque.
Cuando los
héroes se acercaban ya, algo se movió en los árboles, algo del tamaño de un
caballo, con ocho patas de araña y unos glaciales ojos azules.
Mientras
Medianoche y Kelemvor observaban atónitos los relucientes ojos del bosque,
Cyric se volvió para echar una última ojeada al desfiladero de las Sombras. De
la niebla estaba surgiendo un grupo de jinetes.
—¡Los
jinetes de Tilverton! —gritó Cyric.
Medianoche
buscó un lugar por donde escapar. Las formas que había en el bosque se movían
ahora velozmente y rondaban en torno al bosque del Nido de Arañas.
Medianoche
desmontó y se plantó en el camino de los jinetes que se acercaban. A pesar del
agotamiento, sacó la daga y se preparó para luchar. El resplandor sobrenatural
del camino iluminaba la escena y los héroes pudieron ver claramente a los
jinetes. Medianoche reconoció al hombre calvo que iba a la cabeza.
Ojos de
Dragón.
—Thurbrand
—dijeron Kelemvor y Medianoche al unísono, para luego quedarse boquiabiertos.
El hombre
calvo se detuvo y desmontó.
—Os saludo
—dijo a Kelemvor y a Cyric. Luego el guerrero se volvió a Medianoche—: Nos
volvemos a encontrar, hermoso narciso.
—¿Cómo
habéis cruzado el desfiladero de las Sombras? —preguntó Kelemvor a la vez que
desenvainaba su espada.
—Igual que
vosotros. He visto desastres peores —dijo el hombre calvo—. Claro que, para
cuando llegamos nosotros, las montañas habían dejado de moverse. No ha sido tan
duro.
Uno de los
hombres de Thurbrand carraspeó ruidosamente.
—Hemos
perdido un hombre —añadió Thurbrand—. Lo aplastó una roca.
—La gente de
Tilverton —repuso Medianoche en un tono de preocupación—. Los que nos
perseguían.
—Ha hecho
falta un poco de persuasión para que diesen media vuelta. Nosotros hemos
perdido dos hombres en el intento, pero ellos han perdido una docena —explicó
Thurbrand—. Esto los ha convencido.
Cyric
sacudió la cabeza. Pensó que eran unos estúpidos por morir por un dios que se
había desentendido de ellos.
—Por cierto
—prosiguió Thurbrand—, por el camino nos hemos enterado de que ha salido de
Zhentil Keep un escuadrón de asesinos para acabar con vuestro grupo. Se trata
de las fuerzas de elite de Bane, adiestradas prácticamente desde que nacieron.
Cyric
respiró hondo.
—Llevan unas
armaduras de color hueso y la piel blanqueada. Asimismo, ostentan el símbolo de
Bane pintado en negro en sus rostros. —El ladrón se estremeció—. Estuve a punto
de ser vendido a su orden cuando era niño. Si nos encuentran, no tardaremos
mucho en ser cadáveres.
—¿Y bien?
—quiso saber Medianoche.
Thurbrand
examinaba a los viajeros.
—Lleváis un
herido. Antes de nada habría que atenderlo. Y supongo que no habéis ni comido
ni dormido desde hace bastante tiempo.
—Pero ¿qué
pasa con los asesinos? —preguntó Kelemvor lanzando ansiosas miradas en
dirección al desfiladero que tenía detrás.
—Podríamos
esperarlos —propuso Thurbrand, para luego volverse e indicar a sus hombres que
se acercasen—. Si su preparación es tan superior, no servirá de nada huir.
Sería preferible enfrentarnos a ellos aquí mismo, en condiciones ventajosas.
Medianoche
tocó el brazo del hombre calvo.
—¿Por qué
nos has seguido?
Thurbrand se
volvió, pero no dijo nada.
—¿Por qué
estás aquí? —preguntó Medianoche en un tono tranquilo.
—Mis hombres
atenderán al clérigo, luego hablaremos —fue la contestación de Thurbrand.
—¡Maldito
seas! —gritó Kelemvor—. ¿Qué quieres de nosotros?
Todos los
hombres de Thurbrand sacaron la espada.
Thurbrand
frunció el entrecejo.
—¿No os lo
he dicho? Se os requiere a todos en Arabel para un interrogatorio. Se os acusa
de traición. Técnicamente, estáis todos detenidos.
El hombre
calvo indicó a sus hombres mediante un gesto que envainasen sus armas y se
alejasen.
Bane estaba solo en la sala del trono con Blackthorne, que permanecía
de pie junto a las enormes puertas de la estancia. Una nube color ámbar llenaba
el centro de la habitación, y de la neblina colgaba una enorme calavera
jaspeada.
—Estoy
intrigado, Myrkul —dijo lord Black, paseándose de arriba abajo y de abajo
arriba—. Como tú me has recordado, con gran satisfacción por tu parte, nuestra
última colaboración fue un rotundo fracaso. Sin embargo, después de mi batalla
con Mystra, cuando te pedí ayuda, tú te limitaste a echarte a reír. Yo, en
cambio, soy lo bastante educado como para contestar a tu llamada en medio de la
noche.
—¿Qué es el
tiempo para ti o para mí? —dijo Myrkul—. ¿Quieres escuchar lo que tengo que
proponerte?
—Sí, sí.
¡Adelante con ello! —espetó Bane con impaciencia y apretando los puños.
Myrkul se
aclaró la garganta.
—Creo que
deberíamos volver a unirnos. Tu plan de reunir el poder de los dioses tiene una
virtud que sólo ahora puedo apreciar en lo que vale.
—¿Y cómo es
eso? —preguntó Bane débilmente para luego arrastrarse hasta el trono, sentarse
y dejar escapar un bostezo. La nube ámbar lo siguió—. ¿Estás tan harto como yo
de pasar el tiempo dentro de estas odiadas cadenas de carne?
—Esto es una
de las consideraciones —dijo Myrkul—. También sé dónde puedes encontrar otra
Escalera Celestial. La necesitas para acceder a las Esferas, ¿no es así?
—Sigue
—apremió lord Black, sin dejar de tamborilear en el brazo del trono con los
dedos.
—Me has
hablado de un plan para invadir el valle. ¿Sabías que la escalera está fuera
del templo de Lathander en el valle de las Sombras?
—Sí, Myrkul,
claro que sabía lo de la escalera —dijo Bane—. Pero te agradezco las molestias
que te has tomado.
Lord Black
sonrió. Si bien la noticia de la presencia de la escalera en el valle de las
Sombras no era nueva para Bane, su exacta localización en el lugar sí lo era.
Por supuesto, a Bane jamás se le ocurriría dejar entrever al señor de los
Huesos que había desvelado una información de considerable valor.
La calavera
espectral cerró los ojos.
—¿Cómo puedo
compensarte por mis fallos como aliado, Bane? Me gustaría ayudarte en todo lo
que pueda.
Bane alzó
una ceja y se puso de pie.
—Sigues
negándote a tomar parte directa en la batalla, ¿de qué puedes servirme,
entonces?
—Sigo
teniendo cierto control sobre la muerte. Puedo... sacar el poder del alma de un
humano cuando éste muere.
Bane se
acercó a la calavera flotante.
—¿Y tú podrías darme ese poder?
La calavera
asintió.
Bane
reflexionó sobre ello.
—Éstas son
mis condiciones —dijo finalmente—. Recogerás las almas de todos los que mueran
en la batalla y trasegarás sus energías dentro de mí.
—¿Qué más?
—quiso saber Myrkul.
—Estarás
preparado para unirte a mí en el asalto a las Esferas. Cuando llegue el momento
de subir la escalera, tú estarás a mi lado. Primero mandaremos a aquellos de
mis seguidores que hayan sobrevivido a la batalla para que ataquen al dios de
los Guardianes. Cuando Helm mate a los humanos, no estará haciendo más que
alimentar mi poder, debilitarse y acelerar su propia destrucción.
No había
expresión alguna en la calavera de la neblina. Al cabo de un momento, Myrkul
asintió.
—Sí. Juntos
volveremos a recuperar las Esferas y luego, quizás, usurpemos el trono del
poderoso Ao.
Bane levantó
el puño.
—¡Quizá, no,
Myrkul! ¡Destruiremos a lord Ao!
La nube
ámbar se disipó y lord Myrkul desapareció. Bane fue hasta el último lugar donde
se había cernido la calavera.
—En cuanto a
ti, Myrkul, seremos aliados sólo mientras nos sea ventajoso.
Bane se rió.
Las ceremonias que Myrkul tendría que llevar a cabo para investir a Bane con el
poder que había exigido agotarían al lord de los Huesos y a la mayoría de sus
sumos sacerdotes. Cuando llegase el momento de subir la escalera, Myrkul
dependería de la fuerza de Bane. Seguro que no se esperaría la traición que
planeaba Bane.
—¡Blackthorne!
—gritó Bane—. Prepárame mis aposentos.
El emisario
pasó corriendo por delante de lord Black.
—Creo que
esta noche voy a dormir muy bien.
12
El bosque del Nido de Arañas
—¿Quieres
hacer el favor de apartar tu pie de mi cara? —dijo Thurbrand, y echó mano a la
espada.
Era antes
del almuerzo y al hombre calvo le habían despertado, después de dormir un rato,
con una serie de patadas en la espalda. Lo que vio después fue el recibimiento
de la bota de Kelemvor asomando sobre su cabeza.
—¿Traidores?
¿Qué es eso de que precisamente nosotros cuatro, de entre todos los seres que
pueblan los Reinos, somos unos traidores? —gritó Kelemvor.
—Sospechosos
de traición —replicó Thurbrand—. ¡Y ahora, por favor, saca tu bota antes de que
te cercene el tobillo!
Kelemvor se
apartó del hombre. Thurbrand se levantó. Una sinfonía de quejidos y crujidos se
dejó oír cuando se estiró para desentumecer la espalda, el cuello y los
hombros. Los aventureros y los hombres de Thurbrand estaban acampados en las
proximidades del bosque del Nido de Arañas.
—¿Cómo están
tus compañeros, Kel? —preguntó Thurbrand mientras se ponía de pie para ir a
buscar algo de comer.
—Viven.
Thurbrand
hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—¿Y
Medianoche? ¿Está bien? Tenemos una deuda pendiente...
La espada de
Kelemvor estaba fuera de su funda antes de que Thurbrand pudiese pronunciar
otra palabra.
—Considérala
saldada.
—Yo sólo
quiero recuperar mi pelo —dijo Thurbrand con el ceño fruncido.
Kelemvor
recorrió el campamento con la mirada. El roce revelador de la espada saliendo
de su funda había llamado la atención, por lo menos, de seis hombres que
estaban ahora de pie con las armas preparadas, a la espera de una palabra de su
cabecilla.
—¡Ah! —dijo
Kelemvor, y volvió a envainar la espada—. ¿Eso es todo?
Thurbrand se
rascó la calva.
—Será
suficiente —dijo—. Si bien parece que a mis amantes les gusto así.
Kelemvor se
rió y se sentó junto a Thurbrand mientras éste comía. Cyric, a quien la
discusión había despertado, se acercó a los guerreros. Caminaba despacio y los
oscuros cardenales, fruto del accidentado paso por el desfiladero de las
Sombras, relucían al sol de la mañana.
—Pareces...
—empezó a decir Kelemvor cuando el ladrón llegó a su altura.
—No lo digas
—le interrumpió Cyric para luego coger un plato de comida—. Si tuvieses mi
aspecto o te sintieses como yo, estarías muerto.
—Pero tú no
lo estás —repuso Kelemvor ausente.
—No estoy
muy seguro —replicó Cyric a la vez que se pasaba una mano por su despeinado
cabello—. ¿Y Medianoche y Adon?
—Adon sigue
inconsciente —dijo Kelemvor.
—Entonces,
no lo sabe —repuso Cyric en voz baja señalando su rostro con un gesto de la
mano.
Kelemvor
sacudió la cabeza de un lado para otro.
Cyric asintió,
luego se volvió y dio una orden a uno de los hombres de Thurbrand. El hombre
miró a Thurbrand, el cual cerró los ojos lentamente y asintió con un gesto de
cabeza. El hombre llevó una jarra de cerveza a Cyric, que se tragó su contenido
de un solo sorbo y luego devolvió la jarra.
—Esto está
mejor —comentó, luego se volvió a Thurbrand y añadió—: Y ahora dime, ¿qué es
todo eso de la traición?
Thurbrand
les contó la historia de la lucha de Myrmeen Lhal con el asaltante que se había
identificado como Mikel; Cyric se rió.
—Marek jamás
ha sido capaz de inventarse un seudónimo decente —observó.
El hombre
calvo frunció el entrecejo y siguió con su relato. Les contó su reunión con
Lhal y con Evon Stralana, que le habían pedido que organizase un grupo.
—Naturalmente
yo insistí en ponerme al mando de la compañía —añadió Thurbrand—. Ha sido de
creencia común durante mucho tiempo que la conspiración del Caballero Siniestro
se originó en Zhentil Keep. Cuando tuvimos noticia de la banda de asesinos de
Zhentil que va tras vuestros pasos, vuestra inocencia resultó bastante
evidente.
—¿Tú
albergabas alguna duda? —quiso saber Kelemvor.
—Pagasteis
para obtener identificaciones y cartas falsas, luego os marchasteis de la
ciudad disfrazados, incumpliendo así el contrato que teníais para servir y
proteger a Arabel. Después, ese Mikel, o Marek o como quiera que se llame, os
implicó en la conspiración. Supongo que no tengo que explicaros las
conclusiones obvias que se sacaron. —Thurbrand sonrió—. Pero, por supuesto, yo
no albergué duda alguna.
—Siendo así,
¿por qué no disteis media vuelta y regresasteis inmediatamente a Arabel?
—preguntó Cyric.
Thurbrand
frunció el entrecejo.
—Cuando
supimos lo que os esperaba, la única decisión justa era cruzar a toda prisa el
desfiladero de las Sombras y acudir en ayuda de un antiguo aliado.
Kelemvor
puso los ojos en blanco.
—¡Por favor!
—exclamó Cyric—. Algo debías de querer.
—Ahora que
lo dices —replicó Thurbrand—, además de la inmediata devolución de mi cabello,
hay un trabajillo en Arabel para el que necesitaría unos cuantos hombres
valerosos.
—Tenemos que
resolver un asunto en el valle de las Sombras —dijo Kelemvor.
—¿Y después?
—Pues allí
adonde nos lleve el viento —añadió Cyric.
Thurbrand se
echó a reír.
—Sopla un
fuerte viento en nuestra dirección. ¡Tal vez podamos arreglarlo!
—Veremos lo
que dice Medianoche —opinó conciliador Kelemvor en voz baja.
Éste se
levantó y fue a pedir más comida al cocinero de la compañía. Cyric y Thurbrand
se lo quedaron mirando y empezaron a reírse. Kelemvor no advirtió que Adon
estaba despierto.
El clérigo
se despertó, a pesar de que no se había parado de hablar por todo el
campamento, por la mención que se hizo del nombre de Myrmeen Lhal.
—¡Santa
Sune, estoy perdido! —dijo en voz alta; luego, al oír la risa de una muchacha,
se dio cuenta de que no estaba solo.
Sentada
junto a él, una joven que no tendría más de dieciséis años daba buena cuenta de
una escudilla de gachas que tenía sobre el regazo, sorbiéndolas grosera y
ruidosamente. Como Adon no tardó en descubrir, se llamaba Gillian; era morena,
con un pelo de estopa y una piel intensamente bronceada, curtida y seca. Los
ojos eran de un azul profundo y los rasgos, ordinarios pero no carentes de
atractivo.
—¡Ah!
—exclamó ella—, ¡te has despertado! —Bajó la escudilla y se la tendió a Adon—.
¿Quieres un poco?
Adon se
frotó la frente y recordó de pronto la agresión del hombre de los ojos grises
en Tilverton. Sabía que había sido alcanzado por su daga y que luego se había
desmayado. Sin embargo, ahora se sentía descansado y sólo ligeramente débil.
—Sabía que
Sune me protegería —dijo, contento.
La muchacha
lo miró.
—¿Quieres un
poco de este guiso o no?
—¡Sí,
gracias! —dijo Adon, en quien el hambre había vencido cualquier inquietud que
hubiese podido albergar con respecto a Myrmeen Lhal y sus lacayos. Sin embargo,
cuando el clérigo se incorporó, notó un agudo tirón en el lado izquierdo de su
rostro y un intenso ardor. Algo caliente y húmedo rodaba por su mejilla. Adon
pensó que era extraño, pues no hacía demasiado calor a aquella temprana hora de
la mañana. Se preguntó a qué se debía que estuviese sudando de aquella manera.
Luego miró a la muchacha.
Gillian
apartó la mirada de Adon, se encogió tensamente de hombros y apretó las
rodillas con fuerza.
—¿Qué pasa?
—quiso saber el clérigo.
—Voy a
buscar al curandero —dijo Gillian mientras se ponía de pie.
Adon se pasó
la mano por el rostro. Estaba sudando todavía más que antes.
—Yo soy
curandero. Soy clérigo al servicio de Sune. ¿Tengo fiebre?
Gillian miró
brevemente al clérigo, luego volvió a desviar la mirada.
—Por favor,
¿qué pasa? —dijo Adon a la vez que alargaba la mano para coger a la muchacha.
Vio entonces
que había sangre en su mano. No era sudor lo que corría por su rostro.
Adon empezó
a respirar fatigosamente y notó como si un enorme peso estuviese oprimiendo su
pecho. Sintió mucho frío en la piel y la cabeza empezó a darle vueltas.
—¡Dame tu
escudilla! —ordenó.
Gillian miró
a los demás y llamó a uno de ellos. Medianoche vio que Adon estaba consciente y
se puso en pie de un salto.
—¡Dámela!
—gritó Adon, y le arrancó la escudilla de las manos derramando el contenido al
suelo. Con manos temblorosas, sacó brillo a la escudilla de metal con la manga,
luego la levantó a la altura de su rostro y se miró en el espejo curvo.
—No.
Gillian ya
no estaba a su lado. Se oyó ruido de pisadas sobre la tierra. Aparecieron
delante de él Medianoche y un clérigo que llevaba el símbolo de Tymora.
—No puede
ser —dijo Adon.
El clérigo
de Tymora, contento de que el joven sunita se hubiese despertado de su sueño
sin consecuencias graves, se acercó con una sonrisa de oreja a oreja. Sin embargo,
cuando vio la expresión del rostro de Adon, su sonrisa se desvaneció al
instante.
—Sune, por
favor... —decía Adon.
Se tensaron
los músculos de la cara del curandero. Había comprendido de pronto.
—Hicimos lo
que pudimos —añadió sombríamente.
Medianoche
puso una mano sobre el hombro de Adon y miró a Cyric y a Kelemvor, que estaban
sentados juntos al otro lado del campamento.
Adon no
decía nada, se limitaba a mirar fijamente su reflejo.
—Estamos
demasiado lejos de Arabel y de la diosa Tymora para que funcione la magia
curativa —prosiguió el clérigo—. No había pociones. Hemos tenido que confiar en
los ungüentos y en los medicamentos naturales que he podido crear.
El borde de
la escudilla de metal fino empezó a arrugarse en el puño de Adon.
—Lo
importante es que estés con vida, quizás alguien de tu propia orden pueda
ayudarte y hacer lo que nosotros no hemos podido.
El metal se
torció.
—Deja que
vuelva a examinarte. Estás sangrando de nuevo. Te has arrancado los puntos.
Medianoche
se agachó y retiró la escudilla de las manos de Adon.
—Lo siento
—dijo en un susurro.
El curandero
se agachó y limpió la sangre del rostro de Adon con una toalla. Sin embargo, el
daño no era tan grave como había temido, pues se habían desprendido sólo
algunos puntos. Mientras el clérigo miraba la cicatriz, pensó que ojalá hubiese
encontrado al sunita en una ciudad, pues, con los instrumentos adecuados,
habría podido hacer un trabajo más limpio con la cicatriz.
Los dedos de
Adon, acompañados por su ojo izquierdo, siguieron la cada vez más oscura
cicatriz, bajando por el pómulo y el centro de la mejilla. El corte desigual
terminaba en la base de la mandíbula del clérigo.
Un poco más tarde, aquella misma mañana, mientras los aventureros
desmontaban el campamento, Cyric se enzarzó en una discusión con Brion, un
joven ladrón de la compañía de Thurbrand.
—¡Pues claro
que comprendo lo que estás diciendo! —gritaba Cyric al albino—, pero ¿cómo
puedes negar la evidencia de tus propios sentidos?
—He mirado
en el rostro de la propia diosa Tymora —contestó Brion—. No me hace ninguna
falta otra evidencia. Los dioses han venido a visitar los Reinos para divulgar
su palabra sagrada de primera mano.
—Sí, pagas tu
dinero y puedes acercarte al instante —dijo Cyric—. No me extrañaría que tu
diosa empezase pronto a decir la buenaventura.
—Lo único
que he dicho es...
—¡Zoquete!
—lo interrumpió Cyric—. Ya me lo has dicho una vez.
—Las
contribuciones siempre son necesarias.
Cyric
sacudió la cabeza y apartó la mirada de Brion.
—Uno debe de
sentirse muy solo no teniendo más creencia que uno mismo —dijo Brion—. Mi fe
hace que esté satisfecho.
Cyric tembló
de rabia, pero luego fue recobrando el control de sus emociones. Sabía que
Brion no lo había provocado intencionadamente, pero el moreno y delgado
guerrero estuvo insólitamente inquieto desde que se despertó. Quizás era sólo
la tristeza que reinaba en el campamento a causa de la herida de Adon, pero una
parte deseaba volver a lanzarse a las montañas y dejar que el destino le
enviase cualquier monstruosidad imaginable. Incluso sabiendo que en el bosque
del Nido de Arañas la única catarsis que encontraría sería la muerte, hasta
aquel lugar le resultaba tentador.
Se oyó un
ruido en la distancia y la tierra empezó a temblar bajo los aventureros. Cyric
vio unos enormes fragmentos cristalinos deslizarse por la faz de los riscos de
cristal que se habían colocado en el camino del valle de las Sombras.
—Misericordiosa
Tymora —dijo Brion cuando las impresionantes rocas de cristal se rompieron y,
al reflejar la luz del sol, lanzaron varios arcos iris a través del paisaje.
A
continuación, sin previo aviso, una brillante lanza negra, del tamaño de un
árbol, surgió de la tierra junto a Cyric. El ladrón cayó al suelo, pero no
tardó en levantarse y coger su caballo. Similares lanzas dentadas y de color
ébano atravesaron el suelo en toda la llanura y se elevaron unos cinco metros
en el cielo de la mañana.
—Es hora de
marcharnos —le dijo Kelemvor a Thurbrand, y los dos hombres corrieron en busca
de sus caballos—. Me parece que no vamos a tener más remedio que atravesar el
bosque.
Thurbrand
recorrió velozmente su compañía, reuniendo a sus hombres e instándolos a que se
dirigiesen al bosque. Pero, antes de que llegasen a ponerse en camino, las
lanzas atravesaron a dos de sus hombres y destriparon a tres caballos. Los
restantes miembros de la compañía se precipitaron a la oscuridad del bosque del
Nido de Arañas. Las lanzas seguían rasgando la llanura y unas enormes
avalanchas de cristal caían al nordeste de las montañas.
Cuando
Medianoche se iba acercando al bosque, advirtió la ausencia de Adon, escudriñó
la llanura desde la linde del bosque y vio el caballo del clérigo que corría en
medio de las lanzas. Medianoche se lanzó hacia el animal y lo alcanzó en el
centro de la llanura.
Una silueta
se movía despacio entre las nubes de polvo, en dirección al caballo.
—¿Eres tú,
Adon? —preguntó Medianoche.
El clérigo
se tomó su tiempo para subir al caballo y le condujo por la devastada llanura a
paso lento. Cuando el animal intentaba lanzarse a toda carrera, él lo refrenaba
y, si oía los gritos de Medianoche o veía sus frenéticos gestos, lo ignoraba.
Pero como Adon no reaccionaba, ni siquiera cuando una lanza surgió del suelo a
unos metros de él, Medianoche se puso junto al clérigo y golpeó los cuartos
traseros del animal con todas sus fuerzas. El caballo emprendió el galope en
dirección al bosque y la relativa seguridad que éste suponía. Cuando el caballo
se puso a correr Adon no gritó ni se echó siquiera hacia adelante, se limitó a
sostenerse clavando los dedos en la crin y las piernas en los flancos.
Kelemvor
esperaba en las afueras del bosque. Todos, salvo unos cuantos hombres de
Thurbrand, habían desaparecido en el interior y el último de los jinetes se reunió
con sus aliados en lo más recóndito y oscuro del bosque del Nido de Arañas.
No se veía
movimiento de las criaturas que habían entrevisto la noche anterior.
—Quizá
duermen de día —observó Kelemvor.
Los ruidos
de cristal rompiéndose y estallando habían disminuido, si bien los aventureros
todavía oían de vez en cuando el estruendo que producían las enormes paredes de
cristal deslizándose montaña abajo.
—Si esos
monstruos duermen de día, será mejor que lleguemos al valle de las Sombras
antes de que se haga de noche.
Todos
lanzaron murmullos de aprobación, tanto Kelemvor como Cyric y los miembros de
la Compañía del Alba. Adon cabalgaba en silencio por el bosque.
Los
aventureros siguieron cabalgando todo el día por el bosque, atentos a cada
ruido y con las espadas constantemente a punto. Adon iba delante de Kelemvor y
de Medianoche, mientras que Cyric llevaba en su caballo a Brion, el cual había
perdido el suyo con una de las lanzas negras. A medida que se fueron adentrando
en el bosque, la flora se volvió más densa e impracticable y al cabo de un rato
Thurbrand indicó que todos debían detenerse y desmontar. Habría que seguir a
pie y guiar los caballos.
Adon ignoró
la señal y Kelemvor se puso a su lado.
—¿Ahora has
perdido la vista, Adon? —le dijo.
Como el
clérigo no le hizo caso y siguió obligando a su caballo a abrirse paso entre la
maleza, el guerrero le dio una palmada en el brazo a fin de llamar su atención.
Adon miró a Kelemvor, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y desmontó.
—En este
lugar hay muerte —dijo Adon, en cuya voz no vibraba precisamente la vida—. Nos
hemos metido en un osario.
—No sería la
primera vez —dijo Kelemvor para luego volver junto a Medianoche.
Algo más
adelantado, Cyric caminaba junto a Brion. Aun cuando el joven ladrón lo había
divertido tanto como enfurecido, Cyric presentía una refrescante inocencia en
él. Aunque su pericia con la daga rivalizaba con la de Cyric, era evidente que
Brion no llevaba mucho tiempo de aventurero.
Después del
almuerzo, Brion desafió a Cyric a una prueba de habilidad con la daga y Cyric
estuvo a punto de perder con el albino. Finalizado este desafío, Cyric y Brion
hicieron un número con seis dagas cada uno, lanzándoselas mutuamente a una
velocidad de vértigo. Brion desviaba todos los cuchillos lanzados por Cyric, y
éste, a su vez, esquivaba las dagas lanzadas por Brion con las suyas propias.
A pesar de
toda aquella habilidad con los cuchillos, el albino no apestaba a sangre y
locura como ocurría con muchos aventureros. Incluso los compañeros de Brion,
como la muchacha que se había sentado junto a Adon, se deleitaban con la idea
de poner fin a una vida. Cyric lo veía en sus ojos.
Cyric
también se daba cuenta de que las veces que Brion había derramado sangre
voluntariamente podían contarse con una sola de sus manos enguantadas y que el
albino jamás había matado a un hombre sin lamentarlo luego.
A medida que
los aventureros avanzaban, el bosque se tornaba engañosamente hermoso, por lo
menos al principio. Los árboles eran gruesos, altos y cubiertos de abundantes
hojas verdes. La brillante luz del sol atravesaba las frondas del ramaje y, por
aquí y por allá, caían dardos de luz que acariciaban de vez en cuando los
rostros de los héroes que atravesaban el denso follaje.
Luego,
mientras cruzaban un grueso lecho de nudosas raíces que cubrían el suelo
completamente en muchos puntos, Kelemvor oyó un ruido seco de ramas en los
árboles. Se volvió bruscamente y señaló los árboles a Zelanz y Welch, los
mercenarios que iban en retaguardia, pero ellos no habían oído nada. Le
mantuvieron la mirada y se encogieron de hombros. Kelemvor no vio señales de
movimiento entre el grupo, de modo que se volvió y siguió caminando.
Los ruidos
se repitieron una y otra vez y, finalmente, todo el grupo se puso sobre aviso.
Sacaron las armas, pero no pudieron distinguir rastro alguno de las criaturas
en los árboles. En la cabeza, Thurbrand guiaba a su caballo con cuidado por un
pequeño sendero del bosque. Después de pasar por delante de un árbol de gran
tamaño, el hombre calvo se detuvo en seco y, mientras se preparaba para atacar,
su cuerpo se fue tensando.
Delante de
Thurbrand había un hombre con una armadura color hueso pegado a un árbol por
unos largos y viscosos hilos de telaraña. Se le había caído el casco y su
rostro lívido llevaba el símbolo de Bane, negro sobre los rasgos blancos. Con
la espada desenvainada, el hombre miraba fijamente a Thurbrand y en su rostro
podía verse una mueca helada y unos ojos salvajes.
