Isaac Asimov
Cleon el emperador
Cleon I - ...Aunque a menudo fue objeto de panegíricos por ser el
Ultimo Emperador bajo el cual el Primer Imperio Galáctico se encontró
razonablemente unido y razonablemente próspero, el reinado de un cuarto de
siglo de Cleon I fue de continua decadencia. No puede ello considerarse su
responsabilidad directa, ya que la Decadencia del Imperio se basó en factores
políticos y económicos que eran demasiado potentes y que superaban las
capacidades de cualquier individuo en aquellos tiempos. El Emperador tuvo
suerte en contar con sus Primeros Ministros Eto Demerzel y, más tarde, Hari
Seldon, en cuyo desarrollo de la Psicohistoria el Emperador jamás perdió la
confianza. Cleon y Seldon, como objetos de la conspiración joranumita final,
con su extravagante clímax...
Enciclopedia Galáctica
(Todas las citas de la Enciclopedia Galáctica que aquí se
reproducen han sido tomadas de la quinta edición, publicada en 1020 F.E. por la
Compañía Editora de la Enciclopedia Galáctica, Terminus, con la autorización de
los editores.)
1.
Mandell Gruber
era un hombre feliz. Así le parecía a Hari Seldon, por cierto. Seldon detuvo su
caminata matinal para observarlo.
Gruber, tal
vez cerca de cincuenta años, un poco más joven que Seldon, estaba algo
avejentado debido a su continuo trabajo en los jardines del Palacio Imperial,
pero tenía un rostro alegre y perfectamente afeitado que terminaba en un cráneo
rosado no muy oculto por su cabello fino y arenoso. Silbaba suavemente mientras
inspeccionaba las hojas de los arbustos, buscando señales de insectos que
infestaran las plantas más que lo usual.
No era el Jefe
Jardinero, por supuesto. El Jefe Jardinero de los Parques del Palacio Imperial
era un alto funcionario que disponía de una oficina palaciega en uno de los
edificios del enorme complejo Imperial, con un ejército de hombres y mujeres
bajo su mando. No visitaba los parques más que una o dos veces por año.
Gruber
pertenecía al ejército. Su título, sabía Seldon, era Jardinero de Primera
Clase, y se lo había ganado en buena ley, luego de casi treinta años de leales
servicios.
Seldon lo
llamó al tiempo que hacía una pausa sobre el sendero de pedregullo
perfectamente nivelado. —Otro día maravilloso, Gruber.
Gruber levantó
la vista y pestañeó. —Sí, así es, Primer Ministro, y siento lástima por esas
habitaciones como gallineros.
—Quieres
decir, en donde yo estoy a punto de entrar.
—En usted,
Primer Ministro, no hay mucho que inspire tristeza en la gente, pero si va a
desaparecer dentro de esos edificios en un día como este, no es más que
tristeza lo que podemos sentir los pocos afortunados como yo.
—Agradezco tu
compasión, Gruber, pero sabes que tenemos cuarenta mil millones de trantorianos
bajo el domo. ¿Sientes lástima por todos ellos?
—Por cierto
que sí. Doy gracias por no ser de extracción trantoriana y por ello haber
podido calificar para jardinero. En este mundo hay muy pocos que trabajan al
aire libre, pero aquí estoy, uno de los escasos afortunados.
—El clima no
siempre es tan ideal.
—Es verdad. Y
he estado aquí afuera bajo lluvias torrenciales y vientos aullantes. Pero
siempre que uno esté vestido adecuadamente... Mire —y Gruber abrió los brazos,
tanto como su sonrisa, como para abrazar la vasta extensión de los parques del
Palacio—. Tengo a mis amigos, los árboles, la hierba y todas las formas de vida
animal para hacerme compañía, y tengo brotes que debo recortar en formas
geométricas, incluso en invierno. ¿Alguna vez ha visto usted la geometría de
los parques, Primer Ministro?
—Ahora mismo
la estoy viendo, ¿no es cierto?
—Quiero decir
que los planos son muy extensos como para que uno pueda realmente apreciarlos,
y son maravillosos también. Todo fue planificado por Tapper Savand, hace más de
trescientos años, y desde ese momento muy poco ha cambiado. Tapper era un gran
horticultor, el más grande... y era de mi planeta.
—Era de
Anacreon, ¿verdad?
—Así es. Un
mundo lejano, cerca del borde de la galaxia, donde todavía hay tierra virgen y
la vida puede ser dulce. Vine aquí cuando aún era un muchachito, cuando el
actual Jefe Jardinero asumió el cargo, bajo el Emperador anterior. Por
supuesto, ahora se está hablando de rediseñar los parques. —Gruber suspiró
profundamente y meneó la cabeza—. Eso sería un error. Así como están, están muy
bien, correctamente proporcionados, bien equilibrados, agradables a la vista y
al espíritu. Pero es cierto que los parques, a lo largo de la historia, han
sido modificados ocasionalmente. Los Emperadores se cansan de lo viejo y
siempre están en busca de lo nuevo, como si lo nuevo fuese de algún modo lo
mejor. Nuestro actual Emperador, larga vida a él, ha estado planeando el rediseño
con el Jefe Jardinero. Por lo menos ése es el rumor que circula entre los
jardineros. —Esto último lo dijo rápido, como si se avergonzara de estar
repitiendo los chismes del Palacio.
—Puede que no
suceda pronto.
—Espero que
no, Primer Ministro. Por favor, si usted tiene oportunidad de distraer un poco
de su tiempo dedicado a las labores críticas de las que debe estar ocupándose,
estudie el diseño de los parques. Es de una belleza poco común y, en mi
opinión, no debería cambiarse de lugar ni una sola hoja, ni una flor, ni un
conejo, en ningún sitio de todos estos cientos de kilómetros cuadrados.
Seldon sonrió.
—Eres un hombre dedicado, Gruber. No me sorprendería que algún día fueses el
Jefe Jardinero.
—Que el
Destino me proteja de eso. El Jefe Jardinero no respira aire fresco, no ve
paisajes naturales, y olvida todo lo que ha aprendido de la naturaleza. Vive
allí —Gruber señaló, desdeñosamente-y creo que ya no sabe diferenciar un
arbusto de un arroyo a menos que un subordinado lo guíe afuera y lo haga colocar
su mano sobre uno o introducirla en el otro.
Por un
momento, pareció como si Gruber fuera a escupir su desprecio pero no encontrara
un lugar en donde pudiera permitirse hacerlo.
Seldon rió en
silencio.
—Gruber, es
bueno hablar contigo. Cuando he finalizado mis tareas del día, es placentero
tomarme unos momentos para escuchar tu filosofía de vida.
—Ah, Primer
Ministro, no soy ningún filósofo. Mi educación fue muy rudimentaria.
—No se
necesita educación para ser filósofo. Tan solo una mente activa y experiencia
vital. Cuídate, Gruber. Siento la tentación de darte un ascenso.
—Si me deja
usted como estoy, Primer Ministro, tendrá mi absoluta gratitud.
Seldon sonrió
mientras reanudaba su marcha, pero la sonrisa se esfumó cuando su mente volvió
una vez más a los problemas actuales. Diez años como Primer Ministro... y si
Gruber supiese cuán profundamente harto se encontraba de su cargo, su compasión
hubiera aumentado enormemente. ¿Podría Gruber comprender que los progresos de
Seldon en las técnicas de la Psicohistoria le auguraban la posibilidad de tener
que enfrentarse con un dilema insoportable?
2.
El paseo
reflexivo por los parques era el epítome de la paz. Era difícil de creer, aquí
en medio de los dominios inmediatos del Emperador, que estaba en un mundo que,
a excepción de esta área, estaba totalmente encerrado bajo un domo. Aquí, en
este sitio, podría encontrarse en su mundo natal, Helicon, o en el mundo de
Gruber, Anacreon.
Desde luego,
la sensación de paz era una ilusión. Los parques estaban vigilados... repletos
de personal de seguridad.
Una vez, hacía
mil años, los parques del Palacio Imperial, mucho menos palaciegos, mucho menos
diferenciados de un mundo que recién comenzaba a construir domos sobre regiones
individuales, habían estado abiertos a todos los ciudadanos, y hasta el propio
Emperador caminaba por los senderos, sin guardias, saludando con la cabeza a
sus súbditos.
Ya no. Ahora
se había instalado la seguridad y nadie de Trantor tenía la mínima posibilidad
de invadir los parques. Eso no eliminaba el peligro, sin embargo, porque éste,
cuando surgía, surgía de funcionarios imperiales descontentos y de soldados
corruptos y sobornados. Era dentro de los parques donde el Emperador y sus
ministros corrían el mayor riesgo. ¿Qué habría sucedido si en aquella ocasión,
hacía casi diez años, Seldon no hubiera estado acompañado por Dors Venabili?
Había ocurrido
el primer año como Primer Ministro, y era natural, supuso él (después del
hecho), que su inesperada designación para el cargo generara disconformidades.
Muchos otros, mucho mejor calificados por su
experiencia, años de servicio y, sobre todo, por su autoestima, podían
sentirse furiosos por el nombramiento. No sabían de la Psicohistoria ni de la
importancia que el Emperador le daba a ésta, y el modo más fácil de corregir la
situación era corromper a uno de los protectores del Primer Ministro.
Venabili debía
de haber sospechado más que el propio Seldon. Con la desaparición de Demerzel,
había reforzado la guardia de Seldon. Lo cierto era que, durante los primeros
años de su Ministerio, ella había estado más de su lado que en su contra.
Y al atardecer
de un día cálido y soleado, Venabili advirtió el reflejo del sol del ocaso, un
sol nunca visto bajo el domo de Trantor, en el metal de un explosor.
—¡Al suelo,
Hari! —gritó de pronto, devorando el césped con sus piernas mientras corría
hacia el sargento—. Deme ese explosor, sargento —dijo secamente.
El supuesto
asesino, momentáneamente inmovilizado por la inesperada visión de una mujer
corriendo hacia él, ahora reaccionó rápidamente, levantando el explosor que
empuñaba.
Pero ella ya
estaba sobre él, su mano rodeándole la muñeca derecha con dedos de acero y
obligándolo a levantar el brazo.
—Arrójelo
—dijo ella con los dientes apretados.
El sargento
retorció la cara al intentar soltarse de un tirón.
—No lo
intente, sargento —dijo Venabili—. Mi rodilla está a tres centímetros de su
entrepierna, y si pestañea su equipo genital pasará a la historia. Así que
quédese quieto. Muy bien. Ahora abra la mano. Si no arroja ese explosor ahora
mismo le romperé el brazo.
Seldon ya
había llegado. —Yo me haré cargo, Dors.
—No lo harás.
Métete entre esos árboles y llévate el explosor. Puede haber más gente en esto,
y preparada.
Venabili no
había soltado al sargento. Le dijo: —Ahora, sargento, quiero el nombre de quien
sea que lo haya convencido de atentar contra la vida del Primer Ministro, y el
nombre de todos los que estén con usted.
El sargento se
quedó callado.
—No sea tonto
—dijo Venabili—. ¡Hable! —Le retorció el brazo y el hombre cayó de rodillas.
Ella le puso un pie en el cuello—. Si piensa que el silencio es agradable,
puedo destrozarle la laringe y dejarlo en silencio para siempre. Y antes de eso
voy a hacerle mucho daño... no dejaré un solo hueso sin romper. Será mejor que
hable.
El sargento
habló.
Más tarde,
Seldon le dijo: —¿Cómo pudiste hacer eso, Dors? Nunca te creí capaz de tanta,
tanta... violencia.
Venabili dijo,
tranquila: —En realidad no lo lastimé mucho, Hari. Con las amenazas fue
suficiente. De cualquier modo, tu seguridad era prioritaria.
—Tendrías que
haber dejado que me encargara de él.
—¿Para qué?
¿Para salvaguardar tu orgullo masculino? Por empezar, no habrías sido lo
bastante rápido, no a los cincuenta años. En segundo lugar, sin importar lo que
hubieras logrado hacer, eras hombre y era lo que se esperaba de ti. Yo soy
mujer y las mujeres, según la creencia popular, no se consideran tan feroces
como los hombres y la mayoría de ellas, en general, no tiene la fuerza
necesaria para hacer lo que yo hice. La historia crecerá al ser contada y todo
el mundo me tendrá terror. Nadie se atreverá a lastimarte, por miedo a mí.
—Por miedo a
ti y por miedo a la ejecución. Van a dar muerte al sargento y su cohorte, como
sabes.
Al oír esto,
una expresión de angustia enturbió el semblante normalmente compuesto de Dors,
como si no soportara la idea de la ejecución del sargento traidor, a pesar de
que éste habría cortado en dos a su adorado Hari sin pensarlo dos veces.
—Pero
—exclamó-no hay necesidad de ejecutar a los conspiradores. Con el exilio será
suficiente.
—No, no lo
será —dijo Seldon—. Es demasiado tarde. Cleon no quiere nada salvo ejecuciones.
Puedo repetir sus palabras, si lo deseas.
—¿Quieres
decir que ya lo ha decidido?
—En el acto.
Le dije que el exilio o el encarcelamiento bastaban, pero él dijo
"No". Dijo "Cada vez que trato de resolver un problema por medio
de acciones directas de fuerza, primero Demerzel, y luego tú hablan de
despotismo y tiranía. Pero este es mi palacio. Estos son mis parques. Estos son
mis guardias. Mi seguridad depende de la seguridad de este sitio y de la
lealtad de mi gente. ¿Piensas que la más mínima desviación de la lealtad
absoluta merece otra cosa que la muerte instantánea? ¿De qué otro modo estarías
a salvo? ¿De qué otro modo estaría yo a salvo?". Le dije que tendría que
haber un juicio. "Por supuesto", dijo él, "un breve juicio
militar, y espero que no haya un solo voto por nada que no sea la ejecución.
Eso quedará en claro".
Venabili se
veía consternada. —Lo tomas con mucha tranquilidad. ¿Estás de acuerdo con el
Emperador?
De mala gana,
Seldon asintió. —Sí.
—Porque fue un
atentado contra tu vida. ¿Abandonas tus principios por venganza?
—Vamos, Dors.
No soy una persona vengativa. Sin embargo, no fui yo solo el que corrió
peligro, menos todavía el Emperador... si hay algo que nos demuestra la
historia reciente del Imperio, es que los Emperadores van y vienen. Es la
Psicohistoria lo que debemos proteger. Sin duda, aunque algo me pasara, la
Psicohistoria sería desarrollada algún día, pero el Imperio está cayendo
rápidamente y no podemos esperar, y yo soy el único que ha avanzado lo bastante
lejos para obtener las técnicas necesarias a tiempo.
—Tal vez
deberías enseñar lo que sabes a otros, entonces —dijo Venabili gravemente.
—Eso estoy
haciendo. Yugo Amaryl podría ser un sucesor razonable, y he reunido un grupo de
técnicos que algún día serán útiles, pero... ellos no serán tan... —hizo una
pausa.
—¿Ellos no
serán tan buenos como tú, tan sabios, tan capaces? ¿De veras?
—Sucede que
eso es lo que pienso —dijo Seldon—. Y sucede que soy humano. La Psicohistoria
es mía y quiero todo el crédito, si tengo la posibilidad de lograrlo.
—Humano
—suspiró Venabili, meneando la cabeza, casi tristemente.
Se llevaron a
cabo las ejecuciones. No se veía semejante purga desde hacía un siglo.
Encontraron la muerte dos Consejeros, cinco oficiales de bajo rango, cuatro
soldados, incluyendo al desventurado sargento. Los guardias que no superaron la
más rigurosa investigación fueron relevados de su cargo y enviados a destinos
en los Mundos Exteriores.
Desde aquel
entonces no había habido más murmuraciones de deslealtad y tan notorio se había
vuelto el cuidado con que era protegido el Primer Ministro, para no mencionar a
la aterradora mujer que lo vigilaba, que ya no fue necesario que Dors lo
acompañara a todos lados. Su presencia invisible era un escudo adecuado, y el
Emperador Cleon había disfrutado de casi diez años de tranquilidad y de
seguridad absoluta.
Ahora, sin
embargo, la Psicohistoria finalmente estaba llegando al punto en que se podía
hacer alguna clase de predicción y, mientras atravesaba los parques desde su
oficina (Primer Ministro) rumbo a su laboratorio (Psicohistoriador), Seldon se
sentía incómodamente consciente de la probabilidad de que esa época de paz llegara
a su fin.
3.
Aun así, Hari
Seldon no pudo reprimir el estallido de satisfacción que sintió al entrar en el
laboratorio.
¡Cómo habían
cambiado las cosas!
Todo había
comenzado hacía dieciocho años, con los garabatos en su computadora heliconiana
de segunda. Fue entonces cuando tuvo el primer borroso atisbo de lo que iba a
convertirse en las matemáticas paracaóticas.
Después
vinieron los años en la Universidad de Streeling, cuando él y Yugo Amaryl,
trabajando juntos, intentaron renormalizar las ecuaciones, librarse de las
infinitudes inconvenientes, y hacer un rodeo para esquivar el peor de los
efectos caóticos. Progresaron muy poco, por cierto.
Pero ahora,
después de diez años como Primer Ministro, tenía todo un piso de computadoras
último modelo y todo un grupo de gente trabajando en una gran variedad de
problemas.
Como era de
esperar, nadie del personal, a excepción de Yugo y de el mismo Seldon, por
supuesto, conocía realmente mucho más que el problema inmediato con que estaban
trabajando. Cada cual trabajaba solamente con una pequeña hondonada o con un
promontorio de la gigantesca cordillera de la Psicohistoria que sólo Seldon y
Amaryl veían como cordillera... e incluso ellos la veían con poca claridad, con
los picos ocultos por las nubes, las laderas escondidas en la bruma.
Dors Venabili
tenía razón, desde luego. Tendría que comenzar a iniciar a su gente en el
misterio completo. La técnica estaba yéndose mucho más allá de lo que podían
manejar dos hombres solos. Y Seldon estaba envejeciendo. Aunque pudiera esperar
vivir algunas décadas más, los años de sus aciertos más fructíferos ya habían
pasado.
Amaryl
cumpliría treinta y nueve en un mes, y aunque eso era ser joven todavía, quizás
no era ser demasiado joven para un matemático, y había estado trabajando en el
problema casi tanto tiempo como el propio Seldon. Su capacidad para el
pensamiento nuevo y tangencial podría estar mermando también.
Amaryl lo
había visto entrar y ahora se aproximaba. Seldon lo miró con cariño. Amaryl era
tan dahlita como el hijo adoptivo de Seldon, Raych, y sin embargo Amaryl no
parecía dahlita en absoluto. Carecía de bigote, carecía de acento, carecía,
según parecía, de cualquier tipo de conciencia dahlita. Incluso había sido
impermeable a la atracción de Jo-Jo Joranum, que había agradado tanto al pueblo
de Dahl.
Era como si
Amaryl no reconociera patriotismos sectoriales, patriotismos planetarios, ni
siquiera el patriotismo imperial. Pertenecía, completa y enteramente, a la
Psicohistoria.
