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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 9 de octubre de 2013

TANTRAS II

8
La decisión fatal

A Medianoche y a Adon, horas les pareció el tiempo que estuvieron siguiendo a Varden y a Gratus por los túneles secretos que serpenteaban bajo las calles de Valle del Barranco. Llegaron finalmente a un punto muerto y ella intuía que sólo era cuestión de tiempo el que Durrock descubriese por dónde habían escapado y los siguiese. Al fin y al cabo, no había habido forma de cerrar herméticamente la entrada del túnel detrás de ellos. Y lo último que quería Medianoche era verse atrapada en el laberinto que había bajo la ciudad por los asesinos.
—No os preocupéis —dijo Gratus mientras la maga contemplaba el muro delante de sí—. Mirad allí arriba.
A unos metros sobre la cabeza del anciano colgaba el primer peldaño de una escalera de mano. Varden empujó a Gratus a un lado y saltó para asirse al peldaño inferior. Después de auparse y trepar algunos peldaños, el ladrón lanzó un gemido cuando se golpeó la cabeza en lo alto del pasadizo. Varden, después de debatirse con la barrera que tenía sobre su cabeza, lanzó un suspiro de alivio al comprobar que la trampilla se deslizaba a un lado.
Penetró en el túnel un rayo de luz, filtrada por la sucia alfombra que había sobre el agujero. Varden cogió su daga y cortó con sumo cuidado la alfombra. El pedazo desprendido cayó al túnel, la luz se intensificó y una vez el agujero de la tela se agrandó, el ladrón asomó la cabeza y examinó la habitación que habían descubierto. Varden se sorprendió al descubrir que se trataba de una especie de posada abandonada.
Había algunas mesas diseminadas por la sala, alumbrada por la luz que entraba por varias ventanas y por una serie de vanos en techos y paredes. Toda la taberna, incluyendo la alfombra ámbar que Varden tenía a su alrededor, estaba cubierta de polvo y de escombros.
—Parece que no hay nadie —susurró el ladrón con el rostro vuelto al túnel—. Pero daos prisa. No sé muy bien dónde estamos.
Gratus soltó un juramento en voz baja y empezó a trepar por la escalera de mano, después de un servicial empujón por parte de Adon. Luego les tocó el turno de abandonar el túnel a Medianoche y a Adon. Cuando los héroes recorrieron la taberna con la mirada, vieron que Varden estaba agazapado junto a una de las pocas ventanas intactas del edificio, examinando las calles de los alrededores.
—Creo que estamos cerca de lo que fue la guarnición de Cormyr. —El ladrón hizo una pausa y se volvió hacia Medianoche—. No estamos lejos del lugar donde se han ocultado los soldados que quedan de las distintas guarniciones enemigas de los zhentileses. Éstos las llaman la «Resistencia sembia».
—Creo que han sido los sembios quienes han inventado este término —repuso Gratus con una sonrisa, a la vez que conducía a los héroes al fondo de la posada.
No tardaron en salir a un callejón, luego se pusieron en camino hacia el lugar donde se ocultaban los sembios. En la calle, delante de la posada, había poca actividad. Varden se puso en cabeza, mientras que Gratus hizo uso de su conocimiento del trazado de la ciudad Valle del Barranco para guiar al grupo al puesto avanzado secreto. De vez en cuando encontraron militantes de la resistencia, pero éstos reconocieron a Varden y a Gratus y no les ocasionaron problemas. Hubo una escaramuza cuerpo a cuerpo con una banda de zhentileses a sólo unas manzanas del refugio, pero los héroes lograron escapar de los soldados.
Varden y Gratus se detuvieron finalmente delante de lo que era como el esqueleto calcinado de una carnicería. Las vigas quemadas parecían árboles muertos y un montón de escombros llenaba la superficie antes ocupada por el mostrador. Gratus trepó cautelosamente hasta el centro de un montón de madera chamuscada, donde había una puerta ligeramente quemada, luego llamó con suavidad cinco veces.
Al cabo de un rato, Medianoche oyó una voz muy queda que pedía una contraseña. Gratus se agachó y, cuando su rostro estuvo lo bastante bajo para tocar la puerta, susurró:
—Amigos de Sembia.
La puerta crujió y se entreabrió, un guardia se asomó para observar a los héroes.
—Está bien, está bien —susurró—. ¡Pero si es Gratus! ¡Y Varden! ¡Estás vivo! —La puerta se abrió ahora de par en par—. ¡Entrad deprisa!
Los héroes se apresuraron a entrar por la puerta y se encontraron con un tramo de escaleras quemadas y ennegrecidas que bajaban a un sótano húmedo. Una vez los héroes hubieron descendido la escalera, el guardia volvió a colocar varias trampas en la puerta y se reunió con ellos. Se dirigieron entonces a un pequeño hueco que había en uno de los muros.
—Tranquilos —dijo volviéndose a Medianoche y a Adon—. Conduce a nuestro escondite.
Después de atravesar a rastras un pequeño pasadizo, Medianoche y Adon se encontraron en un túnel de madera, muy parecido al que habían utilizado para escapar de Durrock y de los zhentileses unas horas antes. En las paredes había unas antorchas que iluminaban la galería de ladrillos grises y Medianoche vio a un puñado de soldados vestidos con uniformes de distintas naciones. Algunos descansaban apoyados contra las paredes, otros estaban sentados en cajones de comida y afilaban sus armas o jugaban a los dados.
—Esperad aquí —dijo Varden a Medianoche y a Adon—. Yo voy a hablar con Barth, el jefe de esta pequeña tropa. —El ladrón sonrió calurosamente y se dirigió hacia una cortina que colgaba en medio del túnel a unos metros de distancia.
Pasaron más de dos horas antes de que Medianoche y Adon fuesen recibidos en audiencia por Barth. Dado que ninguno de los soldados intentó entablar conversación con la maga o con el clérigo, éstos se pasaron el rato estudiando posibilidades para rescatar a Kelemvor y comentando todo lo que había pasado desde que se encontraron en Cormyr.
En un momento dado, la conversación languideció y Adon se dedicó a observar a los sucios y cansados soldados que ocupaban el túnel. Advirtió por primera vez que formaban grupos, los de Cormyr con los de Cormyr, los de Colina Lejana con los suyos y así sucesivamente.
El clérigo pensó suspirando que la invasión zhentilesa poco había cambiado a Valle del Barranco. Antaño, antes del reinado de Lashan, había sido un lugar próspero y feliz...
De hecho, no hacía tanto tiempo que el valle del Barranco había estado a punto de forjar su propio imperio. Bajo el liderazgo de Lashan Aumersair, un agresivo y joven señor, el valle del Barranco había reunido un ejército e incluso logrado conquistar algunos reinos vecinos. Pero la invasión del valle de la Tortura, del valle de la Pluma y del valle de la Contienda había llamado la atención del resto de los rivales del valle del Barranco como Colina Lejana, los Valles, Sembia e incluso Cormyr y Zhentil Keep, que buscaban la hegemonía de la zona.
Las fuerzas combinadas de los poderosos vecinos del valle del Barranco habían finalmente expulsado a Lashan del valle del Tordo y del valle Profundo, y el imperio del joven noble se había derrumbado tan deprisa como se había elevado. Las tropas de los ejércitos conquistadores no tardaron en ocupar la propia ciudad Valle del Barranco, si bien Lashan logró escapar y seguía sin duda escondido en algún lugar. Luego cada uno de los principales poderes dispusieron una pequeña guarnición en la ciudad a fin de evitar que cualquiera de estos poderes se hiciese con el control del valle sin obstáculos.
Durante años, las distintas guarniciones habían peleado entre sí por afrentas sin importancia, con lo cual habían hecho de la ciudad una invitación abierta a la anarquía. Adon pensó con amargura que, ahora que la balanza se había inclinado en favor de Zhentil Keep, los soldados actuaban como si se tratase de otra reyerta de taberna, otro incidente momentáneo. No se asociaban como aliados para salvar su ciudad, por el contrario, se apiñaban en grupos como ladrones en un callejón oscuro. Podían volverse los unos contra los otros en cualquier momento. Adon pensó que todo aquello era muy triste.
Cuando los héroes lograron por fin ser recibidos por Barth, las consideraciones de Adon sobre la estrechez de miras de los soldados se demostraron ciertas.
—¿Qué esperáis de mí? —exclamó Barth, cuyo rostro normalmente bien bronceado, se había vuelto rojo. El soldado era de constitución fuerte, tenía el cabello negro y rizado y un grueso bigote.
—Yo no espero que tú hagas nada —dijo Medianoche con los puños apretados—. Te estoy ofreciendo una oportunidad para tomar represalias contra las fuerzas de Bane. Es posible que estéis a salvo mientras permanezcáis dentro de estos túneles, ¡pero estáis tan prisioneros aquí de los zhentileses como si os hubiesen arrojado a sus mazmorras!
Barth se reclinó contra el respaldo de su silla, la única que Medianoche había visto en los túneles, y se puso a observar a la maga y a sus amigos. Mientras reflexionaba sobre el plan de Medianoche para rescatar a Kelemvor, en los ojos del soldado se leía el desprecio.
Gratus sonrió indiferente y se dirigió al jefe de la resistencia:
—La maga tiene razón. —Después de levantar una mano, el anciano juntó las puntas del índice y el pulgar—. Porque a estas alturas, ya no podemos salir de los túneles, ni siquiera en busca de comida, sin el temor de que nos coja una patrulla zhentilesa. Yo ni siquiera puedo...
—Deja de pensar en ti mismo, viejo embaucador —bramó Varden—. Es muy probable que el amigo de Medianoche esté soportando torturas mientras nosotros estamos hablando. Por la experiencia que tenemos, hasta podría estar muerto. Bane va a aplastar a la ciudad y a todo el valle del Barranco bajo sus botas negras. Lo mínimo que podemos hacer es intentar asestar un buen golpe al tirano.
—¡Basta! —ordenó Barth con brusquedad, a la vez que indicaba a Varden, con una mano carnosa y sucia, que se apartase de delante—. Vuestras pasiones y opiniones no cuentan aquí para nada. Ya hemos enviado mensajeros para alertar a Sembia de la toma de posesión. Si esperamos, llegarán refuerzos. Entonces atacaremos a los zhentileses. No antes. —El sembio se detuvo un momento y se sacó con su daga un trozo de comida que tenía entre los dientes—. En estos momentos, un ataque sería una pérdida de esfuerzo y de hombres.
—Nos necesitas también por otra razón —dijo Medianoche. Detestaba mentir, pero estaba empezando a comprender que Barth no iba a darle otra elección—. Bane está en posesión de un objeto místico que llevábamos a Tantras para Elminster el Sabio. —El sembio levantó la cabeza, y a punto estuvo de clavarse la daga en la mejilla. Medianoche sonrió y continuó—: El objeto es una esfera ámbar de gran poder. Si Bane llega a saber de qué se trata y cómo controlarla, tendrá en sus manos el poder de encontraros cuando él así lo quiera.
En los ojos del jefe sembio apareció un brillo que reflejaba el pánico que sentía.
—Quizá pueda desprenderme de unos cuantos hombres —dijo Barth despacio, mientras su mente trabajaba de forma acelerada—. Dime, con esta esfera, ¿podrías destruir la guarnición de Zhentil Keep?
Medianoche se dijo para sus adentros que aquel hombre no iba a ayudarla por razones altruistas, pero que el miedo no había tardado en persuadirlo de prestarle ayuda.
—No —contestó Medianoche con una tristeza burlona—. Sólo un dios, o un ser con el poder de un dios, puede llevar a cabo una empresa semejante con ese objeto.
Barth palideció ligeramente.
—Si ello supone un peligro para mis, ¡ejem!, para mis soldados, bien, designaré a dos hombres para tu grupo. Os ayudarán en la tarea de recuperar la esfera mágica... y rescatar a tu amigo. —El sembio se aclaró la garganta y se enjugó una fina película de sudor de la frente.
—Tienes nuestro profundo agradecimiento —dijo Medianoche.
Barth hizo un intento vano de esbozar una sonrisa.
—Sí, bien, tal vez deberíais poneros en marcha enseguida. No quisiéramos que... tu amigo sufriese inútilmente, ¿verdad? —Medianoche asintió y maldijo en silencio al sembio, luego condujo a sus amigos al otro lado de la cortina, a la zona del túnel donde estaban reunidos los soldados.
Transcurrió una hora antes de que llegasen los soldados asignados para ayudar a Medianoche. En el intervalo, los héroes juntaron varios cajones a modo de mesa y la sección del túnel que ocupaban empezó a parecer una zona de planificación militar. El suelo estaba cubierto de mapas de la ciudad Valle del Barranco y de las zonas adyacentes. Las superficies de los mapas, procedentes de la tienda saqueada de un comerciante local, estaban marcadas con las rutas comerciales y anotaciones varias sobre los barrios comerciales, lo que hacía imposible distinguir algunos de los detalles del mapa.
Estaban Medianoche, Adon, Varden y Gratus apiñados sobre un mapa del puerto, cuando se acercaron dos jóvenes vestidos con una ropa mugrienta y de baja calidad. El primer soldado, un hombre alto, moreno y de tez pálida, dio un paso al frente. Era un joven de aspecto cansado, con profundas ojeras.
—Me llamo Wulstan. Éste es Tymon. Ambos somos de Colina Lejana.
El segundo hombre también era moreno, su abultada nariz parecía haber sido rota en varias ocasiones, pero, por lo demás, aparentaba estar en un estado de salud mucho mejor que su amigo. Saludó a los héroes con un gesto de la cabeza.
Medianoche se levantó.
—Bienvenidos —dijo, para luego presentarse y presentar a sus compañeros—. Os agradecemos que os hayáis ofrecido a ayudarnos.
Los soldados, extrañados, se miraron, luego, de nuevo miraron a Medianoche.
—¿Ofrecernos? —preguntó Wulstan con cierta incredulidad—. ¿Hablas en serio?
Varden se adelantó, con el entrecejo fruncido.
—¿Quieres decir que os han tenido que ordenar a los dos que nos ayudéis a atacar a vuestros enemigos?
Wulstan apartó la mirada, violento.
El ladrón dirigió la vista hacia los otros soldados reunidos en el túnel.
—¿No hay nadie aquí con las agallas suficientes para luchar contra los zhentileses para recuperar todo el valle del Barranco? —exclamó Varden en voz alta, para que lo oyesen los demás.
—A decir verdad, no —contestó Tymon con toda la flema del mundo, luego pasó por delante de Varden y fue a sentarse—. Pero las órdenes son las órdenes y ni Wulstan ni yo eludiremos nuestra responsabilidad.
Varden agachó la cabeza y volvió a concentrarse en los mapas.
—Supongo que todo lo que podemos pediros es vuestro máximo esfuerzo —dijo Adon suspirando, luego puso una mano sobre el hombro de Tymon—. Por lo menos en estas circunstancias.
Wulstan asintió y puso los ojos en blanco.
—Ahórranos tus sermones, clérigo. —El soldado de aspecto cansado se acercó a Medianoche—. Limitaos a decirnos lo que debemos hacer.
Adon entornó los ojos y se puso a hablar, pero Gratus se apresuró a ponerse en pie y carraspeó.
—Bien, tenemos que superar una serie de obstáculos —observó el comerciante—. Debemos suponer que la guarnición zhentilesa está hasta los topes y que, para aliviar esta aglomeración, procurarán ocupar las guarniciones vencidas de los enemigos de Zhentil Keep.
Wulstan murmuró algo para sí mismo, y gruñó:
—Una vez hayamos salido de este escondite, no habrá otro lugar seguro donde protegernos. ¿Es esto lo que estás tratando de decir, viejo?
Gratus ignoró al malhumorado soldado y prosiguió:
—Sin embargo, podemos conseguir cobijo en una casa privada. —El comerciante se pasó una mano por el rostro y tamborileó sobre su barbilla—. La población de Valle del Barranco se ha declarado neutral y no querrá acoger a unos fugitivos. Pero yo tengo amigos que estarán dispuestos a ayudarnos.
—Los zhentileses estarán rondando por las calles —añadió Medianoche—, y no sería sorprendente que por lo menos uno de los asesinos de Bane esté volando sobre su monstruoso corcel, peinando las calles buscándome a mí y a Adon. —La maga guardó silencio.
—Por consiguiente, el primer problema que debemos resolver es cómo llegar a la guarnición zhentilesa sin contratiempo —dijo Varden de modo terminante—. ¿Y luego?
—Pues lo lógico —contestó Gratus, acariciándose la calva—. Entrar, recuperar las pertenencias de Medianoche y rescatar a su amigo. Luego, simplemente, volver a salir.
—Por consiguiente tenemos un problema simple —murmuró Wulstan con malicia.
—Sí, es posible que los zhentileses esperen un intento así por nuestra parte —intervino Adon—. Es posible que los zhentileses nos tiendan una trampa y es posible que nos dejen entrar en la guarnición con sólo una resistencia simbólica para luego capturarnos sin problemas.
Gratus frunció el entrecejo y se sentó.
—¿Qué sugerís, entonces? —preguntó el anciano—. Si se trata de una misión tan imposible, ¿por qué vamos a emprenderla?
Medianoche lo fulminó con la mirada.
—¡Vamos a hacer esto porque debemos hacerlo! —espetó la maga—. Y contamos con algo que no habéis mencionado, pero que puede inclinar la balanza a nuestro favor. Una cosa que no se esperan los zhentileses.
Adon levantó la vista.
—¡La magia! —exclamó jadeando—. Pero Bane tiene tu libro de hechizos.
—Tengo un hechizo en la memoria —repuso la maga, sonriendo al clérigo desfigurado—. Uno que estudié antes de que nos capturasen.
Varden movió la cabeza y empezó a poner objeciones. Los dos soldados se pusieron a mirar la salida del túnel. Gratus se rascó nerviosamente detrás de las orejas.
—Si lo que pretendes es que recorramos media ciudad teletransportados, no cuentes conmigo —indicó el anciano.
—No —replicó Medianoche—. Eso sería una locura. Podríamos acabar estrellándonos contra una roca o enterrados en el Ashaba.
Los dos soldados de Colina Lejana se miraron inquietos y fruncieron el entrecejo.
—Cualquier hechizo es peligroso —dijo Varden—. No está garantizado...
—La propia vida no está garantizada —interrumpió Adon, para luego pasarse una mano por la cicatriz de su mejilla—. Dejadla terminar.
Tymon asintió.
—A pesar de que tengo miedo de enterarme de lo que tiene la maga en la mente, creo que, por lo menos, deberíamos escuchar lo que quiere decirnos.
—De acuerdo. Sigue —dijo Varden, derrotado y con el entrecejo fruncido.
—Se trata de un hechizo de invisibilidad —declaró Medianoche, con una ligera sonrisa en los labios—. Crea una capa de invisibilidad de tres metros a la redonda. Si funciona, podemos permanecer invisibles, a menos que ataquemos a alguien. Y, dado que procuraremos evitar todo ataque, seguiremos invisibles el tiempo que necesitamos para cruzar la ciudad.
—Yo sigo considerando que... —empezó a decir Varden.
—¡Basta! —espetó Wulstan, que luego se levantó y se puso junto a Medianoche—. No están las cosas como para seguir discutiendo. Yo no tengo más ganas de morir que cualquiera de vosotros, pero si es posible estar a salvo y a la vez cumplir nuestras órdenes, yo digo que debemos dar a la maga esa oportunidad.
La sonrisa de Medianoche se hizo más amplia y Tymon, Gratus y Adon aprobaron la decisión de Wulstan con un gesto de asentimiento. Sólo Varden apartó la mirada de la maga, con una profunda inquietud plasmada en su rostro.
—Bien. Debemos salir por la entrada de la carnicería sin pérdida de tiempo —dijo la maga de cabello de color ala de cuervo—. Y tal vez deberíamos informar a Barth sobre nuestros planes. —Los héroes cruzaron el túnel para dirigirse a la sala del sembio.
Cuando Medianoche le contó el plan al jefe sembio, apareció en el rostro de éste una expresión de horror.
—Antes de empezar con tus brujerías, dame por lo menos unos minutos para alejar a los guardias de la entrada del sótano —murmuró el guerrero fornido—. Menos mal que contamos con otra salida.
Cuando Barth hubo alejado a los guardias del pequeño sótano de la carnicería, los héroes se arrastraron por el túnel y se dispusieron a abandonar el refugio sembio. Una vez al pie de la escalera, Medianoche reunió los componentes para su hechizo. Sacó del bolsillo un trocito de goma arábiga, que llevaba expresamente para aquel hechizo, luego arrancó una pestaña a cada uno de los héroes y, finalmente, introdujo las pestañas en la goma e inició el ensalmo.
Gratus y Varden se cruzaron miradas nerviosas. Los soldados de Colina Lejana centraron su atención en la pared que había detrás de la maga e hicieron un esfuerzo para pensar en cualquier cosa menos en lo que podía pasar. Adon, sin embargo, permanecía delante de sus amigos, sonriendo con serenidad. A juzgar por la expresión del clérigo, parecía que habría acogido incluso la propia muerte si el hechizo salía mal y los mataba a todos.
Después de calmarse los nervios, Medianoche dio fin al conjuro. Incapaz de recordar un solo hechizo que hubiese funcionado correctamente desde que había escapado del valle de las Sombras, la maga rezó para que aquél saliese bien; por Kelemvor. Al cabo de un rato, un resplandor blanquiazul envolvió a Medianoche. Los héroes lanzaron gritos sofocados y se protegieron los ojos cuando la luz se intensificó y llenó la habitación. Luego se desvaneció.
Gratus recorrió el sótano con la mirada para observar a sus compañeros.
—¡No ha pasado nada! —dijo el anciano, con alivio—. ¡Y estamos todavía vivos!
En ese momento, Medianoche vio a Barth asomar la cabeza por el hueco bajo que había entre el sótano y los túneles. En su rostro aparecía una expresión de perplejidad. Los labios del hombre corpulento se movieron en silencio y la maga se echó a reír.
—¿Qué te pasa? —dijo Wulstan acercándose a la maga—. Yo te veo. Tu hechizo no ha funcionado. ¿De qué te ríes?
Adon señaló a Barth y los héroes se volvieron y vieron al sembio mirar dentro de la habitación.
—Os... os oigo —dijo en un susurro—. De modo que el hechizo debe de haber salido bien. Pero no puedo veros. Estáis ahí, ¿verdad?
—Estábamos comprobando la eficacia del hechizo —dijo Medianoche. El guerrero corpulento dio un ligero respingo y se golpeó la cabeza contra el techo del hueco—. Vámonos, pues —dijo la maga, y los héroes salieron del escondite.
Mientras Medianoche y sus aliados atravesaban la ciudad, Gratus se detuvo de vez en cuando para señalar algunas casas seguras donde sus habitantes los acogerían caso de presentarse la necesidad.
—Lashan tenía amigos en la ciudad —observó Gratus en voz baja cuando los héroes pasaron por delante de una de esas casas—. Y muchos de ellos no están de acuerdo con la neutralidad que se ha declarado en el valle del Barranco.
—Siento curiosidad por una cosa, Gratus —dijo Medianoche con voz dulce—. ¿Qué es exactamente lo que haces tú en la ciudad de Valle del Barranco? No eres ni un mago, ni un guerrero, ni un ladrón. ¿Cómo te ganas la vida?
Varden se echó a reír.
—No estoy muy seguro de que no sea un ladrón.
Gratus se acercó más a Medianoche.
—Yo era el ministro de Propaganda de Lashan —le susurró—. La ciudad me jubiló, pero no quisieron entregarme a personas parecidas a esos dos cretinos de Colina Lejana, a condición de que yo mantuviese la boca cerrada sobre un posible regreso de Lashan. Ahora vendo botas.
Wulstan había escuchado parte de lo que había dicho el comerciante anciano y se apresuró a ponerse a su lado.
—Será mejor que tengas cuidado con lo que dices, viejo, si sabes lo que te conviene —dijo el guerrero a media voz.
—Así que el rumor es cierto —replicó Gratus burlonamente—, los habitantes de Colina Lejana no tienen ningún sentido del humor.
Wulstan alargó el brazo para desenvainar su espada, pero su compañero se apresuró a levantar la mano.
—¡Deja el brazo quieto! —le advirtió Tymon—. No podemos correr el riesgo de que desaparezca nuestro escudo invisible. En el momento en que ataquemos algo..., cualquier cosa..., nos volveremos visibles.
Adon se colocó entre Gratus y Wulstan y miró a la maga.
—Si uno de nosotros ataca a algo, ¿desaparecerá el hechizo para todos? —preguntó el clérigo en voz baja.
Varden tomó a Gratus por el brazo y lo empujó hasta ponerlo delante de Medianoche.
—Tal y como la magia funciona hoy en día, no me extrañaría que nunca volviésemos a ser visibles —dijo el ladrón sonriendo.
Medianoche palideció. No se le había ocurrido la posibilidad de que el hechizo pudiese salir demasiado bien.
—Imaginaos la fortuna que podría amasar en esta ciudad un ladrón con el don de la invisibilidad —añadió el ladrón, aparentemente contento por primera vez desde hacía horas.
El edificio de los Archivos, donde Adon y Medianoche habían conocido a Gratus unas horas antes, apareció a la izquierda. El edificio tenía el mismo aspecto que antes, sólo que había un guardia zhentilés vigilando en la puerta.
—Tenía miedo de que incendiasen el edificio —murmuró Gratus cuando pasaron por delante del guardia—. Ahí dentro hay unos documentos muy interesantes de los que me gustaría apropiarme.
Siguieron hasta el final de la manzana, luego doblaron a la derecha y los héroes distinguieron inmediatamente el almacén donde habían tomado tierra los asesinos y la guarnición zhentilesa al otro lado. Como era de esperar, se oía ruidos y jolgorio por las calles de la guarnición. Había un pequeño número de guardias apostados fuera del fuerte y todo el edificio que servía de cuartel general a los zhentileses estaba brillantemente iluminado.
—Bane debe de haber dejado que sus soldados hagan una fiesta para celebrar la victoria —dijo Medianoche mientras conducía a los héroes hasta un callejón que había junto al almacén.
—Qué diferente de cómo condujo a sus tropas en la batalla del valle de las Sombras —observó Adon—. Me pregunto si esta derrota no ha vuelto más humilde a lord Black...
—Lo dudo —repuso Medianoche—. Es posible que esté simplemente aprendiendo a reconocer el valor de sus tropas. En cualquier caso, quizá podamos hacer que esta indulgencia se vuelva contra él.
—¿Quieres decir que has resuelto el problema de cómo entrar? —preguntó Varden. Y se pasaba una y otra vez la mano por sus cabellos rubios.
—Antes de preocuparnos por la guarnición en sí, debemos comprobar el almacén —dijo Medianoche volviéndose a Varden—. Debemos dar la vuelta al edificio y ver si hay más puertas.
Los héroes empezaron a rodear la parte exterior del almacén, siempre permaneciendo pegados al edificio. Pasaron por delante de ellos dos grupos de soldados zhentileses, cantando canciones atrevidas y contando chistes verdes, pero en ningún momento sospecharon siquiera que tenían a seis intrusos a sólo unos metros de distancia.
Varden descubrió otra puerta en la parte posterior del almacén, si bien estaba cerrada con llave. El ladrón sacó inmediatamente sus ganzúas y, al cabo de un momento, la puerta estaba abierta. La abrió despacio y se asomó al interior.
—No podíamos haber llegado en mejor momento —susurró Varden y se volvió a mirar a Medianoche—. El almacén parece vacío. Creo que nos podremos mover con toda libertad.
Los héroes entraron quedamente en el edificio, con Medianoche en medio para que ninguno se quedase fuera del campo de invisibilidad del hechizo.
—Cerrad la puerta —dijo Medianoche en un siseo cuando todos estuvieron dentro.
Wulstan obedeció a Medianoche, pero se detuvo al pronto y se puso a observar la cerradura de la puerta.
—Parece que se cierra por ambos lados —dijo el guerrero, luego indicó a Medianoche con un gesto que examinase la puerta.
Ella asintió y sacó un trozo de goma que había quedado de su ensalmo; se la entregó al soldado.
—Métela en la cerradura. La puerta se cerrará, pero no la cerradura. Así no nos quedaremos atrapados si necesitamos salir precipitadamente.
Wulstan y Varden miraron a la maga con expresión de sorpresa.
—Un viejo amigo me enseñó este truco —explicó la maga de cabello color ala de cuervo, y Cyric acudió a su mente. Pero entonces Medianoche notó que una gran tristeza se apoderaba de ella y, por un momento, se quedó casi abrumada por la pena. La maga cerró los ojos, cobró ánimos y alejó de sí aquella emoción. Pensó que Cyric había muerto y que ella no podía hacer nada al respecto; en cambio, Kelemvor estaba con vida y necesitaba su ayuda. Tendría tiempo para ponerse triste.
Los pensamientos de Medianoche se vieron interrumpidos cuando Gratus se puso a su lado.
—¿Puede ser aquello lo que andas buscando? —preguntó el anciano señalando hacia las sombras que había a unos seis metros a la izquierda de la puerta.
Medianoche entornó los ojos. Algo brillaba a la luz de la luna, como diminutos rayos de luz color ámbar.
—¡No puede ser! —exclamó, y fue acercándose a la luz.
Adon se adelantó y se agachó sobre una talega medio abierta.
—¡Medianoche, están aquí! —exclamó el clérigo, con una amplia sonrisa iluminando su rostro—. ¡La esfera de detección y tu libro de hechizos están aquí!
—¡Los asesinos, en medio de la confusión de nuestra huida, han debido dejarlos olvidados! —dijo Medianoche mientras cogía la talega.
—No ha sido en absoluto un olvido —tronó una voz desde un rincón oscuro del otro lado del almacén—. Y contaba con que tú tampoco lo olvidases. —Durrock salió de las sombras y apareció en medio de la pálida luz de la luna que se filtraba por las ventanas. Iba sin armadura y con el rostro desfigurado al descubierto. Se acercó a los héroes.
Cuando Medianoche vio el rostro del asesino, estuvo a punto de gritar y sintió en su interior un ramalazo de simpatía por aquel hombre. Luego notó que la bolsa de lona resbalaba de su mano y la apretó con más fuerza. La maga no tardó en comprender que, como no llevaba con ella la talega cuando lanzó el hechizo de invisibilidad, era visible.
—Te agradezco que me muestres dónde estás exactamente —dijo Durrock, para luego desenvainar su espada negra como la noche. El asesino caminaba a grandes zancadas directamente hacia Medianoche—. Hace ya un buen rato que te espero.
Los héroes se dispersaron tanto como pudieron y, cuando Durrock llegó a corta distancia de la maga, se pusieron en semicírculo detrás de él. Medianoche arrojó la talega al suelo y trató de esquivar el ataque del asesino, pero éste hizo una finta hacia delante y luego agarró a la maga por el pelo. Medianoche se puso a gritar.
De pronto, una tabla de madera se estrelló contra la cabeza del asesino y éste se tambaleó y tuvo que soltar a la maga. Mientras Medianoche se alejaba de Durrock dando traspiés, un halo blanquiazul envolvió a cada uno de los héroes; el hechizo de invisibilidad se desvanecía.
Gratus estaba detrás del asesino, con la tabla de madera rota en sus manos. Durrock apretó con más fuerza su negrísima espada y gritó de rabia y de dolor. La espada del asesino salió despedida en el momento justo en que Varden agarraba al anciano por los hombros y tiraba de él hacia atrás. La espada le dio a Gratus en el pecho y empezó a brotar sangre de la herida.
Medianoche, aterrorizada, se alejó de Durrock, que se volvió y avanzó hacia la maga de cabello como ala de cuervo pero apareció Adon junto a ella y la cogió por el brazo.
—¡Corre! —gritó el clérigo mientras empujaba a la maga hacia la puerta.
Durrock empezó a seguirla, pero los dos soldados de Colina Lejana se interpusieron en su camino, con las espadas desenvainadas.
—Ven, cerdo zhentilés. ¡Vamos a ver cómo te las arreglas con alguien más joven que tú! —dijo burlonamente Tymon cuando estuvo delante del hombre desfigurado.
Wulstan miró a Medianoche por encima de su hombro.
—¡Coge tus tesoros y echa a correr! —gritó el guerrero.
Medianoche vaciló un instante en la puerta, luego cogió la talega y salió del almacén. Varden estaba ayudando al comerciante herido a llegar a la puerta, pero Adon también sujetó a Gratus y los héroes desaparecieron en la noche. Se deslizaron en las sombras y estaban lejos de la guarnición zhentilesa antes de que los soldados semiborrachos se hubiesen enterado siquiera de lo que había pasado.
—¡Despierta! —gritó el guardia, y pasó su espada de arriba abajo por los barrotes de acero de la celda de Kelemvor.
El guerrero de ojos verdes se despertó de golpe, pero fingió hacerlo poco a poco, haciendo teatro; se desperezó, se frotó los ojos y bostezó exageradamente. Fuera de la celda había dos guardias, pero Kelemvor no quería darles la satisfacción de que supiesen que, a decir verdad, lo habían sobresaltado, que aquella pequeña crueldad le había afectado.
Asimismo, el guerrero sabía por qué los guardias lo habían despertado. Lord Black había esperado una respuesta inmediata a su propuesta, pero Kelemvor había manifestado que necesitaba tiempo y soledad para considerar el trato. El que Bane hubiese aceptado su petición le había cogido completamente por sorpresa. Pero ahora había transcurrido el tiempo de considerar la oferta.
El guerrero oyó pasos que se acercaban por el pasillo y, por la forma en que los guardias se pusieron alerta, Kelemvor supo quién iba a ser su siguiente visitante. No fue una sorpresa.
—Tú dijiste que me dabas de tiempo hasta mañana —observó Kelemvor con calma cuando Bane se puso entre los guardias.
—Las circunstancias han cambiado. Es ahora cuando debes actuar. ¿Has considerado mi oferta? —preguntó Bane bruscamente. La aspereza en la voz del dios caído indicó a Kelemvor que algo lo había enfurecido.
—No he podido pensar en ninguna otra cosa —contestó Kelemvor. Luego se puso de pie y se fijó en el brillo parpadeante de color rojo que bailaba en los ojos de lord Black.
Era cierto. La idea de liberarse de la maldición había incluso poblado los sueños de Kelemvor. Kelemvor había deseado a menudo ser un héroe, alguien que pudiese llevar a cabo hazañas nobles con el único fin de ayudar a los demás, pero la maldición se había interpuesto siempre en su camino. El guerrero creía, sin sombra de duda, que Bane podía cumplir su promesa y que, por consiguiente, el dios de la Lucha podía hacer sus sueños realidad.
Con lo cual, sólo quedaba por considerar el problema de Medianoche. Si Kelemvor aceptaba las condiciones de Bane, tendría, evidentemente, que traicionar la confianza que la maga había puesto en él... y sus sentimientos para con ella. Pero Kelemvor pensó que Medianoche lo había traicionado a él muchas veces.
Luego, el guerrero, en un intento de racionalizar la decisión que, a decir verdad, ya había tomado, empezó a recordar los insultos y las ofensas absurdas que ella le había lanzado. La maga se había marchado del valle de las Sombras sin él. Era cierto que sus palabras en el puente Pluma Negra habían sido de amor y entrega; sin embargo, la verdad pura y simple era que sólo hacía unas semanas que Kelemvor conocía a Medianoche.
Kelemvor se preguntó de pronto hasta qué punto conocía él a la maga de negros cabellos. Al guerrero ya no le preocupaba si Medianoche había cometido los crímenes de los que la acusaban los hombres del valle. No cabía duda de que no los había cometido, pero lo que Kelemvor se preguntaba ahora era si Medianoche lo amaba realmente.
—Has tenido visita durante la noche —dijo Bane, indiferente, y estas palabras sacaron a Kelemvor de su ensimismamiento.
—¿Quién? —quiso saber Kelemvor. El guerrero dio un paso en dirección a los barrotes de la celda.
Bane entornó los ojos y una mueca de burla y desprecio apareció en su rostro.
—Quien tú piensas, imbécil. Medianoche y sus cómplices. Ha venido a recoger su libro de hechizos y otros objetos personales que tenía cuando Durrock y sus asesinos la capturaron. —El dios de la Lucha hizo una pausa, luego sonrió—. Sin embargo, no ha tratado de liberarte.
El guerrero suspiró de alivio.
—Es evidente que la maga ha vuelto a escaparse, pues en caso contrario tú no estarías aquí —dijo Kelemvor.
La ira ardía en los ojos de lord Black.
—No ha podido escapar sin que uno de su grupo fuese herido y dos fuesen muertos. No sobreestimes tu importancia en mis planes, Kelemvor. Medianoche morirá. Tu participación no es más que un asunto de conveniencia. Dejando que vayas en su busca y me la traigas, puedo reducir las bajas de mis filas.
El guerrero pensó que Bane estaba actuando equivocadamente, que se estaba comportando como un vulgar señor de la guerra, no como un dios. Sin embargo, la información que Bane acababa de proporcionarle acerca de la visita de Medianoche a la guarnición zhentilesa contestaba a algunas preguntas que habían estado atormentándolo en los rincones de su mente.
—Muy bien —dijo Kelemvor, en voz baja pero firme—. Acepto tus condiciones.
Lord Black sonrió.
—Entonces vas, por fin, a entrar en razón. No hay nada más precioso que llevar la vida que uno desea —dijo Bane recalcando las palabras—. Ya va siendo hora de que tú puedas hacerlo.
El guerrero asintió.
—Encontraré a Medianoche y me ganaré su confianza. La convenceré de que me he escapado por mis propios medios y fingiré que sólo quiero ponerla a salvo. Luego, a la primera oportunidad que tenga... la someteré. —Kelemvor hizo una pausa y se pasó la mano por el pelo—. Luego me dirigiré a Tantras para recuperar la Tabla del Destino que has escondido en esa ciudad y, a cambio de todo esto, tú me librarás de la maldición de los Lyonsbane.
—Exactamente —dijo Bane. Y con toda la calma del mundo indicó a los guardias que abriesen la celda.
Kelemvor se apartó un paso de la puerta.
—Ahora que nuestro trato está cerrado, dime dónde está exactamente la Tabla del Destino —dijo el guerrero de ojos verdes.
—Tienes que tener un poco de fe —repuso Bane con una voz ligeramente suspicaz—. Esta información será tuya cuando me hayas entregado a Medianoche. En estos momentos, tenemos que ocuparnos de otro asunto.
El corazón de Kelemvor empezó a latir con fuerza. Cuando la puerta de la celda se abrió y el dios de la Lucha se acercó a él, apenas podía controlar la emoción.
—Guardia, dame tu espada —ordenó Bane con brusquedad.
Las llamas de los ojos de lord Black fueron de pronto lo bastante brillantes como para iluminar el pasillo sin la ayuda de las antorchas. El guardia obedeció sin rechistar. El dios caído levantó la espada muy alto sobre su cabeza.
Las llamas de los ojos de Bane se extendieron por el oscuro cuerpo del dios y, pronto, un halo color rojo como la sangre cubría toda su forma. Lord Black empezó a recitar un ensalmo complicado. Las llamas prendieron de pronto en la espada, la voz del dios aumentó de intensidad mientras agitaba violentamente la espada y su forma empezó a ondularse como el cuerpo de una serpiente.
La espada cortó el aire y Kelemvor dio un grito cuando el arma traspasó su pecho e hizo una hendidura desigual desde el esternón hasta el abdomen. El guerrero bajó la vista a su ropa y a su carne desgarrada y sintió que se apoderaba de él una gran debilidad. Sin embargo, el guerrero hizo un esfuerzo para permanecer de pie. Aunque estuviese a punto de morir, no se arrodillaría delante de lord Black.
Los trozos de carne desprendidos del pecho del guerrero empezaron a temblar y a estremecerse y Kelemvor estuvo a punto de gritar de terror cuando vio la cabeza negra de la pantera abrirse camino a través de la herida abierta. Cuando las garras del animal se clavaron en el interior de su cuerpo y lo desgarraron en un intento de liberarse, el guerrero experimentó un dolor como nunca había conocido.
«¡Es imposible!», era lo único que podía pensar Kelemvor. A continuación, todo el mundo del guerrero se convirtió en una explosión candente de dolor punzante que nublaba todos sus sentidos menos el del propio sufrimiento. El animal se iba abriendo paso para salir pero, al mismo tiempo, estaba matando a Kelemvor desde dentro.
Se oyó un fuerte rugido salvaje y Kelemvor sintió que se libraba de un enorme peso. El dolor se mitigó considerablemente y vio que Bane se aferraba a ambos lados del animal. Con un movimiento rápido e inhumano, el dios golpeó el cuello de la bestia.
El guerrero bajó la vista, se miró el pecho y vio, atónito, que su carne desgarrada empezaba a unirse y a cerrarse. Las heridas se estaban curando a un ritmo increíble.
—Hecho —dijo Bane indolentemente, para luego arrojar el cuerpo de la pantera a los pies de Kelemvor. El dios se volvió y salió de la celda—. Decidle dónde puede encontrar a la maga, aseadlo y que se ponga en marcha.
—¡No! —dijo Kelemvor con voz débil, con una voz que era apenas un susurro.
Con expresión suspicaz, Bane se volvió hacia la celda.
—Tiene que parecer que he luchado para salir de aquí —dijo el guerrero, luego se desplomó en el suelo, a unos centímetros del cadáver todavía caliente de la pantera.
Lord Black sonrió.
—Muy bien —dijo—. Pero quiero que sepas una cosa, Kelemvor. Si se te ocurre siquiera renegar de nuestro acuerdo, yo me enteraré. Mis agentes te darán caza y te matarán, te escondas donde te escondas. —El dios de la Lucha hizo una pausa y una nueva sonrisa diabólica apareció en sus labios—. O algo mejor. Volveré a meter a este animal, o a alguno todavía más horrible, dentro de ti. —La sonrisa se hizo ligeramente más sarcástica—. Uno que resulte todavía más doloroso de sacar que la pantera. Recuérdalo.
El guerrero asintió.
—Es exactamente lo que me esperaba —dijo—. Y es exactamente lo que yo habría hecho en tu lugar. Puedes estar tranquilo. Cumpliré con los términos de nuestro pacto al pie de la letra.
—Esto puede ser el comienzo de una larga y provechosa asociación —dijo Bane por encima del hombro mientras se alejaba por el pasillo—. Tráemela con vida, Kelemvor, si ello es posible.
Kelemvor se estremeció y se fue poniendo de pie. Cuando salió tambaleándose de la celda, no miró a los guardias.
—Lo haré —murmuró.
Luego se alejó de la mazmorra siguiendo la misma dirección que había tomado lord Black.