Thurbrand
vio a otros cinco hombres a unos metros de distancia; llevaban la armadura de
los asesinos de elite de Bane y estaban pegados a otros árboles en medio de un
gran claro.
—Están
muertos —dijo Thurbrand—, y lo que los ha matado está cerca de aquí.
Los
aventureros permanecieron en silencio un momento, mientras Kelemvor y Thurbrand
examinaban una enorme telaraña ensartada en los árboles donde se hallaban
aquellos hombres. El resto del grupo, a excepción de Adon, se apiñó y se puso a
contemplar los árboles. El sunita, por su parte, se limitó a permanecer junto a
su caballo, mirando el oscuro dosel de hojas que oscurecía el sol.
Mientras los
componentes del grupo aguzaban el oído a cualquier movimiento entre los
árboles, fueron cayendo en la cuenta de que no salía ruido alguno del bosque.
Las hojas no susurraban en el viento. Los insectos no chillaban. El silencio en
el bosque era completo.
Sin decir
una sola palabra, Gillian pasó las riendas de su caballo al clérigo de Tymora y
se encaminó a un árbol. Subió como un mono y sin hacer ruido hasta la rama más
alta; una vez allí, inspeccionó el bosque con su vista de lince. Los
aventureros esperaron cinco minutos, durante los cuales ella fue saltando de
rama en rama, abarcando atentamente con la vista toda la zona desde cada uno de
los posibles puntos estratégicos; finalmente indicó que todo estaba despejado.
Antes
incluso de saltar al suelo, la muchacha indicó a Thurbrand que se acercase.
—Ni siquiera
los más fuertes vientos podrían mover estas ramas. Este lugar está muerto,
petrificado en este estado. —Se frotó el pulgar y el índice para indicar una
textura extraña—. Una ligera película lo cubre todo, de ahí viene la inquietud.
Thurbrand
asintió y alargó los brazos para ayudar a la muchacha a bajar, pero ella
frunció el entrecejo y pasó saltando por encima de él para caer en cuclillas.
Pero, cuando sus pies tocaron el suelo, en el centro de una maraña de raíces
que sobresalía, se oyó un ruido sordo y la tierra se abrió. Antes de que la
muchacha pudiese pronunciar palabra, las raíces surgieron del suelo en medio de
una lluvia de tierra desplazada.
En total
ocho patas de araña salieron precipitadamente para agarrar a Gillian, todas
largas y negras como el carbón. Cada pata tenía cuatro articulaciones y
terminaba en una punta afiladísima del tamaño de una espada grande. De la
tierra surgió la enorme panza sobre la cual estaba la muchacha, haciéndole
perder el equilibrio antes de saltar fuera de la trampa. Luego fue la cabeza
del monstruo lo que salió del suelo y vio unos relucientes ojos rojos y cuatro
pinzas desiguales.
Las patas de
la gigantesca araña se cerraron y atraparon a Gillian desde ocho direcciones
diferentes. Luego la araña empezó a desplazarse y el bosque cobró vida. Las
nubosas raíces que rodeaban a los viajeros se desplegaron. Otro hombre se había
levantado sobre la panza de otra araña y corrió la misma suerte que la
muchacha.
Cyric y
Brion estaban espalda contra espalda con las dagas preparadas. Una de las
arañas atacó al caballo de Cyric y le inyectó el veneno procedente de sus
mandíbulas que lo dejó paralizado. La araña soltó al animal y esperó a que el
veneno hiciera su efecto antes de arramblar con el caballo y aprisionarlo en su
tela. Cyric lanzó una maldición cuando se dio cuenta de que la mayoría de sus
pertenencias, incluyendo las hachas de mano, se hallaban en el caballo, pero no
estaba dispuesto a intentar rescatar su ropa de la araña, que montaba guardia
sobre su moribundo caballo.
Las arañas
estaban por todas partes y la más pequeña tenía el tamaño de un perro. Una de ellas
avanzó hacia Cyric y éste la miró a los ojos. Las patas tenían un color verde
pálido y el cuerpo era negro con unas enormes manchas naranja en los costados.
Cyric lanzó una daga a uno de los ojos impenetrables del monstruo y la mirada
depredadora de la araña le hizo sonreír.
La hoja de
Cyric dio en el blanco, y penetró en la trepidante masa del ojo de la araña, y
siguiendo en esa dirección se metió dentro, pero el animal siguió avanzando.
—¡Dioses!
—gritó Cyric, para luego saltar a una rama que colgaba muy baja.
La araña
gigante avanzó y mordió el aire donde hacía un momento había estado el ladrón.
Cyric comenzó a trepar por el árbol cuando oyó un grito y miró hacia abajo.
La araña
herida había atravesado el costado de Brion con una de sus patas; las dagas que
tenía de poca defensa le servían contra aquel monstruo. La araña se preparó
para volver a traspasar a su víctima y levantó una segunda pata. En medio de
sus esfuerzos por liberarse, Brion dejó caer la cabeza hacia atrás y miró a
Cyric.
Éste vio que
los labios de Brion se movían, le rogaban que lo ayudase.
Cyric
titubeó, sopesando las opciones que tenía. Sabía que el hombre estaba muriéndose
a causa del veneno del monstruo. Aparte de morir junto a él, poco podía hacer.
La araña
atacó con su segunda pata. Cyric observó cómo la vida se iba de los ojos de
Brion.
Al otro lado
del claro, Medianoche advirtió que tres arañas avanzaban hacia ellos. Kelemvor,
Zelanz y Welch estaban a su lado, Adon detrás de ellos, aparentemente ajeno a
la amenaza que se cernía sobre ellos.
Dos de las
arañas eran enormes y gordas, con unos cuerpos negros y rojos y unas
abotargadas patas color carmesí. La tercera era completamente negra, con unas
patas brillantes y puntiagudas y mayor agilidad que las otras. Cayó en un
ángulo y empezó a trepar por los árboles para alcanzar mejor sus presas, y los
estrechos espacios que había entre los árboles poco hacían para frenar su
avance.
La araña
brillante saltó sobre los héroes y Kelemvor cortó tres de sus patas con un solo
mandoble. El guerrero atacó de nuevo dando un tajo en el cuerpo del animal,
escapando por poco a sus pinzas. Luego Kelemvor se volvió y la araña estaba ya
encima de él, sobre sus patas traseras. Le asestó la espada contra su expuesta
panza y arremetió hacia atrás y hacia adelante. El monstruo golpeó al guerrero
con una pata y éste perdió pie. Antes de ir a estrellarse contra el árbol, se
le escapó la espada de la mano.
Medianoche
vio cómo las dos arañas restantes avanzaban hacia ellos. Después de bajar la
vista a su daga, comprendió que de poco le iba a servir con aquellos monstruos,
de modo que trató de recordar su hechizo de polo de fuerza. Cogió una rama de
un árbol cercano y dijo el conjuro. De repente, un brillante palo azul y blanco
se materializó en sus manos. Cuando Medianoche arremetió contra la araña, le
asombró descubrir que el palo había adquirido las propiedades de una guadaña.
Abrió de cuajo a la primera araña que encontró, pero la otra iba por unas
víctimas más fáciles.
Estaba
atacando a Zelanz y Welch, que contraatacaban codo con codo. Sus veloces
espadas no tardaron en acabar con ella, pero otras se iban acercando. El goteo
de una sustancia lechosa fue lo que los alertó de la presencia de una araña,
atareada en tejer su tela sobre ellos. Zelanz levantó la vista a tiempo de ver
la masa rojiza de la araña descender sobre ellos.
El clérigo
de Tymora avanzaba por el borde del claro. Llegó a la altura de un árbol y vio
a Thurbrand luchar por su vida contra la araña que había matado a Gillian. Dio
otro paso y se encontró cara a cara con Bohaim, un joven mago de Suzail.
Retrocedió torpemente para despejar el paso de Bohaim, pero una pata de araña
desgarró el pecho del mago. La araña lo levantó en el aire para luego bajarlo
hasta sus hambrientas mandíbulas.
El clérigo
de Tymora pensó que la Compañía del Alba se estaba acabando. Oyó un ligero
crujido detrás de sí. Levantó la maza y se volvió para encontrarse cara a cara
con una araña blanca y púrpura. Una de sus patas atravesó al clérigo con una
velocidad vertiginosa. El clérigo rezó una silenciosa plegaria a Tymora antes
de que el mundo se convirtiese en tinieblas.
A corta
distancia de donde había caído el clérigo, la espada de Thurbrand relampagueó y
cayó al suelo la cabeza de la araña que había matado a Gillian; el veneno que
derramó siguió salpicando al guerrero incluso cuando éste empezó a alejarse
para evitar el quedar empapado. Otras cinco arañas avanzaban hacia el hombre
calvo. Delante de él, los otros dos miembros de la Compañía del Alba, todavía
con vida, luchaban para seguir viviendo. Thurbrand acudió en su ayuda,
ignorando el montón de arañas que se iba acercando a él.
Encaramado
en la copa de un árbol, Cyric observaba con creciente fascinación cómo las
arañas iban trepando por el bosque y creando su complicado trabajo de
artesanía. Cyric sabía que habría debido sentir repugnancia o rabia ante
aquella visión, pues el único objetivo de ese trabajo era meter en una trampa a
sus amigos y a él mismo y devorarlos. Pero Cyric consideraba que aquellos
dibujos de una muerte esperada eran preciosos. ¡Había tal sencillez y armonía
en su diseño!
Cyric oyó un
ruido junto a él y saltó del árbol un segundo antes de que un grupo de pinzas
se juntase en el aire donde él estaba.
Antes de que
tuviese ocasión de ponerse de pie, oyó el ruido revelador de una araña abriendo
y separando la tierra para cogerlo en su trampa.
A cincuenta
metros, Kelemvor se levantó; sus sentidos habían quedado sumergidos en los
sonidos de las arañas, cuyas patas crujían y cuyo peso agitaba ligeramente los
árboles petrificados. Estaba rodeado por los monstruos, pero éstos no se
lanzaban contra él. Pero de pronto, una enorme araña blanca empezó a avanzar
muy lentamente y todas las demás despejaron el camino para que pudiese
acercarse. Era la mayor araña que Kelemvor había visto jamás.
Con objeto
de que la araña blanca tuviese sitio para maniobrar, las demás formaron un
círculo alrededor de Kelemvor, quien levantó la vista y vio un verdadero
ejército de arañas al acecho entre los árboles. No tenía escapatoria; sin duda
todos los otros habían muerto. La enorme araña blanca se abalanzó sobre él;
Kelemvor le cortó una de sus patas, otra hendió el aire en el mismo momento,
mientras que una tercera alcanzó su armadura, le abrió el todavía caliente peto
y le hizo una brecha poco profunda en el pecho.
Kelemvor
vio, con espantosa claridad, que una cuarta pata se deslizaba sobre él. La pata
atravesaría su pecho en un instante y la araña arrastraría su contraído cuerpo
hasta sus hambrientas mandíbulas. Pero fue entonces cuando un agudo dolor
envolvió su cabeza, que pareció iluminarse de azul y blanco.
Era Cyric,
que saltaba del árbol. Kelemvor empezó a librar su batalla con la araña blanca
y Medianoche se dispuso a arremeter contra la araña roja, con Adon detrás, sin
moverse para protegerla. Medianoche se metió entre las prensiles patas y clavó
su guadaña mágica en los ojos del monstruo.
La araña
roja se retorcía en el suelo, y Medianoche, al mirar a su alrededor, vio que
tanto Cyric como Kelemvor estaban en inminente peligro. Una sustancia lechosa
golpeó en aquel instante una de sus botas. Miró hacia arriba a tiempo de ver la
enorme y amarilla panza de una araña que descendía hacia ella con las patas
moviéndose en el aire con ávida expectación.
Medianoche
lanzó un hechizo destinado a crear un escudo delante de la araña. Cuando
terminó de decir el conjuro, la energía hizo crepitar su medallón y unos rayos
de luz surgieron de la estrella en dirección a Adon, Kelemvor, Cyric y los tres
miembros de la Compañía del Alba que quedaban.
Y, cuando la
araña blanca bajaba su pata hacia Kelemvor, y Cyric caía en la trampa, y Adon
miraba indiferente cómo la araña gris se abalanzaba sobre él, todos
desaparecieron.
Medianoche
tuvo la sensación de que le estaban arrancando el aire de los pulmones y que
una brillante ráfaga de luz azulada la cegaba un instante y, cuando volvió a
ver con claridad, se encontró en una larga carretera. Pensó por un momento que
se había vuelto loca, hasta que comprendió que había sido teletransportada del
bosque.
Kelemvor
yacía en el suelo junto a ella, sujetándose la cabeza con las manos.
—¿Qué has
hecho? —gruñó el guerrero; luego trató de ponerse en pie, pero no pudo. Miró
hacia abajo y vio que el corte de su pecho todavía sangraba ligeramente—. No es
que me importe mucho lo que hayas hecho.
Cyric y
Thurbrand ayudaron al guerrero a ponerse de pie.
—Sí, sea lo
que sea, te debemos la vida —dijo el hombre calvo—. Y ello, sin duda, salda la
deuda que tenías conmigo, hermoso narciso.
Medianoche
abrió la boca para hablar, pero no se le ocurrió nada que decir. Se limitó a
mirar a su alrededor con los ojos desorbitados.
—Gillian,
Brion..., todos han muerto —dijo uno de los miembros de la Compañía del Alba
mientras ayudaba a cubrir las heridas de su compañero.
—Lo siento
—repuso finalmente Medianoche—. Ni siquiera sé cómo os he traído hasta aquí, ni
siquiera si he sido yo quien lo ha hecho.
—Dondequiera
que sea, es aquí —dijo Cyric mirando a su alrededor.
Adon, que
estaba a unos metros de distancia, mirando la carretera en dirección al norte,
se volvió y dijo tranquilamente:
—Estamos a
medio día de viaje al sur del valle de las Sombras.
Las puertas que daban a la sala del trono de Bane se abrieron de golpe
e irrumpió Tempus Blackthorne en respuesta a la llamada de su dios. Bane asía
los brazos del trono y sus garras arañaban la superficie.
—Cierra la
puerta. —El tono era frío y mesurado.
A pesar de
las prerrogativas que Bane había otorgado a su emisario, Blackthorne se
estremeció de terror.
—¿Deseabas
verme, lord Bane? —preguntó Blackthorne con una voz engañosamente firme.
Lord Black
se levantó del trono e hizo un gesto en dirección al mago para indicarle que se
acercase. La mano con garras del dios caído relampagueaba ante los ojos del
emisario. Cuando el dios de la Lucha lo asió violentamente por el hombro,
Blackthorne no hizo ningún movimiento para defenderse.
—Ha llegado
el momento —dijo Bane.
Blackthorne
vio que los labios del dios se abrían formando lo que sólo podía llamar una
sonrisa y el corazón le dio un vuelco. Era una cosa horrible.
—¡Ha llegado
el momento para nosotros de unir a los dioses! —exclamó lord Black—. Quiero que
lleves un mensaje a Loviatar, la diosa del Dolor. Creo que está en Aguas
Profundas. Dile que quiero verla... inmediatamente.
El cuerpo de
Blackthorne se tensó. Bane advirtió su cambio de actitud y apretó con más
fuerza el hombro del emisario con sus garras.
—¿Tienes
algún problema con esta orden, emisario? —gruñó el dios de la Lucha.
—Aguas
Profundas está a medio camino de la otra punta de los Reinos, lord Bane. Para
cuando vuelva, tu campaña contra el valle será ya parte de la historia.
La sonrisa
de lord Black se desvaneció.
—Sí, si
viajas como lo haría un hombre normal —dijo seguidamente—. Pero con el hechizo
que te he concedido, llegarás a Aguas Profundas dentro de pocos días.
Blackthorne
bajó la vista y lord Black retiró la mano de su hombro.
—¿Qué pasará
si la diosa se niega a acompañarme de vuelta a Zhentil Keep?
Bane le
volvió la espalda al emisario y cruzó los brazos.
—En ese
caso, confío en ti para convencerla. Eso es todo.
—Pero...
—¡Eso es
todo! —gritó Bane. Y sin más se volvió para encararse a su emisario y
fulminarlo con sus ojos negros.
Blackthorne
dio un paso atrás.
A medida que
se intensificaba la indignación que sentía Bane, sus ojos iban echando chispas.
—Me
decepcionas —expuso Bane, si bien su tono sugería repugnancia más que cólera—.
Haz lo que te digo y podrás recuperar mi favor.
Después de
inclinarse ante su señor, Blackthorne murmuró la única plegaria que había
aprendido, una oración a Bane. A continuación el mago se incorporó, levantó los
brazos y empezó a cantar el hechizo del emisario. Recordó una visita que había
hecho a Aguas Profundas en su juventud y visualizó su destino. Al cabo de un
momento, mientras intentaba adoptar la forma de un cuervo, Blackthorne empezó a
estremecerse y a mutarse. Pero algo no funcionaba. Se fue volviendo negro como
el carbón y su piel empezó a caérsele a pedazos en todas direcciones. La ropa
del emisario se desgarró y cayó al suelo.
Blackthorne
dio un grito y extendió un brazo, parcialmente transformado, a su dios.
—Ayúdame
—fue todo lo que el mago tuvo tiempo de decir antes de estallar en una lluvia
de chispas negras.
Allí donde
Blackthorne estaba hacía sólo un instante, cayó una pequeña piedra preciosa de
color negro junto a su peto y empezó a desintegrarse.
Bane
observaba la escena completamente conmocionado.
—El hechizo
—dijo con voz ausente, mientras se retiraba a trompicones hacia las sombras que
había cerca de la entrada de su cámara privada.
Los guardias
que irrumpieron en la sala no vieron a su dios por estar éste en las sombras.
Miraron lo que quedaba de Tempus Blackthorne y sacudieron la cabeza.
—Supongo que
esto tenía que ocurrir tarde o temprano —dijo uno de ellos.
—Sí —añadió
el otro guardia—, hasta un idiota sabe que la magia es inestable.
Antes de que
pudiesen percatarse de su presencia, Bane se abalanzó sobre ellos y los mató,
luego se volvió, desgarró su armadura ensangrentada y al cabo de un momento
estaba sentado sobre su trono y contemplaba el destrozado peto de Blackthorne
en el suelo.
El dios
decidió fríamente que no iba a llorar por su pérdida. Blackthorne no era más
que un humano. Un peón. Su desaparición era lamentable, pero podía ser
reemplazado.
Luego Bane
recordó sus interminables charlas con Blackthorne. Se acordó de las extrañas
emociones que lo habían embargado cuando se dio cuenta de que Blackthorne lo
había salvado y ayudado a recuperarse.
Lord Black,
el dios de la Lucha, se miró las manos y advirtió que estaba temblando. Luego
lanzó un grito de dolor, agudo y largo, y todas las personas del templo de las
Tinieblas se taparon los oídos, estremecidas ante el grito de dolor de lord
Black.
Cuando se
hizo el silencio, el dios de la Lucha vio a través de los ojos nublados por las
lágrimas una figura de pie ante el trono.
—¿Blackthorne?
—se oyó la voz ronca y áspera de Bane.
—No, lord
Bane.
Bane se secó
los ojos y miró al hombre pelirrojo que estaba ante él.
—Fzoul
—dijo—. Todo está bien.
—Señor,
estás rodeado de hombres muertos aquí en el templo.
Bane levantó
su mano-garra.
El hombre
pelirrojo bajó la cabeza.
—Sí, señor.
—Luego Fzoul recogió los trozos dispersos de la armadura y ayudó a Bane a
ponerse de pie.
—Todo está
listo —dijo Fzoul mientras lord Black volvía a ponerse la armadura
ensangrentada—. ¿Cuándo vamos a empezar a preparar la batalla?
Los ojos de
lord Black despedían fuego y Fzoul dio un paso atrás para apartarse del dios
colérico. A continuación los labios de Bane se abrieron en una horrible mueca.
Cuando sus ojos se entornaron y habló, también había fuego detrás de los
afilados dientes del dios de la Lucha.
—Ahora
—dijo.
13
El valle de las Sombras
Había pasado
la hora de la cena, pero los viajeros seguían caminando, decididos a llegar al
valle de las Sombras antes de que acabase la noche. El hechizo que los había
librado misteriosamente de una muerte segura en el bosque del Nido de Arañas
había dejado a los héroes en un punto del camino donde se habían ahorrado casi
dos días de viaje.
Medianoche,
Kelemvor y Thurbrand caminaban juntos, Cyric lo hacía con los miembros
supervivientes de la Compañía del Alba, Isaac y Vogt, y Adon caminaba solo,
absorto en todo lo que había perdido.
—Han muerto
valientemente —comentó Kelemvor a Thurbrand en un momento dado.
—No es mucho
consuelo —dijo Thurbrand, a la vez que acudían a su mente los recuerdos de la
última misión que había compartido con Kelemvor. Hacía muchos años, pero el
resultado había sido muy similar: Thurbrand y Kelemvor habían sobrevivido,
todos los demás habían muerto.
El aspecto
de Cyric mientras caminaba por el valle era de cansancio y confusión. Era como
si se hubiese visto obligado a enfrentarse a una realidad cuyo conocimiento le
hubiese dejado débil y tembloroso. Cuando hablaba, lo hacía con voz baja, casi
trémula.
Adon, por su
parte, no abría la boca. No tenía otra cosa que hacer más que andar, sin nada
con que llenar su cabeza, salvo sus propios y molestos pensamientos. Mientras
caminaba en la oscuridad de la noche, los miedos implacables del clérigo lo
fueron convirtiendo en una temblorosa sombra del hombre que había sido.
Pero no
todos los aventureros estaban ceñudos y tristes mientras se encaminaban al
valle de las Sombras. Medianoche y Kelemvor se comportaban como si lo peor
hubiese pasado ya. Se reían e intercambiaban bromas como al principio del
viaje. No paraban de reírse, a pesar de que uno u otro de sus compañeros
fruncía el entrecejo ante esta actitud, como si estuviesen interrumpiendo un
funeral con su alegría.
Sin embargo,
al final, cuando atravesaban con paso cansino las tierras situadas al sur del
valle de las Sombras, la mayoría de los héroes se fue relajando. Resultaba
maravilloso contemplar las verdes y ondulantes colinas y la rica y suave tierra
de las comarcas periféricas del valle. Incluso el aire era dulce y los
huracanados vientos que habían acosado a los héroes desde el mismísimo momento
que entraron en las Tierras de Piedra se habían transformado en suaves brisas
que acariciaban a los viajeros y los animaban a aligerar el paso en su camino hacia
el lugar seguro.
Era muy
tarde cuando llegaron al puente que cruzaba el Ashaba, que desembocaba en el
valle de las Sombras. Las relucientes lucecitas que habían visto de lejos
resultaron ser resplandecientes hogueras al otro extremo del puente. Unos guardias
armados de arcos y con brillantes armaduras plateadas caminaban de arriba abajo
del puente y, de vez en cuando, se calentaban las manos en las hogueras.
El grupo se
fue acercando al puente, Kelemvor y Medianoche iban junto a Thurbrand, pero al
aproximarse al río, algo se movió entre los matorrales. Los héroes se volvieron
y cogieron las armas, pero no habían hecho movimiento alguno cuando vieron seis
arcos que, inmóviles, los estaban apuntando desde los matorrales a ambos lados
del río. Las flechas con punta de acero relucían a la luz de la luna.
—Creo que es
aquí donde debemos hacer constar y exponer el motivo de nuestra presencia en el
valle —dijo Thurbrand. Se volvió hacia los hombres que iban saliendo
sigilosamente de los matorrales—. ¿No es así?
—En mi
opinión es un comienzo justo —dijo uno de ellos.
—Yo soy
Thurbrand de Arabel, al mando de la Compañía del Alba. Hemos venido para ser
recibidos en audiencia por Mourngrym para un asunto de máxima urgencia.
Los
guardias, nerviosos, se impacientaron y murmuraron entre sí.
—¿Qué
asunto? —preguntó uno de ellos al cabo de un rato.
Medianoche
se puso roja y se acercó al guardia.
—¡Un asunto
relacionado con la seguridad de los Reinos! —gritó—. ¿No es lo bastante
urgente?
—Oído así es
muy bonito, pero ¿acaso podéis probarlo? —El guardia se acercó a Thurbrand y le
tendió la mano.
—Tu carta de
privilegios.
—Claro —dijo
Thurbrand, para luego entregarle un pergamino enrollado—. Firmada por Myrmeen
Lhal.
El guardia
examinó el pergamino.
—Hemos
sufrido muchas bajas en el bosque del Nido de Arañas —explicó Thurbrand.
—¿Los demás
son los supervivientes? ¿Cómo se llaman? —quiso saber el guardia.
Thurbrand se
volvió a los dos supervivientes de la compañía.
—Vogt e
Isaac —dijo Thurbrand.
Kelemvor y
Medianoche intercambiaron una mirada de inteligencia.
—¿Y los
otros? —preguntó el guardia.
Thurbrand
señaló a Medianoche.
—Es Gillian.
Los otros son Bohaim, Zelanz y Welch.
El guardia
devolvió la carta de privilegios a Thurbrand.
—Muy bien,
podéis pasar —dijo, luego se apartó del camino y todos los guardias
desaparecieron en las sombras.
Los viajeros
cruzaron el puente con sumo cuidado y, al llegar a la otra orilla, Thurbrand
miró a Kelemvor.
—Este sitio
ya se va poniendo interesante —dijo Thurbrand.
Un grupo
armado, que patrullaba junto al puente, se detuvo al verlos y se repitió el
ritual de preguntas, respuestas y presentación de documentos. En esta ocasión,
y a pesar de los ansiosos gritos de Medianoche acerca de Elminster, los
soldados se «ofrecieron» a escoltar a los cansados viajeros hasta la torre
Inclinada.
—Protocolo
—susurró Cyric—. Acuérdate de tu último encuentro con el mago. ¿No será más
fácil si te allana el camino el señor local?
Medianoche
no contestó.
A medida que
se iban acercando a la torre Inclinada, Cyric advirtió que las pequeñas tiendas
y las casas que flanqueaban el camino parecían estar desiertas. Sin embargo, se
veían luces a lo lejos y ruidos de actividad procedentes de unas calles más
allá. Pasó un carro cargado de heno por el camino, seguido de otro con ganado.
Unos soldados escoltaban ambos carros.
—Si están
trasladando ganado a esta hora de la noche —dijo Cyric a Medianoche—, significa
que están preparando la ciudad para la guerra. Me temo que tu aviso de Mystra
acerca de los planes de Bane llega demasiado tarde.
A medida que
se aproximaban a la torre Inclinada, los héroes vieron que había una hilera de
antorchas en los muros de piedra del edificio, cuadrado y desproporcionadamente
bajo. Sin embargo, estas antorchas estaban dispuestas formando un extraño
dibujo y seguían las extrañas curvaturas de la torre subiendo en espiral por un
lado del edificio, para luego desaparecer y volver a iniciarse más arriba hasta
que las luces daban paso a una niebla oscura que ni siquiera la luna,
insólitamente brillante, podía penetrar.
En la
entrada de la torre había más guardias esperando, los cuales hablaron un
momento con la escolta armada de los héroes. A continuación, uno de los
guardias, sin duda un capitán de centinelas, lanzó un largo y sonoro silbido.
Mientras los héroes y los guardias esperaban a aquello, persona o cosa, que
había llamado el capitán, Adon se volvió y empezó a alejarse distraído calle
abajo. Un guardia se apresuró a interceptar al clérigo y lo obligó a volver con
los otros. Adon obedeció de mala gana.
Apareció en
la puerta un hombre joven vestido con el ropaje propio de un heraldo. A juzgar
por sus ojos, era evidente que acababa de despertarse, pero escuchó al guardia
tan cortésmente como pudo y, cuando fue posible, ocultando los bostezos detrás de
una arrugada manga.
El heraldo
condujo a Kelemvor, a Thurbrand y a los demás por un largo pasillo y no
tardaron en llegar ante una pesada puerta de madera con tres sistemas
independientes de cerraduras. Cyric las estudió distraídamente y Kelemvor gruñó
impaciente. La puerta se abrió finalmente y el heraldo, un hombre alto y
delgado con cabello castaño claro, ancho bigote y barba bien poblada, se volvió
para dirigirse a los viajeros.
—Lord
Mourngrym os recibirá aquí —se limitó a decir.
Kelemvor
oteó el interior, poco iluminado, de la habitación. Como había temido, era una
especie de celda con suelos desnudos y cadenas en las paredes. El guerrero
entornó los ojos y se volvió al heraldo.
—Queremos
ser recibidos por lord Mourngrym, no por las ratas del valle de las Sombras. Si
no le es posible vernos esta noche, volveremos mañana por la mañana.
El heraldo
no se acobardó.
—Por favor,
esperad dentro —dijo.
Medianoche
pasó junto a Kelemvor, rozándolo, y entró en el cuarto. Apenas hubo traspasado
el umbral, se oyó un murmullo en las sombras y ella desapareció.
—¡No! —gritó
Kelemvor, que al punto cruzó la puerta de un salto detrás de ella, pero se
encontró en la sala del trono de la torre Inclinada.