Seldon sintió
un escozor de ineptitud. El mismo permanecía consciente de sus primeras tres
décadas en Helicon, y no había forma de que pudiera dejar de considerarse
heliconiano. Se preguntó si esa conciencia no lo traicionaría, haciéndolo
desviar su idea de la Psicohistoria. Idealmente, para utilizar la Psicohistoria
como correspondía, uno debía estar por encima de sectores y mundos y tratar
solamente con la humanidad como ente abstracto y sin rostro, y esto era lo que
hacía Amaryl.
Y Seldon no,
admitió, suspirando silenciosamente.
Amaryl dijo:
—Estamos progresando, Hari, supongo.
—¿Supones,
Yugo? ¿Tan sólo supones?
—No quiero
saltar al espacio exterior sin traje. —Lo dijo con bastante seriedad (Seldon
sabía que no tenía mucho sentido del humor), y luego se trasladaron a su
oficina privada. Era pequeña, pero también con un buen escudo.
Amaryl se
sentó y cruzó las piernas. Dijo: —Tu último esquema para esquivar el caos puede
estar resultando en parte... a expensas de la precisión, desde luego.
—Desde luego.
Lo que ganamos tomando la vía directa lo perdemos al dar un rodeo. Así funciona
el universo. Lo único que debemos hacer es engañarlo de algún modo.
—Lo hemos
engañado un poco. Es como mirar a través de un cristal empañado.
—Pero es mejor
que los años que pasamos tratando de ver a través del plomo.
Amaryl
masculló algo para sus adentros y luego dijo: —Podemos vislumbrar centelleos de
luz y oscuridad.
—¡Explícate!
—No puedo,
pero tengo el Radiante Primordial, con el que he estado trabajando como un...
un...
—Un lamec. Es
un animal, una bestia de carga, que tenemos en Helicon. No existe en Trantor.
—Si el lamec
trabaja mucho, entonces así es como yo he trabajado en el Radiante Primordial.
Amaryl
presionó la cerradura de seguridad de su escritorio y un cajón se destrabó y
deslizó hacia afuera sin hacer ruido.
Tomó un
cilindro oscuro y opaco que Seldon escudriñó con interés. El propio Seldon
había descifrado el circuito del Radiante Primordial, pero Amaryl lo había
armado: era hábil con las manos.
La habitación
se oscureció y las ecuaciones y relaciones refulgieron en el aire. Bajo ellas
se extendían los números, flotando justo por encima de la superficie del
escritorio, como suspendidos por invisibles titiriteros.
Seldon dijo:
—Maravilloso. Algún día, si vivimos lo suficiente, haremos que el Radiante Primordial
produzca un río de simbolismo matemático que abarcará la historia pasada y
futura. En él encontraremos corrientes y oleajes, y descubriremos formas de
alterarlos a fin de que obedezcan a otras corrientes y oleajes de nuestra
preferencia.
—Sí —dijo
Amaryl secamente—, si logramos seguir viviendo con el conocimiento de que las
acciones que llevemos a cabo, que para nosotros serán para bien, puedan
resultar para mal.
—Créeme, Yugo,
nunca me voy a dormir por las noches sin que ese pensamiento en particular me
atormente. Sin embargo, aún no hemos llegado a ese punto. No tenemos más que
esto, que, como tú dices, no es más que ver luces y sombras borrosas a través
de un cristal empañado.
—Es cierto.
—¿Y qué
piensas que ves, Yugo? —Seldon observaba atentamente a Amaryl, algo ceñudo.
Estaba engordando, poniéndose un poco rechoncho. Pasaba demasiado tiempo
inclinado sobre las computadoras (y ahora sobre el Radiante Primordial) y no
tenía suficiente actividad física. Y, aunque Seldon sabía que veía mujeres de vez
en cuando, nunca se había casado. ¡Error! Hasta un adicto al trabajo se ve
forzado a tomarse un tiempo libre para satisfacer a su pareja, para ocuparse de
las necesidades de los hijos.
Seldon pensó
en su propia figura, aún esbelta, y en la manera en que Dors se esforzaba por
mantenerlo así.
Amaryl dijo:
—¿Qué veo? El Imperio está en problemas.
—El Imperio
siempre está en problemas.
—Sí, pero esto
es más específico. Hay una posibilidad de que tengamos problemas en el centro.
—¿En Trantor?
—Eso presumo.
O en la Periferia. Habrá una mala situación aquí, tal vez una guerra civil, o
bien las provincias exteriores comenzarán a separarse.
—De seguro no
necesitamos la Psicohistoria para señalar esas posibilidades.
—Lo
interesante es que parece haber una exclusividad mutua. Una o la otra. La
probabilidad de que ambas cosas sucedan juntas es muy reducida. ¡Aquí! ¡Mira!
Son tus propias matemáticas. ¡Observa!
Se quedaron
inclinados sobre la imagen del Radiante Primordial por largo tiempo.
Finalmente,
Seldon dijo: —No logro ver por qué las dos posibilidades se excluyen
mutuamente.
—Tampoco yo,
Hari, ¿pero cuál sería el valor de la Psicohistoria si nos mostrara sólo lo que
podríamos ver de cualquier modo? Nos está mostrando algo que nosotros no
veríamos. Lo que no nos muestra es, primero, cuál es la mejor alternativa, y
segundo, qué hay que hacer para que ocurra la mejor y para disminuir la
posibilidad de que suceda la peor.
Seldon arrugó
los labios y luego dijo lentamente: —Yo puedo decirte cuál alternativa es
preferible. Perder la Periferia y conservar Trantor.
—¿De veras?
—Sin dudas.
Debemos mantener estable a Trantor, aunque sea por el hecho de que aquí es
donde estamos nosotros.
—Tu comodidad
personal no es un punto decisivo, por cierto.
—No, pero la
Psicohistoria sí. ¿De qué serviría dejar intacta la Periferia si las
condiciones de Trantor nos forzaran a interrumpir nuestro trabajo con la
Psicohistoria? No digo que vayan a matarnos, pero puede que nos veamos
impedidos de trabajar. Nuestro destino dependerá del desarrollo de la
Psicohistoria. Y en cuanto al Imperio, si la Periferia inicia una secesión dará
comienzo una desintegración que puede tardar mucho en llegar al núcleo.
—Aunque tengas
razón, Hari, ¿qué hacemos para mantener la estabilidad en Trantor?
—Por empezar,
tenemos que pensarlo.
Un silencio se
instaló entre ellos, y luego Seldon dijo:
—Pensarlo no
me hace feliz. ¿Y si el Imperio todo está en la senda equivocada, si lo ha
estado durante toda su historia? Pienso en eso cada vez que hablo con Gruber.
—¿Quién es
Gruber?
—Mandell
Gruber. Un jardinero.
—Ah. El que
vino corriendo con el rastrillo para rescatarte del intento de asesinato.
—Sí. Siempre
me he sentido agradecido por eso. Lo único que tenía para defenderse contra
unos conspiradores que posiblemente llevaban explosores era ese rastrillo. Eso
es lealtad. Como te decía, hablar con él es como un soplo de aire fresco. No
puedo pasarme la vida hablando con oficiales de la corte y con
psicohistoriadores.
—Gracias.
—¡Vamos! Sabes
lo que quiero decir. A Gruber le gustan los espacios abiertos. Quiere viento,
lluvia, frío penetrante y todo lo que conlleva el clima en estado salvaje. A
veces hasta yo mismo los echo de menos.
—Yo no. Me
resultaría indiferente no volver a salir jamás.
—Tú te criaste
bajo el domo... pero supon que el Imperio consistiera de simples mundos no
industrializados, que vivieran de la ganadería y la agricultura, con baja
población y espacios vacíos. ¿No estaríamos todos mucho mejor?
—Suena
espantoso.
—Me hice
tiempo para verificarlo lo mejor que pude. Me parece que es un caso de
equilibrio inestable. Un mundo de baja población del tipo que te describo, o
bien se vuelve moribundo y empobrecido, cayendo a un nivel de incultura casi
animal, o bien se industrializa. Está en el filo de una navaja y cae hacia
alguno de los dos lados, y los hechos demuestran que casi todos los mundos de
la galaxia cayeron del lado de la industrialización.
—Porque es
mejor.
—Tal vez. Pero
eso no puede continuar para siempre. Ahora estamos viendo los resultados de esa
elección. El Imperio no puede seguir existiendo mucho más porque se ha... se ha
recalentado. No se me ocurre otra expresión. No sabemos qué vendrá después. Si,
por medio de la Psicohistoria, podemos evitar la caída, o, más probablemente,
podemos forzar la recuperación después de la caída ¿será simplemente para
asegurar otro período de recalentamiento? ¿Es ése el único futuro que tiene la
humanidad, el de empujar la roca, como Sísifo, hasta la cima de la colina, para
terminar viendo cómo vuelve a caer?
—¿Quién es
Sísifo?
—Un personaje
de un mito primitivo. Amaryl, tienes que leer más.
Amaryl se
encogió de hombros. —¿Para aprender sobre Sísifo? No es importante. Quizás la
Psicohistoria nos muestre el camino para llegar a una sociedad enteramente
nueva, completamente diferente de cualquier cosa que hemos visto, estable y
deseable.
—Eso espero
—suspiró Seldon—. Eso espero, pero todavía no hay señales de que suceda. En
cuanto al futuro cercano, tendremos que esforzarnos para dejar que la Periferia
se separe. Eso marcará el comienzo de la Caída del Imperio Galáctico.
4.
—Y eso dije
—dijo Hari Seldon—. Eso marcará el comienzo de la Caída del Imperio Galáctico.
Y así será, Dors.
Dors escuchaba
con los labios apretados. Aceptaba el primer ministerio de Seldon como aceptaba
todo: con calma. Su única misión era protegerlo, a él y a su Psicohistoria,
pero esa tarea, lo sabía bien, se hacía más difícil debido a su cargo. La mejor
seguridad era la que pasaba inadvertida y mientras el sol del puesto
gubernamental brillara sobre Seldon ninguna barrera física de la existencia le
resultaría satisfactoria o suficiente.
El lujo en el
que vivían ahora, la cuidadosa protección contra el espionaje y contra las
interferencias físicas, las ventajas de poder hacer uso de fondos ilimitados para
sus propias investigaciones históricas, no la satisfacían. Habría cambiado todo
eso gustosamente por sus viejas habitaciones en la Universidad de Streeling. O
mejor, por un departamento sin nombre en un sector sin nombre donde nadie los
conociera.
—Todo eso está
muy bien, querido Hari —dijo ella—, pero no es bastante.
—¿Qué no es
bastante?
—La
información que estás dándome. Dices que podríamos perder la Periferia. ¿Cómo?
¿Por qué?
Seldon sonrió
levemente.
—¡Qué hermoso
sería saberlo, Dors! Pero la Psicohistoria todavía no llegó a la etapa en que
podríamos enterarnos.
—¿En tu
opinión, entonces, algunos lejanos gobernadores locales ambicionan declararse
independientes?
—se es un
factor, por cierto. Ha sucedido en la historia pasada, como ya sabes mejor que
yo, pero nunca por mucho tiempo. Quizás esta vez sea permanente.
—¿Porque el
Imperio está debilitado?
—Sí, porque el
comercio circula menos libremente de lo que circuló una vez, porque las
comunicaciones están más tensas de lo que estuvieron una vez, porque los
gobernadores de la Periferia están, de hecho, más cerca de la independencia de
lo que jamás han estado. Si uno de ellos surge con sus ambiciones
particulares...
—¿Puedes decir
cuál de ellos lo haría?
—Ni
remotamente. Lo único que podemos sonsacarle a la Psicohistoria en este momento
es el conocimiento definitivo de que si surge un gobernador con habilidades y
ambiciones fuera de lo común, encontrará que las condiciones son más favorables
para sus propósitos que en el pasado. Podría ser otra cosa, también: algún
desastre natural o una repentina guerra civil entre dos distantes coaliciones
mundiales. Por ahora no se puede predecir con precisión nada de eso, pero sí
podemos afirmar que cualquier cosa por el estilo tendrá consecuencias más
graves de lo que las hubiera tenido hace un siglo.
—Pero si no
sabes con un poco más de exactitud qué sucederá en la Periferia, ¿cómo puedes
encaminar las acciones para asegurarte de que la Periferia se separe, y no
Trantor?
—Vigilando a
ambos muy de cerca y tratando de estabilizar a Trantor, y no tratando de
estabilizar la Periferia. No podemos pretender que la Psicohistoria ordene los
acontecimientos automáticamente sin conocer demasiado cómo funciona, por lo
tanto tenemos que hacer uso constante de los controles manuales, por así
decirlo. En el futuro, la técnica estará refinada y decrecerá la necesidad del
control manual.
—Pero eso
—dijo Dors-será en el futuro. ¿Cierto?
—Cierto. E
incluso es sólo una esperanza.
—¿Y
exactamente qué clase de inestabilidades amenazan Trantor si conservamos la
Periferia?
—Las mismas
posibilidades: factores económicos y sociales, desastres naturales, rivalidades
ambiciosas entre altos funcionarios. Y algo más. He descrito el Imperio a Yugo
como recalentado... y Trantor es la porción más recalentada de todas. Parece
estar quebrándose. La infraestructura, la red de suministro de agua, los
sistemas de calefacción, la eliminación de residuos, las cañerías de
combustible, todo, parece estar teniendo problemas anormales, y eso es algo que
últimamente ha estado llamándome la atención cada vez más.
—¿Y qué hay de
la muerte del Emperador?
Seldon abrió
los brazos.
—Eso no se
puede evitar, pero Cleon goza de buena salud. Tiene mi misma edad, que ojalá
fuera menor pero no es demasiado mayor. Sus dos hijos son totalmente
inadecuados para la sucesión, pero habrá bastantes pretendientes. Los
suficientes para causar problemas y hacer que su muerte sea penosa pero no una
completa catástrofe... en sentido histórico.
—Entonces
digamos su asesinato, mejor.
Seldon levantó
la vista, nervioso. —No digas eso. Aunque estemos escudados, no uses esa
palabra.
—Hari, no seas
tonto. Es una eventualidad que debemos considerar. Hubo una época en que los
joranumitas pudieron haber tomado el poder y, si lo hubiesen hecho, el Emperador,
de una forma u otra...
—Probablemente
no. Hubiese sido más útil como figurón. Y en todo caso, olvídalo. Joranum murió
el año pasado en Nishaya... un personaje bastante patético.
—Tenía
seguidores.
—Por supuesto.
Todo el mundo tiene seguidores. ¿Alguna vez te topaste con el Partido
Globalista de mi mundo natal, Helicon, durante tus estudios de historia antigua
del Imperio y del Reino de Trantor?
—No. No quiero
herirte, Hari, pero no recuerdo haberme topado con ninguna porción de la
historia en que Helicon jugara parte.
—No me hieres,
Dors. Feliz del mundo que no tiene historia, digo siempre. Como sea, hace
alrededor de dos mil cuatrocientos años surgió en Helicon un grupo de gente que
estaba bastante convencida de que Helicon era el único mundo habitado del
universo. Helicon era el universo, y más allá de él sólo había una esfera
sólida de cielo salpicada de diminutas estrellas.
—¿Cómo podían
creer eso? —dijo Dors—. Pertenecían al Imperio, presumo.
—Sí, pero los
globalistas insistían en que todas las evidencias que probaban la existencia
del Imperio eran o bien ilusiones o bien un engaño intencional, que los
emisarios y funcionarios imperiales eran heliconianos representando, por alguna
razón, ese papel. Eran absolutamente inmunes al razonamiento.
—¿Y qué
sucedió?
—Supongo que
siempre es agradable pensar que tu mundo en particular es el mundo. En su
cenit, los globalistas pudieron haber convencido a un diez por ciento de la
población, pero fueron una minoría vehemente que ahogó a la indiferente mayoría
y amenazó con tomar el control.
—Pero no lo
hicieron, ¿verdad?
—No. Lo que
pasó fue que el globalismo causó una disminución en el comercio imperial y que
la economía heliconiana se volvió inactiva. Cuando la creencia comenzó a
afectar el bolsillo de la población, perdió popularidad rápidamente. Su
surgimiento y ocaso sorprendieron a muchos en aquel entonces, pero la
Psicohistoria, estoy seguro, habría demostrado que eran inevitables y habría
hecho innecesario dedicarles reflexión alguna.
—Ya veo. Pero,
Hari... ¿cuál es el objeto de esta historia? Presumo que hay alguna relación
con lo que estábamos discutiendo.
—La relación
es que tales movimientos nunca mueren por completo, sin importar cuán ridículos
puedan parecer sus dogmas a la gente sensata. Ahora mismo, en Helicon, ahora
mismo, aún existen globalistas. No muchos, pero de vez en cuando setenta u
ochenta de ellos se reúnen en lo que ellos llaman un Congreso Global y se
regodean hablando del globalismo... Bueno, han pasado sólo diez años desde que
el movimiento joranumita dejara de parecer una terrible amenaza para este
mundo, y no sería sorprendente que todavía quedaran resabios de él. Puede que
todavía haya algunos resabios dentro de mil años.
—¿No es
posible que un resabio resulte peligroso?
—Lo dudo. Lo
que lo hacía peligroso era el carisma de JoJo, y él está muerto. Ni siquiera
tuvo una muerte heroica o notable: sólo se marchitó y murió en el exilio... un
hombre quebrado.
Dors se puso
de pie y atravesó la habitación rápidamente, con los brazos balanceándose a los
costados y los puños cerrados. Volvió y se detuvo ante Seldon, que permanecía
sentado.
—Hari —dijo—,
déjame decir lo que pienso. Si la Psicohistoria señala la posibilidad de graves
perturbaciones en Trantor, y si todavía quedan joranumitas, éstos pueden estar
aún con la mira puesta en la muerte del Emperador.
Seldon rió
nerviosamente. —Te asustas de las sombras, Dors. Tranquilízate.
Pero descubrió
que no podía descartar tan fácilmente lo que ella había dicho.
5.
El sector Wye
era un tradicional opositor a la Dinastía Entun de Cleon I que había gobernado
el Imperio durante dos siglos. La oposición databa de los tiempos cuando la
línea de los Alcaldes de Wye había contribuido con miembros que sirvieran al
Emperador. La dinastía Wye no había durado mucho ni tenido un éxito conspicuo,
pero al pueblo y los gobernantes de Wye les resultaba difícil olvidar que
alguna vez habían sido, aunque imperfecta y transitoriamente, supremos. El
breve período en que Rashelle, como Alcaldesa de Wye, había desafiado al
Emperador, hacía dieciocho años, había sumado tanto orgullo como frustraciones
para Wye.
Todo ello
hacía razonable que la pequeña banda de conspiradores se sintiera en Wye tan a
salvo como en cualquier lugar de Trantor.
Había cinco de
ellos sentados a la mesa, en una habitación de un barrio bajo del sector. La
habitación estaba escasamente amueblada pero bien escudada.