9
Un nuevo líder

La larga caminata por los valles del este había sido dura para la Compañía de los Escorpiones, pero los zhentileses contaban con suficientes provisiones y estaban acostumbrados a las dificultades de este tipo de marchas. Cyric no tardó en enterarse por Tyzack de que la expedición de los Escorpiones a la colina del Diente de la Suerte obedecía a que buscaban un artefacto de gran poder del que habían hablado casualmente unos viajeros que pasaron por Zhentil Keep.
La Compañía de los Escorpiones había recibido estas órdenes antes de la batalla del valle de las Sombras, cuando lord Bane estaba obsesionado por encontrar cualquier artefacto susceptible de ser depositario de algún poder mágico. En medio de la confusión que había rodeado a la batalla y sus consecuencias, Zhentil Keep había olvidado a los Escorpiones y su misión, hasta que llegó el momento de reunir toda unidad zhentilesa disponible en Valle del Barranco. Una noche llegó una mística comunicación de la hechicera de Bane, Tarana Lyr, y los Escorpiones estuvieron encantados con el cambio de planes, pues los esfuerzos realizados en la colina del Diente de la Suerte habían sido vanos y tediosos.
Dos días después de haberse incorporado Cyric al grupo, los Escorpiones se encontraron con una patrulla sembia y se vieron obligados a combatir —una oportunidad para el ladrón de medir la habilidad de sus nuevos compañeros y, para éstos, de medir la suya—. La batalla fue rápida y sangrienta, con algunas pérdidas para los Escorpiones. Croxton había muerto, si bien Cyric no sabía muy bien si a manos de un sembio o a manos de un zhentilés. Ante la gran sorpresa de Cyric, Tyzack nombró al ladrón su lugarteniente por su actuación en la batalla. Slater apoyó abiertamente esta decisión y los demás no pusieron objeción alguna, aunque más de uno, como Eccles, no estuvieron nada contentos con la elección.
Al día siguiente del enfrentamiento con los sembios, los Escorpiones se encontraron con la primera de las muchas patrullas zhentilesas que se dirigían a Valle del Barranco. Tyzack asumió automáticamente el mando de la chusma de guerreros y ladrones con que acababa de encontrarse la compañía. Nadie se opuso a ello.
En momentos como aquéllos, mientras cabalgaba detrás de Slater, Cyric tenía la mente absorta en muchos asuntos; pero, sobre todo, observaba la brillante luz vespertina palpitar a través del pendiente en forma de prisma que la guerrera había cogido del cadáver de Mikkel y se había colgado de la oreja derecha. Mientras Cyric lo observaba soñadoramente, unos rayos multicolores surgían del objeto.
La línea del horizonte era escabrosa, desfigurada por escarpadas estribaciones, formada por una tierra extraña, mezcla de piedra musgosa-grisácea con vetas de arcilla rojiza. Unas desnudas colinas y pequeñas elevaciones rodeaban a los jinetes. Delante de ellos y a lo largo de muchos kilómetros, había una inmensa extensión de tierra, con una hondonada en su centro y unas depresiones como dentelladas, uniformemente espaciadas, que salían formando tortuosos desfiladeros. Cyric tuvo la sensación de estar viendo el esqueleto de un gigante que podía haber vivido milenios antes de que los dioses empezasen a gobernar Faerun.
Mientras miraba una estribación, se le ocurrió que podía haber sido la forma de un dios dominando sobre los Reinos, lo bastante alto como para llegar al cielo y hacer descender los mismísimos cielos, sin ser atrapado dentro de un frágil cuerpo de carne y hueso, como un mortal.
Una vez más, los rayos de luz que salían del pendiente robado llamaron la atención del ladrón y, mientras los zhentileses seguían cabalgando, ahora en número superior a trescientos, Cyric se dio cuenta de que el prisma lo había fascinado tanto como a Slater.
El ladrón de nariz aguileña observó los fragmentos de luz que centelleaban con una hermosa e impresionante serie de colores y estudió cada uno de los rayos. Las luces cobraban vida y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos. Pensó que de manera muy parecida a la vida humana, que se iba y no tardaba en ser olvidada. Cyric quería más de su vida. Pensó en los dioses y en el don de inmortalidad que habían puesto en peligro con sus rencillas estúpidas y sin importancia. El ladrón sentía desprecio por las divinidades como Bane y Mystra, que habían permitido ser despojados de sus vastos poderes.
Cyric trató de sosegarse. El calor vespertino era abrasador e incluso la ligera brisa que sentía poco ayudaba a aliviar las zonas de intenso y sofocante calor que asaltaban a la compañía mientras viajaban siguiendo el curso del Ashaba. El calor se pegaba a la piel de Cyric como manos abrasadoras y opresivas y hacía que el sudor corriera como ríos por su rostro, y le impedía por momentos ver el prisma.
Después de mirar a su alrededor a docenas de rostros que no conocía, Cyric pensó que todos aquellos zhentileses viajaban a Valle del Barranco sólo para responder a la llamada de lord Bane. Casi todos ellos darían su vida sin un momento de vacilación si así se lo pedía lord Black. Aunque pareciese increíble, era a la Compañía de los Escorpiones adonde aquellos hombres se habían dirigido para obtener un liderazgo temporal. A Cyric le sorprendía la maniobra política que había realizado Tyzack para asegurarse la supremacía. Cyric consideraba al jefe de los Escorpiones incapaz de concebir siquiera un plan con cara y ojos, sin hablar de ponerlo en práctica.
El ladrón se enjugó los ojos y volvió a mirar el prisma. Los rayos que lanzaba el pendiente parecían inagotables y, cuando un nuevo rayo se desvanecía, otro ocupaba su lugar. Cyric pensó en Tyzack: aquel hombre debía de tener un punto débil, una vulnerabilidad susceptible de ser explotada por él. «¿Cuál es?» se preguntó el ladrón. Delante de él, Slater cogió el pendiente en forma de prisma y lo acarició suavemente. El ladrón sonrió. Quizás había una forma sencilla de descubrirlo.
Una hora después, Tyzack se alejó para hablar con el comandante de una patrulla de cincuenta hombres del valle de la Borla que estaba cerca de la retaguardia de la considerable avanzada zhentilesa. Ren se había ido con Tyzack. Cyric se adelantó e indicó a Slater que se reuniese con él a cierta distancia por delante de los zhentileses. Willingale, uno de los hombres del valle de la Tortura, había tomado posición a unos trescientos metros por delante de las tropas y Cyric les dijo a los demás que él y Slater iban a reemplazarlo.
—¿Por qué vamos a reemplazar a Willingale en su puesto de reconocimiento? —preguntó Slater, cabalgando junto al ladrón. Cyric titubeó, la frente sin cejas de la mujer se arrugó y sus ojos se abrieron de par en par, en un gesto destinado a dar énfasis a su perplejidad—. ¿Qué es lo que quieres realmente de mí?
—¿Tan transparente soy? —preguntó Cyric, para luego apartar la mirada de la soldado zhentilesa.
Slater sonrió.
—No contestes si no quieres —repuso.
Cyric se rió suavemente mientras se enjugaba el sudor de la frente.
—¡Por los dioses!, ¡qué calor!
Slater frunció el entrecejo y se puso a tamborilear la madera de su arco con los dedos.
—Si esto es lo que tú consideras tener una pequeña charla, creo que me voy a marchar —dijo.
—Sólo estaba haciendo un comentario —repuso Cyric volviéndose hacia la guerrera—. Y me estaba preguntando si habías sido observadora.
La mujer entornó los ojos y miró a Cyric con desconfianza.
—¿Con respecto a qué? —preguntó Slater.
—Me gustaría saber más sobre los Escorpiones —declaró Cyric de modo terminante, sin dejar de mirar fijamente a la mujer.
—Adivino la razón —replicó Slater, para luego acariciar la crin del caballo—. Es Tyzack quien realmente te interesa, ¿me equivoco?
El ladrón pensó que aquella mujer era más lista de lo que él había sospechado.
—Sí —admitió Cyric, intentando parecer lo más inocente posible—. Su actitud me confunde. También la tuya, por cierto.
Cyric vio que Slater estaba intrigada.
—Explícate —dijo ella, dando un tono de brusquedad a su palabra.
—Me recomendaste para ser el segundo en el mando, cuando tú habrías podido acceder a ese puesto. ¿Por qué actuaste así? —preguntó Cyric, y luego se volvió a enjugar el sudor de la frente.
Slater sonrió maliciosamente.
—Para vivir. Las personas que ocupan esta posición no parecen durar mucho en los Escorpiones.
A pesar de que Cyric trató de aparentar desconcierto, de hecho estaba encantado. Daba la impresión de que Slater necesitaba poca presión para decir la verdad. Podía ser un rasgo muy útil.
—Sí... —dijo el ladrón finalmente—. Pensé que había algo extraño en torno a la muerte de Croxton. ¿Hubo alguien antes de él?
—Sí —dijo Slater con indiferencia mientras ahuyentaba una mosca que zumbaba a su alrededor—. Se llamaba Erskine.
—¿Qué le pasó?
—Murió —se limitó a contestar Slater—. ¿Qué más quieres saber?
—¿Lo mató Tyzack? —dijo Cyric jadeando, tal vez de una forma un poco brusca y melodramática—. ¿Por qué?
La guerrera movió la cabeza y se encogió de hombros.
—¿Quién puede decirlo? Regresábamos de la colina del Diente de la Suerte. Tyzack, Erskine, Ren y Croxton habían ido a cazar para la cena. Todos volvieron, menos Erskine. Nos dijeron que había sido un accidente. Se habían separado para cubrir más terreno y Ren le disparó una flecha a Erskine... por equivocación. Lo enterraron en una fosa poco profunda y seguimos nuestro camino.
Cyric pensó que, en aquella ocasión, habían dejado a Croxton para los cuervos con los sembios muertos. Ni siquiera se mereció una fosa poco profunda.
—Quizá dijeron la verdad —sugirió el ladrón.
Slater se mordió el labio y respiró profundamente.
—Erskine era un elemento perturbador. Conocía a Tyzack desde hacía años, incluso antes de que se crease la Compañía. Era un hombre maleducado y estúpido y se tomaba unas libertades que nadie en la Compañía se habría atrevido ni siquiera a imaginar. Erskine estuvo acechando a la muerte hasta que, un día, ésta fue en su busca. Todos nos alegramos de habernos librado de él.
—¿Por qué me cuentas todo esto de tan buen grado? —preguntó Cyric un rato después. El ladrón presentía que sabía la respuesta, pero quería que Slater lo dijese en voz alta y que se comprometiese con la línea de conducta que ello implicaría.
La mujer se quedó un momento mirando al ladrón, luego miró a los zhentileses que los seguían.
—Porque Tyzack es débil —declaró a continuación sin emoción alguna—. No es un guerrero. Sus sueños consisten en un lugar cómodo dentro de la burocracia de la Red Negra. Su reticencia a combatir nos está costando días de viaje. Cuando lleguemos a la ciudad, a Valle del Barranco, tal vez la guerra haya terminado. Y, si no es así, nuestro cometido será el de proteger la vida de Tyzack a toda costa.
»Los otros zhentileses, los que siguen a unos jefes valientes, se verán recompensados con la gloria y el honor de conquistar a nuestros enemigos para lord Bane. Si puedo, no desperdiciaré esta oportunidad.
Slater lanzó un gruñido y volvió a poner la mano sobre la madera de su arco.
—¿Qué pretendes hacer? —dijo Cyric, tratando de adoptar una actitud inocente.
—¡No te hagas el tonto! —dijo Slater en voz baja—. Por mucho que tú así lo creas, el arte del engaño no es tu fuerte.
Cyric miró hacia delante. No tardarían en llegar a la altura de Willingale, el explorador.
—Te conozco, Cyric. Eres un ladrón. Eres un asesino. Y eres ambicioso —dijo Slater—. Si quieres, puedes mentir a los demás. A mí, no. Yo puedo ayudarte... y, de paso, ayudarme a mí. —La guerrera se agarró a la crin de su caballo y añadió—: Es posible que no haya oportunidad de actuar hasta que nos veamos en el fregado de la batalla del valle del Barranco. Todo lo que tendremos que hacer es dejar que se nos distraiga el tiempo suficiente para que una espada enemiga le corte la cabeza a Tyzack.
—Bien —dijo Cyric, después de haber dejado caer su máscara inocente—. ¿Y si se presenta la oportunidad antes?
La mujer volvió a entornar los ojos y miró al ladrón como si fuese la primera vez que lo veía.
—Entonces la aprovecharemos —dijo—. Después, me darás mi propio mando. Con treinta buenos soldados me arreglaré. De esta forma, si tu sangre resulta ser tan débil como la de Tyzack, no tendremos que enfrentarnos. Yo me llevaré a mis soldados a la batalla. Tú harás lo que quieras. ¿De acuerdo? —La soldado zhentilesa miraba ahora a Cyric directamente a los ojos, a la espera de su respuesta.
—¡De acuerdo! —dijo Cyric al cabo de un momento, devolviéndole la mirada.
Habían llegado lo bastante cerca de Willingale como para que éste pudiese oírles, de modo que Cyric dejó languidecer la conversación. Cuando ambos estuvieron más próximos, el explorador se volvió y les indicó que se apresurasen a llegar a su altura.
—Estoy contento de que hayas venido, señor —dijo Willingale a Cyric—. Me has ahorrado la molestia de volver atrás para informar. —A continuación señaló un punto delante de él—. Hay algo en el horizonte.
El ladrón siguió la dirección del dedo de Willingale y vio una luz fija y brillante a lo lejos. La elevación montañosa con valles y hondonadas que había en el flanco derecho de las fuerzas zhentilesas no les permitía a éstas protegerse de aquello que producía la luz. De hecho, no había absolutamente ninguna señal de protección natural en trescientos metros a la redonda.
—Podría ser una trampa —dijo Willingale, rascándose la barbilla—. Nuestro enemigo podría estar esperando en los rebordes de esas depresiones del centro de la elevación montañosa. En las hondonadas pueden caber unos cien hombres o incluso más.
—Es posible —repuso Cyric—. Pero ¿por qué alertarnos del peligro? ¿No sería más lógico que se limitasen a esperarnos para así cogernos desprevenidos? Debe de haber alguna otra explicación.
—Podría ser simplemente un reflejo natural de la luz del sol... o, incluso, alguna manifestación del caos de la naturaleza —observó Slater, después de frenar a su caballo—. La luz no parece cambiar.
—Vamos a volver a informar a Tyzack —dijo Cyric al explorador—. Tú sigue vigilando e indícanos si observas algo más, pero no sigas adelante. Cuando la compañía llegue a tu altura, recibirás nuevas órdenes.
Willingale asintió y Cyric y Slater volvieron hasta el cuerpo principal del ejército zhentilés. La mujer soldado permaneció en silencio un momento, luego comentó:
—Cyric, una emboscada nos daría la oportunidad que estamos buscando.
—¿A costa de cuántos compañeros zhentileses? Incluso es posible que a costa de nuestras propias vidas —repuso el ladrón un tanto brusco—. Habrá mejores oportunidades que ésta. Además, tenemos otro problema..., Ren. Se camufla tan bien con el telón de fondo que yo a veces apenas advierto que está presente. Al margen de quien desempeñe el cargo, parece ser él el verdadero segundo en el mando de Tyzack. Debemos tener en cuenta su interferencia en cualquier plan que tracemos.
El ladrón y la amazona llegaron a la primera línea de la avanzadilla zhentilesa. Tyzack y Ren los estaban esperando. El jefe de los Escorpiones temblaba con una rabia apenas contenida.
—¿Queréis hacer el favor de explicaros los dos? —gritó Tyzack. El hombre de cabello negro movió el puño en el aire como si estuviese agitando un dado.
Cyric miró a Slater, luego de nuevo a Tyzack.
—No lo comprendo. ¿Qué hemos hecho que requiera una explicación?
—Ignorar mis órdenes —contestó Tyzack de muy mal humor—. Alguien ha venido a informarme de que vosotros dos habíais abandonado las filas y me ha obligado a acudir a primera línea para saber lo que estaba ocurriendo. La pena por deserción es...
La expresión del ladrón se volvió tan dura como la piedra.
—¿No soy tu segundo en el mando?
Tyzack se acobardó.
—¿Qué tiene eso que ver con lo otro? Serás tratado exactamente igual que cualquier otro zhentilés.
—Estás equivocado —replicó Cyric—. Como segundo en el mando, es mi deber asegurarme de que tus órdenes se cumplan al pie de la letra cuando tú no estás presente para imponerlas.
El jefe zhentilés entornó sus oscuros ojos.
—Willingale estaba demasiado cerca del cuerpo principal —prosiguió Cyric, y señaló en dirección al soldado—. Él no es un Escorpión y no conoce tus normas acerca de la forma de actuar como hombre de reconocimiento para los zhentileses. —El ladrón hizo una pausa y sonrió—. Y, como es natural, nosotros dos sabemos que si Willingale estaba lo bastante cerca de nuestros hombres como para que éstos lo viesen claramente, como así era, estaba demasiado cerca para llevar a cabo un buen trabajo de reconocimiento. Slater y yo hemos ido a comunicarle el error que estaba cometiendo. —El ladrón hizo una nueva pausa. En esta ocasión, sin embargo, se volvió para mirar a la mujer zhentilesa—. Y ha sido cuando nos ha indicado aquella extraña luz..., ¿no es así, Slater?
Ren se acercó al jefe de la compañía y le susurró algo al oído.
—¿Qué extraña luz? —preguntó Tyzack, apenas Ren hubo terminado de hablar con él—. ¿De dónde procede?
Cyric se obligó a adoptar una expresión de perplejidad.
—No lo sabemos —contestó el ladrón. Luego contó a Tyzack lo que él y Slater habían visto, así como la opinión de ambos sobre la situación—. Hemos ordenado a Willingale que permanezca donde está hasta que tú llegues a su altura.
El jefe zhentilés de cabello negro se pasó una mano por su despeinada cabeza y esbozó una sonrisa maliciosa.
—Está bien —murmuró, luego hizo un gesto en dirección a Ren—. Que la compañía se detenga. Tal vez no sea nada, pero alguien tendrá que ir a investigar antes de que la compañía siga su camino.
El jefe zhentilés se volvió a continuación al hombre de nariz aguileña:
—Cyric, puesto que parece que hoy cuentas con una iniciativa ilimitada, la tarea de descubrir la naturaleza de esa luz extraña va a recaer sobre ti... y sobre Ren. Slater se quedará conmigo. Tus conocimientos en montañismo pueden sernos de utilidad. Escalaréis aquella elevación del sur y seguiréis su trayectoria hasta que descubráis el origen de esa luz.
Cuando Cyric miró el enjuto rostro de Ren, le dio un vuelco el corazón. Los ojos del hombre eran fríos, exentos de emoción. Ren miró a su vez a Cyric, como si éste fuese un cadáver sin el buen juicio de estar postrado en tierra y dejarse enterrar. En definitiva, las órdenes de Tyzack eran una sentencia de muerte, y tanto Cyric como Ren lo sabían.
—Tened cuidado allí arriba. Con todos esos desfiladeros y barrancos, sería una pena que alguno de vosotros sufriese un accidente —añadió Tyzack, todavía con la sonrisa diabólica en los labios.
Ren asintió e indicó a Cyric mediante un gesto que se pusiera en camino delante de él.
—¡No te preocupes! —dijo Cyric alegremente, fingiendo que las órdenes del jefe zhentilés no tenían un significado particular. Sin embargo, cuando el ladrón espoleó a su caballo y éste se puso en movimiento, añadió entre dientes—: Adiós, Tyzack... ¡Slater!
Ren siguió al ladrón a muy corta distancia y los dos hombres apenas se habían alejado unos treinta metros de la columna zhentilesa cuando Tyzack y Slater gritaron al unísono. Cyric, perplejo, se volvió... y vio un brillante fragmento de acero en forma de diamante que se acercaba procedente del este; daba volteretas mientras cortaba el aire y se encaminaba directamente hacia el cuerpo principal de la avanzadilla zhentilesa... hacia Slater y Tyzack.
El ladrón sacó su daga y lanzó el arma con un movimiento magistral. El cuchillo de Cyric voló por el aire y pasó por delante del metal que era sólo algo mayor que la propia daga, un instante antes de interceptarlo. El pedazo de acero siguió su camino. De pronto, resonó en el aire un ruido de metales que chocan. A pesar de que, aunque agudo, el sonido fue débil, Cyric dio un respingo al oírlo.
Ren había lanzado una de sus dagas y desviado el acero de su trayectoria. Slater y Tyzack estaban a salvo.
El ladrón centró su atención en Ren e hizo un esfuerzo para relajar el cuerpo. El zhentilés era, muy posiblemente, igual a Cyric en el manejo de un arma y, al darse cuenta de ello, Cyric agradeció haber sido temporalmente apartados de su «misión». Cyric sabía que dependía del él mismo convertir aquel respiro en algo permanente.
Su plan inicial fue el de matar a Ren en la estribación en forma de esqueleto que dominaba el paisaje para luego escapar por la parte sur de la elevación montañosa y llegar al Ashaba. Pero sin caballo y sin provisiones, sus probabilidades de sobrevivir eran escasas. Y si Tyzack quería venganza y ordenaba a unos cuantos soldados zhentileses que le diesen caza, sus probabilidades eran completamente nulas. Asimismo, volver a la avanzadilla con Ren muerto era algo que había que descartar. Tyzack habría ejecutado a Cyric allí mismo. Por consiguiente, dado que la misión en la sierra era una situación abocada al fracaso, el ladrón sabía que tenía que encontrar la forma de dar la vuelta a la situación y ponerla a su favor.
Slater miró el suelo, a menos de dos metros de ella había caído el pedazo de acero, de unos sesenta centímetros de largo. Miró a Cyric y vio frustración en su rostro, luego se volvió a Ren y dijo:
—Mis más efusivas gracias.
—Estoy aquí para servir —replicó el zhentilés rubio, en voz baja y gutural.
Tyzack estaba mirando al horizonte.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó, visiblemente perturbado.
Ren saltó de su caballo y se agachó para coger tanto su daga como el pedazo de metal en forma de diamante. El hombre recogió su cuchillo pero se oyó un silbido cuando la mano de Ren tocó el trozo de acero. El zhentilés retrocedió y se cogió la mano derecha con la izquierda.
—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡El metal está ardiendo!
—Debe de haber un brujo en todo esto —dijo Tyzack en un susurro a la vez que trataba de recobrar la compostura—. No veo ninguno cerca y no hay nada que hubiese podido lanzar este metal desde la montaña. Está sencillamente demasiado lejos.
El ladrón pensó instintivamente en Medianoche, luego se reprendió a sí mismo ante esa idea estúpida. La maga jamás habría sido tan insensata como para enfrentarse a un regimiento zhentilés de trescientos hombres. Luego al ladrón se le ocurrió otra cosa.
—Si se tratase de la obra de un mago, ello explicaría la luz que hemos visto en la lejanía —observó Cyric en voz alta.
Una sombra pasó súbitamente por encima de las fuerzas zhentilesas y un grito atronador surgió de entre las tropas. Cuando Cyric miró hacia arriba, con la mano puesta sobre la empuñadura de la daga, vio una arremolinada masa de luz centelleante sobre ellos. Cyric entornó los ojos y advirtió que, a pesar de estar mirando directamente al sol, una cortina de esquirlas de acero que colgaba del cielo bloqueaba su visión. Los fragmentos de metal formaban un nubarrón con miles de caras de las cuales salían unos rayos de luz.
—¿Qué es esto? —exclamó Tyzack con voz entrecortada.
El jefe zhentilés, en un intento de llamar la atención de Slater, alargó una mano y le clavó las uñas en el hombro. La amazona se apartó del contacto de Tyzack, después de controlar un deseo vehemente de coger la mano del hombre, arrojarlo de su caballo y degollarlo cuando cayese.
Por el contrario, Slater apartó de un empujón la mano de Tyzack y gritó:
—¡No me toques!
—¡Tyzack! —murmuró Ren, en cuya voz brusca se notaba inquietud—. ¿Cuáles son tus órdenes?
Como una gota de agua desprendiéndose del extremo de un carámbano que hubiese empezado a derretirse, cayó de los cielos una de esas esquirlas de metal. Tyzack apartó la mirada del cielo y se cubrió la parte posterior de la cabeza con los brazos y luego metió el rostro en la crin de su caballo. Se oyó un grito a unos treinta metros detrás del jefe de cabello negro.
—¡Le ha dado a Sykes en la pierna! —gritó alguien.
Los soldados zhentileses habían empezado a romper filas y se estaban dispersando por el campo abierto.
—¡No hay ningún lugar donde esconderse! —exclamó otro hombre, y un murmullo de gritos de terror se elevó de entre las tropas.
Cyric vio que el líder de los zhentileses temblaba de miedo.
—¡Ren tiene razón! —dijo el ladrón cuando Tyzack empezó a levantar despacio la cabeza—. ¡Tienes que dar alguna orden! —exclamó, lleno de desprecio por aquel cobarde.
Tyzack estaba a punto de hablar cuando otro fragmento de metal cayó del cielo, éste volando hacia las primeras filas de la avanzadilla, donde estaban reunidos los Escorpiones. El trozo de metal golpeó a Praxis en el hombro y éste chilló de dolor cuando la afilada punta salió por la parte posterior de su brazo.
—¡Me... me estoy quemando! —gritó Praxis cuando una nube de color negro grisáceo se elevó de la herida. El soldado trató de sacarse el metal, pero el esfuerzo sólo le produjo un dolor todavía mayor.
Cyric y Ren se volvieron para dirigirse al resto del ejército zhentilés. Ambos hombres pidieron calma a gritos, luego miraron a Tyzack, a la espera de que el hombre hablase. La discordia se iba extendiendo por las filas y los jefes trataban de tomar el control de las diferentes facciones dentro del grupo.
—¡Estamos... muertos! —murmuró Tyzack sin dejar de mirar al cielo—. ¡No hay ningún sitio adónde ir!
Cyric hizo que su caballo se colocase junto al de Tyzack. Cogió al hombre de cabello negro por el cuello y lo sacudió con fuerza.
—¡No digas esto! —le dijo el ladrón en un siseo—, perderás el control sobre los hombres. —A Cyric le sorprendió que Ren no hiciese movimiento alguno para detenerlo.
—¡Espadas! —exclamó Tyzack—. ¡Hay muchísimas y cada vez son de mayor tamaño! ¡Mira!
Cyric levantó la mirada y vio que aquella masa de esquirlas estaba transformándose en espadas plateadas que iban descendiendo lentamente.
—¡Huyamos con los caballos! —murmuró Tyzack, con una voz tan suave como la de un niño.
Media docena de fragmentos de metal cayeron del cielo como manzanas maduras de un árbol. Los zhentileses que tenían escudos se debatían para sacar éstos de sus espaldas o de las sillas. Del centro y de la retaguardia de la avanzadilla surgían gritos de confusión.
Cyric miró a Slater.
—¿Qué ha dicho?
Ren miró al ladrón.
—¡Tyzack ha dicho que huyamos con los caballos! ¡Tenemos que llegar a la protección de las montañas del sur antes de que los trozos de metal caigan del cielo! —El guerrero rubio espoleó a su caballo y un numeroso grupo de soldados lo siguió.
La lluvia de esquirlas de metal se intensificó, como si el fondo de la caja enorme e invisible que los contenía se hubiese roto de repente para dejar que los dardos cayesen al suelo. De las filas no salían más que gritos desesperados. Los zhentileses se desplomaban al suelo a puñados y morían o eran heridos gravemente.
—¡Huyamos! —gritó Tyzack, como si hubiese advertido repentinamente el peligro. El hombre de pelo negro clavó las espuelas en los flancos de su caballo y se puso en movimiento.
Al cabo de unos segundos, Cyric estaba a su vez cabalgando a galope en dirección a la estribación rojiza en forma de esqueleto. La sombra causada por la nube de cuchillos era cada vez más profunda y parecía seguir al ejército zhentilés. Los gritos de los zhentileses abatidos por las esquirlas de metal llenaban el aire, y sus chillidos estridentes se abrían paso entre el estruendo que producían cientos de caballos al galope.
Cyric pensó que tenía a los zhentileses a su espalda y, si bien esta idea le hizo gracia, su regocijo no tardó en convertirse en miedo. Se sentía expuesto y mucho más solo delante de la horda de soldados a la carga. Con los hombros rígidos, el ladrón aguzó el oído, atento a todo caballo que estuviese cerca de él, consciente de que en cualquier momento la lluvia de acero podía poner fin a todos sus problemas.
Aunque el ladrón sabía que aquella huida no serviría de nada, se fijó en la montaña. En aquel momento, llamó su atención una de las depresiones que salía de las colinas en forma de esqueleto, pues estaba aumentando de tamaño y su sombra negra como la noche se abría delante de los soldados, como las fauces de un animal hambriento. Las esquirlas de metal abatían cada vez a más jinetes zhentileses. Los más afortunados morían al instante, los más desventurados caían de sus caballos y eran pisoteados por los cascos de los animales de sus compañeros.
Slater seguía cabalgando cerca de Cyric cuando llegaron finalmente a la boca de la depresión, donde se habían refugiado Ren y la mayoría de los zhentileses que lo habían seguido. Los caballos abandonados por los soldados corrían de un lado a otro, en un intento frenético por evitar las candentes piezas de metal. Por el número de caballos heridos o sin jinetes que había a la entrada de la depresión, Cyric calculó que un centenar de hombres debía de haberse refugiado ya en el interior.
Pero dentro de la hondonada de tres metros de anchura, los zhentileses no lo estaban pasando mejor que los que estaban todavía en la llanura.
—¡Esto es absurdo! —exclamó Cyric.
En aquel momento un dardo se clavó en el cuello de su caballo y éste arrojó al ladrón al suelo. Sin embargo, por suerte para Cyric, estaba muy cerca de la depresión y los jinetes que había detrás de él aminoraron el paso, con lo que evitaron pisotearlo. No obstante, la caída dejó momentáneamente aturdido a Cyric.
Antes de que el ladrón tuviese la oportunidad de quejarse, Slater lo cogió por el brazo y ambos se vieron impelidos dentro de la oscura y fría grieta por el flujo de soldados que se apiñaban desesperadamente en la abertura. Una vez en la depresión, Cyric cogió un escudo de madera de un cuerpo pisoteado y se lo puso sobre la cabeza. Slater, más alta que el ladrón, tuvo que agacharse ligeramente para cobijarse junto a él. El ladrón y la amazona estaban rodeados de una caliente y maloliente masa de gente y Cyric maldecía en voz alta cada vez que lo empujaban o tropezaban con él.
—¡No piensan con la cabeza! —gritó el ladrón a Slater, la cual estaba junto a él encogida de miedo y escuchando los frenéticos gritos de los zhentileses y el silbido del metal que caía.
La lluvia de esquirlas de acero seguía cayendo sobre los zhentileses. Las paredes de la depresión ayudaban a frenar los fragmentos de metal; muchos golpeaban primero la roca, luego se abatían con menor fuerza contra los soldados, a quienes quemaban pero no mataban. Pero muchos seguían cayendo directamente en las filas, y los gritos de los moribundos llenaban la depresión de ecos espantosos.
—¡Utilizad los escudos! —empezó a gritar Cyric.
Slater se unió a él y se puso también a gritar, en un intento de que sus voces se oyesen por encima del estruendo. Una docena de soldados con los ojos desorbitados rodearon inmediatamente al ladrón, ansiosos por recibir órdenes. Sin embargo, las palabras de Cyric fueron deslizándose a través del caos de forma tan segura como la punta afilada de una espada a través de un cuerpo sin armadura.
—¡Utilizad los escudos! ¡Si no tenéis escudo, meteos bajo un cadáver!
Más soldados se volvieron hacia Cyric y obedecieron sus órdenes.
—¡Entrelazad los escudos, luego...! —Cyric interrumpió sus gritos cuando un fragmento de metal ardiente atravesó su escudo y se clavó en su brazo. Se oyó un silbido y el hombre de nariz aguileña sintió que se le estaba quemando la piel. Apretó los dientes y se volvió a Slater—. ¡Sujeta el escudo! ¡He sido alcanzado!
La mujer zhentilesa obedeció la orden de Cyric. Mientras el ladrón apartaba el brazo del escudo y retiraba el metal que todavía chisporroteaba, aquel grupo de casi cincuenta soldados con escudos cerraron filas alrededor del ladrón, cerca del centro mismo de la depresión.
—¡Pasad los escudos a los hombres más altos! —gritó Cyric, mientras se protegía la herida con la mano—. ¡Quienes no tengan escudo, que permanezcan agachados debajo!
Las esquirlas de metal seguían cayendo, pero ahora era el ruido de los golpes sobre los escudos lo que resonaba a través de la concavidad, ahogando los gemidos de los heridos y tomando el relevo a los gritos de los moribundos. Naturalmente, de vez en cuando esos fragmentos de acero encontraban los antebrazos carnosos en la superficie inferior de los escudos, pero nadie se quejaba.
Cyric se desgarró la camisa y se vendó provisionalmente el brazo.
—¡Olvidaos del dolor! —gritó—. ¡Por lo menos no estáis muertos! —A continuación se desplazó entre los hombres amontonados lo mejor que pudo para dar órdenes a otro sector de las aterrorizadas tropas, con Slater siempre a su lado—. Los que estáis en el suelo, ayudad a los heridos. Olvidaos de los muertos. ¡Ya no se les puede ayudar! ¡Mantened los escudos altos si queréis seguir con vida! —gritaba Cyric, a la vez que les daba una palmada en la espalda a unos y alentaba a otros a medida que avanzaba entre las filas.
El plan de Cyric estaba dando resultado. Más de cien zhentileses con escudos se apiñaban bajo la red de protección a lo largo de toda la depresión.
En un momento dado, cuando Cyric se sentó a descansar y Slater aprovechó la ocasión para volver a vendarle la herida, ella le preguntó cómo se le había ocurrido que los hombres utilizasen los escudos como si fuesen uno en lugar de hacerlo separadamente.
El ladrón sonrió, o su mueca fue lo más parecido a una sonrisa desde que empezó la lluvia mortal.
—Tomando un castillo por asalto... hace mucho tiempo. Se llamaba «formar una tortuga». Evita que las tropas de uno mueran cuando el enemigo decide arrojar aceite sobre las cabezas o lanzar una lluvia de flechas —Levantó la vista hacia los hombres que sostenían los escudos sobre él—. A decir verdad, es algo bien simple.
—¡Cyric! —llamó una voz baja y gutural que salía de entre los soldados apiñados.
El ladrón se dio la vuelta y vio a Ren arrastrarse en su dirección, sin escudo, la camisa rota y con diversas heridas leves de las que manaba sangre.
—Tyzack ha muerto —dijo el soldado rubio a voz en grito—. El cobarde se ha quedado paralizado cuando la muerte lo miró a los ojos.
Ambos hombres se pusieron en pie y se quedaron mirándose el uno al otro, mientras esperaban que pasara la tormenta. El ruido sordo e uniforme de las esquirlas de acero contra los escudos se fue desvaneciendo finalmente, hasta que cesó del todo. El siseo de los pedazos todavía calientes que chamuscaban los escudos prosiguió, al igual que los murmullos de los hombres y los gritos de los heridos. Muchos de los hombres que sostenían escudos empezaron a bajarlos, pero Cyric les gritó que los mantuviesen en alto hasta que él ordenase lo contrario.
El ladrón se volvió a Ren.
—Si Tyzack ha muerto... —empezó a decir Cyric, con la frente arrugada.
—Entonces tú eres ahora el jefe —dijo Ren, para luego inclinar ligeramente la cabeza—. Yo vivo para servir.
Al ladrón le daba vueltas la cabeza. Lo primero que pensó Cyric fue pasar el mando a otra persona, pero ésta resultaría ser sin lugar a dudas Ren y ello supondría probablemente la muerte de Cyric. Como siempre, el hombre de nariz aguileña estaba seguro de que no tenía elección.
—Pero ¿a quién sirves, Ren?
Éste frunció el entrecejo.
—Como te he dicho, yo vivo para servir. Tú has salvado a los hombres. Tú debes estar a su mando. —El hombre rubio hizo una pausa y se pasó la mano por el rostro, sucio y manchado de sangre—. No hay motivo para que me temas... por lo menos de momento.
El ladrón ignoró el último comentario.
—Quiero ver el cuerpo de Tyzack —dijo Cyric con voz tranquila.
Los dos hombres se abrieron paso entre los hombres que sostenían los escudos. Ren señaló a un hombre muerto que estaba a unos tres metros del último zhentilés con escudo. A pesar de que estaba empezando a oscurecer, Cyric vio que un trozo de metal había atravesado el pecho de Tyzack, muy cerca del corazón. Y el ladrón advirtió algo más. Tyzack tenía la garganta cortada. Mientras se volvía a mirar a Ren, Cyric pensó que los fragmentos de metal no podían haber sido tan eficaces.
El ladrón salió de debajo de los escudos y miró al cielo, ahora vacío. El suelo, a su alrededor, estaba sembrado de pedazos de metal, algunos todavía candentes. Ren siguió a Cyric fuera del tejado de escudos y se reunió con el nuevo jefe de los aproximadamente doscientos soldados zhentileses que habían sobrevivido a la lluvia de la muerte.
—Dime —dijo el ladrón cuando Ren llegó a su altura—, ¿qué horrible secreto guardaba Tyzack para que hayas llegado a matarlo para protegerlo?
El hombre rubio no contestó enseguida, sino que bajó la vista al cuerpo de Tyzack.
—Últimamente estaba loco de inquietud ante la posibilidad de que alguien descubriese lo que había hecho mucho tiempo atrás en un pequeño templo dedicado a Bane al norte de aquí. —El guardia levantó la vista y miró a Cyric—. En sus años jóvenes Tyzack había sido un impetuoso y un idealista y cometió la estupidez de rebelarse contra la Red Negra porque ésta no lo quería aceptar como clérigo. Atacó el templo y asesinó al joven de la organización Zhentarim allí aislado. Si alguien de esta organización hubiese llegado a descubrirlo algún día...
—Habría significado su muerte —terminó el ladrón. Luego se echó a reír—. ¡Tyzack era un estúpido! Lo que hizo, de hecho, podía haberle granjeado la simpatía de alguno de los poderes de Zhentil Keep.
El soldado frunció el entrecejo y bajó la vista. Cyric sonrió y murmuró:
—Ren, yo he hecho cosas peores de las que Tyzack jamás habría siquiera imaginado. Pero tú no tendrás que proteger mis secretos, yo sé cuidar de mí mismo. —La frente del hombre rubio se arrugó todavía más. El ladrón empezó a alejarse de él—. Esperaremos otros veinte minutos, creo que para entonces podremos enviar a nuestros exploradores a hacer un reconocimiento sin peligro. —Cyric hizo una pausa y miró el cuerpo de Tyzack—. Y entonces podrás anunciar que yo soy vuestro nuevo jefe —dijo con orgullo para luego dar media vuelta e ir a reunirse con sus tropas.