Dentro de la
sala del trono había antorchas encendidas. Medianoche vio que el fino trabajo
de artesanía en yeso de los muros, desnudos por todas partes, hablaba de muchas
batallas y de muchos homenajes rendidos a quienes habían muerto al servicio del
valle. Unas cortinas de terciopelo rojo cubrían la única pared desprovista de
trabajo de artesanía. Estas cortinas descansaban detrás de dos tronos de mármol
negro que estaban al otro lado de la habitación. En conjunto, la sala era lo
bastante grande para recibir a los emisarios de tierras lejanas, pero no tanto
ni tan hermosa como las salas del palacio de Arabel.
En el otro
extremo de la sala había un hombre, entrado en años, cuyo físico no revelaba su
avanzada edad. Tenía una constitución similar a la de Kelemvor, pero las
marcadas arrugas que surcaban su rostro ponían de manifiesto que tenía por lo
menos veinte años más que el guerrero. Vestía brillante armadura plateada y
ceñía una espada con incrustaciones de piedras preciosas. El hombre levantó la
mirada de una larga mesa de trabajo cubierta de mapas y sonrió calurosamente
cuando entraron en la sala.
Se oyó un
ruido en la parte exterior del muro de la sala, y un golpe sordo seguido de un
juramento.
—¡Y seguro
que ha movido esa maldita puerta! —A continuación se oyó una serie de
golpecitos ligeros y salió una mano de la aparentemente sólida pared, y unos
dedos se estiraron como tanteando. Siguió un rostro que luego desapareció—.
Quiero que se envíe un emisario a Elminster apenas empiece a clarear. ¡No
quiero seguir cautivo de su magia! —Hubo un silencio—. ¡No, y no me estoy comportando
como un excéntrico! —Un suspiro—. Sí, Shaerl, pronto estaré preparado, esposa
mía.
Una figura
surgió de la pared en el momento en que el resto de los aventureros,
acompañados por dos guardias, aparecían detrás de Kelemvor y de Medianoche. La
figura se volvió, miró a sus huéspedes y se inmovilizó. Se trataba de un hombre
guapo en extremo, con abundante cabello negro, profundos ojos azules y
mandíbula cuadrada. Su ropa era un claro testimonio de lo avanzado de la hora.
Llevaba una camisa de dormir que dejaba al descubierto los brazos, las peludas
piernas y unos pies que terminaban en unos dedos nervudos y sarmentosos. Sus
brazos eran gruesos y fuertes con músculos muy desarrollados. Una cinta color
carmesí rodeaba su brazo derecho. Echó una mirada al guerrero más mayor, el
cual se limitó a encogerse de hombros.
—No esperaba
visitas —dijo el hombre del pelo negro. A continuación se irguió y una sonrisa
iluminó su rostro. Se acercó a los viajeros—. Soy Mourngrym, señor de este
lugar. ¿En qué puedo serviros?
Kelemvor
estaba a punto de hablar cuando un guardia se inclinó sobre él blandiendo el
hacha de forma amenazadora. Mourngrym se rascó la mejilla, indicó a los
viajeros, mediante un gesto, que esperasen un momento, y se llevó al guardia a
un lado.
—Mi buen
Yarbro —le dijo Mourngrym—. ¿No recuerdas nuestra charla sobre el lado negativo
de un excesivo celo en el comportamiento?
Yarbro tragó
saliva.
—Pero,
¡señor, parecen mendigos! ¡No tienen oro, ni provisiones, han entrado en la
ciudad y su única identificación es una carta de privilegio que casi con
certeza es robada!
—Explícame
cómo te encontraron mis hombres en las afueras de Myth Drannor hace dos
inviernos.
—Aquello fue
diferente —replicó Yarbro.
—Luego
hablaremos de ello —repuso Mourngrym con un suspiro.
Yarbro
asintió con la cabeza y luego se volvió para salir de la sala con el otro
guardia. Kelemvor se alegró de ver marchar a los guardias. Habría resultado
difícil explicar por qué habían dado los nombres de los guardias en lugar de
los suyos propios para acceder a la torre y, tal vez, a fin de no despertar
sospechas, se verían obligados a seguir con los nombres falsos.
El guerrero
de más edad estaba junto a Mourngrym. Cuando Yarbro rozó a Kelemvor al salir de
la habitación, ambos guerreros cruzaron una mirada y luego sonrieron.
—Es Mayheir
Hawksguard, en funciones de capitán de armas.
Thurbrand
hizo una mueca.
—¿En
funciones de capitán de armas? ¿Qué le pasó al otro?
—Preferiría
no hablar de ello hasta que haya comprendido el motivo de vuestra presencia
aquí —dijo Mourngrym, y se dio media vuelta—. ¿Qué le ha pasado a vuestro
grupo?
Todos, a
excepción de Adon, se precipitaron hacia adelante y surgieron simultáneamente
seis versiones de lo que habían presenciado. Mourngrym se frotó sus cansados
ojos y miró a Hawksguard.
—¡Basta!
—gritó, y se hizo el silencio en la sala.
—Tú —replicó
Mourngrym al hombre taciturno de la cicatriz—. Quiero oír tu versión de la
historia.
Adon se
adelantó y se puso a contar todo lo que sabía sobre los acontecimientos
ocurridos en los Reinos con la menor cantidad posible de palabras. Mourngrym se
apoyó contra su trono y frunció el entrecejo.
—Es posible
que hayáis advertido que aquí se han tomado ya algunas precauciones —dijo
Mourngrym—. Se teme que el valle de las Sombras sea sitiado en cuestión de
días. —Mourngrym miró a Thurbrand—. Contestando a tu pregunta, el antiguo
capitán de armas se infiltró en Zhentil Keep y estuvo a punto de morir en su
misión destinada a facilitarnos esta información. Está en su alojamiento,
recobrándose de las heridas recibidas. Hawksguard acompañará a vuestra
delegación a presencia de Elminster mañana después de comer. Esta noche sois
mis huéspedes. —Mourngrym bostezó—. Ahora, si me excusáis, creo que había otras
razones por las que me han arrancado del tierno abrazo de un sueño muy
necesitado. Seguiremos hablando por la mañana.
Los
aventureros fueron conducidos a habitaciones separadas, donde los esperaban
unos baños humeantes y unas camas blandas. Medianoche salió para tomar un poco
de aire y, después de caminar alrededor de la torre, regresó a su dormitorio
para estudiar sus hechizos. Pero cuando abrió la puerta, oyó un ligero
chapoteo. Alguien estaba en su habitación esperando su regreso.
Abrió la
puerta de golpe e iluminó el cuarto con la linterna. Se oyó un grito de asombro
cuando la luz iluminó a un hombre corpulento que salía de la bañera del
dormitorio para luego correr a por su ropa y sus armas que yacían cerca en un
montón.
—Por todos
los dioses —murmuró Kelemvor cuando vio quién era el intruso—, Medianoche.
Kelemvor se
sacudió como un gato y luego cogió una toalla. Se secó el pecho con cuidado,
sobre todo allí donde tenía el corte que había recibido luchando con la araña
blanca, ya sano pero todavía algo tierno. Medianoche dejó la linterna sobre una
mesita que había junto a la cama y abrió los brazos.
—Ven aquí,
Kel, yo te ayudaré.
Vio, a pesar
de la tenue luz de la habitación, que él esbozaba una sonrisa.
En los otros
cuartos de la torre Inclinada la noche no transcurría de forma tan apacible. A
Cyric lo asediaban pesadillas de visiones de la muerte de Brion, que aparecían
una y otra vez en su mente mientras dormía. Gritó varias veces, y se despertó
bañado en sudor. Cada vez que conciliaba el sueño, volvía la pesadilla.
En otra
habitación, Adon permanecía junto a la ventana y contemplaba los tejados del
valle de las Sombras. Veía por toda la ciudad los capiteles de los templos, si
bien no podía distinguir a qué dioses honraban. Por la mañana, cuando una
sirvienta ordinaria llamada Neena llamó a su puerta, él seguía de pie junto a
la ventana. Entró y le dejó la ropa que le había dado a los sirvientes para que
la limpiasen.
—El desayuno
se servirá dentro de poco —dijo la mujer.
Adon ignoró
a la muchacha. Después de apartarse el flequillo del ojo, ella tocó el hombro
de Adon, pero retrocedió cuando él se volvió con las manos preparadas para
darle un golpe mortal. Al comprender que se trataba sólo de una sirvienta,
vaciló y guardó silencio. Neena miró el rostro del clérigo, luego se volvió
respetuosamente.
Para el
corazón destrozado de Adon, aquel gesto había sido peor que cualquier golpe
físico.
—Déjame solo
—dijo, pero enseguida empezó a prepararse para el desayuno.
Cuando Neena
salió de la habitación, Kelemvor estaba al otro lado del pasillo y oyó cómo el
clérigo le indicaba a Neena que lo dejase. El guerrero, mientras se volvía para
llamar a la puerta de Thurbrand, pensó que Adon tardaría mucho tiempo en
curarse interiormente de aquella cicatriz.
—Están a
punto de servir el desayuno —informó Kelemvor cuando Thurbrand abrió la puerta.
—Ya me lo
han dicho —dijo el hombre calvo—. Puedes marcharte.
Kelemvor
pasó por delante del guerrero dándole un empujón y cerró la puerta detrás de
él.
—Creo que
sería bueno que hablásemos de..., de ti y de tus hombres.
—Aquellos
hombres murieron —dijo Thurbrand, y se sentó en la cama—. Son las cosas de la
guerra. —El hombre calvo dio una patada a su espada y la envió al otro extremo
del cuarto, luego miró a Kelemvor—. Me voy, Kel. Vogt e Isaac se vienen
conmigo.
—Sí. Me
esperaba algo así.
Thurbrand se
pasó una mano por la cabeza sin pelo.
—Vuelvo a
Arabel y le contaré a Myrmeen Lhal lo que he visto. Estoy seguro de que
retirará las acusaciones.
—¿Acusaciones?
¡Yo pensaba que querían que volviésemos sólo para ser interrogados!
Thurbrand se
encogió de hombros.
—No quería
alarmarte —dijo—. Quizá debería limitarme a decirle que habéis muerto todos.
¿Lo prefieres?
—Haz como te
plazca. Pero no he venido a hablarte de esto. —Kelemvor miró la espada de
Thurbrand, ahora en un rincón—. Te sientes culpable por lo que sucedió en el
bosque del Nido de Arañas.
—No tiene
importancia, Kel. Ya ha pasado. Tengo en mis manos la sangre de toda mi
compañía. ¿Acaso puedes limpiarlas con tus palabras de consuelo? —Thurbrand se
puso en pie, se dirigió al rincón y recogió la espada—. Es como si los hubiese
matado yo mismo. —Blandió la espada en el aire con poco entusiasmo, como si
quisiera ahuyentar sus pensamientos—. Además —añadió en voz baja—, hay muchas
otras muertes en mi conciencia, aparte de las suyas. Tú ya lo sabes.
Kelemvor
guardó silencio.
Una mueca
apareció en el rostro de Thurbrand.
—Kel, veo
todavía los rostros de los hombres que murieron en mi lugar... en nuestro
lugar, muchos años atrás. Sigo oyendo sus gritos. —Thurbrand se detuvo y miró a
Kelemvor—. ¿Tú, no?
—A veces
—contestó Kelemvor—. Nosotros decidimos no morir, Thurbrand, y es muy difícil
vivir con una decisión así. Pero lo que les sucedió a nuestros amigos no tiene
nada que ver con la Compañía del Alba. La compañía no tenía más alternativa que
seguirnos al bosque. Si se hubiese quedado en la llanura, habrían muerto todos
sin posibilidad de defenderse.
Thurbrand le
volvió la espalda.
—¿Por qué te
preocupa tanto?
Kelemvor se
apoyó contra la puerta y suspiró.
—Había una
muchacha, poco más o menos de la edad de Gillian, que empezó el viaje con
nosotros. Se llamaba Caitlan.
Thurbrand se
volvió y miró a Kelemvor, pero el guerrero estaba mirando al vacío, repasando
en su mente la muerte de Caitlan.
—Insistió en
venir con nosotros y murió cuando se suponía que yo debía protegerla.
—¿Y te
sientes culpable? —preguntó Thurbrand.
Kelemvor
lanzó un profundo suspiro.
—Se me había
ocurrido simplemente que tal vez tuvieses ganas de hablar de la compañía.
—Gillian
—dijo Thurbrand al cabo de un rato— parecía bastante joven para ser una
aventurera, ¿no te parece?
Kelemvor
sacudió la cabeza.
—Más jóvenes
los he visto por los caminos.
Thurbrand
cerró los ojos.
—Estaba
llena de entusiasmo. Su juventud... me devolvía algo de la mía. Quería... no,
necesitaba tenerla a mi alrededor. Estaba seguro de que podía protegerla.
Un largo
silencio invadió el cuarto, mientras ambos guerreros pensaban en sus
compañeros, algunos muertos hacía mucho tiempo, otros muertos hacía sólo unos
días.
—Fue
decisión suya seguirte —dijo finalmente Kelemvor, luego se volvió para
marcharse.
—Y es
decisión mía marcharme del valle de las Sombras antes de acabar muerto yo
también —dijo Thurbrand suavemente—. A mediodía me iré de aquí.
Kelemvor
salió de la habitación sin decir palabra.
Hawksguard sonrió y sacudió la cabeza, incrédulo.
—¿Qué
quieres decir con que «no es un buen momento»? No he traído a esta buena gente
a la torre de Elminster para que se les dé con la puerta en las narices.
—Lamento que
te incomode. Tendréis que volver más tarde. Elminster está llevando a cabo un
experimento. Ya sabes lo poco que hace falta para despertar su ira cuando se le
interrumpe en momentos semejantes. Y ahora, a menos que queráis veros
transformados en tábanos o ser víctimas de un desagradable accidente o cosa
similar, os sugiero que os marchéis.
Lhaeo
intentó cerrar la puerta, pero algo bloqueaba el camino, como una jamba de más.
Hawksguard hizo una mueca de dolor mientras la pesada puerta presionaba su pie
con una fuerza mucho mayor de la que el escribiente de Elminster jamás pudiese
haber tenido. Pensó que se tenía que tratar de algún encantamiento del mago,
luego forzó la puerta y la abrió un poco.
—Ya verás
—dijo Hawksguard cuando Kelemvor apareció a su lado y juntos se pusieron a
empujar la puerta—. Yo tengo un señor que es desgraciado. Y si yo tengo un
señor desgraciado, quiere esto decir que tú tienes un señor desgraciado. Y si
nosotros tenemos un señor desgraciado, quiere esto decir...
La puerta se
abrió de par en par y Lhaeo se apartó del paso. Hawksguard y Kelemvor fueron
impelidos hacia adelante y cayeron uno encima del otro a los pies del
escribiente.
—¡Oh,
déjalos pasar, no vaya a empezar con esa sórdida y triste historia otra vez!
—ordenó una voz familiar.
Medianoche
sintió que se sonrojaba con un temor reverencial ante el sonido de la voz de
Elminster. El ruido de pasos en una escalera desvencijada era cada vez más
fuerte. Luego, un sabio de barba blanca apareció al pie de la escalera y se
quedó mirando fijamente a Medianoche. El número de arrugas que rodeaban sus
ojos se multiplicaron cuando los entornó como si no diese crédito a lo que
veía.
—¡Cómo! ¡Tú
de nuevo! ¡Te vi la última vez en las Tierras de Piedra! —dijo Elminster—.
Mourngrym ha mandado decirme que me visitaría alguien con un mensaje de
importancia. ¿Se supone que eres tú?
Cyric ayudó
a Kelemvor a ponerse de pie. Adon permaneció detrás, observando.
Medianoche
no permitió que la cólera la dominase.
—Traigo las
últimas palabras de Mystra, diosa de la Magia, y un símbolo de su confianza; se
trata de un objeto y me dijo que te lo diese junto con el mensaje.
Elminster
frunció el entrecejo.
—¿Por qué no
me lo dijiste cuando nos vimos aquella primera vez?
—¡Lo
intenté! —exclamó Medianoche.
—Es evidente
que no lo intentaste lo suficiente —repuso Elminster a la vez que se volvía
hacia la escalera y le indicaba con un gesto que lo siguiera—. Supongo que no
querrás dejar a este inquietante séquito con Lhaeo mientras me cuentas esa
información de vital importancia.
Medianoche
respiró hondo.
—Supones
bien —aclaró ella—. Han visto lo que yo he visto, y más.
El sabio
ladeó la cabeza y empezó a subir la escalera.
—Muy bien
—aceptó—, pero si tocan algo, será por su cuenta y riesgo.
—¿Hay
objetos peligrosos? —preguntó Medianoche mientras subía la escalera de caracol
detrás del sabio.
—Sí
—contestó Elminster mirando por encima del hombro—, y yo soy el más peligroso
de todos.
A
continuación el sabio del valle de las Sombras apartó la mirada y no volvió a
hablar hasta que los héroes hubieron subido y entrado en su cámara.
Medianoche
estaba convencida de que algo se iba a desprender en ella si se atrevía a dar
un paso más dentro del lugar sagrado del apergaminado sabio. Había una ventana
delante y los rayos de sol que atravesaban el aire mostraban un pequeño
ejército de partículas polvorientas flotando. Dispersos por el modesto
alojamiento del sabio había pergaminos y rollos de escritura, textos antiguos y
artefactos mágicos.
—Y ahora,
dame detalles sobre tu implicación con la diosa Mystra —solicitó Elminster—.
Luego me dices su mensaje, exactamente, palabra por palabra.
Medianoche
le relató todo lo que había visto, empezando por su encuentro con la muerte en
el camino de Arabel y de cómo la salvó Mystra, para acabar con la aparente
destrucción de la diosa a manos de Helm.
—Dame el
medallón —dijo Elminster.
Medianoche
se sacó el medallón por la cabeza y se lo tendió al sabio. Elminster lo pasó
por encima de una hermosa esfera de cristal que brillaba con un reflejo ámbar y
esperó un momento. Como no pasó nada, el sabio acercó más el medallón a la
esfera y tocó ésta con el frío metal de la estrella, a la vez que mantenía el
objeto lo más lejos posible de su cuerpo. El globo había sido diseñado para
romperse si se acercaba a él algún objeto poderoso; pero nada ocurrió cuando el
medallón lo tocó.
Cuando
Elminster levantó la mirada tenía los ojos entornados.
—No sirve
para nada —dijo, y arrojó el medallón al suelo—. Dentro de esta baratija no hay
magia. —Elminster le dio una patada al medallón, que rodó por el suelo para ir
a parar a un rincón, de donde se elevó una nube de polvo—. Me has estado
haciendo perder el tiempo y la paciencia —añadió—, y no se puede jugar con
ninguna de ambas cosas, especialmente en estos tiempos de prueba para el valle.
—Pero en el
medallón hay una magia poderosa —dijo Medianoche—. Lo he visto. ¡Todos lo hemos
visto!
Y de las
bocas de Cyric y Kelemvor empezaron a salir las historias que habían vivido.
Elminster miró a Hawksguard con hastío.
—¿Esto es
todo? —dijo Elminster—. Ahora podéis marcharos y dormid tranquilos porque la
protección del valle está en manos de quienes piensan en lugar de hacer perder
el precioso tiempo de sus defensores con cuentos y fantasías de los que ni
siquiera tienen pruebas.
Medianoche
se puso de pie, mirando horrorizada al sabio anciano.
—Vámonos
—dijo Kelemvor—. Aquí ya no podemos hacer nada más.
—Así es
—dijo Elminster—. ¡Fuera de aquí!
De pronto,
el medallón saltó del rincón donde se hallaba y quedó suspendido en el aire
junto al anciano. La mirada de Elminster se posó de nuevo en Medianoche y ésta
notó que una ola de indignación le subía al rostro.
—No tengo
ningún interés en que me hagas una pequeña demostración de tu magia —dijo
Elminster en voz baja y mesurada—. De hecho, en estos tiempos es bastante peligroso.
El medallón
empezó a dar vueltas en el aire. Unos nítidos rayos de luz se movieron por su
superficie y empezaron a salir de la estrella.
—¿Y ahora
qué es esto? —quiso saber Elminster.
Vieron un
relámpago cegador y se formó un capullo de luz azul y blanca alrededor del
sabio, que desapareció de la vista. De dentro del capullo surgió algo que
parecía un torbellino ámbar y que quemó las puntas de aquél. Unos segundos
después, el capullo se disolvió en medio de una humareda y los rayos de luz
color ámbar desaparecieron.
—Tal vez
deberíamos seguir hablando —dijo Elminster a Medianoche, a la vez que cogía el
medallón en el aire.
Hawksguard
se adelantó.
—Quisiera
decir unas palabras, gran sabio —dijo respetuosamente.
—Se te han
ocurrido ya o tendré que adivinarlas —murmuró el sabio. Hawksguard se paralizó
un momento, luego se echó a reír a carcajadas. Elminster miró al techo—. ¿Qué?
¿Acaso no ves que estoy ocupado?
Hawksguard
persistió.
—Elminster,
lord Mourngrym quisiera hablar brevemente contigo sobre las defensas con las
que has atestado la torre Inclinada.
—¿Ahora?
—preguntó Elminster—. ¿Dónde está? Dile que pase.
Los músculos
del rostro de Hawksguard se retorcieron en una mueca.
—No está
aquí.
—Esto es un
problema, ¿no te parece?
El rostro de
Hawksguard estaba enrojeciendo.
—Me ha
enviado a buscarte, buen señor.
—¿A
buscarme? ¿Soy un perro, acaso? ¡Con todo lo que he ayudado a ese hombre!
—¡Buen
Elminster, estás volviendo mis propias palabras contra mí!
El sabio
reflexionó un momento.
—Supongo que
iré. Pero hoy no puedo ausentarme. Tengo en marcha unos elementos que debo
vigilar atentamente. —Elminster hizo un gesto a Hawksguard—. Acércate, tengo un
mensaje para nuestro señor.
Mientras se
acercaba, las comisuras de los labios de Hawksguard se abrieron en una mueca.
—¡No irás a
tatuarlo en mi carne!
—¡Claro que
no! —exclamó Elminster.
—¿O a
convertirme en algún animal sobrenatural y luego lanzarme a los vientos para
que pueda ir repitiendo el mensaje a todos los que pueda encontrarme hasta
llegar a presencia de lord Mourngrym?
Elminster se
frotó la frente y lanzó una maldición.
—¿De dónde
he sacado esta reputación? —dijo con voz ausente. Hawksguard iba a contestar
cuando los arrugados dedos del mago se movieron en el aire delante de él en
demanda de silencio. Elminster miró a Hawksguard a los ojos.
—Dile que
estoy terriblemente ocupado preparando la defensa mística de este reino. Si he
colocado guardias en la torre Inclinada ha sido por su propio bien, y debe
aceptarlos como tal.
Hawksguard
sudaba debajo de su armadura.
—¿Eso es
todo?
Elminster
hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Vosotros
tres, acercaos.
Kelemvor,
Cyric y Adon cruzaron con cautela la sala de punta a punta.
—Cada uno de
vosotros ha sido testigo de hechos que muy pocos conocerán jamás. ¿De qué parte
estáis en la defensa del valle?
El trío no
se movió. Kelemvor miró a Medianoche, la cual apartó los ojos.
—¿Estáis
sordos? ¿Estáis con el valle o no?
Adon dio un
paso adelante.
—Yo quiero
luchar —afirmó.
Elminster
miró al joven clérigo, intrigado.
—Y ahora
vosotros.
Kelemvor
seguía mirando a Medianoche. Su mirada le indicó que no tenía intención de
abandonar aunque hubiese cumplido su parte del acuerdo con la diosa. Se puso
furioso. No quería quedarse, pero no podía decidirse a dejar a Medianoche.
—Hemos
llegado hasta aquí. Bane ha tratado de matarnos. Combatiré si hay una
recompensa.
—Serás
recompensado —dijo Elminster fríamente.
A medida que
el silencio en la sala adquiría proporciones épicas, Cyric sentía como si una
mano estuviese aferrándose a su corazón. Medianoche lo miró. Había algo en sus
ojos. Cyric se acordó de Tilverton y de cómo habían estrechado su mutua amistad
durante el viaje.
—Lucharé
—decidió finalmente Cyric. Medianoche apartó la mirada—. De todas formas, no
tengo nada mejor que hacer.
Elminster
fulminó a Cyric con la mirada, luego la apartó.
—Todos
vosotros os habéis enfrentado a los dioses y habéis sobrevivido. Habéis visto
su debilidad y su fuerza con vuestros propios ojos. Esto es importante para
esta batalla. Quienes combatan deben saber que se puede conquistar al enemigo,
que incluso los dioses pueden morir.
Adon se
encogió de miedo.
Elminster
siguió hablando, ahora en voz baja:
—Sabréis que
hay unas fuerzas que son mayores que el hombre o el dios, de la misma forma que
hay mundos dentro y mundos fuera...
Era poco después de mediodía cuando Hawksguard, Kelemvor y Cyric
dejaron a Elminster. Adon quería ir con ellos, pero incluso Kelemvor estuvo de
acuerdo en que no estaba en condiciones de combatir. A Cyric le hizo gracia el deseo
de Adon de derramar sangre, pero se guardó ese regocijo para sí. Sabía que no
se podía confiar en él para la batalla a la que se iban a enfrentar; a Adon
parecía importarle cada vez menos su propia supervivencia y sería el último
hombre que cualquier soldado querría para protegerle las espaldas.
A medio
camino de la torre Inclinada, Cyric empezó a hacerse preguntas sobre sus
razones para contribuir a la defensa de la ciudad. Allí no había nada para él,
salvo, quizás, una muerte rápida. Si era esto lo único que deseaba, había modos
más fáciles de encontrarla. Un paseo por las calles de Zhentil Keep en medio de
la noche lo recompensaría sin duda alguna con esta suerte. O quizá deseaba
poner a prueba su valor frente al dios que ya había tratado de matarlo una vez.
«Nosotros
cuatro nos hemos enfrentado a un dios y hemos sobrevivido, incluso sin la ayuda
de Mystra, —pensó—. ¡Imagínate si hubiésemos logrado matar a un dios! Se
cantarían nuestros nombres en baladas que los trovadores recitarían a lo largo
de cientos de años.»
Incluso
después de haber llegado a la torre Inclinada y mientras esperaban que lord
Mourngrym hiciese acto de presencia, las palabras de Elminster seguían
obsesionando a Cyric. Sin la presencia de los dioses en las Esferas, las leyes
mágicas y físicas se estaban desmoronando. Todos los Reinos podían sucumbir.
¿Qué podía salir de las cenizas?, pensó Cyric. ¿Y quiénes serían los dioses del
futuro impredecible?
Apareció
Mourngrym y Hawksguard repitió las palabras de Elminster. Kelemvor y Cyric
brindaron su ayuda y al anochecer les habían dado el papel que iban a
desempeñar en la batalla. Kelemvor fue destinado, con Hawksguard y la mayoría
de las fuerzas de Mourngrym, al límite oriental, por donde se suponía iban a
atacar las tropas de Bane. Cyric fue requerido para defender el puente sobre el
Ashaba y para ayudar a los refugiados que abandonaban el lugar por el río en
busca de un lugar seguro en el valle del Tordo. Los arqueros ya estaban tomando
posiciones en el bosque que había entre Voonlar y el valle de las Sombras y se
estaban tendiendo trampas para las tropas de Bane.
Aun cuando
Mourngrym creía haber organizado a sus fuerzas del modo más eficaz para
contraatacar al ejército de Zhentil Keep, de mayor fuerza que el suyo, el señor
del valle estaba preocupado por el lugar de Elminster en la próxima batalla.
—Supongo que
Elminster sigue creyendo que el grueso de la batalla tendrá como escenario el
templo de Lathander —dijo Mourngrym tristemente—. Necesitamos su ayuda en la
frontera. ¡Por Tymora!, que tenemos que conseguir que este hombre entre en
razón.
—Me temo que
seríamos los primeros en hacerlo —dijo Hawksguard, acompañando sus palabras con
una amplia sonrisa.
Mourngrym se
rió.
—Quizá
tengas razón. Elminster siempre se ha erigido en defensor del valle, es cierto,
pero la recompensa mayor de mi vida sería captar, aunque sólo fuese una vez, un
indicio del razonamiento de ese hombre antes de que se decida a revelarlo.
Ante el
comentario del señor del valle, tanto Kelemvor como Hawksguard se rieron a
carcajadas. Cyric se limitó a mover la cabeza. Por lo menos Kelemvor ya no
estaba taciturno. De hecho, aquella camaradería con Hawksguard hacía que
pareciese incluso contento de estar allí.
Pero Cyric
no estaba de buen humor para las bromas del guerrero y, por consiguiente, salió
discretamente de la sala del trono. Mientras el ladrón se dirigía a su
habitación para prepararse para la cena, comprobó que los pasillos de la torre
Inclinada bullían de actividad.
Después de
cambiarse de ropa, el ladrón se dispuso a salir de la habitación. Mientras
caminaba hacia la puerta, su bota resbaló en la madera del suelo, donde había
una mancha. Recobró el equilibrio y miró hacia abajo. Se preguntó si alguna de
las vacas torpes que allí en la torre llamaban «sirvientas» no habría derramado
algo y luego se habría considerado demasiado fina para limpiarlo. Pero allí, en
el centro de la habitación, había una mancha que parecía sangre.
Con dedos
temblorosos Cyric se agachó y tocó la mancha roja. Empapó un dedo en el líquido
y luego se lo llevo a la lengua, para comprobar de qué se trataba.