En una silla
que era marginalmente de superior calidad que las demás se encontraba el hombre
que, a juzgar por ese detalle, podía ser considerado el líder. Tenía un rostro
delgado, un cutis cetrino, una boca ancha de labios tan pálidos que eran casi
invisibles. En su cabellera había toques de gris, pero sus ojos ardían con una
furia inextinguible.
Contemplaba al
hombre que estaba sentado exactamente frente a él, evidentemente más viejo y
más suave, con cabellos casi blancos, con mejillas regordetas que tendían a
sacudirse cuando hablaba.
Con aspereza,
el líder dijo: —¿Y bien? Es bastante aparente que no has hecho nada.
¡Explícate!
El viejo
intentó una bravuconada. Dijo: —Soy un joranumita anciano, Namarti. ¿Por qué
tengo que explicar mis actos?
Gambol Deen
Namarti, quien alguna vez había sido la mano derecha de Laskin
"Jo-Jo" Joranum, dijo: —Hay muchos joranumitas ancianos. Algunos son
incompetentes, algunos son blandos, algunos han olvidado. Ser un joranumita
anciano puede significar nada más que ser un viejo tonto.
El viejo se
reclinó en la silla. —¿Estás llamándome viejo tonto? ¿A mí? Soy Kaspal
Kaspalov... Estaba con Jo-Jo cuando tú aún no habías aparecido, cuando eras un
don nadie harapiento que buscaba una causa.
—No estoy
llamándote tonto —dijo Namarti secamente—. Lo único que digo es que algunos
joranumitas ancianos son tontos. Ahora tienes la oportunidad de demostrarme que
no eres uno de ellos.
—Mi asociación
con Jo-Jo...
—Olvida eso.
¡l está muerto!
—Yo pienso que
su espíritu sigue viviendo.
—Si esa idea
nos ayuda en nuestra lucha, pues que su espíritu siga viviendo. Pero para
otros, no para nosotros. Sabemos que cometió errores.
—Eso lo
rechazo.
—No insistas
en hacer un héroe de un simple hombre que cometió errores. l pensaba que podía
mover el mundo únicamente con la fuerza de la oratoria, con palabras...
—La historia
nos demuestra que en el pasado las palabras han movido montañas.
—No las
palabras de Joranum, obviamente, porque cometió errores. Ocultó sus orígenes
mycogenianos y lo hizo con desprolijidad. Peor aún, se dejó engañar y acusó al
viejo Primer Ministro de ser un robot. Le advertí acerca de esa acusación, pero
no quiso escucharme... y eso lo destruyó. Ahora empecemos de nuevo, ¿está bien?
Sea cual sea el uso que le demos al recuerdo de Joranum en el mundo exterior,
no nos dejemos penetrar por él.
Kaspalov se
quedó en silencio. Los otros tres desplazaron la mirada de Namarti a Kaspalov y
de vuelta a Namarti, satisfechos de que éste llevara las riendas de la
discusión.
—Con el exilio
de Joranum en Nishaya, el movimiento joranumita se desmembró y pareció
desvanecerse —dijo Namarti con crudeza—. Se hubiera desvanecido sin mí, por
cierto. Pedazo a pedazo, fragmento a fragmento, yo lo reconstruí hasta
convertirlo en una red que se extiende en todo Trantor. Lo sabes, supongo.
—Lo sé, Jefe
—masculló Kaspalov. El uso del título dejaba en claro que estaba buscando una
reconciliación.
Namarti sonrió
tensamente. No insistía con el título, pero siempre disfrutaba al oir que lo
utilizaban. Dijo: —Eres parte de esta red y tienes tus obligaciones.
Kaspalov se
inquietó. Resultó claro que estaba debatiéndose internamente hasta que,
finalmente, dijo con lentitud: —Me dices, Jefe, que aconsejaste a Joranum en
contra de acusar al Primer Ministro. Dices que no te escuchó, pero por lo menos
diste tu opinión. ¿Puedo tener el mismo privilegio de señalar lo que yo pienso
que es un error y que me escuches como Joranum te escuchó a ti, aunque tú, como
él, no aceptes el consejo?
—Desde luego
que puedes hablar de tu parecer, Kaspalov. Estás aquí a fin de que puedas
hacerlo. ¿Cuál es tu punto de vista?
—Estas nuevas
tácticas nuestras, Jefe, son equivocadas. Ocasionan disrupción y causan daño.
—¡Por
supuesto! Están diseñadas para eso. —Namarti se revolvió en el asiento,
haciendo un esfuerzo por controlar su furia—. Joranum intentó la persuasión. No
sirvió. Nosotros venceremos a Trantor con la acción.
—¿Por cuánto
tiempo? ¿Y a qué costo?
—Por el tiempo
que sea necesario, y a muy bajo costo, en realidad. Un corte de energía aquí,
un corte de agua allá, un bloqueo del servicio cloacal, una interrupción del
aire acondicionado. Inconvenientes e incomodidades, eso es todo.
Kaspalov meneó
la cabeza. —Estas cosas son acumulativas.
—Por supuesto,
Kaspalov, y queremos que la desesperación y el resentimiento públicos también
sean acumulativos. Escucha, Kaspalov. El Imperio está decayendo. La tecnología
terminará fallando en todas partes aunque no hagamos nada. Sólo estamos
contribuyendo un poco.
—Es peligroso,
Jefe. La infraestructura de Trantor es increiblemente complicada. Un empujón
descuidado podría convertirla en ruinas. Tiremos del hilo equivocado y Trantor
se derrumbará como un castillo de naipes.
—No ha
sucedido hasta ahora.
—Puede suceder
en el futuro. ¿Y si el pueblo descubre que somos nosotros los que estamos
detrás de todo esto? Nos destrozarían. No habría necesidad de llamar a la
policía o a las fuerzas armadas. El populacho nos destruiría.
—¿Cómo podrían
descubrir lo suficiente para culparnos? El destinatario natural del
resentimiento del pueblo será el gobierno... los consejeros del Emperador.
Jamás verán más allá de eso.
—¿Y cómo
viviremos con nosotros mismos, sabiendo lo que hemos hecho?
El viejo
preguntó esto último con un susurro, claramente conmovido por una fuerte
emoción. Con expresión suplicante, sus ojos miraban al líder, el hombre al que
le había jurado obediencia. Había jurado creyendo que Namarti realmente
continuaría llevando el estandarte de libertad que le había legado Laskin
Joranum; ahora, Kaspalov se preguntaba si era ésta la forma en que Jo-Jo
hubiera deseado que se hicieran cargo de su sueño.
Namarti
chasqueó la lengua, de modo muy parecido al de un padre reprobatorio al
confrontar a un hijo errático.
—Kaspalov, no
puede ser cierto que te nos estés poniendo sentimental, ¿verdad? Una vez en el
poder, recogeremos las piezas y reconstruiremos todo. Reuniremos gente con toda
esa vieja cháchara de Joranum acerca de la participación popular en el
gobierno, con más representatividad, y cuando estemos firmemente instalados en
el poder estableceremos un gobierno más eficiente y coercitivo. Tendremos
entonces un Trantor mejor y un Imperio más fuerte. Estableceremos alguna clase
de sistema deliberativo en donde los representantes de las regiones mundiales
podrán hablar entre ellos hasta el aturdimiento, pero gobernaremos nosotros.
Kaspalov
permanecía sentado, irresoluto.
Namarti sonrió
sin alegría. —¿No estás seguro? No podemos perder. Hasta ahora ha marchado
perfectamente, y continuará marchando perfectamente. El Emperador no sabe qué
está sucediendo. No tiene la más leve noción. Y su Primer Ministro es un
matemático. Arruinó a Joranum, es cierto, pero desde entonces no ha hecho nada.
—Tiene algo
llamado... llamado...
—Olvídalo.
Joranum le daba gran importancia, pero eso se debía a que era mycrogeniano,
como su manía con los robots. Este matemático no tiene nada ...
—Psicoanálisis
histórico, o algo así. Una vez oí decir a Joranum que...
—Olvídalo .
Sólo cumple con tu parte. Manejas la ventilación del sector Anemoria, ¿no? Muy
bien, entonces. Haz que funcione mal de la manera que prefieras. Córtala para
que se eleve la humedad, o que produzca un olor peculiar, o cualquier otra
cosa. Nada de esto matará a nadie, así que no entres en una fiebre de culpa
virtuosa. Simplemente, haz que la gente se sienta incómoda y haz subir el nivel
general de inconformismo y fastidio. ¿Podemos confiar en ti?
—Pero lo que
para los jóvenes y sanos puede ser tan solo incomodidad y fastidio, para los
niños, los ancianos y enfermos puede ser más que eso.
—¿Vas a seguir
insistiendo en que absolutamente nadie resulte perjudicado?
Kaspalov
masculló algo.
Namarti dijo:
—Es imposible hacer cualquier cosa con la garantía de que nadie resultará
perjudicado. Sencillamente, haz tu trabajo. Hazlo de modo que perjudiques a la
menor cantidad posible, si tu conciencia insiste, pero hazlo.
Kaspalov dijo:
—¡Mira! Tengo una cosa más que decir, Jefe.
—Entonces dilo
—dijo Namarti desganadamente.
—Podemos
pasarnos años hurgoneando en la infraestructura. Llegará el momento en que te
aproveches de la creciente insatisfacción para apoderarte del gobierno. ¿Cómo
piensas hacerlo?
—¿Quieres
saber cómo lo haremos exactamente?
—Sí. Cuanto
más rápido demos el golpe, más limitados serán los daños, más eficiente la
cirugía.
Namarti dijo
lentamente:
—Aún no tengo
decidido cuál será la naturaleza de esa cirugía. Pero llegará. Hasta entonces,
¿cumplirás con tu papel?
Kasparov
asintió con resignación. —Sí, Jefe.
—Bien,
entonces ve —dijo Namarti con un duro gesto de despedida.
Kaspalov se
levantó, giró y se marchó, dejando a Namarti solo en la habitación. Namarti
encendió los refulgentes paneles murales, dejando solamente un cuadrado abierto
en el cielorraso para que entrara la luz que le impediría quedar totalmente a
oscuras.
Pensó: Todas
las cadenas tienen eslabones débiles que deben eliminarse. Hemos tenido que
hacerlo antes y el resultado es que disponemos de una organización que es
intocable.
Y, en la
penumbra, sonrió, retorciendo su rostro en una especie de alegría animal.
Después de todo, la red se extendía incluso hasta el mismísimo Palacio... no
muy firmemente, no del todo confiable, pero allí estaba. Y sería reforzada.
6.
En la zona sin
domo de los parques del Palacio Imperial se mantenía el buen clima: cálido y
soleado.
No sucedía a
menudo. Hari recordó que Dors una vez le había contado por qué se había elegido
emplazarlo en esta zona en particular, con sus fríos inviernos y lluvias
frecuentes.
—En realidad
no se eligió —había dicho ella—. Era una propiedad familiar de la familia
Morovian en los días en que no existía más que el Reino de Trantor. Cuando el
Reino se transformó en Imperio, hubo numerosos sitios en donde el Emperador
podía vivir: centros de veraneo, alojamientos invernales, hosterías deportivas,
propiedades en las playas. Y, mientras el planeta iba quedando lentamente bajo
los domos, a un Emperador gobernante que vivía aquí le gustó este lugar y éste
permaneció fuera del domo. Y por la sencilla razón de que era la única
zona que se dejó fuera de los domos, se transformó en algo especial, en un
lugar distinto, y esa originalidad le agradó al siguiente Emperador, y al
siguiente, y al siguiente... y de esa manera nació una tradición.
Y, como
siempre que oía algo así, Seldon había pensado: ¿Y cómo haría la Psicohistoria
para manejarlo? ¿Auguraría que un área iba a permanecer fuera del domo, pero
sería absolutamente incapaz de decir cuál sería el área? ¿Podría llegar tan
lejos? ¿Podría predecir que varias áreas quedarían fuera del domo, o ninguna, y
equivocarse? ¿Cómo podría tener en cuenta los gustos y disgustos de un
Emperador que por casualidad se hallara en el trono en el momento crucial y
tomara la decisión en un momento de capricho y nada más? Así se planteaba el
caos... y la locura.
Cleon I
estaba, obviamente, disfrutando del buen clima.
—Me estoy
poniendo viejo —dijo—. No hace falta que te lo diga. Somos de la misma edad, tú
y yo. Una señal segura de vejez es que no sienta el impulso de jugar al tenis,
o de ir a pescar, aunque acaban de repoblar el lago, pero sí tenga voluntad de
caminar lentamente por los senderos.
Mientras
hablaba comía frutas secas, unas que se parecían a las que en el mundo natal de
Seldon, Helicon, hubieran llamado semillas de zapallo, que eran más grandes y
de un sabor un poco menos delicado. Cleon las partía delicadamente con los
dientes, les quitaba la delgada cáscara y se introducía el contenido en la
boca.
A Seldon no le
gustaba particularmente su sabor pero, por supuesto, cuando el Emperador le
ofreció algunas las aceptó y se las comió.
El Emperador
tenía una cantidad de cáscaras en la mano y miraba a su alrededor vagamente,
buscando alguna clase de recipiente que pudiera usar para arrojarlas. No vio
ninguno, pero descubrió a un jardinero que se encontraba a poca distancia, en
posición de firme, como debía ser ante la presencia Imperial, y con la cabeza
respetuosamente inclinada.
Cleon llamó:
—¡Jardinero!
El jardinero
se aproximó rápidamente. —¡Majestad!
—Deshazte de
esto —y le puso las cáscaras en la mano.
—Sí, Majestad.
Seldon dijo:
—Yo también tengo algunas, Gruber.
Gruber estiró
la mano y dijo, casi con timidez: —Sí, Primer Ministro.
Se alejó
velozmente, y el Emperador lo siguió con la mirada, lleno de curiosidad.
—¿Conoces a ese sujeto, Seldon?
—Sí, por
cierto, Majestad. Es un viejo amigo.
—¿El jardinero
es un viejo amigo? ¿Qué es él? ¿Un colega matemático caído en desgracia?
—No, Majestad.
Tal vez recuerdes la historia. Fue cuando —se aclaró la garganta, buscando la
manera más cortés de recordar el incidente-el sargento atentó contra mi vida,
poco después de ser asignado a mi cargo actual gracias a tu bondad.
—El intento de
asesinato. —Cleon elevó la vista al cielo, como si buscara paciencia—. No sé
por qué todos tienen tanto miedo de esa palabra.
—Tal vez —dijo
Seldon con suavidad, despreciándose ligeramente por la facilidad con que se
había acostumbrado a la adulación-es porque el resto de nosotros estamos más
perturbados por la posibilidad de que algo desgraciado le suceda a nuestro
Emperador de lo que tú mismo lo estás.
Cleon sonrió
irónicamente. —Vaya. ¿Y qué tiene esto que ver con Gruber? ¿Así se llama?
—Sí, Majestad.
Mandell Gruber. Estoy seguro de que recordarás, si vuelves atrás, que hubo un
jardinero que se acercó corriendo con un rastrillo para defenderme contra el
sargento armado.
—Ah, sí. ¿l
fue el jardinero que lo hizo?
—l fue,
Majestad. Desde entonces lo he considerado un amigo, y me lo encuentro casi siempre
que estoy en los parques. Creo que él me cuida, siente que le pertenezco. Y,
por supuesto, yo tengo buenos sentimientos hacia él.
—No te culpo.
Y ya que estamos en el tema, ¿cómo está tu formidable dama, la señora Venabili?
No la veo a menudo.
—Es historiadora,
Majestad. Perdida en el pasado.
—¿No te asusta
ella? A mí me asustaba. Me dijeron cómo trató a ese sargento. Hasta casi podía
sentirse pena por él.
—Se pone
salvaje al defenderme, Majestad, pero últimamente no ha tenido ocasión de
hacerlo. Todo ha estado muy tranquilo.
El Emperador
seguía al jardinero con la mirada. —¿Alguna vez hemos recompensado a ese
hombre?
—Yo sí,
Majestad. Tiene esposa y dos hijas, y he dispuesto que cada una de las hijas
reciba una suma de dinero reservada para la educación de todos los hijos que
tengan.
—Muy bien.
Pero él necesita un ascenso, creo. ¿Es buen jardinero?
—Excelente,
Majestad.
—El Jefe
Jardinero, Malcomber, no estoy seguro de recordar su nombre, aún continúa en
funciones y no es, quizás, ya apto para trabajar. Está por cumplir ochenta.
¿Crees que este Gruber sea capaz de hacerse cargo?
—Por cierto
que sí, Majestad, pero le gusta su empleo actual. Le permite estar al aire
libre en toda clase de climas.
—Peculiar
recomendación para un empleo. Estoy seguro de que puede acostumbrarse a la
administración, y realmente necesito a alguien para algún tipo de renovación de
los parques. Hmmm. Debo pensarlo. Tu amigo Gruber puede ser justo el hombre que
necesito... A propósito, Seldon, ¿qué quisiste decir con eso de que todo ha
estado muy tranquilo?
—Simplemente
quise decir, Majestad, que no ha habido señales de discordia en la Corte
Imperial. La inevitable tendencia a la intriga parece estar tan cerca del nivel
mínimo como puede aspirarse.
—No opinarías
lo mismo si fueras Emperador, Seldon, y tuvieras que tratar con todos esos
funcionarios y con sus quejas.
—Deberían
presentarme sus quejas a mí, Majestad.
—Conocen mi
corazón blando, Seldon, y evitan tu aspereza.
—¡Majestad!
—Era una
broma. Sin embargo, no es eso lo que quiero decir. ¿Cómo puedes opinar que todo
está tranquilo cuando semana por medio me llegan informes sobre algún
desperfecto grave desde distintos lugares de Trantor?
—Esas cosas
siempre pasan.
—No recuerdo
que pasaran con tanta frecuencia en años anteriores.
—Tal vez
porque no sucedían, Majestad. Con el tiempo, la infraestructura envejece. Hacer
las reparaciones necesarias adecuadamente requeriría tiempo, trabajo y enormes
gastos. Un aumento en los impuestos no será visto favorablemente en estos
tiempos.
—En ningún
tiempo. Entiendo que el pueblo está experimentando una grave insatisfacción
debido a esos desperfectos. Deben eliminarse y tú debes encargarte de ello,
Seldon. ¿Qué dice la Psicohistoria?
—Dice lo que
dice el sentido común: que todo está envejeciendo.
—Bueno, esto
está arruinando mi hermoso día. Lo dejo en tus manos, Seldon.
—Sí, Majestad
—dijo Seldon con sumisión.
El Emperador
se alejó a paso lento y Seldon pensó que esto también estaba echando a perder
su propio hermoso día. Los desperfectos del centro eran la alternativa que él
no deseaba. ¿Pero cómo hacer para evitarla y desviar la crisis a la Periferia?
La
Psicohistoria no lo explicaba.
7.
Raych Seldon
se sentía extraordinariamente feliz, ya que era la primera cena en famille
que había tenido en meses, con las dos personas a las que consideraba su padre
y madre. Sabía muy bien que no eran sus padres bajo ningún aspecto biológico,
pero no importaba. Se limitaba a sonreírles en completa adoración.