10
La huida

—Tienes visita —anunció Varden en un tono suave al entrar en la pequeña habitación donde estaban escondidos Medianoche y sus amigos.
Medianoche, que estaba inclinada sobre su libro de hechizos, colocado sobre un cajón de embalaje astillado, se dio la vuelta y miró a los hombres que estaban en la puerta de la casa donde habían sido acogidos.
—¡Kelemvor! —exclamó. Cuando vio al guerrero aparecer bajo la luz ámbar de la única linterna que iluminaba la estancia, la maga se levantó tan deprisa que estuvo a punto de tirar el libro al suelo—. Tienes un aspecto horrible ¿Cómo has...? —añadió Medianoche, después de fijarse en los grilletes que el guerrero llevaba todavía. Cuando trató de sonreír, sus labios empezaron a temblar.
Pero cuando el guerrero de ojos verdes dio un paso para acercarse a la maga, Varden se interpuso en su camino. El guerrero vio que los otros miembros de la resistencia, la pareja de ancianos dueños de la casa y un soldado sembio de aspecto tosco, se desplazaban para bloquear las salidas de la habitación.
—Según parece, he escapado de unos carceleros para caer en los brazos de otros. ¿Puedo sentarme? —preguntó Kelemvor, señalando con la mano una silla vacía junto a la maga de cabello negro.
Medianoche asintió y se puso a observar al guerrero mientras éste caminaba hasta la silla con pasos cortos que hubieran parecido cómicos de no haber sido por la gravedad de su estado. Medianoche pudo ver, a la vacilante luz de la linterna, las cicatrices, los cortes, los cardenales y las quemaduras que cubrían el cuerpo de Kelemvor. Su ropa convertida en harapos le recordó a Medianoche la primera vez que admitió sus sentimientos para con el guerrero, en los pasadizos del castillo de Kilgrave. El aspecto de Kelemvor en aquella ocasión no era mejor que el de ahora.
Las manos del guerrero temblaban cuando murmuró:
—Hace días que no como. Si me van a torturar, ¿puedo por lo menos comer algo antes?
La anciana pasó por delante de Varden y de Adon para dirigirse a la puerta.
—De todas formas, tengo que ir a ver cómo está Gratus —dijo en un murmullo. Luego salió del cuarto.
—¿Cómo crees tú que nos ha encontrado? —dijo el tosco soldado sembio a Varden.
Kelemvor levantó la cabeza y fulminó al soldado de modales bruscos con la mirada.
—Si quieres saberlo, puedes preguntármelo a mí —se indignó el guerrero—. Oí a mis carceleros que mencionaban este lugar como un posible refugio. Ellos no creían que yo iba a sobrevivir y hablaban delante de mí como si no estuviera presente, igual que estás haciendo tú.
Los demás presentes, Adon incluido, miraron a Kelemvor en silencio, preguntándose cuánta parte de verdad había en las palabras del guerrero. Medianoche, por su parte, no tenía este tipo de dilema con la historia de su enamorado.
—¿Vamos a quitarle los grilletes o no? —exclamó la maga, luego miró a todos y a cada uno de los aliados.
—No podemos hacerlo —murmuró el anciano, a la vez que se pasaba una mano por la calva.
—Tiene razón, Medianoche. ¿Qué prueba tenemos de...? —empezó a decir Varden.
Medianoche se puso de pie y miró a Varden con la cara desencajada.
—¿Qué prueba necesitas? Kelemvor es nuestro aliado..., mi amigo. —La maga hizo una pausa, luego añadió con resolución—: Y si vosotros no se los quitáis, lo haré yo.
—¿No ves que viene directamente de la guarnición de Bane? —dijo el anciano—. ¡Puede haber conducido a los zhentileses hasta nosotros!
El guerrero maldito agachó la cabeza y suspiró.
—No habría tenido necesidad de conducirlos hasta aquí. Saben dónde estáis —dijo Kelemvor en voz baja.
El anciano movió la cabeza y miró a su alrededor.
—¿Por qué, entonces, no nos han atacado? —preguntó sarcásticamente—. ¿Acaso no estamos todavía aquí?
—Escuchadme —dijo Medianoche fríamente antes de que el guerrero tuviese ocasión de hablar—. Quiero que le quitéis los grilletes y quiero que le traigáis comida. Inmediatamente. En caso contrario, lanzaré un hechizo que arrasará todo el edificio.
Hubo un momento de silencio, luego el anciano se levantó y dijo serenamente:
—Tú ganas, maga. Haremos lo que tú dices. Pero no permitiré que vuelvas a amenazarme. No soporto bien las amenazas..., sobre todo de quienes han solicitado asilo en mi casa.
Varden sacó sus ganzúas y abrió los grilletes de los tobillos del guerrero, luego se apresuró a apartarse de él.
—Ahora las manos —le dijo Medianoche al joven ladrón.
Adon levantó una mano para evitar que el ladrón accediese a la petición de Medianoche.
—¿Qué pasará si estás equivocada? —preguntó—. ¿Qué pasará si está aquí para capturarte? —El clérigo desfigurado señaló al guerrero y añadió—: Era nuestro amigo... antes. Pero no sería la primera vez que viene en busca nuestra con una patrulla detrás de él.
La maga de cabello color ala de cuervo guardó silencio un momento, luego se volvió hacia el clérigo.
—Tienes que confiar en mí, Adon. Yo sé que Kelemvor no nos causaría daño. —Cuando el clérigo agachó la cabeza, la maga añadió en voz baja—: Varden, abre los otros grilletes.
Varden se acercó, aunque con el entrecejo fruncido.
—De acuerdo —murmuró el ladrón, e hizo lo que le pedían.
Cuando los grilletes cayeron al suelo, Medianoche suspiró aliviada.
—Ahora quiero que nos dejéis solos un momento —dijo la maga a sus compañeros.
—¡Ni hablar! —exclamó el anciano, pero enseguida comenzó a dar unos pasos arrastrando los pies.
—¡Por favor! —exclamó Medianoche—. Haced lo que os pido y no volveremos a molestaros. Nos marcharemos. Ahora que Kelemvor ha vuelto, nos marcharemos.
—Está bien —refunfuñó el anciano—. Si así lo quieres.
—Es así como tiene que ser —repuso Medianoche, para luego volverse hacia el guerrero.
Adon, Varden, el anciano y el sembio salieron en fila de la habitación.
—Estaremos ahí fuera —dijo Adon mirando a Kelemvor con cara de pocos amigos.
Al poco rato el cuarto estaba despejado y la puerta cerrada.
—¡Oh, Kel! —exclamó Medianoche, cuyas emociones, cuando abrazó al guerrero, amenazaron con apoderarse de ella—. ¡No sabes lo feliz que soy de volver a verte! —Lo besó en la mejilla, luego le apartó el pelo del rostro—. ¿Estás bien?
—Pronto estaré bien —replicó él, luego volvió a sentarse.
Medianoche lo besó en los labios, pero se apartó cuando se dio cuenta de que él no le había devuelto el beso. Algo pasaba.
La maga arrugó las cejas y miró a Kelemvor a los ojos.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué te han hecho? —preguntó Medianoche mientras se apartaba del guerrero.
—Parece obvio —dijo Kelemvor de mal genio a la vez que bajaba la vista a la sangre seca que cubría su ropa. El guerrero se levantó y le dio una patada a las cadenas—. No quiero hablar de ello. Todavía no quiero.
—Tratamos de rescatarte —le explicó Medianoche—. No pudimos entrar en la guarnición. Durrock nos descubrió...
En los ojos de Kelemvor apareció un momentáneo brillo de comprensión.
—Kel, tenía mucho miedo por ti. Por nosotros dos —dijo Medianoche, con las mejillas llenas de lágrimas—. Tenemos que salir de la ciudad.
—Será difícil —observó Kelemvor fríamente, mientras recorría el pequeño cuarto con la mirada. De hecho, miraba cualquier cosa que no fuesen los ojos de la maga.
Medianoche se preguntó por qué Kelemvor se mostraba tan frío y distante. Que estuviese furioso podía ser una explicación, pero no tenía sentido que su ira fuese dirigida contra ella. Quizá se trataba del agotamiento nervioso debido a su reciente encarcelamiento. Lo miró a los ojos y vio que no era ninguna de ambas cosas. Tal vez Varden y Adon tenían razón.
—Algo te ha ocurrido, Kelemvor. Y deberías conocerme lo suficiente como para saber que puedes confiar en mí, sea lo que sea lo que haya ocurrido. —La maga hizo una pausa y miró a la puerta—. Puedes hablar en voz baja si crees que es necesario, si tienes miedo de que te oigan los demás.
—No hay nada que contar —dijo Kelemvor sonriendo débilmente—. Sólo necesito comer. Necesito lavarme las heridas. Te estás dejando llevar por la imaginación.
Medianoche lo miró a los ojos. El guerrero estaba mintiendo.
—Supongo que tienes razón —dijo la maga fríamente, luego le dio la espalda a Kelemvor y añadió—: Varden conoce una forma de salir de la ciudad, pero necesitaremos de tu ayuda. ¿Podemos contar contigo?
Una expresión de perplejidad asomó al rostro del guerrero.
—Por supuesto que os ayudaré.
—¡Entonces, está claro! —exclamó Medianoche, y al punto sacó su daga de la funda— ¡Está claro que nos has traicionado!
Cuando la punta de la daga de Medianoche encontró su garganta con un movimiento rápido y feroz, Kelemvor no se movió. La maga dejó la mano quieta y la punta del cuchillo tocó la carne del guerrero, pero sin desgarrarla.
—Estás encadenado a tu maldición, Kelemvor —dijo la maga entre dientes—. No puedes hacer nada sin la promesa de una recompensa. Sin embargo, cuando te he pedido que nos ayudes a salir de la ciudad, tú no has exigido nada a cambio. ¡Esto significa que alguien te ha pagado ya... para meternos en una trampa!
El guerrero cerró los ojos y respiró hondo.
—Te has equivocado en todo lo que has dicho. Incluso con respecto a la maldición.
—¿Cómo? —exclamó Medianoche, con una expresión de asombro en el rostro—. ¿Te has librado de la maldición? ¿Quién lo ha conseguido?
El guerrero tragó saliva, luego alargó bruscamente la mano, cogió la muñeca de Medianoche y le retorció el brazo hasta que la daga cayó al suelo. Luego Kelemvor hizo dar a Medianoche media vuelta, ésta perdió el equilibrio y Kelemvor le pasó su fuerte brazo alrededor del cuello. Con el brazo libre, Kelemvor aguantó a la maga para que no se cayese y le inmovilizó los brazos contra el cuerpo. Varden y Adon irrumpieron en la habitación.
El ladrón rubio sacó su daga y Adon se apoderó de la maza de guerra que le había dado el anciano cuando llegaron a su casa.
—¡Suéltala, perro zhentilés! —gritó el ladrón.
—No lo haré hasta que haya dicho lo que tengo que decir —dijo el guerrero—. De modo que quedaos donde estáis y escuchad. —Adon dio un paso y Kelemvor apretó a la maga con más fuerza—. Si os acercáis más, le romperé el cuello —mintió el guerrero.
Cuando el ladrón y el clérigo se quedaron quietos, Kelemvor empezó a contar su historia.
—Bane me ha enviado aquí para ganarme vuestra confianza. Tenía que sacaros a todos de esta casa, seducir a Medianoche y llevarla hasta lord Black.
Adon soltó un juramento y escupió a los pies de Kelemvor.
—¿Cuánto te ha pagado, Kel? ¿A cambio de qué has comerciado con nuestras vidas?
Medianoche trató de desasirse, pero Kelemvor volvió a apretarla contra sí.
—Bane me ha librado de la maldición —dijo—, pero yo he mentido a Bane, igual que él me ha mentido a mí. En ningún momento he pensado en entregaros a él. Yo quiero ir a Tantras con vosotros y ayudaros a terminar esta maldita misión... porque sois mis amigos. —El guerrero hizo una pausa y aflojó la presión de su brazo—. Sin pago alguno a cambio. Sólo porque estoy preocupado por vosotros.
Kelemvor soltó a Medianoche y retrocedió. La maga se cayó allí mismo, pero se quedó arrodillada donde había caído, dando la espalda al guerrero.
—Yo quiero creerte, Kel. No sé cómo puedo confiar en ti después de todo lo que ha pasado..., pero confío en ti.
—¡No puedes estar hablando en serio! —exclamó Varden, luego dio un paso en dirección al guerrero—. Iba a matarte.
—No creo —dijo Adon en un tono suave, luego dejó la maza—. Podía haberla matado mucho antes de que nosotros irrumpiésemos en el cuarto, Varden. —El clérigo miró a Kelemvor, que le devolvió la mirada con los ojos arrasados de lágrimas—. Yo sé de sufrimientos, Kel. El mío no es como el tuyo, pero todo aquel que sufre sabe lo que es el deseo de poner fin a ese dolor. —Adon se acercó a Kelemvor y le puso una mano en el hombro—. Quizá yo también habría llegado a mentir a un dios para acabar con el mío.
Para entonces, el soldado sembio y el matrimonio propietario de la casa ya se habían precipitado a la habitación. Se quedaron parados en la puerta y Varden murmuró un juramento y se volvió hacia ellos.
—No pasa nada. Parece que han resuelto sus diferencias sin ayuda de nadie —dijo.
—Bien, cuanto antes os vayáis, mejor —dijo la anciana entrando en la habitación con una bandeja con comida.
Luego, el matrimonio anciano, Varden y el sembio dejaron solos a los héroes.
Medianoche, Adon y Kelemvor estuvieron charlando mientras éste comía. Y, aunque echaban de menos a Cyric, el corto tiempo que los tres héroes pasaron juntos en la casa que les había dado cobijo fue el rato más feliz que habían compartido desde hacía mucho tiempo.
Al cabo de una hora, después de haber recogido sus pertenencias y conseguido caballos, ropa para Kelemvor y provisiones, los héroes se marcharon de la casa. Varden se puso junto a Kelemvor al frente del pequeño grupo. El ladrón sabía cuál era el mejor camino para atravesar la ciudad, pero el guerrero sabía cómo evitar a los zhentileses.
Los héroes ataron a sus caballos a tres manzanas del puerto y siguieron a pie. Echaron un vistazo al puerto y Kelemvor se relajó. A pesar de los zhentileses allí apostados, los astilleros eran tan enormes que era imposible proteger la zona con cierto grado de seguridad. Entre los héroes y el Reina de la Noche, un barco negro de esclavos que los zhentileses utilizaban para transportar carga ilegal y evitar impuestos, había un solo guardia.
—Si queremos escapar al bloqueo, necesitamos un barco rápido y potente —dijo Varden mientras examinaban la galera negrera—. ¿Qué mejor que uno de los mejores de Bane?
En la proa, un hombretón medio desnudo de brillante pelo rubio estaba encadenado a un poste y soportaba los azotes del látigo del capitán de la galera. El esclavo echaba maldiciones y amenazas a su verdugo y los héroes pudieron ver el rostro del esclavo por un momento. Al hombre le faltaba un ojo, como si se lo hubiesen sacado en el curso de una pelea.
—¿Has tenido bastante? —gritó el capitán de la galera después de bajar el látigo.
—¡Suéltame! —gimió el esclavo—. ¡Te arrancaré los brazos de los hombros y te azotaré con ellos! Luego te arrancaré la cabeza y...
Furioso, el capitán volvió a emprenderla con el látigo. Las amenazas del esclavo no cesaron. El capitán vestido de negro azotó al esclavo hasta que éste se desplomó sobre sus rodillas con la cabeza colgando hacia atrás y una expresión vaga en su único ojo.
—Bjorn el Tuerto se vengará —murmuró el esclavo antes de perder el conocimiento.
—Llevadlo abajo —ordenó el capitán de la galera a uno de los tres zhentileses que había en la proa—. Reanudaremos nuestra... conversación cuando vuelva de la ciudad. Voy a buscar una moza que me alivie la tensión.
Los guardias se rieron y asintieron, luego se llevaron al esclavo a rastras.
En el muelle, Kelemvor se dirigió a Medianoche.
—Quizá tú podrías...
La maga fulminó al guerrero con la mirada.
—Aunque fingiese ser una puta, no serviría de nada. Estos hombres tienen mi descripción y descubrirían el engaño al cabo de un segundo.
—Por aquí cerca, sólo hay un lugar adonde puede ir el capitán de la galera y el dueño es amigo mío —dijo Varden en voz baja—. Podemos cogerlo cuando esté dentro.
Kelemvor observó cómo el capitán de la galera, un hombre bajo, de fuerte constitución y con un espeso y negro bigote, salía del barco y se acercaba al único guardia que había cerca de los héroes.
—Deberíamos tenderle una emboscada en las sombras y evitarnos así la molestia de tener que ir hasta allí —propuso Adon con voz tranquila, luego levantó ligeramente la maza de guerra para poner énfasis a sus palabras.
La sugerencia de Adon sorprendió a Kelemvor.
—Yo estoy de acuerdo —dijo el guerrero sonriendo al clérigo—. Pero sólo si se presenta la ocasión mientras lo seguimos a ese establecimiento del amigo de Varden.
Los héroes intentaron seguir al capitán de la galera, pero el hombre corpulento tomó unas calles densamente vigiladas por patrullas. Al cabo de unos minutos, lo habían perdido.
—No importa —murmuró Varden cuando los héroes se ocultaron en una callejuela oscura—. Iba en dirección a la taberna Becerro Cebado, como yo había pensado que haría.
El ladrón conocía un atajo y los héroes no tardaron en llegar a una calle oscura y sucia adonde daba la puerta trasera de la taberna.
—Esperad aquí —susurró Varden. El ladrón se dirigió a la parte frontal de la taberna y se metió en ella.
Unos minutos después, se abrió la puerta posterior de la taberna y apareció Varden, destacando contra la luz y sonriendo de oreja a oreja.
—¡Buenas noches y bienvenidos al Becerro Cebado! —anunció el ladrón con orgullo, para luego hacer entrar a los héroes—. ¿Puedo ofreceros algo?
Kelemvor dejó pasar a sus aliados y luego cerró la puerta. La habitación en la que entraron era muy pequeña y estaba decorada con unos hermosos y abigarrados velos que colgaban de varios puntos de la pared y del techo. Unas linternas iluminaban el cuarto y unas sombras azuladas y rojas bailaban sobre los rostros de los héroes. Una cama, una mesa y unas cuantas sillas completaban el mobiliario.
—El capitán de la galera se llama Otto —informó Varden—. Mi novia lo traerá aquí de un momento a otro. —Se volvió a Kelemvor, que había cogido una pequeña silla—. Vigila y no le des a la muchacha.
Medianoche se echó a reír.
—¿Te vas a casar?
Varden se encogió de hombros.
—He estado haciéndole promesas a esa muchacha para lograr que no ponga objeciones a mis planes disparatados... como éste. —Se detuvo y sonrió—. Además, su padre es el dueño de la taberna. Su familia tiene dinero.
Se oyó un ruido al otro lado de la puerta y desde su posición junto a ésta, Kelemvor exigió silencio con un gesto. Los otros héroes se agazaparon al otro lado de la puerta, fuera del campo de visión de cualquiera que fuese a entrar. El olor a licor malo entró en la habitación antes que el capitán de la galera y, cuando se abrió la puerta, se oyó ruido de fiesta procedente de la sala.
Otto, el capitán de la galera, entró dando traspiés en el cuarto del brazo de una hermosa mujer de rasgos maravillosos. Vestía una túnica dorada que llevaba ceñida y resaltaba su perfecta figura. Su cabello era del color de la miel, a juego con su ropa. Brillaban en sus dedos, cuello y muñecas collares, pulseras y anillos. Había cautivado completamente la atención del capitán.
Kelemvor hizo una mueca. La mujer estaba en la parte de la puerta donde se hallaba él, pero cuando entró en el cuarto, lanzó un grito, tropezó y se cayó hacia delante. El capitán de la galera se inclinó instintivamente y Kelemvor le estrelló la silla en la cabeza. Varden cerró la puerta con llave.
—Quiero un anillo y una ceremonia —le dijo la mujer de pelo dorado a Varden—. Se acabó eso de entrar a hurtadillas en medio de la noche. ¡Ah, y quiero casarme en la casa de los Archivos! ¿Me has comprendido, Varden?
El ladrón abrió la boca.
—Además, ni hablar de seguir robando. Nunca has conseguido convencerme de que sea una forma loable de ganarse la vida. Yo pensaba que podrías aprender con papá y luego...
—¡Cállate y bésame! —dijo Varden, luego la agarró por la muñeca, tiró de ella y la estrechó contra sí. Sus labios se encontraron y el beso duró lo suficiente para que Kelemvor tuviese tiempo de arrastrar a Otto hasta la cama e instalarlo en ella.
La novia de Varden suspiró.
—Yo pensaba que iba a tener que hablar de nuestros viejos tiempos antes de que tuvieses ganas de hacerlo.
Varden sonrió satisfecho y se volvió a los héroes.
—Os presento a Liane.
Ésta se inclinó ligeramente, luego miró a Otto.
—¿Qué vais a hacer con él?
—La pregunta, amor mío es, ¿qué vamos a hacer con él? —dijo Varden.
Adon observaba a los enamorados en silencio. Hubo un tiempo, no hacía mucho, en que él había interpretado el papel de Varden: el enamorado, el insensato. Liane se fijó en el clérigo y se estremeció cuando vio la cicatriz que cruzaba su rostro. Adon se había acostumbrado a esta reacción, pero un ligero escalofrío recorrió su columna vertebral. Se volvió para abrir la puerta y cerciorarse de que el callejón estaba vacío.
Veinte minutos después, Varden y Liane arrastraban al capitán de vuelta al barco. El guardia se acercó y el capitán murmuró algo incoherente. Del hombre salió el aliento que olía a vino barato.
—Ha empinado un poco el codo —dijo Varden, lo bastante alto como para que los héroes pudiesen oírlo desde su escondite a unos metros de distancia.
El guardia se rió, hizo unas cuantas bromas de mal gusto e indicó al trío que siguiese.
—¡Oye, eres una cosita preciosa! —comentó el grosero guardia del puerto a Liane cuando advirtió que la mujer lo miraba con una sonrisa maliciosa—. Si entras en ese barco, no volveré a verte. ¡Todos esos refinados jóvenes de a bordo no te dejarán salir nunca!
Después de dejar a Varden debatiéndose para aguantar a Otto, Liane se acercó con mucha parsimonia al guardia.
—¿Qué otras alternativas tengo? —preguntó Liane mientras daba vueltas alrededor del guardia.
El hombre se volvió para seguir a Liane con los ojos y, cuando estuvo de espaldas a la pasarela del barco, Kelemvor y los demás salieron de las sombras y corrieron a ayudar a Varden con Otto. Liane echó la cabeza hacia atrás y se pasó las manos por el pelo, después las fue bajando lentamente por su suave y exquisito cuello para luego dejar que las manos se juntasen y siguiesen una línea recta hasta el fajín de su cintura.
El guardia suspiró.
Al cabo de un rato, Varden y los héroes ya habían subido a Otto a bordo del Reina de la Noche. La maga, Kelemvor y Adon se escondieron cuando Varden dijo en voz alta:
—¡Hermosa dama, se está poniendo un poco pesado y tú eres el botín que ha ido a buscar a tierra, no yo, un humilde servidor!
Kelemvor movió la cabeza ante la exagerada actuación del ladrón.
En la pasarela, Liane se despidió del guardia y le prometió visitarlo cuando volviese del barco. Mientras se dirigía a la galera, trató de parecer tranquila y despreocupada, si bien no dejaron de temblarle las manos.
Los héroes arrastraron al capitán de la galera por las sombras hasta la bodega, donde estaban los esclavos. Bjorn el Tuerto estaba sentado en su sitio y no paraba de maldecir entre dientes. De pronto, el cuerpo del capitán de la galera cayó delante del esclavo y éste estuvo a punto de saltar en su asiento. Kelemvor sonrió al esclavo y abrió la chaqueta del capitán para dejar al descubierto un enorme manojo de llaves que el hombre llevaba sujeto a la cintura.
—¡Apuesto a que es algo que no esperabas ver esta noche! —observó Kelemvor con tono gentil mientras arrancaba las llaves del capitán quejumbroso y se las entregaba a Bjorn.
—Era un amo cruel —comentó uno de los esclavos desde las sombras de la bodega—. Nos pegaba..., nos azotaba... sin razón alguna.
—¡Nadie escapaba a su castigo! —exclamó otro esclavo.
El flujo de condenas aumentó, pero los gritos cesaron bruscamente cuando se oyó el chasquido agudo y metálico que produjo Bjorn al abrir sus grilletes. El hombre se levantó, un poco inseguro al principio, pero erguido y orgulloso. De hecho el esclavo dominaba a los héroes en altura.
Bjorn cogió al capitán de la galera por el pelo y lo obligó a mirarlo.
—¿Te acuerdas de la promesa que te hice hace un rato sobre lo que iba a hacer con tus brazos y tus piernas? —preguntó el esclavo. Luego cogió una abrazadera metálica y la colocó alrededor del cuello de Otto—. Sigue pensando en ello. —El hombre tuerto se volvió a los héroes—. ¿Habéis venido a liberarnos? ¿Por qué? ¿Qué queréis a cambio?
El guerrero sonrió y se acarició el pelo.
—Que nos llevéis sanos y salvos a Tantras. Luego el barco será vuestro —contestó Kelemvor.
Bjorn escudriñó al guerrero con su único ojo bueno. Una sonrisa fue iluminando su rostro y lanzó el manojo de llaves al siguiente esclavo.
—Un trato justo —decidió Bjorn, luego miró al considerable grupo de esclavos—. ¿Qué decís vosotros?
Mientras los esclavos se iban desprendiendo, uno a uno, de los grilletes, se produjo un gran alborozo. La bodega se llenó de gritos de lealtad para con el nuevo capitán del Reina de la Noche, Bjorn el Tuerto.
—¿Quién de vosotros quiere volver a ver las estrellas? —preguntó Bjorn. Los esclavos lanzaron gritos de aprobación.
Momentos después, la pequeña escaramuza que se produjo en el Reina de la Noche entre los esclavos liberados y los pocos marineros zhentileses que había aún en el barco no escapó a la atención del guardia del puerto. Cuando los zhentileses empezaban a ser arrojados por la borda, se oyó la voz de alarma.
En el barco, Kelemvor vio que Adon estaba golpeando a un zhentilés con su maza de guerra. El soldado seguía con vida y el clérigo se disponía a volver a golpearlo cuando Kelemvor levantó la mano.
—Deberíamos dejar algunos como rehenes. ¡Quizá tenga alguna información que nos pueda servir! —ordenó Kelemvor, bajando la mano del clérigo.
—En ese caso, será mejor que metamos a los prisioneros a buen recaudo en la bodega —indicó el clérigo.
Adon miró en dirección al puerto e hizo una mueca. Había sonado la alarma y unos cuantos soldados corrían hacia el barco.
—Habría apostado a que eran menos perspicaces —comentó Kelemvor, luego se volvió a Bjorn—. ¡Haced lo que tengáis que hacer! ¡Pero sacadnos de aquí!
La batalla con los pocos zhentileses que habían subido a bordo de la galera fue muy corta. A pesar de su entrenamiento y de sus armas de mejor calidad, los zhentileses no pudieron compensar el gran número de esclavos que los esperaban a bordo del barco.
Cuando la lucha terminó, Bjorn ya había ordenado a tantos esclavos como pudo que tomasen posiciones en los remos. El hombre tuerto era ahora el capitán de la galera. El rítmico son de los cabrestantes llenó el espacio y el Reina de la Noche no tardó en levar anclas y apartarse del muelle.
Poco después de haber dejado el puerto, Medianoche fue corriendo en busca de Kelemvor.
—¡Mira aquello! —exclamó, señalando la ciudad de Valle del Barranco.
Dos de los barcos de Bane habían salido en persecución de la galera capturada.
—¡Estupendo! —exclamó Bjorn cuando le dieron la noticia—. Esos perros no nos han dado elección. ¡Volveremos y lucharemos!
No había pasado mucho rato, cuando el barco bullía de actividad y el Reina de la Noche volvía para interceptar al barco zhentilés que estaba más cerca. Las catapultas de cubierta fueron cargadas con todo aquello que los hombres pudieron encontrar, incluidos los cadáveres de los zhentileses que no habían sido todavía arrojados por la borda.
Cuando el Reina se fue acercando y Kelemvor oyó los gritos procedentes del barco enemigo, comprendió que los zhentileses no estaban preparados para aquella batalla. La mayoría de la tripulación estaba probablemente en tierra de permiso, celebrando la caída de la ciudad Valle del Barranco con la tripulación del Reina de la Noche y el resto de las fuerzas de Bane.
—¡Avante con el espolón! —gritó Bjorn, en cuyo ojo sano había un brillo de demencia.
Los barcos colisionaron y se abrió un boquete en el lateral del barco zhentilés que los perseguía. El Reina de la Noche se apartó y el segundo barco zhentilés se dirigió a recoger a los supervivientes. Momento que aprovechó el Reina para adentrarse en el estrecho del Dragón. Pero antes de que la galera pudiera poner una distancia de diez nudos entre ella y el otro barco zhentilés, se oyó un grito en el puente. Kelemvor levantó la vista y vio una espantosa forma flotando en el aire sobre la galera.
Kelemvor tuvo la sensación de que se le helaba la sangre cuando cayó en la cuenta de que Bane podía haber descubierto su traición. Sejanus había escapado a los juegos de armaduras animadas y estaba ahora sentado sobre su monstruoso corcel, dispuesto a atacar a la galera. Las bolas del asesino giraban en el aire. El guerrero miró hacia la proa y vio a Medianoche a punto de lanzar un hechizo.
—¡Sal de ahí! —gritó Kelemvor, pero era demasiado tarde.
Las bolas volaban ya por el aire. Unos segundos bastarían para que aquella arma mortal envolviera el torso de Medianoche y la arrojara por la borda al agua. Sejanus tendría por fin a su prisionera.
De repente, apareció Varden junto a la maga y la echó a un lado de un empujón. Las bolas se envolvieron alrededor del cuello del ladrón y Medianoche oyó un ruido seco y espantoso cuando se rompió el cuello de su amigo. Varden cayó por la borda, ya muerto.
—¡No! —gritó Medianoche.
Acudió a su mente el recuerdo de Cyric arrastrado por la corriente del Ashaba. Volvió a levantar las manos. Sus dedos se movieron vertiginosamente como el azogue y el ensalmo salió de sus labios tan atropelladamente que sonaba a un galimatías.
El asesino frenó a su caballo volador y se quedó suspendido en el aire un instante, consciente de pronto de la envergadura de su error. Una espiral de luz saltó de las manos de Medianoche y se estrelló contra el agua que había bajo Sejanus. Éste se asombró al descubrir que el hechizo no le había causado ningún daño. Cualquiera que fuese el sortilegio que hubiese intentado lanzar la maga, no había dado resultado. Después de ordenar a su caballo que descendiese hacia su presa, el asesino cargó contra el Reina de la Noche.
Pero, mientras Sejanus cabalgaba por el aire, con el corcel que montaba dejando ardientes pisadas en el cielo, surgió del agua verdosa que rodeaba la galera un grupo de tentáculos negros y enormes. Después de sacar un cuchillo de su bota, el asesino miró hacia abajo y vio aquel horrible espectáculo. Docenas de patas babosas que no dejaban de retorcerse se elevaban hacia él y se enredaban en las patas de la bestia.
Sejanus pensó que aquello no era más que una ilusión, que aquella ficción no podía causarle daño.
Se equivocaba.
Los tentáculos agarraron al asesino y a su caballo y los fueron arrastrando cuidadosa y metódicamente. Cuando la última pata negra se hundió en el estrecho del Dragón, Medianoche sufrió un colapso. Los pocos fragmentos de la armadura de Sejanus que se habían quedado flotando un momento después de caer al agua se hundían ahora bajo las olas ensangrentadas.
Transcurrieron varias horas y Medianoche seguía sin hablar. Le habían comunicado a Liane la muerte de Varden y también ella se encerró en sí misma. A mediodía del día siguiente, Medianoche se reunió con Kelemvor en los alojamientos privados que Bjorn había destinado a sus huéspedes.
La maga estaba todavía muy conmocionada.
—¿Cómo pude hacerlo? —preguntó cuando entró en la cabina.
—Se merecía morir —repuso Kelemvor con voz fría e indiferente—. Un asesino no tiene remordimientos. No le importa el dolor que causa a quienes deja detrás de sí. Has hecho un favor a los Reinos.
—No me refería a eso —dijo Medianoche—. Sino al hechizo que utilicé. Tenía que haber sido un hechizo de bola de fuego. Eso fue todo lo que tuve tiempo de aprender mientras estuvimos refugiados en aquella casa. Pero ha salido otra cosa. Algo completamente distinto.
Kelemvor se encogió de hombros.
—La magia es inestable, ¿acaso no lo recuerdas? Ambos lo sabemos.
Medianoche sacudió la cabeza, en un intento de apartar unas preguntas no deseadas que habían ido naciendo en su mente desde el incidente.
—¿Se trata sólo de eso? —preguntó la maga.
Kelemvor advirtió la aprensión en la voz de su amada.
—Sí —la tranquilizó—. ¿Qué otra cosa podía haber sido?
Medianoche se estremeció.
—Basta de charla —dijo ella para luego estrecharse en un abrazo—. Hemos estado separados demasiado tiempo como para pasarnos el día hablando.
Kelemvor la besó, luego sonrió.
—Ya te dije que algún día tendríamos tiempo para nosotros —le recordó en tono cariñoso.
Los enamorados no salieron de la cabina hasta el día siguiente. En cubierta, vieron a Adon hablando con Liane. El clérigo desfigurado tenía una reconfortante mano sobre la espalda de la mujer y le señalaba el mar. Liane olió la flor que tenía fuertemente agarrada entre las manos, luego se inclinó sobre la barandilla y miró al este, hacia Valle del Barranco y el lugar donde se había hundido el cuerpo de Varden.
—Te perdono —dijo en voz baja, luego arrojó la flor a las aguas del estrecho del Dragón.

11
Tantras

Bane estaba furioso. La noticia del secuestro del Reina de la Noche y la huida de Medianoche de la ciudad Valle del Barranco lo había puesto en tal estado de ánimo que se negó a hablar con nadie en todo el día. Ahora, sentado en sus aposentos de la ciudad Valle del Barranco, el dios caído murmuraba y maldecía a solas.
De pronto se abrieron las puertas de su aposento y entró la hechicera Tarana Lyr. La excéntrica rubia babeaba prácticamente de excitación.
—¿Por qué me molestas cuando he dado órdenes estrictas de que quería estar solo? —gritó Bane con los puños apretados.
La hechicera respiró hondo.
—Hay un hombre que desea veros, lord Bane. Está esperando fuera.
—¿Un hombre? —preguntó Bane colérico—. ¿No es un dios?
La rubia hechicera miró a lord Black con una expresión de perplejidad.
—¿Un dios, lord Bane?
El dios de la Lucha cerró los ojos en un intento de controlar su ira.
—La presencia de otro dios es lo único que habría justificado que interrumpieses mi meditación. No las súplicas de un mortal.
—Creo que a este mortal lo recibiréis —dijo Tarana suavemente. La hechicera se balanceaba de atrás adelante y de adelante atrás sobre los talones.
Bane se agarró a los brazos del trono e hizo una mueca antes de decir:
—No me fío de ti, maga, pero hazlo pasar.
Tarana Lyr atravesó la estancia y abrió la puerta de par en par.
—Te recibirá ahora —anunció con voz dulce desde la puerta.
Un hombre moreno y delgado entró en la estancia y la hechicera cerró suavemente la puerta detrás de él.
Bane dio un respingo y saltó del trono, consciente, repentina y alarmantemente de que Fzoul había vuelto a tomar posesión de su cuerpo.
—¡Tú! —gritó el sacerdote, furioso, y el recuerdo de Cyric lanzando una flecha al hombre pelirrojo en el puente Ashaba acudió a la mente que compartía con el dios de la Lucha. La cólera del sacerdote había hecho que la conciencia de lord Bane se retirase a lo más recóndito de su ser. Fzoul tendió la mano a la hechicera—. ¡Dame tu daga!
Cyric se quedó paralizado y en su frente apareció una fina película de sudor.
—Lord Bane, debéis escucharme...
Fzoul cogió el arma de manos de Tarana y avanzó hacia el ladrón.
—¡Nada de Bane, imbécil! Hoy será Fzoul Chembryl quien derrame tu sangre.
El ladrón de nariz aguileña se alejó del sacerdote pelirrojo retrocediendo. Pero no había mucho espacio para maniobrar en aquella habitación y un solo paso en falso podía significar la muerte. Cyric no podía arriesgarse a sacar un arma. Si mataba a la mutación de Bane, la explosión podía arrasar toda la ciudad portuaria de Valle del Barranco... o el dios caído podía escoger su cuerpo como avatar. Peor todavía, la rubia hechicera, sin dejar de sonreír, estaba canturreando y parecía estar preparándose para lanzar un hechizo.
El sacerdote pelirrojo hizo una finta a la izquierda, luego desplazó el cuerpo a la derecha y se abalanzó sobre Cyric. Ambos hombres cayeron al suelo. El ladrón se golpeó la cabeza en la caída y Fzoul dirigió la daga al ojo derecho de Cyric, pero luego se detuvo. Los ojos del sacerdote se volvieron rojos y Bane, sin dejar de mirar a los ojos de Cyric, desorbitados por el terror, se puso a sonreír.
—A veces la cólera de Fzoul me sorprende —dijo lord Black con mucha naturalidad mientras se apartaba del ladrón y devolvía la daga a la hechicera—. Tiene una capacidad para odiar superior a la mayoría de los dioses. Exceptuándome a mí, claro.
—No vale la pena enojarse, lord Bane —dijo Cyric mientras se ponía de pie.
Bane dio la espalda a Cyric y subió al trono.
—No esperaba verte, ladrón —observó el dios de la Lucha—. Mis asesinos me informaron de que estabas muerto. Claro que mis asesinos no son muy de fiar últimamente.
Cyric movió la cabeza y en su rostro apareció una expresión de perplejidad.
—¡Un momento! ¿Qué le ha pasado a Fzoul? —quiso saber Cyric, todavía aturdido.
Después de arrellanarse en el trono, el dios se echó a reír y se dio una palmada en la frente.
—El sacerdote se debate para liberarse... aquí. Hemos hecho un trato, ¿sabes? Él hace algunas cosas para mí y yo le dejo despotricar contra su suerte y maldecir al mundo. A veces pierde los estribos. —Lord Black hizo una corta pausa, luego sonrió—. Algún día será castigado.
Bane se puso a mirar a la pared y estuvo un momento escuchando los gritos de venganza de Fzoul. Cuando se volvió de nuevo al ladrón, la sonrisa de su rostro había desaparecido.
—Veo que llevas mis colores, Cyric.
Éste bajó la vista al uniforme zhentilés que había cogido de la Compañía de los Escorpiones.
—Supongo que sí —repuso Cyric con voz ausente.
—¿Por qué has venido aquí, ladrón? —preguntó gravemente el dios de la lucha—. Deberías saber que todo lo que puedes esperar de mis manos es una muerte lenta y dolorosa. Al fin y al cabo, estás aliado con unas fuerzas que buscan mi destrucción y la caída de mi imperio.
—Ya no es así, lord Bane —negó terminantemente Cyric—. He entrado en Valle del Barranco con una tropa de zhentileses compuesta de doscientos hombres, y todos leales a mi mando.
—Ah, ya veo. —Bane sonrió con disimulo—. Pretendes usurpar mi poder. ¿Debo abdicar ahora mismo, «lord» Cyric?
El ladrón de nariz aguileña permaneció completamente inmóvil, con los brazos en los costados, las manos abiertas y las palmas hacia el dios. La hechicera se acercó a Cyric y entornó los ojos para mirarlo. A continuación empezó a girar en torno al hombre y lo estudió desde todas los puntos estratégicos.
—No tengo intención de desafiaros —dijo Cyric, ignorando a la sonriente loca que seguía dando vueltas a su alrededor—. Deseo ofrecer mis servicios a tu causa.
Una singular carcajada brotó de los labios de lord Black. En su mente, Fzoul estaba gritando.
No puedes confiar en él, gritaba el sacerdote pelirrojo al dios de la Lucha. Nos traicionará. ¡Ese ladrón nos destruirá a ambos!
Bane farfulló una serie de amenazas de terrores imaginarios a fin de ahuyentar a la conciencia de Fzoul. Tu atrevimiento puede hacer que te ponga bajo su mando cuando ya no necesite de tu cuerpo, Fzoul, dijo sarcásticamente el dios caído a la mente de su mutación cuando aquélla se iba retirando.
El dios miró al mortal que estaba delante de él.
—Explícame por qué debo creerte —dijo Bane gruñendo, sin asomo de sonrisa en el rostro—. Tu amigo maldito, Kelemvor, ya ha jugado así conmigo. Hizo un pacto y luego renegó de su acuerdo apenas tuvo la oportunidad. ¿Qué garantía tengo yo de que tú no vas a hacer lo mismo?
Cyric dio un respingo cuando oyó el nombre del guerrero. Quizás, a pesar de todo lo que había ocurrido, sus antiguos aliados estaban todavía con vida. Se apresuró, sin embargo, a apartar de su mente a Medianoche y a Kelemvor y se concentró en la pregunta de lord Black. La respuesta era bastante obvia.
—Ninguna —contestó el ladrón con voz firme.
Bane levantó una ceja.
—Por lo menos eres sincero. —El dios de la Lucha hizo una pausa, luego se levantó—. Dame alguna prueba de que apoyas mi causa. Háblame de la maga.
Cyric se puso a contarle a lord Black mas de lo que nunca hubiese pensado que contaría. Informó a Bane de casi todo lo que había ocurrido desde que conoció a Medianoche en la ciudad amurallada de Arabel hasta que se separó en el Ashaba.
—Estoy intrigado —dijo Bane, sin dejar de pasearse de arriba abajo delante del trono—. No sé por qué, pero creo que me estás diciendo la verdad.
—Y así es —le dijo Cyric al dios—. He superado muchas pruebas sin perder la vida para ofrecer mis servicios a tu causa. El ladrón sonrió y explicó seguidamente la complicada serie de engaños que lo habían mantenido con vida desde que Yarbro y Mikkel lo encontraron en la orilla del Ashaba hasta el presente. Tarana estaba junto al ladrón con los brazos cruzados sobre el pecho y se abrazaba fuertemente mientras Cyric relataba de forma natural todos aquellos incidentes de sangre y de violencia.
Cuando Cyric dio por terminada su sangrienta historia, Bane movió la cabeza.
—En las últimas semanas has traicionado todo aquello que antes apreciabas. ¿Qué puedo ofrecerte yo que tanto ansíes?
—Poder —espetó Cyric, con un énfasis algo excesivo—. El poder de hacer que un imperio se tambalee en un solo día.
Los labios de lord Black temblaron de satisfacción.
—Ladrón, tus palabras parecen más las de un rival que las de un aliado.
Cyric dio un paso en dirección al trono.
—Los Reinos son muy vastos, lord Black. Cuando los hayáis conquistado en su totalidad, estaréis sin duda en disposición de destinarme un pequeño reino. Al fin y al cabo, un verdadero dios no puede tomarse la molestia de atender las insignificantes operaciones cotidianas de todo un mundo. —El ladrón hizo una pausa y se acercó otro paso al dios de la Lucha—. Dadme un reino para gobernar.
Lord Black estaba atónito.
—Tienes un pico de oro, Cyric. A pesar de que ello resultaría divertido, quizá no debería desperdiciar tu talento matándote aquí mismo. —Bane indicó a la hechicera con un gesto que se acercase. Ella se había retirado a un rincón cerca de la puerta—. Que liberen a Durrock de sus tormentos y lo traigan aquí. Vamos a darle al ladrón una oportunidad para que se ahorque solito.
Después de hacer una reverencia, Tarana salió de la estancia.
Cuando ella se marchó, Bane se acercó al ladrón.
—Ahora que mi loca ayudante se ha marchado, dime, ¿hay algo sobre la maga que no me hayas dicho?
Un nombre acudió a la mente de Cyric. El verdadero nombre de Medianoche. Estuvo a punto de decirlo, pero lo pensó mejor. Con aquella información, lord Black podía apoderarse del alma de la maga en un instante y Cyric no estaba convencido de que ello fuese conveniente. Por lo menos, de momento.
—No —contestó Cyric mirando a los ojos del dios—. Nada.
La puerta de la habitación se abrió y Durrock, encadenado, fue llevado ante lord Black. Cyric retrocedió al ver el rostro desfigurado del asesino. Luego se dio cuenta de que las cicatrices de quemaduras eran muy antiguas. Sin embargo, algunas de las cicatrices de su cuerpo eran recientes.
—Hoy estoy de un humor indulgente, Durrock. Estoy seguro de que no durará mucho —dijo Bane al asesino, luego regresó al trono—. Tengo un trabajo para ti, asesino. Irás a Tantras con este ladrón y espiarás a sus antiguos aliados. Tú los conoces muy bien, puesto que los has escoltado hasta la ciudad de Valle del Barranco.
Durrock se puso rígido y agachó la cabeza. Antes de que el asesino se humillase, Cyric vio un intenso odio brillar en los ojos de Durrock.
—Como ya te he dicho con anterioridad —continuó Bane—, no quiero que la maga muera. El clérigo me es indiferente. En cuanto al guerrero, Kelemvor Lyonsbane, quiero que su cabeza esté adornando una de las entradas de este edificio lo antes posible. ¿He hablado con suficiente claridad? —preguntó Bane en un tono áspero y desabrido.
—Sí, lord Bane —contestó Durrock, con una voz que era más bien un gruñido.
—¿Tú tienes alguna pregunta? —dijo Bane cuando vio que Cyric no contestaba.
El ladrón hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, miró a Durrock y luego de nuevo a Bane.
—¿Qué hacemos si descubren el lugar donde está el... objeto del que hemos hablado? ¿Qué hacemos si tratan de llevárselo de Tantras?
Bane frunció el entrecejo y se agarró con fuerza al trono.
—En ese caso, Cyric, tendrán que morir todos.
Dos días habían transcurrido desde que los héroes abandonaron el puerto de Valle del Barranco en la galera secuestrada. Durante la noche, un punto brillante en el horizonte había indicado la localización de la ciudad adonde se dirigía el Reina de la Noche. Nadie se explicaba la causa de aquella luz misteriosa, pero a medida que el barco se acercaba a la ciudad, el brillo se fue intensificando.
Aparte de aquella luz extraña, el viaje por el estrecho del Dragón transcurrió sin incidentes, los esclavos se paseaban por turnos por cubierta y gozaban de la sensación del calor del sol en sus rostros. Adon, como siempre, seguía encerrado en sí mismo. Medianoche repartía su tiempo entre largas horas con su libro de hechizos y maravillosos y tiernos momentos de amor con Kelemvor.
Después de la huida de Valle del Barranco, el guerrero se mostraba relajado como Medianoche jamás lo había visto, si bien de vez en cuando le preocupaba que la maldición no hubiera desaparecido para siempre. A pesar de que la maga también se sentía feliz, se preguntaba inconscientemente si Kelemvor no sería más feliz volviendo a la vida aventurera, quizás incluso navegando con Bjorn y su tripulación. Asimismo, se preguntaba si el guerrero deseaba seguir aquel camino en lugar de ir a arriesgar su vida en Tantras. Esta pregunta no tardó en empezar a atormentar a Medianoche. Unas circunstancias parecidas habían roto el vínculo que unía a los enamorados en el valle de las Sombras y ella no quería que se repitiese la misma historia.
Finalmente, un día, horas después del desayuno y cuando estaban cerca de la borda, contemplando las olas que tenían delante y la oscura y abrupta línea de la costa a la que se acercaban a gran velocidad, decidió abordar la cuestión con Kelemvor.
—Voy a ir contigo —le dijo Kelemvor con toda sencillez—. No tengo otro destino que permanecer a tu lado. —Al cabo de un rato, miró a la maga con expresión grave—. Por tu parte, creo que tienes un gran destino, un camino que te han trazado los propios dioses.
—Pero Kelemvor, ¿acaso seguir mi camino y dejarte llevar por el cumplimiento de mi destino, no es otra maldición? —preguntó sombríamente Medianoche—. Vas a tener menos control sobre tu vida que antes.
El guerrero la tomó en sus brazos y la besó.
Antes de darse cuenta siquiera de lo que iba a decir, las siguientes palabras escaparon dulcemente de los labios de Medianoche:
—Te quiero.
—Y yo a ti —susurró Kelemvor, y volvió a besarla. Los enamorados permanecieron un momento el uno en brazos del otro—. No tardaremos mucho en llegar a tierra —dijo por fin el guerrero de los ojos verdes, y suspiró—. Debemos avisar a Adon. —Los enamorados, cogidos del brazo, se alejaron de la proa.
Diez minutos después, Medianoche y Kelemvor encontraron a Adon en el puente. Bjorn y Liane se reunieron con ellos. Se divisaba Tantras en la lejanía.
—No es tan grande como Valle del Barranco, pero no es muy diferente —dijo Bjorn a los héroes—. ¿Estáis seguros de que no preferís ir a Ciudad Viva?
—Tenemos un trabajo que hacer en Tantras —dijo Adon, cuyos ojos se fueron apagando mientras hablaba.
Una hora después, el Reina de la Noche entraba en el puerto de Tantras. El cabo de una rocosa estribación se adentraba en el estrecho del Dragón y formaba una elevada pared natural con una gran hendidura en su centro; el barco se dirigió hacia esta abertura situada en la parte sur de la pared. Unas grandes catapultas guardaban el puerto desde distintas posiciones situadas a lo largo de la parte interior. El puerto estaba a rebosar de barcos y los vigías indicaron al Reina de la Noche que izase su bandera.
—¡Parada inmediata! —ordenó Bjorn, luego se volvió a los héroes—. No tenemos ninguna bandera para izar, por consiguiente no podemos acercarnos más. Vosotros podéis coger uno de los botes de remos y llegar a la orilla. No se preocuparán de nosotros cuando vean que baja alguien y entonces daremos media vuelta.
—Me parece bien —dijo Kelemvor, y le dio una palmada en la espalda al capitán.
Cada uno de los héroes llevaba una bolsa de viaje bien provista y éstas estaban llenas de oro procedente de las arcas del barco zhentilés, deferencia de Bjorn y su tripulación. Los héroes bajaron por la escala de cuerda hasta uno de los botes. Mientras se instalaba en él, Medianoche parecía nerviosa y no dejaba de mirar hacia tierra. Kelemvor comprendió que recordaba sus muchos accidentes casi fatales en el Ashaba y le cubrió una mano con la suya.
—Yo remaré —dijo Adon en un tono que no dejaba lugar a réplica alguna, y dejó así a los enamorados tranquilos .
El clérigo soltó las amarras que sujetaban el bote y luego levantó la vista al Reina de la Noche, donde el capitán se despedía de ellos con la mano. Adon empezó a guiar el pequeño bote hacia Tantras.
—Si nos hubiésemos quedado con Bjorn, los tres habríamos podido empezar de nuevo —dijo Medianoche viendo cómo se alejaba la galera secuestrada.
—Lo dudo —repuso Kelemvor—. Dentro del reducido espacio de un barco, al cabo de una semana nos estaríamos peleando y, al cabo de un mes, habríamos llegado a las manos.
—¿Tan poca confianza tienes en nuestra relación? —preguntó Medianoche sinceramente sorprendida.
—En absoluto —contestó el guerrero, para luego pasarle un brazo por la cintura—. Pero ambos necesitamos algo de peligro en el aire y espacios abiertos por donde vagar, ¿no es así? Hace que la vida sea un poco más excitante.
Medianoche lanzó una corta, aguda y amarga carcajada.
—He hablado con los dioses y he visto cómo se destruían entre sí, he sido juzgada por el asesinato del mago más poderoso de los valles y sentenciada a muerte. Estuve a punto de ahogarme en el Ashaba y los soldados de un dios chalado me han perseguido como a un perro. Sea o no el destino, un poco de aburrimiento no me vendría nada mal en estos momentos.
Cuando el bote llegó a cien metros del puerto, los guardias señalaron a los héroes una pequeña bahía que había cerca del extremo norte del puerto. Una reducida delegación de hombres, que incluía dos soldados armados con espadas y arcos con el símbolo de Torm —un guantelete de metal— recibió a los héroes cuando éstos saltaron de la embarcación y la amarraron.
—Por favor, exponed el asunto que os ha traído aquí —les dijo el hombre de mediana edad que encabezaba la delegación y en cuyo rostro aparecía una expresión de aburrimiento.
Medianoche explicó todo lo que les había sucedido en la ciudad de Valle del Barranco. Omitió, sin embargo, el verdadero propósito de su viaje a Tantras.
—Si habéis hecho de lord Black un enemigo vuestro, todo Tantras es ahora vuestro aliado. Me llamo Faulkner —les dijo el hombre de mediana edad con sincera alegría.
Mientras se dirigían al muelle, Kelemvor se volvió a Faulkner y le preguntó:
—¿De dónde viene esa extraña luz que aparece en el cielo por la noche en estos contornos? ¡Empezamos a verla desde el barco cuando acabábamos de atravesar la mitad del estrecho del Dragón!
—¿Por la noche? —preguntó Faulkner, y lanzó un bufido—. La noche ya no cae sobre Tantras desde el día del Advenimiento, cuando acudió lord Torm, el dios de la Lealtad.
—¿No tenéis noche? Debe de ser bastante desconcertante —murmuró Kelemvor.
—Tantras es la ciudad de la eterna luz —añadió Faulkner, encogiéndose de hombros—. Nuestro dios nos marca las horas del día; pone lealtad en nuestros corazones y razón en nuestras mentes. No hay nada desconcertante en todo esto.
Medianoche advirtió que Adon estaba temblando ligeramente. Fuese miedo o rabia lo que se encerraba dentro del joven desfigurado, era evidente que las palabras de Faulkner lo habían trastornado. El clérigo se alejó de la delegación en silencio.
—Debéis excusar a Adon —les explicó Medianoche desesperada, en cuya voz era evidente el miedo de insultar a los soldados.
Uno de los miembros de la delegación empezó a seguir al clérigo.
—No hay que preocuparse —le dijo un soldado llamado Sian. Se trataba de un joven con cejas muy pobladas y cabello rizado y negro—. Está bastante claro que vuestro amigo era clérigo. ¿Desde cuándo ha perdido su sendero?
Mientras seguían lentamente los pasos de Adon por el muelle, Medianoche explicó cómo Adon había sido desfigurado a manos de los adoradores de Gond en Tilverton y cómo había perdido la fe en sí mismo y en la diosa de la Belleza, a quien había venerado la mayor parte de sus pocos años de vida.
Sian asintió.
—Son muchos los que han perdido la fe desde que los dioses viven en Faerun y no en las Esferas. Quizá tu amigo encuentre la paz que tanto necesita en esta ciudad justa y buena.
A través de la talega, Medianoche notaba la esfera de detección de Elminster apoyada contra su espalda.
—Me temo que no vamos a tener mucho tiempo para descansar —dijo en voz baja, para luego encaminarse con Kelemvor y la delegación al edificio principal del puerto de Tantras. Adon los esperaba allí con el guardia.
Durante las horas siguientes, los héroes compraron ropa nueva y se informaron sobre el trazado de la ciudad. Tantras, al igual que la mayoría de las ciudades, estaba protegida por una muralla. En su caso, la muralla rodeaba la gran ciudad portuaria y se extendía formando un tortuoso sendero hasta la orilla rocosa. Una serie de torres ocupaba la estribación norte, donde estaba localizada la ciudadela de Tantras. El templo de Torm —el foco de atención de la ciudad desde la llegada del propio dios— estaba situado en la zona norte de la ciudad y la mayoría de las calles que llevaban a él eran muy empinadas. En el extremo sur de la ciudad había un alto campanario, junto a un recinto militar, y marcaba los límites de los civiles. En la zona había varios templos abandonados, y un lugar sagrado dedicado a Mystra en el sur, cerca del campanario.
—Aparte de estos puntos destacados, Tantras no tiene nada de excepcional —concluyó Sian.
—Yo no diría tal cosa —observó Adon con cierta suspicacia en la voz—. Parece como si se estuviese preparando para la guerra.
Sian entornó los ojos y se quedó mirando al clérigo.
—Acabáis de llegar de Valle del Barranco, ¿no es así? Tenemos varios informes que confirman lo que nos habéis contado sobre el estado de la ciudad. Si Zhentil Keep y lord Bane están tratando de anexionar nuevos territorios y extender su maligno imperio, ¿qué te hace pensar que se conformarán con controlar la mitad del estrecho del Dragón?
—No era más que un comentario —replicó Adon fríamente—. Además, yo pensaba que contabais con la protección de vuestro Torm.
—La ciudad no fue construida con la idea de tener una divinidad viviendo aquí —explicó Sian—. La llegada de Torm es relativamente reciente. La presencia de un dios debería suponer un freno para el enemigo, pero, a pesar de ello, la población está preparada para luchar.
—He advertido varios campos de refugiados en la zona —observó Medianoche, a fin de cambiar de tema.
—El caos existente en los Reinos ha hecho que algunos de nuestros vecinos buscasen protección en nuestra ciudad —repuso Sian—. Otros se han ido al sur, al peñasco del Cuervo, o al norte, a Calaunt. Hlintar ha quedado prácticamente desierta desde que un huracán sobrenatural arrasó la ciudad y desenterró las tumbas de los miles de antiguos habitantes de la ciudad. Los esqueletos cobraron vida y ahora la muerte gobierna la ciudad.
Minutos después, los héroes estaban solos en una avenida paralela al puerto que luego se extendía hacia el sur, hacia los barrios comerciales. Los héroes pasaron por delante de un grupo de mimos y artistas ambulantes que representaron fragmentos de media docena de historias que iban desde la comedia atrevida e irreverente a la tragedia. Los héroes trataron de ignorar a los artistas, pero tuvieron que contribuir con unas cuantas monedas de oro para que éstos los dejasen seguir su camino.
Las calles estaban también atestadas de vendedores ambulantes que pregonaban sus mercancías a voz en grito. A juzgar por el aspecto de la mayoría de los vendedores, el caos de los Reinos estaba afectando a los negocios en sumo grado. Kelemvor se limitó a curiosear. Medianoche, sin embargo, encontró una nueva trenza para su pelo. Mientras, Adon se dirigió a un puesto de comidas al aire libre.
El clérigo estaba degustando una extraña combinación de pan, filetes de carne y una salsa roja y picante coronada de pimienta negra molida.
—Delicioso —le dijo el clérigo al dueño del establecimiento; luego pasó la escudilla de madera a Kelemvor, el cual también probó la comida.
—Hay una posada a unas manzanas de aquí que tenía el rótulo de habitaciones disponibles esta mañana —les dijo el dueño del establecimiento a los héroes—. Deberíais ir antes de que se ocupen las habitaciones.
El clérigo pagó la comida y agradeció al dueño la información. Luego los héroes partieron en busca de la posada. Después de haberse perdido tres veces en las tortuosas calles de la ciudad y de recibir unas indicaciones que sólo lograron adentrarlos más en el intrincado laberinto, los héroes encontraron la posada Luna Perezosa. Cuando entraron, un joven con traje rojo y ribetes dorados se presentó ante los héroes.
—¿Cuánto tiempo pensáis quedaros? —preguntó el muchacho, con voz fría y profesional.
—Todavía no lo sabemos, pero esto debería cubrir los gastos de nuestra estancia —dijo Kelemvor, a la vez que metía unas monedas de oro en la mano del muchacho—. Necesitamos dos habitaciones. Por lo menos hasta finales de semana.
La arquitectura de la posada era simple, tenía una amplia taberna, una cocina y un almacén en la planta baja, y habitaciones de huéspedes en los dos pisos superiores. En un rincón, junto al muchacho, alguien había dejado un escudo con el símbolo de Torm.
El joven insistió en llevar las bolsas de viaje de los héroes, si bien tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener el equilibrio mientras conducía a Kelemvor, a Medianoche y a Adon a través de una escalera de caracol hasta el segundo piso de la posada. Una vez que se retiró el muchacho y echaron un vistazo a sus habitaciones, los héroes se encontraron en la taberna. Todavía no era la hora de cenar y, por consiguiente, había pocos clientes.
—Aquí estamos —dijo Kelemvor—. ¡Tantras! —El guerrero dejó escapar un profundo suspiro—. Medianoche, ¿cómo vamos a reconocer esa tabla? No, más importante todavía, ¿qué vamos a hacer cuando la hayamos encontrado?
—Si la encontramos —dijo Adon, pesimista, tamborileando con los dedos sobre la mesa sucia y grasienta.
—La encontraremos —afirmó Medianoche, para luego volverse y mirar al clérigo—. La esfera de detección que nos dio Lhaeo se romperá cuando esté cerca de un gran poder mágico, como esta Tabla del Destino que ha desaparecido. —La maga hizo una pausa y se volvió a Kelemvor—. En cuanto a su aspecto, el mensaje último que me transmitió Mystra en el castillo de Kilgrave contenía una imagen de las Tablas. Están hechas de arcilla y apenas tienen sesenta centímetros de altura. En su superficie hay unas runas de unos intensos colores azul y blanco. Irradian una magia de gran poder.
—Pero no se puede confiar en la magia —se lamentó Kelemvor, para luego indicar a la camarera que le llevase una cerveza—. ¿Quién puede decir si esa esfera va siquiera a funcionar? ¿Y dónde vamos a buscar? No podemos cubrir todos los centímetros cuadrados de la ciudad nosotros solos. Es demasiado grande. —El guerrero de ojos verdes frunció el entrecejo y apartó la mirada de sus amigos—. Además, debemos tener en cuenta que Bane no dejará de mandar a sus agentes en nuestra busca. Su gente puede incluso llevarse la tabla antes de que podamos encontrarla.
Medianoche se pasó las manos por el rostro y miró en dirección a la puerta abierta de la posada. La maravillosa luz del sol que brillaba en el exterior no había cambiado desde su llegada.
—Si es cierto lo que nos han dicho los hombres que nos han recibido en el puerto, podremos buscar a la luz del día y ello es un factor negativo para la mayoría de los agentes de Bane.
La camarera se acercó con la cerveza del guerrero y los héroes guardaron silencio hasta que la bonita muchacha se alejó. Sin embargo, apenas ella se alejó, Kelemvor dio un puñetazo en la mesa y clamó con decisión:
—No podemos empezar la búsqueda sin dormir un poco. ¿O quieres dejar abierta la posibilidad de que te cojan porque estás demasiado cansada para defenderte adecuadamente? Necesitamos un plan, mejor que andar buscando por la ciudad a la buena de Dios hasta encontrar la maldita tabla.
—¿Qué sugieres tú, entonces? —preguntó Medianoche, en cuyo tono sombrío se adivinaba su cansancio anímico.
El guerrero suspiró y cerró los ojos.
—En primer lugar, debemos separarnos —aseguró Kelemvor—. De esta forma podremos cubrir mucho más terreno.
La maga movió la cabeza.
—Contamos con un solo objeto capaz de localizar la Tabla. Si yo me llevo la esfera, ¿qué esperáis conseguir con vuestros propios medios?
Kelemvor ignoró el tono irritado de la voz de Medianoche y trató de sosegarse.
—Intenté que Bane me dijese dónde estaba escondida la Tabla del Destino. No me lo dijo directamente, pero comentó que había que «tener fe». En aquel momento no le di mayor importancia, pero podría ser una pista importante.
Adon tuvo una idea y sonrió.
—Los templos —dijo—. Bane podía haber estado jugando con la palabra «fe». Ello no es algo insólito para un dios en los tiempos que corren. —Adon se pasó la mano por la cicatriz—. Y Faulkner dijo que hay varios templos abandonados en la ciudad. La Tabla del Destino puede estar en uno de ellos.
—Bien, por lo menos tenemos por donde empezar —le dijo Medianoche a Adon, luego se volvió al guerrero—. En cuanto a tu otra pregunta, Kel, sólo hay una cosa que podamos hacer con la Tabla del Destino cuando la encontremos. Elminster explicó que hay Escaleras Celestiales, es decir, accesos a las Esferas, dispersas por Faerun. Sólo los dioses o los magos de la categoría de Elminster pueden verlas y tocarlas. Un mortal puede tropezar con una de esas escaleras y ni siquiera percatarse de que está ahí. —Medianoche hizo una pausa para cuidar lo que iba a añadir—. Yo he visto dos Escaleras Celestiales y creo que deberíamos llevar la Tabla del Destino a uno de esos accesos a las Esferas y entregársela a Helm. Pero, primero, uno de nosotros debe conseguir una audiencia con Torm. Él sabrá dónde se encuentra la escalera más próxima. —La maga volvió a hacer una pausa y puso una mano sobre el hombro de Adon—. Tú deberías encargarte de ello, dada tu experiencia como clérigo...
Adon se levantó de un salto y su silla se cayó por detrás de él.
—¡No lo haré! —gritó. Los pocos clientes de la taberna se volvieron a mirarlo—. ¡Yo no puedo hablar con un dios!
Unos murmullos se elevaron en la sala y Medianoche hizo de tripas corazón ante el aspecto de niño asustado que mostraba el clérigo.
—Tienes que hacerlo —dijo la maga de negro cabello—. Kelemvor tiene que buscar la forma más segura de que podamos salir rápidamente de Tantras... apenas hayamos encontrado la tabla.
El guerrero tomó su cerveza y bebió.
—Sí. Pongamos por caso que la Escalera Celestial está lejos de la ciudad. Si no es así, mejor que mejor, pero tenemos que estar preparados para cualquier eventualidad.
El clérigo se puso lívido y sus manos temblaron como las hojas. Sin embargo, cuando vio que los clientes de la taberna lo estaban observando, levantó la silla y volvió a sentarse a la mesa.
—Mi intención es la de devolver la Tabla del Destino a las Esferas —dijo Medianoche con una resolución que asustó a Kelemvor, si bien no podía decir la razón—. Es la única posibilidad que tenemos de poner fin a la locura que se ha extendido por Faerun. En cuanto a nuestros planes inmediatos, deberíamos empezar por buscar sin pérdida de tiempo y volver a encontrarnos aquí dentro de dos días.
—Hay una cosa que has pasado por alto —observó Adon en voz baja y temblorosa y cubriéndose el rostro con las manos.
—¿De qué se trata? —preguntó Medianoche.
—Hay dos Tablas del Destino —contestó Adon, preocupado.
—¿Qué pasará cuando te presentes ante el dios de los Guardianes con una sola y él quiera saber qué has hecho con la otra?
—Le explicaré la verdad —repuso Medianoche serena y llanamente—. No hay ninguna razón para que Helm quiera hacerme daño.
Adon lanzó una risita tensa y nerviosa.
—Es extraño —comentó el clérigo desfigurado—. Recuerdo a Mystra cuando trataba de hacer lo que tú estás proponiendo... antes de que Helm acabara con ella. —Adon se levantó y dejó a sus compañeros para ir a meditar sobre la cuestión a solas en su habitación.
También Medianoche y Kelemvor se levantaron de la mesa para volver a sus habitaciones. Los héroes habían llegado al pie de la escalera cuando un juglar con la barba blanca y un arpa entró en la posada Luna Perezosa y se dirigió al mostrador.
—Aquí no hacemos caridad —gruñó el posadero con un claro deje de suficiencia—. Si lo que estás buscando es alojamiento gratis, avisaré al asilo de los pobres.
Los héroes empezaron a subir las escaleras y el juglar los estuvo observando hasta que se perdieron de vista. Sólo entonces el hombre de barba blanca prestó atención al posadero.
—¡Tengo dinero y muy poca paciencia! —repuso el juglar, a la vez que abría la mano y mostraba un puñado de monedas de oro.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —preguntó el posadero, después de estirar la espalda cuanto pudo, en un tono cortés muy diferente al usado antes.
El juglar frunció profundamente el entrecejo.
—No necesito alojamiento. Necesito información. ¿Qué me puedes decir sobre la pareja que acaba de subir la escalera?
El posadero miró a su alrededor asegurándose que nadie estaba escuchando.
—Eso depende del valor que tenga para ti —susurró en un tono malicioso.
—Tiene muchísimo valor —dijo el juglar mientras agitaba el puñado de monedas y miraba hacia la escalera, donde se habían detenido los héroes. El juglar dejó de sonreír—. Más de lo que tú puedas llegar a imaginar.
Con los dedos cortando ávidamente el aire, el posadero sonrió.
—Yo tengo mucha imaginación.
—Cuéntamelo todo, entonces —dijo el juglar, muy meloso a la vez que tendía el oro al posadero—. Pues no queda tiempo y yo tengo mucho que aprender...