Algo estalló
en su cerebro y notó que su cuerpo se estrellaba contra la pared más alejada
para luego caer sobre la cama. Apenas era consciente del daño que había causado
a la pared o el que se había infligido a sí mismo, pero sus percepciones
bailaban en medio de una fantástica neblina de visiones y sonidos. Le costaba
separar las ilusiones de la realidad.
De lo único
que estaba seguro era de que alguien había entrado en la habitación y cerrado
la puerta con llave.
Antes de
perder el conocimiento, Cyric se dio cuenta de que el hombre se estaba riendo.
Lo que
sintió después fue un extraño sabor en la boca, como a almendras amargas. Tenía
la garganta seca y el sudor le entraba en los ojos. Llegó a sus oídos el ruido
de su propia respiración, desapacible y entrecortada. Tenía la impresión de que
tenía la carne hecha jirones. Recuperó de pronto la vista y el oído y se
encontró tumbado en la cama, en cuyo borde había sentado un hombre de pelo gris
que no lo miraba.
—No trates
de moverte todavía —dijo el hombre—. Has sufrido una conmoción bastante fuerte.
Cyric
intentó hablar, pero tenía la garganta áspera y empezó a toser, lo cual no hizo
otra cosa que causarle más dolor.
—Túmbate —le
dijo el hombre. Cyric notó como si algo estuviese empujando su espalda contra
la cama—. Tenemos mucho de que hablar. No podrás elevar el tono de voz más allá
de un susurro, pero no te preocupes. Mis sentidos son muy agudos.
—Marek —dijo
Cyric, casi en un graznido. Aquella voz era inconfundible—. ¡No puede ser!
Estabas encarcelado en Arabel.
Marek volvió
el rostro hacia Cyric y se encogió de hombros.
—Me escapé.
¿Has oído alguna vez que una mazmorra haya podido retenerme?
—¿Qué estás
haciendo aquí? —preguntó Cyric, después de ignorar las fanfarronadas del
hombre.
—Bien...
—empezó a decir Marek, luego se levantó de la cama—. Iba de regreso a Zhentil
Keep. Me cansé y decidí reposar. La documentación que tengo, la misma que me
facilitó la entrada a Arabel, se la quité a un soldado en las afueras de
Hillsfar; de hecho, un mercenario profesional a quien nadie echará de menos.
»Afirmé que
regresaba a unirme al conflicto entre Hillsfar y Zhentil Keep, cosa que imaginé
que la gente del valle de las Sombras vería como una empresa dignísima. Tenía
la certeza de que mi coartada estaba asegurada. No sabía que el valle de las
Sombras se estaba preparando para una guerra con Zhentil Keep y..., ¡los
guardias me pidieron que me uniese a su maldito ejército!
—¿Qué pasó
con tu escondite de objetos mágicos, de los que tanto fanfarroneabas en Arabel?
¿No podías utilizarlos para escapar de los guardias? —preguntó Cyric.
—Me vi
obligado a dejarlos casi todos en Arabel —contestó Marek—. ¿Piensas que te voy
a atacar? No seas estúpido. He venido aquí para hablar contigo.
—¿Cómo has
entrado en la torre?
—Por la
puerta principal. Recuerda que ahora soy miembro de la guardia.
—Pero ¿cómo
sabías que yo estaba aquí?
—No lo
sabía. Todo ha sido pura casualidad, como de hecho lo es todo en la vida.
Cuando los guardias trataban de convencerme de que, aunque la idea no hubiese
surgido de mí, el unirme a su ejército me beneficiaría, me describieron a un
pequeño grupo de aventureros que habían llegado al valle, que se hospedaban en
la propia torre Inclinada por la ayuda que iban a prestar a la ciudad. Por muy
extraño que te parezca, parte del grupo me recordó a la banda con la que te
fuiste de Arabel. Después de esto, no me ha resultado difícil encontrarte.
»Por cierto,
te pido disculpas por los efectos de la poción que te ha hecho perder el
sentido. A decir verdad, logré conservar un objeto mágico, este medallón —dijo
Marek, y sacó un pesado medallón de oro que estaba abierto. Salió de él una
gota de líquido rojo que parecía sangre y que cayó al suelo. Cuando el líquido
tocó la madera se oyó una especie de siseo.
»Hace unas
horas me han acompañado hasta aquí y me han dicho que podía esperar. Como no
llegabas, empezaba a aburrirme. Advertí que el cierre del medallón estaba a
punto de romperse y, cuando me puse a examinarlo, se rompió y se derramó un
poco en el suelo. Fue entonces cuando llegaste. Como al principio no estaba
seguro de que fueses tú, me escondí en el armario. Luego probaste la poción y,
bueno, aquí estás.
—¿Qué
pretendes hacer? —preguntó Cyric—. ¿Vas a desenmascararme, como hiciste en
Arabel?
—Por
supuesto que no —contestó Marek—. Si así lo hago, ¿qué te impide a ti
desenmascararme a mí? Éste, precisamente, es el motivo de mi visita,
¿comprendes? Me gustaría que guardases silencio hasta después de la batalla.
—¿Por qué?
—Me escaparé
en el transcurso de la batalla. Me cambiaré de bando y volveré a Zhentil Keep
con los vencedores.
—Los
vencedores —repitió Cyric con voz ausente.
Marek se
echó a reír.
—Mira a tu
alrededor, Cyric. ¿Tienes idea de cuántos hombres han reunido en Zhentil Keep?
A pesar de los preparativos, a pesar de la ventaja del bosque que hay entre
este lugar y Voonlar, el valle de las Sombras no tiene posibilidad alguna. Si
fueses mínimamente inteligente, me seguirías fuera de aquí, seguirías inmediatamente
mis pasos.
—Ya me
dijiste lo mismo en una ocasión —replicó Cyric.
—Te ofrezco
la salvación —repuso Marek—. Te ofrezco una oportunidad para volver a la vida
para la que has nacido.
—No —dijo
Cyric—. No volveré jamás.
Marek movió
la cabeza con tristeza.
—En ese
caso, morirás en este campo de batalla. ¿Y para qué? ¿Acaso es tu guerra? ¿Cuál
es tu interés en todo esto?
—Algo que tú
no comprenderías —contestó Cyric—. Mi honor.
Marek no
pudo contener la risa.
—¿Honor?
¿Dónde está el honor en convertirse en un cadáver, sin nombre y sin rostro, que
acabará pudriéndose en un campo de batalla? Este tiempo alejado de la cofradía
te ha transformado en un estúpido. ¡Me avergüenzo de haberte llegado a
considerar como a un hijo!
Cyric se
puso lívido.
—¿Qué quieres
decir?
—Pues lo que
he dicho, ni más ni menos. Te recogí siendo tú un niño, te crié, te enseñé todo
lo que yo sé. —Marek hizo una mueca de burla y desprecio—. Es inútil. Eres
demasiado mayor para cambiar, al igual que yo.
Marek se
volvió para marcharse.
—Tenías
razón, Cyric.
—¿Sobre qué?
—En Arabel,
cuando dijiste que actuaba por mi cuenta. Tenías razón. A la cofradía le
importa un bledo si vuelves o no. Era yo quien quería que volvieses. De no
haber sido por mi insistencia para que intentásemos hacerte volver, ellos se
habrían olvidado de que existes hace mucho tiempo.
—¿Y ahora?
—Ahora ya no
me importa —contestó Marek—. No eres nada para mí. El desenlace de esta batalla
es indiferente, no quiero volver a verte. Tu vida es tuya, haz con ella lo que
quieras.
Cyric guardó
silencio.
—Los efectos
de esta poción son desconcertantes. Es posible que experimentes algún delirio
antes de que remita la fiebre. —Marek cogió el medallón y lo dejó sobre la cama
junto a Cyric—. No quisiera que olvidases esta conversación como si fuese un
matutino sueño febril.
La mano de
Marek estaba posándose sobre el picaporte de la puerta cuando oyó ruido de
movimiento procedente de la cama de Cyric.
—Échate,
Cyric. Puedes hacerte daño —le dijo, antes de que la daga de Cyric se introdujese
en su espalda.
El ladrón
vio a su antiguo mentor caerse al suelo. Momentos después, aparecían en la
puerta Mourngrym y Hawksguard, con un par de guardias.
—Un espía
—explicó Cyric con voz ronca—. Ha tratado de envenenarme... y luego ha querido
sonsacarme a cambio del antídoto. Lo he matado y se lo he cogido.
Mourngrym
asintió.
—Parece que
ya me estás sirviendo bien —dijo.
Se llevaron
el cuerpo y Cyric volvió a la cama. Durante un buen rato, mientras el veneno
del medallón hacía efecto en su organismo, estuvo como a caballo de la realidad
y la fantasía. Le parecía estar atrapado, medio despierto, medio dormido, tenía
visiones.
Era un niño
en las calles de Zhentil Keep, estaba solo y huía de sus padres que trataban de
venderlo como esclavo para pagar sus deudas. Luego estaba de pie delante de
Marek y de la cofradía de los Ladrones mientras lo juzgaban, a él, un
muchachito andrajoso y ensangrentado que habían encontrado en la calle y que
robaba para sobrevivir; con su veredicto había entrado a formar parte de la
cofradía.
Pero, como
era de esperar, Marek abandonó a Cyric cuando más lo necesitaba; cuando la
cofradía lo marcó como condenado a ser ejecutado y se vio obligado a huir de
Zhentil Keep.
Abandonado.
Siempre
abandonado.
Las horas
pasaban y Cyric se levantó de la cama. La neblina roja se elevó y desapareció
de delante de sus ojos. Se le había enfriado la sangre y la respiración se
había vuelto regular. Estaba demasiado agotado para permanecer despierto, de
modo que volvió a desplomarse sobre la cama y se rindió al tierno abrazo de un
profundo sueño libre de pesadillas.
—Soy libre
—murmuró en la oscuridad—, ¡libre!
Adon se marchó de la morada de Elminster a avanzada hora de la noche,
al mismo tiempo que el escribiente, Lhaeo. A decir verdad, el anciano, cuando
envió al hombre a contactar a los Caballeros de Myth Drannor, se mostró
preocupado por él. La comunicación mágica con el este quedó interrumpida y,
armado de las recomendaciones de Elminster, el escribano iba a tener que ir a
caballo a entregar el mensaje a los Caballeros.
—Hasta que
nos volvamos a ver —dijo Elminster, para luego quedarse mirando cómo se alejaba
su escribiente.
Adon, por su
parte, se alejó caminando sin que el sabio dijese una palabra o hiciese gesto
alguno. Estaba a media pendiente cuando Medianoche lo alcanzó y le dio una
bolsita de oro.
—¿Para qué
es esto? —quiso saber Adon.
Medianoche
sonrió.
—Tus finas
sedas han quedado destrozadas en el viaje —explicó—. Deberías reponerlas.
Apretó el
oro en las frías manos del clérigo y procuró calentarlas entre las suyas. Para
el clérigo era dolorosamente evidente la tensión de la que había sido víctima
durante el día y que la había dejado sin aliento. Elminster había permitido que
Medianoche, además de tratar de sonsacarle las respuestas a algunos de los
misterios que la habían asediado en el transcurso del viaje, participase en
algunos ritos menores de conjuro. Pero no en todos los casos, como cuando
Medianoche fue excluida aquella noche de las ceremonias privadas de Elminster.
Cuando Medianoche
llamó a Adon para recordarle que debía regresar por la mañana, las tinieblas ya
lo envolvían.
Adon estuvo
a punto de echarse a reír. Lo habían instalado en un cuarto diminuto y le
habían dado para leer un montón de libros de antiguo saber popular a fin de que
pudiese encontrar alguna referencia al medallón que había recibido Medianoche.
Adon argumentó que era un regalo de la diosa. Forjado con los fuegos de su
imaginación. ¡No existía antes de que ella le diese vida!
—Pero ¿y si
no es así? —dijo Elminster con los ojos brillantes.
Pero Adon no
era ciego. Entremezcladas en los relatos populares que le habían dado, había
historias acerca de clérigos que habían perdido la fe para luego recobrarla.
Adon pensó
que nunca comprenderían. Sus dedos tocaron la cicatriz que recorría su rostro y
se pasó la velada reviviendo el viaje en un intento de localizar exactamente en
qué punto había cometido una afrenta tan grande contra la diosa como para
merecer que ella lo abandonase en el momento en que más la necesitaba.
Para cuando
cayó en la cuenta de donde se hallaba, Adon se asombró al comprobar lo lejos
que había llegado. Estaba mucho más allá de la torre Inclinada y sobre su
cabeza estaba el rótulo de la posada La Calavera de los Tiempos. Llevaba el oro
que le había dado Medianoche todavía apretado en la palma de la mano y lo
deslizó en un bolsillo antes de entrar en el edificio de tres plantas.
El bodegón
estaba atestado y lleno de humo. A Adon le preocupaba encontrar baile y
alborozo, pero se sintió aliviado al ver que la gente del valle de las Sombras
estaba tan absorta en sus problemas como él. La mayoría de los clientes de la
posada eran soldados o mercenarios que habían acudido a La Calavera de los
Tiempos para matar el tiempo antes de la batalla. Adon se fijó en una pareja
joven que estaba en el extremo del mostrador y se reía de alguna broma.
Adon se
sentó con un codo apoyado en el mostrador y con el rostro descansando en la
mano abierta, en un intento de ocultar la cicatriz.
—¿Con qué
espíritus vas a pelearte esta noche?
Adon levantó
la vista y vio a una mujer de unos cincuenta y pico años, con un vivo y
agradable color en las mejillas. Estaba de pie detrás del mostrador y esperaba
pacientemente a que el clérigo contestase. Cuando la única comunicación fue un
lastimero y mortecino parpadeo de sus ojos, ella sonrió y desapareció. A su
regreso llevaba un vaso lleno de un denso brebaje violeta que centelleaba
despidiendo rayos de luz. En la bebida, negándose a subir a la superficie,
daban vueltas unos trozos de hielo rojo y ámbar.
—Prueba esto
—dijo ella—. Es la especialidad de la casa.
Adon levantó
la bebida y un dulce aroma penetró en su nariz. Miró la bebida de soslayo y la
mujer lo animó con un gesto. Adon tomó un sorbo y tuvo la sensación de que
todas y cada una de las gotas de sangre de su cuerpo se convertían en hielo. La
piel se le puso tirante contra los huesos y un fuego ardiente atravesó su
pecho. Con dedos temblorosos, trató de posar la bebida, la mujer sonrió y lo
ayudó en la tarea.
—En nombre
de Sune, ¿qué hay aquí dentro? —preguntó Adon, que respiraba con dificultad y
le daba vueltas la cabeza.
La mujer se
encogió de hombros.
—Un poco de
esto, un poco de aquello. Y un mucho de otra cosa.
Adon se
frotó el pecho y trató de recobrar el aliento.
—Me llamo Jhaele,
Melena de Plata —dijo la mujer—. ¿Y quién es...?
Adon oyó un
ligero silbido procedente del mostrador. Uno de los cubitos de hielo se estaba
deshaciendo y unas franjas color ámbar flotaban por el líquido.
—Adon de
Sune —se oyó decir Adon, para desear al instante retirar aquellas palabras.
—Un feo
corte tienes ahí, Adon de Sune. Hay curadores poderosos en el templo de Tymora
que podrían ayudarte. Cuentan con un buen surtido de pociones curativas.
¿Todavía no los has visitado?
Adon sacudió
la cabeza.
—¿Cómo te
has hecho esta marca? ¿Por accidente o a propósito?
Adon sintió
un hormigueo por toda su piel.
—¿A
propósito? —dijo.
—Muchos
guerreros llevan una marca así como señal de valor, de servicio a la justicia.
—Sus ojos eran luminosos y claros. Todas y cada una de las palabras que decía
tenían un significado.
—Sí —dijo el
clérigo sarcásticamente—. Fue algo así.
Adon volvió
a coger el vaso y tomó otro sorbo. En esta ocasión se quedó aturdido y notó un
zumbido en los oídos. Luego también pasó esta sensación.
—¡Un
brindis! —gritó alguien.
La voz
estaba peligrosamente cerca. Adon se dio media vuelta y vio a un extraño que
levantaba una jarra sobre su cabeza. Tenía la melena gris e hirsuta y parecía
ser veterano de muchos conflictos. Levantó su mano y le dio a Adon una palmada
en el hombro.
—¡Un brindis
por un guerrero que se ha enfrentado a las fuerzas del mal y las ha abatido al
servicio del valle!
Adon trató
de intervenir, pero se produjo un enorme estruendo cuando todos los hombres y
mujeres que había en la posada lo saludaron. Después de esto, muchos fueron los
que se acercaron y le dieron palmadas en la espalda. Nadie retrocedió ante la
mellada cicatriz que marcaba su rostro. Intercambiaron historias de batallas y
Adon se sintió como en casa. Al cabo de una hora aproximadamente, el taburete
que había junto a él arañó el suelo y una encantadora camarera, joven y de
cabello color carmesí, se sentó a su lado.
—Por favor,
me gustaría estar solo —dijo Adon con la cabeza agachada. Pero cuando levantó
la vista, la mujer seguía allí—. ¿Qué pasa? —preguntó cuando cayó en la cuenta
de que ella estaba mirándole la cicatriz. Se volvió y se tapó una parte del
rostro con la mano.
—Tú,
hermoso, no necesitas esconderte de mí —dijo ella.
Adon miró a
su alrededor para ver con quién estaba hablando, pero la mujer lo estaba
mirando a él.
Adon le
devolvió la mirada a regañadientes. El cabello de la mujer era espeso y rojo,
con gruesos rizos que le llegaban a los hombros y enmarcaban los suaves
contornos de su rostro. Los ojos eran de un azul suave y penetrante, y su
maliciosa sonrisa era sostenida por unos rasgos elegantemente cincelados. Su
ropa era sencilla, sus modales sencillos, su porte real.
—¿Qué
quieres? —preguntó Adon en voz baja.
Los ojos de
la mujer se iluminaron.
—Bailar.
—No hay
música —replicó Adon a la vez que sacudía la cabeza.
Ella se
encogió de hombros y tendió la mano.
Adon se
volvió y se puso a mirar las profundidades del vaso que había vuelto a
llenarse. La mujer dejó caer la mano a un costado y volvió a sentarse junto a
Adon. Él acabó mirándola de nuevo por encima del hombro.
—Supongo
que, por lo menos, tendrás un nombre —dijo la mujer.
Adon se
volvió hacia ella con expresión ensombrecida.
—No tienes
nada que hacer aquí. Vete a tus obligaciones y déjame solo.
—¿Solo para
sufrir? —replicó—. ¿Solo para ahogarte en un mar de autocompasión? Una actitud
poco adecuada para un héroe.
Adon estuvo
a punto de quedarse sin respiración.
—¿Eso es lo
que piensas que soy? —dijo con una mueca de burla y desprecio en su rostro.
—Me llamo
Renee —dijo ella, a la vez que volvía a tenderle la mano.
Adon
estrechó su mano a modo de saludo e intentó hacerlo con firmeza.
—Yo soy Adon
—dijo—: Adon de Sune. Y soy cualquier cosa menos un héroe.
—Deja que
sea yo quien te juzgue, querido —dijo ella, para luego acariciar su mejilla
como si la cicatriz no existiese. Su mano descendió por el cuello, el pecho y
el brazo, hasta tomar su mano en las suyas y pedirle que le contase su
historia.
Adon, aunque
de mala gana y con poca emoción en la voz, volvió a contar la historia de su
viaje desde Arabel. Se lo explicó todo, salvo los secretos que sabía de los
dioses, que se guardaba para sí en vistas a considerarlos con especial cuidado.
—Eres un
héroe —le dijo ella y le dio un beso en los labios—. Tu fe ante semejante
adversidad debería hacerse pública y convertirse en inspiración para otros.
Un soldado
que estaba cerca se echó a reír y Adon estuvo seguro de que era él el objeto de
la broma. Se apartó de la muchacha y arrojó algunas monedas de oro sobre el
mostrador.
—¡No he
venido aquí para que se burlen de mí! —exclamó, furioso.
—Yo no
pretendía...
Pero Adon ya
se estaba abriendo paso entre los aventureros y soldados que abarrotaban la
posada. Una vez en la calle, caminó una manzana antes de apoyarse contra la
pared de una tiendecita. En la puerta había un rótulo de metal con un nombre y,
gracias a la luz de la luna, Adon se vio reflejado en el metal. Por un instante
la cicatriz apenas fue visible, pero cuando levantó los dedos hasta la rugosa
piel, vio su imagen deformada, su rostro alargado de forma que la cicatriz
parecía ser peor de lo que era en realidad. Volvió la espalda al rótulo y
maldijo a sus fatigados ojos por traicionarlo.
Mientras
caminaba por la ciudad, Adon se puso a pensar en la mujer, Renee, y en su pelo
rubio tan parecido al de Sune. Su actitud para con la mujer había sido
vergonzosa. Sabía que debía disculparse. En su camino de regreso al mesón, lo
paró una patrulla, que lo dejó seguir casi al instante.
—Recuerdo
esta cicatriz —dijo uno de ellos.
El pesimismo
se apoderó de Adon. Cuando llegó a la posada La Calavera de los Tiempos, y
después de unos minutos de deambular por la sala, volvió a sentarse en el mismo
taburete de antes y llamó la atención de Jhaele, Melena de Plata, con un gesto.
Le contó lo que había ocurrido con una mujer pelirroja llamada Renee, una
mozuela que hacía de sirvienta. Jhaele se limitó a señalar con la cabeza un
rincón oscuro de la habitación.
Renee estaba
allí, sentada junto a otro hombre. Los seductores gestos que hacía con éste
eran similares a los que había usado con Adon. Ella levantó la vista, vio a
Adon mirándola y apartó la mirada.
—Ha debido
de oler oro en ti —dijo Jhaele, y Adon comprendió de pronto el verdadero
propósito de Renee cuando estaban en el mostrador.
Pasó un
momento y ya estaba de nuevo en la calle; la ira amenazaba con consumirlo. A
cierta distancia vio los capiteles de un templo y se encaminó hacia él. Volvió
a cruzarse con la patrulla.
Pensó en los
curanderos del templo. Quizá sus pociones fueran lo bastante fuertes como para
quitarle la cicatriz.
El templo de
Tymora en el valle de las Sombras era muy diferente del de Arabel. Adon pasó
entre un impresionante grupo de pilares; en la parte alta velaban unos pequeños
fuegos encendidos. La puerta de doble hoja del templo estaba desatendida; a un
lado, delante mismo, había un brillante gong. Adon se estaba acercando a la
puerta cuando salió una voz de la oscuridad, detrás de él.
—¡Eh, tú!
Adon se
volvió y se encontró cara a cara con la misma patrulla con la que había hablado
en la calle de La Calavera de los Tiempos.
—Aquí pasa
algo —dijo Adon—. El templo está en silencio y el centinela no está por ninguna
parte.
Los jinetes
desmontaron. Eran cuatro hombres, cuyas armaduras habían sido deslustradas para
aprovechar completamente la protección de la noche.
—Échate a un
lado —dijo un hombre fornido mientras pasaba como un rayo por delante de Adon.
El soldado
abrió las pesadas puertas y volvió el rostro, un hedor de muerte brotaba del
interior del templo.
Adon sacó su
destrozado pañuelo de seda y se lo puso delante del rostro antes de
introducirse en el templo junto con uno de los guardias. Los dos hombres se
quedaron boquiabiertos ante la escena que tenían delante.
Había como
una docena de personas en el templo, todas salvajemente asesinadas. El altar
principal estaba volcado y el símbolo de Bane aparecía pintado en las paredes
con la sangre de los clérigos asesinados. Por los fuegos que todavía ardían en
los braseros y el olor persistente del templo, Adon dedujo que la profanación
se habría producido hacía menos de una hora.
Adon
advirtió, aliviado, que no había niños. El guardia que lo acompañaba se mareó y
se desplomó sobre sus rodillas. Cuando se levantó, vio al joven clérigo entre
las filas de bancos y en las gradas del altar situado sobre una tarima. Adon
estaba cambiando a los muertos de la espantosa posición en que los habían
dejado sus agresores y los estaba colocando en el suelo. Luego arrancó las
cortinas de seda que había detrás del altar y cubrió con ellas los cuerpos lo
mejor que pudo. El guardia se acercó a él con las rodillas temblorosas. Oyeron
ruido y movimientos fuera y el grito de espanto que lanzaron los otros guardias
cuando vieron aquel horror dentro del templo.
—Quizás haya
más —advirtió Adon, señalando la escalera que conducía a la zona interior del
templo.
—¿Con vida?
—dijo el guardia—. ¿Otros... pero vivos?
El clérigo
no contestó, pues en cierta forma presentía lo que iban a encontrar. De una
cosa estaba seguro, de que no podía esperar hacerse con las preciosas pociones
curativas de las que había oído hablar.
Adon se
quedó en el templo incluso después de que el hedor se hizo insoportable para
los demás. Intentó rezar por los muertos, pero las palabras no salieron de su
boca.
Kelemvor dio la espalda a la ventana. Había ido a la habitación de
Medianoche pero ella no había regresado de la casa de Elminster. Volvió a su
cuarto, pasó el tiempo sin poder conciliar el sueño. Acarició por un momento la
idea de coger un caballo y dirigirse a la torre de Elminster para enfrentarse a
Medianoche, pero sabía que sería tiempo perdido.
Luego,
mirando por la ventana de la torre, vio llegar a la maga. El guerrero observó
cómo pasaba por delante de la guardia y entraba en la torre Inclinada. Al cabo
de unos instantes, llamaron a la puerta. Kelemvor se sentó en el borde de la
cama y se cubrió el rostro con las manos.
—¿Kel?
—Sí
—contestó—. Entra.
Medianoche
penetró en el cuarto y cerró la puerta.
—¿Quieres
que encienda una linterna? —preguntó.
—Has olvidado
lo que soy —contestó Kelemvor—. A la luz de la luna tus rasgos son tan puros
como si los contemplase a mediodía.
—No he
olvidado nada —respondió la maga.
Medianoche
llevaba una capa larga y suelta, un cambio más que adecuado por la que había
perdido. Unas llamas saltaban por la superficie del medallón. A Kelemvor le
sorprendió ver que lo había recuperado, pero no tenía interés en preguntarle
cómo.
Medianoche
se quitó la capa y se plantó delante del guerrero.
—Creo que
deberíamos hablar —dijo.
Kelemvor hizo
un lento gesto de asentimiento con la cabeza.
—Sí. ¿Por
dónde empezamos?
Medianoche
se pasó las manos por su largo pelo.
—Si estás
cansado...
Kelemvor se
puso en pie.
—Estoy
cansado, Ariel.
—No me
llames así.
Kelemvor se
arredró.
—Medianoche
—dijo, y a la vez suspiró profundamente—: Yo suponía que nos íbamos a marchar
juntos de este lugar. Que transmitirías el aviso que te había confiado Mystra,
que daríamos este asunto por finalizado y seríamos libres de una vez por todas.
Medianoche
se rió breve pero cruelmente.
—¿Libres?
¿Acaso tú o yo conocemos la libertad, Kel? Toda tu vida ha estado regida por
una maldición contra la que no puedes hacer nada; y a mí los mismísimos dioses
me han tomado por una imbécil.
Se apartó de
él y se apoyó contra una cómoda.
—Kel, no
puedo huir de esto. Tengo una misión que cumplir de la que soy responsable.
Kelemvor se
acercó a ella y le hizo dar media vuelta para mirarla a la cara. La sujetó con
brusquedad por los hombros.
—¿Responsable
con quién y ante quién? ¿Con unos extraños que te escupirían en la cara aunque
entregases tu vida para salvarlos?
—¡Para con
los Reinos, Kelemvor! ¡Mi responsabilidad es para con los Reinos!
Kelemvor la
soltó.
—En ese
caso, parece que no nos queda mucho por decir.
Medianoche
cogió su capa.
—No se trata
sólo de la maldición, ¿verdad? Todo y todos tienen su precio. Tus condiciones
van más allá de lo que yo puedo soportar, Kel. No puedo entregarme a alguien
que no está dispuesto a hacer lo mismo por mí.
—¿Dé qué
estás hablando? ¿Acaso me he marchado de aquí? ¿Acaso te he dejado? Mañana
iniciaremos los preparativos para la guerra. Es muy probable que no vuelva a
verte hasta que la batalla haya terminado. Es decir, si sobrevivo.
Reinó el
silencio un momento que pareció prolongarse indefinidamente.
—Dime, tú te
marcharías de aquí, ¿verdad? —preguntó Medianoche—. Si yo aceptase marcharme
contigo, tú te irías esta misma noche.
—Sí.
Medianoche
suspiró profundamente.
—En ese
caso, tenías razón. No tenemos nada más que decirnos.
Se dirigió a
la puerta, pero Kelemvor la llamó.
—Mi
recompensa —dijo—... Elminster me ha prometido que podía contar con una
recompensa, pero no me ha dicho en qué consistiría.
Los labios
de Medianoche temblaron en la oscuridad.
—Kel, le he
hablado de la maldición. Cree que se podrá anular.
—La
maldición... —dijo Kelemvor con voz ausente—. Entonces ha sido una buena
decisión quedarse.
Medianoche
agachó la cabeza y el pelo le cayó sobre el rostro.