El ambiente no
era tan cálido como en Streeling, en los viejos días, cuando su hogar era
pequeño e íntimo, instalado, como una joya, en el predio de la universidad.
Ahora, lamentablemente, nada podía ocultar la magnificencia de una suite en
Palacio.
Raych a veces
se contemplaba en el espejo y se preguntaba cómo podía ser. No era alto, apenas
163 centímetros de altura, evidentemente más bajo que sus dos padres. Era
bastante fornido, pero musculoso y no gordo, con cabellera negra y el típico
bigote dahlita, al que conservaba tan oscuro y espeso como le era posible.
En el espejo
aún podía ver al erizo callejero que había sido alguna vez, antes de que la más
casual de las casualidades hubiera dictado su encuentro con Seldon y Venabili.
Seldon era mucho más joven entonces, y su apariencia actual evidenciaba que el
propio Raych era ahora casi de la misma edad que tenía Seldon al conocerlo.
Sorprendentemente,
su madre, Dors, apenas había cambiado. Era tan diestra y ágil como el día en
que ella y Hari habían sido acosados por el joven Raych y sus compañeros de la
pandilla Billibotton. Y él, Raych, nacido en la pobreza y la miseria, era ahora
miembro del servicio gubernamental, un pequeño engranaje del Ministerio de
Poblaciones.
Seldon dijo:
—¿Cómo anda todo en el Ministerio, Raych? ¿Algún progreso?
—Un poco,
papá. Se pasan leyes. Se toman decisiones en la corte. Se pronuncian discursos.
Aun así, es difícil conmover a la gente. Puedes pregonar la hermandad cuanto
quieras, pero nadie se siente hermano de nadie. Lo que me parece es que los
dahlitas son tan malos como cualquiera de los demás. Quieren ser tratados como
iguales, dicen, y así lo hacen, pero si les das la oportunidad no sentirán
deseos de tratar a los demás como iguales.
Venabili dijo:
—Es imposible cambiar las mentes y los corazones de la gente, Raych. Es suficiente
con intentarlo y tal vez eliminar las peores injusticias.
—El asunto es
—dijo Seldon-que en la mayor parte de la historia no hubo nadie que trabajara
sobre ese problema. A los seres humanos se les ha permitido regodearse en el
delicioso juego del Yo-soy-mejor-quetú, y limpiar todo ese desorden no es
fácil. Si dejamos que las cosas sigan su curso y empeoren durante mil años, no
podemos quejarnos si demoramos, digamos, cien años en lograr una mejoría.
—A veces, papá
—dijo Raych—, pienso que me diste este trabajo para castigarme.
Seldon arqueó
las cejas.
—¿Qué
motivación podría tener yo para castigarte?
—Por sentirme
atraído por el programa de Joranum: igualdad de sectores y mayor representación
popular en el gobierno.
—No te culpo.
Son sugerencias atractivas, pero sabes que Joranum y su pandilla estaban
usándolas solamente como herramienta para lograr el poder. Después...
—Pero me
obligaste a tenderle una trampa a pesar de que me atraían sus puntos de vista.
Seldon dijo:
—No fue fácil para mí pedírtelo.
—Y ahora me
tienes trabajando en la implementación del programa de Joranum, sólo para
demostrarme qué difícil es la tarea en realidad.
Seldon le dijo
a Venabili: —¿Qué te parece, Dors? El muchacho me atribuye una especie de
hipocresía clandestina que sencillamente no forma parte de mi carácter.
—Seguramente
—dijo Venabili, con el fantasma de una sonrisa jugando en sus labios-que no
estás atribuyendo a tu padre semejante cosa.
—Por cierto
que no. En el transcurso de la vida diaria, no hay nadie más recto que tú,
papá. Pero si te ves obligado, sabes que puedes volver a mezclar los naipes.
¿No es eso lo que esperas hacer con la Psicohistoria?
Seldon dijo
con tristeza:
—Hasta ahora,
he hecho muy poco con la Psicohistoria.
—Qué pena. No
dejo de pensar que existe alguna clase de solución psicohistórica al problema
de la intolerancia humana.
—Tal vez la
haya, pero, si es así, no la he encontrado.
Cuando
terminaron de cenar, Seldon dijo: —Tú y yo, Raych, vamos a tener ahora una
pequeña charla.
—¿En serio?
—dijo Venabili—. Presumo que no estoy invitada.
—Asuntos
ministeriales, Dors.
—Tonterías
ministeriales, Hari. Vas a pedirle al pobre muchacho que haga algo que yo no
querría que hiciera.
Firmemente,
Seldon dijo:
—Definitivamente,
no voy a pedirle que haga algo que él no quiera hacer.
Raych dijo:
—Está bien, mamá. Deja que papá y yo charlemos. Prometo que después te contaré
todo.
Venabili miró
hacia arriba. —Ustedes dos alegarán que son "secretos de estado", lo
sé.
—A decir
verdad —dijo Seldon con firmeza—, eso es exactamente lo que debo discutir. Y
son de primera magnitud. Hablo en serio, Dors.
Venabili se
puso de pie, apretando los labios. Abandonó la habitación con un mandamiento
final:
—No arrojes al
muchacho a los lobos, Hari.
Cuando se hubo
marchado, Seldon dijo en voz baja: —Me temo que lo que tendré que hacer será
precisamente arrojarte a los lobos, Raych.
8.
Estaban frente
a frente en el despacho ministerial privado de Seldon, su "lugar para
pensar", como él lo llamaba. Allí había pasado incontables horas tratando
de reflexionar sobre cómo superar y dejar atrás las complejidades del gobierno
trantoriano e imperial.
Dijo: —¿Has
leído mucho acerca de los desperfectos que hemos tenido recientemente en los
servicios planetarios, Raych?
—Sí —dijo
Raych—, pero ya sabes, papá, que tenemos un planeta viejo. Lo que debemos hacer
es sacar a todos de aquí, excavar toda la superficie, reemplazar todo, agregar
las más modernas computadoras, y luego traer a la gente de vuelta, o al menos a
la mitad de la gente. Trantor estaría mucho mejor con sólo veinte mil millones
de personas.
—¿Cuáles
veinte mil millones? —preguntó Seldon, sonriendo.
—Ojalá lo
supiera —dijo Raych sombríamente—. El problema es que no podemos rehacer el
planeta, así que no nos queda más que seguir emparchándolo.
—Eso temo,
Raych, pero hay algo peculiar en todo esto. Ahora quiero que me evalúes. Tengo
algunas ideas sobre el tema.
Sacó del
bolsillo una pequeña esfera.
—¿Qué es eso?
—preguntó Raych.
—Es un mapa de
Trantor, cuidadosamente programado. Raych, hazme el favor de despejar esta
mesa.
Seldon colocó
la esfera más o menos en el centro de la mesa y puso la mano en una botonera
que estaba en un brazo de su sillón. Usó el pulgar para cerrar un contacto y se
apagaron las luces de la habitación, al tiempo que la mesa se iluminaba
suavemente con una suave luz color marfil que parecía tener un centímetro de
profundidad. La esfera se había achatado y expandido hacia los bordes de la
mesa.
Poco a poco,
la luz se oscureció en ciertos puntos, dibujando un patrón. Después de unos
treinta segundos, Raych dijo, sorprendido:
—Es un mapa de
Trantor.
—Por supuesto.
Te lo dije. Pero no puedes comprar algo así en el mercado del sector. Este es
uno de esos aparatos con que juegan las fuerzas armadas. Podría presentar a
Trantor como esfera, pero la proyección plana muestra con más claridad lo que
yo quiero mostrarte.
—¿Y qué es lo
que quieres mostrarme, papá?
—Bueno, en los
últimos dos años ha habido desperfectos. Como tú dices, este es un planeta
viejo y los desperfectos son previsibles, pero están apareciendo con más
frecuencia, y todos parecerían deberse, casi uniformemente, a errores humanos.
—¿No es eso
razonable?
—Sí, desde
luego. Dentro de ciertos límites. Lo cual se confirma hasta cuando se producen
terremotos.
—¿Terremotos?
¿En Trantor?
—Admito que
Trantor es un planeta no muy sísmico, por suerte, porque resultaría bastante
poco práctico encerrar a un mundo bajo un domo cuando ese mundo va a sacudirse
como loco y a hacer añicos alguna sección del domo varias veces por año. Tu
madre dice que una de las razones por las que Trantor, y no algún otro mundo,
se convirtió en la capital imperial es que se encuentra geológicamente
moribundo... ésa es su descortés expresión. Aun así, aunque esté moribundo, no
está muerto. Ocasionalmente hay terremotos menores, tres de ellos en los
últimos dos años.
—No me había
dado cuenta, papá.
—Casi nadie lo
ha hecho. El domo no es un objeto único. Tiene cientos de secciones, cada una
de las cuales pueden levantarse y colocarse entreabiertas para aliviar
tensiones y compresiones en caso de terremoto. Ya que los terremotos, cuando
ocurren, duran sólo de diez segundos a un minuto, la apertura es breve. Llega y
se va tan pronto que los trantorianos bajo el domo ni siquiera lo notan. Están
más pendientes del ligero temblor o del tintinear de la vajilla que de la
apertura y cierre del domo que tienen sobre sus cabezas o de la intrusión del
clima exterior, sea cual sea.
—Qué bueno,
¿verdad?
—Creo que sí.
Está computarizado, por supuesto. La aproximación de un terremoto dispara los
controles que abren y cierran esa sección del domo, de modo que se abra justo
antes de que la vibración se torne lo bastante fuerte como para causar daños.
—Sigue siendo
bueno.
—Pero en
ocasión de los tres terremotos menores ocurridos en los últimos dos años, los
controles del domo fallaron las tres veces. El domo no se abrió y en las tres
oportunidades fue necesario efectuar reparaciones. Tomó tiempo y dinero, y
durante un período considerable los controles climáticos funcionaron a un nivel
menor que el óptimo. Ahora, Raych, ¿cuáles son las probabilidades de que el
equipo falle en los tres casos?
—¿No muy
altas?
—Para nada.
Menos de una en cien. Se podría suponer que alguien toqueteó los controles con
anticipación al terremoto. Ahora bien: una vez por siglo tenemos pérdida de
magma, que es mucho más difícil de controlar, y no me gustaría tener que pensar
en los resultados de algo así en caso de que resultara inadvertido hasta que
fuera demasiado tarde. Por suerte no ha sucedido, y no es probable que suceda,
pero considéralo... Aquí en este mapa encontrarás la localización de los
desperfectos que nos han invadido durante los últimos dos años y que parecen
atribuibles a fallas humanas, aunque no hemos podido determinar ni una sola vez
a quién atribuírselos.
—Porque todo
el mundo se protege las espaldas.
—Temo que
tienes razón. Eso es característico de cualquier burocracia, y la de Trantor es
la más extensa de la historia. ¿Pero qué piensas de la localización?
El mapa se
había iluminado con brillantes marcas rojas que parecían pequeñas pústulas
cubriendo la superficie de Trantor.
—Bueno —dijo
Raych con cautela—. Parecen estar distribuidas uniformemente.
—Exacto, y eso
es muy interesante. Se podría esperar que las secciones más viejas de Trantor,
las secciones que fueron cubiertas con el domo hace más tiempo, tuvieran la
infraestructura más arruinada y fueran más proclives a los acontecimientos en
que se necesitan decisiones humanas rápidas, preparando el terreno para las
posibles fallas humanas... Superpondré las secciones antiguas de Trantor
coloreadas en azul, y verás que los desperfectos no parecen ser más frecuentes
en el azul que en el blanco.
—¿Y?
—Y que yo creo
que esto significa, Raych, que los desperfectos no tienen un origen natural,
sino que están siendo causados deliberadamente, y distribuidos de esta manera,
para afectar a la mayor cantidad posible de gente, creando la mayor
insatisfacción posible.
—No parece
probable.
—¿No? Entonces
veamos cómo se distribuyen los desperfectos en el tiempo, en vez de en el
espacio.
Desaparecieron
las zonas azules y los puntos rojos y, por un momento, el mapa de Trantor quedó
en blanco. Luego comenzaron a aparecer y desaparecer marcas, una a la vez, aquí
y allá.
—Fíjate —dijo
Seldon-en que tampoco aparecen condensados en el tiempo. Aparece uno, luego
otro, luego otro, y así sucesivamente, casi al ritmo constante de un metrónomo.
—¿Crees que
eso también es intencional?
—Debe serlo.
Quienquiera que esté provocándolo, desea ocasionar cuanta disrupción sea
posible con el menor esfuerzo posible, por lo que es inútil hacerlo de a dos a
la vez, ya que uno anularía parcialmente al otro en los noticieros y en la
conciencia pública. Cada incidente debe ser advertido con completa irritación.
El mapa se apagó,
se encendieron las luces. Seldon volvió a colocar la esfera, ya encogida a su
tamaño original, en su bolsillo.
Raych dijo:
—¿Quién podría estar haciéndolo?
Seldon dijo,
pensativo: —Hace unos días recibí el informe de un asesinato en el sector Wye.
—No es extraño
—dijo Raych—. Aunque Wye no es uno de tus sectores realmente marginales, allí
debe haber muchos asesinatos por día.
—Cientos —dijo
Seldon, meneando la cabeza—. Hemos tenido días malos en que el número de
muertes violentas en la totalidad de Trantor se acerca al millón diario.
Generalmente no hay muchas posibilidades de encontrar a todos los delincuentes,
a todos los asesinos. La muerte se registra en los libros como estadísticas
anónimas.
»Esta, sin
embargo, fue extraña. El hombre había sido apuñalado, pero sin pericia. Aún
estaba vivo cuando lo encontraron, apenas vivo. Tuvo tiempo de exhalar una
palabra antes de morir, y esa palabra fue "Jefe".
»Eso provocó
cierta curiosidad y más tarde lo identificaron. Trabajaba en Anemoria y no
sabemos qué estaba haciendo en Wye. Pero después un dedicado oficial logró
descubrir que era un antiguo joranumita. Se llamaba Kaspal Kaspalov, y es bien
sabido que fue uno de los íntimos de Laskin Joranum. Y ahora ha muerto,
apuñalado.
Raych frunció
el ceño.
—¿Sospechas
una conspiración joranumita? Ya no hay más joranumitas.
—No hace mucho
tu madre me preguntó si yo creía que todavía existían joranumitas en actividad,
y le contesté que cualquier creencia extravagante siempre retenía cierta
dirigencia, a veces durante siglos. Usualmente no son muy importantes, sino más
bien grupúsculos que sencillamente no cuentan. Sin embargo... ¿qué pasaría si
los joranumitas hubieran mantenido una organización, si hubieran conservado
cierta fuerza, si fueran capaces de matar a alguien a quien consideraran un
traidor y si estuvieran produciendo esos desperfectos como paso preliminar a
tomar el poder?
—Son
demasiados "si", papá.
—Lo sé. Y
puedo estar totalmente equivocado. El asesinato ocurrió en Wye y da la
casualidad de que no ha habido desperfectos de infraestructura en Wye.
—¿Qué se
demuestra con eso?
—Tal vez que
el epicentro de la conspiración está en Wye y que los conspiradores no quieren
vivir incómodos como el resto de Trantor. También podría significar que no son
los joranumitas, sino la antigua casa gobernante de Wye, que aún sueña con el
Imperio.
—Oh, vamos,
papá. Haces un gran escándalo por poca cosa.
—Lo sé. Ahora
supon que es una conspiración joranumita. Joranum tenía, como mano derecha, a
Gambol Deen Namarti. No hay registros de su muerte, ni de que haya abandonado
Trantor, ni de su vida en los últimos nueve años. No es para sorprenderse
demasiado. Después de todo, es fácil perderse entre cuarenta mil millones de
personas. Hubo una época en que traté de hacer exactamente eso. Desde luego,
podría estar muerto. Sería la explicación más fácil. Pero puede no estarlo.
—¿Qué hacemos?
Seldon
suspiró. —Lo lógico sería recurrir a la policía, al aparato de seguridad, pero
no puedo. No tengo la presencia de Demerzel. l podía arrear a la gente; yo no.
l tenía una personalidad enérgica; yo soy sólo un... matemático. No debería
estar en el puesto de Primer Ministro, no me va. Y no lo estaría si el
Emperador no tuviera esa fijación con la Psicohistoria que va mucho más allá de
lo que la Psicohistoria merece.
—Pareciera que
te estás autocastigando, ¿verdad, papá?
—Supongo, pero
me imagino yendo a las fuerzas de seguridad, por ejemplo, con lo que acabo de
mostrarte en el mapa —señaló la mesa, ahora vacía-y explicándoles que estamos
en grave peligro de conspiración de consecuencias y naturaleza desconocidas.
Ellos me escuchan solemnemente y, cuando me voy, se ríen de mí, bromean sobre
"el matemático" y no hacen nada.
—¿Entonces qué
hacemos? —dijo Raych, volviendo al tema.
—Qué harás,
Raych. Necesito más evidencia y quiero que la encuentres. Enviaría a tu madre,
pero ella no se apartará de mi lado bajo ninguna circunstancia. Yo no puedo
dejar el Palacio en este momento. Es en ti en quien más confío, después de Dors
y de mí mismo. En realidad, más que en Dors y en mí mismo. Todavía eres joven,
eres fuerte, eres mejor torcedor heliconiano de lo que yo fui alguna vez, y
eres inteligente.
—Vaya, papá.
¡Ojalá lo pusieras por escrito!
—Ahora
escucha: no quiero que arriesgues tu vida. No quiero heroísmos ni estupideces.
No podría mirar a tu madre a la cara si algo te ocurriera. Sólo averigua lo que
puedas. Tal vez descubras que Namarti está vivo y operando... o muerto. Tal vez
descubras que los joranumitas son un grupo en actividad... o moribundo. Tal vez
descubras que la familia gobernante de Wye está activa... o no. Cualquiera de
las posibilidades será interesante, pero no vital. Lo que sí quiero que
averigües es si los desperfectos en la infraestructura son obra de la mano del
hombre, como yo pienso, y, mucho más importante, si son causados
deliberadamente, qué otra cosa planean hacer los conspiradores. Me parece que
deben tener planes para un copamiento de mayor envergadura y, si es así, debo
saber cuál será.
Raych dijo,
con cautela:
—¿Tienes algún
plan para que comience a investigar?
—Si, por
cierto, Raych. Quiero que vayas a Wye, al lugar donde asesinaron a Kaspalov. Si
puedes, averigua si era joranumita activo, y luego fíjate si puedes ingresar a
una célula joranumita.
—Tal vez sea
posible. Puedo simular perfectamente ser joranumita. Era sólo un niño cuando
Jo-Jo estaba en la palestra, pero quedé muy impresionado con sus ideas. En
cierto modo, hasta sería sincero.
—Bueno, sí,
pero hay un inconveniente importante. Podrían reconocerte. Después de todo, eres
el hijo del Primer Ministro. Has aparecido en holovisión alguna que otra vez,
has sido una atracción para los programas de noticias, te han hecho entrevistas
acerca de tu opinión sobre la igualdad de sectores.