12
Los templos y el campanario

Los héroes se despidieron a la puerta de la posada Luna Perezosa. Medianoche besó a Kelemvor por quinta y última vez y luego le apartó cariñosamente el pelo del rostro. Desde que se había librado de la maldición, los fuertes y altaneros rasgos del guerrero se habían relajado mucho, sin embargo, aquel día aparecían enturbiados por una sombra de preocupación y de duda.
—Quizá sería preferible no separarnos —le dijo Kelemvor a la maga—. No me gusta pensar que tu vida puede estar en peligro...
La maga puso sus dedos sobre los labios de Kelemvor y repuso con voz sosegada:
—Todos vamos a correr riesgos. Nuestra única posibilidad de salvación está en encontrar lo que hemos venido a buscar y marcharnos lo antes posible. Ya sabes que de esta forma podemos abarcar más y llevar a cabo nuestra misión con mayor celeridad.
El guerrero cubrió la mano de la maga con la suya.
—Sí —murmuró, y besó sus dedos—. Ten cuidado.
—¿Y tú, precisamente tú, me dices que tenga cuidado? —preguntó Medianoche en tono sarcástico. Luego le dio una palmada al guerrero en la mejilla, se despidió de Adon y se alejó de la posada Luna Perezosa.
Caminó dos manzanas en dirección sur hasta que llegó a un edificio de piedra gris de una planta donde parecía no haber ventanas. Sobre la puerta medio rota había un rótulo que decía: Casa de los Indigentes.
La maga empujó la puerta entreabierta, pero no se abrió. Primero pensó que estaría simplemente trabada, pero a través de las rendijas vio un brazo de hombre al otro lado en el suelo. Del interior del edificio llegó a ella un suave quejido y Medianoche empujó la puerta con más fuerza. El deslizarse de un cuerpo por el suelo estimuló sus esfuerzos. Cuando la puerta se abrió lo suficiente, Medianoche se introdujo en el oscuro edificio.
Un puñado de antorchas dentro de unos apliques de metal sujetos a las columnas principales iluminaban la Casa de los Indigentes. Había una docena de camas metálicas, desprovistas de mantas, diseminadas por la sala y más de sesenta hombres, mujeres y niños se apiñaban en aquella habitación que ocupaba la mayor parte del edificio de unos cuarenta metros cuadrados. Varios voluntarios se desplazaban entre los pobres, los desamparados y los enfermos llevándoles comida desde una cocina abierta que había en la parte posterior.
Medianoche bajó la mirada y vio al hombre que estaba tumbado detrás de la puerta. Debía de tener unos cincuenta años y llevaba una túnica que podía haber pertenecido a un guardia, sólo que ahora había agujeros donde antaño habría podido haber emblemas oficiales. De sus pies colgaban unas sandalias hechas con tiras gastadas de cuero y se apretaba el pecho con las manos.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó dulcemente Medianoche después de acercarse al hombre y agacharse junto a él.
El hombre, de pronto, se puso a repartir golpes con una agilidad sorprendente. Medianoche cayó hacia atrás y evitó así los manotazos. Advirtió que el hombre tenía un clavo oxidado en la mano. La maga fue retrocediendo para ponerse fuera del alcance del pobre hombre; pero él no intentó golpearla de nuevo, se limitó a estrechar el clavo contra su pecho y a mirar fijamente el suelo.
Medianoche notó que unas manos la agarraban por los brazos y trataban de ayudarla a ponerse de pie. La maga se volvió y vio a una mujer de mediana edad y a un muchacho que podía ser su hijo. Ambos iban vestidos con las mismas túnicas limpias y blancas que llevaban los demás voluntarios.
—¿Qué has venido a hacer aquí? —preguntó la mujer en tono un poco brusco y con los brazos cruzados a la altura del pecho.
—Necesito un guía que me acompañe a una visita por la ciudad —explicó Medianoche después de ponerse de pie—. He pensado que quizás...
—Has pensado que aquí podrías encontrar empleados baratos —repuso la mujer—. El gobierno tiene una oficina para contratar mercenarios en la calle Escarpada. Será mejor que te dirijas allí.
Medianoche frunció el entrecejo.
—Yo pensaba que podría encontrar aquí a algún vecino de la ciudad que conociese mejor sus tradiciones y costumbres que uno de esos aburridos empleados del gobierno. —Hizo una pausa y señaló la sala llena de indigentes—. Asimismo, quería ayudar.
—¿Quieres que se organice un motín? —dijo la mujer en voz baja—. Como se te ocurra ofrecer oro aquí, se matarán unos a otros por él. Vete.
—¡Espera! ¡Yo lo haré! —dijo el muchacho cuando Medianoche se disponía a marcharse—. Yo trabajo para el gobierno de la ciudad cuando no estoy aquí, a pesar de que se queda con una buena parte de lo que gano. ¿Crees que podríamos llegar a un acuerdo sin la intervención de terceros?
—Me parece una idea estupenda —contestó Medianoche mirando al excitado muchacho con los ojos entornados—. Siempre y cuando tengas en cuenta que una parte del acuerdo consiste en no acribillarme a preguntas durante el camino.
—¡Está bien! —dijo el muchacho con fingida indignación y los ojos abiertos de par en par. No tendría más de dieciséis años, pero era alto y fuerte, de pelo negro y rizado que le llegaba a los hombros—. Quieres soledad, ¿eh? No tengo inconveniente, siempre y cuando el pago sea sustancioso.
Medianoche sonrió y el muchacho se dirigió a la mujer de mediana edad.
—¿Puedes prescindir de mí, madre? —preguntó casi jadeando de entusiasmo.
—¿Prescindir de ti? ¡Cómo si fuera la primera vez! —repuso ella—. ¡Vete con viento fresco! Si viene algún hombre de la ciudad preguntando por ti, le diré que has ido a visitar a tu tía la loca, la de la rama mala de la familia.
Medianoche y el muchacho estaban en la calle unos minutos después.
—Por cierto —dijo el muchacho alegremente—, me llamo Quillian. Tú no me has dicho cómo te llamas.
—Tienes razón —contestó Medianoche.
Quillian lanzó un silbido.
—Bien, si no quieres decirme tu nombre, ¿te parece bien que te llame «señora»?
Medianoche suspiró.
—En estas circunstancias, sí. Pero recuerda nuestro acuerdo. Soy yo quien hace las preguntas.
Una sonrisa maliciosa apareció en una comisura de la boca del muchacho.
—Apuesto a que eres una ladrona, que has venido a robar descaradamente a la ciudad.
Medianoche se detuvo y miró al muchacho de cabello negro. Su cólera era evidente.
—Sólo estaba bromeando —se apresuró a decir Quillian, a la vez que levantaba una mano en un intento de detener la reprimenda de la maga—. Calladito —añadió volviendo a ponerse en movimiento—. Si fueses una ladrona, no me importaría ayudarte. Esta ciudad me ha robado descaradamente toda mi vida.
Medianoche sacudió la cabeza.
—Eres muy joven para estar tan resentido.
—La edad no tiene nada que ver con esto —observó Quillian con amargura—. Ya has visto en qué condiciones está el asilo de los pobres. Si mi padre no hubiese muerto como un héroe de guerra y nos hubiese dejado una pensión, mi madre y yo estaríamos viviendo en ese agujero inmundo, no seríamos unos simples voluntarios.
La maga imaginó a Quillian vestido con harapos como un mendigo y con el brillo de sus ojos ahogado por el hambre y la necesidad. La maga frunció el entrecejo y apartó estos pensamientos de su mente.
—No soy una ladrona, pero te pagaré bien. Tú limítate a hacer tu trabajo y no surgirán problemas entre nosotros.
Quillian sonrió y se apartó un mechón de pelo de los ojos.
—¿Por dónde quieres empezar? —preguntó.
—¿Qué te parece si empezamos por los templos de la ciudad? —contestó Medianoche en el tono de voz más indiferente que pudo—. Por cualquier lugar de culto que tú conozcas.
—Esto es muy fácil —repuso Quillian—. Empecemos por el templo de Torm. Es precisamente...
—En mi opinión, ese templo puedo encontrarlo sin necesidad de un guía —le dijo la maga al muchacho, a la vez que señalaba los hermosos capiteles que se veían al norte.
Una expresión de turbación apareció en el rostro de Quillian.
—Un argumento convincente —dijo el muchacho moreno en tono sumiso—. Vayamos al mercado, pues. Está cerca y allí hubo en su tiempo una pequeña casa de adoración.
Caminaron un rato en silencio. A medida que Medianoche y Quillian se iban acercando al mercado, crecía la multitud. La maga no tardó en oler a comida y en escuchar el regateo de los transeúntes y los gritos de los vendedores para atraer a los clientes.
—Un poco más arriba, a la derecha, hay una carnicería —explicó Quillian cuando entraron en la concurrida plaza—. El edificio era un templo a Waukeen, la diosa del Comercio. ¿Has oído hablar de la Doncella de la Libertad?
Medianoche se encogió de hombros.
—Vagamente. Recuerdo algo sobre una mujer de cabellos dorados con unos leones a sus pies.
—Dicen que es así como se aparece cuando está entre nosotros. Yo no la he visto en la ciudad y, por consiguiente, no puedo decirte si ello es cierto o no —dijo el muchacho con un deje de sarcasmo en la voz—. Pero, en cambio, Tantras cuenta con la bendición de lord Torm...
A la maga le sorprendió el sarcasmo del muchacho, sobre todo en comparación con el entusiasmo que había expresado el guardia del muelle ante la presencia de Torm.
—¿No eres seguidor de Torm? —preguntó.
—Normalmente, no. Pero puedo serlo cuando es necesario —contestó Quillian.
Medianoche había advertido cierta irritación en la voz de Quillian cada vez que éste mencionaba al dios del Deber y pensó que sería preferible cambiar de conversación.
—¿Qué puedes decirme sobre el templo de Waukeen? —preguntó.
—Había unas estatuas de Waukeen y sus leones en medio de la plaza. Los tormitas compraron uno de los leones para su nuevo templo. No tengo ni idea de lo que ha ocurrido con las otras estatuas y el resto de los objetos.
Cruzaron la plaza, que estaba de bote en bote y Medianoche se detuvo delante de la carnicería, donde esperó a que la gente fuese saliendo antes de entrar en el concurrido establecimiento. Se volvió a Quillian y le puso una mano en el hombro.
—Espero que el dinero que te pago te haga ser menos veleidoso con el servicio que me estás prestando que con la devoción que sientes por los dioses.
El muchacho no tuvo ocasión de contestar, pues una voz exclamó detrás de ellos:
—¿Veleidoso? Es una palabra que no se oye muy a menudo en Tantras hoy en día. ¡Por lo menos desde que llegó el dios del Deber!
La maga se dio media vuelta y vio a un anciano con melena blanca y exigua barba también blanca. Llevaba una lira cuyas cuerdas rasgaba con una mano, creando así una serie de hermosas notas que se sobreponían a las voces del gentío.
—Veleidoso —repitió el anciano—. Esta palabra me recuerda a una quintilla jocosa que aprendí en Aguas Profundas. ¿Quieres oírla? Te aseguro que contiene un gran significado.
Medianoche se quedó mirando al juglar y escudriñó sus rasgos con mayor atención. Estaba segura de que se parecía a alguien que ella conocía.
El juglar le devolvió la mirada, luego preguntó:
—¿Te encuentras bien? ¿Necesitas un médico? ¿O sería más del agrado de la joven dama una balada o una dulce historia de amor susceptible de calmarle los destrozados nervios? —La voz del juglar era melodiosa y dulce.
La maga meneó la cabeza.
—Te ruego me perdones —dijo en voz baja—. Por un momento me has recordado a alguien.
El juglar se pasó una mano por el pelo, luego sonrió.
—Ah, ¿sí? Es curioso —dijo el anciano lanzando una risita nerviosa, luego se acercó a la maga y le susurró al oído—: Voy a decirte un secretillo. A vosotros, los jóvenes, todos los mendigos ancianos os parecen iguales.
Los ojos del hombre se abrieron repentinamente de par en par llenos de sorpresa.
—¡A tu izquierda, hermosa! —exclamó, y luego señaló su cintura con un dedo huesudo y tembloroso.
Medianoche apartó la mirada del juglar y vio una mano que se acercaba a la bolsa de su dinero con taimada habilidad. Su mano izquierda llegó a la bolsa al mismo tiempo que la mano del ratero. Con el puño de la mano derecha que había apretado simultáneamente, la maga golpeó al aspirante a ladrón en el rostro.
Los brazos del delincuente de barba amarilla se agitaron violentamente cuando cayó hacia atrás sobre dos ancianas y perdió el equilibrio. Medianoche se precipitó hacia el acobardado carterista y Quillian saltó sobre él.
El juglar, por su parte, se limitó a permanecer en silencio y observar.
—¡Hoy no es tu día, pícaro! —exclamó Quillian, mientras clavaba una rodilla en la espalda del ladrón y apretaba con fuerza. A continuación agarró las manos del ratero y se las inmovilizó firmemente en la espalda. Se acercó al oído del ladrón y añadió entre dientes—: ¡Si no quieres convertirte en lisiado, quédate quietecito!
La pelea llegó a su fin cuando un grupo de gente del lugar rodeó a Quillian, al hombre de la barba amarilla y a Medianoche. Los vendedores y los transeúntes gritaban insultos y arrojaban verduras podridas al carterista. Luego un hombre corpulento de rostro colorado y cabello corto y negro con hebras grises —el carnicero propietario del templo renovado— se abrió paso a través del gentío; en la mano llevaba un hacha manchada de sangre.
—¡Pero si es Quillian Dencery! —exclamó el carnicero con auténtica sorpresa—. ¿Qué me has traído hoy, muchacho ?
—Compruébalo por ti mismo —dijo Quillian mientras hurgaba en el fajín del ladrón y sacaba tres monederos.
El carnicero levantó el hacha con la mano derecha.
—¿Puede ser éste el ladrón que ha estado molestando a mis clientes desde hace dos semanas? —El carnicero agarró un mechón de pelo del hombre y lo estiró con fuerza. El ladrón gritó y apretó los dientes, luego hizo un esfuerzo para mirar el rostro quemado por el sol del carnicero—. ¿Sabes cuánto dinero me has costado? Mis clientes de toda la vida tienen miedo de comprar aquí y están regalando su dinero a ese delincuente de Loyan Trey, el del extremo sur de la ciudad.
—¡De acuerdo! —farfulló el ladrón—. Déjame marchar y haré de aquella tienda mi campo de acción. ¡Así tus clientes volverán!
El carnicero sacudió la cabeza.
—No lo creo. —Miró a Quillian—. Muchacho, ponle la mano derecha plana para que pueda darle un buen tajo. ¡Voy a darle una buena lección a este rufián!
—¡Por favor! —rogó el ladrón—. ¡No lo hagas! ¡Te devolveré el dinero y no me verás nunca más por aquí!
—¡Uy! —gritó el carnicero. Quillian apretaba contra el suelo la mano del ladrón, que mantenía los dedos doblados con todas sus fuerzas—. Los de tu calaña son capaces de decir cualquier cosa para conservar el pellejo. Todos los ladrones son iguales. —El carnicero levantó el hacha y los presentes lanzaron un grito, casi al unísono—. Y ahora cierra la boca para que pueda terminar con esto y volver a mi trabajo. Te prometo que será rápido y limpio, si bien no puedo asegurarte que no sientas nada.
—¡Espera! —exclamó Medianoche, y se abalanzó sobre el carnicero.
En medio de los numerosos curiosos, el juglar observaba con creciente expectación. El brazo del carnicero se había levantado ya en el aire y la brillante luz del sol resplandecía en el hacha. La hoja colgaba sobre la muñeca del ladrón, como si la sostuviera un hilo frágil.
—Es a ti a quien quería robar —dijo el carnicero gruñendo y relajándose ligeramente—. ¿No quieres justicia?
La maga permaneció junto al carnicero y murmuró:
—Mira a tu alrededor. Si tan preocupado estás por tu negocio, para un momento y piensa en lo que estás a punto de hacer. ¿Quieres que todos estos elegantes caballeros y estas distinguidas damas recuerden tu tienda como el lugar donde vieron mutilar a un ladrón? —La maga vio que la cólera iba desapareciendo del rostro del carnicero para dar paso a la inquietud—. Cada vez que piensen en ti, lo recordarán. ¿Te seguirán considerando un buen hombre? ¿Un hombre honesto?
El ladrón dejó caer los hombros y escudriñó los rostros de los presentes. Algunos se mostraban expectantes y excitados. La mayoría estaba horrorizada. Prácticamente inadvertido por todos, el juglar sonreía maliciosamente y observaba a la maga. Pero el carnicero comprendió que la maga tenía razón: si atacaba al ladrón, lo perdería todo.
—¡Pero volverá a hacerlo! —protestó mientras bajaba el hacha.
—Claro que volverá a hacerlo —le dijo Medianoche al hombre de rostro colorado—. Es así como se gana la vida. Pero ello no significa que vaya a ser tan estúpido como para volver a acercarse a tu establecimiento. Por poca inteligencia que tenga, hará correr la voz de que tu tienda está estrictamente fuera de los límites de sus colegas. —La maga de cabello negro se volvió al ladrón—. ¿Qué dices tú a esto?
—¡Sí, sí! ¡Haré lo que diga la dama! —farfulló el hombre de barba amarilla.
—¡Entonces, lárgate! —dijo el carnicero, e indicó a Quillian que soltase al ladrón—. ¡Y dile a todos los de la Cofradía de los Ladrones que la tienda de Beardmere está fuera de sus límites!
El juglar se acercó a Medianoche y se puso delante de ella.
—Hermosa dama, voy a escribir una canción en honor a tu sabiduría y tu valor. —Y, antes de que Medianoche tuviese ocasión de contestar, el juglar se dio media vuelta y desapareció entre la muchedumbre.
La actividad no tardó en volver a la normalidad en la plaza del mercado y el carnicero se dirigió a Medianoche.
—Creo que estoy en deuda contigo por tu ayuda —le dijo—. ¿Qué te parece si te proveo durante un mes de las más delicadas carnes de Beardmere?
La maga sonrió.
—Gracias, pero estoy dispuesta a aceptar algo menos costoso —repuso cortésmente la maga—. Soy una erudita y me gustaría saber cómo este antiguo templo dedicado a Waukeen llegó a convertirse en tu carnicería.
—Es muy simple —dijo Beardmere—. El gobierno me vendió el edificio.
En el rostro de la maga apareció una expresión de sorpresa. Era la última respuesta que podía esperar. Sin embargo, Medianoche no tardó en reaccionar de la sorpresa y siguió haciendo preguntas al carnicero.
—¿Dejaron los adoradores de la Doncella de la Libertad libros, u otros objetos?
—¡Ah! —exclamó Beardmere, convencido de que por fin había calado a la inquisitiva maga—. ¿Eres también coleccionista?
Medianoche sonrió cuando vio a Quillian rondar a su alrededor, en un intento evidente de escuchar la conversación.
—Así es —contestó la maga, en un tono de voz algo más elevado de lo necesario. El muchacho de cabello negro se ruborizó y se alejó.
El carnicero asintió y luego acompañó a Medianoche y a Quillian a la parte posterior del antiguo templo, donde había unas cuantas habitaciones convertidas en almacén y oficinas. Llegaron a una escalera, Beardmere tomó una antorcha y condujo a la maga y al joven guía hasta el sótano.
Cuando Medianoche llegó al pie de la escalera y se encontró en una pequeña y sucia habitación llena de objetos procedentes del antiguo templo, lo primero que advirtió fue un intenso olor rancio. Había cajas de embalajes vacías sobre el basto y sucio suelo y por toda la bodega húmeda se amontonaban libros empapados de agua.
—Vendí bastante de lo que quedaba, ¿sabes? —dijo Beardmere, sacándose una tela de araña del rostro—. Pero la mayoría de los objetos carecían de valor para la gente de la ciudad. Habría sido un sacrilegio destruirlos, por supuesto, así que los guardé aquí. Alguien de la ciudad quiso llevárselos, pero yo no lo dejé. No sé por qué, no me pareció correcto.
Medianoche apartó una caja y lanzó un grito ahogado cuando vio delante de ella los ojos de una hermosa mujer de tez pálida. Tardó un momento en comprender que se trataba de la estatua de Waukeen, la diosa del Comercio. Uno de los dos leones que antaño habían adornado su templo yacía a sus pies.
Después de sacar la esfera de detección de su bolsa de viaje, la maga acercó el objeto mágico a las estatuas. No había ninguna razón para creer que Bane hubiera escondido la Tabla del Destino en su forma original. De hecho, era más que probable que las tablas estuviesen cuidadosamente camufladas.
Pero cuando la esfera tocó la estatua, nada sucedió. La maga, ilusionada, buscó metódicamente por todo el sótano, pero cada vez que tocaba un objeto del templo los resultados eran los mismos. La esfera mágica de detección siguió oscura e inmóvil.
Mientras ella se desplazaba por el sótano, Beardmere y Quillian la observaban.
—¿Ves algo que te agrade? —preguntó el carnicero, fascinado por la esfera color ámbar que la maga llevaba en la mano.
Medianoche guardó la esfera y contestó, con evidente desilusión en la voz:
—Me temo que no.
Beardmere asintió.
—¿Qué es exactamente lo que estás buscando?
La maga esbozó una sonrisa forzada.
—No lo sé con exactitud. Pero lo sabré cuando lo encuentre.
Antes de abandonar la tienda, Medianoche agradeció a Beardmere su paciencia. Luego la maga de cabello negro como ala de cuervo y su guía volvieron a ponerse en marcha por las calles de la ciudad.
—¿Qué era esa cosa? —preguntó Quillian Dencery, con marcada indiferencia—. Esa esfera amarillenta que agitabas de un lado al otro. ¿Es mágica?
—Nada de preguntas —repuso Medianoche en un tono severo. Luego se detuvo y cogió al muchacho de cabello negro por el brazo—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que es mejor que no sepas nada? ¿Cuál es nuestro próximo destino?
—Es casi la hora de cenar. Pienso que podríamos ir a la taberna Cosecha Misteriosa y comer algo...
Medianoche apretó más el brazo del muchacho.
—Quillian, por lo que te pago, lo menos que puedo pedir es que me tomes en serio. No tengo intención de vagar a la buena de Dios, visitando tabernas en lugar de...
El muchacho se desasió de la mano de Medianoche.
—¿Sabes? Para ser una erudita, no tienes mucha paciencia.
Medianoche prefirió no contestar.
—Me he enterado de que los adoradores de Bhaal, el señor de los Asesinos, acuden a las salas de juego de la Cosecha Misteriosa cada noche —prosiguió Quillian, a la vez que se frotaba el brazo—. Si lo que estás buscando es algo específico, y creo que así es, no te iría nada mal darte una vuelta por allí.
—Tal vez te he juzgado mal —observó Medianoche con cautela y procurando que su voz no delatase la cólera que sentía. Bhaal era uno de los aliados de Myrkul y Bane había robado las Tablas con la ayuda de Myrkul—. Vamos a la Cosecha Misteriosa.
Después de recorrer tres manzanas hacia el sur, se encaminaron al este para dirigirse a la taberna. Medianoche levantó la vista hacia el rostro cegador del sol, cuya posición no había cambiado desde que llegaron a Tantras. Como le había advertido el guardia del puerto, había luz del día las veinticuatro horas.
La maga centró su atención en la taberna y no le sorprendió descubrir que el edificio cuadrado y de una sola planta estaba pintado de negro con un reborde color rojo como la sangre. Los agentes de lord Black y los adoradores de Bhaal, el dios de los Asesinos, debían de considerar la taberna Cosecha Misteriosa como un lugar grato dentro de aquella ciudad mercantil llena de colorido.
Pero cuando Quillian estaba a punto de abrir la puerta de la taberna, Medianoche se dio cuenta de que iba a cometer una imprudencia entrando en un lugar frecuentado por los aliados del dios de la Lucha.
—He cambiado de opinión —dijo la maga a su guía—. Buscaremos otro sitio para cenar. Si no lo conseguimos en otro lugar, siempre estaremos a tiempo de volver aquí en busca de información.
El muchacho se encogió de hombros y empezó a alejarse.
—Lo que tú digas, señora. Podemos dirigirnos al sur y pasar por las ruinas del templo de Sune de camino a otro sitio donde cenar.
Ante la mención de la diosa de la Belleza, Medianoche se acordó de Adon. Por primera vez desde que salió de la posada Luna Perezosa, la maga se alegraba de haber ido a visitar los templos sin sus amigos.
Quillian llevó a Medianoche a través de algunas callejuelas y, al cabo de diez minutos, estaban ante el templo en ruinas.
—Se quemó hasta los cimientos hace unas semanas —le explicó el muchacho a la maga cuando se detuvieron ante un montón de madera quemada, antes parte de la casa dedicada al culto—. Según los rumores, fueron los propios clérigos quienes incendiaron el lugar, sólo para mortificar a los tormitas. Los sunitas abandonaron la ciudad después del «accidente».
Medianoche se paseó entre los escombros con la esfera de detección, pero el único resultado fue de nuevo la decepción. Al cabo de unos minutos de infructuosa búsqueda, se volvió a Quillian y le preguntó:
—¿Por qué se marcharon los sunitas?
—No lo sé a ciencia cierta —contestó el muchacho de cabello negro—. Pero hay una forma de enterarnos. En muchos círculos se conoce a la posada Curran como la Lengua Larga. Unas cuantas preguntas discretas y te enterarás de lo que quieres saber.
Medianoche sacudió la cabeza.
—¿Otra posada? Sospecho que quieres llevarme allí sólo para que te invite a cenar. —Cuando el muchacho se encogió de hombros, la maga sonrió y añadió—: De acuerdo, vamos a la Lengua Larga.
Quillian llevó a la maga hacia el este, hasta una pequeña posada que estaba a unas cuantas manzanas del puerto. La taberna de la posada estaba de bote en bote y ya desde una manzana antes oyeron risas estridentes. Para conseguir colocarse en la barra, Medianoche tuvo que hacerse sitio entre dos guardias fuera de servicio que llevaban el guantelete de Torm. Quillian se quedó esperando detrás de ella.
La maga se quedó mirando al hombre delgado y de tez oscura que había detrás del mostrador y sonrió. Había transcurrido mucho tiempo desde la época en que viajaba sola y frecuentaba ruidosas y hediondas posadas como aquélla. Y, a pesar de que recordaba todos los puntos de la «etiqueta» que se debía adoptar a fin de que los tipos bastos y groseros aceptasen la compañía de uno, Medianoche sentía algo extraño al utilizarla. Lo que en realidad quería era formular las preguntas, recibir las respuestas adecuadas y seguir su camino. Esta idea le habría asombrado tres meses antes, cuando se consideraba todavía una aventurera «salvaje».
Mientras Medianoche meditaba sobre ello, el posadero puso un codo sobre el mostrador y se inclinó hacia ella. Su aliento fétido y sus ojos inyectados en sangre la sacaron de su ensimismamiento.
—¿Crees que te mataría pedir algo? —preguntó el hombre en tono brusco.
—Ello depende del veneno que trates de hacer pasar por un buena cerveza —repuso Medianoche sin parpadear.
El hombre ladeó ligeramente la cabeza.
—¿Temes que te dé una bebida que te haga sucumbir a mis encantos?
Aunque Medianoche no tardó en descubrir que no había perdido nada de su agudeza, se cansó pronto de aquel jueguecito. Sólo deseaba ponerle fin y limitarse a pedir cierta información, pero la maga sabía que no se enteraría de nada si no alargaba el juego por lo menos un rato.
—Para eso tendría que estar muerta, no borracha.
—¡Oh mortalmente borracha! —intervino articulando con dificultad las palabras uno de los guardias que había a cada lado de Medianoche, luego le dio un ataque de risa incontrolada y tardó un momento en darse cuenta de que era el único que se reía.
Medianoche se rió brevemente antes de decir:
—Dame un doble de lo que él esté tomando. Luego quizá puedas decirme algo.
—Puedo decirte un montón de cosas —dijo el posadero mientras cogía una botella roja de detrás de la barra.
Ambos guardias lanzaron murmullos de aprobación.
—Estoy segura de que así es —dijo Medianoche suspirando—. Pero lo que me interesa es ese edificio quemado que hay a unas cuantas manzanas de aquí. Si no he comprendido mal, era un templo dedicado al culto de Sune. Siento curiosidad por saber por qué los clérigos de Sune abandonaron una ciudad tan hermosa como Tantras. Al fin y al cabo, ellos veneran la belleza.
El posadero, sosteniendo la botella cerca de su pecho, se echó a reír.
—Recuerdo a aquella pandilla. Solían venir aquí con sus trajes y sus modales estrafalarios; hablaban todo el rato como un puñado de malditos poetas. Les permitía la entrada sólo por su dinero.
—Parece que les iba muy bien —observó Medianoche, a la vez que agitaba la mano por encima del mostrador—. Pero sigo sin entender por qué se marcharon de la ciudad.
El posadero lanzó un bufido.
—Supongo que no es fácil competir con un templo cuyo dios reside en él de forma permanente. En cuanto Torm hizo su aparición, se fueron quedando sin público y aquellos adoradores tan estúpidos como para venerar...
Los dos guardias se pusieron súbitamente de pie y tiraron los taburetes al suelo de una patada. Cuando los guardias se levantaron y se quedaron mirando fijamente al posadero, cesó todo alboroto y toda actividad en la posada. El guardia que estaba a la derecha de Medianoche, que se balanceaba a causa de lo mucho que había bebido, llevó una mano a la empuñadura de su espada.
Medianoche miró al posadero y vio una expresión fría, casi asustada en su rostro. El hombre cogió la botella de licor y vertió su contenido en el suelo.
—Parece que la botella está vacía —dijo el posadero cuando hubo terminado—. ¿Deseas algo más?
—Sólo una comida casera para mi sobrino y para mí —le dijo Medianoche al hombre.
El muchacho de cabello negro comprendió la insinuación.
—Quillian Dencery —dijo el muchacho cordialmente para luego tomar la mano de uno de los guardias y estrechársela con fuerza.
—Dencery —murmuró el hombre distraídamente—. Creo que conocí a tu padre. Un buen hombre. ¿Es tu hermana?
—Mi tía, por parte de madre —dijo Quillian, a la vez que se rascaba la cabeza y levantaba una ceja—. Es una erudita. Ya sabéis cómo son...
El guardia miró a Medianoche, se echó a reír y le dio la espalda. La actividad y el ruido volvió a la posada y la maga y su guía se dirigieron a una mesa vacía. Mientras pedían la comida, Medianoche estuvo observando atentamente a los guardias, pero ninguno de los dos hombres miró en ningún momento en su dirección.
Tan pronto como comieron, salieron de la posada y Quillian llevó a Medianoche a un pequeño edificio abandonado sin rasgo distintivo alguno, lejos de la taberna.
—Los adoradores de Ilmater, dios de la Tolerancia, solían reunirse aquí —le explicó el muchacho a la maga—. La ciudad empezó a exigir unos impuestos a la Iglesia que los sacerdotes no podían pagar ni en sueños. Cuando no pudieron atender los pagos, los guardias de la ciudad los metieron en el asilo para los pobres. Algunos viven incluso en la Casa de los Indigentes.
Medianoche recordó al pobre hombre que la había atacado con un clavo en el asilo y se estremeció.
—¿Qué tipo de impuestos? —preguntó la maga en voz baja.
Quillian se encogió de hombros.
—Cuando corrió la voz de que Torm estaba en la ciudad, los tormitas de todo Faerun acudieron en tropel y metieron una tonelada de oro en las arcas de la Iglesia. Como es de suponer, el gobierno también se llevó su parte. Al cabo de un tiempo, la ciudad les dijo a los adoradores de Ilmater que contribuyesen con los mismos impuestos que los tormitas o que se fuesen. Puedes imaginar lo que sucedió.
—Qué extraño —observó la maga volviéndose hacia su guía—. En algunos lugares, las Iglesias están exentas de pagar impuestos. Aquí, en cambio, expulsan a sus moradores por no pagarlos. —Medianoche hizo una corta pausa para ordenar las ideas—. ¿Estamos muy lejos del lugar sagrado dedicado a Mystra? —preguntó finalmente.
—No, no mucho —le contestó Quillian con prontitud—. Está en la zona sur de la ciudad, cerca de las guarniciones.
Después de una larga caminata y de subir una colina, Quillian llevó a la maga por un sendero tan descuidado que casi había desaparecido. Sin embargo, este sendero llevaba a los viajeros directamente al lugar sagrado de Mystra.
Consistía en un simple arco de piedra rodeado de un basto muro también de piedra de unos cuantos metros de altura y con unas entradas a intervalos regulares alrededor de su circunferencia. Medianoche ordenó a Quillian que la esperase mientras ella rodeaba el círculo de piedra y estudiaba el lugar desde todos los ángulos. Luego se introdujo en el círculo y se detuvo delante de la pequeña y blanca estatua de la señora de los Misterios que descansaba bajo el centro del arco. A pesar de desearlo, Medianoche se dio cuenta de que no iba a poder arrodillarse y rezar hasta haber probado la esfera de detección con la estatua, pero eso le parecía un sacrilegio. Se alejó indecisa del círculo de piedra, luego se detuvo.
—Ya no eres una niña —murmuró para sí misma, luego sacó la esfera y volvió a acercarse a la estatua. La esfera se puso a vibrar ligeramente.
Medianoche pensó que se trataba de un residuo de hechizos lanzados tal vez muchos años atrás. La maga de cabello color ala de cuervo le dio la espalda al lugar sagrado. Un campanario a cierta distancia de allí llamó su atención.
—¿Qué es aquello? —preguntó a su guía señalando el campanario.
—Un sitio donde solían jugar los niños —le dijo el muchacho ahogando un bostezo—. Según la leyenda, fue un gran mago, Aylen Attricus, quien levantó el campanario y construyó la campana. Fue uno de los fundadores de Tantras. Dicen que tenía mil años cuando falleció, hace de ello un siglo. —El muchacho cogió una piedrecita y la hizo rodar sendero abajo—. Él mismo, con sus propias manos, forjó la campana y levantó el campanario —prosiguió Quillian—. Luego hizo uso de su magia para entretejer un hechizo que evitase que cualquier mortal tañese la campana. Inscribió una especie de profecía en la campana, pero ni siquiera los eruditos de la ciudad han podido descifrar el código que utilizó. —El muchacho se encogió de hombros y ahogó otro bostezo—. Lo único que sé es que la campana lleva aquí cientos de años. Dicen que sonó en una ocasión y que gracias a ello la ciudad se salvó, pero yo no me lo creo.
—¿Por qué no? —preguntó Medianoche.
—Por que las únicas personas que todavía creen en ello son los magos y los magos nunca dicen la verdad —dijo el chico y se echó a reír.
La maga frunció el entrecejo.
—Quiero ver esa campana —dijo ella en un tono de voz grave y severo.
Mientras Quillian trataba de trazar un plan, un ligero silbido escapó de sus labios.
—Está en la zona prohibida, donde están instaladas las guarniciones del ejército. Por regla general, los soldados no dejan entrar a cualquiera. —Hizo una pausa y sonrió—. Pero a mí me conocen por mi padre. Ambos tenemos el pelo negro y la piel oscura y quizá podamos entrar haciéndonos pasar de nuevo por tía y sobrino.
—¡Pues vamos! —dijo Medianoche.
—Hay un problema —dijo Quillian, después de poner su mano sobre el brazo de Medianoche—. Morgan Lisemore, el comandante que nos puede autorizar la entrada, está fuera de la ciudad y no volverá hasta mañana a última hora de la tarde. Si se lo pido a alguna otra persona, empezarán a hacer un montón de preguntas, a la mayoría de las cuales tú no querrás contestar. —Cuando terminó de hablar, el muchacho intentó contener un tercer bostezo, pero en esta ocasión no pudo.
Medianoche lanzó las manos al aire y apartó la mirada del chico.
—Es evidente que no vamos a resolver este asunto ahora —dijo suspirando—. Será mejor que vayas a descansar y trata de conseguir dos caballos para mañana. Así podremos visitar más cosas.
Cuando Quillian se dio media vuelta para disponerse a regresar, Medianoche le puso una mano en el hombro y le dijo:
—Gracias por tu ayuda, sobrino. Ven a buscarme a la Luna Perezosa antes del desayuno.
—Sí, señora —se limitó a decir el muchacho de pelo negro—. Por cierto, te aconsejo que te compres una máscara para dormir antes de irte a la cama. Si uno no está acostumbrado a la perpetua luz del día, resulta difícil conciliar el sueño.
Tuvieron que caminar más de una hora para llegar a la posada. Quillian volvió a despedirse de la maga y se marchó. No había mensajes de Adon ni de Kelemvor en la habitación que compartía con el guerrero, de modo que la maga trató de relajarse y conciliar el sueño.
Al cabo de casi una hora de estar tumbada en la cama, la luz del sol hizo que algo en lo más recóndito de su ser le dijese que debía levantarse, vestirse e ir en busca del posadero. El obsequioso y sonriente hombre, de nombre Faress, localizó una máscara para la maga y se la vendió al mismo precio que un vaso de cerveza, una cantidad bastante desorbitada para un trozo de tela basta con una cuerda.
Antes de volver a meterse en la cama, Medianoche intentó estudiar un rato su libro de hechizos, pero cuando se dio cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles, se sentó a un pequeño escritorio que había en un rincón de la habitación y escribió unos mensajes para Kelemvor y para Adon. Luego se metió en la cama de nuevo y, después de haber dormido a ratos, unos fuertes golpes en la puerta la sacaron, sobresaltada, de sus ensoñaciones.
—Soy Quillian Dencery, señora —dijo una voz al otro lado de la puerta—. Parece que te has dormido.
—Estaré contigo dentro de un momento —murmuró Medianoche, y se apresuró a vestirse.
La maga y su guía reanudaron el viaje por la ciudad, esta vez a caballo; se pasaron el día visitando templos abandonados y lugares de culto clandestino, pero la esfera de detección no registró más que un ligero temblor en todos ellos. A última hora de la tarde, Medianoche acompañó a Quillian al puesto militar del barrio más meridional de la ciudad. Allí encontraron a Morgan Lisemore, un hombre alto, de pelo entrecano, con edad suficiente para poder ser el padre del guía.
—¡Pero si es Quillian Dencery! —exclamó Morgan, luego se puso a escuchar la historia del muchacho y cuando el guía de Medianoche hubo dado fin al cuento de tías extravagantes y viajes de estudio, el soldado suspiró—: Ya sabes que odio negarte nada, muchacho, pero hay un reglamento y hay que cumplirlo.
El muchacho movió la cabeza y señaló a Medianoche.
—Es posible que tenga que regresar a casa de un momento a otro, Morgan. Ésta puede ser para ella una de esas oportunidades que sólo se presentan una vez en la vida.
Morgan levantó la vista al cielo y volvió a suspirar.
—Está bien. Vamos —accedió Morgan, luego indicó a los guardias que dejasen pasar a Medianoche y a su guía.
Medianoche guardó silencio mientras recorría a caballo, acompañada de Quillian, el kilómetro aproximado que los separaba del campanario. Pasaron por delante de una serie de barracones que habían sido construidos deprisa y corriendo y se vieron obligados a desviarse dos veces para evitar a unos grupos de soldados en plenos ejercicios de entrenamiento. Sin embargo, no tardaron en llegar al campanario de Aylen Attricus.
El campanario era un obelisco de piedra gris. Dentro del monumento había una escalera de caracol que llevaba a una reluciente campana de plata. Unas amplias ventanas situadas a cada lado dejaban a la campana expuesta al aire frío de la tarde. Cuando Medianoche se fijó en la torre y se dispuso a desmontar, sintió una extraña sensación de hormigueo en la espalda. Este hormigueo era como miles de dedos coronados de afiladas uñas que tamborilearan en la espalda de la maga, que comprendió lo que estaba sucediendo cuando bajó del caballo y sus pies tocaron el suelo.
—¡Cuidado! —gritó Medianoche al sacarse la bolsa de viaje de la espalda.
Quillian saltó al suelo. Cuando la bolsa fue a parar a casi un metro de la entrada de la torre una brillante luz ámbar la iluminaba. La bolsa se puso a arder durante un instante y la esfera de detección explotó silenciosamente. La basta talega de lona quedó destrozada y la puerta de piedra de la torre chamuscada de negro a causa de la explosión.
Medianoche se acercó a Quillian. El muchacho estaba todavía sentado en el suelo, pero se alejó de la maga cuando ésta fue a tenderle la mano.
—¡No me habías dicho que eras una de ellos! —gritó el muchacho mientras seguía retrocediendo a rastras.
—¿Una de quién? —preguntó Medianoche con una voz cargada de irritación.
—¡Eres una maga! ¡Tu arte apestoso podía habernos matado a los dos! —gritó Quillian poniéndose de pie—. ¡Sabía que no debía de haber confiado en ti!
La maga le dio la espalda al muchacho y se puso a mirar el campanario. Pensó que podía permitirse el lujo de perder un guía, pero no la Tabla del Destino... y, a juzgar por la reacción de la esfera, ¡podía estar muy cerca!
La maga recordó con tristeza que la esfera estaba destinada a explotar cuando entrase en el campo de acción de cualquier objeto con suficiente poder mágico, así que podía haber estallado a causa de la maldita campana. Se acercó a la puerta y Quillian se puso a gritar:
—¡Tenemos que marcharnos de aquí! ¡Pueden pensar que estás intentando volar el campanario!
—Vete tú —dijo Medianoche entre dientes sin volverse—. Yo tengo que ver lo que hay dentro del campanario.
Cuando Medianoche entró en él fue recibida por un silencio absoluto. El ruido de las guarniciones y de los ejercicios de entrenamiento que se llevaban a cabo en las proximidades, incluso el rumor del viento procedente del estrecho del Dragón, se desvanecieron súbitamente. La maga miró por la puerta y vio a Quillian mover los labios, sin duda gritándole alguna advertencia, pero ella no podía oír su voz. Después de dar la espalda al muchacho, Medianoche estudió el interior de la torre, que estaba completamente vacío salvo la escalera de caracol que daba al campanario. Subió hasta lo más alto del edificio.
Una vez en lo alto de la escalera de piedra, de perfecto pulimentado y de un limpio inmaculado, la maga se fijó en la inscripción que había cerca de la campana. Sunlar, el profesor de Medianoche en el valle Profundo, había insistido en que estudiase lenguas antiguas. El mensaje era una mezcla confusa de varios idiomas, pero le recordó los rompecabezas que le había hecho hacer Sunlar años atrás. Y, entonces, mientras estaba observando las extrañas letras y palabras, un resplandor blanquiazul surgió de la inscripción y Medianoche pudo así descifrarlo sin mucha dificultad. Decía así:
Esta campana fue fundida para crear un escudo de fuerza mística impenetrable sobre la ciudad que yo contribuí a fundar. Para proteger mi más preciada creación de un gran daño.
En una ocasión, mi querida aliada, la hechicera Citeria, tañó la campana y salvó a la ciudad de la maligna magia de un brujo con el que yo me estaba batiendo en las proximidades. Aunque ella hubiera preferido luchar a mi lado, tuvo el gran coraje de permanecer aquí y proteger nuestro hogar.
Ahora, sólo de la mano de una mujer con un poder y un valor análogos a los de mi esposa, y sólo en un momento de imperiosa necesidad, volverá a tañer la campana.
La maga bajó las escaleras, salió del campanario y se puso a caminar meditando sobre el mensaje. El jaleo del ambiente asaltó sus oídos desde que traspasó la puerta. Quillian, que estaba ya montado en su caballo, le acercó el suyo a Medianoche, no lejos del campanario .
—Ha sido un día muy largo y espero ser pagado en consecuencia —refunfuñó el muchacho—. Y ahora marchémonos de aquí antes de que nos cojan.
—Tú delante —dijo Medianoche en tono tajante mientras montaba sobre su caballo.
La maga y su guía volvieron al puesto de control donde se había quedado esperando Morgan, el cual se limitó a indicarles que pasaran, sin mediar palabra. Medianoche y Quillian cabalgaron más de una hora en silencio.
—No te preocupes, que mantendré la boca cerrada —dijo finalmente Quillian sin mirar a Medianoche—. No quiero que me asocien con magos, si puedo evitarlo. —Al cabo de un momento, añadió—: Presiento tiempos duros en tu futuro, señora. Trata de no arrastrar contigo a ningún inocente espectador.
—Lo tendré en cuenta —repuso la maga, furiosa por ser el blanco de un sermón por parte del muchacho.
A pesar de que la maga sólo tenía diez años más que Quillian, tenía la sensación de haber envejecido cien años desde que requirió la ayuda de Mystra en el camino de Calantar hacía dos meses. Había visto demasiadas cosas durante las últimas semanas para que un muchacho que en toda su vida probablemente no había visto más allá de cien kilómetros a la redonda de Tantras le lanzase una regañina.
Los jinetes llegaron a la Luna Perezosa y Medianoche pagó a Quillian lo convenido, más una bonificación por los peligros que había corrido y de los que ella no le había advertido de antemano. El muchacho de cabello negro se alejó con su caballo en silencio y Medianoche entró en la posada.
Una vez en la habitación que compartía con Kelemvor, lo primero que hizo Medianoche fue comprobar si había algún mensaje de sus compañeros. El clérigo no había recogido el suyo, pero había un mensaje firmado por un sacerdote de Torm junto a la puerta. Se trataba de una nota escueta, destinada simplemente a tranquilizar a Medianoche y a Kelemvor en el sentido de que todo iba bien con su amigo.
El guerrero, por su parte, había estado en el cuarto recientemente, a juzgar por el estado en que se encontraba, y había cogido el mensaje que le dejara Medianoche. A cambio, él en un trozo de papel había garabateado deprisa y corriendo sólo tres palabras:
«Cyric está vivo.»
El pergamino resbaló de las temblorosas manos de Medianoche y cayó al suelo. Y allí se quedó cuando salió corriendo de la posada, con el corazón palpitándole aceleradamente a causa del temor que se había apoderado de ella.