—Él lo
habría hecho igualmente, maldito seas... — Medianoche abrió la puerta.
—¡Medianoche!
—gritó Kelemvor.
—¿Sí? —dijo
ella.
—Me sigues
queriendo —dijo Kelemvor—. De no ser así lo sabría. Es mi recompensa por haber
venido hasta aquí contigo, ¿recuerdas?
A Medianoche
se le tensó todo el cuerpo.
—Sí —dijo
ella en voz baja—. ¿Eso es todo?
—Todo lo que
importa.
Medianoche
cerró la puerta detrás de sí y dejó a Kelemvor mirando las tinieblas.
14
Rumores de guerra
Mourngrym se
enteró del cruel ataque contra el templo de Tymora pocas horas antes del alba.
Hizo llamar a Elminster y éste se reunió con su señor en el camino que conducía
al templo. Adon estaba todavía allí cuando llegó el sabio.
La poetisa
Vendaval, Dedos de Platino, no tardó en aparecer también. Llevaba el símbolo de
los arpistas, una luna y un arpa plateadas sobre fondo azul turquesa. Los vientos
nocturnos jugaban con su cabello elevándolo en el aire y dándole el aspecto de
una aparición de némesis en lugar del de una mujer. Su armadura era plateada
como las del valle y pasó por delante de su señor y del sabio sin saludarlos
siquiera.
Mourngrym no
trató de detenerla. Por el contrario, se reunió con ella en el templo profanado
y juntos contemplaron la destrucción y la matanza en medio de un respetuoso
silencio. El símbolo de Bane, pintado con la sangre de las víctimas, llamó su
atención inmediatamente. Poco después, mientras Vendaval hablaba con los
guardias que habían sido los primeros en encontrar aquel caos, Adon adelantó la
teoría de que había sido el robo de las pociones curativas lo que había
motivado el ataque; asimismo, había que tomar en consideración los efectos
debilitadores que un ataque semejante tendría en la moral de los fieles del
valle de las Sombras. Vendaval, Dedos de Platino, miró al clérigo con gran
suspicacia, como si no desease la presencia de ningún intruso durante una tragedia
de tal envergadura.
—La sangre
que mancha sus manos ha sido derramada en honesto servicio, evitando la muerte
—dijo Elminster—. No hay malicia en este hombre. Es inocente.
Vendaval se
volvió a Mourngrym, indignadísimo por aquel ataque.
—Los arpistas
irán contigo, señor. Juntos vengaremos este acto de cobardía.
Luego se
marchó, después de que su dolor por la tragedia amenazase con vencer su
continencia inflexible. Mourngrym puso a trabajar a sus hombres en la tarea de
identificar y enterrar a los muertos. El anciano permaneció junto al señor del
valle y se dirigió a los presentes en un tono de voz muy bajo.
—Bane es el
dios de la Lucha y, por consiguiente, no es de sorprender que quiera
distraernos, hacer mella en nuestros corazones y dejarnos apesadumbrados y
vulnerables ante su ataque —dijo Elminster—. No debemos permitir que logre sus
propósitos.
Mourngrym
temblaba de rabia.
Horas
después, cuando regresó a la torre Inclinada, Mourngrym estuvo un rato junto a
su amigo y aliado Thurbal, que yacía en la cama durmiendo profunda y
reparadoramente. Thurbal no había hablado desde la noche en que la magia de
Elminster lo rescatara de Zhentil Keep, cuando informó a Mourngrym del ataque
que se planeaba contra los valles.
—¡Qué
atrocidades he visto, Thurbal! ¡Hombres de fe muertos como perros! Viejo amigo,
en mi corazón arde una rabia que amenaza con abrasar los débiles lazos de la
razón. —Mourngrym bajó la cabeza—. ¡Quiero su sangre! ¡Quiero venganza!
Thurbal
había dicho en cierta ocasión que una rabia de esta índole no hacía otra cosa
que cegar, incapacitar para la victoria y predisponer a uno a ser eliminado.
Había que enfriar los ardores del corazón y dejar que la razón lo guiase a uno
por los caminos de la venganza.
Mourngrym
estuvo velando a Thurbal hasta que empezó a clarear y recibió un aviso de
Hawksguard para que se reuniese con él en la sala de la guerra.
Los detalles
del trabajo para los preparativos se perfilaron durante las primeras horas de
la mañana y Kelemvor se asombró de lo mucho que se había adelantado durante los
días anteriores a su llegada. Estaba junto a Hawksguard mientras éste reunía a
cientos de soldados que se habían presentado voluntariamente para servir en la
defensa del valle de las Sombras. Muchos de ellos habían atravesado el paisaje
de pesadilla de los desfiladeros de Gnoll y de las Sombras para llegar al
valle. Eran conscientes de la suerte que correría el valle si fallaban a la
hora de rechazar a Bane y a su ejército. Resonó un grito clamoroso y Kelemvor,
inconscientemente, se vio envuelto por el entusiasmo y levantó el puño con los
demás.
Luego vino
el trabajo pesado, si bien fueron pocos los que se quejaron. Los comerciantes y
constructores se pusieron a trabajar codo con codo con los soldados poco antes
de que el sol se elevara, y no tardaron en tomar forma las líneas defensivas en
la zona de la charca de Krag, en la carretera de Voonlar. Se llevaron carros
enteros de rocas y escombros de las ruinas del castillo de Krag hasta el borde
mismo de la carretera principal, al nordeste del valle. Una vez allí, se
utilizó este material para construir unas grandes fortificaciones.
Alrededor de
los trabajadores, en el suelo y en los árboles, los arqueros se preparaban para
defender la carretera y sitiar a las tropas de Zhentil Keep que avanzasen por
el nordeste. Podían pasar días antes de que se librase la batalla, pero los
arqueros sabían que también ellos debían estar preparados.
Y, una vez
terminado su trabajo, se pusieron a esperar pacientemente. El cielo tenía un
color azul claro y había muy pocas nubes. Daban vida a los árboles que los
rodeaban unos murmullos que sólo podían apreciarse completamente después de
haberse pasado horas interminables cortando madera, derribando árboles,
afilando puntas, cavando zanjas y volviendo a taparlas. Los leñadores hicieron
esto y mucho más para disponer las trampas y preparar los escondites.
Sin embargo
ni los leñadores ni los arqueros estaban solos en esta tarea. Habían acudido
equipos de trabajo de la ciudad, acaudillados por dos proyectistas de Suzail Key,
que estaban de visita en casa de unos parientes en el valle de las Sombras
cuando llegó la noticia de una inminente invasión. Ayudaron a colocar los
distintos obstáculos con que los hombres del valle interceptarían el camino al
ejército de Bane e insistieron en confeccionar unos gráficos detallados de
rutas de escape a través del bosque. Como es de suponer, estos mapas serían
memorizados y destruidos mucho antes de la llegada de la vanguardia del
ejército de Bane.
Se fue
trabajando a un ritmo rápido durante toda la mañana pero, a medida que el día
avanzaba y los habitantes del valle iban construyendo las defensas más cerca de
la ciudad, se vieron obligados a dejar más y más hombres detrás para que
vigilasen las complicadas trampas y asegurasen un despliegue adecuado. Con cada
hombre dejado al cargo de una trampa o vigilando el avance de exploradores
enemigos, la construcción de nuevas trampas iba siendo más lenta. Pero hasta
los hombres que se habían quedado en el bosque intentaban ser útiles mientras
esperaban a que empezase la batalla. Los arqueros, en especial, aprovecharon el
tiempo estudiando el trozo de bosque que debían defender.
Estos
arqueros, los primeros que se enfrentarían al enemigo, se pasaron horas
estudiando todos y cada uno de los ruidos del bosque y tratando de estar en
completa armonía con el intrincado flujo de la naturaleza. Cualquier sonido,
cualquier olor que se saliese de lo corriente sería detectado inmediatamente.
Apenas hablaban sino que, por el contrario, se hacían señales con las manos,
para avisarse de la llegada del enemigo, si el ataque se producía durante el
día. Se habían tomado otras medidas, como señales luminosas con las linternas,
para el caso de que el ejército hiciese su aparición por la noche.
De momento,
no había nada que hacer salvo disfrutar de la belleza del campo mientras
esperaban pacientemente.
Más tarde,
Kelemvor fue enviado a reunir a los herreros que habían estado trabajando a
golpe de martillo para hacer escudos, espadas, dagas y armaduras para quienes, en
caso contrario, habrían luchado sólo con sus pechos desnudos y su entusiasmo.
Con la ayuda de dos asistentes, el guerrero supervisó la operación de cargar
las armas en los carros. Luego Kelemvor fue a comprobar el trabajo de los
tallistas que, atareados, hacían flechas y arcos para los arqueros.
En los
cruces de caminos fuera de la posada La Calavera de los Tiempos se llevaba a
cabo otro tipo de preparativos. En la granja de Jhaele, Melena de Plata, y en
el otro lado de la carretera, ligeramente hacia el este, en la granja de Sulcar
Reedo, se estaban construyendo unos parapetos movibles hechos de paja,
destinados a soportar lo más fuerte del ataque de los arqueros de Zhentil Keep
cuando entrasen en la ciudad. Se había vaciado el almacén del comerciante Weregrund
y un pequeño cuerpo de hombres surgiría de allí cuando el enemigo empezase a
librar la batalla en los cruces de los caminos, con la esperanza de cogerlo por
sorpresa.
Mourngrym
seleccionó cuidadosamente a los vigías que lanzarían señales de fuego en la
montaña de los Arpistas y en La Calavera de los Tiempos para anunciar la
llegada del enemigo. Para esta tarea se escogieron hombres sin familia que
llorara su pérdida, sin esposas a quienes dejar viudas. Antes de enviarlos a
sus puestos, el señor del valle se cercioró de que estuviesen adecuadamente
equipados y con las suficientes provisiones por si su espera resultaba larga.
El reparto
de provisiones dio comienzo a primera hora del día, pero se había convertido en
una tarea interminable. Jhaele, Melena de Plata, y sus trabajadores habían
repartido raciones de carne, de pan dulce y agua fresca a cada grupo de
hombres. Habían recopilado asimismo tiendas y colchones enrollados, pero esto
fue distribuido sólo esporádicamente.
Al otro lado
del pueblo, Cyric llegó al puente sobre el Ashaba y descubrió el doble
resentimiento de «sus» hombres casi inmediatamente. En primer lugar, ninguno de
estos hombres se había presentado voluntario para aquel destino; todos querían
ver la gloria de la batalla en primera línea en vez de guardar un puente ante
la eventualidad de que un segundo cuerpo de soldados fuese enviado a tomar el
valle de las Sombras desde el oeste. En segundo lugar, y esto era lo más
importante, no les hacía ninguna gracia recibir órdenes de un forastero. El
sentimiento era mutuo, pues para Cyric no suponía honor alguno tener que dar
órdenes a lo que él consideraba un grupo de cretinos gritones y mal educados.
Pero antes
de que Cyric pudiese siquiera considerar la idea de organizar a sus tropas,
tenía que ocuparse de un gran número de refugiados.
Éstos se
habían reunido junto al río. Las barcas que los llevarían río abajo hasta el
valle del Tordo no habían llegado todavía y Cyric ordenó a un puñado de
soldados que se asegurase de que los ancianos y los niños estaban bien,
mientras él se ocupaba de organizar los detalles del trabajo. De vez en cuando,
se paseaba entre las familias, sorprendiéndose ante la grandísima fuerza que
descubría en sus ojos.
Imbéciles,
pensaba Cyric. ¿No comprendían que, probablemente, iban a abandonar sus casas
para siempre? El ladrón descubrió que no podía dejar de darle vueltas a la idea
que Marek había sembrado en su mente: cambiarse de bando y unirse al enemigo si
la única opción era morir. Al fin y al cabo, ¿qué le debía él a aquella gente?
De no haber sido por Medianoche, hacía tiempo que se habría marchado.
La mayor
parte de los refugiados estaba formada por niños o por personas que, bien por
la edad, bien por su estado físico, no estaban capacitados para luchar. Miraban
a los soldados cavar trincheras a cada extremo del puente. Sabían que
probablemente aquellos hombres morirían defendiendo unas casas donde ya no
vivían, pero sabían, asimismo, que huir habría supuesto matar a la mayoría de
soldados más deprisa de lo que podía hacerlo una flecha o una espada del
enemigo.
Pero
mientras los refugiados estaban mirando, los hombres que trabajaban en el
puente empezaron a cavar más despacio. La mayoría se quejaba en voz alta,
criticando al hombre moreno que se paseaba entre ellos y repartía órdenes con
brusquedad y con un genio cada vez más endiablado.
Luego, sin
previo aviso, una docena de hombres arrojó sus palas al suelo y salió de la
zanja a medio cavar que había estado abriendo con dificultad durante horas. El
jefe de los hombres, un gigante llamado Forester, llamó a Cyric, que estaba
ocupado cavando con los soldados al otro extremo del puente.
—¡Basta!
—gritó Forester, con las greñas de su despeinado cabello pegadas al rostro por
el sudor—. ¡Nuestros hermanos están dispuestos a sacrificar sus vidas en el
límite este para proteger el valle! ¡Yo voy a reunirme con ellos! ¿Quién está
conmigo?
La mayoría
de los soldados que estaban en el lado del puente donde se hallaba Forester
arrojó sus palas inmediatamente y se agrupó detrás del guerrero. Algunos de los
soldados de la parte del puente de Cyric apoyaron a gritos el plan de Forester
y, también ellos, arrojaron sus palas.
Cyric apretó
el mango de su pala y rechinó los dientes.
—¡Maldita
sea! —dijo en un siseo.
Cuando se
volvió para salir de la zanja, vio que todos los refugiados lo estaban mirando.
Su mirada se posó en la de una madre joven que estaba a menos de veinte pasos,
preocupada, no por sus hijos, sino por ella misma.
Mientras
apartaba la mirada y saltaba fuera de la zanja, acudieron a su mente recuerdos
de sus propios padres abandonándolo cuando era un bebé. Forester y sus hombres
estaban ya atravesando el puente, con las armas a punto, cuando Cyric bloqueó
el camino al otro extremo del puente. Si bien le habría encantado dejar que los
hombres se precipitasen a una muerte segura, no iba a permitir que su autoridad
fuese puesta en duda.
—¡Apártate!
—le instó Forester—, a menos que quieras meterte en el río sin la protección de
una barca.
—Volved al
trabajo —ordenó Cyric fríamente—. Lord Mourngrym nos ha ordenado que protejamos
este puente.
Forester se
echó a reír.
—¿Protegerlo
contra qué... contra la puesta del sol? ¿El viento a nuestra espalda? La
batalla se librará en el este. ¡Apártate!
Forester se
fue acercando, pero Cyric no se movió.
—Eres un
cobarde —dijo Cyric.
Forester se
detuvo en seco.
—Valerosas
palabras procedentes de un cadáver —repuso, y se preparó a levantar la espada.
La hoja brilló a la luz del sol, pero Cyric siguió sin moverse ni sacar un
arma.
Los labios
de Cyric se abrieron. Señaló a los refugiados.
—Miradlos.
Los
refugiados estaban apiñados en la orilla del Ashaba. El miedo brillaba en los
ojos de todos ellos.
—¿Queréis
gloria? ¿Queréis sacrificar vuestra nada valiosa vida? De acuerdo, si eso es lo
que deseáis a costa de sus vidas.
La espada de
Forester vaciló. Empezó a elevarse un murmullo de voces.
—Si os
marcháis de aquí, ¿quién los protegerá? ¡El valle de la Daga está plagado de
hombres de Bane! ¡Dejad que caiga el puente y será como entregarlos, a ellos y
al valle de las Sombras, directamente al enemigo!
Cyric le dio
la espalda a Forester.
—¡Quedaros
conmigo es quedaros con el valle de las Sombras! ¿Qué me decís? ¿Qué decís
todos vosotros?
Silencio.
Cyric esperaba a que la espada del gigante se clavase en su espalda.
—¡Por el
valle de las Sombras! —exclamó una voz.
—¡Por el
valle de las Sombras! —gritaron mil voces más.
Luego un
coro de voces ensordecedoras y airadas se unieron al llamamiento, los
refugiados incluidos.
—¡Por el
valle de las Sombras! —exclamó una voz detrás de Cyric. Éste se volvió y
Forester levantó su arma por encima de la cabeza mientras cantaba con los
demás.
—Sí —dijo
Cyric finalmente, y todos guardaron silencio—. ¡Por el valle de las Sombras! Y
ahora volved al trabajo.
Los soldados
redoblaron sus esfuerzos; Cyric vio a lo lejos el primero de los barcos que
llevaría a los refugiados a un lugar más seguro.
—¡Por el
valle de las Sombras! —dijo una mujer, con los ojos claramente emocionados por
las palabras de Cyric y resbalándole las lágrimas por sus mejillas, cuando se
encaminaba a uno de los barcos.
Cyric hizo
una inclinación de cabeza, si bien no sentía más que desprecio por aquel rebaño
sumiso que sólo ansiaba ocultarse detrás de su fe en los dioses o en su país
para justificar sus acciones, en lugar de enfrentarse abiertamente a la vida.
Dio la espalda a la mujer y volvió a ocupar su puesto en la zanja, después de
que su paciencia por los soñadores y los cobardes hubiese llegado al límite.
Había
convencido a los demás de que la decisión correcta era permanecer en sus
puestos.
Ahora no
tenía más que convencerse a sí mismo.
Mientras
Cyric supervisaba el embarque de los refugiados en los barcos que los llevarían
Ashaba abajo, y dirigía a sus hombres en la construcción de trincheras junto al
puente, Adon estaba encerrado en la torre de Elminster después de regresar con
el sabio del templo de Tymora a primera hora de la mañana. Elminster le había
puesto a trabajar en la desordenada antecámara que solía ocupar Lhaeo.
—Tienes que
encontrar todas las referencias a los siguientes nombres —le explicó
Elminster—. Y luego estudiar y aprenderte los hechizos expuestos por cada uno
de ellos durante su vida. Todos están en estos volúmenes. Confecciona unas
listas a las que tengamos fácil acceso.
—Pero a mí me
fallan los hechizos —protestó Adon—. No sé...
—Yo tampoco,
pero como los Reinos dependen de todos nosotros, creo que ahora es el momento
de hacer averiguaciones, ¿estás de acuerdo conmigo? —Tras estas palabras el
sabio se marchó y el clérigo se volcó sobre los libros hasta que llegó
Medianoche y se dirigieron al templo.
Adon,
Medianoche y Elminster llegaron al templo de Lathander a la hora de la cena.
Una niebla color púrpura flotaba por el cielo vespertino. El sabio, el clérigo
y la maga atravesaron una ciudad casi vacía, si bien oían, al oeste, cómo
cavaban los hombres de Cyric y, al este, a los soldados construyendo
fortificaciones.
Cuando se
acercaron al edificio, Adon y Medianoche vieron que el templo de Lathander
tenía la forma de un fénix, con unas enormes alas de piedra que se elevaban a
ambos lados de la entrada. Estas alas se curvaban y se convertían en torres. En
el centro de la edificación había una puerta de dos hojas, totalmente desierta.
Elminster golpeó con impaciencia. Se abrió una ventana del tercer piso y se
asomó un hombre guapo, de mandíbula cuadrada y cabello ondulado.
—¡Elminster!
—exclamó el clérigo en un tono reverencial.
—¡Es posible
que siga estando aquí para cuando bajes y abras esta puerta!
La ventana
se cerró de golpe y Elminster se apartó de la pesada puerta y se puso a pasear
por delante. Medianoche seguía atosigándolo sobre el templo y el papel que Adon
y ella iban a tener en la batalla.
—¡Limitaos a
recordar lo que os he enseñado y a hacer lo que os he dicho! —dijo Elminster con
tono cansado.
—¡Nos estás
tratando como si fuésemos unos niños! —espetó Medianoche—. Después de todo lo
que hemos pasado, creo que una simple explicación no estaría de más.
Elminster
suspiró.
—¿Te importa
que este anciano descanse sus pobres huesos mientras tú sigues machacándolo?
Elminster se
sentó. Sólo cuando Medianoche estuvo en mitad de su argumento sobre las Tablas
del Destino cayó en la cuenta de que estaba sentado en medio del aire y que el
aire que rodeaba al sabio crujía con energías místicas.
Medianoche
se interrumpió.
—Una
Escalera Celestial —dijo.
—Sí, como la
que utilizó tu señora Mystra en su conato por recuperar las Esferas.
Medianoche
retrocedió horrorizada.
—Entonces
Bane...
—No quiere
el valle —dijo Elminster—. Quiere las Esferas.
—Pero Helm
lo detendrá, posiblemente lo matará...
—Y el valle
de las Sombras quedará reducido a un montón de cenizas, a un punto negro en los
mapas de los viajeros por los siglos de los siglos.
Adon se
cubrió el rostro con las manos.
—Como el
castillo de Kilgrave. Pero ¿qué podemos hacer?
Elminster
dio una palmada en el aire que había junto a él.
—¡Pues
destruir la Escalera Celestial, naturalmente! —Alargó una mano en dirección a
Medianoche—. ¡Ayúdame a ponerme de pie!
Medianoche
ayudó al sabio a levantarse.
—¿Cómo
podemos destruir lo que han creado los dioses?
—Quizá tú
puedas decírmelo —contestó Elminster.
La puerta
del templo se abrió y apareció el hombre rubio. Iba vestido con un traje de
ceremonia rojo que llevaba unas gruesas franjas ribeteadas de oro.
—¡Elminster!
—exclamó el hombre—. No me había dado cuenta de la hora. Por supuesto, os
esperaba.
Con un
gesto, Rhaymon indicó al anciano que entrase.
—¿Quieres
que les muestre todo esto a tus ayudantes antes de marcharme?
—No será
necesario —contestó Elminster.
Rhaymon
estaba casi en la puerta cuando Adon detuvo al sacerdote.
—No
comprendo nada —dijo—. ¿Adónde vas?
—A reunirme
con mis compañeros los sacerdotes y con los fíeles adoradores de aquí —fue la
respuesta de Rhaymon—. Con todos y cada uno de los hombres que unirán sus
fuerzas al ejército del valle de las Sombras, y que se están preparando para
sacrificar sus vidas en defensa del valle.
Adon
estrechó la mano del hombre.
—Haz que
paguen por lo que hicieron a los adoradores de Tymora.
Rhaymon hizo
un gesto de asentimiento y se marchó.
—Entremos
—dijo Medianoche, tocando suavemente el brazo de Adon y conduciéndolo a través
de la puerta del templo, que cerró con llave.
Era de noche y los recuerdos acosaban a Ronglath, el Caballero
Siniestro. No se había enterado de la muerte de Tempus Blackthorne hasta su
llegada a Voonlar. El hechicero Sememmon rió mientras informaba al Caballero
Siniestro de la suerte del emisario.
—No te
preocupes —dijo Sememmon—, no tardarás mucho en reunirte con él. Estarás al
mando del primer batallón contra los hombres del valle.
El Caballero
Siniestro no replicó.
El viaje
desde la Ciudadela del Cuervo hasta Teshwave había sido difícil. Los soldados a
cuyo mando estaba mostraron una abierta hostilidad y rebeldía. Los mercenarios
que se habían reunido con ellos en las ruinas de Teshwave no tenían
conocimiento del fracaso del Caballero Siniestro en Arabel y sólo les
preocupaba el oro que habían recibido por presentarse a tiempo y se preparaban
para la marcha. Hacía sólo unos días que el Caballero Siniestro estaba en
Voonlar cuando llegó la orden, procedente de lord Bane, de reunir a los hombres
y ponerse en camino.
No habían
sido víctimas de ataques a los carros de abastecimiento ni durante el primero
ni el segundo día de viaje, y ello despertaba sospechas en el Caballero
Siniestro. O los defensores del valle de las Sombras no se habían dado cuenta
de la gran debilidad del ejército de Bane, compuesto de cinco mil hombres, o no
les sobraba potencial humano para intentar siquiera hacerse con las
provisiones. Por cada quince kilómetros de carretera que conquistaban, dejaban
casi cincuenta hombres detrás con el fin de proteger el camino contra los
asaltantes. Aun cuando Bane tal vez no lo hubiese aprobado, el Caballero
Siniestro no tenía intención de dejar su retaguardia indefensa, aunque para
ello tuviese que utilizar la cuarta parte de sus tropas.
El Caballero
Siniestro se sorprendió de nuevo cuando el ejército llegó al bosque situado al
nordeste del valle. Había esperado que el bosque estuviese en llamas. Daba la
impresión de que la gente del valle de las Sombras no iba a dormir
calladamente. Querían guerra.
El Caballero
Siniestro contaba con acampar fuera del bosque cuando cayese la noche, pero
lord Bane le hizo llegar órdenes en sentido contrario. Entrarían en el bosque
bajo la protección de la noche, pues se presumía que así contarían con la
ventaja de la sorpresa caso de que encontraran algún tipo de resistencia.
No podrían
encender antorchas.
Los magos de
Bane habían ordenado tajantemente que no se hiciese uso de la magia bajo ningún
pretexto, debido a que este arte se había vuelto inestable y podía volverse
contra ellos. Esto significaba que no habría hechizos con los cuales realzar la
visión nocturna de los soldados mientras penetraban ruidosamente en el bosque.
Mientras el
Caballero Siniestro guiaba a sus hombres, Leetym y Rusch, hacia el interior del
bosque, comprendió que había por lo menos unos cuantos que compartían su
opinión sobre la estrategia de Bane. El más viejo y más experimentado, Mordant
DeCruew, cabalgaba junto al Caballero Siniestro.
—Esto es un
suicidio —dijo Leetym.
Para
sorpresa de los otros oficiales, el Caballero Siniestro hizo un gesto de
asentimiento con la cabeza.
Rusch
levantó su espada.
—Nuestro
dios y señor nos ha dado una responsabilidad.
—¡Que él
mismo ha hecho que sea imposible que cumplamos! —protestó Leetym—. Nos ha
traído como si fuésemos ganado hasta el matadero. Yo soy uno de los que han
visto a nuestro «dios» comer y beber como un humano. Debido a que soy guardián
del templo, he tenido ocasión de verlo llorar como un niño caprichoso. ¡Nos ha
mentido desde el principio!
—Pues yo te
digo que hoy mismo obtendremos la victoria —dijo Rusch blandiendo su arma.
—Deja la
espada —gritó Mordant—. Nuestros enemigos no esperarán que marchemos sobre el
bosque hasta mañana. No esperarán que lleguemos al valle de las Sombras hasta
última hora de pasado mañana. Los cogeremos por sorpresa.
—Mordant
tiene razón —convino el Caballero Siniestro—. Nuestra guerra no es entre
nosotros. La verdadera batalla está delante. Si la muerte es nuestro destino,
la afrontaremos como hombres, no como animales acobardados. Si vosotros dos no
podéis aceptar este hecho, no dudaré en destriparos ahora mismo.
Las tropas
se introdujeron, en silencio, en el bosque.
Connel Greylore, el primero de los arqueros del valle de las Sombras
que oyó acercarse a los soldados, se tomó un respiro para asegurarse de que sus
sentidos no lo engañaban. Había tomado posición en lo alto de un árbol para
montar guardia y avisar a sus compañeros. Otro arquero había hecho lo mismo a
quinientos metros detrás de él; y así seguía hasta la charca de Krag. Cada uno
de los vigías había escogido una posición desde la cual el siguiente centinela,
situado más cerca de la ciudad, pudiese ver un claro destello de la señal de su
linterna. De este modo, podían avisarse unos a otros sin por esto revelar su
posición al enemigo que se acercaba.
Los ruidos
se reanudaron, en esta ocasión acompañados de un inconfundible grito
desgarrador.
Connel
levantó su linterna con tanta celeridad que ésta resbaló de sus sudorosas
manos, y a punto estuvo de caerse de la gruesa rama que lo sostenía por agarrar
la linterna en el aire. Con el corazón en un puño, se obligó a relajarse al
sentir la superficie del metal frío en su mano.
El arquero
miró delante de él. Veía a los zhentileses avanzar dificultosamente por los
haces de ramas enmarañadas que cubrían toda la anchura de la carretera. Los
árboles habían sido derribados de forma que quedasen dispuestos en tres
direcciones, para que los agresores tuviesen que meterse, a pie o a caballo, en
la trampa que les habían tendido. De todas formas, aun cuando intentasen rodear
la maraña de ramas e ir a campo traviesa, el enemigo descubriría que el bosque
circundante estaba dispuesto de forma similar.
Connel dio
la señal. Un destello procedente de la otra dirección le indicó que había sido
recibida. Bajó del árbol y fue a despertar a otros tres arqueros que se habían
situado furtivamente en unos árboles más cerca de la carretera. El ruido que
producían los hombres al avanzar y tratar de pasar bajo las ramas llenaba la
noche y cubría cualquier otro ruido que pudiesen hacer los arqueros mientras se
preparaban, dirigiéndose a sus puestos y recogiendo los carcajes de flechas que
habían dejado en cada posición.
Connel pensó
que alguien había enviado a aquellos hombres como ganado al matadero. Luego el
jefe de los cuatro arqueros dio la orden de disparar contra los zhentileses.
De repente,
una lluvia de flechas surgió de los árboles para estrellarse contra las tropas
de Bane; los gritos de rabia y furia se convirtieron en chillidos de muerte.