—Claro,
pero...
—Sin peros,
Raych. Te pondrás zapatos elevados para agregarte tres centímetros, y haremos
que alguien te enseñe a alterar la forma de tus cejas, a que tu rostro parezca
más regordete y a cambiar el timbre de la voz.
Raych se
encogió de hombros.
—Demasiadas
molestias para nada.
—Y además
—dijo Seldon, con un evidente temblor en la voz — te afeitarás el bigote.
Raych abrió
los ojos y por un momento permaneció sentado, silenciosamente apabullado. Por
fin dijo, con un susurro ronco:
—¿Afeitarme el
bigote?
—Por completo.
Sin él nadie te reconocerá.
—Pero no
puedo. Sería como cortarme los... como castrarme.
Seldon meneó
la cabeza.
—Es sólo una
curiosidad cultural. Yugo es tan dahlita como tú y no usa bigote.
—Yugo es un
chiflado. Dudo que esté vivo, a no ser por sus matemáticas.
—Es un gran
matemático, y la ausencia de bigote no altera ese hecho. Además, no es una
castración. Tu bigote volverá a crecer en dos semanas.
—¡Dos semanas!
Demorará dos años en volver a estar tan... tan...
Levantó la
mano, como para cubrirlo y protegerlo.
Seldon dijo,
inexorable:
—Raych, tienes
que hacerlo. Es un sacrificio que debes hacer. Si actúas como espía mío con
bigote podrías... resultar herido. No puedo arriesgarme.
—Preferiría
morir —dijo Raych violentamente.
—No seas
melodramático —dijo Seldon con severidad—. No preferirías morir, esto es algo
que debes hacer. Sin embargo —y aquí dudó—, no le digas nada a tu madre. Yo me
encargaré.
Raych
contempló a su padre con frustración y luego dijo, con voz baja y desesperada:
—Está bien,
papá.
Seldon dijo:
—Conseguiré a alguien que supervise tu disfraz y luego partirás a Wye por aire.
Arriba el ánimo, Raych, que no es el fin del mundo.
Raych sonrió
sin convicción y Seldon lo observó al marcharse, con una expresión
profundamente atormentada. Un bigote podía volver a crecer, pero un hijo no.
Seldon era perfectamente consciente de que estaba enviando a Raych a una
situación de peligro.
9.
Todos tenemos
nuestras pequeñas ilusiones, y Cleon I, Emperador de la Galaxia, Rey de
Trantor, y una extensa colección de otros títulos que en contadas ocasiones
eran proclamados con un largo y sonoro discurso, estaba convencido de que era
una persona de espíritu democrático.
Siempre lo
enfurecían las advertencias de Demerzel, y más tarde las de Seldon, en contra
de algún curso de acción, indicándole que ese proceder sería considerado
tiránico o despótico.
No era un
tirano ni un déspota por naturaleza, de eso estaba seguro; sólo pretendía
accionar con firmeza y decisión.
Muchas veces
hablaba, con nostálgica aprobación, de los días cuando el Emperador podía
mezclarse libremente con sus súbditos, pero ahora debía asilarse del mundo, ya
que los copamientos y asesinatos, reales o frustrados, se habían convertido en
un aborrecible hecho de todos los días.
Es dudoso que
Cleon, que jamás en su vida había estado con nadie a no ser que contara con las
condiciones de seguridad más restrictivas, se hubiese sentido a gusto en algún
encuentro casual con extraños, pero siempre imaginaba que lo habría disfrutado.
Agradecía, por lo tanto, las escasas oportunidades en que podía hablar con
alguno de sus subordinados en los parques, sonreír y esquivar las trampas del
gobierno imperial durante unos minutos. Lo hacía sentirse democrático.
Por ejemplo,
ese jardinero del que le había hablado Seldon. Sería adecuado, quizás
placentero, recompensarlo tardíamente por su lealtad y valentía, y hacerlo
personalmente en vez de delegarlo en algún funcionario.
En
consecuencia, hizo arreglos para encontrárselo en el espacioso jardín de rosas
que, en esta época, estaba en flor. Sería lo apropiado, pensaba Cleon, pero,
por supuesto, primero tendrían que traer al jardinero allí. Era impensable
hacer esperar al Emperador. Una cosa es ser democrático, y otra es ser
incomodado.
El jardinero
estaba esperándolo entre las rosas, con los ojos bien abiertos y los labios
trémulos. Se le ocurrió a Cleon que tal vez nadie le había comunicado al sujeto
la razón del encuentro. Bueno, lo tranquilizaría amablemente... aunque, ahora
que lo pensaba, no recordaba su nombre.
Miró a uno de
los oficiales que tenía al lado y dijo:
—¿Cómo se
llama el jardinero?
—Majestad, es
Mandell Gruber. Hace veintidós años que es jardinero aquí.
El Emperador
asintió y dijo: —Ah, Gruber. Qué contento estoy de conocer a un eficiente y
dedicado jardinero.
—Majestad —masculló
Gruber, castañeteando los dientes—. No soy hombre de muchos talentos, pero
siempre trato de dar lo mejor de mí en beneficio de Su Graciosa Majestad.
—Claro, claro
—dijo el Emperador, preguntándose si el jardinero sospechaba algún sarcasmo de
su parte. Estos hombres de clase baja carecían de los sentimientos depurados
consecuencia del refinamiento y los buenos modales. Eso era lo que siempre
dificultaba cualquier intento de actitud democrática.
Cleon dijo:
—Me he enterado por mi Primer Ministro de la lealtad con que una vez le
prestaste auxilio, y de tu habilidad en el cuidado de los parques. El Primer
Ministro me dice que él y tú son bastante amigos.
—Majestad, el
Primer Ministro es muy amable conmigo, pero yo conozco mi lugar. Nunca le
dirijo la palabra a menos que él me hable primero.
—Bien, Gruber.
Eso demuestra tus buenos sentimientos, pero el Primer Ministro, al igual que
yo, es un hombre de impulsos democráticos, y confío en sus juicios sobre la
gente.
Gruber hizo
una profunda reverencia.
El Emperador
dijo: —Como sabes, Gruber, el Jefe Jardinero, Malcomber, es bastante anciano y
está deseando retirarse. Las responsabilidades se están volviendo mucho mayores
de las que puede manejar.
—Majestad, el
Jefe Jardinero es muy respetado por todos los jardineros. Ojalá siga viviendo
muchos años, para que todos nosotros podamos recurrir a él en beneficio de la
sabiduría y el buen juicio.
—Bien dicho,
Gruber —dijo el Emperador sin contemplaciones—, pero sabes muy bien que eso no
es más que palabrería. No seguirá viviendo muchos años, al menos no con la
fuerza y la lucidez necesarias para el puesto. l mismo está pidiendo retirarse
en el lapso de un año, y yo se lo he concedido. Sólo resta encontrar un
reemplazante.
—Oh, Majestad,
en este grandioso lugar existen cincuenta hombres y mujeres que podrían ser
Jefes Jardineros.
—Seguro que sí
—dijo el Emperador—. Pero mi elección ha recaído sobre ti. —El Emperador sonrió
graciosamente. Este era el momento que había estado esperando. Ahora Gruber,
suponía, caería de rodillas en un éxtasis de gratitud.
No fue así, y
el Emperador frunció el entrecejo.
Gruber dijo:
—Majestad, es un honor demasiado grande para mí, por completo.
—Tonterías
—dijo Cleon, ofendido de que su decisión se cuestionara—. Es hora de reconocer
tus virtudes. Ya no tendrás que estar expuesto a los rigores de todo tipo de
clima en toda época del año. Tendrás la oficina del Jefe Jardinero, un
magnífico lugar, que haré redecorar para ti, y donde puedes traer a tu
familia... Tienes familia, ¿verdad, Gruber?
—Sí, Majestad.
Esposa y dos hijas. Y yerno.
—Muy bien.
Estarás muy cómodo y disfrutarás de tu nueva vida, Gruber. Estarás adentro,
Gruber, y apartado de la intemperie, como un verdadero trantoriano.
—Majestad,
considere que me crié como anacreónico...
—Lo he
considerado, Gruber. Para el Emperador todos los mundos son iguales. Está
decidido. El nuevo puesto es lo que mereces.
Asintió y se
alejó. Cleon se sintió satisfecho con esa última muestra de benevolencia. Desde
luego, le habría gustado un poco más de gratitud por parte del sujeto, un poco
más de aprecio, pero al menos lo había hecho.
Y era mucho
más fácil hacer esto que solucionar el asunto de las fallas en la
infraestructura.
En un momento
de mal humor, Cleon había declarado que cuando un desperfecto se atribuyera a
un error humano, el ser humano en cuestión debía ser ejecutado inmediatamente.
—Algunas
ejecuciones —había dicho-y todos se volverán notablemente más cuidadosos.
—Me temo,
Majestad —había dicho Seldon-que esa conducta sería considerada despótica y no
conseguirías lo que deseas. Probablemente obligaría a los trabajadores a ir a
la huelga, y si los forzaras a volver al trabajo habría una insurrección, y si
trataras de reemplazarlos con soldados descubrirías que éstos no saben manejar
la maquinaria, de modo que ocurrirían desperfectos con mucha más frecuencia.
No era
sorprendente que Cleon, aliviado, se hubiera dedicado al asunto de designar un
Jefe Jardinero.
En cuanto a
Gruber, contemplaba con helado terror al Emperador mientras éste se alejaba.
Iban a apartarlo de la libertad del exterior y a condenarlo a estar constreñido
entre cuatro paredes.
¿Pero cómo
podía uno decirle que no al Emperador?
10.
Raych se miró,
con expresión sombría, en el espejo de la habitación del hotel en Wye (era una
habitación bastante ruinosa, pero se suponía que no tenía mucho dinero). No le
gustó lo que vio. El bigote había desaparecido; le habían acortado las
patillas; el pelo estaba rapado en los costados y en la nuca.
Se miró...
haciendo de tripas corazón.
Peor todavía.
El resultado de la alteración de sus contornos faciales era que tenía un rostro
de bebé.
Era repulsivo.
Y tampoco
tenía ninguna pista. Seldon le había entregado los informes policiales de la
muerte de Kaspal Kaspalov, y los había estudiado. No había mucho allí. Sólo que
Kaspalov había sido asesinado y que la policía local no había descubierto nada
de importancia que tuviera conexión con ese crimen. Parecía bastante claro que
la policía le daba poca o ninguna importancia.
No era
sorprendente. En el último siglo, el porcentaje de crímenes había aumentado
marcadamente en la mayoría de los mundos, especialmente en el enormemente
complejo mundo de Trantor, y la policía local no hacía nada útil al respecto en
ningún sitio. En realidad, la policía había menguado en número y en eficiencia
en todas partes y (aunque era difícil de probar) se había vuelto más corrupta.
Era inevitable que así fuera, puesto que los sueldos no seguían el ritmo del
costo de vida. Para hacer que los empleados públicos mantengan su honestidad
hay que pagarles. Si no es así, seguramente ellos se las ingeniarán para
conseguir salarios más adecuados de otra manera.
Seldon había
estado predicando esa doctrina durante varios años, pero de nada servía. No
había forma de aumentar los sueldos sin aumentar los impuestos, y la población
no se quedaría quieta si le aumentaban los impuestos. Parecía que preferían
perder diez veces más dinero en sobornos.
Todo era parte
(había dicho Seldon) del deterioro general de la sociedad imperial que venía
aconteciendo desde hacía dos siglos.
Bueno, ¿y qué
tenía que hacer Raych? Aquí estaba, en el hotel donde había vivido Kaspalov
durante los días inmediatamente previos a su asesinato. En alguna parte del
hotel podía haber alguien que tuviera algo que ver con el hecho, o que
conociera a algún involucrado.
A Raych le
parecía que debía hacerse ver. Debía demostrar interés en la muerte de Kaspalov
y entonces alguien se interesaría en él e iría a buscarlo. Era peligroso, pero
si podía aparentar ser lo bastante inofensivo tal vez no lo atacaran
inmediatamente.
Bien...
Raych miró el
horario. En el bar habría personas disfrutando de los aperitivos previos a la
cena. Bien podía reunírseles y ver qué pasaba... si es que algo pasaba.
11.
En cierto
aspecto, Wye podía ser bastante puritano. (Lo cual se comprobaba en todas las
secciones, aunque la rigidez de un sector pudiera ser completamente diferente
de la rigidez del otro). Aquí, las bebidas no eran alcohólicas, pero estaban
sintéticamente diseñadas para estimular de otra manera. A Raych no le agradó su
sabor, ya que estaba totalmente desacostumbrado a él, pero eso significaba que
podía beber lentamente y tener más tiempo para mirar a su alrededor.
Encontró la
mirada de una joven que estaba a varias mesas de distancia, y por un momento le
resultó difícil apartar la vista. Era atractiva, y estaba claro que las
costumbres de Wye no eran puritanas para todo.
Se miraron y,
pasado un momento, la joven sonrió ligeramente y se puso de pie. Se acercó a la
mesa de Raych, mientras Raych la miraba especulativamente. Era inaceptable
(pensó con marcado resentimiento) tener una aventura justamente ahora.
Ella se detuvo
un minuto al llegar a Raych, y luego se dejó caer suavemente en la silla
adyacente.
—Hola —dijo
ella—. No pareces cliente de aquí.
Raych sonrió.
—No lo soy. ¿Conoces a todos los clientes?
—Casi todos
—dijo ella, sin sentirse abochornada—. Me llamo Manella. ¿Y tú?
Raych estaba
más agradecido que nunca. Ella era alta, más alta que él sin los tacos —cosa
que él siempre encontraba atractiva—, tenía un cutis lechoso, y cabellos largos
y suavemente ondeados que tenían reflejos rojos. Sus ropas no eran demasiado
ostentosas y, si lo hubiera intentado, podría haberse hecho pasar como una
mujer respetable de una clase no muy trabajadora.
Raych dijo:
—Mi nombre no importa. No tengo mucho dinero.
—Oh, qué
lástima. —Manella hizo un mohín—. ¿Puedes conseguir un poco?
—Me gustaría.
Necesito trabajo. ¿Sabes de alguno?
—¿Qué tipo de
trabajo?
Raych se
encogió de hombros. —No tengo experiencia en nada especial, pero no soy
pretencioso.
Ella lo miró,
pensativa.
—Mira, sin
nombre. A veces no se necesita tanto dinero.
Raych quedó
paralizado en el acto. Había tenido éxito con las mujeres, pero con bigote...
con bigote. ¿Qué veía ella en ese rostro carilindo?
Dijo: —Mira.
Tenía un amigo que estuvo viviendo aquí hasta hace un par de semanas, pero no
puedo encontrarlo. Ya que conoces a todos los clientes, tal vez lo conozcas a
él. Se llama Kaspalov. Kaspal Kaspalov. —Levantó ligeramente la voz.
Ella se lo
quedó mirando inexpresivamente y meneó la cabeza. —No conozco a nadie con ese
nombre.
—Lástima. Era
joranumita, igual que yo. —Otra vez la mirada inexpresiva—. ¿Sabes lo que es un
joranumita?
Ella negó con
la cabeza.
—N-no. Escuché
esa palabra, pero no sé lo que significa. ¿Es un trabajo?
Raych estaba
decepcionado.
Dijo:
—Tardaría demasiado en explicártelo.
Sonó a
despedida y, pasado un momento de incertidumbre, ella se levantó y se alejó sin
sonreír. Raych estaba algo sorprendido de que ella se hubiera quedado tanto
después de haberse establecido que él no podía pagarle.
(Bueno, Seldon
siempre insistía en que Raych tenía la capacidad de inspirar afecto, pero
seguramente no con una mujer de negocios. Para ellas, el objetivo era el pago.
Por supuesto, eso significaba que no tenían en cuenta la baja estatura de un
hombre, aunque a muchas mujeres comunes y agradables tampoco parecía
importarles).
Automáticamente,
sus ojos siguieron a Manella mientras ésta se detenía en otra mesa, donde había
un hombre solo. Era de mediana edad, con cabellera de color manteca engominada
hacia atrás. Estaba muy bien afeitado, pero a Raych le pareció que le habría
quedado bien la barba, ya que tenía un mentón prominente y algo asimétrico.
Aparentemente,
ella no tuvo mejor suerte con el afeitado. Intercambiaron algunas palabras y
ella se marchó. Lástima, pero era imposible que ella fallara con mucha
frecuencia, sin duda. Era incuestionablemente deseable. De seguro era sólo una
cuestión de arreglo financiero.
Se sorprendió pensando,
contra su voluntad, en qué resultaría si él, después de todo, pudiera... y
entonces se dio cuenta de que alguien se había sentado a su lado. Esta vez era
un hombre. Era, para ser exactos, el hombre con quien Manella acababa de
hablar.
Quedó perplejo
de que sus preocupaciones hubieran permitido esa aproximación que, en efecto,
lo había tomado por sorpresa. No podía afrontar muy bien esa clase de cosas.
El hombre lo
miraba con un dejo de curiosidad en los ojos.
—Recién estuvo
hablando con una amiga mía.
Raych no pudo
evitar una amplia sonrisa. —Es muy simpática.
—Sí, lo es. Y
es una buena amiga mía. No pude evitar oír lo que usted le dijo.
—No fue nada
malo, creo.
—En absoluto.
Pero usted se declaró joranumita.
El corazón de
Raych pegó un salto. Su comentario a Manella había dado en el blanco, después
de todo. No significaba nada para ella, pero parecía significar algo para su
"amigo".
¿Quería decir
eso que ya estaba en la pista? ¿O simplemente que estaba en problemas?
12.
Raych hizo lo
mejor que pudo para evaluar a su nuevo compañero sin que su rostro perdiera la
suave expresión de ingenuidad. El tipo tenía ojos duros, y su mano derecha
cerrada en un puño descansaba, casi amenazadoramente, sobre la mesa.
Lo miró con
ojos de lechuza y esperó.
El hombre
dijo, nuevamente:
—Entiendo que
usted se declara joranumita.
Raych se
esforzó por parecer nervioso. No le resultó difícil.
Dijo: —¿Por
qué lo pregunta, señor?
—Porque no
creo que tenga edad suficiente.
—Tengo edad
suficiente. Solía escuchar los discursos de Jo-Jo Joranum.
—¿Puede
citarlos?
Raych se
encogió de hombros.
—No, pero
recuerdo la idea.
—Demuestra ser
un joven valiente al decir abiertamente que es joranumita. A algunas personas
no les agrada eso.
—Me dicen que
en Wye hay muchos joranumitas.
—Es posible.
¿Es por eso que vino aquí?
—Busco
trabajo. Tal vez otro joranumita me ayude.
—En Dahl
también hay joranumitas. ¿De dónde es usted?
Era indudable
que había reconocido el acento de Raych. No podía disfrazarse.
Dijo: —Nací en
Millimaru, pero me crié principalmente en Dahl.
—¿Haciendo
qué?
—No mucho.
Yendo a la escuela.
—¿Y por qué es
usted joranumita?
Raych se
permitió perder la paciencia. Era imposible haber vivido en el oprimido y
discriminado Dahl sin tener razones obvias para convertirse en joranumita.