13
La posada Cosecha Misteriosa

Mientras los héroes se despedían delante de la posada Luna Perezosa, Kelemvor no dejó de mirar a Medianoche. La maga besó al guerrero de ojos verdes por quinta y última vez y luego le apartó cariñosamente el pelo del rostro. Kelemvor fijó su mirada en los hermosos y oscuros ojos de la maga y se estremeció.
El guerrero pensó que no podía soportar la idea de volverla a perder, y dijo:
—Quizá sería preferible no separarnos. No me gusta pensar que tu vida puede estar en peligro.
La maga puso sus dedos en los labios de Kelemvor y esbozó una sonrisa cariñosa.
—Todos vamos a correr riesgos. Nuestra única posibilidad de salvación está en encontrar lo que hemos venido a buscar y marcharnos lo antes posible —le dijo a su enamorado—. Ya sabes que de esta forma podemos abarcar más y llevar a cabo nuestra misión con mayor celeridad.
Kelemvor levantó la mano y la puso sobre la de Medianoche.
—Sí —murmuró, y besó sus dedos—. Ten cuidado.
Medianoche hizo un comentario sarcástico y dio una palmada al guerrero en la mejilla. Kelemvor siguió mirando a la maga cuando ésta se apartó de él, le dijo adiós al clérigo y se alejó caminando.
Kelemvor se dirigió a Adon.
—Hasta la vista —le dijo al clérigo desfigurado, sin dejar de observar a Medianoche que se alejaba calle abajo—. ¿Adon?
No hubo respuesta. Kelemvor se volvió y vio al clérigo al otro lado de la calle, perdiéndose ya entre la multitud. El guerrero se encogió de hombros y se encaminó al puerto. Durante las horas siguientes, Kelemvor se limitó a estudiar la zona de los muelles, hasta que se hubo familiarizado con algunos de los mayores barcos mercantes atracados en aquellos momentos en Tantras.
A pesar de que detestaba la idea, Kelemvor pensaba que, si todo lo demás fallaba, les quedaba la alternativa de ofrecerse como tripulación en un barco mercante.
Por último, Kelemvor se dedicó a investigar también los almacenes, pero al cabo de una hora de cerrársele las puertas en las narices, el guerrero renunció a esta línea de investigación y se puso a caminar por el puerto en dirección sur y a observar las aguas del estrecho del Dragón. En el horizonte, se elevaba en el cielo una larga franja púrpura y azul que dio paso a un campo de un color azul intenso. En todas las demás ciudades cercanas, se estaba poniendo el sol.
—Un espectáculo extraño, ¿verdad? —comentó una voz detrás del guerrero.
Kelemvor se volvió y se encontró ante un hombre de ojos garzos vestido con un uniforme de brillantes colores. El hombre era unos años más joven que Kelemvor y llevaba una barba de un rubio tirando a moreno perfectamente cortada. Sus cejas eran una sola raya continua que le atravesaba el rostro y esbozaba una sonrisa peculiar.
—¿Extraño? No si lo comparo con otros que he visto recientemente —repuso Kelemvor—. En cierto modo, hay que reconocer que es muy hermoso.
—Esta luz eterna ha vuelto locas a muchas personas —dijo el hombre suspirando—. Para muchos es peor que la oscuridad más negra e infame que pueda haber visitado jamás a Faerun.
El guerrero sonrió al recordar los horrores con los que se había enfrentado en el desfiladero de las Sombras, de camino al valle de las Sombras.
—Si las colinas de la ciudad empezasen a elevarse para aplastar a sus habitantes entre ellas, entonces tendríais motivo de preocupación.
El hombre se echó a reír.
—Hablas con la convicción de un hombre que ha visto cosas tan espantosas como ésa.
—Eso y mucho más —replicó Kelemvor con una sombra de tristeza en su voz profunda.
—Es increíble. —El hombre de los ojos garzos tendió su mano al guerrero—. Me llamo Linal Alprin y soy el capitán del puerto de Tantras.
—Kelemvor Lyonsbane —dijo el guerrero, a su vez, y estrechó la mano que le tendía su interlocutor.
El capitán del puerto movió la cabeza y suspiró.
—Llevo en Tantras desde que los dioses llegaron a Faerun, pero en las últimas semanas he visto unas cosas que me habrían parecido imposibles hace un año.
Alprin y Kelemvor estuvieron todavía un rato en el muelle, intercambiando historias sobre el caos mágico y la inestabilidad de la naturaleza que cada uno había presenciado desde el día del Advenimiento. Al cabo de una hora aproximadamente, el capitán del puerto se volvió al guerrero y le preguntó si tenía algún plan para la noche.
—Bien, tenía previsto volver a la posada —le dijo Kelemvor al hombre de los ojos garzos.
—¡Ni hablar! —repuso Alprin con rapidez—. Tú vienes a mi casa a conocer a mi mujer y a compartir unas cuantas historias en nuestra modesta mesa. —El capitán del puerto hizo una pausa y sonrió—. Es decir, si tú quieres, claro.
—Me encantará —repuso Kelemvor—. Te lo agradezco.
Alprin recorrió con la mirada los muelles, ahora llenos de gente. Dos guardias y un puñado de marineros lo estaban mirando.
—En la avenida hay unas tiendas —se apresuró a decir, a la vez que señalaba hacia el sur—. Sigue la calle hasta que encuentres una que vende sombreros elegantes. Espérame allí, tengo que comprar un regalo para mi esposa de camino a casa.
Alprin dejó seguidamente al guerrero y desapareció entre la multitud. Kelemvor caminó por el muelle entre el gentío durante diez minutos, luego se metió en la avenida flanqueada de tiendas.
La única que vendía sombreros de categoría tenía un rótulo que decía: La Boutique Elegante de Mesina. Sin saber muy bien por qué, el guerrero se sentía extraño delante de las hileras de hermosos sombreros femeninos y las miradas extrañas que de vez en cuando le lanzaban las mujeres, reunidas en grupos cerca de la tienda para charlar, le hacían sentirse todavía más incómodo.
Kelemvor se fijó en un juglar de barba blanca que estaba en una tienda próxima y de vez en cuando miraba en dirección al guerrero. Cuando éste se disponía a ir al encuentro del hombre a indagar el motivo de su curiosidad, una hermosa mujer de pelo entrecano tropezó con él. Parecía asustada y un cardenal rojo cubría la mejilla derecha de su bonito rostro. Después de agarrarse al guerrero, le rogó:
—Ayúdame. ¡Se ha vuelto loco!
Antes de que Kelemvor tuviese tiempo de replicar, un joven, con los puños apretados, se acercó a la mujer.
—Es de mi propiedad —le gritó a Kelemvor—. ¡Sácale las manos de encima!
Mientras el guerrero observaba atentamente al hombre, notó que sus propios labios se abrían en una mueca de repugnancia. El hombre era bajo y delgado e iba vestido con una simple túnica de fieltro marrón. Por su aliento fétido y la forma en que se balanceaba, Kelemvor comprendió que también estaba muy ebrio.
—¡No te acerques! —dijo Kelemvor, a pesar de que en su cabeza una voz le gritaba: ¡La maldición! ¿Y si no ha desaparecido realmente? El guerrero hizo una mueca, apartó este pensamiento de su mente y decidió que aquel era un momento tan bueno como otro cualquiera para descubrirlo.
El hombrecito lleno de mugre guardó silencio unos segundos, paralizado por las palabras del guerrero.
—Tú eres quien no debe acercarse a ella —dijo finalmente—. Esta mujer es mía.
—Pues ella no parece opinar lo mismo —repuso Kelemvor, luego rodeó la cintura de la mujer y la empujó suavemente a un lado. A continuación desenvainó su espada. La hoja de acero meticulosamente abrillantado relució a la luz del sol—. Pero voy a decirte algo, yo lucharé por ella.
La mirada del hombre recorrió toda la longitud de la espada de Kelemvor, luego se elevó hasta los ojos del guerrero y se desplazó finalmente al rostro asustado de la mujer de pelo entrecano. El hombre ebrio agachó la cabeza, se dio media vuelta y se alejó. Cuando el hombrecito estuvo fuera de su vista, Kelemvor volvió a guardar la espada en su funda y miró a la mujer.
—Conozco a los de su calaña —murmuró el guerrero—. Ahora está asustado, pero volverá a por ti. —El guerrero sacó su bolsa de oro y, después de tomar la suave mano de la mujer, arrojó un puñado de monedas en la palma de su mano para luego cerrarle suavemente los dedos—. Compra un billete para el primer barco que se dirija al peñasco del Cuervo. Puedes mandar a alguien a por tus cosas.
Una lágrima brotó de los ojos de la mujer de pelo entrecano. Ella asintió con una inclinación de cabeza, le dio un beso al guerrero y se encaminó hacia el norte para no tardar en desaparecer entre la muchedumbre. Kelemvor sintió una satisfacción que no había conocido desde que era muchacho, desde antes de que la maldición de los Lyonsbane tomase posesión de su vida. El guerrero pensó que si la maldición vivía todavía en él, estaba dormida... por lo menos de momento.
Kelemvor descubrió de pronto que el juglar estaba junto a él, muy cerca.
—Es fácil intimidar al amor juvenil —dijo el juglar suspirando—. Sin embargo, has hecho una buena obra. No son muchos los que se tomarían interés por los problemas de un extraño.
—Las buenas acciones son la propia recompensa —dijo Kelemvor en voz baja antes de volverse hacia el juglar. Una larga y blanca barba adornaba el rostro del anciano y una masa confusa de innumerables arrugas rodeaban sus ojos.
—En Aguas Profundas hablan de una gran tragedia de amor juvenil y oscuro deseo —dijo el anciano sin dejar de mirar a Kelemvor a los ojos—. Algunos dicen que el final del cuento es terriblemente triste, otros consideran el final gloriosamente feliz. Si quieres, puedo cantártela.
El juglar empezó a rasguear su lira y abrió la boca para iniciar la balada. Sin embargo, antes de pronunciar una sola palabra o tocar una sola nota, el anciano se interrumpió de pronto y alargó su mano vacía.
El guerrero sonrió y puso una moneda de oro en la mano abierta.
—Canta, juglar.
—¡Kelemvor! —gritó una voz.
El guerrero miró a su izquierda y vio surgir a Alprin de entre el gentío. Cuando Kelemvor se volvió de nuevo hacia el juglar, comprobó que el anciano había desaparecido.
—Pareces turbado —observó Alprin cuando llegó a la altura de Kelemvor.
El guerrero frunció el entrecejo mientras buscaba al coplero entre la muchedumbre.
—Turbado, no, amigo mío. Sólo molesto. Quería escuchar la balada que me había prometido ese anciano. Ahora nunca la oiré.
Después de comprar un sombrero para la esposa de Alprin, Kelemvor y el capitán del puerto se encaminaron en dirección este, hacia el centro de la ciudad, para luego tomar una carretera tortuosa hacia el norte, donde la inclinación de las calles era cada vez más escarpada. No tardó en aparecer delante de los jinetes una casa sencilla de una sola planta. Alprin escondió el sombrero —una cofia de color rosado con un diseño de seda rosa— detrás de la espalda y entraron en la vivienda.
—¿Cómo está mi pobre y abandonada esposa hoy? —exclamó Alprin desde la puerta de la calle.
—Estaría muchísimo mejor si su marido pasara más tiempo con ella —repuso una voz femenina.
Un momento después, hizo su aparición la dueña de la casa, una mujer algo fea con cabello negro y liso y tez cetrina. Lanzó un gritito cuando Alprin le mostró el sombrero.
—Para ti, amor mío —dijo el capitán del puerto, riéndose mientras descansaba el sombrero sobre la cabeza de su esposa. Luego le dio un beso.
—¿Quién es éste? —dijo con suspicacia la mujer, y señaló a Kelemvor.
Alprin se aclaró nerviosamente la garganta.
—Un invitado, cariño —dijo el capitán del puerto con aire inocente.
—Habrías debido avisarme —dijo, enojada. Luego una sonrisa iluminó su rostro y tendió la mano a Kelemvor—. Me llamo Moira. Puesto que eres amigo de mi marido, sé bienvenido a esta casa.
Una hora después, mientras tomaban la cena más delicada que el guerrero había degustado desde que se marchara de Arabel, Kelemvor les habló de los muchos espectáculos extraños que había presenciado en sus recientes correrías, si bien se guardó de mencionar muchas de las razones de sus viajes a través de Faerun.
—¡De cuánta locura has sido testigo! —dijo Alprin entusiasmado. Luego se volvió a su mujer y añadió—: Fíjate, Moira, tú y yo podríamos ser libres para viajar, para ver esos asombrosos espectáculos.
—¿Por qué no salís de viaje cuando os apetece? —preguntó el guerrero con la boca medio llena de pan.
Moira se levantó bruscamente y se puso a quitar la mesa. Alprin se puso serio.
—Kelemvor —empezó a decir en tono sombrío—, si te consigo un viaje seguro para ti y tus compañeros, ¿te marcharás de Tantras tan pronto como puedas?
—Ésa es mi intención... —le dijo el guerrero a su amigo—. Pero ¿por qué tienes tantas ganas de que me marche?
—Está desapareciendo gente —dijo Alprin en un susurro—, buena gente.
Moira dejó caer un vaso de metal que se estrelló ruidosamente contra el suelo. Alprin se agachó para ayudar a su esposa a recoger el agua derramada y ella le susurró al oído:
—¡Puede ser uno de ellos! ¡Ten cuidado con lo que dices!
—¿Qué clase de gente ha desaparecido? —preguntó Kelemvor, sin dejar entrever que había oído el comentario que le había susurrado Moira—. ¿Extranjeros, como yo?
Alprin sacudió la cabeza mientras depositaba un trapo mojado sobre un plato. Moira lo fulminó con la mirada, tomó el plato y se dirigió a la cocina.
—Si cuando hayas oído mi historia piensas que estoy loco, no te lo reprocharé —murmuró el capitán del puerto.
—Eso no lo pienso ni por asomo —replicó Kelemvor con evidente sorpresa en la voz.
—Un amigo mío, Manacom, desapareció —empezó Alprin—. Un día estaba aquí y al día siguiente había desaparecido. Ni los guardias ni el gobierno de la ciudad mencionan su nombre. Todo su expediente desapareció de los archivos de la ciudad.
»Yo traté de descubrir lo que le había ocurrido. Al cabo de unas horas, una banda de ladrones me atacó y me golpeó hasta dejarme medio muerto. Yo intenté defenderme, pero eran demasiados.
Alprin hizo una pausa y miró hacia la cocina, donde su esposa estaba fregando los platos.
—Moira tenía algunas pociones curativas que nos habían dado como regalo de bodas. De no ser por ellas, habría muerto.
—¿No podían curarte los clérigos de Torm? Dado que tienen a su dios cerca, deben de tener el poder de curar —observó Kelemvor.
—El poder, pero no el deseo —dijo Moira en un gruñido cuando regresó al comedor secándose las manos en el delantal.
—¿Quién crees tú que se llevó a tu amigo? —preguntó Kelemvor en tono calmoso y reconciliador.
Alprin meneó la cabeza.
—No lo sé. Pero tengo mis sospechas. Sin embargo, será preferible que no te involucre en esto.
Kelemvor se echó a reír.
—Me has involucrado ya al empezar a contármelo. Yo creo que podrías terminar lo que has empezado. Por lo menos podrías decirme lo que tú crees que está pasando, aunque no me cuentes quién lo está haciendo.
Alprin suspiró y asintió con un movimiento de cabeza.
—Creo que alguien está induciendo a abandonar la ciudad por las buenas a quienes creen en algún dios que no sea Torm. He oído rumores de que algunos clérigos, como Manacom, se negaron a marcharse y fueron asesinados. Y quienquiera que se haya llevado a Manacom por la fuerza debe de pensar que yo sé demasiado, que voy a fisgonear por ahí hasta que descubra su conspiración.
El guerrero movió la cabeza.
—¿Por qué, entonces, no se limita, quienquiera que sea, a secuestrarte?
—Porque ello levantaría muchas sospechas —susurró Moira—. Alprin es muy conocido aquí. Su desaparición causaría mucha agitación y eso es lo último que quieren en estos momentos.
Alprin meneó la cabeza.
—Pero si tú y tus amigos vais metiendo las narices por ahí en busca de objetos religiosos, como me has explicado que vais a hacer, puedes estar seguro de que llamaréis su atención. —El capitán del puerto hizo una pausa y se enjugó el sudor de la frente—. No pude salvar a mi amigo, pero quizá pueda salvarte a ti, Kelemvor.
Kelemvor empezó a levantarse de la mesa, pero Moira le puso una mano sobre el brazo.
—Quédate —le dijo Moira a Kelemvor con voz firme—. Podemos haberte puesto en peligro al contarte todo esto. Lo mínimo que podemos hacer es ofrecerte nuestra casa para pasar la noche.
Alprin sonrió.
—En cualquier caso, no recuerdo la última vez que Moira y yo tuvimos la ocasión de contar historias con huéspedes hasta altas horas de la noche. Y, si te quedas, puedo darte el nombre de algunas personas dispuestas a sacaros de Tantras. Conozco personalmente a la mayoría de los capitanes que atracan en este puerto.
—Y quizá puedas convencer a mi marido de que compre pasajes también para nosotros dos —murmuró Moira al oído del guerrero.
Kelemvor suspiró y se reclinó contra el respaldo de la silla.
—Muy bien. Me quedo.
Kelemvor durmió en un cuarto que había sido previsto para los niños, hasta que Moira supo que no podía tenerlos. Durmió a ratos y, unas cuantas horas después, el guerrero se despertó y descubrió que Alprin se había marchado ya al puerto. Moira preparó un copioso desayuno para el guerrero y ambos estuvieron charlando un rato. Sin embargo, Kelemvor no tardó en marcharse para volver a la posada Luna Perezosa. Allí encontró un mensaje de Medianoche. Su amada le contaba los escasos resultados del día anterior. Le hablaba también a Kelemvor de las extrañas y sospechosas actividades en los templos de la ciudad.
Kelemvor leyó la carta hasta el final y luego salió de la posada sin dejar un mensaje de respuesta. Los comentarios de Medianoche sobre los templos de Tantras coincidían con los temores del capitán del puerto sobre la conspiración. El guerrero sin embargo quería investigar un poco más antes de alarmar inútilmente a Medianoche, de modo que se fue en busca de información. Las últimas palabras del mensaje de Medianoche no dejaban de resonar en su mente.
«La posada Cosecha Misteriosa es peligrosa. Evítala a toda costa. Te lo explicaré luego...»
Kelemvor se dirigió al puerto y allí encontró a Alprin, el cual le contó que había llegado a un principio de acuerdo para que él y sus compañeros se marchasen de Tantras en una pequeña galera de Calaunt. El capitán era un tipo supersticioso, pero de confianza, y el barco sólo permanecería en el puerto unos días más. Como medida de seguridad, Alprin puso como condición que ningún miembro de la tripulación estuviese al corriente de los pasajeros adicionales hasta poco antes de que el barco zarpase.
Satisfecho con este arreglo, Kelemvor le pidió información sobre el mundo criminal de Tantras y la posada Cosecha Misteriosa.
—Los dos son una misma cosa —dijo Alprin mirando nerviosamente el puerto que los rodeaba—. La ciudad deja tranquila a esta posada particular porque algunos de sus espías obtienen la información allí. Es el peor agujero de la ciudad, un pozo apestoso de depravación y culto abyecto.
El guerrero se dio cuenta de que los temores de Medianoche con respecto a la Cosecha Misteriosa eran fundados. Sin embargo, Kelemvor se consideraba un profesional experto, un aventurero aguerrido. Sabía que la mejor forma de descubrir información sobre asuntos oscuros era hundirse en la inmundicia con los criminales, aunque ello significase llenarse de porquería hasta el cuello.
—¿Y con quién se puede contactar allí para obtener información? —susurró Kelemvor—. Alguien que conozca todos los bajos fondos de la ciudad.
Alprin escudriñó los rostros de más de una docena de personas que estaban dentro de un radio de acción de treinta metros. Nadie parecía estar mirándolos.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo Alprin con suspicacia, a la vez que se pasaba una mano por su curtido rostro.
—Mis amigos y yo hemos venido aquí con un propósito del que no puedo hablarte por el momento —repuso Kelemvor—. Tengo que pedirte que confíes en mí. —El guerrero se apoyó en una barandilla de madera un momento, luego se inclinó sobre ella.
Alprin suspiró y movió la cabeza.
—Ahora me recuerdas a Manacom. —Alprin le dio la espalda al guerrero—. Escucha, creo que ya hablamos de ello anoche. Además, no deberíamos hablar de estas cosas en la calle. Es demasiado peligroso. Espera hasta la noche.
—¡No puedo esperar hasta la noche! —espetó Kelemvor, cada vez más furioso y con un tono de voz que estaba atrayendo miradas indiscretas. Apretó los puños, pero hizo un esfuerzo para relajar el cuerpo—. Lo siento, pero esta noche puede ser demasiado tarde para lo que debo hacer.
El capitán del puerto se volvió y se apoyó en la barandilla junto al guerrero.
—Esto no me gusta —murmuró Alprin con amargura—. Pero si estás decidido a ir a la Cosecha Misteriosa, tienes que preguntar por Sabinus. Es un contrabandista que tiene conexiones con el gobierno de la ciudad y también con los tormitas. Y, ahora, vete, ya he hablado demasiado. Si alguien sospechase que te he dicho...
—Nunca lo sabrán —dijo Kelemvor, luego sonrió y le dio una palmada en la espalda al capitán del puerto—. Has demostrado ser un amigo de verdad y cuentas con mi gratitud. Estoy en deuda contigo.
—Pues paga tu deuda marchándote de la ciudad vivito y coleando —dijo Alprin refunfuñando. Luego se alejó, sin dejar de estudiar a los transeúntes.
Kelemvor se marchó del puerto. Recorrió las calles con paso rápido y se detuvo sólo cuando, perdido, no le quedaba más remedio que informarse sobre el paradero de la posada Cosecha Misteriosa.
Una hora después, el guerrero estaba delante de un edificio negro y escarlata de una sola planta y movía la cabeza de un lado para otro. Comprendió por qué había llenado a Medianoche de agitación. Aquella posada olía a corrupción. Kelemvor contuvo un estremecimiento y entró.
—¿Te espera alguien? —preguntó bruscamente un hombre feo y obeso cuando el guerrero entraba en la Cosecha Misteriosa.
—Las buenas noticias no se esperan nunca —dijo Kelemvor mascullando las palabras—. Limítate a decirle a Sabinus que está aquí el propietario del Anillo del Invierno, deseoso de aligerarse del exceso de equipaje.
El hombre obeso lanzó un bufido.
—¿No tienes nombre?
—Sabinus no necesita mi nombre. Sólo necesita saber lo que tengo en mi poder —dijo Kelemvor.
—Espera aquí —dijo el portero sin dejar de mirar al guerrero con suspicacia.
A continuación, el hombre cruzó una puerta de doble hoja que, al abrirse, inundó el vestíbulo de ruido de juego y de risas, que se desvaneció apenas aquélla volvió a cerrarse.
Al cabo de unos minutos, el portero volvió e indicó a Kelemvor que lo siguiera. Entraron en la taberna y el guerrero se quedó impresionado al oír y ver aquella decadencia desenfrenada. Había cinco barras con hombres y mujeres en parejas. Unas bailarinas procedentes de tierras lejanas danzaban sobre las barras y algunas saltaban de mesa en mesa; bromeaban con los hombres y les sacaban el dinero.
Los jugadores hacían apuestas que en ocasiones consistían en su propia vida, pero en la mayoría de los casos en las vidas de otros. Sobre una mesa había una mujer tumbada entre dos hombres que echaban los dados para ver quien la poseería aquella noche. En otra mesa, la escena aparecía invertida: un guapo y musculoso hombre rubio yacía entre dos mujeres que, sin dejar de sonreír, se jugaban su posesión.
Toda la sala olía a licor y a basura en putrefacción. Unos extraños animales corrían por el suelo inmundo. Kelemvor notó un roce de pelo de animal en su pierna. Se trataba de un animal de pelo enmarañado y afilados colmillos. Aquella extraña criatura que Kelemvor no había visto en toda su vida se alejó corriendo tragándose todo lo que encontraba por el suelo.
Kelemvor no tardó en ser conducido a la mesa de Sabinus y le sorprendió comprobar lo joven que era aquel hombre influyente. El contrabandista no debía de tener más de diecisiete años, llevaba el cabello corto, y su tez era tan roja como su pelo. A pesar de su apariencia joven, había en Sabinus un aire de misteriosa sabiduría; el mismo aire que rodeaba a los secretos viejos y rancios y a los antiguos y podridos objetos malditos. El pelirrojo contrabandista indicó a Kelemvor que se sentase. El guerrero se sentó y adoptó la conocida postura de muestra de confianza, es decir, las manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba.
—Has despertado mi interés —dijo Sabinus—. Pero no se te ocurra hacerme perder el tiempo. El estrecho del Dragón está lleno de patanes como tú que estiran más la manga que el brazo.
—Jamás me atrevería a hacerte perder tu valioso tiempo —mintió Kelemvor—. Traigo algo de gran valor.
El contrabandista se agitó ligeramente en su silla.
—Eso me han dicho. El Anillo del Invierno no es un objeto que se pueda tomar a la ligera. Yo pensaba que se había perdido definitivamente.
—Lo que no se llevan los ladrones, aparece por los rincones. Y ahora dejémonos de evasivas y vayamos al grano —dijo Kelemvor con voz tajante y moviendo las manos sobre la mesa.
Sabinus esbozó una enigmática sonrisa mostrando mucho los dientes.
—Bien. Al grano. Me gusta. —El contrabandista pelirrojo se balanceó en la silla, casi mareado a causa de la excitación que se había apoderado de él—. Si tienes el anillo, muéstramelo.
—¿Crees que iba a llevarlo encima? Acaso me tomas por un imbécil?
—Eso depende, hay varios tipos de imbéciles —repuso el muchacho—. ¿No serás de la clase de imbécil que se atrevería a mentirme en un asunto de esta envergadura? El Anillo del Invierno supone poder. Con él se podría hacer que se abatiese sobre los Reinos una nueva era glaciar. Sólo los más fuertes, o los preparados para semejante desastre, tendrían la esperanza de sobrevivir. —Sabinus se pasó las manos por la cabeza.
Kelemvor entornó los ojos y se inclinó hacia el contrabandista. Dos guardias que estaban cerca se pusieron tensos y se dispusieron a sacar las dagas, pero Sabinus les indicó que se alejasen.
—Puedo indicarte con exactitud dónde está escondido el anillo. Puedo explicarte los peligros que implica su recuperación y cómo sortearlos —dijo Kelemvor al muchacho.
—¿Qué quieres a cambio? —preguntó Sabinus, cauteloso.
El guerrero pensó sarcásticamente que quería que le dijese dónde estaba la Tabla del Destino, pero que se conformaría con alguna pista sobre su paradero. Sin embargo, esto fue lo que contestó:
—Información. Necesito saber por qué los seguidores de Sune, de Ilmater y de todo dios que no sea Torm han sido expulsados de la ciudad... y por orden de quién.
—Es posible que pueda decírtelo —murmuró Sabinus—. Explícame algo más sobre el Anillo del Invierno. Tus palabras pueden refrescarme la memoria y soltarme la lengua. —El muchacho se inclinó hacia delante.
Kelemvor frunció el entrecejo. Recordó a la criatura de hielo que guardaba el anillo cuando vio el objeto por última vez y a todas las personas que aquel ser había asesinado. El guerrero de ojos verdes le contó a Sabinus todo lo que sabía.
Al otro lado de la sala, en un rincón oscuro del edificio sin ventanas, estaban sentados dos hombres que no dejaban de observar a Sabinus y a Kelemvor. Uno de ellos llevaba una visera negra con mirillas para los ojos. El otro era moreno y delgado y sentía algo extraño al ver que el guerrero estaba a punto de caer en su trampa.
—Sabinus está interpretando muy bien su papel —dijo Cyric en tono despreocupado, echando el cuerpo atrás para ocultarse todavía más en las sombras.
—Esto no me gusta —dijo Durrock entre dientes—. Como tampoco me gustó viajar por el estrecho del Dragón metido en una caja de embalaje que más parecía un ataúd.
—Pero si ni siquiera tuviste que meterte en la caja hasta que divisamos Tantras —replicó Cyric—. ¿Tan supersticioso eres? ¿Crees realmente que por meterte en un ataúd vas a dar tu último suspiro al día siguiente? De ser así, Durrock, quizá deberíamos marcharnos antes de que pases por esa prueba.
—No —repuso el asesino desfigurado, y deslizó la mano hacia su cuchillo—. He fallado a mi dios. Debo darle cumplida satisfacción. Pero no quiero volver a ver aquella caja de embalaje. —«Y me gustaría verte muerto, ladrón», añadió para sus adentros.
Cyric sacudió la cabeza y se echó a reír.
—¿Cuántas veces tendré que explicártelo? Con tu cara, jamás habríamos conseguido entrar en la ciudad. Tienes una reputación, Durrock. Eres famoso, como suele ocurrir con los asesinos. La caja de embalaje y las conexiones de Sabinus en el puerto eran el único medio de que entrases en Tantras sin despertar sospechas.
Durrock apartó la mirada. A pesar de la interferencia de la visera, Cyric estaba seguro de que el hombre se había puesto serio.
—Mira, Sabinus se lo está llevando —observó Cyric mientras cogía su jarra y bebía un buen trago de negra y amarga cerveza—. Se dirigen abajo, a la arena. Será mejor que te des prisa. Apenas Kelemvor sospeche que ha sido traicionado, intentará escapar. —El ladrón posó la jarra de cerveza y sonrió—. Y Bane no estaría nada contento contigo si ello volviese a ocurrir...
—Con los dos —puntualizó Durrock al ladrón de nariz aguileña antes de levantarse.
—Que tengas suerte —dijo Cyric.
El asesino siguió a Kelemvor y a Sabinus hasta el extremo de la sala. Allí, el guerrero y el contrabandista cruzaron una puerta privada y bajaron una escalera de caracol que daba a un cuarto oscuro, un agujero sin luz que parecía absorber ávidamente el resplandor de la linterna de Sabinus. Una vez al pie de la escalera, se introdujeron en la oscuridad.
El guerrero estaba tenso, con los sentidos alerta.
—¿Guardas los documentos aquí abajo? —dijo Kelemvor en tono impaciente mientras trataba de distinguir con claridad algún objeto en la oscura habitación.
—¿En qué otro lugar podría guardarlos? —dijo el contrabandista riéndose—. De hecho, tengo un documento por aquí que contiene un sello y una firma que puede interesarte. Se trata de una orden de ejecución.
El borde de una larga y blanca plataforma surgió de la oscuridad delante de Kelemvor y del contrabandista y, de repente, se encendió una docena de antorchas, que dejaron al descubierto la trampa en la que había caído. El guerrero se dio cuenta de que el sótano de la taberna era una especie de arena, con una plataforma en el centro y gradas desde donde los espectadores podían contemplar el espectáculo. El guerrero vio que había ya reunidas casi cien personas.
—Cómo puedes imaginar, la orden es para tu ejecución —exclamó Sabinus, antes de correr hacia una puerta que había cerca de unos asientos a nivel del suelo.
Kelemvor se disponía a ir en su persecución cuando un brillante resplandor de luz llamó su atención. Levantó la vista y vio a un hombre con una visera negra de pie en lo alto de la escalera. La luz de las antorchas se reflejaba en la superficie de la visera.
—Durrock —murmuró Kelemvor.
Pero el guerrero reaccionó rápidamente de la sorpresa y, después de desenvainar la espada con gracia y habilidad, se colocó en una posición a la defensiva. El asesino empezó a bajar la escalera en silencio y blandiendo su espada negra con runas carmesíes incrustadas en ella.
El asesino iba vestido de cuero negro con franjas metálicas en tobillos, muslos, cintura y bíceps. Cuando Durrock llegó a la arena, levantó las manos y cruzó los brazos. Al tocarse las muñecas, se oyó un ruido agudo y las franjas de metal se abrieron convirtiéndose en afiladas cuchillas. Durrock se arrancó la visera del rostro y la arrojó al suelo.
Kelemvor, horrorizado ante las deformidades del rostro del asesino, dio un paso atrás. Los espectadores, que hasta aquel momento habían permanecido en silencio, empezaron a alborotarse y una lluvia de gritos y de insultos cayó sobre los dos hombres de la arena. El guerrero saltó al blanco cuadrilátero de unos nueve metros de lado y se quedó mirando a Durrock mientras éste subía a su vez a la plataforma. Poco rastro de humanidad quedaba en el rostro desfigurado del asesino.
Durrock se precipitó repentinamente hacia delante con la espada agitada en el aire. El asesino, moviéndose a la velocidad del rayo, bailaba alrededor de Kelemvor y arremetía contra él. Luego, antes de que Kelemvor tuviese ocasión de devolverle el ataque, el hombre desfigurado retrocedió.
«¡Por todos los dioses! —pensó Kelemvor—. ¿Dónde ha aprendido Durrock?» Kelemvor podía ser calificado como algo más que un buen espadachín, pero el asesino era un maestro.
El asesino retrocedió otro paso, se dio media vuelta y le dio a Kelemvor una patada en el estómago con todas sus fuerzas. El guerrero retrocedió ante el golpe y el cabello cayó hacia delante cubriéndole el rostro. Durrock volvió a girar sobre sí mismo, en esta ocasión arremetiendo también con la espada.
Se desprendió un puñado de cabello negro salpicado de hebras grises. Durrock lo pescó en el aire con unos reflejos rapidísimos.
—¡Podía haber sido tu cuello, canalla! —dijo el asesino levantando el mechón de pelo—. ¡Te convendría rendirte antes de que sea demasiado tarde!
Los espectadores se inquietaron.
—¡Veinte monedas de oro por ese monstruo deforme! —gritó uno de los espectadores.
—¡Cincuenta monedas de oro por esa horrible bestia que tiene una cicatriz por cara! —gritó una mujer, y unas fuertes risas estallaron en las gradas en sombras.
Enfurecido por las burlas, Durrock lanzó un grito y abatió la espada sobre el guerrero con un brutal movimiento por lo alto. Kelemvor frenó el golpe con su propia espada y una lluvia de chispas atravesaron las sombras que rodeaban la arena. Sin embargo, el ataque había hecho caer a Kelemvor de rodillas.
—¡Derrama un poco de sangre, monstruo! —gritó un espectador—. ¡Si no derramas un poco de sangre te encadenaremos a la puerta de la posada para que ahuyentes a los niños pequeños!
—¡Te mataré y luego iré en busca de tu maga! —dijo Durrock rechinando los dientes.
Luego se volvió y golpeó la frente de Kelemvor con la empuñadura de la espada. El guerrero se cayó hacia atrás y el asesino le dio una patada que abrió una sangrienta brecha en el pecho de Kelemvor.
El guerrero pensó en huir, pero sabía que la única forma de salir de la posada Cosecha Misteriosa con vida era matando primero a Durrock. El guerrero de los ojos verdes ignoró el lacerante dolor del pecho y levantó la espada en el aire. Luego se fue levantando y caminó en dirección al asesino. Su mirada siguió la trayectoria de la espada un instante, pero duró lo suficiente para que Kelemvor le diese una patada en el costado y agarrase su espada antes de que ésta cayese al suelo.
Se oyó un ruido escalofriante cuando la espada del guerrero penetró en la rodilla del asesino. La punta de la hoja se había introducido sólo un par de centímetros, pero ello fue más que suficiente para herirlo. Durrock desplazó todo el peso de su cuerpo a la pierna sana, se apartó del guerrero de un salto y cayó al suelo.
Los presentes observaron llenos de expectación cómo Kelemvor saltaba sobre el asesino tumbado en el suelo. La espada del guerrero se agitó en el aire, pero Durrock rodó por el suelo y atacó con su espada. Al inclinarse el guerrero para atacar a su vez, un chorro de sangre brotó de su hombro. Temiendo que el certero golpe de Durrock le hubiese roto una arteria, el guerrero se puso en cuclillas y se llevó una mano a la herida.
La pérdida del uso de una pierna apenas había restado agilidad a Durrock. El asesino clavó su espada en el suelo, se dio impulso con la pierna sana y, después de darse media vuelta para colocar ésta en la parte exterior, se dispuso a arremeter contra Kelemvor. Un segundo antes de que el asesino cayese sobre su enemigo, éste se alejó rodando de la cuchilla que sobresalía del tobillo de Durrock, destinada a abrir la garganta del guerrero.
Cuando Durrock estaba a punto de caer sobre Kelemvor, éste levantó la espada. La parte plana de una de las cuchillas del asesino dio de lleno en el rostro del guerrero, pero el hombre de ojos verdes centró todos sus esfuerzos en lanzar un solo y contundente golpe con la espada. Kelemvor notó a continuación cómo su arma atravesaba la piel y rompía huesos; había atravesado el pecho del asesino. El guerrero se desplomó en la lona blanca y Durrock cayó sobre él.
Cuando Kelemvor trató de moverse, la cuchilla del brazo izquierdo del asesino le arañó la frente. La espada del hombre de los ojos verdes estaba atrapada bajo el peso de Durrock, clavada en el cuerpo del hombre desfigurado. Kelemvor, presa del pánico, trató de liberar los brazos, vio la cuchilla moverse a unos milímetros de su rostro y levantó la mirada. El retorcido y desfigurado rostro de Durrock estaba a sólo unos centímetros del suyo. Cuando el asesino intentó hablar, aunque sin conseguirlo, empezó a brotar sangre de su boca. La cabeza de Durrock se desplomó hacia delante y Kelemvor comprendió que el asesino estaba muerto.
Se produjo una gran conmoción en las gradas, y el guerrero oyó a unos hombres precipitarse a la arena. Sacaron el cuerpo de encima de Kelemvor y éste, agotadas sus fuerzas, dejó caer la cabeza hacia atrás. Cuando abrió los ojos, se fijó en las gradas que había delante de él. No estaba preparado para la escena que apareció ante sus ojos.
Bajo una vacilante antorcha, estaba Cyric mirando trastornado el cuerpo ensangrentado del guerrero. Las miradas de los dos hombres se encontraron y una sonrisa maliciosa iluminó el rostro del ladrón de nariz aguileña. Alguien pasó por delante de Kelemvor en aquel momento y le tapó los ojos. Cuando el guerrero volvió a mirar hacia las gradas, el ladrón había desaparecido.
Un enano casi completamente calvo ayudó al guerrero a ponerse de pie. Mientras se levantaba torpemente, Kelemvor pensó que debería tratar de alcanzar a Cyric, pero el guerrero sabía que el ladrón, al igual que Sabinus, estaría ya muy lejos.
—¡Un verdadero campeón! —exclamó el enano después de atender a Kelemvor—. ¿Qué te gustaría? ¿Oro, mujeres, poder, secretos? Dímelo y será tuyo. Hacía años que no experimentábamos una emoción semejante.
—Secretos —susurró débilmente.
—¡Acompáñame, entonces! —vociferó el enano—. Te curaremos las heridas y te contaremos todo lo que quieras saber.
Veinte minutos después, Kelemvor había descubierto que la espada de Durrock no lo había herido gravemente y, cuando se marchó de la posada, había dejado de perder sangre. Se detuvo en un establo cercano y compró un caballo, pues estaba demasiado débil para ir caminando hasta el puerto y luego a la posada Luna Perezosa.
Mientras el guerrero se dirigía a los muelles, trató de que su ira no interfiriese en la tarea que tenía por delante. En la Cosecha Misteriosa le habían contado a Kelemvor que un oficial municipal de nombre Dunn Acaudalado estaba vinculado a las desapariciones que Alprin había mencionado. También Acaudalado era el encargado de recuperar todos los objetos religiosos que no hubieran sido almacenados o que no hubieran desaparecido de los distintos templos abandonados. Muchos de estos objetos habían sido guardados bajo llave en una cripta que estaba «bajo la mano de Torm».
Si la Tabla del Destino había sido escondida en uno de los templos de Tantras, era posible que Acaudalado se hubiese apoderado del objeto y, ajeno a su poder, lo hubiese guardado. Habría que interrogar a aquel hombre y registrar la cripta, pero Kelemvor quería primero solucionar otro asunto: Cyric.
El guerrero llegó a la conclusión de que el ladrón debía de haberse puesto del lado de lord Black, pero Kelemvor no iba a dejar que el ladrón volviese junto a su señor. Cyric debía de estar regresando al barco que lo había traído a Tantras. El guerrero decidió con amargura que iba a encontrar el barco, coger a Cyric y sacarle los planes de lord Black antes de arrancarle la cabeza.
Una vez en el puerto, Kelemvor buscó a Alprin para que lo ayudase a encontrar el barco espía zhentilés, pero el capitán del puerto no estaba en ninguna parte. El guerrero hizo unas cuantas averiguaciones y se enteró de que Alprin había recibido un mensaje que lo había trastornado de tal forma que había abandonado su puesto como alma que lleva el diablo.
El guerrero se alejó en silencio, mientras se preguntaba qué podía haber ocurrido que fuera capaz de asustar tanto al capitán del puerto.
—Alprin —dijo en voz alta cuando comprendió lo que debía de haber ocurrido—. ¡Su esposa!
Kelemvor salió del puerto, montó en su caballo y galopó hasta la casa de los Alprin. El edificio estaba en llamas cuando Kelemvor llegó, pero pudo todavía acercarse lo suficiente para mirar por una ventana abierta. Alprin yacía en el suelo, con una mancha de sangre en la cabeza. Moira yacía a su lado. La mano del hombre muerto rodeaba el cuerpo de su esposa en una parodia de la ternura que habían compartido en vida. Había un mensaje en la pared, detrás de los cuerpos.
Te he traicionado. Ésta es mi penitencia.
En la calle se estaba formando un grupo de personas asustadas que reclamaban la presencia de una brigada con baldes para apagar el fuego antes de que este se propagase hasta sus casas y sus tiendas. Kelemvor se tapó la boca con las manos y se alejó del edificio en llamas. En medio de su dolor, el guerrero olvidó por el momento todo proyecto de buscar a Cyric.
Terriblemente conmovido y con lágrimas en los ojos, el guerrero regresó a la posada Luna Perezosa y garabateó una nota de tres palabras para Medianoche. Kelemvor comprendió que había pocas esperanzas de encontrar el barco espía zhentilés. Cyric había escapado. De momento. Así que el guerrero se centró en el nombre que le habían proporcionado en la Cosecha Misteriosa y, con el deseo de vengar la muerte de Alprin ardiendo en su mente, fue en busca de Dunn Acaudalado.
Kelemvor se pasó muchas horas estudiando la ciudadela de Tantras y los edificios adyacentes. Las pistas que tenía lo llevaron primero a la ciudadela, el centro del gobierno de Tantras. Luego al templo de Torm. Allí se acababan las pistas y Kelemvor era consciente de que no debía cometer la temeridad de irrumpir en el vigilado lugar de culto en busca de un asesino.
Cuando Kelemvor regresó a la posada Luna Perezosa, encontró a Medianoche esperándole en la habitación. La inquietud y la zozobra no la dejaban en paz.
—¡Me he pasado la mitad de la noche en los muelles, buscándote! —exclamó Medianoche, luego abrazó al guerrero y se besaron—. ¿Qué significa esa nota? —susurró Medianoche mientras se apartaba del guerrero y se enjugaba las lágrimas de los ojos.
—Exactamente lo que dice. Cyric está vivo y ha tratado de matarme. Lo he visto y no me cabe duda de que volverá a atentar contra mi vida... o contra la tuya —dijo Kelemvor, y se puso a pasear a grandes zancadas por la habitación—. ¿Está Adon en su dormitorio? Deberíamos marcharnos de la posada y ocultarnos durante un tiempo. Hay una barriada cerca del puerto donde pasaremos más inadvertidos.
—Adon no ha regresado aún —repuso Medianoche.
Kelemvor se puso lívido.
—¿Está aún en el templo?
—Sí. ¿Por qué? —preguntó la maga en voz baja.
Kelemvor se dirigió a la puerta e indicó a Medianoche que lo siguiera.
—Tenemos que encontrarlo. Adon corre un gran peligro estando entre los tormitas. ¡Te lo explicaré por el camino!
Medianoche asintió y siguió al guerrero, después de tomarse un instante para coger la talega que contenía su libro de hechizos.