Detrás del primer grupo, llegaron más arqueros, que tomaron posiciones en los
árboles junto al camino.
Algunos
zhentileses se lanzaron entre las barreras, utilizando en ciertos casos los
cadáveres de sus compañeros como escudos contra la lluvia de flechas que caía
desde arriba. Se dejaron oír horrendas maldiciones cuando al echar a correr no
vieron las estacas plantadas en la carretera que apuntaban a la altura del
pecho, hasta que quedaban empalados.
Connel y el
primer grupo de arqueros del valle de las Sombras empezaron a replegarse,
bajaron de los árboles y tomaron la segura carretera que atravesaba el bosque y
que los llevaría detrás de la siguiente línea de defensa. Consistía ésta en una
serie de hoyos en el camino cuidadosamente camuflados. Estos hoyos tenían una
profundidad de noventa centímetros y, en su centro, se elevaba una estaca.
El segundo
grupo de arqueros estaba empezando a descender de los árboles detrás del
primero y disponiéndose a seguirle en dirección a la ciudad, y Connel Greylore
dio gracias a los dioses por no haber muerto hasta el momento ninguno de los
arqueros del valle de las Sombras a manos de los zhentileses. No oyó, detrás de
él, en la carretera, los arcos que se tensaban ni la lluvia de flechas que
lanzaron los zhentileses sobre el muro de ramas. De pronto cientos de flechas
volaron por los aires. Casi todas se estrellaron contra los árboles, se
hundieron en las ramas o cayeron al suelo sin causar daño.
Connel
Greylore ni siquiera notó la flecha que penetró en su espalda y atravesó su
corazón, pues murió al instante.
Los hombres
de Bane estuvieron horas luchando en la oscuridad y abriéndose paso entre el
gran número de defensas que había en la carretera. Cada vez que encontraban un
trecho que parecía haber sido descuidado, Bane insistía en que sus tropas
volviesen a formar línea de combate. Los soldados de a pie iban delante e,
inevitablemente, eran los primeros en replegarse y romper la línea apenas
descubrían nuevas trampas escondidas en la carretera. Empujados por las tropas
que tenían detrás, morían cuando caían en los hoyos o sobre los abrojos.
Bane estaba
en éxtasis. Su poder aumentaba con cada muerte, tal como había prometido
Myrkul. El cuerpo de lord Black despedía un halo rojo, resultado visible de la
absorción de la energía que habían desprendido las almas. A medida que iban
muriendo más hombres, tanto de Zhentil Keep como del valle, la intensidad del
halo aumentaba; lord Black tenía que hacer un esfuerzo para reprimir su
alegría.
Bane, sin
embargo, mientras conducía a sus tropas a la muerte, fingía estar furioso por
la incompetencia de sus hombres de superar unas defensas tan sencillas.
—En este templo no debe quedar ni un grano de polvo del que no estemos
al corriente —dijo Elminster. A pesar de que sabía que estaba pidiendo lo
imposible, hablaba muy en serio—. Hay que sacar todo objeto de naturaleza
personal de esta sala. Nunca se sabe lo que nuestro enemigo puede considerar de
utilidad.
Después de
los horrores que Adon encontró en el profanado templo de Tymora, se mostraba
poco dispuesto a participar en los planes de Elminster con respecto al templo
de Lathander. No obstante, al final, el clérigo se vio obligado a pensar en el
templo en los términos más primarios. Era ladrillo, mortero, piedra, acero,
cristal y cera. Si estos elementos hubiesen estado dispuestos de forma
diferente, el edificio podía ser un establo o una hostería.
Adon se
preguntó si, de haberse tratado del templo de Sune, habría podido mostrarse tan
frío y calculador. Se tocó la cicatriz que cruzaba su rostro.
No lo sabía.
De modo que
emprendió la tarea que se le había encomendado. Las ventanas que daban a la
escalera invisible en cada uno de los pisos estaban abiertas y se habían
retirado las contraventanas. Clavaron las ventanas que daban a todos los demás
puntos. Sin embargo, mientras deambulaba por el templo, en cada habitación que
visitaba, Adon no pudo dejar de fijarse en los pequeños objetos que habían
quedado atrás. Aquél era un lugar de devoción y de fe, y no obstante, era
también un lugar donde hombres y mujeres reían y lloraban por las alegrías y
las penas que les brindaba la vida.
Había una
cama sin hacer. Adon interrumpió su trabajo y se puso a hacerla, hasta que cayó
en la cuenta de lo que estaba haciendo. Dio un respingo y se apartó de la cama,
como si el poder del sacerdote que había estado allí fuese a levantarse y
destruirlo.
Cuando Adon
se disponía a apartarse de la cama, advirtió un diario de piel negra oculto
bajo una almohada. El diario estaba boca abajo y al revés. Adon le dio la
vuelta y leyó el apunte final:
Hoy muero
para salvar el valle de las Sombras. Mañana volveré a nacer en el reino de
Lathander.
El diario
cayó de sus manos y salió corriendo de la habitación; la ventana que se suponía
debía clavar seguía abierta y las cortinas ondeaban suavemente mecidas por un
viento que se arremolinaba y acariciaba el templo como si tuviese vida.
El clérigo
volvió a la sala principal. Mientras se acercaba a Medianoche, le sorprendió a
la maga la expresión preocupada del pálido rostro del clérigo. Sabía que él
había hecho un esfuerzo para mantener su decisión, incluso a pesar de su dolor
y de su confusión, pero poco era lo que ella podía hacer para ayudarlo.
O, para el
caso, ayudarse a sí misma.
Pensando en
la batalla que estaba a punto de librarse, no pudo evitar pensar en Kelemvor.
Y, aunque lamentaba la dureza con la que había terminado su conversación con el
guerrero, sabía que él conocía sus sentimientos. Al margen de todo lo que
pudiese decir, lo amaba. Pensó que, quizás, él también la amaba.
Quizá,
pensó.
Llamaron su
atención los gritos de Adon y apartó de su mente la posibilidad de una relación
con Kelemvor. El clérigo se hallaba junto al anciano y le repetía la misma
frase una y otra vez, pero Elminster lo ignoraba.
—¡Ya está
hecho! —gritaba el clérigo.
El sabio del
valle de las Sombras pasó una página de un libro que estaba estudiando.
—¡Ya está
hecho! —volvió a gritar Adon.
Elminster
levantó finalmente la vista, asintió con la cabeza, murmuró algo y volvió a
centrar su atención en el apolillado libro que examinaba, pasando con cuidado
las páginas ante el temor de que se convirtiesen en polvo y le privasen de
algún pequeño conocimiento secreto susceptible de cambiar la suerte de la
batalla con Bane.
Adon se fue
con cara larga a un rincón.
Medianoche
observó al anciano y se tocó distraídamente el medallón. Habían despejado la
estancia principal del templo y retirado los bancos a los lados de la sala. La
maga morena había desistido de sacar algo en claro del razonamiento del sabio.
Él había prometido que todo sería explicado. Aparte de confiar en el
apergaminado sabio, poco era lo que podía hacer.
—¿Quieres
utilizar el medallón ahora, buen Elminster? —preguntó Medianoche mientras
caminaba junto al sabio.
Media docena
de nuevas arrugas surcaron de pronto el rostro de Elminster. Daba la impresión
de que su barba se levantaba ligeramente.
—¿Esa
baratija? ¿De qué me puede servir? Tal vez para venderla por un buen puñado de
monedas en la feria de Tantras.
Medianoche
se mordió el labio.
—Entonces
¿qué tienes pensado que haga yo aquí? —quiso saber.
Elminster se
encogió de hombros.
—A lo mejor,
fortificar este lugar.
Medianoche
movió la cabeza.
—¿Cómo? Tú
no...
Elminster se
inclinó y murmuró a su oído:
—¿Recuerdas
el rito de Chiah, guardián de la oscuridad?
—De Elki, de
Apenimon, sacado de tu poder...
Elminster
sonrió.
—¿El baile
del sueño de Lukyan Lutherum?
Medianoche
notó que le temblaban los labios. Recitó los ensalmos perfectamente; sin
embargo Elminster la interrumpió antes de que pudiese terminar.
—Ahora
recita para mí, de los pergaminos sagrados de Knotum, Seif, Seker...
Las palabras
salieron de la boca de Medianoche y, de pronto, un destello de luz llenó la
habitación. A continuación, un hermoso e intrincado dibujo de luz azulada
recorrió las paredes, el suelo y el techo. Se precipitó hacia la puerta
entreabierta que daba a la antecámara. Al cabo de un instante, el templo estaba
en llamas con un fuego abrasador. A continuación, el dibujo penetró en los
muros del templo y fue absorbido.
Medianoche
se quedó de piedra.
—Ahora no ha
sido tan difícil, ¿verdad? —dijo Elminster, luego se dio media vuelta.
—¡Espera!
—grito Medianoche—. ¿Cómo puedo recordar lo que no he aprendido nunca?
Elminster
levantó las manos.
—No puedes.
Ha llegado el momento de prepararnos para la ceremonia final. Ve y prepárate.
Medianoche
se dio media vuelta y empezó a alejarse, Elminster sintió que le recorría el
cuerpo una oleada de agitación. Desde la noche del Advenimiento se había estado
preparando para aquel momento. Su vista le había revelado que acudirían
a él dos aliados en aquella batalla, pero la identidad de sus defensores le
asombró en un primer momento, para luego ser embargado por un miedo terrible,
miedo que hubiera tenido que ser un loco o un estúpido para ignorar.
Elminster,
por descontado, no había sobrevivido más de quinientos años en los Reinos por
ser un loco o un estúpido, a pesar de que muchos afirmaban que era ambas cosas.
Sin embargo, no tardaría en poner su existencia en manos de una maga inexperta
y de un clérigo de poca fe, no sólo en los dioses que adoraba sino también en
sí mismo, y que podía ocasionar la perdición de los únicos defensores del templo.
Medianoche,
muy acertadamente, había identificado esa situación como el instrumento de los
dioses y Elminster presentía que la maga estaba intrigada por la consideración
que despertaba, como si creyese que había sido escogida para algún fin. «¡Qué vanidad!
—pensó Elminster—. A menos, claro está, que sea cierto». Pero eso él no podía
decirlo.
Cuánto
ansiaba la ayuda de Sylune, que había tenido la inteligencia de abandonar los
Reinos antes de que existiese la posibilidad de caer en aquel terrible estado,
o incluso de Simbul, que no había respondido a ninguna de sus comunicaciones.
—Estamos
preparados —anunció Medianoche.
El sabio se
volvió hacia la maga y el clérigo. Las puertas del templo, abiertas de par en
par, permitirían salir las energías capaces de consumirlos a todos ellos.
—Quizá tú
tengas algo que ver con esto —dijo Elminster a la vez que estudiaba el rostro
de Medianoche. No podía encontrar rastro de sospecha en la maga; su interés era
salvar a los Reinos. Sabía que no tenía más elección que confiar en ella—.
Antes de empezar, hay algo que debes saber. Mystra te habló de las Tablas del
Destino, pero no te explicó dónde puedes encontrarlas.
Medianoche
comprendió de pronto.
—Pero tú
puedes hacerlo. Los hechizos que te ayudé a realizar en tu estudio para
localizar las intensas fuentes de magia en los Reinos.
—Una de las
tablas está en Tantras, pero no puedo indicarte su localización exacta —dijo
Elminster—. La otra se me escapa totalmente. Con tiempo, sin duda, podré
encontrarla. Y, ahora, vamos a empezar —añadió—. La ceremonia durará muchas
horas...
Se había
encendido el fuego de señales. Los ejércitos de Bane se abrían paso a través de
las defensas del este del bosque. En unas horas estarían en la charca de Krag.
Estaba a
punto de amanecer y, al igual que la mayoría de los hombres, Kelemvor estaba
durmiendo cuando se vio el fuego de señales. Sin embargo, los estrepitosos
cuernos que resonaron acompañando a las señales lo despertaron inmediatamente.
—Esos
imbéciles han cabalgado toda la noche —dijo Hawksguard mientras se sacudía el
sueño de encima.
—¡Qué
locura! —añadió Kelemvor, incapaz de creer que un general fuese capaz de
estrategia tan estúpida.
—Sí —convino
Hawksguard—. Pero ten en cuenta que no son más que zhentileses. —El guerrero
sonrió y le dio a Kelemvor una palmada en la espalda.
Los días que
habían estado preparando las defensas de la charca de Krag, Kelemvor y
Hawksguard se habían vuelto prácticamente inseparables. Procedían de un
ambiente similar y Hawksguard había oído hablar de Lyonsbane Keep y del padre
de Kelemvor en sus días gloriosos, mucho antes de que hubiese degenerado para
convertirse en el monstruo desalmado que conoció Kelemvor de niño. Hawksguard
también había oído hablar de Burne Lyonsbane, el querido tío de Kelemvor.
Pero el
conocer el pasado no era todo lo que unía a los guerreros. Compartían un
interés parecido por el manejo de la espada y, cada noche, se batían en duelo a
fin de mantener su habilidad tan finamente afilada como sus espadas. Hawksguard
presentó a Kelemvor a muchos de los hombres del destacamento y no tardaron en
tratarse como viejos amigos que se encuentran después de haberse dado por
perdidos. A menudo Hawksguard confería algo de su autoridad a Kelemvor, y los
hombres seguían las órdenes del guerrero sin vacilar.
De hecho,
dado que el puesto de Hawksguard era la defensa de lord Mourngrym en la
batalla, a Kelemvor se le otorgó el mando de las defensas de la charca de Krag.
Los hombres de Hawksguard aceptaron el cambio de buena gana y se mostraron
contentos al enterarse de que Kelemvor los mandaría en la batalla.
Si se
consideraba el poco tiempo que habían tenido los hombres del valle para
prepararla, la posición defensiva a cuyo mando estaba Kelemvor era
impresionante. La carretera que llevaba al este desde el valle de las Sombras
estaba ahora completamente bloqueada al oeste de la charca de Krag. Después de
haber colocado la última carga de rocas y cascotes en la carretera, se habían
volcado los vagones como una ayuda suplementaria al bloqueo general. Para hacer
más inaccesible la carretera, se derribaron árboles que colocaron atravesados
ante las barricadas. La parte norte, además de los obstáculos, estaba
flanqueada por arqueros.
La pieza
final de la inspirada táctica llegó de manos de los proyectistas de Suzail Key
y se concentraba en los árboles que se alineaban a lo largo de la carretera, al
oeste de la charca de Krag. A pesar de que Kelemvor consideraba que los
proyectistas tenían una mentalidad muy poco militar, pues eran de constitución
frágil, muy refinados y sin experiencia alguna con las armas, tuvo que admitir
que la trampa que habían ideado no estaba lejos de ser brillante. La
originalidad del plan había convencido incluso a Elminster y éste había ayudado
a instalarla. Kelemvor no veía el momento de que las tropas de Zhentil Keep se
metiesen en ella.
Sin embargo,
Kelemvor no podía hacer otra cosa que esperar. Otros guerreros ya habían
respondido al son de los cuernos y habían dejado sus casas, quizá por última
vez, para correr a engrosar las líneas. Pero una vez allí, tuvieron que
quedarse esperando en las barricadas, inclinados nerviosamente sobre las
espadas desenvainadas o tirando de las cuerdas de los arcos.
Pasó un
cuarto de hora más o menos antes de que alguien hablase. Muchos de los hombres
tenían que hacer un esfuerzo para alejar de sí el miedo. Eran hombres
valientes, pero ninguno quería morir y se sospechaba que el ejército de Bane
era de diez mil hombres, si bien había quien dividía esta cifra por dos.
En un
momento dado, mientras los soldados seguían esperando que se acercase el fragor
de la batalla, Hawksguard se puso de pie y gritó:
—¡El
desayuno!
Sus palabras
atravesaron el tenso silencio como flechas y ahuyentaron los tristes
pensamientos de todos. Incluso Kelemvor se sobresaltó cuando Hawksguard empezó
a golpear su escudilla de metal.
—¡Que Bane
sea maldito! —gritó el guerrero—. ¡Si hoy voy a tener que morir, os aseguro que
no será con el estómago vacío!
Todos
comenzaron a hacerse eco de sentimientos similares y, al cabo de un rato, lo que
habría sido inconcebible unos momentos antes, acaparó la atención de toda la
compañía de guerreros.
Sólo un
hombre de la compañía de Kelemvor no secundó la iniciativa de Hawksguard. Se
trataba de un hombre delgado cuyos ojos brillaban de forma extraña. Mientras
comían estuvo sentado junto a Kelemvor y Hawksguard. Se llamaba Mawser.
Los
defensores del valle de las Sombras necesitaban un voluntario para la última
mala pasada de que iban a ser víctimas las tropas de Bane, antes de atacar a
sus hombres uno a uno. Aquel hombre delgado, un devoto adorador de Tymora,
saltó ante la oportunidad de ser el responsable de activar la trampa, a pesar
de que ello significaba una muerte prácticamente segura. Mawser estaba
convencido de que su diosa lo iba a proteger dotándole de la suficiente buena
suerte para escapar con vida.
Mawser miró
el claro que había al oeste de la charca de Krag y sonrió.
—No
comprendo la estrategia de Bane —confesó Hawksguard—. Nos ha dejado descansar
toda la noche y meter una comida en nuestros estómagos. Entretanto, él y sus
tropas han estado avanzando. Cuando lleguen a nuestra altura, estarán agotados
y hambrientos.
Kelemvor
sacudió la cabeza.
—Me gustaría
que Medianoche estuviese aquí —dijo señalando la charca de Krag—. Su hechicería
transformaría el agua en ácido humeante. Estoy seguro. En este caso no
tendríamos más que hacer retroceder a los zhentileses y la victoria estaría
asegurada.
Hawksguard
sonrió.
—Precisamente,
Kel, estaba pensando que podrías saltar las barricadas y ahuyentar tú solito a
las tropas de Bane. Así nos podríamos ir todos a casa.
Los
guerreros terminaron sus viandas preparadas deprisa y corriendo, dieron las
gracias a los dioses preferidos y se retiraron a esperar al ejército de Bane.
Hawksguard se pasó el tiempo paseando entre los hombres, dándoles las últimas
recomendaciones y deseándoles la victoria.
Kelemvor
pensaba en Medianoche. Su primera reacción para con la morena maga había sido
de enfado. Era una mujer que trataba de darse a conocer en un juego de hombres,
pero no se la veía dispuesta a sacrificarse lo necesario para seguir las
normas. Al fin y al cabo, Kelemvor había conocido mujeres guerreras que dejando
de lado su sexo se comportaban un poco reprimidas, pero lo suficientemente
masculinas a fin de encajar en el esquema. Por regla general, su conducta era
bulliciosa hasta el punto de parecer bastante pesadas. Medianoche, por su
parte, esperaba ser aceptada por lo que era..., una mujer.
Y hasta su
corta visión dejaba ver a Kelemvor que era realmente digna de respeto como
guerrera. Había demostrado una y otra vez durante el viaje que era capaz y
seria. Kelemvor pensó que, además, tal vez no necesitase renunciar a su
femineidad para alcanzar sus objetivos. Era atractiva y fuerte, y su
generosidad, entusiasmo y sentido del humor la hacían una mujer irresistible.
Kelemvor se
preguntó si, en el caso de que ambos sobreviviesen a la batalla, sería todo
diferente entre ellos o habría una excusa para no seguir juntos.
Kelemvor oyó
un griterío y se volvió a tiempo de ver a Mawser correr por la carretera en
dirección a su puesto de batalla. Kelemvor sonrió al imaginar lo que verían los
zhentileses procedentes del noreste cuando se acercasen. Al igual que en los
últimos kilómetros de su camino, habría árboles alineados en la parte derecha
de la carretera, salvo en el pequeño sendero que llevaba al castillo de Krag.
Los árboles se extendían un trecho por la carretera, luego el bosque se abría
para dar paso a la ciudad. A la izquierda de los zhentileses, la charca de Krag
bordeaba un trozo de carretera. Una vez pasada la charca a unos cien metros, y
también a la izquierda de la carretera, verían lo que parecería ser un claro.
Cubriendo toda la carretera en frente de la charca había una enorme barricada,
el último, el mayor obstáculo de la carretera antes de llegar al valle de las
Sombras.
Por lo menos
eso era lo que parecía.
Kelemvor
apenas pudo contener su excitación cuando aparecieron los primeros zhentileses
en la carretera.
15
La batalla
Los
zhentileses se acercaban ya a las barricadas que bloqueaban la carretera,
cuando Bane ordenó a sus arqueros que se adelantasen hasta las líneas de
combate. Antes de que el ejército intentara siquiera cruzar el muro de tres
metros de alto por seis de ancho, todo de piedras, cascotes, escombros y carros
volcados, había que derribar a los hombres del valle que estaban en los
árboles, desde donde habían estado acosando a los zhentileses a lo largo de
toda la carretera situada al este del valle de las Sombras. Sin embargo,
Kelemvor tenía a la mayoría de sus hombres apostados dentro del bosque, con el
objeto de que los arqueros zhentileses no pudiesen atacarlos de forma efectiva.
Hasta que las tropas de Bane no intentasen cruzar las barricadas y hasta que
los zhentileses quedasen desorganizados, el guerrero no ordenaría un ataque a
gran escala. Entonces atacaría al enemigo con flechas desde los árboles del
otro lado de la charca de Krag.
Bane, que
cabalgaba en la retaguardia de sus líneas, se puso furioso cuando el ejército
se detuvo delante del muro.
—¿Por qué no
vamos a pasar por encima de ese montón de rocas? —gritó Bane cuando un joven
oficial le informó sobre la situación—. Quiero que mis tropas estén en el valle
de las Sombras dentro de una hora, así que será preferible que les ordenes que
abran brecha en el muro o que pasen por encima de él.
—Pero...,
pero, lord Bane —tartamudeó el oficial mientras sacudía la cabeza—, los hombres
del valle están esperando que atravesemos las barricadas para atacarnos.
Nuestras tropas serán un blanco fácil para ellos mientras trepamos el muro.
—¿Por qué no
rodearlo, entonces? —propuso otro oficial.
Lord Black
frunció el entrecejo.
—Si lo
rodeamos, nuestras fuerzas tendrán que dispersarse para pasar por el bosque.
Ello sería tanto como luchar con los hombres del valle con todas las cartas a
su favor.
El joven
oficial de las primeras líneas balbuceó algunas palabras incoherentes.
—Vamos a
perder muchos hombres...
—¡Ya basta!
—gritó Bane. Luego golpeó al oficial en el rostro con su mano enguantada. El
oficial se cayó del caballo a causa del impacto. Cuando logró ponerse en pie
penosamente, Bane lo miró con una cruel sonrisa grabada en su rostro—. Soy tu
dios. Mi palabra es ley. ¡Ahora mismo vamos a cruzar las barricadas, con todo
el grueso de las tropas!
El oficial
montó sobre su caballo.
—Sí, lord
Bane.
—Y tú
guiarás al primer grupo que suba el muro —añadió lord Bane—. Y ahora, puedes
marcharte.
El oficial
se volvió y regresó a las barricadas. Junto al muro, los arqueros estaban
plagando los árboles de flechas, pero los hombres del valle seguían sin querer
hacer su aparición.
—Quiero un
destacamento de trabajo para empezar a romper nuestros carros de
aprovisionamiento y construir una rampa para atravesar esta maldita cosa —gritó
el joven cuando llegó a la altura de sus tropas.
Media hora
después, los zhentileses estaban preparados para cargar sobre las barricadas.
Bane esperaba ansioso que sus hombres tomasen el muro por asalto y volviese a
empezar la matanza. El poder procedente de los cientos de almas que Myrkul
había dirigido hacia él recorría sus venas, pero el dios de la Lucha quería
más. Quería el poder para aplastar el valle de las Sombras con sus propias
manos, como habría podido hacerlo antes de que la cólera de Ao le robase su
divinidad. Quería matar al sabio Elminster, por haberse entrometido y porque
luchaba por la justicia y por la paz.
Pero sobre
todo, Bane quería las Esferas.
Lord Black
oyó los gritos de sus tropas mientras éstas se preparaban para cargar sobre el
muro y un escalofrío recorrió su columna vertebral. «Pronto —pensó Bane—.
Pronto volveré a tener el poder propio de un dios.»
Situado
delante de las líneas de los hombres del valle, Kelemvor vio que los
zhentileses estaban a punto de cruzar y, por consiguiente, preparó a sus
hombres para el ataque. Si todo salía según el plan de Hawksguard, cuando el
primer grupo de las tropas de Bane llegase a la parte alta del muro, los
arqueros del valle de las Sombras abatirían a tantos soldados como fuera
posible. Los cuerpos de los hombres y de los caballos muertos por los arqueros
frenarían a las tropas de detrás y éstas se convertirían en un blanco más fácil
para los arqueros del valle.
Kelemvor y
sus hombres se encargarían de todo zhentilés que consiguiera llegar al otro
lado del muro. El guerrero había organizado a los defensores en pequeños
grupos, de modo que, a medida que las tropas de Bane fuesen tomando por asalto
las barricadas, los hombres del valle pudiesen ir replegándose en pequeñas
unidades y retroceder por el bosque hacia la ciudad.
Tan pronto
como los zhentileses dejasen de cruzar el muro y estuviesen camino del valle de
las Sombras, Kelemvor indicaría a los soldados de a pie y a la caballería que
esperasen a reducir a las tropas. El guerrero no confiaba en que los hombres
del valle pudiesen contener a los zhentileses por mucho tiempo, pues su número
era tres veces mayor que el suyo, pero sabía que podrían reducir
considerablemente esta superioridad, incluso antes de que Mawser desencadenase
la trampa en el claro.
A sólo cien
metros de distancia, el joven oficial de Zhentil Keep montó sobre su caballo y
guió a sus tropas hasta las barricadas. Una lluvia de flechas cayó de los
árboles por el lado norte de la carretera, y la mayoría de los soldados
murieron antes de dar tres pasos en la rampa del muro. El oficial logró
cruzarlo con una flecha en la pierna y otra en el flanco de su caballo.
Sin embargo,
apenas su caballo saltó el muro hacia la parte situada más cerca del valle de
las Sombras, una escuadra de hombres del valle abatió al oficial zhentilés sin
esfuerzo. El joven murió maldiciendo a lord Bane por su estupidez y su
arrogancia.
La batalla
en las barricadas hizo estragos durante una hora, entre las filas zhentilesas,
que consiguieron reunir suficiente tropa en la parte oeste del muro para obligar
a los hombres del valle a ceder terreno y bajar a la carretera. Kelemvor ordenó
una retirada y los arqueros y soldados atravesaron el bosque a todo correr para
llegar a sus posiciones finales al oeste del claro que había junto a la charca
de Krag.
Para
entonces, el propio Bane estaba en las barricadas. Cuando advirtió que los
hombres del valle iban en retirada y los cientos de cadáveres que se
amontonaban sobre el muro, sonrió. La victoria era suya; sentía el poder robado
retorciéndose dentro de la frágil forma de su mutación.
Lord Black
se volvió para dirigirse a sus tropas.
—¡Hemos
vencido los peligros que nuestros enemigos nos habían preparado y nos hemos
enfrentado a lo peor que podían ofrecernos! Tengo que dejaros un rato, para ir
al otro frente. El hechicero Sememmon os conducirá hasta el valle de las
Sombras. Os ha hablado vuestro dios.
Un vórtice
trémulo de luz envolvió a lord Black, luego el dios de la Lucha desapareció.
Bien
escondido en el bosque situado al oeste del claro, Kelemvor apenas daba crédito
a sus ojos. Veía cómo el ejército de Bane se encaminaba directamente a la
trampa. Mientras los soldados se concentraban al borde del claro, el guerrero
dio la señal y Mawser se dispuso a tender la trampa.
Aparecieron
de repente casi cincuenta árboles en el claro que había junto a la charca de
Krag. Luego, todos empezaron a caer sobre la carretera y el ejército zhentilés.
Los
proyectistas habían indicado que la mejor trampa sería la que no pudiera verse,
por lo menos hasta que fuese demasiado tarde, así que Mourngrym hizo que un
destacamento de zapadores talase los árboles situados al oeste de la charca de
Krag y ser fácilmente derribados sobre las tropas que pasaran por la carretera.
Luego los árboles fueron unidos con fuertes cuerdas de manera que, una vez
derribado uno, le siguiesen los demás y se cubriese toda la carretera de
árboles abatidos.
La tarea más
difícil había sido convencer a Elminster de que él completase el plan. El señor
del valle rogó a Elminster que lanzase un hechizo, un poderoso sortilegio de
masiva invisibilidad sobre los árboles, de modo que quedasen ocultos a las
tropas de Bane. Al anciano no le gustaba en absoluto que lo sacasen de sus
experimentos, pero, una vez le hubieron explicado el plan, aceptó aportar su
ayuda.
—Sólo espero
que uno de los robles le dé en la cabeza a la mutación de Bane —dijo Elminster.
Luego lanzó el hechizo y volvió a su trabajo.
Pero, una
vez construida la trampa, había que encontrar a alguien lo bastante valiente —o
lo bastante tonto, según la filosofía de cada cual— para poner a aquel primer
árbol en movimiento sin revelar la ubicación de la trampa. A pesar de tratarse
de una misión suicida, se presentó un voluntario.
Mawser.