Dijo: —Porque
pienso que en el Imperio tendría que haber un gobierno más representativo, más
participación popular y más igualdad entre los sectores y entre los mundos.
¿Acaso no es lo que piensa cualquiera que tenga cerebro y corazón?
—¿Y desea usted
la abolición del Emperador?
Raych hizo una
pausa. Uno podía salir bastante bien parado en la defensa de reclamos
subversivos, pero cualquier argumento que fuera excesivamente anti-Emperador
quedaba descolocado.
Dijo: —No
estoy diciendo eso. Creo en el Emperador, pero gobernar todo un imperio es
demasiado para un solo hombre.
—No es un solo
hombre. Hay toda una burocracia imperial. ¿Qué piensa de Hari Seldon, el Primer
Ministro?
—No pienso
nada. No sé nada de él.
—Lo único que
usted sabe es que el pueblo debería estar más representado en los asuntos
gubernamentales. ¿Es así?
Raych aparentó
estar confundido. —Es lo que solía decir Jo-Jo Joranum. No sé cómo lo llamará
usted. Una vez oí que alguien lo llamaba "democracia", pero no sé lo
que eso significa.
—La democracia
es algo que hay en algunos mundos, algo que ellos denominan
"democracia". No sé si esos mundos están gobernados mejor que otros.
O sea que usted es un demócrata.
—¿Así se dice?
—Raych bajó la cabeza, como si estuviera cavilando—. Me siento más cómodo como
joranumita.
—Por supuesto,
como dahlita...
—Viví allí
solamente un tiempo.
—... está
usted a favor de la igualdad de los pueblos y esas cosas. Los dahlitas, al ser
un grupo oprimido, naturalmente tienden a pensar de ese modo.
—Tengo
entendido que en Wye los ideales joranumitas son bastante fuertes. Y aquí no
hay opresión.
—Es por otra
razón. Los viejos Alcaldes de Wye siempre quisieron ser Emperadores. ¿Lo sabía?
Raych meneó la
cabeza.
—Hace
dieciocho años —dijo el hombre—, la Alcaldesa Rashelle casi llega a producir un
golpe de estado con ese objetivo. Los de Wye son rebeldes, no tanto joranumitas
sino más bien anti-Cleon.
Raych dijo:
—No sé nada de eso. Yo no estoy en contra del Emperador.
—Pero está a
favor de la representación popular, ¿verdad? ¿Cree usted que alguna asamblea
electa podría gobernar el Imperio sin empantanarse en la política y en los
altercados partidistas? ¿Sin parálisis?
Raych dijo:
—¿Cómo? No entiendo.
—¿Cree que una
gran cantidad de gente podría tomar decisiones rápidas en tiempo de emergencia?
¿O que sólo se quedarían sentados y se la pasarían discutiendo?
—No sé, pero
no me parece correcto que un puñado de personas tome todas las decisiones para
todos los mundos.
—¿Está usted
dispuesto a pelear por sus creencias? ¿O sólo le gusta hablar de ellas?
—Nadie me ha
pedido que pelee —dijo Raych.
—Suponga que
alguien lo hiciera. ¿Qué tan importante piensa que son para usted sus ideales
de democracia, o la filosofía joranumita?
—Pelearía por
ellos... si pensara que es para bien.
—Muchacho
valiente. Así que ha venido a Wye para luchar por sus ideales.
—No —dijo
Raych con incomodidad—. No podría decir eso. Vine a buscar trabajo, señor. No
es fácil encontrar empleo en estos días... y no tengo dinero. Hay que vivir.
—De acuerdo.
¿Cómo se llama?
La pregunta
surgió de improviso, pero Raych estaba preparado.
—Planchet,
señor.
—¿Nombre o
apellido?
—Es mi único
nombre, por lo que sé.
—No dispone de
dinero y, entiendo, recibió muy poca educación.
—Temo que sí.
—¿Sin
experiencia en trabajos especializados?
—No he
trabajado mucho, pero soy voluntarioso.
—Bien. Te diré
qué hacer, Planchet —Había sacado de su bolsillo un triángulo pequeño y blanco,
que entonces presionó de modo de producir un mensaje escrito en él. Luego lo
frotó con el pulgar y el mensaje quedó fijado—. Te diré dónde ir. Llévate esto,
y tal vez consigas un empleo.
Raych tomó la
tarjeta y le echó un vistazo. Los signos parecían fluorescer, pero Raych no
sabía leerlos. Miró al hombre por el rabillo del ojo.
—¿Y si alguien
piensa que lo robé?
—No puede
robarse. Tiene mi signo, y tu nombre.
—¿Y si me
preguntan su nombre?
—No lo harán.
Diles que quieres trabajar. Es tu oportunidad. No te lo garantizo, pero es tu
oportunidad. —Le entregó otra tarjeta—. Aquí es donde debes ir.
Esta vez Raych
sí sabía leerla. —Gracias —masculló.
El hombre hizo
un mínimo gesto de despedida con la mano.
Raych se
levantó, se alejó... y se preguntó dónde estaría metiéndose.
13.
De aquí para
allá. De aquí para allá. De aquí para allá.
Gleb Andorin
observaba a Gambol Deen Namarti paseándose de aquí para allá. Obviamente,
Namarti era incapaz de quedarse sentado bajo la apabullante violencia de su
pasión.
Andorin pensó:
No es el hombre más brillante del Imperio, ni siquiera del movimiento, ni el
más malicioso, y por cierto no el más apto para el pensamiento racional. Hay
que ponerle límites constantemente... pero es arrollador como ninguno de
nosotros. Nosotros abandonaríamos, aflojaríamos, pero él no. Empuja, jala,
aguijonea, patea... Bueno, tal vez necesitamos de alguien así. Debemos tener a
alguien así o jamás pasará nada.
Namarti se
detuvo, como si sintiera los ojos de Andorin horadándole la espalda. Se dio
vuelta y dijo: —Si vas a volver a sermonearme sobre lo de Kaspalov, no te
molestes.
Andorin alzó
levemente los hombros. —¿Por qué molestarme en sermonearte? Lo hecho, hecho
está. El daño, si es que hubo alguno, ya pasó.
—¿Qué daño,
Andorin? ¿Qué daño? Si no lo hubiese hecho, sí que hubiéramos sufrido daño. El
tipo estaba a punto de ser un traidor. En el lapso de un mes habría ido
corriendo...
—Lo sé. Estuve
allí. Oí lo que dijo.
—Entonces
entiendes que no había opción. Ninguna opción. No creerás que me agradó hacer
matar a un viejo camarada, ¿verdad? No tuve opción.
—Está bien. No
tuviste opción.
Namarti volvió
a caminar a grandes trancos, para luego volver a mirarlo.
—Andorin,
¿crees en los dioses?
Andorin se lo
quedó mirando.
—¿En qué?
—En los
dioses.
—Jamás escuché
esa palabra. ¿Qué significa?
Namarti dijo:
—No es del Galáctico Estándar. Influencias sobrenaturales, creo que se dice.
—Ah,
influencias sobrenaturales. ¿Por qué no lo dijiste antes? No, no creo en este
tipo de cosas. Por definición, algo es sobrenatural si existe fuera de las
leyes de la naturaleza, y nada existe fuera de las leyes de la naturaleza. ¿Te
estás volviendo místico? —Andorin se lo preguntó como si estuviera bromeando,
pero sus ojos se angostaron con repentino interés.
Namarti le
clavó la vista. Esos ojos ardientes podían mirar fijo a cualquiera. —No seas
tonto. Estuve leyendo sobre el tema. Hay trillones de personas que creen en las
influencias sobrenaturales.
—Ya lo sé
—dijo Andorin—. Siempre ha sido así.
—Siempre ha
sido así, desde los albores de la historia. La palabra "dioses" es de
origen desconocido. Es, aparentemente, un vestigio de algún idioma primitivo
del cual ya no existen rastros, a excepción de esa palabra... ¿Sabes cuántas
variedades diferentes de creencias en diversas clases de dioses existen?
—Aproximadamente
la misma cantidad que de tontos en la población galáctica, diría.
Namarti ignoró
eso. —Algunos piensan que la palabra data de los tiempos cuando la humanidad
existía en un solo mundo.
—Hasta eso es
un concepto mitológico. La idea es tan delirante como la noción de las
influencias sobrenaturales. Jamás hubo un mundo humano original.
—Tiene que
haberlo habido, Andorin —dijo Namarti, fastidiado—. Los seres humanos no pueden
haber evolucionado en mundos diferentes para terminar siendo de una única
especie.
—Aun así, no
hay un mundo humano efectivo. No se puede localizar, no se puede definir, por
lo tanto no se puede hablar de él con sensatez, por lo tanto efectivamente no
existe.
—Se supone
—dijo Namarti, continuando con su propia línea de pensamiento-que estos dioses
protegen a la humanidad y la mantienen a salvo, o por lo menos que cuidan a esa
porción de la humanidad que sabe cómo hacer uso de los dioses. En los tiempos
en que había un solo mundo humano, es lógico suponer que esos dioses tuvieran
especial interés en cuidar de ese mundito con poca gente. Que cuidaran de ese
mundo como si fueran hermanos mayores, o padres.
—Qué amable de
su parte. Me gustaría verlos tratando de arreglárselas con todo el Imperio.
—¿Y si
pudieran? ¿Si fueran infinitos?
—¿Y si el sol
se congelara? ¿De qué sirven los "si"?
—Sólo estoy
especulando. Pensando, nada más. ¿Jamás has dejado que tu mente divague
libremente? ¿Siempre tratas de tener todo bajo tu control?
—Imagino que
ése es el modo más seguro: tenerlo bajo control. ¿Qué te dice tu mente
divagante, Jefe?
Los ojos de
Namarti lo miraron furiosamente, como si sospechara algún sarcasmo, pero el
rostro de Andorin permaneció inocente e inexpresivo.
Namarti dijo:
—Lo que mi mente me dice es esto: que si hay dioses, deben estar de nuestra
parte.
—Maravilloso,
si es cierto. ¿Dónde está la evidencia?
—¿Evidencia?
Sin los dioses, sólo sería una coincidencia, supongo, pero una coincidencia muy
útil. —De pronto, Namarti bostezó y tomó asiento; parecía agotado.
Bien, pensó
Andorin. Su mente viajera finalmente se ha aquietado y ahora puede ser que su conversación
tenga sentido.
—Este asunto
de los desperfectos internos de la infraestructura... —dijo Namarti, bajando
ostensiblemente la voz.
Andorin lo
interrumpió.
—Sabes, Jefe,
que Kaspalov no estaba totalmente equivocado al respecto. Cuanto más continuemos
con esto, mayor será la posibilidad de que las fuerzas imperiales descubran su
causa. El programa, tarde o temprano, nos explotará en la cara.
—Todavía no.
Hasta ahora, todo está explotando en la cara imperial. Puedo percibir la
inquietud de Trantor. —Levantó las manos y se las frotó—. Lo percibo. Y ya casi
terminamos. Estamos listos para el siguiente paso.
Andorin sonrió
sin humor.
—No quiero
conocer los detalles, Jefe. Kaspalov los conocía, y lo hiciste eliminar. No soy
Kaspalov.
—Es
precisamente porque no eres Kaspalov que puedo contártelo. Y porque ahora sé
algo que antes no sabía.
—Presumo —dijo
Andorin, casi sin creer en lo que estaba diciendo-que intentas un golpe en el
mismísimo Palacio Imperial.
Namarti
levantó la vista.
—Por supuesto.
¿Qué otra cosa se puede hacer? El problema, sin embargo, es cómo penetrar
efectivamente. Tengo mis informantes allí, pero no son más que espías. Necesito
ubicar hombres de acción.
—Ubicar
hombres de acción en la región más vigilada de toda la galaxia no será fácil.
—Desde luego
que no. Es lo que me ha estado provocando un insoportable dolor de cabeza hasta
ahora... hasta que intervinieron los dioses.
Andorin dijo
amablemente (estaba poniendo todos sus esfuerzos en evitar demostrar su
disgusto): —Creo que no necesitamos de una discusión metafísica. ¿Qué ha
sucedido... dejando de lado a los dioses?
—Mi
información es que Su Graciosa Majestad y Venerado Emperador Cleon I, ha
decidido nombrar a un nuevo Jefe Jardinero. Es el primer nombramiento nuevo en
casi un cuarto de siglo.
—¿Y con eso?
—¿No ves lo
que significa?
Andorin pensó
un poco.
—No soy
favorito de tus dioses. No le encuentro significación.
—Si tienes un
nuevo Jefe Jardinero, Andorin, la situación es la misma que al tener un nuevo
administrador de otro tipo, la misma que si tuvieras un nuevo Primer Ministro,
o un nuevo Emperador. El nuevo Jefe Jardinero seguramente querrá tener su
propio equipo. Obligará a retirarse a los que considere madera seca y empleará
cientos de jardineros más jóvenes.
—Es posible.
—Es más que
posible. Es seguro. Exactamente lo mismo que sucedió cuando nombraron al actual
Jefe Jardinero, y lo mismo que pasó cuando nombraron a su predecesor, y así
sucesivamente. Cientos de extraños venidos de los Mundos Exteriores...
—¿Por qué de
los Mundos Exteriores?
—Usa el
cerebro, si es que lo tienes, Andorin. ¿Qué saben de jardines los trantorianos,
que han vivido bajo domos toda su vida, con plantas en macetas, zoológicos y
plantaciones de grano y frutales cuidadosamente distribuidas? ¿Qué saben de la
vida en estado salvaje?
—Ahhh. Ahora
lo entiendo.
—O sea que los
parques se inundarán de extraños. Presumo que serán perfectamente investigados,
pero no los investigarán tan intensamente como a los trantorianos. Y eso quiere
decir, de seguro, que podremos enviar alguna de nuestra gente con
identificación falsa y hacerlos entrar. Aunque algunos sean descalificados,
algunos podrían ingresar... van a ingresar. Nuestra gente entrará a pesar de la
súper estricta seguridad en vigencia desde el golpe fallido, en los primeros
días del ministerio de Seldon. —Virtualmente escupió el nombre
"Seldon", como siempre lo hacía—. Por fin tendremos nuestra
oportunidad.
Ahora era
Andorin quien se sentía mareado, como si hubiese caído en un vórtice. —Me
parece extraño decir esto, Jefe, pero después de todo hay algo de cierto en ese
asunto de los dioses, porque estaba esperando el momento para decirte algo que,
según compruebo ahora, encaja a la perfección.
Namarti lo
miró son sospecha y luego recorrió la habitación con la vista como si de pronto
temiera una brecha en la seguridad. Pero ese miedo no tenía razón de ser. La
habitación estaba ubicada en el interior de un anticuado complejo residencial,
y estaba bien escudada. Nadie podía oirlos y nadie, aunque siguiera indicaciones
detalladas, podría encontrarlos fácilmente, ni atravesar las capas protectoras
formadas por leales miembros de la organización.
Namarti dijo:
—¿De qué hablas?
—He encontrado
un hombre para ti. Un joven... muy ingenuo. Un sujeto bastante simpático, la
clase de tipo en el que uno siente que puede confiar ni bien lo conoce. Tiene
una expresión sincera, ojos grandes; ha vivido en Dahl y es un entusiasta de la
igualdad; piensa que Joranum es lo más grande desde los dulces mycogénicos; y
estoy seguro que podemos convencerlo fácilmente de hacer cualquier cosa por la
causa.
—¿Por la
causa? —dijo Namarti, cuyas sospechas no se habían aliviado en lo más mínimo—.
¿Es de los nuestros?
—A decir
verdad, no es de nadie. Tiene en la cabeza una vaga noción de que Joranum quería
la Igualdad de Sectores.
—Ese era su
anzuelo. Claro.
—También es el
nuestro, pero el muchacho se lo cree. Habla de igualdad, de participación
popular en el gobierno. Hasta mencionó a la democracia.
Namarti rió
con desprecio.
—En veinte mil
años, jamás se ha usado la democracia por mucho tiempo sin que ocurriera un
desastre.
—Sí, pero eso
no es asunto nuestro. Es lo que impulsa al joven y te digo, Jefe, que supe que
en él tendríamos una herramienta apenas lo vi, pero no sabía cómo podíamos
llegar a utilizarlo. Ahora sí lo sé. Podemos hacerlo entrar en el Palacio
Imperial como jardinero.
—¿Cómo? ¿Sabe
algo de jardinería?
—No, estoy
seguro que no. Jamás trabajó en nada salvo en empleos no especializados. Ahora
opera un camión de carga, y creo que habrán tenido que enseñarle a hacerlo. Sin
embargo, si podemos hacerlo entrar como ayudante de jardinero, si sabe
simplemente sostener las tijeras de podar, lo tenemos.
—¿Tenemos qué?
—Tenemos a
alguien que puede acercarse a cualquiera que queramos sin despertar la mínima
sospecha, y que podrá acercarse lo bastante como para dar el golpe. Como te he
dicho, el sujeto exuda una especie de estupidez honorable, una especie de
virtud tonta, que inspira confianza.
—¿Y hará lo
que le digamos?
—Absolutamente.
—¿Cómo conociste
a esta persona?
—No fui yo.
Fue Manella quien realmente lo detectó.
—¿Quién?
—Manella.
Manella Dubanqua.
—Ah. Esa amiga
tuya. —La expresión de Namarti se retorció en un gesto de remilgada
desaprobación.
—Es amiga de
mucha gente —dijo Andorin con tolerancia—. Es una de las razones por las que es
tan útil. Puede evaluar rápidamente a un hombre, y con muy pocos elementos. Le
habló al tipo, porque él la atrajo, y te aseguro que Manella no es de las que
se sienten atraídas por lo que es de baja estofa, así que como verás este
hombre es bastante poco común. Ella le habló —a propósito, se llama
Planchet-luego me dijo "Tengo un avispado para ti, Gleb". Confío en
ella cuando habla de un avispado.
Namarti dijo,
socarrón: —¿Y qué crees que hará esta maravillosa herramienta tuya una vez que
esté en los parques, eh, Andorin?
Andorin
respiró profundamente. —¿Qué otra cosa? Si hacemos todo bien, eliminará por
nosotros a nuestro querido Emperador, Cleon el Primero.
El rostro de
Namarti se encendió de furia. —¿Qué? ¿Estás loco? ¿Por qué matar a Cleon? Es
nuestro sostén en el gobierno. Es la fachada detrás de la cual podemos
gobernar. Es nuestro pasaporte a la legitimidad. ¿Dónde tienes el cerebro? Lo
necesitamos como figurón. No interferirá con nosotros y nosotros seremos más
fuertes por su existencia.
El rostro
blanco de Andorin se llenó de manchas rojas, y su mal humor finalmente explotó.
—¿Qué tienes en mente, entonces? ¿Qué estás planeando? Me estoy cansando de
tener que adivinar.
Namarti
levantó la mano.
—Está bien.
Está bien. Cálmate. No fue con mala intención. Pero piensa un poco, ¿quieres?