14
Torm

Adon permaneció junto a Kelemvor y Medianoche mientras éstos se despedían fuera de la posada Luna Perezosa. Aunque algo sensiblera, la inquietud que ambos enamorados mostraban el uno por el otro era conmovedora. Sin embargo, el clérigo sabía que era peligroso andar sueltos por la ciudad, y que tal vez no volviesen a verse nunca más, pero era preferible hacerlo de este modo. Medianoche y Kelemvor podían investigar donde quisieran y Adon no les entorpecería la marcha.
—Adon —dijo Medianoche, y el clérigo salió de su ensimismamiento. La maga le sonrió cariñosamente—. No te preocupes. No nos pasará nada.
—Eso es lo que tú dices —murmuró el clérigo.
Medianoche le apretó el brazo con fuerza.
—Y deja de compadecerte de ti mismo —susurró.
Luego se volvió y se puso en camino. Kelemvor se quedó observando a la maga mientras ésta se alejaba calle abajo. Adon, por su parte, cruzó la calle y se perdió entre la muchedumbre.
El clérigo estaba seguro de que su misión en el templo de Torm no iba a presentar problema alguno. Dado que Adon había visitado al clero de muchos dioses diferentes en sus viajes, estaba familiarizado con el protocolo utilizado entre cultos rivales. Extender las manos con las palmas hacia arriba y los pulgares extendidos al máximo era una señal casi universalmente aceptada de intenciones pacíficas. Cuando un clérigo realizaba este ademán y decía «hay lugar para todos», podía esperar ser admitido fácilmente en la mayoría de los templos.
Pero cuando el clérigo de Sune cruzó la ciudadela de Tantras, presintió que ser admitido en el templo de Torm no iba a ser tan sencillo. La gente lo miraba al pasar, luego apartaba la vista y fingía no haber advertido al joven. Otros señalaban a Adon y murmuraban entre sí. A medida que se aproximaba al templo, el número de guardias iba en aumento y él tuvo la sensación de estarse dirigiendo a un campamento de gente armada y no a una casa de culto.
Los capiteles de la ciudadela eran impresionantes, pero Adon suponía que su prestancia palidecería junto al templo de Torm, un dios vivo. Se quedó atónito al ver el sencillo edificio de tres plantas rodeado de unos muros con verjas cerradas. Unas torretas de una planta, con unas galerías cubiertas que las unían, hacían las veces de casetas para los guardias.
Fuera de cada una de estas torretas, unos guerreros lucían el símbolo de Torm. Adon se acercó al primer par de guardias armados, llevó a cabo el saludo ritual y se presentó como un adorador de Sune. A pesar de que el clérigo lamentaba tener que declararse todavía adorador de la diosa de la Belleza, sabía que ello le permitiría entrar en el templo con mayor facilidad que si se presentaba como un sacerdote visitante.
Los guerreros no respondieron al saludo de la forma acostumbrada, por el contrario, uno de los guardias se apresuró a ir a alertar a sus superiores. Aparecieron entonces otros dos guardias armados y Adon fue llevado a una de las torretas, donde fue sometido a una serie de interrogatorios. Varios clérigos y miembros del gobierno municipal formularon al clérigo desfigurado un montón de preguntas, que iban desde sus aficiones juveniles, hasta su opinión sobre diferentes puntos filosóficos. Adon se mostró lo más receptivo posible, pero cuando expresó su confusión por el tratamiento que estaba recibiendo, nadie le ofreció explicación alguna. Por extraño que pudiera parecer, en ningún momento le formularon la pregunta que Adon consideraba la más importante, el motivo de su visita al templo.
—¿A qué viene todo este interrogatorio? —preguntó Adon al quinto entrevistador, un funcionario tedioso que, encapuchado, miraba al clérigo con ojos sombríos.
Hacía horas que había pasado la hora de cenar y el clérigo empezó a arrepentirse de no haber hecho un esfuerzo para comer algo antes de marcharse de la posada Luna Perezosa.
—¿Por qué adoras a Sune? —preguntó el hombre tedioso a Adon por quinta vez, luego bajó la vista a un trozo de pergamino que descansaba sobre la mesa que tenía delante.
—No contestaré a más preguntas hasta que me deis alguna información a cambio —declaró Adon en tono terminante, y después cruzó los brazos sobre el pecho. El funcionario suspiró, dobló el pergamino y salió de la escasamente amueblada habitación. El clérigo desfigurado oyó correr un cerrojo al otro lado de la puerta. Y con ésta cerrada y la ventanilla de la celda provista de gruesos barrotes de hierro, Adon comprendió que era inútil tratar de escapar; de modo que se puso a esperar.
Habían transcurrido casi seis horas cuando un clérigo vestido con la túnica del dios Torm entró en la habitación donde habían dejado a Adon. Después de presentarse, el clérigo desfigurado llevó a cabo el ritual del saludo y esperó una respuesta.
—En Tantras no tenemos un templo dedicado a Sune —le dijo el tormita calvo, después de ignorar los ojos bajos y las manos abiertas de Adon—. Lord Torm está entre nosotros. Él lo es todo. Nuestro dios establece las horas del día y pone lealtad...
—Pone lealtad en vuestros corazones y razón en vuestras mentes. Ya lo he oído antes —le interrumpió Adon, cuya apariencia de calma se había derrumbado. Se puso de pie y se acercó al hombre calvo—. Quiero saber por qué me estáis sometiendo a este trato insultante e inhumano.
El tormita entornó los ojos y en su rostro apareció una expresión fría, sin vida.
—Adon de Sune, tú no tienes nada que hacer en un templo dedicado a Torm. Te acompañarán inmediatamente a la salida.
Mientras el hombre calvo se daba media vuelta, Adon hizo un esfuerzo para dominar su cólera.
—¡Espera! —exclamó el joven clérigo—. No pretendía ser grosero.
El hombre calvo se volvió de nuevo a Adon, con una mueca en el rostro.
—Tú no eres un clérigo practicante. Ya me he enterado —dijo el hombre—. A decir verdad, no tienes nada que hacer en ninguna casa de culto.
La ira y la confusión aceleraron los latidos del corazón de Adon. Durante los interrogatorios, no había mencionado su reciente pérdida de fe.
El hombre calvo debió de leer la confusión en los ojos de Adon, pues añadió:
—Las respuestas a las preguntas que te hemos formulado nos hace poner en duda tus palabras con un alto grado de exactitud. Se te puede leer como a cualquier libro de nuestra biblioteca.
—¿Qué más sabéis acerca de mí? —preguntó Adon, de quien se iba apoderando la inquietud.
Si los tormitas habían descubierto algo con respecto a las Tablas del Destino, Medianoche y Kelemvor podían también estar en peligro.
El clérigo de Torm se acercó a Adon y se colocó delante de él.
—Estás amargado. La cicatriz de tu rostro es reciente. Y quieres algo de nosotros.
—Quiero una audiencia con lord Torm —repuso Adon. Y trató de devolver una mirada de cólera a la mirada de aversión de su interlocutor.
El clérigo calvo trató de disimular la sorpresa que le causaba la audacia de Adon, pero apenas lo logró.
—Se trata de una petición que no se puede tomar a la ligera. Además, ¿por qué el dios de la Lealtad iba a recibir a un desagradecido infiel como tú?
—¿Por qué no iba a hacerlo? —replicó Adon encogiéndose de hombros—. He sido testigo de unas escenas que sólo un dios o una diosa podrían interpretar o apreciar.
El hombre calvo levantó una ceja.
—¿Por ejemplo?
Adon apartó la mirada. El clérigo sabía que tenía que escoger las palabras con sumo cuidado.
—Dile al dios del Deber que he visto a lord Helm en lo alto de una Escalera Celestial. He oído la advertencia que el guardián hacía a los dioses caídos.
Los labios del hombre calvo se separaron y emitieron un gruñido. Luego levantó una mano como si fuera a abofetear a Adon, pero se contuvo. El tormita, después de una breve pausa, hizo un esfuerzo para esbozar una débil sonrisa.
—Puesto que has venido a ver a Torm para informarle de todo esto, es posible que mis superiores deseen hablar contigo más detenidamente. —El hombre calvo tomó suavemente a Adon por el brazo y lo llevó fuera de la habitación—. Ven. Te buscaremos un sitio para dormir en los barracones que hay fuera del templo. Es posible que pase cierto tiempo hasta que mis señores encuentren un momento para hablar contigo.
Adon durmió aquella noche en una cama caliente dentro del edificio que había fuera de los muros del templo. Las camas estaban reservadas normalmente para los guardias allí destinados pero, por lo menos aquella noche, había más camas que guardias. Adon logró dormir un rato, no mucho. El resto del tiempo se lo pasó en vela, reflexionando sobre su relación con los dioses y haciendo esfuerzos para apartar de su mente las imágenes de los últimos momentos de Elminster en el templo de Lathander.
Entre sueño y sueño, trataba de escuchar las conversaciones de los guardias situados en la pasarela que había fuera de la verja. Si se concentraba, el clérigo podía escuchar retazos de conversaciones y de palabras intercambiadas fuera de su ventana. La mayor parte de las conversaciones se referían a mujeres y bebidas, pero algunos comentarios llamaron la atención de Adon.
—Haber visto el rostro de lord Torm es suficiente. Comprendo a quienes han tocado incluso su manto... —dijo alguien en tono reverente.
Adon sintió náuseas. Aquella voz le había dado lástima, estaba cargada de temor. ¿Habría utilizado él el mismo tono si Sune se le hubiera aparecido? En otro tiempo, quizá, pero en aquellos momentos en absoluto.
Unos minutos después, otras dos personas se detuvieron junto a los barracones.
—¡Una conversación peligrosa! —dijo una mujer con voz asustada—. Que nadie oiga que decís esto. ¿Queréis desaparecer como los otros?
Algo más tarde, un hombre dijo:
—He oído hablar de un grupo de adoradores no oficiales de Oghma, el dios del Conocimiento. Tengo sus nombres y direcciones. Con la gracia de Torm, a últimos de semana...
—¡No hace falta molestar a lord Torm con estos asuntos, amigo mío! —espetó otro hombre—. Basta con que me des esa información a mí. Me ocuparé de que la situación se resuelva de forma adecuada...
Por último, antes del alba, un hombre se detuvo fuera de la ventana de Adon.
—No debe enterarse nunca —dijo el hombre con una voz cascada—. Todo se ha hecho por él, todo se ha hecho en su nombre —hizo una pausa—, pero dado que lord Torm ha estado fuera del mundo tanto tiempo, es posible que no llegase a comprenderlo. Jamás debe saber todo lo que ha ocurrido. —Luego el hombre se alejó.
Acababa de amanecer cuando Adon advirtió de pronto que un clérigo entraba silenciosamente en el barracón y estaba a menos de tres metros de su cama. Después de levantarse, Adon llevó a cabo el saludo ritual y respiró aliviado cuando el sacerdote le devolvió la reverencia. Aquel tormita era muy alto, llevaba el cabello color platino peinado hacia delante, casi tocándole las plateadas cejas, sus ojos eran de un azul celeste y tenía una sonrisa tan calurosa que tranquilizó inmediatamente el ánimo de Adon.
De pronto cayó en la cuenta de que iba despeinado y tenía el cabello bastante sucio, tan vez incluso pegajoso en algunos puntos, así que trató de peinarse con una mano. El sacerdote lo miró con regocijo, Adon se echó a reír y dejó de darle importancia a su aspecto.
—He dormido vestido, mi pelo está todo revuelto y no he comido desde ayer —dijo Adon suspirando—. Supongo que no soy lo que esperabas de un clérigo de Sune.
El sacerdote le puso una mano en el hombro y lo llevó fuera del pequeño edificio, luego cruzaron la caseta de los guardias y se introdujeron en la galería que llevaba al templo de Torm.
—No te preocupes, Adon de Sune —murmuró el sacerdote con tono tranquilizador—. No vamos a juzgarte por tu apariencia. En cuanto al desayuno, he dispuesto que nos lo lleven a mi cuarto. Lo compartiremos y te explicaré todo lo que tienes que saber.
Adon y el sacerdote de pelo entrecano entraron en el templo por una verja. Miles de guanteletes de piedra flanqueaban la entrada y Adon sintió un escalofrío cuando rozó uno de ellos. El clérigo apóstata tuvo la sensación de que la piedra podía agarrarlo, podía evitar que alguien sin fe en el dios del Deber entrase en su casa. Pero, como es de suponer, no ocurrió nada.
Los dos hombres atravesaron un largo pasillo donde había puertas de roble a cada lado. Un guantelete pintado adornaba cada puerta y cánticos y plegarias se filtraban a través de todas ellas.
El pasillo se bifurcó en dos que se cortaban diagonalmente y se extendían a lo largo de seis metros en cada dirección. Estos cortos pasillos terminaban en unas brillantes puertas de roble. El sacerdote giró a la izquierda, siguió el pasillo hasta el final y abrió la puerta. Ésta crujió al abrirse y apareció un cuarto muy simple. Un jergón de paja ocupaba el suelo de la celda y unos devotos cuadros del dios del Deber cubrían las paredes.
El desayuno que había prometido el sacerdote de cabello color platino estaba allí y Adon, sin pensárselo dos veces, se sentó en el suelo. Sobre una bandeja había un plato con pan caliente, queso y fruta fresca. Adon empezó a comer ávidamente, mientras el tormita permanecía de pie y en silencio. Después de percatarse de que el sacerdote lo estaba mirando, Adon dejó la comida y esperó a que el hombre bendijese los alimentos.
Adon se puso a comer de nuevo y el sacerdote se sentó frente a él. El clérigo se sobresaltó al escuchar las primeras palabras del hombre de pelo color platino.
—¿Harás penitencia por no haber bendecido los alimentos? —preguntó el tormita con amabilidad.
Adon se puso lívido y se atragantó con un trocito de pan que tenía en la boca. Tosió varias veces y luego sacudió vigorosamente la cabeza.
El sacerdote se inclinó hacia delante.
—Entonces, Adon, es cierto que ya no eres clérigo.
Adon comprendió que aquello no era más que otra sesión de interrogatorio y se empezó a marear. Volvió a dejar en el plato el trozo de pan que estaba comiendo.
El sacerdote frunció el entrecejo.
—Un clérigo no es nada sin fe, y tú tienes muy poca. —Hizo una pausa y escudriñó los ojos de Adon—. ¿Has venido aquí en busca de orientación? ¿Es por esto por lo que has inventado ese cuento disparatado de que tenías que transmitir un mensaje a lord Torm? —preguntó el sacerdote con voz compungida.
—Es posible —murmuró Adon. A fin de ocultar su creciente temor, trató de adoptar una expresión tímida y avergonzada.
El sacerdote, con una amplia sonrisa en el rostro, apretó los hombros de Adon.
—Acabas de dar el primer paso para ser aceptado por lord Torm, el dios del Deber. Hoy podrás vagar por el templo en libertad. Puedes abrir cualquier puerta donde aparezca el símbolo de Torm. Todas las demás están fuera de tus límites... por ahora. —El tormita hizo una pausa y dejó de sonreír—. Si haces caso omiso de estas advertencias, serás severamente castigado. Estoy seguro de que me has comprendido.
La maravillosa sonrisa de antes volvió a iluminar su rostro, pero Adon vio ahora algo amenazador en ella.
El clérigo desfigurado carraspeó y trató de devolverle la sonrisa al hombre de pelo color platino, pero no lo consiguió.
—No me has dicho tu nombre —dijo Adon.
—Acaudalado —repuso el tormita con tono festivo—. Dunn Acaudalado, sumo sacerdote de Torm. Y ahora, amigo Adon, alegra esa cara. Fuera de estas paredes ya hay motivo suficiente para sentir miedo y amargura. —El sacerdote se levantó y abrió los brazos—. Mientras estés aquí, el guantelete de lord Torm te protegerá.
Acaudalado ayudó a Adon a ponerse en pie y luego le dio unas palmaditas en la espalda.
—Ahora tengo que marcharme —dijo el hombre de cabello color platino—. Tengo otras obligaciones que atender.
Después de haber salido Acaudalado, Adon se quedó en la habitación todavía un rato, luego se pasó la mañana y parte de la tarde observando unos servicios y unos rituales tan vulgares y corrientes que el clérigo desfigurado no tardó en aburrirse. Adon había sido un gran viajero en su primera juventud. En una ocasión fue testigo de la celebración de un ritual pagano en el borde de un volcán en erupción, un espectáculo a la vez hermoso y aterrador. Aun cuando el clérigo sabía valorar los ritos organizados y perfectamente respetables que los seguidores de Torm llevaban a cabo para honrar a su dios, no estaba en absoluto impresionado.
A media tarde, Adon envió a un mensajero a entregar una nota a Medianoche a la Luna Perezosa. Luego se puso a pasear por un jardín exuberante y solitario que había en la parte posterior del templo. En el centro del jardín había una hermosa estatua de un león de oro que, cuando Adon se sentó en un banco de piedra, parecía mirarlo de forma indolente.
Dejó caer la expresión de alegría que había estado adoptando todo el día y se puso a meditar sobre lo que había visto y oído desde que traspasara las puertas del templo hacía casi veinticuatro horas. Era evidente que estaba sucediendo algo siniestro en el templo y, según todas las apariencias, lord Torm no estaba al corriente de nada. Al igual que todos los dioses caídos, el dios del Deber se había visto obligado a recurrir a una mutación humana. Además, Torm estaba recluido en un palacio, donde sólo sonrisas de adoración atravesaban los muros cuidadosamente protegidos. Adon se estremeció y cerró los ojos.
—Los dioses son tan vulnerables como nosotros —murmuró Adon tristemente.
—Hace tiempo que tengo esa sospecha —dijo una voz con tono tranquilo.
El clérigo abrió los ojos, se volvió y vio al hombre más hermoso que jamás había visto. El color de su cabello era rojo salpicado de ámbar. Una barba y un bigote pulcramente cortados acentuaban su fuerte y aristocrática barbilla. Los ojos que miraban a Adon eran de un azul intenso con manchas púrpura y negras. Mirar el rostro de aquel hombre era como contemplar una puesta de sol.
El hombre sonrió calurosa y sinceramente.
—Soy Torm. Mis fíeles me llaman el «dios viviente» pero, como supongo que ya sabes, no soy más que uno de los muchos dioses que hay actualmente en Faerun. —El hombre tendió una mano enguantada al clérigo.
Los hombros de Adon se hundieron. Aquel hombre no era el dios, sino simplemente otro clérigo que le habían enviado para probarlo.
—¡No me atormentes! Si es otra prueba de mis méritos...
Torm frunció ligeramente el entrecejo, luego hizo un gesto en dirección a la estatua del león. Un rugido llenó de pronto el jardín y el león de oro se puso a caminar hacia el hombre pelirrojo. Torm acarició la cabeza del animal y éste se tumbó sumisamente a los pies del dios caído, el cual se volvió a Adon y le preguntó:
—¿Te basta con esta prueba?
El clérigo desfigurado movió la cabeza de un lado a otro.
—Muchos magos podrían hacer este truco —dijo, seguro de sí mismo.
Torm volvió a fruncir el entrecejo, esta vez de forma más acentuada.
—Además, aunque tu dios viva aquí, eres un loco o un estúpido por tentar a la suerte —añadió Adon—. Es muy peligroso hacer uso de la magia y no tengo ganas de poner mi vida en peligro quedándome en tu compañía. —El clérigo se levantó y empezó a alejarse.
—¡Por todas las Esferas! —exclamó el dios del Deber para luego extender el brazo en dirección a Adon—. ¿Sabes cuánto tiempo hace que nadie se atreve a dejarme plantado? Por encima de todo soy un guerrero y siento un gran respeto por el valor.
Adon lanzó un bufido.
—¡Por favor, déjate ya de guasas, mago! Estoy empezando a cansarme de que me tomes el pelo.
Los ojos del dios se ensombrecieron y el león se levantó y fue a ponerse a su lado.
—Te advierto, Adon de Sune, que aunque respeto el valor no estoy dispuesto a tolerar la insubordinación.
Algo le dijo a Adon que había cometido un error al enfurecer al hombre pelirrojo. Miró a Torm y vio los puntos púrpura y negros revoloteando furiosamente en sus ojos. Asimismo, el clérigo vio poder en aquellos ojos, un poder y una sabiduría que ningún ser mortal podía poseer. En aquel momento Adon comprendió que estaba contemplando los ojos de un dios.
El clérigo agachó la cabeza.
—Lo siento, lord Torm. Yo suponía que vos os desplazabais rodeado de un séquito. Lo último que se me habría ocurrido es encontraros paseando solo por los jardines, sin guardias.
El dios viviente se acarició la barba.
—¡Ah! Veo que ahora tienes fe en mis palabras.
Adon se estremeció. «¿Fe? —pensó amargamente—. He visto a dioses que eran destruidos con la misma facilidad que cerdos en día de mercado. He visto a los seres más adorados por los humanos de Faerun comportarse como verdaderos tiranos. No —pensó el clérigo—. No siento nada parecido a la fe... pero sé reconocer el poder cuando lo veo. Y sé cuándo tengo que inclinarme para salvar la vida.»
El dios del Deber sonrió. Dijo:
—He dejado una imagen sentada en mi trono que se ha quedado allí meditando tristemente. Y yo he indicado que estaba de un humor de perros y que castigaría severamente a quien se atreviese a molestarme.
—Pero ¿cómo habéis conseguido llegar hasta aquí sin ser visto? —preguntó Adon, después de haber levantado la cabeza para mirar de nuevo al dios.
—Los pasillos de diamantes —le explicó Torm—. Empiezan en el centro del templo y se comunican con todas y cada una de las habitaciones. Han sido diseñados como un laberinto, de modo que son pocos los que podemos recorrerlos sin perdernos. —El dios caído hizo una pausa y acarició la melena del león—. He oído decir que tienes un mensaje para mí..., que has visto a lord Helm. —El dios volvió a sentarse y el león se fue echando lentamente a sus pies.
El clérigo, sin mencionar los asesinatos cometidos por Cyric y la afirmación de Elminster, según la cual una de las Tablas del Destino estaba oculta en Tantras, le contó la historia a grandes rasgos.
—¡Bane y Myrkul! —dijo Torm cuando Adon hubo terminado—. Habría debido de imaginar que esos canallas traidores estaban detrás del robo de las tablas. ¡Y Mystra muerta y su poder esparcido por el tejido de magia que rodea Faerun! Unas noticias terribles y asombrosas. —El dios del Deber cerró los ojos y suspiró. Adon podía casi sentir el dolor del dios caído.
Un hombre apareció en el jardín, pero se quedó atónito cuando vio a Adon y a Torm y se apresuró a meterse de nuevo en el templo. El dios del Deber no parecía haber advertido la fugaz aparición del hombre, pero Adon sí se había percatado de ello y supo que el jardín no tardaría en llenarse de tormitas.
El dios abrió los ojos.
—Lamento no poder ayudarte en tu misión por salvar los Reinos —dijo Torm—. Aquí me necesitan. Tengo un deber para con mis seguidores. —Puso una mano sobre la cicatriz de Adon y añadió—: Sin embargo, puedo hacer algo por ti. Tienes que mirar dentro de tu corazón si quieres ver desvanecidos esos pensamientos oscuros y pecaminosos que te consumen y amargan. ¿Qué eras antes de ingresar en tu orden?
El clérigo se apartó del contacto del dios como si se tratara de un fuego abrasador.
—No era... nada —susurró—. Era una carga para mis padres. No tenía amigos de verdad.
—Pero ahora los amigos y los amores alegran tu vida —observó Torm, sonriendo de nuevo—. A juzgar por lo que me has contado, puedes confiar en la maga y en el guerrero. Esto es importantísimo. A cambio, deberías honrarles sirviéndoles fielmente, a ellos y a su causa. Y no podrás hacerlo si te dejas consumir por tu propia tristeza. —Torm apretó con fuerza el puño envuelto en el guantelete—. No desperdicies tu vida compadeciéndote de ti mismo, Adon de Sune, pues si tu corazón está embargado por el dolor, no podrás servir a tus amigos... o a tu dios.
Adon oyó voces procedentes del templo. Llegaba gente. El clérigo desfigurado se acercó al dios del Deber.
—Gracias por compartir conmigo vuestra sabiduría, lord Torm —le dijo en un susurro—. Ahora dejad que cumpla con el deber de ayudaros. No todo es lo que parece en vuestro templo o en Tantras. Hay unas fuerzas susceptibles de destruir la ciudad. Debéis observar a vuestros clérigos y descubrir si están haciendo todo lo que deben para serviros. Que haya sumisión no significa que haya justicia.
Las voces se acercaban. Una docena de sumos sacerdotes salieron al jardín y se pusieron de rodillas ante Torm. El león no dejó de rugir de irritación mientras los hombres farfullaban una serie interminable de problemas que requerían la atención inmediata del dios. Éste se puso en pie y, después de dedicarle una sonrisa a Adon, se dirigió a la entrada del templo más cercana. El león de oro y el grupo de sacerdotes siguieron al dios.
Unos minutos después, Adon fue sacado del jardín y encerrado en un cuarto oscuro desprovisto de muebles. Al clérigo le recordó la celda que había compartido con Medianoche en la torre Inclinada, pero trató de apartar estos pensamientos de su mente y se puso a esperar. Transcurrieron varias horas antes de que un silencioso y hosco guardia le llevase una bandeja con comida.
—No tengo hambre —murmuró Adon, si bien los ruidos de su estómago traicionaban su mentira—. Llévate la comida y dime por qué estoy aquí.
El guardia dejó la comida y se marchó. Una hora después, Adon se lo había comido todo, que consistía en un trozo de pan algo duro y queso. Poco después entró en el cuarto el hombre del cabello color platino. Esbozaba astutamente una amplia sonrisa.
—¡Acaudalado! —exclamó Adon, y se puso de pie.
—Parece que hoy has vivido una gran aventura —dijo el sacerdote. El tono utilizado habría podido resultar adecuado para un niño, pero Adon se sintió insultado—. ¿Por qué no me la cuentas?
—No hay nada que contar —dijo Adon en un susurro y con una mueca que fruncía y oscurecía la cicatriz de su mejilla—. He conseguido mi audiencia con Torm. Ahora puedo marcharme. ¿Por qué tus guardias no me dejan en libertad?
—¿Mis guardias? —dijo Acaudalado sin abandonar la falsa sonrisa—. No, son los guardias de Torm. Ellos sirven al dios del Deber y no hacen más que cumplir su voluntad.
—¿Y estoy retenido aquí por orden suya? —preguntó Adon a la vez que daba un paso en dirección al sacerdote.
—No exactamente —admitió éste mientras se acariciaba la barbilla—. No estás retenido aquí. ¡En absoluto! No hay cerradura en la puerta, no hay guardia fuera. —El sacerdote hizo una pausa y abrió la puerta—. Es cierto que existe el peligro de que te pierdas en el laberinto de Torm antes de que llegues a la salida. Eso sería una verdadera desgracia. Nunca más se ha vuelto a saber nada de algunos que se han perdido en los pasillos de diamantes.
Adon bajó la vista al suelo.
—Comprendo —dijo abatido, luego se dejó caer hasta quedarse sentado en el suelo apoyado contra la pared.
—Sabía que lo comprenderías —indicó Acaudalado con voz suave y confidencial, sin que su luminosa sonrisa dejase de resplandecer en el oscuro cuarto—. Que duermas bien. Volveré a buscarte dentro de unas horas. Hemos dispuesto que te reciba el Sumo Consejo de Torm. Ello debería tranquilizarte el ánimo.
El sacerdote salió de la celda y Adon estuvo un rato considerando lo desesperado de la situación, luego se quedó profundamente dormido, si bien no soñó en absoluto. Al cabo de unas horas, regresó Acaudalado acompañado de dos guardias. Adon estaba dormido y el sacerdote tuvo que sacudirlo enérgicamente para despertarlo.
Mientras seguía a Acaudalado por el pasillo, Adon empezó a trazar un plan. Decidió que se apoderaría del arma de uno de los guardias apenas hubiesen salido de los pasillos y se marcharía del templo a punta de espada. Sabía que quizás era una idea suicida, pero era preferible morir de ese modo que ser ejecutado en secreto. De modo que, mientras iban caminando, vigiló con mucho cuidado a los guardias y adoptó una actitud pueril. Si bien Acaudalado empezó a irritarse ante el parloteo estúpido de Adon, éste advirtió que los dos guardias se iban relajando considerablemente.
Adon estaba a punto de abalanzarse sobre el guardia que tenía más cerca cuando vio a un hombre de barba blanca con una lira al final del pasillo. Sin pensárselo dos veces, el clérigo se apoderó de una antorcha de la pared, se apartó de Acaudalado y echó a correr hacia el anciano. El sacerdote de cabello color platino dio una orden a voz en grito y los guardias salieron en persecución del clérigo desfigurado.
—¡Elminster! —exclamó Adon corriendo por el pasillo—. ¡Estás vivo!
El anciano levantó la vista, alarmado. Había estado discutiendo con otro sacerdote de Torm y una fugaz expresión de sorpresa apareció en su rostro cuando vio a Adon correr hacia él. Luego frunció el entrecejo y se detuvo.
El joven clérigo se paró delante del anciano. La resplandeciente luz de la antorcha bañó el rostro del juglar y el calor de las llamas lo hizo retroceder. Y, aun cuando Adon estaba seguro de haber reconocido al hombre desde la otra punta del pasillo, un examen más minucioso puso de manifiesto que el anciano no era Elminster. El joven desfigurado estaba a punto de darle la espalda al juglar cuando vio que la punta de la nariz de éste empezaba a desvanecerse.
—¡Elminster! —insistió Adon con voz entrecortada cuando los guardias de Acaudalado llegaban a su altura.
El juglar miró a su alrededor, calculó que podía aprovecharse de la confusión de los tormitas y evocó un hechizo antes de que nadie fuese consciente de sus verdaderas intenciones. El aire crujió y un vacilante rayo de energía blanquiazul llenó el pasillo.
—Todos vosotros vendréis con Adon y conmigo hasta que hayamos salido del templo y luego de la ciudadela. Después volveréis aquí y os comportaréis como si nada hubiera sucedido —ordenó Elminster.
Acaudalado, los dos guardias y el sacerdote asintieron sumisamente.
El sabio sonrió. ¡El hechizo de sugestión de masas había salido bien! Asimismo, era el primer conjuro que había dado resultado desde hacía algún tiempo. El anciano mago llegó a la conclusión de que debía de ser la proximidad de la mutación de Torm lo que estaba dando un poco de estabilidad a la magia, pero no dejó por ello de dar las gracias a la diosa de la Fortuna. A continuación indicó a los tormitas que los guiasen a través de los pasillos.
Adon se había quedado paralizado y miraba al sabio con una expresión a la vez de sorpresa y de alivio.
—Elminster, ¿qué estás haciendo aquí?
—Te aseguro que mi intención no era salvar ese pellejo tuyo que no sirve para nada —dijo el mago con un hilo de voz mientras se quitaba un trozo de cera de la nariz—. Por desgracia, no me has dejado otra alternativa. —Elminster empezó a seguir a los tormitas pero, cuando vio que Adon no se movía, se volvió y añadió—: A ti también te ha alcanzado el hechizo. Como te entretengas mucho, igual se me ocurre mandarte en otra dirección que no te va a gustar en absoluto.
Adon siguió al sabio. Se sentía feliz. Empezó a darle vueltas a la cabeza, acudieron a su mente infinidad de recuerdos pero, en definitiva, lo único que sabía era que el hecho de que Elminster estuviese con vida suponía un gran alivio. Lágrimas de alegría corrían por sus mejillas.
—Saca esa sonrisa estúpida de tu rostro y sécate las lágrimas de los ojos —dijo Elminster cuando llegaron al final de los pasillos y salieron al claustro del templo—. No debemos despertar sospechas.
—Pero es que tengo tantas preguntas que hacerte... —empezó a decir Adon casi sin aliento.
—Eso puede esperar —le interrumpió Elminster con cierta brusquedad.
Adon siguió las instrucciones del sabio y, al cabo de poco tiempo, estaban a cientos de metros del templo de Torm. Apenas Acaudalado y sus hombres emprendieron el camino de regreso, ellos se metieron entre la muchedumbre.
Después de unos minutos de abrirse camino a través del gentío, Adon se volvió a Elminster y le preguntó:
—Y ahora, ¿tendrás a bien contestar a mis preguntas?
—Hasta que estemos a salvo, no —fue la respuesta de Elminster.
El alivio de Adon se convirtió de repente en cólera. Cogió al sabio por el brazo y le obligó a detenerse. Se hallaban en una concurrida avenida con tiendas a cada lado que llevaba a la torre más alta de la ciudadela y, desde donde estaban, podían ver sus capiteles dorados.
—Escúchame, anciano sabio —dijo el clérigo desfigurado—, mientras permanezcamos en Tantras no estaremos a salvo. Por muy bien que nos escondamos, el Consejo de Torm nos encontrará. Aquí donde estamos es un lugar tan bueno como otro cualquiera para que te expliques. Y ahora dime lo que quiero saber.
—Suéltame —dijo Elminster con voz tranquila pero con unos ojos entornados como los de un gato a punto de saltar—. Luego te contaré lo que quieras saber.
Adon soltó el brazo del sabio.
—Explícame lo que te sucedió en el templo de Lathander, en el valle de las Sombras. Yo creí que habías muerto... y que había sido por culpa mía —dijo Adon. Con la cólera hirviéndole en la sangre, añadió—: ¡No puedes imaginarte todo lo que he pasado por tu causa!
—Considerando adónde me llevó aquel agujero, puedo imaginármelo fácilmente —dijo Elminster, luego suspiró y apartó la mirada de Adon.
—¡Adon! —se oyó de pronto.
El clérigo reconoció la voz de Medianoche y se dio media vuelta para mirar a la maga. El clérigo fue presa de un horrible presentimiento y volvió a girarse en redondo para agarrar al sabio por el brazo. Adon miró a Elminster. El mago se disponía a perderse entre la muchedumbre que los rodeaba.
—No te alejes de mi vista —dijo Adon.
Elminster, por toda respuesta, frunció el entrecejo y cruzó los brazos.
Medianoche, y Kelemvor, detrás de ella, llegaron a su altura. Cuando la muchacha vio a Elminster le echó los brazos al cuello y lo estrujó de tal forma que casi lo ahogó. El anciano mago protestó y la empujó para que se apartase.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Medianoche mientras se apartaba del mago—. Ayer creí haberte visto, pero llegué a la conclusión de que sólo se trataba de mi deseo vehemente de verte con vida. —Unas lágrimas corrían por el rostro de la maga.
—¡No vuelvas a hacerlo! —gritó Elminster haciendo un gesto con la lira que había olvidado que llevaba.
Kelemvor también se había sorprendido de ver a Elminster, pero a él el hecho de que el sabio estuviese con vida ni le alteraba ni le llenaba de alegría.
—Tienes una voz muy cantarina —comentó sarcásticamente el guerrero—. Es muy lamentable que la utilices para causar tantos problemas.
Adon estaba a unos metros de distancia y observaba al anciano sabio con una furia apenas controlada.
—Ni siquiera pensabas decirnos que estabas vivo. Eres un viejo canalla cruel. Nosotros estamos aquí arriesgando nuestras vidas para llevar a cabo la misión que nos encomendaste...
—Fue lady Mystra quien os encomendó esta misión —le recordó Elminster al clérigo—. Yo me limité a facilitaros el camino.
—Nos buscan por criminales —dijo Medianoche en voz baja—. Adon y yo estuvimos a punto de ser ejecutados por tu muerte en el valle de las Sombras.
—Esa acusación ha sido retirada —murmuró el mago, frotándose el cuello, luego indicó a los héroes que lo siguieran. Los transeúntes estaban empezando a mirarlos y los héroes estuvieron de acuerdo en que era preferible alejarse de allí.
—He estado en el valle de las Sombras —añadió el sabio—. Ya no estáis acusados de mi muerte. Pero está todavía pendiente el asunto de los seis guardias asesinados durante vuestra huida. Tendréis que responder de ello.
—Nos has estado espiando —observó Kelemvor—. Has venido aquí para eso. Para investigar lo que hacemos.
—¿Qué otra cosa podía hacer? —protestó Elminster—. Si las acusaciones que se os imputan son ciertas, no sois dignos de actuar como defensores de Mystra y de todo Faerun.
Kelemvor explicó que había sido Cyric quien había cometido los asesinatos, sin el conocimiento ni la ayuda de Medianoche y Adon. El guerrero indicó asimismo que Cyric trabajaba ahora para lord Black.
—¡No lo sabes con certeza! —rectificó Medianoche mirando furiosa al guerrero—. Cuando llegaste a la casa de Valle del Barranco donde nos habían dado cobijo, habías fingido trabajar para Bane sólo para escapar de él. Es posible que Cyric se haya visto obligado a adoptar una actitud similar. —La maga se volvió a Elminster—. Yo no lo vi cometer los asesinatos de los que se le acusa y, por lo que yo sé, el valle de las Sombras tiene antecedentes en condenar a gente inocente.
Adon dobló los brazos sobre el pecho y abrió de par en par unos ojos llenos de sorpresa, pero una sorpresa teñida de temor.
—¡Cyric está vivo! Va a venir a por nosotros, Medianoche.
La maga de cabello color de ala de cuervo sacudió la cabeza.
—Adon, no tenemos ninguna prueba...
El clérigo se detuvo en medio de la calle.
—Cyric es peligroso, Medianoche. Y no sólo para nosotros. ¡Después del viaje por el Ashaba, deberías saberlo!
—Sigamos —murmuró Elminster sin dejar de vigilar que no hubiese guardias o sacerdotes de Torm entre la muchedumbre—. Tengo un santuario por aquí cerca donde podréis seguir discutiendo.
Adon se colocó junto a Kelemvor, dispuesto a seguir caminando; Medianoche, por su parte, puso una mano sobre el brazo de Elminster.
—Sí, ahora vamos, pero primero cuéntanos lo que sucedió en el templo de Lathander —instó la maga—. Adon y yo estábamos convencidos de que habías muerto. ¿Cómo pudiste salvarte en el agujero?
Elminster fulminó a los héroes con la mirada.
—¿Tiene que ser ahora?
—Sí —dijo Adon—. Ahora.
El sabio puso los ojos en blanco e indicó a los héroes que lo siguiesen hasta un callejón próximo.
—Por culpa de la inestabilidad de la red mágica que rodea y envuelve todas las cosas, me salió mal el intento de conjurar el Ojo de la Eternidad. Cuando me fijé en el agujero, vi que el hechizo había abierto una entrada a Gehenna, un lugar espantoso lleno de horribles seres propios de una pesadilla. —El sabio hizo una pausa para mirar a ambos lados del callejón—. Yo sabía que la única forma de cerrar el agujero era hacerlo desde el otro lado, donde los efectos del caos mágico eran muy ligeros y lo más probable era que diesen resultado mis hechizos. Dejé que el agujero me introdujese en Gehenna y, una vez dentro, con unos ensalmos cerré la abertura. Sólo hubo un problema.
—¿Te quedaste atrapado fuera de los Reinos? —preguntó Medianoche casi sin aliento y con una expresión maravillada en los ojos.
—No fue tarea fácil escapar de la esfera de Gehenna, donde Loviatar, la señora del Dolor, había instalado su morada antes de que los dioses fuesen desterrados. Me vi obligado a luchar con diablillos, mefitos y todo tipo de seres impíos imaginables. —Elminster se estremeció y se frotó los brazos con ambas manos—. Encontré finalmente una zona donde hasta los monstruos temían poner los pies. Mystra había bendecido un pedazo de tierra de aquella espantosa esfera hace siglos, durante una pelea con Loviatar. —Un clérigo de Torm se destacó de entre la multitud en el extremo del callejón y Elminster empezó a adentrarse más en él—. Cuando regresé al valle de las Sombras, no tuve más que reunir todas las piezas. Y ahora estoy aquí, perdiendo el tiempo de charla con vosotros tres mientras aquel maldito guardia del templo lleva a cabo los preparativos para darnos caza.
Mientras los héroes recorrían distintos callejones en dirección al santuario de Elminster, comentaron lo que cada uno había descubierto. Kelemvor no podía creer que Adon y el sabio hubiesen tenido a Acaudalado en sus manos y lo hubiesen dejado escapar. Pero cuando el clérigo explicó la posición que ocupaba Acaudalado en el templo de Torm, Kelemvor pudo completar el rompecabezas.
—Los sumos sacerdotes de Torm están expulsando de la ciudad a todos aquellos que son leales a otros dioses —susurró el guerrero—. Luego se apoderan de los templos abandonados y los añaden a su patrimonio.
—Es por esto por lo que los sunitas debieron de quemar su templo con todo cuanto no se pudieron llevar —añadió Medianoche—. ¡No querían que cayese en manos de los tormitas!
Adon frunció el entrecejo y se pasó una mano por el sucio y despeinado cabello.
—Por consiguiente, la mayoría de los objetos sagrados confiscados en la ciudad deben de estar escondidos en el templo de Torm.
—¡Exactamente! —exclamó Kelemvor—. Y si, como sospechamos, Bane cambió el aspecto exterior de las tablas y las escondió en uno de los templos, es probable que los tormitas no sepan lo que han confiscado. Sin duda, cuando la vio, Acaudalado pensó que se trataba simplemente de otro objeto sin valor.
—Eso es exactamente lo que yo imagino —observó Elminster, luego entornó los ojos y miró fijamente a los héroes—. Y ésa es la razón por la cual yo estaba en el templo esta mañana.
—¿Coincides con nosotros, pues? —dijo Medianoche, sorprendida.
—Sí, Medianoche. Creo que estáis en lo cierto —dijo el mago de pelo cano—. La Tabla del Destino está escondida en el templo de Torm...
Había habido más actividad en el puerto de la ciudad Valle del Barranco en los últimos cinco días que en los cinco meses anteriores. El robo del Reina de la Noche había causado un gran revuelo en la ciudad. El cuartel general de Bane, antes en la guarnición zhentilesa, había sido trasladado al propio puerto donde las tropas de lord Black controlaban ahora directamente todos los barcos atracados en los muelles.
Se había habilitado una sala del edificio mayor del puerto como sede del ministerio de la Guerra. La sala estaba llena de mapas y de gráficos, todos marcados con los movimientos pasados y futuros de las tropas. Bane estaba en aquellos momentos sentado a la cabecera de una larga y brillante mesa cubierta de mapas y escuchaba los planes y quejas de sus generales. Tarana Lyr, la hechicera, estaba de pie junto a él.
El oficial más cercano del dios caído, un hombre llamado Hepton, se frotó las sienes, cruzó luego las manos y las dejó caer sobre la mesa.
—Lord Bane, debéis hacer frente a los rumores que están circulando por las filas con respecto a Tantras. ¿Es cierto que pretendéis volver a movilizar a nuestras fuerzas cuando apenas acabamos de tomar Valle del Barranco?
—Ello supondría un grave error —intervino Windling, un general de la Ciudadela del Barranco. De entre los otros oficiales zhentileses surgieron murmullos de aprobación.
—¡Basta! —gritó Bane, y dio un puñetazo en la mesa de gruesa madera. El ruido que produjo la mesa al astillarse enmudeció a los hombres. Durante más de un minuto, no se oyó más que la risita de Tarana—. La batalla del valle de las Sombras fue un desastre —prosiguió a continuación Bane en un tono despreocupado y mirando furioso a sus hombres con los ojos entornados—. Fue una derrota inesperada, por supuesto, y las bajas mucho mayores de lo que nadie habría podido prever. —Hizo una pausa y observó a los generales en silencio—. Si bien logramos apoderarnos de Valle del Barranco sin derramar sangre apenas, no pasará mucho tiempo antes de que los ejércitos de Sembia y de los demás valles intenten reconquistar la ciudad.
Los generales hicieron gestos de asentimiento con la cabeza. Bane relajó la mano y se puso en pie.
—Si utilizamos a nuestros ejércitos para atacar Tantras, nuestra victoria aquí no habrá servido para nada. Soy consciente de que la mayoría de las fuerzas de ocupación deben permanecer en Valle del Barranco. —El dios de la lucha sonrió y se pasó una mano por su cabeza pelirroja—. Pero yo soy un dios y los dioses cuentan con unas alternativas a las que los mortales no tienen acceso.
Las puertas de la sala se abrieron de par en par e irrumpió Cyric. Bane levantó la vista y frunció ligeramente el entrecejo. Dentro de la mente de lord Black, Fzoul se puso a gritar furioso a la vista del ladrón de nariz aguileña.
Cyric miró a su alrededor y se dio cuenta del error que había cometido al interrumpir la sesión. El ladrón se apresuró a agachar la cabeza y dar varios pasos hacia atrás.
—Lord Bane, no era mi intención interrumpir...
—¡No importa! —chilló el dios de la Lucha—. No has interrumpido nada importante. —Los generales se miraron unos a otros y empezaron a levantarse—. ¡Yo no he dicho que se haya acabado la reunión! —dijo Bane, y los oficiales zhentileses volvieron a tomar asiento.
—Lord Bane, puedo volver más tarde —se apresuró a proponer Cyric después de haber advertido las miradas airadas de los generales. No le interesaba en absoluto ganarse la antipatía de aquellos hombres.
—Infórmame sobre tu misión —ordenó Bane con voz cargada de impaciencia—. Demuestra a mis generales que la situación de Tantras está bajo control.
Cyric carraspeó.
—No puedo hacer eso.
Bane se inclinó hacia adelante y colocó los puños sobre la mesa. La madera rota crujió bajo el peso del dios.
—¿Qué ha pasado?
—Durrock ha muerto, lo mató Kelemvor —explicó Cyric, todavía con la cabeza baja—. El asesino luchó denodadamente, pero el guerrero pudo burlarlo.
—¿Por qué no mataste tú a Kelemvor? —quiso saber Bane.
—Muerto Durrock, era evidente cuál era mi deber. Tenía que regresar a informaros de que Kelemvor, Medianoche y Adon están en Tantras. —El ladrón tragó saliva y confió en que la otra información que tenía aplacase al dios de la Lucha..., de momento por lo menos—. Y debéis saber, lord Bane, que Tantras se está preparando para la guerra.
Susurros de sorpresa recorrieron la mesa. Bane observó los rostros preocupados de sus generales.
—¡Preparad los barcos y destinad a ellos el menor número posible de zhentileses!
—¡No! —exclamó Hepton—. ¡Eso es un gran error!
—¡Silencio! —gritó Bane—. Es evidente que la noticia de nuestra victoria en Valle del Barranco ha llegado hasta Tantras. La ciudad está preparando sus defensas y no me cabe la menor duda de que pedirán ayuda a sus vecinos si les damos tiempo para ello. —Se inclinó hacia Hepton y lanzó un bufido—. Quiero que dentro de una semana mi bandera esté ondeando sobre Tantras. Quiero que así sea. ¿Has comprendido?
Hepton asintió débilmente con la cabeza, los generales se levantaron y empezaron a salir en fila de la sala. Cyric lanzó un suspiro de alivio y se volvió para marcharse también.
—¡Tú no, Cyric! —ordenó Bane, luego le indicó con un gesto que se acercase. Tarana se agarró al respaldo del sillón de lord Black.
—¿Queréis que lo mate, lord Bane? —preguntó Tarana, con un brillo soñador en los ojos.
—No —contestó Bane con tono indiferente. Esperó a que hubiese salido el último de los generales para seguir hablando y cuando la puerta se cerró, añadió en un susurro—: La Compañía de los Escorpiones sigue bajo tu mando... ¿es así, Cyric?
El ladrón de nariz aguileña asintió y esbozó una ligera sonrisa. Según todas las apariencias, la noticia de los preparativos de guerra en Tantras había alejado la idea del asesinato de la mente del dios caído.
—Quiero que tú y tus tropas os convirtáis en mi nueva guardia personal. Pero entérate bien de una cosa —Bane hizo una pausa para lanzar un bufido y poner una mano sobre el hombro de Cyric—, si algo le ocurre al cuerpo de Fzoul, será dentro de tu piel donde me meta luego y tu cerebro quedará completamente destruido. ¿Lo has comprendido bien? —El dios de la Lucha apretó el hombro del ladrón hasta hacerle crujir los huesos.
Cyric, con una mueca de dolor en el rostro, asintió y se apresuró a salir de la sala.
Lord Black se volvió a la hechicera y señaló la puerta.
—Echa el cerrojo de la puerta y luego llama a lord Myrkul —ordenó antes de sentarse.
La hechicera cerró la puerta y a continuación lanzó un conjuro. Apareció un leve resplandor en el aire y la calavera color ámbar del dios de la Muerte se puso a flotar ante lord Black.
—Te felicito por tu victoria en Valle del Barranco —dijo Myrkul, para luego inclinar ligeramente su cabeza incorpórea.
—Eso carece de importancia ahora —dijo Bane gruñendo—. Tengo que solucionar un problema en Tantras. Voy a mandar parte de mi flota...
El dios de la Muerte esbozó una sonrisa que era más una mueca y dejó al descubierto una hilera de dientes podridos.
—Y yo voy a tener que interpretar un papel en esa batalla —observó fríamente.
—Necesito el poder que me otorgaste en el valle de las Sombras, las energías anímicas de los muertos —dijo Bane, mientras tamborileaba sobre la mesa con los dedos—. ¿Puedes hacerlo?
—Para activar ese hechizo necesito que muera a la vez un buen número de personas —repuso con suspicacia Myrkul, que se frotaba la mandíbula—. En el valle de las Sombras sacrificaste a tus tropas. ¿Quién pagará en esta ocasión por el incremento de poder que pueda otorgarte?
El dios de la Lucha permaneció en silencio un momento, mientras le daba vueltas y más vueltas al problema. Por una parte no podía permitirse el lujo de volver a utilizar a sus soldados y sacerdotes para el hechizo de Myrkul, y por otra necesitaba que las almas se alineasen con su causa, pues, en caso contrario, resultaría difícil controlarlas. Al final se le ocurrió quiénes podrían ser las víctimas del hechizo de Myrkul.
—Los asesinos —dijo Bane en un susurro a la vez que sonreía malignamente—. Los asesinos no han dejado de fallarme desde la noche del Advenimiento. Me fallaron en el bosque del Nido de Arañas, en Valle del Barranco y ahora en Tantras. ¡Por consiguiente todos los asesinos de los Reinos deben morir hasta proporcionarme el poder que necesito!
El dios de la Muerte se echó a reír.
—Te has vuelto tan loco como tu hechicera. Los asesinos son de gran utilidad para mí.
—Ah, ¿sí? —dijo Bane con una ceja arqueada—. ¿Por qué?
El dios de la Muerte frunció el entrecejo y, al hacerlo, sus pómulos sobresalieron de la piel en descomposición.
—Proveen mi reino de almas. Hay una necesidad acuciante de...
—Ah, sí... el reino de la Muerte —dijo Bane con una frialdad pasmosa.
—¿Has estado allí últimamente? —intervino Tarana riéndose histéricamente.
Myrkul guardó silencio un momento. Cuando habló no había rastro de regocijo en su hueca y áspera voz.
—No he venido aquí para que me pongas de manifiesto cosas que ya sé. Ambos hemos sido despojados de nuestros reinos.
—En ese caso, ¿no crees que ninguna medida que pueda ayudarnos a recobrar nuestros hogares legítimos en las Esferas puede ser considerada extrema o inútil? —observó Bane, para luego ponerse de pie.
—Sólo si el esfuerzo no es infructuoso —repuso Myrkul, mientras lord Black se acercaba a su imagen suspendida en el aire.
—¡Yo quiero recuperar la Tabla del Destino que escondí en Tantras, Myrkul! —gritó Bane. Lord Black pensó que ojalá el otro dios estuviese realmente con él en la sala para poder así abofetearlo por su insolencia—. Si ellos descubren esa tabla, unas fuerzas poderosas pueden volverse contra mí... contra nosotros. En el valle de las Sombras fui demasiado confiado y pagué el amargo precio de la derrota. ¡Antes preferiría morir que volver a pasar por una cosa así!
Myrkul se tomó un momento para considerar las palabras de lord Black. Dio la sensación de que su esquelético rostro sin expresión relucía y empezaba a desvanecerse. El dios de la Lucha retrocedió, presa de un pánico apenas controlado. La imagen recobró finalmente toda su fuerza y Bane se relajó. Incluso antes de que el dios de la Muerte hablase, lord Black supo por su mirada que iba a ayudarlo.
—Si tan seguro estás sobre este asunto, te ayudaré a recuperar la tabla —dijo Myrkul, acompañando sus palabras de un gesto de asentimiento.
Bane trató de adoptar una actitud confiada. Se encogió de hombros y comentó:
—Estaba convencido de que ibas a ayudarme.
—No estabas convencido en absoluto —dijo Myrkul con voz áspera—. Y es la única razón que me ha llevado a brindarte mi ayuda. Estoy contento de que hayas dejado de meterte ciegamente en unas situaciones de las que no tienes ni idea. —El dios de la Muerte hizo una pausa y lanzó a Bane una mirada gélida—. Pero hay algo que debes tomar en consideración: es posible que la próxima vez que necesites mi ayuda no la encuentres, lord Bane.
El dios de la Lucha movió la cabeza como si rechazase la amenaza de Myrkul por entrar dentro de la retórica sin sentido. A continuación fingió preocupación y comentó:
—A Bhaal no va a gustarle nada que mates a todos sus adoradores.
—Ya me las entenderé yo con el lord del asesinato —repuso Myrkul, para luego volver a acariciarse la mandíbula en estado de descomposición—. Me pondré en contacto contigo apenas esté todo listo. —El lord de los Huesos hizo una pausa, luego añadió—: ¿Has pensado en la forma que utilizarás para contener la energía anímica que te transmitirá mi hechizo?
Bane no contestó.
La rabia brillaba en los ojos de Myrkul.
—¡Tu mutación humana no pudo soportar ese esfuerzo en el valle de las Sombras y el rito que quieres que lleve a cabo puede proporcionarte mucho más poder que el utilizado entonces! —El dios de la Muerte movió la cabeza y suspiró—. ¿Tienes todavía la estatuilla de obsidiana que utilicé para contener tu esencia en la Frontera Etérea?
—Sí —contestó Bane, en cuyo rostro apareció una expresión de perplejidad.
—Esto es lo que debes hacer —le dijo Myrkul.
El dios de la Muerte se puso a enumerar una serie de complejas instrucciones y obligó al dios de la Lucha y a su loca hechicera a repetirlas varias veces. Cuando el dios de la Muerte tuvo la certeza de que Tarana y Bane sabían cómo prepararse para el rito, su imagen desapareció, en medio de un resplandor de luz gris y de una humareda fétida amarilla y negra.