Cuando
Kelemvor dio la señal, el adorador de la diosa de la Fortuna saltó del árbol
más cercano a la carretera. El hechizo de invisibilidad ocultó a Mawser, que
permaneció sentado en la copa del árbol atado con una cuerda corta. Cuando
saltó, su peso puso en movimiento el primer árbol, pero también él apareció en
el aire, pues el sortilegio de invisibilidad quedó invalidado porque los
árboles se habían convertido en armas de ataque.
Mientras
Mawser se lanzaba a plomo sobre los zhentileses, cincuenta árboles inmensos
comenzaron a caer detrás de él; rezó a la diosa de la Fortuna para que lo
protegiese, para que, de alguna forma, no fuese aplastado en su caída por la
trampa.
Kelemvor no
vio cómo una flecha enemiga atravesaba la garganta de Mawser. El hombre murió
antes de tocar el suelo.
Pero la
trampa funcionó. Los árboles se abatieron sobre los soldados zhentileses,
matando o hiriendo como mínimo a un tercio de ellos. Kelemvor dejó escapar un
grito y los hombres del valle siguieron su ejemplo. Aun cuando el plan había
sido cuidadosamente orquestado, nadie estaba realmente seguro de su éxito.
Pero, ahora, mientras los guerreros y los arqueros del valle contemplaban a los
hombres de Bane gateando para salvarse de la increíble red de árboles abatidos,
no podían hacer otra cosa que dar crédito a sus ojos.
Kelemvor
pensó que la suerte estaba de su parte aquella mañana; luego salió de su blinda
e indicó que empezase la siguiente fase del ataque.
Hawksguard
había apostado a un grupo de arqueros en el bosque que había detrás de los
árboles abatidos, y todos los arqueros que se habían replegado de sus
posiciones situadas más al este en la carretera de Voonlar sabían también que
debían retroceder hasta el bosque que había detrás de la trampa. Ahora que
había saltado la trampa, los arqueros empezaron a disparar contra el enmarañado
laberinto formado por los árboles que flanqueaban la carretera. Lanzaban sus
flechas al menor indicio de movimiento en la trampa y así mataron o hirieron a
cientos de soldados zhentileses que habían escapado de ser aplastados. A pesar
de los esfuerzos de los arqueros y de la caída de los árboles gigantescos, la
tropa de Bane seguía avanzando.
Desde su
posición en los árboles al oeste de la trampa, Kelemvor se fijó en los
zhentileses que quedaban. A pesar de que poca cosa podían hacer si no era
arrastrarse bajo los árboles caídos o saltar sobre ellos, ya estaban tratando
de avanzar. La caballería zhentilesa que no había quedado sepultada en el
ataque no servía para nada. Las fuerzas de a pie de Kelemvor esperaban cerca de
la linde del bosque. Confió que, si con las trampas no se conseguía derrotar
completamente a los zhentileses, las defensas colocadas por los hombres del
valle frenaran por lo menos el avance de las tropas del dios de la Lucha.
Si estas
tropas lograban abrirse paso a través de la trampa de árboles, los hombres de
Kelemvor se lanzarían al ataque. Luego, si las cosas se ponían mal, se
replegarían y los arqueros cubrirían su retirada. Si todo iba bien, los
zhentileses podían volver a arremeter contra el muro de árboles derribados,
donde los arqueros del valle podrían seguir abatiéndolos con poco riesgo de que
les devolviesen al ataque. Si los hombres de Bane eran tan estúpidos como para
meterse en el bosque en busca de los arqueros, serían aniquilados por las
tropas de Kelemvor, que sabían luchar en el bosque de forma mucho más efectiva
que los zhentileses.
Sin embargo,
Kelemvor no había contado con el poder del hechicero Sememmon. Según la
información que Mourngrym había recibido de Thurbal, Bane había prohibido el
uso de la magia, debido a que ésta era inestable y no se podía confiar en ella
en un conflicto tan importante. Se iba a permitir el lujo de que algunos magos
marchasen contra el valle y a estos poderosos magos con autorización para
luchar, como Sememmon, se les iba a nombrar oficiales.
En aquellos
momentos, Sememmon estaba en la parte más oriental de la carretera, víctima de
la trampa de árboles. Uno de ellos estaba suspendido sobre su cabeza, como si
un muro de fuerza lo hubiese detenido. Entonces el hechicero salió de debajo
del árbol y lanzó un sortilegio. El roble se desplomó al suelo y Sememmon se
volvió y llamó a sus hombres.
—¡Debemos
utilizar magia para abrirnos paso por la trampa o moriremos todos! —gritó—.
¡Maldito Bane! —añadió, para luego recitar rápidamente un ensalmo y lanzar otro
hechizo.
Delante de
Sememmon, diez bolas de fuego abrieron un sendero a través de la maraña de
árboles, pero mataron a los soldados zhentileses atrapados debajo de ellos y
los árboles se incendiaron.
—¡No! —gritó
el brujo—; ¡no es éste el hechizo que he conjurado!
Intentó otro
y el suelo se puso a temblar, como si un terremoto hubiese cobrado vida. Una
sinfonía de gritos surgió de las bocas de los asustados guardias que rodeaban
al mago.
—¡Vas a
matarnos a todos, estúpido! —gritó alguien.
A pesar de
aquel caos de ruidos que se había formado en la carretera, Sememmon reconoció
aquella voz.
—¡Caballero
Siniestro! —dijo asombrado con su voz ronca—: No has muerto...
Antes de que
el perplejo hechicero pudiese terminar la frase, el Caballero Siniestro lo
golpeó con la hoja de la espada. Cuando Sememmon cayó al suelo, pararon los
temblores de tierra.
Un cuadro de
arqueros del ejército de Bane disparaba armas en llamas a los árboles donde
estaban apostados los arqueros del valle de las Sombras. Algunos de estos
hombres caían, otros lograban replegarse según el plan previsto. Mientras
esperaba a sus hombres, Kelemvor fue presa de un pánico momentáneo cuando vio
el fuego que habían provocado los zhentileses. Si las llamas se extendían por
el bosque, podía desencadenarse un incendio de proporciones inimaginables. Si
el bosque ardía, los campos del valle no tardarían en convertirse en un
infierno y todo el valle de las Sombras quedaría destruido.
Junto a
Kelemvor, y compartiendo sus temores, había un joven teniente llamado Drizhal,
un muchacho que tendría menos de veinte años. El desgarbado muchacho no hacía
más que pasarse nerviosamente la mano por su rubio y brillante cabello mientras
escuchaba al veterano guerrero.
—Si por lo
menos hubiese un mago aquí con nosotros —dijo Kelemvor—. Comprendo ahora la
frustración de Mourngrym ante la decisión de Elminster de no unirse a la
batalla. Nosotros estamos ante un incendio y esa vieja reliquia está lejos
preparando alguna «misteriosa defensa».
—No es justo
—repuso Drizhal, con voz trémula.
Kelemvor
miró al joven.
—¿Tienes
miedo?
Drizhal no
contestó, pero su expresión lo decía todo.
—¡Bien!
—exclamó Kelemvor—. El miedo hace que uno esté ojo avizor, pero ¡no dejes que
se apodere de ti!
El joven,
cuyo terror parecía haber disminuido, asintió.
En la
carretera asediada, el Caballero Siniestro guiaba a los zhentileses por el
laberinto de árboles que empezaban a arder lentamente. Mientras las tropas
pasaban junto a él, el hechicero Sememmon se levantó inseguro, pero sin embargo
probó otro hechizo. Los hombres que había al lado del hechicero se dispersaron
lo mejor que pudieron, temerosos de los efectos imprevisibles de la magia.
Unos rayos
de energía roja y llameante salieron de las manos del mago, luego, cuando la
flecha de unos arqueros del valle de las Sombras atravesó el hombro del
hechicero, se desmandaron. Sememmon cayó al suelo y los rayos de energía
volaron sobre la cabeza del Caballero Siniestro y abrieron un sendero hasta los
árboles próximos a Kelemvor. Dos soldados arrastraron al hechicero a un lugar
seguro, mientras éste no dejaba de gritar.
El Caballero
Siniestro vio que los hombres del valle se dispersaban, alejándose del lugar
donde el rayo de Sememmon había abierto una brecha entre los árboles, y ordenó
a los zhentileses que atacasen mientras el enemigo estaba todavía en plena
confusión. Si el ejército de Bane estaba cansado después de toda una noche de
caminar por territorio enemigo, enfrentándose a la muerte a cada paso, no se
notó cuando cargaron contra los hombres de Kelemvor. Los zhentileses parecían
haber recobrado fuerzas, sedientos de devolver finalmente un duro castigo por
el que habían sufrido durante el camino desde Voonlar.
Cerca del
extremo oeste del bosque, Kelemvor se apresuró a reunir a los jefes de los
grupos de asalto. Drizhal permaneció junto al guerrero.
—No hay
posibilidad de arrastrarlos hasta dentro del bosque —dijo Kelemvor—. Todo lo
que podemos hacer es enfrentarnos al enemigo directamente y tratar de evitar
que se abran paso hasta el valle de las Sombras. Vamos a llevar a cabo una
defensa por relevos aquí mismo e intentaremos frenar su avance.
Los jefes
corrieron a informar a sus hombres de los nuevos planes. Kelemvor, entretanto,
veía cómo el ejército de Bane surgía de la abertura que había creado el
hechicero a través de los árboles abatidos.
Los últimos refugiados se habían marchado por el río Ashaba y ninguno
de los soldados había abandonado su puesto en el puente para ir a reunirse con
sus hermanos en el frente oriental. A pesar de ello, Cyric recorría el puente
de punta a punta cada hora, a fin de asegurarse una y otra vez de que las
defensas estuvieran bien y mantener a los hombres alerta.
El ladrón
estaba en la parte del puente donde se hallaba apostado Forester, es decir, el
lado opuesto al valle de las Sombras, cuando llegó hasta él el fragor de la
batalla. Los hombres de la otra orilla empezaron a hablar en voz alta. Cyric se
volvió a Forester.
—Mantén tu
posición —le dijo el ladrón—. Será mejor que vaya a advertir a los demás que se
calmen.
Cyric empezó
a subir el puente. Había llegado casi a los postes cuando oyó un ruido
procedente de la carretera del oeste; se acercaban jinetes al galope. El ladrón
se apresuró a volver al foso e hizo una señal a los guerreros de la otra
orilla. Luego preparó su largo arco.
—¡Querías
muerte y gloria, pues todavía puedes obtener ambas! —murmuró Cyric, y Forester,
que estaba desenvainando su espada, sonrió. Luego el ladrón se volvió a los
otros hombres que estaban junto a él—. Seguid el plan previsto. Esperad hasta
que todos estén sobre el puente, luego a mi señal os ponéis en movimiento.
El rato que
tardaron en llegar los zhentileses pareció una eternidad pero, por fin, el
retumbar de los jinetes cruzando el puente llenó los oídos de los hombres del
valle y Cyric vio a dos docenas de guerreros con armaduras pasar sobre ellos y
mirarlos nerviosamente por encima del hombro. No había más tropas a la vista en
la carretera, de modo que Cyric hizo la señal para atacar.
Los
zhentileses no tenían posibilidad alguna. Las flechas de Cyric derribaron a dos
de los soldados y una escuadra de hombres surgió de las trincheras que había a
cada lado del río y atacó. Forester abatía a los zhentileses lleno de júbilo y,
cuando hubo caído el último enemigo, Cyric oyó gritar a sus hombres:
—¡Por el
valle de las Sombras! ¡Por el valle de las Sombras!
Se oyó ruido
procedente de la carretera del oeste y Cyric se volvió a tiempo de ver a cierta
distancia a unos jinetes que surgían de los árboles. Un ejército de jinetes
conducidos por un hombre pelirrojo montado en un hermoso caballo de guerra
cargaba hacia el puente. Cyric vio que el hombre iba a la cabeza de doscientos
hombres como mínimo.
—¡Adelante!
—gritó Fzoul.
Los
asaltantes formaban como una pared que se acercaba al puente. Cyric echó a
correr y le pareció que el extremo este del puente sobre el Ashaba se alejaba
en lugar de acercarse. El puente tenía algo más de trescientos metros, pero
cuando el ladrón lo cruzó, con un ejército acercándose a él por detrás, le
pareció que tenía kilómetros. Forester y un puñado de hombres corrían junto a
Cyric.
La orilla
este estaba delante mismo de ellos, cuando oyeron que el ejército de Bane
llegaba al otro extremo del puente. Cyric comprobó que ninguno de los
zhentileses se había detenido en la orilla oeste del río, de modo que los
hombres que estaban escondidos en la base del puente, debajo de las tropas
enemigas, estaban a salvo. Todo estaba yendo según el plan previsto. Esto
asustó a Cyric. Nada iba nunca exactamente según el plan previsto.
—¿Crees que
va a salir bien? —preguntó Forester cuando llegaron a la orilla este.
«¿Cómo
quieres que lo sepa?», tuvo ganas de replicar Cyric. Por el contrario, antes de
disponerse a saltar a la orilla, contestó:
—Por
supuesto.
Completamente
convencido de que una flecha iba a clavársele en la espalda cuando saliera del
puente de piedra, Cyric notó de pronto tierra húmeda bajo sus pies y comprendió
que había cruzado ya el puente. Forester y los demás seguían a su lado.
—Y ahora la
parte más dura —dijo Cyric, casi sin aliento.
El ladrón se
volvió, se fijó en las hordas que se acercaban y oyó, bajo el puente, los
chirridos reveladores de poleas metálicas en movimiento.
—Como mínimo
hay doscientos sobre el puente. La mayoría a caballo —susurró Forester.
Se oyeron
otros ruidos. Gruñidos de hombres mientras apartaban las piedras que ocultaban
sus escondidos nichos en los pilares. Cyric confió en que el ruido que
producían las pesadas piedras cuando caían al agua no alertase a los
zhentileses que había sobre el puente.
—¡Están a
más de medio camino! —gritó alguien.
—¡Adelante,
Cyric! —siseó Forester.
—¡Retirada!
—gritó Cyric con toda la fuerza de sus pulmones.
A
continuación, Cyric y Forester echaron a correr como si fuese el propio Bane
quien los estuviese persiguiendo. Mientras se dirigían a la torre Inclinada y a
fin de no ofrecer un blanco fácil, cada uno tomó un camino distinto.
—Se
producirá de un momento a otro —murmuró Cyric.
Nada
sucedió.
Forester se
detuvo antes de llegar a la torre. Cyric también se paró.
—No deben de
haberte oído —dijo Forester.
—¡Tienen que
haberme oído! —espetó Cyric.
Ambos se
volvieron hacia el puente. El cuerpo principal del ejército se estaba acercando
a la orilla este y unos cuantos jinetes ya habían cruzado el puente. Cyric y
Forester corrieron al puente.
—¡Retirada!
—gritaron.
Siguió sin
suceder nada.
Cyric soltó
una maldición. Si no hubiese escuchado a los hombres de Suzail Key, aquella
situación no se habría producido. Él quería instalar unas trampas más seguras,
pero no habían querido escucharlo.
—¡Retirada!
—volvió a gritar Cyric.
O los
hombres que había bajo el puente en esta ocasión sí lo oyeron, o se habían
cansado de esperar la orden y habían tomado las riendas de la situación. Fuera
por lo que fuese, el caso es que empezaron a retirar los troncos que, una vez
cortados, habían sido colocados dentro de los agujeros donde originariamente
habían estado los pilares de piedra. A continuación, los hombres que estaban en
el centro del puente se columpiaron de unas cuerdas y su peso ejerció la fuerza
necesaria para romper el debilitado pilar del centro. Después, los otros
pilares del puente se fueron resquebrajando y también se derrumbaron. Los
soldados zhentileses gritaron sorprendidos mientras el puente se derrumbaba y
se precipitaban al revuelto río Ashaba.
Incluso
Fzoul se quedó atónito al ver como el puente se caía. El hombre pelirrojo, que
ya había llegado a la orilla este, se revolvió en su silla y observó la escena.
Habían transcurrido tan sólo unos segundos y no quedaba nada del puente. A la
orilla este habían llegado menos de veinte de sus hombres. En la orilla
opuesta, muchos eran los que trataban de frenar sus caballos antes de verse
precipitados en el agujero que había abierto el derrumbamiento del puente. Más
de las tres cuartas partes de sus hombres habían sido lanzados al Ashaba y se
habían ahogado dentro de sus pesadas armaduras.
Había menos
de veinte arqueros en la torre Inclinada, pero los soldados a caballo o a pie
que había junto a Fzoul no lo sabían. Incluso cuando empezaron a disparar flechas
y a matar a los soldados que estaban delante, no comprendieron que tan pocos
pudiesen derribar a tantos. En medio del griterío de sus heridos y
aterrorizados hombres, Fzoul bajó del caballo y se cubrió de los arqueros,
mientras sus hombres morían a su alrededor. Algunos de los soldados
retrocedían, para caer inmediatamente al río. Fzoul se dio cuenta de que los
cadáveres de sus hombres y de sus caballos iban a interceptar el extremo del
puente y harían difíciles sus movimientos, hasta que desde la torre los fuesen
matando uno a uno. Los zhentileses habían perdido la batalla sin haber luchado
cuerpo a cuerpo con la espada ni con un solo hombre del valle.
A gatas,
Fzoul se arrastró entre las filas de sus hombres muertos o moribundos y empezó
a quitarse la armadura.
Los hombres
que habían derribado el puente subieron a la orilla oeste y atacaron a los
zhentileses que quedaban. Los arqueros de la torre también se desplazaron hacia
la carretera y empezaron a avanzar.
Cyric se
sacó el arco de la espalda y cogió una flecha del carcaj de un arquero que
había junto a él. El ladrón no había perdido de vista al comandante pelirrojo
que trataba de escaparse del puente derruido. El hombre se alejaba a gatas y se
estaba quitando la armadura. Era evidente que el cobarde intentaría arrojarse
al río.
Cyric apuntó
una flecha y se preparó. Cuando el comandante se levantó y se preparó para
saltar desde el borde del puente, el ladrón gritó:
—¡Pelirrojo!
Las miradas
de Fzoul y Cyric se cruzaron un instante, luego trató de saltar, pero en ese
punto, Cyric dejó escapar la flecha con una precisión infalible. La flecha
atravesó el costado de Fzoul cuando intentaba saltar al río.
La matanza
de los hombres de Bane continuaba, pero la batalla en el frente occidental se
había terminado. Cyric reunió a casi todos los hombres y juntos se dirigieron
al frente oriental. Pero, cuando se aproximaban al centro de la ciudad, oyeron
el fragor de una batalla: acero chocando contra acero y oficiales dando órdenes
a gritos. Cyric y sus hombres se lanzaron sobre el grupo de soldados
zhentileses más cercano. Una vez los hubieron ahuyentado, Cyric se apresuró a
preguntarle a un comandante qué había sucedido.
—Los
zhentileses han venido también por el norte. Exactamente como habíamos temido.
Hemos frenado en algo su avance con las trampas y las defensas colocadas en las
granjas por donde iban a pasar pero, a pesar de todo, han llegado hasta aquí.
Otro grupo
de zhentileses atacó a Cyric y éste volvió a perderse en medio de la batalla.
En el
furioso combate que se libraba en los cruces del valle de las Sombras, pocos
fueron los que advirtieron cómo una escuadra zhentilesa de caballería se
alejaba en dirección a la carretera del este.
Kelemvor sabía que iban a enfrentarse a una superioridad imposible
pero, a pesar de ello, ordenó avanzar sin vacilar. Como responsable de todo el
movimiento, el lugar de Kelemvor estaba en la tercera línea de defensa. Quienes
atacasen en la primera línea representarían el mayor porcentaje de víctimas en
el ataque a los ejércitos de Bane, pero ni un solo soldado había dejado de
presentarse voluntario para esta posición. A Kelemvor se le había ahorrado el
deber de seleccionar a quienes se precipitarían a una muerte segura.
Los
soldados, en formación de a seis, fueron surgiendo del sendero que Sememmon
había incendiado. Los caballos, en gran número, habían muerto en la trampa, de
modo que la mayoría de las tropas se reducían a soldados de infantería.
—¿Por qué no
utilizamos nuestra caballería? —preguntó Drizhal a Kelemvor—. De esta forma
podríamos hacerlos retroceder.
—Necesitaremos
los caballos para después —explicó Kelemvor—, su velocidad permitirá que
nuestros supervivientes se replieguen y reagrupen mucho antes de que los
alcance el ejército de Bane.
El guerrero
se apartó del joven y desplegó a los soldados de a pie para acabar con las
fuerzas de Bane a medida que fuesen saliendo de la estrecha abertura que había
en la carretera entre los árboles caídos.
Los hombres
del valle tuvieron cierto éxito a la hora de frenar la carga de los
zhentileses. Sin embargo, no tardaron en verse obligados a retroceder dado el
impresionante número de zhentileses que seguía avanzando. Kelemvor utilizó a
los arqueros para cubrir a los supervivientes del primer grupo cuando éstos se
replegaron y se unieron a Kelemvor y sus hombres. Al mismo tiempo, tomó el
relevo otro grupo de hombres del valle.
—Sea quien
sea su comandante, es bueno —comentó Kelemvor—. No parece que mi táctica lo
esté perturbando en absoluto.
—Es casi
como si te conociese —dijo Drizhal.
Kelemvor
sacudió la cabeza.
—O que sabe
lo que puede encontrarse.
Bishop, el
comandante del primer grupo de hombres del valle que habían atacado, se acercó
a Kelemvor. Era mayor que éste, de tez clara y sucio cabello rubio.
—Están
peleando como desesperados. Si esto fuese una guerra santa, no se comportarían
así. Ahora, es más como si estuviesen luchando para sobrevivir —dijo Bishop—.
Ya no están ansiosos por morir.
—Pero siguen
viniendo —replicó Kelemvor—. ¿Tú crees que podemos forzar una retirada?
Bishop
sacudió la cabeza.
—Los
zhentileses que tenemos ahí delante tienen a algún loco por jefe, pero están
asustados y quieren replegarse. Los de la retaguardia están sedientos de
venganza y presionan a los demás hacia adelante. Esto es lo que se deduce de
todos los gritos. No me sorprendería que muchos de ellos estuviesen desertando
en el bosque.
De pronto,
se oyeron gritos procedentes de la retaguardia de las tropas de Kelemvor. El
guerrero se volvió y vio un escuadrón de hombres que se acercaba por el oeste.
Llevaban los colores del ejército de Bane.
—¿De dónde
salen éstos? —dijo Bishop.
—De la
carretera del norte —contestó Kelemvor con creciente alarma—. Uno de los
batallones debe de haber venido por la carretera norte. Ello significa que
Hawksguard y Mourngrym han sido ya atacados y estos hombres se han visto
obligados a huir de ellos.
—O que el
señor del valle ha muerto —dijo Bishop en voz baja.
—¡Eso, ni se
te ocurra! —gritó Kelemvor, para luego enviar a un grupo a detener a la
caballería zhentilesa en la retaguardia antes de que causase demasiados
estragos en las filas. Pero era ya demasiado tarde para ello, pues los jinetes
estaban atacando a las líneas compuestas por hombres del valle.
—¡Kelemvor!
—gritó Drizhal—. ¡Del este se están abriendo paso más soldados de Bane!
—Vamos a
tener que enfrentarnos a ellos, retenerlos aquí y reducir su número lo mejor
que podamos hasta que llegue ayuda —dijo Kelemvor.
—¿Qué me
dices del pantano? ¿No tenemos todavía la oportunidad de llevarlos hasta el
pantano y luchar allí con ellos? —propuso Drizhal.
—Ya puedes
ir olvidando esa idea —replicó Kelemvor, sonriendo débilmente al muchacho—. Me
he pasado el tiempo suficiente con los habitantes del valle como para saber que
jamás se batirán en retirada ante nadie..., y menos ante los zhentileses.
Drizhal
observó cómo los soldados de Bane fluían por la abertura.
—¡Preparad
la caballería! —gritó Kelemvor a la vez que desenvainaba su espada—.
¡Lucharemos hasta el último hombre!
Pero todos
los planes bélicos de Kelemvor, tan cuidadosamente estudiados, no tardaron en
convertirse en polvo cuando los hombres del valle se enfrentaron al enemigo en
medio de una caótica pelea. Kelemvor sabía que serían vencidos sin remedio
cuando todo el peso del ejército de Bane cargase contra ellos. Sabía que la
única esperanza real radicaba en organizar una retirada a través de las
pequeñas barricadas de piedra que quedaban en dirección al valle de las
Sombras. Pero cuando la situación empezó a deteriorarse estratégicamente,
Kelemvor vio que los defensores del valle de las Sombras estaban más que
contentos de enfrentarse a la muerte luchando con los zhentileses cuerpo a
cuerpo.
El guerrero
vio a media docena de hombres, que estaban a su lado, lanzarse a la batalla
para caer sobre el fúnebre ejército del malvado dios. Sin embargo, cuando él
mismo tuvo que enfrentarse a un soldado enemigo, poca satisfacción sacó de la
muerte del hombre. Él no estaba luchando por lo mismo que luchaban los hombres
del valle; todo lo que estaba haciendo Kelemvor era intentar aplazar lo que
veía ya como la inevitable caída del valle de las Sombras. Drizhal murió al
cabo de pocos momentos a manos de un soldado enemigo; Kelemvor se volvió para
encararse con quien había atacado al muchacho.
El zhentilés
atacó con su maza, pero Kelemvor retrocedió y esquivó el golpe. El guerrero se
abalanzó ciegamente con su espada y se dio cuenta con pesar de que sólo había
atravesado al caballo del zhentilés que empuñaba la maza. El caballo herido
cayó de bruces y su jinete cayó al suelo sin soltar su arma ensangrentada.
Kelemvor se
precipitó sobre el soldado tendido boca abajo, pero se quedó paralizado cuando
el hombre se volvió y Kelemvor vio su rostro.
Era
Ronglath, el Caballero Siniestro, el traidor de Arabel.
Aprovechándose
de la momentánea sorpresa de su enemigo, el Caballero Siniestro volvió a
arremeter con la maza. El pesado instrumento rozó la pierna de Kelemvor y lo
derribó. El Caballero Siniestro, sacando la espada con su mano libre mientras
se ponía de pie, esperó a que Kelemvor se hubiese levantado para tratar de
hincar la espada en las costillas del guerrero y luego volver a preparar la
maza. Kelemvor se agachó para esquivar la espada, pero al mismo tiempo levantó
la suya a modo de parapeto y detuvo la maza antes de que alcanzase su cuello.
Kelemvor se
puso completamente de pie de un salto y los dos guerreros se fueron tanteando
en círculo, en busca de una oportunidad para volver a atacar.
—¡No! —gritó
de pronto el Caballero Siniestro.
Kelemvor se
agachó y la espada del jinete silbó encima de su cabeza. El guerrero dio un
salto a su izquierda y luego abatió con fuerza la empuñadura de su espada sobre
la mano del jinete. Se oyó un ruido sordo cuando algo se rompió en la mano del
zhentilés y éste soltó su arma.
Antes de que
Kelemvor pudiese reaccionar, el Caballero Siniestro cargó de nuevo y lo golpeó
con violencia en la cabeza.
—¡Te mataré
con mis propias manos! —siseó el Caballero Siniestro para luego volver a
levantar la maza.
Kelemvor se
abalanzó sobre el zhentilés y la espada del guerrero atravesó el costado del
traidor mientras la maza se precipitaba sobre él. Después de esquivar la
arremetida, Kelemvor dio un puñetazo al Caballero Siniestro en la mandíbula con
su puño de acero y dio un traspié hacia atrás.
El Caballero
Siniestro quedó desprotegido un instante y Kelemvor aprovechó la ocasión para
arrojarse sobre él y sujetarlo, de modo que el zhentilés no tuviese oportunidad
de utilizar sus armas. Cayeron al suelo y el Caballero Siniestro le dio una
patada a Kelemvor en el pecho, obligándole a echarse a un lado.
—¡Me has
destrozado la vida! —gritó el Caballero Siniestro—. ¡Por tu culpa me he quedado
sin todo aquello que me importaba!
El Caballero
Siniestro levantó su espada todo lo que pudo sobre su cabeza, pero este
movimiento dejó expuesto su pecho y Kelemvor le atravesó el peto antes de que
pudiese dar el golpe final. Incluso mientras se iba extinguiendo la vida del
traidor, sus ojos no dieron cuartel. El Caballero Siniestro se desplomó y
murió, con una mueca de odio y dolor grabada en su rostro.
Mientras
Kelemvor sacaba su espada del pecho del Caballero Siniestro, vio el destello de
un brillante y reluciente metal; la daga de un zhentilés que volaba hacia él.
Una espada relampagueó delante del guerrero y desvió la daga. Otro relampagueo
y el zhentilés se desplomó.
—Éste es el
problema con estos chacales —dijo una voz familiar en un tono monótono—,
siempre hay más de uno.
El salvador
de Kelemvor se volvió y miró al guerrero. Se trataba de Bishop, el comandante
del primer grupo.
—¡Detrás de ti!
—gritó Bishop, y Kelemvor se volvió como un rayo para acabar con otro soldado
zhentilés.