¿Quién destruyó a Joranum? ¿Quién destruyó nuestras esperanzas hace diez años?
Fue ese matemático. Y es él quien gobierna el Imperio ahora, con esas ideas
idiotas de la Psicohistoria. Cleon no es nadie. Es Hari Seldon al que debemos
destruir. Es Hari Seldon a quien he convertido en objeto del ridículo con estos
constantes desperfectos. Las miserias que originan se depositan en su puerta.
Todos lo interpretan como ineficiencia de parte suya, incapacidad suya. —Había
saliva en las comisuras de la boca de Namarti—. Cuando lo eliminemos habrá en
el Imperio una algarabía que ahogará cualquier informe de holovisión durante
horas. Ni siquiera importará que se enteren de quién lo hizo. —Levantó la mano
y la dejó caer, como si estuviera clavando un puñal en el corazón de alguien—.
Hasta nos considerarán héroes del Imperio, salvadores. ¿Eh? ¿Eh? ¿Crees que ese
joven podrá liquidar a Hari Seldon?
Andorin había
recuperado la ecuanimidad, al menos por fuera.
—Seguro que sí
—dijo con forzada ligereza—. Por Cleon puede tener algún respeto. Como tú
sabes, el Emperador tiene una cierta aura mística. —Acentuó el "tú"
vagamente, y Namarti frunció el ceño—. No sentirá nada por Seldon.
Por dentro,
sin embargo, Andorin estaba furioso. No era esto lo que él quería. Lo estaban
traicionando.
14.
Manella se
apartó el pelo de los ojos y sonrió a Raych.
—Te dije que
no necesariamente costaría mucho dinero.
Raych pestañeó
y se rascó el hombro desnudo.
—En realidad
no me costó nada... a menos que me pidas algo ahora.
Ella se
encogió de hombros y sonrió con expresión algo traviesa.
—¿Por qué
habría de hacerlo?
—¿Por qué no?
—Porque a
veces puedo hacerlo por placer.
—¿Conmigo?
—No hay otro.
Hubo una larga
pausa y luego Manella dijo con dulzura: —Además, no tienes mucho dinero. ¿Qué
tal el trabajo?
Raych dijo:
—No es mucho, pero es mejor que nada. Mucho mejor. ¿Le dijiste a ese tipo que
me consiguiera empleo?
Manella meneó
la cabeza lentamente.
—¿Te refieres
a Gleb Andorin? No le dije que hiciera nada. Sólo le dije que tú podrías
interesarle.
—¿Se va a
enojar porque tú y yo...?
—¿Por qué? No
es asunto suyo, ni es asunto tuyo si se enoja.
—¿Qué hace?
Quiero decir, ¿en qué trabaja?
—No creo que
trabaje en nada. Tiene dinero. Es pariente de los viejos Alcaldes.
—¿De Wye?
—Exacto. No le
gusta el gobierno. Como a ninguno de esos viejos Alcaldes. Dice que Cleon
debería... —Se detuvo repentinamente, diciendo—: Estoy hablando demasiado. No
repitas nada de lo que digo.
—¿Yo? No te oí
decir nada. Y no voy a oirte.
—Está bien.
—Pero
siguiendo con ese sujeto, Andorin. ¿Tiene un puesto alto entre los joranumitas?
¿Es importante entre ellos?
—No sé.
—¿Nunca habla
de esas cosas?
—No conmigo.
—Ah —dijo
Raych, tratando de no parecer contrariado.
Ella lo miró,
curiosa. —¿Por qué te interesa tanto?
—Quiero unirme
a ellos. Supongo que de esa forma progresaré más. Mejor trabajo. Más dinero. Ya
sabes.
—Tal vez
Andorin te ayude. Le gustas. Es todo lo que sé.
—¿Podrías
hacer que yo le gustara más?
—Puedo
intentarlo. No veo razón para que no suceda. A mí me gustas. Me gustas más de
lo que me gusta él.
—Gracias,
Manella. Tú me gustas también... Mucho. —Raych le acarició el costado del
cuerpo, deseando ardientemente ser capaz de concentrarse más en ella y menos en
su misión.
15.
—Gleb Andorin
—dijo Hari Seldon con agotamiento, frotándose los ojos.
—¿Y quién es?
—preguntó Dors Venabili, con el estado de ánimo tan negro como lo había sido
desde la partida de Raych.
—Hasta hace
unos pocos días, jamás había escuchado de él —dijo Seldon—. Ese es el problema
de gobernar un mundo con cuarenta mil millones de personas. Jamás conoces a
nadie, salvo a los pocos que se hacen notar ante ti. Con toda la información
computarizada del mundo, Trantor sigue siendo un planeta de anonimatos. Podemos
catalogar a la gente con sus números de serie y sus estadísticas, pero ¿a quién
catalogamos? Agrega veinticinco millones de Mundos Exteriores, y te resultará
prodigioso que el Imperio Galáctico haya continuado siendo un fenómeno efectivo
durante todos estos milenios. Francamente, pienso que ha seguido existiendo por
el único motivo de que en su mayor parte se gobierna solo. Y ahora finalmente
está quedando sin fuerzas.
—Demasiada
filosofía, Hari —dijo Venabili—. ¿Quién es ese Andorin?
—Alguien de
quien admito debería haber sabido antes. Me las ingenié para lisonjear a la
Guardia Imperial y lograr que estrechen filas a su alrededor. Es miembro de la
familia gobernante de Wye; a decir verdad, es el miembro más prominente, tan
prominente que la G.I. cree que tiene ambiciones, pero que es demasiado
disoluto para hacer algo al respecto.
—¿Y está
relacionado con los joranumitas?
Seldon hizo un
gesto de incertidumbre. —Tengo la impresión de que la G.I. no sabe nada de los
joranumitas. Lo cual significa que los joranumitas no existen o que, si
existen, no tienen importancia. También puede significar que a la G.I.
sencillamente no le interesan. Ni hay modo de que pueda obligarlos a que les
interesen. Sólo puedo estar agradecido de que me brinden alguna información. Y
eso que soy el Primer Ministro.
—¿Es posible
que no seas un muy buen Primer Ministro? —dijo Venabili secamente.
—Es más que
posible. No ha habido nadie menos adecuado para el puesto que yo en
generaciones. Pero eso no tiene nada que ver con la Guardia Imperial. A pesar
de su nombre, son un arma totalmente independiente del gobierno. Dudo que el
propio Cleon sepa mucho sobre ellos, aunque, en teoría, se supone que deben
reportar directamente al Emperador. Créeme, si conociéramos más a la G.I. ya
estaríamos tratando de incluirla en nuestras ecuaciones psicohistóricas.
—¿Están de
nuestro lado, al menos?
—Eso creo,
pero no podría jurarlo.
—¿Y por qué
estás tan interesado en este como-se-llame?
—Gleb Andorin.
Porque recibí un mensaje de Raych.
Los ojos de
Venabili brillaron. —No me lo habías dicho. ¿Está bien?
—Por lo que
sé, sí, pero espero que no intente enviar más mensajes. Si lo atrapan
comunicándose no estará bien. Como sea, ha hecho contacto con Andorin.
—¿Y también
con los joranumitas?
—No creo.
Parecería improbable, puesto que esa relación no tendría sentido. El movimiento
joranumita predomina en las clases bajas; es un movimiento proletario, por
decirlo así. Y Andorin es un aristócrata de aristócratas. ¿Qué podría estar
haciendo con los joranumitas?
—Si es miembro
de la familia gobernante de Wye podría aspirar al trono imperial, ¿verdad?
—Hace
generaciones que aspiran a él. Supongo que recuerdas a Rashelle. Era su tía.
—Entonces
podría estar utilizando a los joranumitas como punto de apoyo, ¿no crees?
—Si existen. Y
si es así, y si lo que quiere Andorin es un punto de apoyo, creo que se
encontrará jugando un juego peligroso. Los joranumitas, si existen, deben tener
sus propios planes y un hombre como Andorin puede descubrir que lo único que
logrará es montar un greti...
—¿Qué es un
greti?
—Un animal
extinto, muy feroz, creo. Es un proverbio de Helicon. Si montas un greti,
después no puedes apearte, porque si lo haces te come. —Seldon hizo una pausa—.
Otra cosa. Raych parece haber entablado relación con una mujer que conoce a
Andorin, a través de la cual piensa conseguir datos importantes. Te lo digo
ahora, para que después no me acuses de ocultarte información.
Venabili
frunció el entrecejo. —¿Una mujer?
—Una mujer,
entiendo, que conoce a gran cantidad de hombres que hablan con ella a tontas y
a locas, a veces en circunstancias íntimas.
—Una de ésas.
—Arrugó aún más el ceño—. No me gusta la idea de que Raych...
—Vamos, vamos.
Raych tiene treinta años y, sin duda, mucha experiencia. Puedes estar segura de
que el buen sentido de Raych manejará a esta mujer, o a cualquier mujer, creo.
—Miró a Venabili con una expresión agotada, gastada, mientras decía—: ¿Crees
que a mí me agrada? ¿Crees que me agrada todo esto?
Y Venabili no
pudo decir nada.
16.
Gambol Deen
Namarti no se destacaba, ni siquiera en el mejor de sus humores, por ser cortés
y suave, y el cercano clímax de una década de planificación lo tenía en una
actitud más amarga.
Se levantó de
la silla algo agitado, diciendo: —Has demorado en llegar, Andorin.
Andorin se
encogió de hombros. —Pero ya estoy aquí.
—Y ese joven
tuyo... esa notable herramienta que dices que tienes en observación? ¿Dónde
está?
—Vendrá en
algún momento.
—¿Por qué no
ahora?
La cabeza
elegante de Andorin pareció hundirse un poco, como si, por un instante,
estuviera perdido en sus pensamientos o tomando una decisión, y luego dijo
abruptamente:
—No quiero
traerlo hasta saber dónde estoy parado.
—¿Qué
significa eso?
—Son simples
palabras en Galáctico Estándar. ¿Cuánto hace que tu objetivo es acabar con Hari
Seldon?
—¡Desde
siempre! ¡Siempre! ¿Es tan difícil de entender? Merecemos venganza por lo que
le hizo a Jo-Jo. Y aunque no lo hubiera hecho, tenemos que sacarlo del medio,
puesto que es el Primer Ministro.
—Pero es
Cleon, Cleon, el que debe ser derrocado. Si no él solo, por lo menos junto con
Seldon.
—¿Por qué te
preocupa un figurón?
—No naciste
ayer. Nunca he tenido que explicar mi participación en todo esto porque no eres
un tonto tan ignorante como para no saberlo. ¿Qué diablos pueden importarme tus
planes si no incluyen un reemplazo en el trono?
Namarti rió.
—Por supuesto. Hace mucho que sé que me consideras tu tabla de pique, tu
escalera para trepar al trono imperial.
—¿Esperarías
otra cosa?
—En absoluto.
Yo planeo, me arriesgo y después, cuando todo está hecho, tú recoges la
recompensa. Tiene sentido, ¿verdad?
—Sí, sí que
tiene sentido, ya que la recompensa también será tuya. ¿No te convertirás en
Primer Ministro? ¿No contarás con el apoyo total de un nuevo Emperador, que
estará lleno de gratitud? ¿No sería yo —y aquí retorció el rostro con una
expresión de ironía, mientras escupía—: el nuevo "figurón"?
—¿Eso es lo
que planeas ser? ¿Un figurón?
—Planeo ser
Emperador. Yo te proporcioné dinero cuando tú no tenías. Te proporcioné
dirigentes cuando no tenías. Te proporcioné la respetabilidad que necesitabas
para armar una gran organización en Wye. Todavía tengo tiempo de llevarme todo
lo que te traje.
—No lo creo.
—¿Quieres
arriesgarte? Y no creas que puedes tratarme como trataste a Kaspalov. Si algo
me sucede, Wye se volverá inhabitable para ti y los tuyos, y no hallarás ningún
otro sector que te proporcione lo necesario.
Namarti
suspiró. —Entonces insistes en que asesinemos al Emperador.
—No dije
"asesinar". Dije derrocar. Los detalles te los dejo a ti. —Esto
último vino acompañado de un movimiento de mano casi imperativo, un sacudón de
la muñeca, como si ya estuviese sentado en el trono imperial.
—Y entonces tú
serás Emperador.
—Sí.
—No, no lo
serás. Estarás muerto, y no por obra mía. Andorin, deja que te dé unas
lecciones sobre las realidades de la vida. Si Cleon es asesinado, aparecerá la
cuestión de la sucesión, y para evitar la guerra civil, la Guardia Imperial
matará en el acto a todos los miembros de la familia de Alcaldes de Wye que
puedan encontrar, tú el primero de todos. Por otro lado, si sólo asesinamos al
Primer Ministro estarás a salvo.
—¿Por qué?
—Un Primer
Ministro es sólo un Primer Ministro. Ellos van y vienen. Es posible que el
propio Cleon pueda estar cansado de él y ordene el asesinato. Por cierto, nos
encargaremos de esparcir rumores en este sentido. La G.I. dudaría y nos daría
oportunidad de instalar el nuevo gobierno. Es por cierto bastante posible que
hasta ellos mismos agradezcan la eliminación de Seldon.
—¿Y con el
nuevo gobierno instalado, qué es lo que yo voy a hacer? ¿Seguir esperando?
¿Para siempre?
—No. Una vez
que yo sea Primer Ministro, siempre habrá modos de encargarnos de Cleon. Hasta
puedo ser capaz de hacer algo con la Guardia Imperial, y usarla como
instrumento mío. Después me las ingeniaría para encontrar un modo seguro de
librarnos de Cleon, y de ponerte en su lugar.
Andorin
explotó: —¿Y por qué habrías de hacerlo?
Namarti dijo:
—¿Qué quieres decir?
—Tienes una
inquina personal contra Seldon. Una vez que él desaparezca, ¿por qué habrías de
correr riesgos innecesarios a un nivel más alto? Harás las paces con Cleon y yo
tendré que retirarme a mis ruinosas propiedades con mis sueños imposibles. Y,
tal vez, para mayor seguridad, me harás matar.
Namarti dijo:
—¡No! Cleon nació para el trono. Viene de varias generaciones de Emperadores...
la orgullosa dinastía Entun. Sería muy difícil de manejar, una plaga. Tú, por
el contrario, llegarías al trono como miembro de una nueva dinastía, sin
fuertes lazos con la tradición, ya que los anteriores Emperadores de Wyan
pasaron, como convendrás, totalmente desapercibidos. Estarás sentado en un
trono inseguro y necesitarás que alguien que te apoye: yo. Y yo necesitaré de
alguien que dependa de mí y que por lo tanto yo pueda manejar: tú. Vamos,
Andorin, el nuestro no es un matrimonio por amor que se deshace al cabo de un
año, es un matrimonio por conveniencia que puede durar toda la vida. Confiemos
uno en el otro.
—Júrame que
seré Emperador.
—¿De qué
serviría mi juramento si tú no confiaras en mi palabra? Digamos que yo te
consideraré un Emperador extraordinariamente útil, y que querré ponerte en
lugar de Cleon ni bien logre arreglármelas para hacerlo sin correr riesgos.
Ahora preséntame a ese hombre que según tú es la herramienta perfecta para
nuestros fines.
—Muy bien. Y
recuerda qué es lo que lo hace diferente. Lo he estudiado. Es un idealista no
muy brillante. Hará lo que se le diga, sin importarle el peligro, sin
importarle reflexionarlo. Y exuda una especie de confiabilidad tal que su
víctima confiaría en él aunque tuviera un explosor en la mano.
—Me parece
difícil de creer.
—Espera a que
lo conozcas —dijo Andorin.
17.
Raych mantenía
la vista baja. Había echado un rápido vistazo a Namarti y era todo lo que hacía
falta. Lo había conocido hacía diez años, cuando Raych había sido enviado a
Jo-Jo Joranum como la carnada que lo llevaría a la destrucción, y un vistazo
era más que suficiente.
Poco había
cambiado Namarti en diez años. La furia y el odio todavía eran las
características dominantes que en él podían apreciarse —o que podía apreciar
Raych, al menos, pues no era un testigo imparcial—, las que parecían haberlo
penetrado con curtida permanencia. Su rostro era una pizca más delgado, tenía
el pelo manchado de gris, pero su boca de labios finos dibujaba la misma línea
severa, y sus ojos oscuros eran tan brillantes y peligrosos como siempre.
Era
suficiente, y Raych mantenía la vista apartada. Namarti, percibía Raych, no era
de los que soportan que alguien los mire cara a cara.
Namarti
parecía devorar a Raych con la mirada, pero conservando el leve gesto
despectivo que su expresión siempre parecía tener.
Miró a
Andorin, que estaba a un costado, inquieto, y dijo, como si el tema de
conversación no estuviese allí:
—Este es el
hombre, entonces.
Andorin
asintió y sus labios se movieron para pronunciar un silencioso "Sí,
Jefe".
Abruptamente,
Namarti le dijo a Raych: —Tu nombre.
—Planchet,
señor.
—¿Crees en
nuestra causa?
—Sí, señor.
—Habló cuidadosamente, siguiendo las instrucciones de Andorin—. Soy demócrata y
deseo mayor participación del pueblo en el proceso gubernamental.
Los ojos de
Namarti brillaron, dirigiéndose a Andorin.
—Le gustan los
discursos.
Volvió a mirar
a Raych.
—¿Estás
dispuesto a correr riesgos por la causa?
—Cualquier
riesgo, señor.
—¿Harás lo que
te manden? ¿Sin preguntas? ¿Sin arrepentimientos?
—Cumpliré las
órdenes.
—¿Sabes algo
de jardinería?
Raych dudó.
—No, señor.
—¿Eres
trantoriano, entonces? ¿Nacido bajo el domo?
—Nací en
Millimaru, señor, y me crié en Dahl.
—Muy bien
—dijo Namarti. Y luego, dirigiéndose a Andorin—: Llévatelo afuera y entrégalo
temporalmente a los hombres que esperan allí. Lo cuidarán bien. Después
regresa, Andorin. Quiero hablarte.
Cuando Andorin
regresó, Namarti había experimentado un profundo cambio. Sus ojos centelleaban
y su boca se torcía en una sonrisa feroz.
—Andorin
—dijo—, los dioses de los que hablábamos el otro día están de nuestro lado a
tal extremo que nunca me lo hubiera imaginado.
—Te dije que
el tipo era adecuado para nuestros propósitos.
—Mucho más
adecuado de lo que piensas. Tú conoces, desde luego, la historia de cómo Hari
Seldon, nuestro reverenciado Primer Ministro, envió a su hijo, o hijo adoptivo
mejor dicho, a ver a Joranum y a preparar una trampa en la que Joranum cayó, a
pesar de mis consejos.
—Sí —dijo
Andorin, asintiendo con cansancio—. Conozco la historia. —Lo dijo con el aire
de alguien que conocía la historia completa demasiado bien.
—Vi al
muchacho sólo una vez, pero su rostro quedó marcado a fuego en mi cerebro.
¿Supones que los diez años más, los tacos falsos y el bigote afeitado podrían
engañarme? Ese Planchet tuyo es Raych, el hijo adoptivo de Hari Seldon.