15
La Tabla del Destino

En una sala oscura, rodeado por una docena de sus más fíeles adoradores y sumos sacerdotes, lord Myrkul observaba el escenario de cinco niveles que se había montado para la representación. Unas losas de mármol negro y esmeralda que flotaban en el aire formaban una escalera; sus cinco escalones servirían para cada una de las cinco ceremonias que el señor de los Huesos debía llevar a cabo para dar muerte a todos los asesinos de Faerun y otorgar a Bane la energía de sus almas.
El dios de la Muerte oyó, procedente de un lugar cercano, los gritos desgarradores de las almas que aclamaban por la libertad. Myrkul se estremeció y recordó su morada perdida, su castillo de los Huesos en los Infiernos. Y aunque los gritos que escuchaba los proferían unos adoradores infieles que estaban recibiendo su justo castigo y distaban mucho de ser tan espeluznantes como los chillidos de los confinados en su reino, con todo disfrutaba oyéndolos.
—Sacerdotes, prestad atención —se oyó la voz de Myrkul después de apartar de su mente los recuerdos de su hogar.
Acto seguido, levantó sus huesudos brazos y se dirigió a la primera grada. Unos hombres vestidos con mantos, portando unos cetros afilados hechos de huesos, se acercaron y pusieron sus ofrendas en las manos del dios caído. Luego cada uno se arrodilló delante de Myrkul, levantó la barbilla y dejó el cuello al descubierto.
El señor de los Huesos empezó a cantar con voz hueca y áspera y al momento los hombres que tenía a sus pies se unieron a su cántico. Cuando sus voces profundas fueron alcanzando un crescendo que llenaba la estancia, Myrkul les fue abriendo la garganta uno a uno con los cetros. Los cuerpos se desplomaron hacia delante, con las bocas abiertas como si estuviesen protestando en silencio ante la inesperada agonía de sus últimos momentos.
Lord Bane esperaba en un almacén abandonado en el puerto de Valle del Barranco, lejos de las cámaras ocultas de Myrkul. Tarana Lyr estaba detrás del dios de la Lucha y, junto a él, Cyric y cinco miembros de los Escorpiones, la nueva guardia personal de Bane. Slater estaba al lado de Cyric y Eccles se mantenía algo apartado mirando fija y acerbamente al dios caído. Todos los Escorpiones iban armados hasta los dientes.
La estatuilla de obsidiana se hallaba en el centro del almacén y parecía un juguete. Una serie de complicadas runas cubrían el suelo que rodeaba la figura. Los extraños y místicos signos surgían de la estatua para extenderse y llenar todo el almacén.
—Ven, Myrkul, no tengo todo el tiempo del mundo —murmuró Bane, y una sombra pasó por delante de una ventana abierta.
Lord Black miró en dirección de la estatua con expectación y, en aquel momento, una columna de arremolinada luz verde y ámbar atravesó el techo y envolvió la figura de obsidiana.
—¡Por fin! —exclamó Bane, y levantó los puños—. Ahora tendré verdadero poder...
En aquel momento, lejos de Valle del Barranco, al pie de unas montañas situadas al oeste de Suzail, se reunían doce hombres alrededor de una larga mesa rectangular que antaño el antiguo señor del castillo, Dembling, utilizaba para sus banquetes. Lord Dembling y su familia habían muerto asesinados por Cuchillos de Fuego, un grupo clandestino de asesinos que habían jurado matar al rey Azoun IV de Cormyr y se habían apoderado de aquel pequeño castillo próximo a su reino para utilizarlo como base de operaciones.
El cabecilla de la reunión, un hombre de ojos oscuros y nariz respingona, llamado Rodrigo Tem, estaba harto de las absurdas riñas que habían dado al traste con todos sus intentos de convertir su banda de asesinos en una compañía ordenada que produjera grandes beneficios.
—¡Camaradas asesinos, esta discusión no nos lleva a ninguna parte! —declaró Tem, y dio un golpe en la mesa con la empuñadura de su cuchillo para llamar la atención de sus hombres.
Antes de que pudiera añadir algo más, se le desorbitaron los ojos y su cuerpo quedó envarado. Una luz verde y ámbar brotó en el pecho del hombre de nariz respingona y se fue esparciendo por toda la sala como un rayo. En unos segundos, las llamas místicas procedentes del pecho de Tem traspasaron los corazones de sus camaradas. Todos los asesinos se desplomaron, sin vida.
Merodeando por unas callejuelas secundarias de Urmlaspyr, una ciudad de Sembia, Samirson Yarth distinguió a su presa y sacó su daga. Yarth era un asesino a sueldo con un historial impresionante. Aquel a quien él quería hacer su víctima no escapaba a su espada. Yarth había puesto fin a tantas vidas que se había ganado incluso la atención personal de su divinidad, lord Bhaal, en más de una ocasión.
Aquel día en particular el asesino estaba disfrutando de la caza. Su presa era un artista de circo del que se sospechaba había seducido a la esposa de un oficial municipal de alta graduación. El que había contratado sus servicios, un hombrecillo de aspecto apacible llamado Smeds, le había prometido el doble de sus honorarios habituales si lograba llevarle el corazón todavía caliente del artista.
Yarth vio a su víctima saltar por la ventana abierta de una casa. El asesino siguió al joven hasta la penumbra y allí, el artista se percató de que estaba arrinconado. El asesino vio el miedo reflejado en sus ojos y Yarth levantó su arma.
De repente, una luz cegadora verde y ámbar salió del pecho del asesino y su cuchillo cayó al suelo a unos metros de la víctima. Samirson Yarth no pudo llevar a cabo el trabajo encomendado.
Al otro extremo de los Reinos, en la ciudad de Aguas Profundas, se había apoderado del lord del asesinato una sensación distinta a cualquiera otra que él hubiese conocido. El dios de los asesinos sintió un gran desconcierto y, por un instante, supo lo que era el miedo verdadero. El dios caído salió corriendo de sus aposentos y se encontró con Dileen Shurlef, un asesino que lo servía fielmente como ayuda de cámara. Cuando Bhaal iba a abrir su boca torcida y repugnante para hablar, una luz verde y ámbar llenó el vestíbulo. Shurlef no dejó de gritar mientras era despojado de su alma. Con una certeza aterradora, Bhaal comprendió exactamente lo que estaba ocurriendo.
En el almacén de Valle del Barranco la mutación de obsidiana había alcanzado una altura de más de quince metros, pero el crecimiento de la estatua mágica no parecía detenerse, una constante ráfaga de luz verde y ámbar cada vez mayor penetraba en el almacén y se introducía en la figura negra.
Bane contemplaba aquella forma que no tardaría en convertirse en su nueva mutación como si estuviese en trance.
—Myrkul se está preparando para subir al último escalón —le susurró lord Black a Tarana.
La hechicera retrocedió e indicó a los Escorpiones que hiciesen lo mismo. Junto a Cyric, Slater maldecía a sus manos por haberse puesto a temblar.
—Lord Bane está en comunión con Myrkul —comentó Cyric en voz baja—. Es exactamente lo que dijo que sucedería.
El dios de la Lucha abrió los brazos ante los Escorpiones y una lengua de fuego color verde y ámbar lo rodeó.
—Cuando abandone esta mutación su carne será débil, su mente estará desorientada. Tarana, tú te quedarás para salvaguardar a Fzoul y proteger mis intereses en el valle de las Sombras.
—¡Yo daría mi vida...! —empezó a decir ella en voz en grito.
—Ya lo sé —murmuró Bane, levantando una mano para detener los juramentos de lealtad de la loca—. Y un día lo harás. Consuélate con esto, por el momento voy a dejarte.
Una nube de color negro con irisaciones rojizas surgió de la boca de Fzoul y se precipitó hacia la mutación de obsidiana, dejando detrás de sí una franja de llamas verdes y ámbar. Del sacerdote pelirrojo brotó un débil quejido y cayó hacia atrás, en los brazos de Tarana. La esencia del dios de la Lucha penetró en la gigantesca estatua y se oyó un grito aterrador. El grito resonó en toda la ciudad y estuvo a punto de dejar sordos a quienes estaban en el almacén.
Los brazos de la estatua se fueron levantando lentamente y la nueva mutación de Bane se apretó la cabeza y, a pesar de que todavía no tenía boca, siguió gimiendo. Unas púas afiladas, parecidas a las de la armadura de Durrock, empezaron a salirle de los brazos, del pecho, de las piernas y de la cabeza de la mutación de obsidiana. Las nieblas en remolino dejaron finalmente de moverse por la habitación y los agitados colores que había dentro de la estatua dejaron de ser ámbar y verde para convertirse en un negro rojizo.
En el rostro de la estatua apareció una boca con una sonrisa malvada e impúdica, y un par de resplandecientes ojos rojos. Bane dejó de gritar y bajó la mirada a sus manos.
—Hueco —dijo con una voz que sólo podía ser la de un dios—. Mi mundo está hueco. Mi cuerpo...
Cyric, incrédulo, no podía apartar los ojos del dios de la Lucha y su corazón amenazaba con salírsele del pecho. El ladrón de nariz aguileña pensó lo maravilloso que sería tener aquel poder. Al precio que fuese, algún día él se enfrentaría a seres como Bane.
Lord Black se echó de pronto a reír. Un estruendo aterrador y cavernoso llenó el almacén.
—Soy un dios. ¡Por fin vuelvo a ser un dios!
La gigantesca mutación del dios de la Lucha se precipitó hacia delante y atravesó la pared frontal del almacén como si fuera una hoja de papel. Los Escorpiones, a excepción de Cyric, ayudaron a Tarana a sacar a Fzoul del almacén antes de que se derrumbase el techo.
Los zhentileses llegaron a la calle a tiempo de ver a Bane en el extremo del puerto. Un difuso halo verde y ámbar envolvía al dios de la Lucha, en la orilla del estrecho del Dragón. Miraba en dirección a Tantras. El dios caído estaba convencido de que nada podía impedir que recuperase la Tabla del Destino.
La repentina muerte o desaparición de todos los adoradores de Bhaal que frecuentaban la taberna Cosecha Misteriosa —de hecho, todos los asesinos que vivían en Tantras—, trastornó profundamente a Acaudalado y a los otros miembros del consejo. A pesar del culto blasfemo que profesaban, los asesinos habían demostrado ser de valiosa ayuda y a los miembros del consejo, normalmente unidos, les estaba resultando bastante difícil localizar hombres dispuestos a desalojar de la ciudad a los herejes a cambio de unos honorarios.
Además, el consejo tenía otros problemas. Algunos miembros habían sugerido recientemente que Torm debería estar al corriente de las acciones que estaban llevando a cabo para unificar a la ciudad. Pero como Acaudalado acababa de indicar al consejo, hacía muy poco tiempo que el dios del Deber había tomado posesión del cuerpo de un mortal y podía no comprender las lamentables medidas que tenían que tomar para convertir a la mayoría de la población o librar la ciudad de impíos. De hecho, los miembros del consejo habían permanecido unidos por su causa hasta que Acaudalado recomendara que contratasen asesinos para acabar con los ciudadanos poco dispuestos a convertirse o marcharse.
Luego, los miembros del consejo que no habían comprendido el verdadero valor de los planes de Acaudalado también fueron asesinados. El sumo sacerdote había ordenado estas muertes con el mismo celo con que había tramado la muerte del capitán del puerto y el fallecimiento de varias docenas de rebeldes. Además, Acaudalado creía sinceramente que, con todo aquel derramamiento de sangre, estaba sirviendo a lord Torm.
De hecho, cuando llegó la orden de que se presentase ante lord Torm, Acaudalado acababa de enterarse de que algunos de sus hombres habían acabado con la pequeña secta de adoradores de Oghma existente en la ciudad. El sumo sacerdote salió de su cuarto y se dirigió a la sala de audiencias con paso ligero y la seguridad de que todo lo que había hecho a lo largo de los años había sido por el bien de su dios. También sabía que Torm acabaría agradeciéndoselo. Al fin y al cabo, la Tabla del Destino estaba cuidadosamente escondida en la cripta del templo y el sumo sacerdote tenía previsto, una vez que la ciudad estuviese unida bajo el dios del Deber, entregar la tabla a Torm. Su dios podría entonces volver triunfalmente a las Esferas, con toda una ciudad de devotos adoradores detrás de él.
Acaudalado sonrió ante esta idea, pero la sonrisa desapareció del rostro del hombre de cabello color platino cuando entró en los aposentos privados de Torm y encontró a un nutrido grupo de gente allí reunida. Al reconocer a los doce miembros del consejo, y a muchos de sus subordinados, a Acaudalado le dio un vuelco el corazón. Las puertas se cerraban de golpe detrás de él cuando distinguió a cinco ancianos, ciegos de cólera, de pie en un rincón.
«Los adoradores de Oghma —pensó Acaudalado con el alma en un puño—. ¡Los seguidores del dios del Conocimiento están vivos! ¡He sido traicionado!»
Completaban la asamblea unos guardias armados hasta los dientes. Lord Torm estaba sentado en su trono, un guantelete de piedra gris con la palma descansando paralela al suelo. El león de oro, a quien el dios del Deber había dado vida el día que habló con Adon en el jardín, se paseaba de arriba abajo a sus pies. Había sido el propio Acaudalado quien había colocado allí la estatua después de haberla sacado del templo abandonado de Waukeen.
El león rugió y Torm se inclinó hacia delante para dirigirse a sus seguidores.
—No sé por dónde empezar —dijo el dios del Deber en voz baja y cargada de emoción—. El pesar y la indignación que experimento no se puede medir según los criterios humanos. Si hubiese estado al corriente de las atrocidades que este consejo ha cometido en mi nombre cuando yo estaba todavía en las Esferas, habría utilizado mi poder para convertir este templo en cenizas. —Acaudalado se preguntó cuánto sabía realmente Torm, y todo su cuerpo se puso a temblar. Sintió ganas de echar a correr, pero el sumo sacerdote sabía que no había ningún sitio adonde ir, ningún sitio donde esconderse.
—Durante los tres últimos días, mi mutación mortal me ha ayudado a representar una farsa —siguió hablando Torm a la asamblea de traidores, y dio un puñetazo en el brazo del trono con el puño envuelto en el guantelete—. Mientras él estaba sentado aquí en mi trono, yo he tomado posesión de los cuerpos de algunos de mis verdaderos adoradores y me he enterado de primera mano de cómo está la situación en Tantras. —Torm hizo una pausa y apretó los dientes—. Lo que he descubierto me ha afectado hasta lo más profundo de mi alma. No hay castigo bastante para lo que ha hecho este consejo, pero os voy a decir una cosa, seréis castigados .
A Acaudalado se le doblaron las piernas y cayó de rodillas. Los miembros del consejo se apresuraron a imitarlo. Acaudalado pensó desesperadamente en la Tabla del Destino. ¡Era posible que Torm no estuviese aún al corriente del paradero de la tabla! ¡Todavía quedaba una posibilidad de salvar su causa sagrada!
—¡Todo lo que hemos hecho ha sido en tu nombre! —exclamó el sumo sacerdote de cabello color platino—. ¡Por tu honor, lord Torm! ¡Por tu gloria!
Torm se levantó del trono como una exhalación y el león de oro dio un rugido que heló la sangre de los presentes. El dios recorrió con paso rápido la distancia que lo separaba de Acaudalado, luego cogió a éste por la garganta con la mano izquierda y lo levantó del suelo.
—¿Cómo te atreves a decir eso? —gritó el dios del Deber, para luego levantar el puño derecho y disponerse a golpear al sacerdote.
Un terror visceral se apoderó de Acaudalado y dejó escapar instintivamente una súplica:
—¡Tenemos la Tabla del Destino, lord Torm!
Torm se quedó mirando al mortal un momento, luego lo dejó caer al suelo.
—¿Cómo es posible que tengáis la tabla?
—Estaba escondida en la cripta bajo el templo. La encontré la noche del Advenimiento, cuando las bolas de fuego rasgaron el cielo y la que llevaba tu esencia sagrada fue a estrellarse contra el templo. En aquel momento yo no podía saber qué era ese objeto, pero...
—Pero yo te expliqué entonces por qué los dioses habían aparecido de pronto en Faerun y tú comprendiste la grandeza y el poder del objeto que habías encontrado —dijo Torm con los ojos cerrados—. ¿Qué tenías previsto hacer con la Tabla del Destino, Acaudalado? ¿Ibas a venderla al mejor postor? ¿A Bane y a Myrkul, quizás?
—¡No! ¡Ten piedad de nosotros! —imploró Acaudalado—. Permítenos demostrarte nuestra lealtad para contigo, lord Torm. ¡Todo lo que ha sucedido ha sido en tu nombre!
El dios se estremeció y bajó la vista a Acaudalado, que temblaba a sus pies.
—No vuelvas a decir eso —susurró Torm—. ¿Qué sabes tú de mis deseos?
El dios caído apretó el puño de la mano cubierta con el guantelete, dio la espalda al consejo y se encaminó al trono. Se sentó y trató de ahuyentar la cólera que le embargaba, pero le fue imposible dejar de temblar de rabia. Torm comprendió repentinamente la envergadura del daño causado por Acaudalado y su plan perverso. Durante todo el tiempo en que el caos había sacudido los Reinos y el sufrimiento había hecho presa en las personas buenas, el dios del Deber había tenido a su alcance el medio para arreglar la situación, para cumplir el deber que tenía para con lord Ao. ¡Y sus sacerdotes se lo habían ocultado, supuestamente por su propio bien!
Torm, observó a los asustados sacerdotes y a los atemorizados guardias y, por primera vez, se vio con sus ojos. El dios del Deber comprendió que para ellos él era únicamente otro tirano poco comprensivo, nada más que un déspota muy poderoso por el que harían cualquier cosa con tal de complacerlo.
—Pensábamos entregarte la tabla cuando llegase el momento oportuno. Íbamos a... —empezó a decir Acaudalado con un hilo de voz.
—¡Silencio! —le interrumpió Torm.— ¿Dónde está ahora la Tabla del Destino?
—En la cripta —contestó Acaudalado con voz queda—. Evoqué un hechizo de espejismo a la tabla a fin de cambiarle la apariencia y unas guardas místicas la protegen.
El dios del Deber volvió a levantarse y señaló a Acaudalado .
—Tú y tu consejo permaneceréis bajo arresto hasta que decida lo que voy a hacer con vosotros. Guardias, lleváoslos...
Un mensajero, con los ojos desorbitados, irrumpió en la sala.
—¡Lord Torm! ¡Se ven barcos zhentileses en el horizonte! ¡Vienen hacia aquí!
Los sacerdotes lanzaron un grito al unísono y se levantaron. El mensajero se detuvo en seco cuando vio al león de oro a los pies del dios del Deber.
—Sigue —ordenó Torm—. ¿Hay algo más?
El mensajero tragó saliva y continuó hablando, aunque sin apartar los ojos del león.
—Hay algo más en el estrecho del Dragón. Un gigante negro de más de quince metros de altura. ¡El goliat lleva una armadura con púas, como las de los asesinos de lord Black!
—¡Bane! —gritó Torm. El león rugió y se incorporó—. ¡Viene a buscar la Tabla del Destino!
El dios caído permaneció en silencio un momento, mientras reflexionaba sobre la situación de la ciudad. Al cabo de un rato, dijo:
—Llamad a todos mis fieles. Quiero reunirme con ellos fuera del templo dentro de una hora.
—¡Nosotros somos tus fieles! —exclamó Acaudalado, que daba un paso en dirección del dios del Deber.
Torm fulminó con la mirada al que había sido su sumo sacerdote.
—Todos y cada uno de vosotros vais a tener la oportunidad de demostrarlo dentro de una hora. —Hizo un gesto a los guardias y añadió—: Llevadlos al templo y vigiladlos. Que alguien vaya a decirles a los soldados que se preparen para defender el puerto de los barcos zhentileses, de lord Black me ocuparé yo mismo.
Mientras esperaba a que sus fieles estuviesen congregados en el templo, el dios estuvo trazando un plan y la hora transcurrió rápidamente para él. Pasado ese lapso de tiempo, subió a un estrado y recorrió con la mirada la multitud de sacerdotes y guerreros reunidos ante él. El consejo de Torm estaba allí, con las muñecas y los tobillos encadenados.
—No tenemos tiempo que perder —empezó a decir el dios del Deber con voz sonora—. Sin duda todos vosotros estáis ya al corriente de que nuestra ciudad va a tener que enfrentarse en breve a un ataque por parte de las fuerzas zhentilesas. Lord Bane, el dios de la Lucha y de la Tiranía, conquistador de Valle del Barranco, se acerca al puerto de nuestra ciudad bajo la forma de un guerrero gigantesco. —El dios caído hizo una pausa y escuchó los asustados y excitantes murmullos de los congregados. Al instante, añadió—: Yo puedo detener a Bane pero, para hacerlo, necesito el poder que sólo vuestra fe... y vuestro sacrificio pueden proporcionarme.
Aumentó el estruendo producido por la multitud y Torm levantó su mano cubierta con el guantelete reclamando silencio.
—Mi avatar se ha ofrecido a ser el primero en proporcionarme su esencia. —Una profunda tristeza apareció en los ojos del dios del Deber—. Si queremos evitar la destrucción de Tantras, debéis seguir su ejemplo, cumplir con el deber que tenéis como seguidores de mi palabra.
Dichas estas palabras, Torm introdujo las manos en el pecho de su mutación y extrajo el corazón. Un torrente de energía azul celeste empezó a girar alrededor del cuerpo tambaleante del avatar de Torm y luego envolvió, no solamente a la frágil forma humana, sino también al león de oro que se había precipitado a proteger a su amo. Cuando se desvanecieron las luces giratorias, los adoradores de Torm vieron delante de ellos a un hombre de oro de casi tres metros de altura. Tenía la cabeza de un enorme león y la energía crepitaba en su cuerpo.
—¡El deber os llama! —exclamó Torm, y los labios de su nueva mutación bramaron y rugieron—. No habrá dolor. Mis fieles no sufrirán. No tenéis más que aceptar vuestro destino y falleceréis sin percataros de ello.
Una docena de adoradores exclamó al unísono:
—¡Tómanos, lord Torm!
Los adoradores, con unas expresiones de completa felicidad, se desplomaron al suelo. De sus labios ligeramente abiertos salieron unas nieblas azules que se precipitaron hacia el dios del Deber. Torm abrió los brazos y acogió a las almas, las cuales habían perdido su carácter individual para convertirse en una enorme masa de luz que palpitaba. El avatar con cabeza de león absorbió la energía y empezó a aumentar de tamaño.
El templo no tardó en llenarse de cadáveres y el dios caído dominaba cada vez más con su altura, ahora de casi quince metros, los actos que se estaban celebrando. A medida que se fue extendiendo la noticia de la necesidad del dios, empezó a fluir energía anímica hacia la mutación de toda la ciudad. Acaudalado y sus compañeros, los miembros del consejo, estaban entre quienes no habían entregado todavía sus vidas.
—¡Qué hermoso! —dijo uno de los sacerdotes llorando al observar la mutación de oro—. ¡Lástima que por mucho que desee unirme a lord Torm, él no aceptará mi vida!
—¡Qué estúpidos hemos sido! —exclamó Acaudalado—. ¡Perdónanos, lord Torm! ¡Acepta nuestro sacrificio! ¡Permite que te demostremos nuestra lealtad!
El avatar con cabeza de león miró a los miembros del consejo. Ahora que habían comprendido el precio de su error, era evidente su deseo de unirse a él, casi palpable la angustia de sus corazones.
Torm cerró los ojos y abrió los brazos. Acaudalado y el resto del consejo de Torm murieron y sus energías anímicas corrieron a ser abrazadas por la mutación. El dios del Deber absorbió la energía, emitió un profundo y sonoro rugido y atravesó la parte posterior del templo. El avatar con cabeza de león iba al encuentro del dios de la Lucha.
En la proa de un trirreme zhentilés, el Argento, Cyric observaba la ciudad que se veía en el horizonte. El ladrón no pensaba regresar a Tantras tan pronto, pero las órdenes de Bane habían sido claras. Slater y unos cuantos zhentileses bajo el mando de Cyric habían recibido la orden de permanecer en Valle del Barranco, pero la mayoría de los hombres del ladrón habían sido destinados al Argento con la orden explícita de seguir a Bane. Dalzhel, el comandante de uno de los ejércitos de zhentileses que se habían unido a los Escorpiones antes de la muerte de Tyzack, había sido nombrado teniente de Cyric. En aquellos momentos, vestido con una capa negra que el fuerte viento apretaba contra su robusto cuerpo, Dalzhel se acariciaba su frondosa barba negra.
—Te preocupas por nada —observó Dalzhel—. Nuestra victoria está asegurada. Vamos a Tantras bajo el mando directo de lord Bane.
—Claro —repuso Cyric con aire distraído. Cuando se dio cuenta de que Dalzhel lo estaba mirando, el ladrón adoptó la actitud propia de un guerrero seguro de la situación—. Nos bañaremos en la sangre de nuestros enemigos. —Dalzhel siguió mirándolo. Cyric reflexionó un momento, luego comprendió el error que había cometido y añadió—: No debemos tomar las órdenes de Bane a la ligera, por mucho que algunos de nosotros deseemos librar batalla con esos perros y pisotearlos bajo nuestros talones, sólo mataremos a los habitantes de Tantras si nos obligan a atacarlos.
Dalzhel apartó la mirada.
—¿Estuviste en la ceremonia donde Bane adoptó la nueva mutación?
—En efecto —contestó Cyric, que sentía todo su cuerpo recorrido por una ola de calor—. Fue un acontecimiento espectacular. Inspiraba reverencia.
Dalzhel hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Me han dicho que asistieron tres espectadores de Zhentil Keep y que el propio Myrkul estaba presente.
—Esto es una exageración —replicó Cyric, luego se puso a explicarle a Dalzhel todo lo que había presenciado.
Después de llegar al puerto de la ciudad Valle del Barranco, el monstruo de obsidiana que albergaba a Bane se vio obligado a introducirse en el estrecho del Dragón por la parte este, mientras que la flota zhentilesa, formada por cuatro barcos de vela, tres galeras equipadas con remos y el Argento, abandonaron el puerto del Ashaba por la parte sur. Los trirremes eran famosos por su velocidad y facilidad de maniobra y, por consiguiente, no es de extrañar que el Argento no tardase en destacarse de la flota y pasase delante del cabo sureste del valle de las Sombras a tiempo de ver a la mutación gigantesca de Bane introducirse en el agua.
Mientras el avatar se adentraba en el estrecho del Dragón, el sol estaba directamente sobre él. Una luz blanca, brillante como el sol, rodeaba la creación sobrenatural con un halo de luminiscencia cegadora. Sin embargo, a pesar del resplandor, Cyric vio unas neblinas de color negro con irisaciones rojizas que se arremolinaban dentro del cuerpo humeante. El gigante de obsidiana canturreaba ahora con una voz ensordecedora que subía y bajaba al ritmo de los movimientos de la luz carmesí que había dentro de su enorme pecho.
El dios de la Lucha hacía el viaje unas veces caminando, otras nadando por el estrecho del Dragón y sólo podía vérsele la cabeza y los hombros. A causa de las olas que hacía Bane, la flota no podía seguirlo de cerca y el dios estaba siempre muy destacado de los barcos.
En aquellos momentos, mientras Cyric le relataba a Dalzhel el nacimiento de la mutación de obsidiana, la travesía de la flota zhentilesa estaba a punto de llegar a su destino después de dos días de navegación. Bane, tras haberse llevado dos barcos con él para entrar en Tantras por el norte, donde estaba el templo de Torm, se había alejado del cuerpo principal de la flota. Lord Black había justificado su estrategia declarando que iba a destruir a Torm y, así, sumergir a Tantras en el caos.
Cyric sabía que no era así, que lo único que le importaba a Bane era la Tabla del Destino, y el ladrón sabía que la tabla estaba en algún lugar cerca del templo de Torm.
El Argento había recibido la orden de situarse en la parte más septentrional del puerto de Tantras, más cerca del escenario del inminente asalto de Bane al templo de Torm que los otros barcos, enviados éstos a bloquear los límites occidentales de la ciudad. Las órdenes del Argento eran las de permanecer alerta, pero no emprender ninguna acción a menos que ello fuese estrictamente necesario.
No obstante, Cyric tenía sus propios planes.
El santuario de Elminster era una inmunda casucha situada en el barrio pobre de Tantras. Los héroes llevaban casi tres días escondidos allí por temor a los sacerdotes de Torm. Se pasaban las horas discutiendo sobre la forma de recuperar la primera Tabla del Destino.
—Creo que lo mejor sería entrar por las buenas y cogerla —dijo Kelemvor con sarcasmo mientras contemplaba la hoja afilada de su espada. El guerrero recordó de pronto algo que Adon había mencionado sobre el templo de Torm y levantó la vista—. ¿Qué me decís de la sala principal de culto en el centro del edificio? Es posible que la cripta esté allí.
Elminster miraba al techo y sus dedos jugaban distraídamente con su barba.
—Sigues siendo el mismo estúpido que siempre he pensado que eras, Kelemvor —dijo el mago—. La tabla debe de estar en los corredores de diamantes, ésos de los que Torm previno a Adon y con los cuales lo amenazó Acaudalado.
El guerrero murmuró alguna grosería con respecto al anciano mago, pero Medianoche se puso a hablar antes de que Elminster tuviera ocasión de replicar.
—Bien, ¿cómo vamos, entonces, a apoderarnos de la tabla? —preguntó—. Podríamos teletransportarnos o, incluso, abrir una puerta...
El sabio levantó las manos.
—¡Es demasiado peligroso! —replicó—. Dada la inestabilidad del tejido, podéis acabar a un kilómetro bajo tierra o en algún lugar más allá de los cielos. También podríais ir a parar al otro lado de los Reinos, en un lugar como Aguas Profundas... Claro que, de todas formas, no tardaréis mucho en tener que ir allí.
—Es la segunda vez que mencionas Aguas Profundas en los últimos días —dijo Adon un tanto airado—. ¿Por qué crees que vamos a ir allí dentro de poco?
Medianoche entornó los ojos.
—Es verdad. Mencionaste también Aguas Profundas cuando estábamos en el mercado. ¿Por qué?
Elminster se tomó un momento para reflexionar, luego miró a la maga.
—Encontraréis la segunda tabla en la Ciudad de la Muerte, cerca de Aguas Profundas. —El anciano sabio suspiró—. Me enteré de... buena fuente, durante la época que pasé en las Esferas. Pero que seáis capaces de llevar a cabo la misión de recuperar ambas tablas..., eso es ya otro cantar.
Kelemvor dio un puñetazo a la desvencijada pared que tenía junto a él.
—¡No! —exclamó, luego miró a Medianoche—. No vamos a ir también en busca de la otra tabla. No sacamos nada de todo esto. Que vaya el viejo brujo a buscar ese trasto.
—Sigues siendo el mercenario de siempre, ¿verdad, Kelemvor? —replicó Elminster—. Si hay recompensa, vas...
—¡No me hables de recompensas! —gritó Kelemvor—. Ahora que me he librado de la maldición puedo pensar en otras cosas..., como el bienestar de Medianoche y nuestro futuro juntos. Además, aunque me interesase hacer un pacto, tú serías la última persona de Faerun con quien trataría. No cumpliste tu última promesa.
—No estaba en condiciones de hacerlo —dijo Elminster con un tono de voz apesadumbrado—. Si hubieses sido capaz de esperar mi regreso en lugar de ponerte a hacer tratos con lord Black, tus palabras me impresionarían más.
—Iremos también en busca de la otra Tabla del Destino —dijo Medianoche en voz baja, y luego puso una mano en el brazo de Kelemvor—. Pero sólo porque es nuestro deber y decisión nuestra. Me niego a seguir haciendo de peón.
Con las palabras de Torm sobre el deber y la amistad resonando en su mente, Adon se adelantó y dijo:
—Deberíamos esperar unos días antes de tratar de rescatar la tabla. Es preferible que piensen que nos hemos marchado de la ciudad. Luego vamos a buscar la tabla al templo y nos ponemos en camino hacia Aguas Profundas.
—Eso no resuelve el problema de cómo vamos a sacar la Tabla del Destino de la cripta del templo..., si es allí donde está —dijo Kelemvor.
Y los héroes se enfrascaron de nuevo en la misma discusión.
Seguían discutiendo sobre la forma de recuperar la tabla cuando se inició el alboroto en el exterior. Los héroes salieron del pequeño y desvencijado edificio y vieron que toda la ciudad estaba envuelta en un caos. Se había extendido la noticia del llamamiento de la divinidad y los adoradores de Torm, con medallones o trozos de tela donde aparecía su símbolo, salían en tropel de sus casas.
Adon detuvo a un mensajero y le preguntó qué estaba ocurriendo. El hombre desfigurado estaba lívido cuando se volvió a los héroes para informarles.
—Se trata de Torm —les contó el clérigo con voz temblorosa—. Está pidiendo a sus fíeles que acudan al templo. Necesita su ayuda para luchar contra lord Bane, que en estos momentos está viniendo hacia aquí.
Los héroes se apresuraron a encaminarse al templo de Torm. Mientras atravesaban la ciudad, encontraron cadáveres por las calles, pero ninguno tenía señales de herida alguna. Unos vientos sobrenaturales recorrían la ciudad arrastrando unos extraños vapores azules en dirección al templo. Fantasmas del tamaño de un hombre caminaban o volaban hacia los capiteles dorados que se distinguían a lo lejos.
—¡Mirad allí! —dijo Kelemvor señalando en dirección del otro lado de la calle, donde un joven acababa de caerse de rodillas.
El hombre iba vestido con la túnica de los sacerdotes tormitas y gritó:
—¡Por la eterna gloria de Torm! —Luego se desplomó y una llama azul celeste se elevó de su cuerpo y se sumó a los vientos sobrenaturales.
—Será mejor que tomemos unos caballos y vayamos al templo sin pérdida de tiempo —sugirió Elminster señalando un establo.
El propietario y el mozo de cuadras yacían muertos en la calle. Los héroes tomaron cuatro caballos y se metieron por las tortuosas callejuelas a la velocidad máxima que les dictaba la prudencia.
Cuando Medianoche y sus aliados miraron hacia los capiteles de la ciudadela y el templo que había detrás, contemplaron una escena alucinante. Un gigante de piel dorada y cabeza de león se destacaba sobre el templo. Los extraños vientos se dirigían hacia el monstruo y las luces azules que antes habían sido las energías anímicas de los adoradores de Torm eran absorbidas por el cuerpo de éste. El gigante con cabeza de león le dio la espalda al templo y miró hacia la orilla norte de Tantras, que estaba al otro lado de las estribaciones montañosas y de la muralla que protegían la ciudad.
—¡Es Torm! —exclamó Elminster mientras tiraba de las riendas de su caballo—. Ha creado una nueva mutación para luchar con Bane.
—Será mejor que lleguemos al templo antes de que empiece la batalla —le dijo Medianoche al anciano sabio—. Si Torm pierde, Bane se apoderará de la tabla. —La maga espoleó a su caballo y reemprendió la marcha.
Al cabo de unos minutos, Medianoche, Kelemvor, Adon y Elminster habían atravesado la ciudadela y desmontaban delante de la puerta principal del templo de Torm. Las tres verjas estaban abiertas de par en par. Los guardias habían desaparecido de sus puestos, las garitas estaban completamente vacías, el silencio en el interior del templo era sobrecogedor y terriblemente distinto del constante murmullo de cánticos y plegarias que tanto Adon como Elminster habían descrito. Y, como habían imaginado los héroes, las salas estaban llenas de cadáveres.
—Han dado sus vidas por Torm —dijo Adon en voz queda—. Al igual que los demás que hemos visto en las calles. —El clérigo movió la cabeza y guió al grupo a la habitación de Acaudalado.
Mientras se ponía en camino, el clérigo observó:
—Si hay una cripta en este templo, debe de haber una puerta de acceso a ella en la habitación del sumo sacerdote.
Pero cuando Adon llegó a la puerta del cuarto de Acaudalado, un guardia los llamó desde detrás.
—¡Eh, vosotros! ¿Dónde creéis que vais?
—Entra —dijo Elminster en un siseo—. Yo me ocuparé de este imbécil. Tú busca la cripta.
Medianoche se detuvo, dispuesta a protestar, pero Kelemvor la cogió por el brazo y la empujó dentro del cuarto de Acaudalado. Adon cerró la puerta detrás del guerrero.
—Deprisa —dijo el hombre desfigurado—. Buscad una puerta secreta.
Mientras Medianoche y sus amigos buscaban la puerta oyeron reírse a Elminster, y también al guardia. Luego se hizo el silencio en el pasillo. Medianoche fue a abrir la puerta, pero Kelemvor se lo impidió.
—Limítate a buscar la puerta —le dijo—. Luego podrás preocuparte del anciano.
—¡Aquí no hay ninguna puerta! —exclamó finalmente Adon en un tono exasperado.
—En todo caso, ninguna a la vista —comentó Kelemvor con amargura, por lo que se dispuso a sentarse delante de la puerta que daba al pasillo.
Medianoche dejó la bolsa que contenía su libro de hechizos en el suelo y recorrió la espartana celda con la mirada.
—Tienes razón. ¿Por qué Acaudalado iba a dejar esa puerta a la vista? ¡Es probable que esté oculta por la magia!
El guerrero se levantó de un salto y los tres empezaron a dar vueltas por la habitación palpando las paredes. Kelemvor encontró finalmente un hueco en el centro de una de ellas.
—Yo diría que aquí hay una puerta.
Medianoche y Adon examinaron la pared. El clérigo frunció el entrecejo y movió la cabeza de un lado al otro, pero la maga no se desanimó tan fácilmente.
—Creo que se ha utilizado un hechizo de aislamiento para ocultar la puerta —dijo—. Pero ¿cómo saberlo con certeza?
Medianoche sabía que la única respuesta era otro hechizo, pero la idea de hacer uso de la magia, incluso de un simple ensalmo, le ponía la carne de gallina. Desde lo sucedido en el templo de Lathander, cada vez que lanzaba un hechizo temía herir a alguien... o incluso matar a uno de sus amigos. Sin embargo, mientras le daba vueltas al magín, la joven recordó las últimas palabras de Mystra en la batalla del valle de las Sombras.
Utiliza el poder que te otorgué.
Medianoche suspiró y agachó la cabeza.
—Arrimaos todo lo que podáis a la puerta del pasillo. Los dos. —Luego se acercó a la sección de pared que había indicado Kelemvor.
—No lo hagas —rogó el guerrero—. No sabes qué puede suceder.
—Si no lo pruebo no lo sabré nunca —replicó Medianoche—. Además, no hemos llegado hasta aquí para abandonar ahora.
La maga recitó el ensalmo para detectar magia. Una nube blanquiazul de energía saltó de las manos de Medianoche y fue a estrellarse contra la pared. No ocurrió nada por el momento, pero luego la pared empezó a temblar. En la puerta camuflada explotó una energía mística que atravesó sin causarles daño los cuerpos de los héroes y unas dagas de luz blanquísima brillaron en el ojo derecho de Medianoche; la lluvia de luz desapareció tan repentinamente como había aparecido.
Medianoche, delante de la puerta, comenzó a temblar, se tambaleó, lanzó un grito sofocado y exclamó:
—¡Creo que la veo! Veo la puerta de la cripta.
Pero la imagen que veía la maga era extraña, como si hubiese dos escenas superpuestas. Si mantenía abiertos los ojos, veía unos contornos borrosos. Sin embargo, la maga empezó a ver con mayor claridad cuando cerró el ojo derecho. Entonces vio las cosas normalmente. Miraba la pared y veía únicamente piedra y pintura.
Cuando Medianoche cerró el ojo izquierdo y observó a través de la órbita donde las dagas de luz habían resplandecido segundos antes, pudo ver claramente la puerta secreta. De hecho, por ese ojo los objetos físicos como la puerta, la pared o incluso sus amigos, parecían tan fantasmales como las sombras. Sólo la magia del hechizo de aislamiento parecía clara y tangible.
Kelemvor se adelantó hacia su enamorada.
—¡Espera a que vuelva Elminster!
—No, Kel —dijo Adon en un tono dulce a la vez que sujetaba al guerrero por el brazo—. Ahora todo depende de Medianoche. Nosotros no podemos hacer nada.
—Lo que impide que veamos la puerta es un hechizo de aislamiento —indicó Medianoche, cuya voz era opaca y distante como si acabase de despertarse de un sueño. Se tapó el ojo izquierdo con una mano. Se estremeció—. Creo que ahora podré abrirla.
La maga tocó la pared. Kelemvor y Adon vieron aparecer una puerta, que luego se abrió. Una luz pálida salió de la amplia estancia que los héroes distinguían a través de la entrada secreta.
—Veo muchas trampas mágicas dentro —observó soñadoramente Medianoche—. Acaudalado ha trabajado mucho. —La maga entró en la antecámara de la cripta.
Antes de que nadie tuviese tiempo de reaccionar, la puerta se cerró de golpe detrás de ella.
La antecámara era una habitación pequeña, no tendría más de tres metros de ancho por tres metros de largo, y la iluminaban unos globos brillantes colgados en las esquinas. Medianoche se tapó el ojo derecho y miró a su alrededor. No había mucho para ver, por lo menos con el ojo izquierdo. La habitación estaba completamente desnuda, salvo un enorme mosaico del guantelete de Torm empotrado en la pared septentrional y una trampilla en forma de diamante en el centro del suelo.
Sin embargo, cuando Medianoche observó la habitación con el ojo derecho, vio cómo una tupida red de hechizos que, suspendida sobre la trampilla, se extendía por todo el cuarto. Los hechizos colgaban como hebras de seda del techo y de las paredes, entretejidos y palpitantes. Como todas las protecciones parecían tener colores ligeramente diversos, la maga siguió el tejido y el dibujo de algunos de los hechizos más simples e identificó fácilmente a algunos de ellos.
Acaudalado había ordenado se lanzasen una serie de hechizos en la puerta, para proteger de los ladrones lo que allí hubiera escondido. Si la puerta se abría, un hechizo hacía sonar una alarma. Otro hacía aparecer una nube de niebla, para envolver el cuarto y entorpecer la visión. Había un tercer hechizo destinado a mantener la trampilla mágicamente cerrada. Pero cuando Medianoche observó el hechizo de cierre mágico con el ojo derecho, sonrió. Escrita sobre el tejido de magia estaba la contraseña de Acaudalado.
Para asegurarse de que el hechizo de cierre mágico no estaba protegido por otro ensalmo, fue siguiendo su trayectoria. La maga descubrió entonces que algunos de los otros hechizos, el de la alarma y el de la nube incluidos, estaban de hecho conectados con el cierre mágico. Medianoche comprendió que la contraseña podía inhabilitar la serie de hechizos conectados a la cerradura... o activarlos todos.
Y no todos los hechizos que Acaudalado había situado en la trampilla eran tan inofensivos como el de la alarma. Medianoche reconoció el dibujo de un hechizo destinado a volver sorda a la persona que tropezase con él. Otro desencadenaba una trampa de fuego que hacía salir llamas de la puerta. Y lo peor de todo, había un hechizo de debilidad mental conectado a la cerradura. Si se activaba, podía dejar la mente del hechicero en blanco y reducir su inteligencia a la de una criatura deficiente mental hasta que fuese lanzado otro poderoso hechizo para sanar su mente.
La puerta secreta de la celda de Acaudalado volvió a abrirse y Elminster asomó la cabeza y la blanca barba a la antecámara.
—¿Qué estás haciendo? ¡Yo te he dicho que debías encontrar la puerta, no abrirla!
Cuando el anciano sabio estaba a punto de entrar en la habitación. Medianoche vio que el tejido de varios hechizos se tensaba y gritó:
—¡No! Elminster, no entres. ¡Vas a desencadenar las trampas de Acaudalado!
Elminster se quedó inmóvil y contempló la habitación.
—¿Qué trampas? ¡Yo no veo ninguna trampa! —espetó.
—Hay protecciones mágicas. Yo las veo suspendidas sobre la trampilla —explicó Medianoche sin apartar la mirada de la telaraña de hechizos—. No sé cómo, pero yo veo los propios hechizos.
Elminster arqueó una de sus pobladas cejas y se acarició lentamente su larga y blanca barba.
—¿Dices que puedes ver los hechizos? ¿Puedes disiparlos?
Medianoche tragó saliva ruidosamente.
—No lo sé, pero voy a intentarlo. —La maga hizo una pausa y añadió—: Creo que deberías esperar en la habitación de Acaudalado con la puerta cerrada. Si pasa algo y uno de los hechizos... se desencadena, Kelemvor y Adon necesitarán tu ayuda para conseguir las tablas.
—¿Qué podemos hacer? —exclamó Kelemvor desde la celda del sacerdote.
Medianoche oyó suspirar a Elminster.
—Ella tiene razón —dijo solemnemente el anciano—. No podemos hacer otra cosa más que esperar.
Kelemvor se puso a maldecir y Medianoche se lo imaginó paseándose de arriba abajo de la celda a grandes zancadas. Adon, por su parte, permanecía tranquilo junto a la puerta.
—Buena suerte —dijo el clérigo desfigurado en voz baja.
Elminster se apartó de la puerta secreta y Medianoche oyó cómo ésta se cerraba.
La maga se dijo que hasta el momento había tenido bastante suerte con la magia. Ninguno de los hechizos que había lanzado desde que la magia se había vuelto inestable había salido demasiado mal. No había lanzado accidentalmente un rayo a un amigo o perdido un brazo a causa de un hechizo. Por lo menos hasta aquel momento.
A la maga de pelo de color ala de cuervo se le escapó un profundo suspiro y pronunció las palabras que Acaudalado había dispuesto para desarmar la cerradura mágica. «El deber sobre todas las cosas.»
La telaraña de hechizos se estiró y empezó a estremecerse. El tejido dorado del hechizo de cierre mágico brilló un momento, pero luego desapareció el encantamiento. La mayoría de las otras protecciones también desaparecieron. Cuando las hebras dejaron de brillar y se desvanecieron, quedaron todavía dos hechizos suspendidos sobre la entrada de la cripta.
Los hechizos restantes estaban incompletos, los llenaban los huecos que habían dejado los otros a los que habían estado conectados. Si bien la maga no pudo identificar uno de los dibujos, reconoció las hebras negras, parecidas a tendones, que serpenteaban por la estancia. Formaban parte del hechizo de debilidad mental que había visto hacía un rato.
Después de cerrar los ojos y concentrarse un momento, Medianoche pronunció mentalmente el ensalmo destinado a disipar la magia. La maga sabía que Acaudalado debía de haber pagado a un poderoso hechicero para que llenase la cripta de protecciones mágicas, de modo que no confiaba mucho en poder disipar la magia. A pesar de ello, elevó en silencio una plegaria a lady Mystra, consciente sin embargo de que la diosa de la Magia no podía oír su súplica, y evocó el hechizo.
La telaraña verde que era el hechizo que Medianoche no había podido identificar desapareció al instante, pero las espirales negras del hechizo de debilidad mental empezaron a ensortijarse alrededor de ella.
—¡No! —gritó Medianoche y, al borde de la desesperación, repitió el ensalmo.
Una luz blanquiazul llenó la habitación. El hechizo de debilidad mental se había desvanecido.
Medianoche abrió la trampilla en forma de diamante. Una serie de asideros de hierro empotrados en la pared a modo de escalones conducían a un cuartito iluminado por otras dos esferas mágicas. La maga entró en la cripta y se vio rodeada de gran parte de los tesoros de los templos de Tantras. Había unas cajas llenas de platos de oro y de platino, de candelabros de plata y de iconos finamente trabajados. Junto a una pared, arrojado de cualquier manera, había un tapiz de incalculable valor que representaba a la diosa del Comercio. Y, en algún lugar del atestado cuartito, tenía que estar la Tabla del Destino que Bane había escondido unos días antes de que los dioses fuesen expulsados de las Esferas.
Medianoche sabía que la tabla podía estar convertida en cualquier cosa, pero con su visión intensificada podría ver el espejismo lanzado sobre el objeto. Sin pérdida de tiempo, la maga se tapó el ojo izquierdo con una mano y se puso a escudriñar la habitación. Una brillante luz roja se escapó de una pequeña caja que había en un rincón y Medianoche se apresuró a acercarse a ella y abrir la larga tapa de acero. Vio por un instante el espejismo que Acaudalado había escogido para la tabla, un puño ancho envuelto en cota de malla, y la intensidad de luz que surgió de la caja la cegó. Retrocedió dando un traspié.
Al cabo de un momento la maga de cabello negro empezó a ver con claridad. Su ojo derecho recuperó la normalidad y dejó de ver el resplandor de la magia. El mundo aparecía tal y como era en realidad. La maga miró dentro de la caja, la Tabla del Destino estaba delante de ella.
Cogió el objeto y vio que coincidía con la imagen que Mystra le había mostrado antes de morir. La tabla de piedra medía menos de sesenta centímetros y tenía unas runas brillantes esculpidas en su superficie. Después de sujetar el objeto con una mano trepó con cuidado por los asideros de hierro hasta llegar a la antecámara.
Kelemvor levantó la vista al ver a Medianoche aparecer en la puerta secreta y se precipitó hacia ella. Medianoche le tendió el objeto.
—Esto no es la tabla —dijo el guerrero—. ¡Te has equivocado!
Medianoche se sentó sobre el basto jergón de la celda de Acaudalado. Cuando se dio cuenta de lo absurdo que había sido el comentario del guerrero, se echó a reír.
—Es un espejismo —dijo entre carcajada y carcajada—. No tienes más que no creer en el espejismo y verás la tabla tal y como es.
Adon y Elminster se habían acercado también a Medianoche y todos se quedaron un momento observando la Tabla del Destino. Medianoche dejó de reírse y Kelemvor y Adon la ayudaron a ponerse de pie y ella metió la tabla en la bolsa que contenía su libro de hechizos.
Kelemvor, sonriendo de oreja a oreja, abrazó a la maga.
—¡Y ahora debemos marcharnos de aquí antes de que suceda algo peor!
Elminster frunció el entrecejo y movió la cabeza.
—Antes de poneros en camino hacia Aguas Profundas tenéis todavía cosas que hacer aquí. ¿Recordáis lo que sucedió cuando Helm y Mystra lucharon en la Escalera Celestial que hay cerca del castillo de Kilgrave?
—Ninguno de nosotros podrá olvidarlo jamás —repuso Medianoche mientras se echaba a la espalda la talega que contenía el libro de hechizos y la Tabla del Destino—. La devastación se extendió por varios kilómetros a la redonda.
Adon hizo un lento gesto de asentimiento con la cabeza.
—Y si uno de los dioses logra acabar con el otro...
—Tantras quedará destruida —terminó Kelemvor.
Medianoche se volvió al sabio.
—Es posible que haya un medio de salvar a la ciudad, incluso si Torm y Bane se destruyen mutuamente. La campana de Aylen Attricus. Dicen que la campana sólo ha repicado una vez...
—Lo sé —repuso Elminster con voz brusca y una maliciosa sonrisa en sus labios—. Según la leyenda, la campana tiene el poder de crear un escudo sobre la ciudad para protegerla de todo mal. —Se volvió y salió precipitadamente de la habitación—. ¡Debemos ir allí enseguida!
Los héroes echaron a correr detrás de Elminster, pero no lo alcanzaron hasta que se detuvo una vez estuvo fuera del templo.
—La campana está en la cima de la colina meridional de Tantras —indicó Medianoche—. Eso está a una hora de camino a caballo, siempre y cuando pongamos a los caballos a galope tendido. Las mutaciones habrán empezado a atacarse mutuamente mucho antes de que lleguemos allí.
Elminster se apartó unos pasos de los héroes y empezó a gesticular.
—Si vamos a caballo.
El sabio evocó tan rápidamente un hechizo, que los héroes no tuvieron tiempo de protestar. Un intrincado escudo de luz azulada se formó en el aire y los envolvió a los cuatro. Kelemvor fue presa del pánico cuando vio al mago evocar el hechizo, y el temor de que Elminster pudiese estar tratando de teletransportarlos hasta el campanario se apoderó de Adon. Pero el anciano terminó su ensalmo y los héroes seguían delante del templo de Torm.
—¿Estáis listos? —preguntó el sabio. Los héroes se miraron unos a otros llenos de confusión. El sabio frunció el entrecejo—. Cógeles de la mano, Medianoche.
Ésta obedeció a Elminster. Kelemvor empezó a protestar, pero se tragó las palabras cuando vio que el sabio de cabello blanco tomaba la mano de Medianoche y todos se elevaban del suelo. Al cabo de unos segundos, estaban por encima de la ciudad.
—¡Espero que el hechizo no empiece a fallar a medio camino! —exclamó Adon.
Elminster señaló al oeste. La mutación de Torm, toda de oro y con cabeza de león, estaba completamente inmóvil sobre la muralla de la ciudad y esperaba que el avatar con armadura negra del dios de la Lucha saliese del estrecho del Dragón.
—No tenemos más remedio que arriesgarnos —repuso el anciano sabio con voz triste—. Los dioses no iban a esperar hasta que llegásemos a pie al campanario.