Se acercaban
otros dos jinetes blandiendo las espadas. Bishop hizo caer al primero de su
caballo de un tirón y luego lo traspasó; Kelemvor, por su parte, se enfrentó al
compañero del soldado y lo mató. Se acercó luego otra oleada de soldados de
Bane a pie, y los guerreros lucharon espalda contra espalda hasta que tuvieron
cuerpos de muertos y moribundos hasta las rodillas. Sus espadas iban
centelleando a medida que el interminable desfile de tétricos soldados se
acercaba a los hombres del valle.
Cuando
Kelemvor se fijó en la carretera del oeste, el corazón le dio un vuelco; el
ejército de Bane estaba abriendo brecha a través de los hombres y de las
barricadas y se dirigía hacia el valle de las Sombras.
El poder de Bane fue aumentando con cada muerte, hasta que una neblina
ámbar de poder hizo que sus ojos se volviesen vidriosos. Sentía que la energía
robada abrasaba su frágil caparazón mortal, pero soportaba contento esta
molestia.
Resultó
sencillo teletransportarse desde las barricadas. Se encontró en las afueras del
valle y no tardó en lanzar un hechizo destinado a él mismo para hacerse
invisible, luego utilizó el poder de las energías de las almas para elevarse en
el aire.
Se había
desplegado un pequeño grupo de zhentileses para llegar al valle de las Sombras
por la carretera del norte y reunirse con los soldados en los cruces de la
ciudad, donde Bane había presumido que los defensores opondrían su última
resistencia. No había más de quinientos hombres en este destacamento y muchos
serían detenidos por los hombres de las defensas que sin duda Mourngrym había
colocado a lo largo de la carretera y en las granjas del norte.
Mientras
volaba en dirección a los cruces, Bane descubrió encantado que como mínimo unos
cientos de hombres procedentes del norte habían logrado pasar, si bien parecía
que eran esperados. Bane descendió hasta el centro de la lucha sin dejar de
mantener su invisibilidad. Pudo ver a cierta distancia la Escalera Celestial, y
su aspecto cambiante le recordó una almenara en el cielo que lo haría subir y,
finalmente, lo llevaría a su casa. Junto a la escalera vio el bien iluminado
templo de Lathander. Se había echado en falta a un combatiente en la batalla y
Bane cayó en la cuenta del lugar donde se habría escondido su adversario.
—Elminster
—dijo Bane, y se rió—. Te creía más inteligente.
Se acercaba
un humano, blandiendo una espada.
Mourngrym.
Qué
maravilloso sería llevar la cabeza del señor del valle de las Sombras en su
cinturón mientras saludaba al odiado sabio con los brazos abiertos. Bane
invalidó la invisibilidad y se echó a reír cuando Mourngrym se detuvo delante
de él, atónito ante su súbita aparición. Mourngrym se dispuso a atacarlo, pero
Bane aplastó la espada de Mourngrym con la garra de su mano y luego se agachó a
hacerse con su recompensa.
Otro hombre
apareció de pronto y arrancó a Mourngrym de las garras de lord Black, pero éste
abrió de cuajo el pecho del segundo hombre.
—¡Hawksguard!
—gritó Mourngrym cuando el anciano se desplomó.
Bane estaba
a punto de matar al desconcertado señor del valle cuando distinguió la Escalera
Celestial.
Estaba
ardiendo con llamas lacerantes de color azulado.
Los humanos
quedaron completamente olvidados. Bane utilizó el poder de los muertos para
elevarse en el frío aire nocturno. Se acercó al templo de Lathander. Del
templo, en forma de fénix, surgía un flujo de llamas azuladas que saltaban
sobre la escalera como un dragón arrojando las llamas de su aliento. La escalera
crujía bajo las punzantes llamas y Bane miró horrorizado cómo el aspecto
cambiante se convertía en un contorno borroso y ardiente que los ojos de su
mutación no podían mirar.
Una neblina
ámbar envolvió la carne de lord Black, mientras el continuo flujo de almas iba
recorriendo su forma, y fortaleció al dios hasta que su poder alcanzó unos
niveles que sólo había probado durante fugaces instantes en las mazmorras del
castillo de Kilgrave. Lord Black llenó su mente de innumerables hechizos y del
poder de formularlos a voluntad, sin los componentes físicos normalmente
necesarios. Estaba a punto de volver a ser un dios.
Bane pensó
que podía destruir aquel lugar; que podía arrasarlo hasta los cimientos y matar
a todos los que se atreviesen a desafiarlo.
Miró la Escalera
Celestial y se acercó volando hasta donde se atrevió, luego permaneció
suspendido en medio del aire y vio cómo su camino de regreso a las Esferas se
iba esfumando. Nada podía hacer para evitar la destrucción de la Escalera; su
plan para recuperar las Esferas se había ido al agua. Elminster se había
atrevido a desafiar a lord Black y ahora el anciano tendría que pagar por ello.
Bane
descendió hasta el templo y lo estudió un momento. No se atrevió a pasar por
los huecos que dejaban las llamas místicas, pues sin duda éstas destruirían su
mutación. Y, cuando examinó las puertas y las ventanas, Bane descubrió que
habían sido fortificadas con algún tipo de hechizo. Romper aquella custodia
mágica alertaría a Elminster de su presencia.
Bane vio una
ventana que no había sido protegida y se elevó para tantear, esperando
encontrarse con la mirada de Elminster cuando observase a través de ella. Pero
allí no había nadie. Bane atravesó el brillante torrente de luz que fluía de la
ventana sin daño alguno y se encontró en el dormitorio de un sumo sacerdote de
Lathander. Bane advirtió, a sus pies, un libro con las palabras «Diario de Fe»
y adornos en las tapas. Lord Black se agachó y cogió el diario encuadernado en
piel.
Cuando Bane
leyó las palabras de la última página, no pudo contener la risa. Sólo cuando
oyó ruido de voces debajo de él tiró el libro y dejó de reírse. Después de
lanzar un hechizo de transparencia miró al suelo y luego a través de las
maderas y los pilares que lo separaban del sabio.
Vio a
Elminster lanzar un sortilegio. El mago parecía agotado, como si hubiese estado
trabajando en aquel hechizo la noche entera. Un remolino de niebla daba vueltas
en todas direcciones. También estaban allí la maga y el clérigo que habían
interferido sus planes en el castillo de Kilgrave; el fracaso de sus asesinos
lo había preparado para este momento y, en cierta forma, le alegró aquel giro
de los acontecimientos. Para lord Black no había placer más dulce que arrebatar
la vida de sus enemigos con sus propias manos.
El clérigo
estaba ocupado subrayando en unos libros antiguos, encontrando hechizos que la
maga de cabello oscuro estudiaba. Elminster se dirigía de vez en cuando a la
maga y ella recitaba uno de los sortilegios que había aprendido.
Cuando la
maga repetía los sortilegios, éstos salían bien, ¡incluso sin componentes! Bane
miró a la mujer y vio el medallón en forma de estrella, el símbolo de Mystra,
alrededor de su cuello. Cada vez que formulaba un hechizo, unas rayitas de
energía se movían por el medallón y desaparecían a su conclusión.
Bane pensó
que la mujer tendría algo del poder de Mystra en aquella baratija y que debería
hacerse con el objeto para atacar a Helm y Ao.
Bane
reflexionó sobre la mejor manera de coger al anciano sabio por sorpresa, pero
no se le ocurrió ningún hechizo para llevar a cabo sus fines. Negándose a
desalentarse, Bane se tumbó boca abajo en el suelo y utilizó su poder robado
para hacer que su forma se volviese insustancial. Acto seguido, se fue
deslizando lentamente dentro del suelo hasta que sacó el rostro por el otro
lado; luego fue siguiendo el techo hasta encontrar la pared más cercana a
Elminster. Lord Black bajó deslizándose por la pared, sin perder de vista a su
presa en ningún momento. Finalmente, cuando estuvo detrás de Elminster, a menos
de seis pasos, Bane se apartó de la protección que le proporcionaba la pared y
avanzó hacia el sabio, con las garras extendidas.
Cuando la
maga morena advirtió la presencia de Bane, las garras estaban a sólo unos
centímetros de la garganta de Elminster.
El sabio del
valle de las Sombras estaba absorto en el mundo privado de los hechizos que
estaba formulando. Sentía cómo los poderes que estaban soltando fluían del
mágico tejido que rodeaba Faerun y, al abrir los ojos, vio que una sección del
suelo del templo había desaparecido. Sus conjuros habían abierto una hendidura,
una hendidura flanqueada de un remolino de niebla que brillaba con un poder que
sólo en una ocasión había requerido con anterioridad, y eso siendo él mucho más
joven. En aquellos tiempos, cuando sólo tenía ciento cuarenta años, creía ser
inmortal. Ahora, mientras observaba la abertura, Elminster se asustó un poco
ante las fuerzas que había llevado a los Reinos para combatir a lord Black.
Un grito de
Medianoche sobresaltó al anciano, absorto en sus conjuros. Miró por encima de
su hombro y distinguió los feroces ojos del dios de la Lucha, mientras sus
garras descendían hacia él. Elminster pronunció una palabra de poder y Bane fue
arrojado hacia atrás con una fuerza increíble. Lord Black se estrelló contra la
pared por la que había salido.
Del agujero
del suelo salió un grito espantoso y, cuando Elminster se volvió, vio que su
hechizo de invocación, el que estaba lanzando en el momento del ataque de Bane,
había salido mal. Lo que había acudido, en lugar del ojo de la eternidad, era
algo desconocido para el anciano, que se asustó muchísimo.
—¡Medianoche!
—gritó Elminster—. ¡Tienes que intentar un hechizo de contención!
No había
tiempo para esperar una respuesta, pues Bane se abalanzaba de nuevo sobre el
sabio. Elminster lanzó un rayo cegador de luz azul y blanca que metió al
malvado dios en una serie casi interminable de trampas. Lord Black gritó con
rabia y utilizó su poder para abrirse paso a través de las punzantes cadenas.
Elminster
retrocedió cuando un abrasador rayo de llamas color ámbar lo atravesó. Dijo el
hechizo, pero presentía que el poder del malvado dios iba en aumento, que sus
propios hechizos eran invalidados con tanta rapidez como eran pronunciados. El
gran sabio no podía permitirse aquel lujo. Cada conjuro hacía su efecto, hasta
que, finalmente, el dios de la Lucha empezó a hacerlo retroceder hacia el
remolino de niebla del agujero.
Bane
aprovechó la ventaja y recurrió a las fuerzas que había reservado para lanzar
sobre Helm. Unas energías indecibles fluyeron del malvado dios y éste sintió un
dolor espantoso cuando su mutación mortal luchó por mantener su forma y
concentrarse en los grandes poderes. Bane entregaría al sabio a la criatura que
había sido llamada, luego utilizaría esta criatura para devorar al dios de los
Guardianes y al propio gran Ao. Bane no debía olvidar pedirle a Myrkul que
transmitiese su agradecimiento al sabio en la tierra de los muertos.
De repente,
un rayo azulado, que no se parecía a nada que Bane hubiese visto antes, lo
atravesó y lo alejó volando del sabio. Levantó la mirada y vio a la maga morena
en el otro extremo de la habitación; estaba moviendo las manos y entonando otro
hechizo.
Bane se rió.
—Es posible
que tengas parte del poder de Mystra, pequeña, pero no eres una diosa.
A
continuación, el dios de la Lucha arrojó un rayo de energía que atravesó la
habitación y golpeó a Medianoche. Bane se levantó y se dispuso a matar a la
maga, pero oyó un ruido ensordecedor procedente de la abertura e intuyó que aquello
que había llamado Elminster había llegado.
Cuando el
dios de la Lucha se volvió y vio lo que había salido del agujero, el corazón de
su mutación estuvo a punto de dejar de latir.
—Mystra
—dijo Bane en voz baja.
Pero el ser
que estaba ante él poco tenía que ver con la diosa etérea que había esclavizado
y torturado en el castillo de Kilgrave. Aquélla era una criatura que no tenía
lugar ni en el mundo de los hombres ni en el mundo de los dioses. Mystra no era
ya un ser de carne y hueso o un dios de las Esferas. Se había convertido en una
esencia prima, en una parte del mundo fantasmagórico y maravilloso del tejido
de magia que rodeaba el mundo. Uno sólo se podía referir a ella como a magia
elemental.
Mystra logró
empezar a pensar de forma racional sólo con el mayor de los esfuerzos; apenas
era consciente y no tenía poder para actuar. Únicamente el poder de la
invocación de Elminster había sido lo bastante poderoso como para que su
esencia pudiese volver a tomar forma y tener acceso a los Reinos..., y la oportunidad
de enfrentarse de nuevo a Bane.
De los ojos
de Mystra surgieron unas enormes hebras de magia que rodearon la habitación. De
su carne ectoplásmica salió, desgarrando ésta, una mano increíble que se
extendió hacia Bane.
Adon
protegía a Medianoche con su cuerpo mientras los rayos de energía recorrían el
cuarto, quemando las paredes y desparramando los libros de Elminster.
Medianoche estiró el cuello y miró a Mystra, horrorizada.
—Diosa —fue
todo lo que pudo decir.
A
continuación Elminster lanzó otro hechizo a Bane, pero empezaron a salir de
forma constante huevos verdes de la mano del anciano, para irse a estrellar
contra el malvado dios. Elminster maldijo su suerte y empezó otro ensalmo. Bane
le dio la espalda a Mystra y arrojó un rayo de luz ámbar. Antes de que la luz
chocase contra Elminster, éste creó un escudo de contención del rayo, pero a
pesar de ello fue golpeado y cayó gritando, en el agujero. Luego, unos
cegadores rayos de energía azul y blanca saltaron de las manos de Mystra y se
estrellaron contra el dios de la Lucha.
Bane cayó de
rodillas cuando la fuerza de su poder robado se volvió contra él, y su frágil
mutación humana se fue desgarrando lentamente. La carne, la sangre y los huesos
se convirtieron en una masa humeante que sólo era remotamente humana.
—¡No...
moriré... solo! —dijo Bane en un siseo.
La mutación
ensangrentada avanzó arrastrándose y levantó una mano cuando vio a la maga
morena apretada contra el clérigo. Las manos de Medianoche estaban en el
medallón, como si estuviese a punto de volver a utilizar la magia contra lord
Black. El medallón se soltó de su cuello y voló hasta lord Bane. El dios se rió
y sus garras se cerraron sobre él.
—Tu poder
vuelve a ser mío, Mystra —dijo el dios de la Lucha a través de unos labios
llenos de ampollas.
Mientras la
maga se ponía en pie y se dirigía hacia el dios de la Lucha, oyó dentro de su
cabeza la voz de Mystra, en un tono entrecortado e histérico. Atácalo, dijo la voz. Utiliza el
poder que te he dado.
Un rayo de
poder azul y blanco surgió de Medianoche mientras completaba su hechizo. Aquél
se estrelló contra Bane y lo lanzó cerca de Mystra. Lord Black levantó la vista
hacia Medianoche un momento, con confusión en los ojos.
—Pero si yo
tengo el...
Mystra lo
cubrió con su masa y el dios de la Lucha gritó. Aquí, lord Bane, dijo Mystra mientras lo
envolvía. Coge todo el poder que quieras. Salió un rayo de llamas azules
y blancas y la mutación de Bane explotó violentamente. El cuerpo amorfo de
Mystra se puso en tensión un segundo, mientras moría la mutación, y ella
absorbía el poder de la explosión. Luego, también ella desapareció en medio de
un relámpago de blanca y brillante luz.
—¡Diosa!
—exclamó Medianoche, pero cuando pronunciaba esta palabra comprendió que Mystra
estaba muerta.
Luego
recordó que Elminster había sido arrojado al agujero. Cuando levantó la vista,
Adon estaba al borde de la abertura, mirando la niebla que salía de ella y con
los brazos extendidos, como si el clérigo estuviese tendiendo las manos a
alguien que había dentro del agujero.
—Elminster
—dijo ella en voz baja.
Luego
Medianoche distinguió un movimiento confuso dentro de la abertura. La niebla se
separó un momento y vio al anciano luchar desesperadamente para cerrar el
agujero que él mismo había abierto.
Medianoche
corrió junto a Adon. El clérigo tenía las manos extendidas, como si hubiera
estado formulando un hechizo.
—Por favor,
Sune —decía bajito, y unas lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.
No daba la
impresión de que Elminster viese a Medianoche y a Adon, que estaban al borde
del agujero. Estaba demasiado ocupado haciendo complejos dibujos con sus manos
y cantando largos ensalmos. Luego, el anciano gritó y una luz violeta surgió
del agujero. Medianoche preparó un sortilegio, pero cuando levantó las manos
para formularlo, surgió un rayo y Elminster y el agujero desaparecieron. El
templo empezó a temblar y Medianoche se desplomó sobre sus rodillas.
Adon la
ayudó a ponerse de pie y la obligó a caminar. Ella notó el aire caliente y la
luz del sol recorrer su rostro mientras pasaban entre la cegadora luz azul que
llenaba el pasillo. Cuando salieron, Medianoche miró al cielo y lanzó un grito
ahogado al ver las enormes llamas que envolvían la Escalera Celestial, que
ardía en los cielos. Pudo ver por un instante los negros y chamuscados
fragmentos de la escalera, cuya apariencia se había convertido en una formación
de imágenes que no paraban de dar vueltas. Vio, en algunos puntos, los montones
de manos que había vislumbrado en una ocasión anterior; temblaban y se
aferraban al aire. Luego la Escalera desapareció y sólo quedaron las llamas.
Medianoche y
Adon se cayeron al suelo y entonces oyeron un ruido ensordecedor: eran las
paredes del templo que se resquebrajaban y las alas de las torres que se
derrumbaban detrás de ellos.
El templo de
Lathander explotó y todo el valle de las Sombras se puso a temblar.
Al este de
la explosión, la batalla que se libraba en la carretera cerca de la charca de
Krag quedó prácticamente interrumpida un momento, durante el cual los
combatientes miraron el cielo en medio de un perplejo silencio. El fuego caía
en cascada de los cielos, atravesando el aire para envolver la zona próxima al
templo de Lathander.
Kelemvor
contemplaba las llamas conmocionado. Lo primero que pensó fue abandonar su
posición, coger un caballo y correr junto a Medianoche, pero sabía que
Elminster debía de estar con vida. Era legendario por sus poderes y él podría
proteger a Medianoche mejor de lo que sería capaz de hacerlo él mismo. Además,
Kelemvor sabía que no podía dejar a sus hombres sin jefe. La suerte de
Medianoche estaba en sus propias manos, como ella lo había querido.
El respiro
causado por la explosión no duró más de unos segundos, luego se reanudó la
batalla. Las fuerzas de Bane estaban claramente agotadas y la ausencia de sus
mandos clave en el campo de batalla había reducido a los zhentileses a una
chusma indisciplinada que luchaba por su vida. Bane no había regresado,
Sememmon estaba herido y sin sentido y el Caballero Siniestro muerto. Lo más
importante de todo era que los defensores del valle de las Sombras no daban
muestras de cejar ante el cada vez menor, pero todavía superior, número del
ejército de Bane.
El
comandante Bishop estaba junto a Kelemvor.
—Vienen de
todas direcciones —dijo Bishop, sin apenas aliento—. ¡Por todos los dioses,
esto es un juego para gente joven!
—Yo creo que
es un juego triste y macabro —replicó Kelemvor.
Pero
Kelemvor se preocupó de cubrir las espaldas a Bishop y ambos avanzaron entre la
carnicería. Había cuerpos por todas partes. Los muertos se contaban a miles y
la lucha se volvió más encarnizada que nunca. Kelemvor oyó a uno de los
zhentileses llamar a lord Bane en voz alta. Otros le contestaron que había
huido.
—¿Has oído
esto? —dijo Kelemvor, pero Bishop estaba ya ocupado con una espadachina que
igualaba todas sus arremetidas y no daba señales del agotamiento que se había
apoderado del comandante.
Antes de que
Kelemvor pudiese darse la vuelta y ayudar a Bishop, otro jinete zhentilés se
precipitó sobre él con su caballo, blandiendo la espada. Kelemvor tiró al
soldado del caballo y lo traspasó. Después de subir al caballo negro, Kelemvor
tendió la mano a Bishop, que acababa de matar a la espadachina. El comandante
levantó el brazo, pero lanzó un grito cuando una flecha atravesó su pierna.
Vaciló y Kelemvor lo agarró de la mano y lo aupó al caballo.
Otra flecha
pasó rozándolos y Kelemvor espoleó al caballo. Encontraron un pequeño grupo de
hombres del valle luchando por sus vidas contra los zhentileses y Kelemvor
obligó al caballo a cargar contra la escaramuza.
Kelemvor y
Bishop arremetieron contra el río de armaduras negras, y sus hojas abrieron un
amplio arco en las fuerzas zhentilesas, pero sus esfuerzos no eran suficientes
ante aquella superioridad numérica. Cayeron del caballo por lados opuestos y se
vieron obligados a pelear a pie. Luego se oyó un canto al oeste y otra tropa de
jinetes de armaduras color ébano se unió a la batalla, pero no eran
zhentileses; llevaban el símbolo del caballo blanco en sus cascos. Eran los
jinetes del valle del Tordo.
Kelemvor
dejó escapar un grito salvaje y destripó al zhentilés con el que estaba
luchando. Los jinetes eran la mejor caballería del valle. Aunque no eran más
que veinte hombres, cada uno valía por cinco soldados zhentileses.
Otro hombre
del valle lanzó un grito y volvió a señalar al oeste.
—¡Mirad
allí!
Kelemvor vio
otro grupo de guerreros, que sólo podían ser los Caballeros de Myth Drannor,
que cargaban en la carretera. Iban a la cabeza de la mayoría de los defensores
del valle de las Sombras procedentes de la ciudad, el primero lord Mourngrym.
Antes de que
transcurriera una hora, el ejército de Bane empezó a retirarse. La presencia de
los jinetes del valle del Tordo y de los Caballeros de Myth Drannor había
acabado con la resolución de la mayoría de los zhentileses. Casi todos los
soldados del ejército de Bane que habían logrado abrir brecha a través de las
barricadas de piedra habían muerto a manos de los defensores de la ciudad. Los
hombres del valle apostados en el puente habían ahuyentado a Fzoul y sus
tropas. Los jinetes zhentileses que habían atacado desde el norte habían muerto
o se habían visto obligados a replegarse. Y ahora las fuerzas zhentilesas del
este también estaban huyendo.
En la
barricada que daba al valle de las Sombras, Kelemvor y Bishop se encontraron
con Mourngrym y dos de los Caballeros.
—¡Se están
retirando! —exclamó Mourngrym—. ¡Hemos ganado!
Kelemvor no
podía creer aquellas palabras tan fácilmente. Quedaban muchos zhentileses que
lucharían mientras les quedase un soplo de vida. Las escaramuzas se habían
desplazado al interior del bosque y ya había algunos incendios que amenazaban
con propagarse, faltos de control. De momento, el valle de las Sombras había
perdido demasiados hombres para enfrentarse como era debido siquiera a un
pequeño incendio forestal.
Kelemvor
recorrió con la mirada el campo de batalla, pero no vio a ninguno de sus
amigos.
—Lord
Mourngrym, ¿dónde están Cyric y Hawksguard?
La expresión
triunfante de Mourngrym se desvaneció.
—Están en el
cruce de carreteras —contestó el señor del valle en voz baja—. Cyric está bien,
aparte de algunos rasguños. Hawksguard...
Kelemvor
miró al señor del valle de las Sombras a los ojos.
—Ha sido
Bane —dijo finalmente Mourngrym—. Me tenía cogido entre sus garras y Hawksguard
me ha salvado.
Kelemvor se
volvió y picó a su caballo para que se pusiese a galope y se dirigió al cruce
de carreteras. El guerrero pasó por delante de Cyric y de un puñado de hombres
que iban al bosque a perseguir a los soldados zhentileses en retirada, pero ni
siquiera oyó sus gritos de saludo.
Cuando
Kelemvor llegó finalmente al centro del valle de las Sombras, vio que estaban
cargando a los muertos en carros y atendiendo a los heridos allí donde habían
caído. Vio a Hawksguard casi inmediatamente, tumbado en el suelo junto con
otros oficiales.
Kelemvor se
acercó al veterano guerrero. Hawksguard no estaba muerto, pero no cabía duda de
que no llegaría vivo al día siguiente. Las manos con garras de Bane habían
hecho un profundo tajo en su pecho y era un milagro que todavía estuviese con
vida. Kelemvor tomó la mano de Hawksguard y lo miró a los ojos.
—Lo pagarán
—gruñó Kelemvor—. ¡Les daré caza y los mataré a todos!
Hawksguard
se asió al brazo de Kelemvor, sonrió débilmente y sacudió la cabeza.
—No te
pongas melodramático —dijo—. Esta vida... es tan corta...
—No es justo
—dijo Kelemvor.
Hawksguard
tosió y un profundo espasmo sacudió su cuerpo.
—Acércate
—dijo Hawksguard—. Tengo algo que decirte.
Su voz se
había convertido en un susurro.
—Es
importante —añadió Hawksguard.
Kelemvor se
acercó más a él.
Y Hawksguard
le contó un chiste.
Kelemvor
notó que le temblaba el labio inferior pero, al final, se rió. Hawksguard había
ahuyentado los pensamientos de muerte y sangre que lo iban embargando al
recordarle algo que casi había perdido:
La
esperanza.
La batalla del valle de las Sombras había terminado. Las fuerzas de
Bane se habían replegado en el bosque, si bien muchos sólo habían encontrado
una muerte atroz en lugar de la huida en la que confiaban. El incendio se
estaba extendiendo, pero poco podían hacer los cansados hombres del valle para
contener el fuego.
Sharantyr,
una guardabosques que iba con los Caballeros de Myth Drannor, se dirigió al
templo de Lathander a caballo, junto con la poetisa arpista Vendaval, Dedos de Platino,
para investigar la explosión y el fuego que allí se habían desencadenado, así
como para interesarse por Elminster y los dos forasteros que estaban con él.
Cuando se
aproximaron, Sharantyr y Vendaval vieron a Medianoche y a Adon salir a
trompicones de entre las ruinas del templo. Luego una bola de fuego surgió de
dentro de las ruinas y se elevó en el aire a la velocidad del rayo. Sharantyr
saltó de su caballo y tiró de Vendaval para hacerla bajar también y evitar que
se metiese en aquel infierno.
—¡Elminster!
—exclamó Vendaval, con la mirada fija en la destrucción.
Una burbuja
de energía azul y blanca envolvió al clérigo y a la maga que escapaban de la
destrucción, y las mujeres vieron cómo un muro de escombros se vaporizaba
cuando tocó aquel escudo. Finalmente, cuando la tierra se inmovilizó y todo lo
que vieron del templo de Lathander fueron unas ruinas, las mujeres corrieron
hasta los forasteros, que habían salido indemnes de la destrucción.
Después de
haber comprobado que el clérigo y la maga estaban con vida, Vendaval entró
corriendo en el templo. Dentro de las ruinas en llamas, pasando entre los
cascotes que llenaban la antecámara, Vendaval apartó penosamente una viga de su
camino y penetró en lo que había quedado de la sala principal destinada al
culto. La arpista de cabello plateado notaba cómo los latidos de su corazón se
aceleraban mientras buscaba entre los escombros algún signo de que Elminster
sobreviviese a todo aquello. En el extremo más alejado de la sala encontró
fragmentos de sus antiguos libros de hechizos e incluso trozos de su manto
hecho jirones.
Los muros
que todavía quedaban en el templo estaban salpicados de sangre y trocitos de
huesos.
Vendaval
gritó desde lo más recóndito de su corazón. Estaba consumida por la rabia y
salió corriendo del templo para encararse con los forasteros.
Cuando la
arpista de cabello plateado llegó afuera, vio que Sharantyr hablaba con el
clérigo y la maga que habían huido del templo. La guardabosques estaba a punto
de interrogar a la mujer morena, cuando apareció Vendaval ante ellos con la
espada desenvainada.
—Elminster
—dijo ella, con odio en su voz—, Elminster ha muerto asesinado.
Vendaval
arremetió contra ellos y Sharantyr tuvo que sujetarla y desarmarla antes de
volver a soltarla. Luego, una enorme sombra pasó por encima del templo y el
aire se volvió tenue y frío. Al cabo de unos segundos, el perfecto azul del
cielo se volvió gris acero y unos nubarrones convergieron en lo alto de la
Escalera Celestial en llamas. Un enorme ojo apareció en la cumbre de las nubes
y una lágrima cayó del ojo mientras parpadeaba; luego desapareció. La lágrima
se convirtió en un diluvio que se precipitó de los cielos e inundó todo el
valle. Unas columnas de humo blanco azulado se elevaron de la escalera mientras
se extinguían las llamas que la habían destruido y, lejos del templo, en el
bosque próximo a la charca de Krag, los incendios se apagaron bajo los
torrentes de lluvia.
Vendaval
parecía haberse calmado con ocasión de la lluvia torrencial que había caído,
pero entonces se fijó en el rostro del joven clérigo y en la cicatriz.
—Él
estaba..., él estaba en el templo de Tymora —dijo la poetisa en un susurro, sin
aliento—. Estaba allí después de los asesinatos.
Sharantyr se
adelantó y, en esta ocasión, con la espada desenvainada.
—Soy
Sharantyr de los Caballeros de Myth Drannor —dijo—. Tengo el sacrosanto deber
de deteneros a ambos por el asesinato de Elminster el Sabio...
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