16
La batalla de los dioses

Elminster y los héroes volaron sobre Tantras y contemplaban desde arriba el caos que se había apoderado de la ciudad. La gente corría desesperada por las calles y seguían muriendo adoradores de Torm. Cuando entregaban sus vidas al dios del Deber, sus almas —unos rayos azules de luz— recorrían las avenidas formando hermosos dibujos. Luego las almas se mezclaban unas con otras y fluían hacia la mutación de Torm.
Asimismo, toda la fuerza militar de Tantras se había puesto en acción. Los soldados trataban de dirigir a la gente que huía de las mutaciones hacia la guarnición del sur. Sin embargo, la mayoría de los habitantes de Tantras estaba ya corriendo a la desbandada en aquella dirección. En el puerto, los barcos se preparaban para la batalla y se cargaban las catapultas del espigón. La pequeña flota zhentilesa permanecía fuera del alcance de las armas y no hacía movimiento alguno para adentrarse en el puerto.
Kelemvor no había volado nunca y el fino aire de las alturas que acariciaba su rostro lo mareaba y le daba vértigo. El guerrero de ojos verdes levantó la vista y se maravilló de lo cerca que estaba de las nubes y de la gran distancia que debería recorrer antes de llegar al suelo si fallaba el hechizo de Elminster.
También para Adon volar era una novedad, pero él observaba la ciudad, no el cielo. Lo embargaba una extraña sensación de perplejidad. Se preguntó si era así como los dioses veían Faerun desde los cielos. ¿Un mundo lleno de miles de diminutos seres que corrían frenéticamente de un lado a otro? El clérigo se estremeció y cerró los ojos.
Medianoche volvió la mirada hacia el templo y vio a Torm cerca de la costa del estrecho del Dragón, en el borde de un acantilado de gran altura. Una enorme y oscura forma cubierta de púas salía del agua. La maga recordó la batalla de Mystra con Helm cerca del castillo de Kilgrave y una gran tristeza se apoderó de su alma. Medianoche supo en aquel momento que Mystra no sería el último dios que ella vería morir antes de que las Tablas del Destino fuesen devueltas a lord Ao.
Elminster, por su parte, miraba fijamente hacia delante y se concentraba sólo en mantener el hechizo de vuelo.
A corta distancia estaba el claro donde se hallaba el altar de Mystra. Los héroes no tardaron en distinguir el campanario que albergaba la campana de Aylen Attricus. Al cabo de unos minutos, Medianoche y sus aliados estaban al pie del ancho obelisco de piedra.
Medianoche se volvió hacia el norte. Torm permanecía inmóvil y observaba a Bane, que ahora estaba ya en la orilla.
—¡La batalla no ha empezado todavía! —exclamó la maga de cabello color ala de cuervo—. ¡Aún hay tiempo!
El anciano de cabello blanco se precipitó a la entrada del campanario e indicó a Medianoche que lo siguiera. Apenas entró en el campanario, cesaron todos los ruidos. Medianoche se reunió con él. Elminster, perplejo, miró a su alrededor.
Sin perder un segundo de tiempo para explicar el silencio mágico, Medianoche levantó la vista y vio la cuerda enrollada junto a la campana, a casi treinta metros de ellos. Maldijo para sus adentros y subió corriendo la estrecha escalera de caracol que daba a la campana. Una vez arriba, después de mirar por la ventana y ver a lord Black caminar hacia el avatar de cabeza de león, desenrolló la cuerda y dejó caer el extremo para que lo cogiese el mago.
«¡Tañe la campana!», gritó Medianoche para sus adentros, luego hizo gestos frenéticos en dirección de Elminster para indicarle que debía tirar de la cuerda. Desde la ventana, vio que el gigante de obsidiana estaba más cerca de Torm. Kelemvor y Adon aparecieron en la puerta. El silencio sobrenatural los dejó a ambos desconcertados.
Elminster indicó a Medianoche con un gesto que bajase. El anciano no sabía qué reacción iba a desencadenar la campana y no quería que Medianoche fuese herida innecesariamente cuando él se pusiera a tocarla.
Medianoche estaba a unos seis metros del pie de la larga escalera de caracol cuando el sabio se enrolló la cuerda alrededor de las manos y tiró de ella con todas sus fuerzas.
Nada ocurrió, nada.
Elminster volvió a intentarlo, pero la campana no emitió sonido alguno. Ni siquiera se movió. Adon y Kelemvor cogieron la cuerda y los tres intentaron hacer sonar la campana. Siguió sin suceder nada.
Con el rostro congestionado y sudando, Elminster apretó los dientes y señaló a Medianoche, que acababa de llegar. El anciano apartó a Kelemvor y a Adon de un empujón y tendió la cuerda a la maga.
La mujer de cabello negro hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y tomó la cuerda. Su tacto era frío y, cuando la envolvió con sus manos para sujetarla con firmeza, tuvo la sensación de que le ardían las sudorosas palmas. Pensó en los miles de personas de la ciudad que morían a causa de Torm y de Bane y en quienes ya habían entregado sus vidas. En sus temblorosas manos estaba el poder de salvar a la ciudad. Medianoche contuvo el aliento y tiró de la cuerda con todas sus fuerzas.
El tañido que resonó en el campanario fue tan tenue que Medianoche temió haberlo imaginado. Luego la maga notó una ráfaga de viento frío procedente de arriba. Levantó la mirada y vio que la campana estaba ahora rodeada de una suave neblina color ámbar. Sobre la superficie de la campana bailaba una luz negra que salía por los huecos del campanario.
—¡Por regla general uno no se puede fiar de ellas, pero esta vez la profecía se ha cumplido! —exclamó Elminster aplaudiendo a más no poder—. Para salvar la ciudad hacía falta una mujer con poder.
Kelemvor y Adon salieron corriendo del campanario y vieron que la luz negra se extendía hasta unos treinta metros a la redonda. Los rayos de luz se detuvieron como si hubiesen llegado a una barrera. Luego, la luz formó una compleja red de arcos cuyos extremos llegaron hasta el suelo, formando la estructura de una bóveda. La neblina color ámbar se apartó de la campana y llenó los huecos que había entre los arcos de luz, hasta que la zona que rodeaba al campanario quedó envuelta en un escudo misterioso.
El guerrero de ojos verdes corrió hasta el extremo de la bóveda, cogió una piedra y la lanzó a la barrera. La piedra rebotó en la cortina ámbar como si se hubiese estrellado contra un muro sólido. Seguía viéndose la ciudad más allá de la bóveda y Adon observó que los avatares estaban todavía en el norte, al otro lado de la muralla de Tantras.
También Elminster estaba mirando más allá de la barrera, pero desde el interior de la torre. Se volvió a Medianoche, que seguía con las manos alrededor de la cuerda y había cerrado los ojos. Se sentía como si su cuerpo se hubiera quedado sin fuerzas.
—¿Estamos a salvo? —preguntó en voz baja.
—¡Nosotros sí, pero la ciudad no! —exclamó Elminster—. ¡Tienes que volver a intentarlo! La campana tiene que sonar con la máxima intensidad para que su tañido abarque a toda la ciudad.
Con la frente bañada de sudor. Medianoche miró la campana y soltó la cuerda. Ésta se quedó colgando delante de ella. Pensó que si no lo conseguía, ella sería responsable de toda la sangre derramada en Tantras. Pero la primera vez había dado todo lo que tenía y la campana apenas había sonado.
Medianoche suspiró. «El deber sobre todas las cosas», recordó con amargura. Bajó la vista a la bolsa que contenía la Tabla del Destino, apartó este pensamiento de su mente y volvió a coger la cuerda.
Elminster le dio la espalda a la maga de pelo negro y miró por la puerta al otro lado de Tantras.
Al otro lado de la ciudad, Torm y Bane estaban frente a frente en el borde de un acantilado que dominaba el estrecho del Dragón. Ambas mutaciones habían alcanzado ahora una altura de más de treinta metros. Ambos dioses estaban estudiando a la mutación de su adversario cuando una fría sonrisa apareció en el rostro de lord Black.
—Lord Torm —comenzó diciendo Bane en un murmullo suave—. Mis espías me dijeron que estabas en Tantras, pero en ningún momento esperaba un recibimiento tan espectacular.
—¿Es verdad? —dijo el dios del Deber, y los aterradores rasgos del avatar se retorcieron mientras hablaba.
—Como no te expliques un poco mejor... —dijo Bane suspirando.
—¿Robaste las Tablas del Destino? —gritó Torm, cuya voz resonó por toda la ciudad—. ¿Eres tú uno de los responsables del caos que se ha apoderado del mundo?
—No puedo otorgarme todo el mérito —repuso Bane con voz tranquila—. Tuve mucha ayuda. Estoy seguro de que ya sabes que el señor de los Huesos me ayudó en el robo. Y, por supuesto, la exagerada reacción de Ao influyó bastante en la agitación que reina en el mundo.
El dios del Deber apretó sus enormes puños y dio un paso hacia Bane.
—Estás loco —dijo—. ¿No te das cuenta de lo que has hecho?
Torm levantó el puño derecho sobre la cabeza. Apareció un rayo de luz y un guantelete de metal envolvió la mano. Acto seguido el gigante de cabeza de león agitó el puño envuelto en el guantelete y cobró vida una flameante espada. El dios del Deber dobló ligeramente el brazo izquierdo y apareció un escudo con un símbolo. Torm avanzó otro paso y levantó la espada dispuesto a atacar.
El dios de la Lucha no se movió y suspiró.
—No tienes ni idea de lo que estás haciendo, Torm. Si me destruyes, ese miserable campamento que gobiernas será borrado de la faz de Faerun.
Torm se detuvo, luego avanzó otro paso.
—Estás mintiendo.
Bane se echó a reír y el ruido profundo y ensordecedor sacudió los tejados de las casas próximas a la muralla de la ciudad.
—Yo vi cómo Mystra era destruida en Cormyr, imbécil. Trató de regresar a las Esferas y Helm la mató, así sin más. —El avatar de obsidiana hizo una pausa y sonrió—. Y cuando murió, rayos de energía barrieron la Tierra y destruyeron todo lo que había a kilómetros a la redonda. A decir verdad, fue un espectáculo bastante agradable.
Torm, impresionado, guardó silencio y Bane prosiguió:
—Estoy aquí para recuperar algo que me pertenece y que dejé en Tantras hace tiempo. Deja que mis soldados lleven esa propiedad mía a uno de mis barcos y me marcharé —mintió lord Black—. No es necesario que haya lucha entre nosotros.
Las palabras de Bane sacaron a Torm de su mutismo.
—¿Algo que te pertenece? Supongo que te refieres a la Tabla del Destino que ha ido a parar a mi templo.
Bane se quedó realmente sorprendido.
El dios siniestro se dijo que si Torm tenía la tabla, por qué no se había limitado a devolvérsela a Helm. De hecho, desde el momento en que la tabla estaba todavía en Faerun y no en manos de Ao, no tenía mayor importancia.
—Yo mismo dejé la Tabla del Destino en tu templo unas horas antes de que Ao nos expulsase de nuestros hogares —dijo Bane en un tono que quería ser tranquilo—. Me pareció una broma bastante divertida esconder una cosa robada por un servidor impío en uno de los templos del dios del Deber.
Torm asió su espada con fuerza.
—Márchate, Bane. No dejaré que te lleves la tabla. Pertenece a Ao y yo he jurado cumplir con el deber...
Bane lanzó un bufido.
—Por favor, Torm, ahórrate un discurso sobre el deber. Tendrías que conocerme lo suficiente como para comprender que un llamamiento al honor es lo último que puede impresionarme.
—En ese caso, no tengo nada más que decir, lord Bane —repuso Torm—. Si no te marchas, prepárate para defenderte.
Bane retrocedió un paso cuando Torm blandió la espada que rasgó los aires. Bane materializó un escudo negro como la noche en su brazo y lo levantó a tiempo de parar la siguiente arremetida.
Cuando la espada mística y el escudo se encontraron, se produjo una explosión. Ambos objetos se convirtieron en pedazos de energía y desaparecieron.
Bane se abalanzó sobre Torm. El dios del Deber levantó su escudo con el tiempo justo de protegerse de las púas mortales que sobresalían de la mutación de obsidiana, pero el golpe hizo pedazos el escudo. El dios del Deber y el dios de la Lucha se estrellaron contra la muralla de ocho metros de anchura que rodeaba Tantras, la atravesaron, cayeron sobre el templo y parte del edificio se derrumbó.
Bane empujó a Torm contra los restos del templo y unos peñascos descomunales se estrellaron contra el suelo. El dios del Deber oyó unos débiles gritos procedentes de un lugar cercano y el pánico se apoderó de él cuando comprendió que los quejidos provenían de los pocos fieles que habían quedado en aquel lugar dedicado al culto.
El dios del Deber atacó a Bane en la garganta. Cuando el dios de la Lucha se tambaleó hacia atrás a causa de la fuerza del golpe, Torm arremetió una y otra vez en el mismo lugar. El dios de la Lucha notó que su cuello se abría ligeramente y, desesperado, trató de asir el puño de acero de Torm.
Al mismo tiempo, el dios del Deber abrió la enorme mandíbula de su cabeza de león y se inclinó hacia el rostro del lord Black. El dios de la Lucha se echó hacia atrás para evitar las hileras de dientes desiguales, todos de oro, y Torm cerró la boca de golpe muy cerca del cuello de Bane. Torm vio que lord Black había perdido el equilibrio, le dio una patada en el pecho y lo arrojó de un empujón fuera de la muralla derruida de la ciudad. El dios de la Lucha se estrelló contra el suelo y todo Tantras se puso a temblar.
Torm se puso junto a Bane dominándolo con su altura y levantó el puño dentro de su guantelete. Lord Black trató de incorporarse pero, al caerse, las enormes púas de su armadura se clavaron profundamente en la dura tierra. El puño de Torm se hundió en la garganta de Bane y la diminuta, casi imperceptible fisura, se hizo mayor y una pequeña ráfaga de luz ámbar salió de ella.
Pero Torm no escapó ileso del ataque. Mientras Bane se defendía del dios del Deber, una de las púas de la armadura del dios de la Lucha atravesó el antebrazo de Torm. El avatar con cabeza de león gritó de dolor y, sin dejar de apretarse la herida con la mano, retrocedió dando un traspié.
El dios del Deber experimentó una gran debilidad cuando empezó a alejarse de Lord Black en dirección al borde del acantilado. Miró la herida que le había infligido Bane y vio que de ella salía un constante flujo de luz azul celeste. Experimentó cierta melancolía al ver las energías anímicas de sus adoradores atravesar la fisura de su brazo. Torm apartó la vista de la herida a tiempo de ver el puño de lord Black estrellarse contra su rostro.
Desconcertado por la ferocidad del ataque, Torm no estaba preparado cuando el dios de la Lucha volvió a arremeter contra él. Después de recibir el segundo golpe, el dios del Deber se volvió salvajemente a lord Black y lo golpeó en el rostro con el dorso de la mano. Bane echó la cabeza hacia atrás y una pequeña lasca saltó de su rostro. El dios de la Lucha se llevó instintivamente una mano a la herida. En la brillante negrura de la mano de la mutación el dios caído distinguió el reflejo de la diminuta llama de color verde y ámbar que se escapaba de la brecha de su rostro. Bane lanzó un grito, dio un salto hacia delante y se abalanzó sobre Torm.
Ambos avatares cayeron rodando por el borde del acantilado y, en la caída, se separaron. Bane se golpeó contra la falda de la montaña dos veces antes de caer en la orilla rocosa. Torm, con otra brecha en el hombro producida por las púas del cuerpo de Bane, se agarró a unas raíces en un intento de frenar la caída, pero fue lógicamente inútil y se estrelló contra la playa a cientos de metros de lord Black; sin embargo, para las mutaciones era una distancia insignificante.
Torm fue el primero en incorporarse. Mientras lo hacía, vio dos barcos con la bandera zhentilesa que se mecían en el estrecho del Dragón, lejos de la orilla. Costa arriba, un poco mar adentro, unos cuantos barcos se precipitaban hacia la orilla. El dios del Deber juró para sus adentros que mataría a todos los invasores zhentileses que cayesen en sus manos... apenas hubiese matado a su señor.
Lord Black empezaba a ponerse de pie. Cuando levantó la cabeza de la arena, Bane bajó la vista y vio otra herida en su pecho. De ella salían humeantes vapores negros con irisaciones rojizas.
—¡Imbécil! —murmuró el dios de la Lucha. Levantó la mirada y vio a Torm de pie junto a él.
El dios del Deber sostenía una roca sobre su cabeza. La piedra era tan grande que el gigantesco avatar con cabeza de león tenía que sujetarla con ambas manos.
—Debes pagar por tus pecados —dijo Torm con toda firmeza, luego golpeó a Bane en la cabeza con la roca. Ésta se rompió en pedazos y quedó destrozada casi toda la cara de la mutación de obsidiana. Por su parte, Bane atravesó la pierna del dios del Deber con una de las púas de su brazo. Torm retrocedió dando un traspié y un chorro de energía anímica empezó a salir de sus heridas.
—¡Me estoy muriendo! —gritó Bane mientras trataba de ponerse de pie con gran dificultad. Se miró las heridas y vio cómo la energía lo iba abandonando. Una luz carmesí iluminaba sus ojos cuando se puso en cuclillas—. Ven, Torm. Vamos a visitar juntos el reino de Myrkul.
Antes de que el dios del Deber pudiese huir, lord Black arremetió contra él, lo cogió por los hombros y le dio un abrazo mortal. Una docena de púas atravesaron el avatar con cabeza de león y Torm rugió de dolor.
Los monstruos estuvieron un momento balanceándose hacia atrás y hacia delante; se aguantaban de pie sólo porque se sostenían mutuamente. Bane se echó a reír, con una risa falsa y hueca que se oyó en todo el estrecho del Dragón. Torm miró a lord Black a los ojos, a continuación abrió sus fauces llenas de afilados dientes y fue acercando sus fauces a la garganta de Bane.
El dios de la Lucha dejó de reírse súbitamente.
En la colina meridional de Tantras, Medianoche soltó la cuerda de la campana. Había intentando una y otra vez hacer sonar la campana de Aylen Attricus de nuevo, pero sin conseguirlo.
—¡Inténtalo otra vez! —ordenó Elminster, para luego volverse a mirar el cielo que cubría Tantras.
—¡Elminster, no puedo! —exclamó Medianoche, agotada y con los hombros hundidos.
El anciano no apartó la mirada de las extrañas luces que había sobre la ciudad. Los frágiles lazos de realidad parecían haberse desatado y unas líneas de fuerza serpenteaban por el cielo. El centro de aquella telaraña de energía descansaba sobre el campo de batalla de las mutaciones y había adoptado la forma de un remolino que se elevaba hacia las nubes. Unas rayas azules de poder se entrelazaban con unas franjas ámbar, verdes y negras. Las almas de los seguidores de lord Black y del dios del Deber luchaban por el dominio de Tantras, incluso desde la muerte.
También habían empezado a llover sobre la ciudad unos brillantes meteoros. Las candentes esferas caían por toda la población. Algunas derrumbaban edificios, otras destruían barcos atracados en el puerto. Adon vio que una bola de fuego abría un boquete en el lado de una nave zhentilesa; la galera se fue a pique y se hundió en el estrecho del Dragón.
Otro meteoro se estrelló contra la bóveda ámbar que protegía el campanario. Aun cuando no alcanzó a los héroes, aquella resplandeciente roca rebotó en el muro mágico y cayó entre los cientos de aterrorizados ciudadanos que habían visto el escudo desde lejos y se habían congregado a su alrededor. Kelemvor tuvo que ver, impotente y furioso, cómo el meteoro mataba a dos docenas de personas y hería a muchas otras.
Dentro de la torre, Elminster notó que los latidos de su cansado corazón se aceleraban.
—Tenemos que volverlo a intentar —dijo despacio volviéndose de nuevo hacia la maga de cabello negro como el ala de cuervo.
Medianoche, todavía con la cuerda en la mano, se desplomó de rodillas.
—¿No puedes teletransportar a algunos de los refugiados y meterlos dentro del escudo?
—La magia no atravesaría la barrera —repuso Elminster atropelladamente—. Deberías saberlo. —El anciano se acercó a Medianoche, la ayudó a incorporarse y le puso una mano en el hombro—. Medianoche, sólo tú cuentas con el poder de llevar a buen fin este cometido. Mystra creía en ti. Va siendo hora de que tú hagas lo mismo y justifiques su confianza. Por favor, ahuyenta los temores y concéntrate en salvar a la ciudad —dijo Elminster con un tono de voz reconfortante que ella jamás había imaginado pudiese salir de los labios del excéntrico sabio.
Dichas estas palabras, el sabio anciano se dio media vuelta y salió del campanario. Medianoche levantó la mirada a la campana y la imaginó tañendo. Llegó incluso a vislumbrar el movimiento del badajo y su repiqueteo llenó sus oídos. Cerró los ojos y la imagen persistió. Medianoche comprendió entonces el motivo del silencio mágico que envolvía al campanario. Un mago podía albergar la esperanza de producir algún sonido sólo a condición de ahuyentar toda distracción, de concentrarse completamente en la tarea de tocar la campana.
Medianoche estuvo un momento sin pensar. Sin sentir. Por un instante, ni siquiera respiró.
Luego, la maga de cabello negro tiró de la cuerda y la campana de Aylen Attricus volvió a tocar y su cántico de poder era tan fuerte que estuvo a punto de ensordecerla. Una brillante luz ámbar iluminaba el campanario y un frío impresionante empezó a descender y envolvió a Medianoche. Unas ráfagas ámbar de energía y unos rayos negros brillaron en el campanario y salieron por las altas ventanas de la bóveda que protegía a los héroes. Las paredes del escudo se abrieron hacia afuera y los habitantes de Tantras que se habían apiñado junto a ellas se encontraron a salvo dentro de sus confines.
Medianoche corrió a la puerta del campanario y vio que la bóveda seguía extendiéndose. Sin embargo, no pudo reprimir un grito cuando se dio cuenta de que el escudo dejaba de extenderse al acercarse a la colina meridional. Se precipitó dentro de nuevo y volvió a coger la cuerda. La maga, haciendo caso omiso de las ráfagas de frío y del sonido ensordecedor del tañido de la campana, tiró de la cuerda con todas sus fuerzas. Tiró de ella una y otra vez sin preocuparse de sí misma ni por un instante. Lo único que importaba en ese momento era la ciudad.
Sin embargo, Medianoche no era más que un humano y, al cabo de un lapso de tiempo que a ella le pareció una eternidad, notó que le flaqueaban los brazos, que la cuerda se le escapaba de las manos y que las piernas se le doblaban. Cayó al suelo, casi sin aliento. Cuando Medianoche abrió los ojos, y aunque no había transcurrido más que un momento, Elminster, Kelemvor y Adon estaban dentro de la torre junto a ella.
El guerrero de ojos verdes se puso de rodillas y rodeó a Medianoche con sus brazos.
—El escudo cubre la ciudad —dijo Kelemvor—. Puedes estar tranquila.
—No estoy tan seguro —susurró Adon después de haber mirado por la puerta.
El clérigo había visto que, si bien el escudo seguía extendiéndose, aún no había llegado a la ciudadela y al templo de Torm. Se oyó una explosión que ahogó el tañido de la campana. Una forma inmensa y negra como boca de lobo se elevó sobre la colina septentrional de la ciudad. La masa era amorfa y una espiral de energía roja se arremolinaba en su centro. Una segunda forma se alzó detrás de la masa color ébano, pero era azul celeste y su centro ámbar recordaba bastante a un sol.
Una ola de abrasadoras llamas cubría la parte de la ciudad carente de protección, donde se hallaba tanto el templo de Torm como la ciudadela. La tierra se volvió negra y las aguas del estrecho del Dragón se pusieron a hervir bajo el intenso fuego. Los barcos zhentileses estallaron cuando las olas de llamas los alcanzaron. Las tropas de Bane murieron instantáneamente.
En la orilla norte de la ciudad, los cuerpos de las mutaciones, quemados y destrozados, yacían en las rocas. El gigante de obsidiana de Bane estaba partido en doce trozos y la cabeza había ido a parar a unos metros de distancia. El avatar de piel dorada del dios del Deber estaba hecho pedazos; su cabeza de león, cuyos ojos sin vida miraban hacia las esencias de los dioses rivales suspendidas sobre la costa, había perdido su majestuosidad.
En el cielo, la fuerza del torbellino creado por las almas liberadas de los seguidores de Bane y de Torm absorbía las esencias palpitantes de éstos. El torbellino se tragó las masas relucientes y trémulas de lo que habían sido los dioses y una luz blanca y cegadora impregnó el aire. La espiral carmesí, el corazón de lo que había sido lord Bane, el dios de la Lucha y de la Tiranía, y el alma ámbar de lord Torm, el dios del Deber y de la Lealtad, se encontraron en el torbellino. Un chillido estridente, los gritos últimos de ambos dioses, llenó el aire. El torbellino se tragó a las divinidades y los gritos cesaron. Los dos dioses estaban muertos.
Mientras tanto, en el campanario de Aylen Attricus, Kelemvor y Adon ayudaron a Medianoche a ponerse de pie. Juntos salieron del obelisco de piedra, seguidos de Elminster. Un grupo de habitantes de Tantras se habían reunido alrededor del campanario y se hizo súbitamente silencio cuando los héroes salieron.
Medianoche sonrió al ver a la gente reunida, a salvo de la destrucción que había asolado la costa septentrional, pero cuando se fijó un poco más y vio sus rostros atemorizados, se estremeció. Tenían la misma expresión, mezcla de temor y de adoración, que la maga había visto en los semblantes de quienes habían dado sus vidas por Torm.
Pidió dulcemente a Adon y a Kelemvor que la dejasen un momento a solas con el anciano. Apenas sus amigos se hubieron alejado, se volvió a Elminster.
—¿Qué sabes sobre mis poderes? —le preguntó.
—He sospechado muchas cosas desde el día que llegaste a mi morada en el valle de las Sombras. Por lo que respecta a la verdadera naturaleza de tus facultades y con qué fines puedes utilizarlas, no puedo ayudarte. —Elminster sonrió antes de añadir—: Creo que Mystra te ha bendecido. Quizás el consejo de magos de Aguas Profundas estaría dispuesto a escuchar tu historia y a orientarte. Si quieres, yo podría intervenir...
Medianoche suspiró y sacudió la cabeza.
—Elminster, ¿por qué te empeñas en engañarnos, atormentarnos y ponernos al borde de la locura para que hagamos lo que tú quieres? Si la segunda Tabla del Destino está en Aguas Profundas, iremos a Aguas Profundas; pero, dime la verdad, ¿sabes en qué lugar de Aguas Profundas está escondida la tabla?
El sabio movió la cabeza de un lado a otro.
—Por desgracia, no.
—Pues entonces será más difícil encontrarla —comentó Medianoche con un deje de tristeza en la voz—, pero estoy segura de que no será tan difícil como ha sido encontrar la primera.
La maga cogió la bolsa al que contenía la tabla y se la echó a la espalda.
—Sí, difícil pero no imposible. —Elminster se echó a reír. Luego le dio la espalda a la maga y se puso a mirar la ciudad—. Pero hablaremos de ello más tarde. Ahora tenemos asuntos más apremiantes que atender. —Elminster señaló a los refugiados que había herido el meteoro. Kelemvor y Adon estaban ya entre las hileras de heridos y les brindaban la ayuda que estaba en sus manos. Medianoche sonrió al distinguir a su enamorado y al clérigo desfigurado.
Un momento después, la maga de cabello negro levantó la vista al cielo. El torbellino había desaparecido y la luz del sol se filtraba a través del escudo color ámbar todavía suspendido sobre la ciudad. Medianoche ahogó un grito cuando se percató de que el sol estaba cambiando de posición. El cielo se oscurecía. A la hora de cenar, la eterna luz que había honrado a Tantras desde el día del Advenimiento sería sólo un recuerdo. Medianoche llegó a la conclusión de que estarían mejor de esta forma y acompañó a Elminster a atender a los refugiados.

Epílogo

La muerte de Torm y de Bane causó la formación de un cráter en el extremo norte de Tantras, donde habían estado el templo de Torm y la ciudadela. La rocosa costa septentrional del estrecho del Dragón era ahora tan lisa como el cristal y, en la explosión, había desaparecido una buena parte del acantilado que dominaba la orilla. En las rocas de la despejada playa y del medio derruido acantilado se habían formado unos hermosos dibujos que consistían en franjas de color ámbar, rojo, negro, azul y plata. En las olas que se rompían en la arenosa playa, aparecían restos de los avatares.
Después de que el escudo se disipara para desaparecer completamente, Medianoche y Elminster se dirigieron a las ruinas, fruto de la batalla de los dioses. Pero cuando llegaron cerca del cráter, un repentino cansancio se apoderó de la maga de cabello de color ala de cuervo, que acabó cayéndose de rodillas.
—¡Elminster! —exclamó.
La cabeza empezó a darle vueltas y se cayó en redondo al suelo, inconsciente. También el sabio de cabello blanco experimentó una gran debilidad y llamó a un joven de pelo rojo muy corto que andaba husmeando entre los escombros del templo.
—¡Eh, tú! —Elminster indicó al hombre con un gesto que se acercase—. ¡Ayúdame a llevar a esta mujer!
El joven parecía nervioso, pero se prestó a ayudar al sabio. Elminster y el hombre pelirrojo llevaron a Medianoche hasta el borde de las ruinas. Una vez allí, la colocaron suavemente sobre el suelo despejado. El joven se quedó mirando a la maga de cabello negro.
—Ahora puedes marcharte —le dijo Elminster—. Te agradezco la ayuda pero yo me ocuparé de ella.
—¡Cómo! —dijo el joven—. ¿No piensas pagarme por mi ayuda?
El sabio murmuró algo entre dientes, le dio al hombre pelirrojo una moneda de oro y se volvió a Medianoche. Cuando el joven se hubo alejado, Elminster se puso a acariciarse la barba y reflexionó sobre la situación.
—Algo está pasando aquí —murmuró antes de sacar su pipa.
El olor al tabaco de la pipa hizo que Medianoche se despertase al cabo de unos minutos. Tosió dos veces y escupió.
—¿Qué ha pasado?
—Creo que esta zona está muerta para la magia —indicó Elminster—. Nada mágico, ni siquiera los magos, pueden entrar en ella.
—Pero ¿cómo es posible? —preguntó Medianoche mientras se sentaba—. Yo creía que el tejido alcanzaba a todos los puntos de los Reinos.
Elminster sonrió y se sacó la pipa de la boca.
—Antes, quizá —dijo después de ayudar a Medianoche a ponerse de pie—. Pero no desde el Advenimiento. La muerte de los dioses debe de haber abierto un agujero en el tejido. Tal vez el caos mágico esté desgarrando el propio tejido.
—¿Hay más zonas nulas para la magia en los Reinos? —preguntó ella mientras se encaminaban a los caballos.
—Sí —dijo el anciano—. En algunos lugares. Son mucho mayores que aquí.
Antes de subir a su caballo, Medianoche volvió la mirada hacia las ruinas con una expresión asustada en los ojos.
—¿Se puede reparar el tejido? —susurró.
Elminster apartó la vista y no contestó.
Medianoche y el sabio de barba blanca llegaban al puerto veinte minutos después. Como habían acordado unas horas antes, Kelemvor y Adon esperaban en el malecón donde el guerrero había trabado conocimiento con Alprin. El clérigo y el guerrero se habían pasado los últimos días ayudando a los militares de Tantras a restaurar el orden en la ciudad. Patrullaron para evitar los saqueos, ayudaron a transportar a los heridos a los hospitales de campaña que se habían instalado alrededor de la ciudad, trabajaron incluso en la reconstrucción de algunas tiendas importantes para que el comercio recobrase su actividad.
Cuando el guerrero vio a su amada, la tomó en sus brazos y así estuvieron abrazados hasta que Elminster carraspeó ruidosamente.
El anciano se volvió a Medianoche con un malicioso brillo en los ojos.
—A pensar de lo mucho que disfruto de vuestra compañía, me temo que debo marcharme. Asuntos urgentes requieren mi atención en otro lugar. Os veré pronto en Aguas Profundas.
—¡Espera! —gritó Medianoche cuando el anciano se dio media vuelta—. ¡No puedes irte así!
—Ah, ¿no? —exclamó Elminster sin volverse a mirar a los héroes—. ¿Por qué no?
—¡Porque nos has mandado a una misión peligrosa y debes estar allí para ayudarnos! —repuso Kelemvor con voz airada.
Elminster se detuvo y se dio media vuelta.
—¡Deberías haber comprendido que la misión que vais a llevar a cabo es vital para la supervivencia de Faerun, pero que no es lo único importante que debe hacerse! —espetó—. Ahora me necesitan en otro lugar, pero volveréis a verme en Aguas Profundas.
Dicho esto, Elminster se puso en marcha en dirección a la ciudad. Nadie trató de detenerlo.
Medianoche, Kelemvor y Adon se quedaron observando en silencio el barco con el que se iban a marchar de Tantras. Al cabo de un rato, Medianoche sonrió y dijo:
—Si tenemos en cuenta todas las circunstancias adversas a las que hemos tenido que enfrentarnos, lo hemos hecho bastante bien hasta el momento. Casi me hace ilusión ir a Aguas Profundas.
Adon, que iba pulcramente vestido como no lo había estado desde hacía mucho tiempo, se volvió a mirar el estrecho del Dragón y frunció el entrecejo.
—Me pregunto si Cyric estaba en uno de los barcos zhentileses que se han ido a pique.
Medianoche movió la cabeza.
—Está vivo. Sé que es así.
—Pero no lo estará por mucho tiempo —dijo Kelemvor entre dientes—. En cuanto le ponga las manos encima... —El guerrero apretó la empuñadura de su espada.
La expresión de Medianoche se endureció.
—Deberías darle la oportunidad de explicarse...
—¡No! —repuso Kelemvor, y le dio la espalda a la maga de cabello negro—. No me harás creer que Cyric estaba actuando contra su voluntad en la posada Cosecha Misteriosa. Tú no viste su expresión de sorpresa cuando vio que yo había sobrevivido a la trampa que me habían tendido. Tú no viste la sonrisa de sus labios cuando vio mis heridas.
—Estás en un error —dijo Medianoche fríamente—. No conoces a Cyric.
—Conozco a esa bestia mejor que tú —dijo Kelemvor gruñendo. Se dio media vuelta y, con sus ojos verdes llenos de rabia, añadió—: Es posible que tú te hayas dejado engañar por las mentiras de Cyric, pero yo aprendí hace tiempo a no creerlo. La próxima vez que nos encontremos, uno de los dos no saldrá con vida.
Adon asintió.
—Medianoche, Kel tiene razón. Cyric es una amenaza para todos nosotros, para todo Faerun. ¿Te acuerdas cómo se comportó en el Ashaba? ¿Te imaginas lo que podría suceder si se apodera de las Tablas del Destino?
Medianoche se apartó de Kelemvor y de Adon, se encaminó al barco donde tenían pasaje reservado y subió a bordo con la talega que contenía su libro de hechizos y la Tabla del Destino sujeta fuertemente bajo el brazo.
Kelemvor echó pestes en voz alta y se precipitó al barco detrás de la maga.
—¡Date prisa, Adon! —gritó—. Nuestra maga ha decidido que es hora de marcharse.
Adon lanzó una última mirada a Tantras y recordó las palabras de Torm en el jardín del templo. El clérigo desfigurado sonrió. «Sí —pensó—, mi deber está claro. Mis amigos me necesitan.» Adon se detuvo un momento y se alisó el cabello, luego se fue a reunir con Medianoche y con Kelemvor a bordo del barco.
En las sombras de un almacén cercano al malecón, el joven pelirrojo arrancó el letrero, metió la barca en el agua y le dio una patada al hombre que dormía en la proa.
—Estaba empezando a pensar que no llegarías nunca —dijo el barquero gruñendo y frotándose una verruga que tenía en su gruesa nariz.
—No te pago para pensar. Limítate a manejar este montón de madera podrida —dijo el joven—. Ya sabes adonde vamos. —A continuación saltó a la barca y el hombre fornido tomó los remos y se puso a remar.
La barca no tardó en salir del puerto para seguir la costa meridional de Tantras. En una ensenada a unas cuantas millas de distancia había un trirreme negro. El hombre pelirrojo señaló el barco cuando se acercaron a él y subió a bordo.
El capitán del Argento lo estaba esperando.
—¡Sabinus! —exclamó alegremente Cyric mientras lo ayudaba a subir a bordo—. ¿Qué noticias me traes?
El contrabandista le contó todo lo que había oído y le describió el barco en el que los héroes marchaban de Tantras. El joven le enseñó a Cyric la moneda de oro que Elminster le había dado y se echó a reír.
Cyric sonrió.
—Has hecho un buen trabajo. Puedes estar seguro de que serás recompensado.
—Tantras ya no es un lugar seguro para mí —le dijo el pelirrojo al ladrón—. Me prometiste un pasaje para llevarme a un lugar lejos de aquí.
—Y cumpliré mi promesa —dijo Cyric con tono despreocupado a la vez que pasaba el brazo por encima del hombro del contrabandista—. Siempre cumplo mis promesas.
Sabinus no oyó cómo la daga de Cyric salía de su funda, pero sintió un dolor punzante cuando el arma se clavó en su cuello. Se tambaleó. El ladrón le dio otra cuchillada y lo empujó por encima de la borda. El hombre pelirrojo había muerto antes de tocar el agua.
Cyric miró el cuerpo.
—No es nada personal —murmuró—. Pero ya no necesito tus servicios.
El hombre de nariz aguileña se dio media vuelta, llamó a su teniente y le dijo que iban a seguir al barco que llevaba a los héroes. Dalzhel, por su parte, saludó a su capitán y dio una serie de órdenes a los pocos supervivientes de la flota zhentilesa de Valle del Barranco.
El día de la batalla de las mutaciones, cuando Cyric vio el extraño torbellino sobre la ciudad, ordenó a la tripulación que condujese el Argento al estrecho del Dragón, lejos del conflicto. El barco y su tripulación se salvaron gracias a esta orden. Cyric sabía que la gratitud de sus hombres le sería de gran utilidad en un futuro próximo.
El ladrón contempló el sol como hierro candente que se ponía sobre Faerun. Pensó en sus antiguos aliados y en todo lo que Sabinus le había contado sobre las amenazas de Kelemvor y los comentarios de Adon. El hombre de nariz aguileña pensó que, por una vez, el guerrero y el clérigo tenían razón.
Cyric había decidido unos días antes que, cuando volviese a encontrarse con Medianoche y sus amigos, no tendría compasión de ellos si se atrevían a interponerse en su camino.



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