Andorin
empalideció y, por un momento, contuvo el aliento. Dijo: —¿Estás seguro de eso,
Jefe?
—Tan seguro
como que tú estás parado delante de mí, después de haber introducido al enemigo
entre nosotros.
—No tenía
idea...
—No te pongas
nervioso —dijo Namarti—. Lo considero la mejor acción que jamás has llevado a
cabo en tu aristocrática y frívola vida. Has jugado el papel que los dioses te
marcaron. Si yo no hubiera sabido quién era, el muchacho podría haber cumplido
con la función que indudablemente le han encomendado: ser un espía entre
nosotros y un informante de nuestros planes más secretos. Pero como yo sé quién
es, ya no sucederá así. En lugar de eso, ahora nosotros tenemos todo. —Namarti
se frotó las manos con deleite y, con vacilación, como dándose cuenta de lo
extraño que era en él, sonrió... y rió.
18.
Manella dijo,
pensativa:
—Creo que ya
no te veré más, Planchet.
Raych estaba
secándose después de la ducha. —¿Por qué?
—Gleb Andorin
no quiere.
—¿Por qué?
Manella alzó
sus suaves hombros. —Dice que tienes trabajo importante que hacer y que ya no
tienes tiempo de hacer pavadas. Tal vez quiere decir que conseguirás un mejor
empleo.
Raych se
envaró. —¿Qué clase de trabajo? ¿Mencionó algo en particular?
—No, pero dijo
que se iría al sector Imperial.
—¿De veras?
¿Siempre te dice cosas así?
—Sabes cómo
es, Planchet. Cuando un tipo está contigo en la cama, habla mucho.
—Lo sé —dijo
Raych, que en lo personal siempre tenía cuidado de no hacer lo mismo—. ¿Qué más
dice?
—¿Por qué
preguntas? —Ella frunció el ceño—. l siempre me pregunta sobre ti, también. He
advertido eso en los hombres. Sienten curiosidad unos de otros. ¿Por qué
supones que es?
—¿Qué le dices
de mí?
—No mucho.
Sólo que eres un chico agradable y muy decente. Naturalmente, no le digo que tú
me gustas más que él. Eso heriría sus sentimientos... y podría herirme a mí
también.
Raych se
estaba vistiendo.
—Entonces
debemos despedirnos.
—Por un
tiempo, supongo. Puede que Gleb cambie de opinión. Por supuesto, me gustaría ir
al sector Imperial, si él me llevara. Jamás he estado allí.
Raych casi se
cae, pero lo disimuló tosiendo, y luego dijo:
—Yo tampoco.
—Tiene los
edificios más grandes, los lugares más lindos y los restaurantes más elegantes,
y es donde viven los ricos. Me gustaría conocer algún rico.
Raych dijo:
—Supongo que no puedes obtener mucho de alguien como yo.
—Eres bueno.
No se puede pensar todo el tiempo en el dinero, pero, a la vez, hay que pensar
en él de vez en cuando. Especialmente desde que creo que Gleb se está cansando
de mí.
Raych se
sintió compelido a decir: —Nadie podría cansarse de ti —y luego descubrió, algo
confundido, que lo decía sinceramente.
Manella dijo:
—Es lo que siempre dicen los hombres, pero podrías llevarte una sorpresa. En
todo caso, lo nuestro estuvo bien, Planchet. Cuídate y, quién sabe, quizás
volvamos a vernos.
Raych asintió
y se encontró sin palabras. No había forma de decir o hacer algo que expresara
sus sentimientos.
De un tirón,
se obligó a desviar su mente hacia otra dirección. Tenía que averiguar lo que
estaba planeando la gente de Namarti. Si lo estaban separando de Manella era
porque la crisis debía estar aproximándose rápidamente. Lo único que tenía para
continuar con su misión era esa extraña pregunta sobre la jardinería.
Tampoco podía
enviar más información a Seldon. Había estado bajo estricta vigilancia desde su
encuentro con Namarti, y todas las vías de comunicación estaban cortadas, lo
cual era otra indicación segura de la proximidad de la crisis.
Pero si
averiguaba lo que estaba sucediendo después de que hubiera sucedido, y si
comunicaba las novedades después de que dejaran de ser novedades, habría
fracasado.
19.
Hari Seldon no
estaba teniendo un buen día. No tenía noticias de Raych desde su primera
comunicación; no tenía idea de lo que estaba sucediendo.
Aparte de su
natural preocupación por la seguridad de Raych (si algo realmente grave le
hubiera pasado, por cierto se habría enterado), estaba esa inquietud acerca de
lo que podría planearse.
Tendría que
ser sutil. Un ataque directo al Palacio mismo quedaba totalmente fuera de
consideración. La seguridad era demasiado estricta. Pero aun así, ¿qué otra
cosa podría planearse que fuera lo bastante efectiva?
Todo el asunto
le quitaba el sueño por las noches y lo distraía durante el día.
Titiló la luz
de la alarma.
—Primer
Ministro. Su cita de las dos, señor...
—¿Qué cita de
las dos?
—El jardinero,
Mandell Gruber. Dispone de la certificación necesaria.
Seldon lo
recordó. —Sí. Hágalo pasar.
No era momento
de ver a Gruber, pero había aceptado la entrevista en un instante de debilidad:
el sujeto parecía un demente. Un Primer Ministro no debía tener momentos de
debilidad, pero Seldon era Seldon desde mucho antes de convertirse en Primer
Ministro.
—Pasa, Gruber
—dijo amablemente.
Gruber se
detuvo ante él, inclinando la cabeza mecánicamente, moviendo los ojos de un
lado a otro. Seldon estaba completamente seguro de que el jardinero jamás había
estado en una habitación tan magnífica como esa, y sintió el apremio de decir
"¿Te gusta? Por favor, quédate con ella. Yo no la quiero".
Pero sólo
dijo: —¿Qué pasa, Gruber? ¿Por qué eres tan infeliz?
No hubo
respuesta inmediata; Gruber se limitó a sonreír con expresión ausente.
Seldon dijo:
—Siéntate.
Aquí, en esta silla.
—Oh, no,
Primer Ministro. No quedaría bien. Puedo ensuciarla.
—Si la
ensucias será fácil limpiarla. Haz lo que te digo... ¡Bien! Ahora quédate allí
uno o dos minutos y organiza tus ideas. Después, cuando estés listo, dime qué
te pasa.
Gruber se
quedó sentado en silencio por unos instantes, y luego dejó salir las palabras
en un aluvión jadeante.
—Primer
Ministro. Voy a ser Jefe Jardinero. El bendito Emperador en persona me lo dijo.
—Sí, me he
enterado, pero seguramente no es eso lo que te atormenta. Tu nuevo cargo es
objeto de felicitación, y por cierto, te felicito. Tal vez hasta haya
contribuido, Gruber. Jamás he olvidado tu valentía de aquella vez en que
trataron de matarme, y puedes estar seguro de que hice mención de ello a Su
Majestad Imperial. Es una recompensa apropiada, Gruber, y de todos modos
mereces la promoción, pues en tu ficha está muy claro que estás perfectamente
calificado para el puesto. Así que ahora que hemos eliminado eso, dime qué es
lo que te atormenta.
—Primer
Ministro, es el propio puesto y la promoción lo que me atormenta. Es algo que
no puedo manejar, porque no estoy calificado.
—Estamos
convencidos de que sí.
Gruber comenzó
a agitarse.
—¿Y tendré que
sentarme en una oficina? No puedo estar sentado en una oficina. No voy a poder
salir al aire libre a trabajar con los animales y las plantas. Estaré en una
prisión, Primer Ministro.
Seldon abrió
grandes los ojos.
—No es así,
Gruber. No hace falta que te quedes en la oficina más tiempo del que debes.
Podrás caminar libremente por los parques, supervisando todo. Tendrás todo el
aire libre que quieras, pero te salvarás del trabajo pesado.
—Deseo el
trabajo pesado, Primer Ministro, y no hay forma de que me dejen salir de la
oficina. He observado al Jefe Jardinero actual. Jamás puede dejar la oficina,
aunque siempre quiso hacerlo. Hay mucho de administración, de llevar libros.
Seguro, si quiere saber qué está pasando, debemos ir a su oficina a contárselo.
Observa todo por holovisión —dijo con infinita compasión—, como si uno pudiera
dar alguna opinión sobre cosas vivientes en crecimiento basándose en una
imagen. No es para mí, Primer Ministro.
—Vamos,
Gruber, compórtate como un hombre. No es tan malo. Te acostumbrarás. Lentamente
irás superándolo.
Gruber meneó
la cabeza.
—Primero,
primero de todo, tendré que tratar con los nuevos jardineros. Estaré como
enterrado. —Luego, con repentina energía, agregó—: Es un trabajo que no quiero
y no debo tener, Primer Ministro.
—Tal vez,
Gruber, no quieras el empleo ahora, pero no eres el único. Te diré que en este
momento yo desearía no ser Primer Ministro. Este cargo es demasiado para mí.
Hasta tengo la idea de que a veces incluso el propio Emperador se cansa de su
investidura imperial. Todos nosotros estamos en esta galaxia para hacer nuestro
trabajo, y el trabajo no siempre es agradable.
—Lo entiendo,
Primer Ministro, pero el Emperador debe ser Emperador, ya que nació para serlo.
Y usted debe ser Primer Ministro, ya que no hay ningún otro que pueda ocupar su
puesto. Pero en mi caso, sólo se trata del Jefe Jardinero. En este lugar hay
cincuenta jardineros que podrían hacerlo tan bien como yo, y a quienes no les
molestaría el nombramiento. Dice usted que habló con el Emperador sobre cómo
traté de ayudarlo. ¿No puede volver a hablarle, y explicarle que si quiere
recompensarme por lo que hice me deje donde estoy?
Seldon se
recostó en la silla y dijo solemnemente: —Gruber, si pudiera lo haría, pero
tengo que explicarte algo y deseo que puedas entenderlo. El Emperador, en
teoría, es el gobernante absoluto del Imperio. En la realidad, él puede hacer
muy poco. Yo gobierno el Imperio. Yo gobierno el Imperio ahora mucho más que
él, y tampoco puedo hacer mucho. Hay millones y billones de personas en todos
los niveles del gobierno, todos toman decisiones, todos se equivocan, algunos
actúan con sabiduría y heroísmo, algunos actúan como tontos y ladrones. No hay
forma de controlarlos. ¿Entiendes, Gruber?
—Sí, ¿pero qué
tiene que ver con mi caso?
—Porque tu
caso pertenece al único lugar donde el Emperador es realmente el gobernante
absoluto, es decir, los parques imperiales. Aquí su palabra es ley, y los
funcionarios subordinados a él son lo bastante escasos como para que él pueda
manejarlos. Para él, la solicitud de que rescinda una decisión que ha tomado en
relación con los parques del Palacio Imperial sería como invadir la única zona
que él considera inviolable. Si yo le dijera "Revierta su decisión sobre
Gruber, Su Majestad Imperial", muy probablemente preferiría relevarme del
cargo antes que echarse atrás. Eso podría ser beneficioso para mí, pero no te
ayudaría en absoluto.
Gruber dijo:
—¿Eso significa que no hay modo de alterar la situación?
—Exactamente.
Pero no te preocupes, Gruber. Te ayudaré todo lo que pueda. Lo lamento. Pero
realmente te he dispensado todo el tiempo que puedo dispensarte.
Gruber se puso
de pie. Con sus manos retorcía la verde gorra de jardinero. Había más que un
vestigio de lágrimas en sus ojos.
—Gracias,
Primer Ministro. Sé que le gustaría ayudarme. Es usted... es usted un buen
hombre, Primer Ministro.
Se dio vuelta
y salió, sollozando.
Seldon lo
siguió con la mirada, pensativo, y meneó la cabeza. Multiplicando los lamentos
de Gruber por un cuatrillón, se obtendrían los lamentos de toda la población de
los veinticinco millones de mundos del Imperio, ¿y cómo él, Seldon, iba a
lograr la salvación de todos ellos, cuando era incapaz de solucionar el
problema de un solo hombre que había recurrido a él en busca de auxilio?
La
Psicohistoria no podía salvar a un solo hombre. ¿Podría salvar a un cuatrillón?
Volvió a
menear la cabeza, y verificó la naturaleza y horario de su siguiente cita, y
entonces, repentinamente, quedó paralizado. Gritó al aparato de comunicación
con salvaje desesperación, en forma bastante diferente de su habitual y
estricto autocontrol:
—Traigan de
vuelta a ese jardinero. Tráiganlo en el acto.
20.
—¿Cómo es eso
de los nuevos jardineros? —exclamó Seldon. Esta vez, no le ofreció a Gruber una
silla.
Los ojos de
Gruber pestañearon rápidamente. Había entrado en pánico al ser llamado tan
inesperadamente.
—¿Nuevos
jardineros? —tartamudeó.
—Dijiste
"todos los nuevos jardineros". sas fueron tus palabras. ¿Qué nuevos
jardineros?
Gruber estaba
atónito.
—Claro, si hay
un nuevo Jefe Jardinero, habrá nuevos jardineros. Es la costumbre.
—Jamás supe de
ella.
—La última vez
que tuvimos un cambio de Jefes Jardineros usted no era Primer Ministro. Es
posible que ni siquiera estuviera en Trantor.
—¿Pero de qué
se trata todo esto?
—Bueno, los
jardineros nunca son despedidos. Algunos mueren. Algunos envejecen demasiado y
se los reemplaza dándoles una pensión. No obstante, para cuando un nuevo Jefe
Jardinero está listo para asumir, por lo menos la mitad del personal ya es
anciano y ha superado los mejores años de su vida. Todos ellos son jubilados,
con pensiones generosas, y se traen nuevos jardineros.
—Por su
juventud.
—En parte, y
en parte porque en ese momento normalmente hay plantas nuevas para los
jardines, y debemos disponer de nuevas ideas y nuevos esquemas. Hay casi
quinientos kilómetros cuadrados de parques y jardines, y generalmente toma unos
años organizarlos, y soy yo quien tendrá que supervisar todo. Por favor, Primer
Ministro. —Gruber estaba jadeando—. Seguro que un hombre inteligente como usted
puede encontrar el modo de hacer que nuestro bendito Emperador cambie de
opinión.
Seldon no
prestó atención. Su frente estaba agrietada de concentración.
—¿De dónde
vienen los nuevos jardineros?
—Hay exámenes
en todos los mundos... siempre hay gente esperando para servir de reemplazo.
Llegarán de a cientos en una docena de tandas. Demoraré un año, como mínimo...
—¿De dónde
vienen? ¿De dónde?
—De cualquiera
de un millón de mundos. Queremos que haya variedad de conocimientos en
horticultura. Cualquier ciudadano del Imperio puede ser apto.
—¿También de
Trantor?
—No, de
Trantor no. En los jardines no hay nadie de Trantor. —Su voz se volvió
desdeñosa—. No se pueden conseguir jardineros en Trantor. Los parques que
tienen bajo los domos no son jardines. Son plantas en macetas, y los animales
están enjaulados. Los trantorianos, pobres especímenes, nada saben del aire
libre, del agua libre, del verdadero equilibrio de la naturaleza.
—Está bien,
Gruber. Ahora te daré un trabajo. Serás responsable de conseguirme los nombres
de todos los nuevos jardineros que lleguen en las próximas semanas. Todos los
datos referentes a ellos. Nombre. Mundo. Número de identificación. Educación.
Experiencia. Todo. Lo quiero arriba de mi escritorio lo más pronto posible. Voy
a enviarte gente para que te ayude. Gente con máquinas. ¿Qué clase de
computadora usas?
—Una sencilla,
para llevar el registro de lo que se planta y de las especies, cosas así.
—Bien. La gente
que voy a enviarte podrá hacer todo lo que tú no puedas. No puedo decirte qué
importante es todo esto.
—Si yo lo
hiciera...
—Gruber, no es
momento de regatear. Si me fallas, no serás Jefe Jardinero, sino que te
despediremos sin darte pensión.
Cuando estuvo
otra vez solo, Seldon ladró al intercomunicador: —Cancele todas las citas de
esta tarde.
Luego dejó
caer su cuerpo en la silla, sintiendo todos y cada uno de sus cincuenta años de
edad, y peor, sintiendo aumentar su dolor de cabeza. Durante años, décadas, se
había montado el aparato de seguridad de los parques del Palacio Imperial cada
vez más estricto, más sólido, más impenetrable a medida que se le iba agregando
otra capa, otro aparato.
Pero una vez
cada tanto se permitía la entrada a hordas de extraños. Probablemente sin hacer
ninguna pregunta, salvo una: "¿Sabe jardinería?"
La estupidez
de todo el asunto era demasiado colosal para detectarla.
Y él a duras
penas había logrado detectarla a tiempo. ¿O no? ¿Incluso ahora era ya demasiado
tarde?
21.
Gleb Andorin
miró a Namarti con los ojos entornados. Nunca le había gustado este hombre,
pero había veces en que le gustaba menos que nunca, y ésta era una de esas
veces. ¿Por qué tenía Andorin, Wyano de cuna real, que trabajar con este
advenedizo, con este paranoide cuasipsicótico?
Andorin sabía
por qué, y tenía que soportarlo, aun cuando Namarti se aprestaba una vez más a
contarle la historia de cómo había formado el Partido durante un período de
diez años, hasta llevarlo a su actual cima de perfección. ¿Se la contaba a todo
el mundo, una y otra vez? ¿O sólo era Andorin el recipiente que Namarti elegía
para contenerla?
El rostro de
Namarti parecía brillar de gozo conforme decía, con una extraña cadencia, como
si fuera algo recitado de memoria:
—... así que
año tras año, trabajé en esos lineamientos, superando la desesperanza y la
inutilidad, construyendo una organización, socavando la confianza en el
gobierno, creando e intensificando la insatisfacción. Cuando la crisis bancaria
y la semana de la moratoria, yo... —De repente, hizo una pausa—. Te he contado
esto muchas veces y estás harto de oírlo, ¿no es cierto?
Los labios de
Andorin se torcieron en una breve y seca sonrisa. Namarti no era tan idiota
como para no darse cuenta de lo aburrido que era; no podía evitarlo. Andorin le
dijo:
—Me has
contado esto muchas veces.
Dejó que el
resto de la frase quedara en el aire, sin respuesta. Después de todo, la
contestación era obviamente afirmativa. No hacía falta decírselo en la cara.
Un ligero
rubor cruzó el rostro cetrino de Namarti. Dijo: —Pero pudo haber continuado
para siempre, construir, socavar, sin llegar nunca a ningún sitio, de no haber
tenido la herramienta apropiada en las manos. Y sin esfuerzo alguno de mi
parte, la herramienta vino a mí.
—Los dioses te
trajeron a Planchet —dijo Andorin con tono neutro.
—Tienes razón.
Habrá un grupo de jardineros que muy pronto entrarán en los parques del
Palacio. —Hizo una pausa y pareció saborear la idea—. Hombres y mujeres.
Suficientes para servir de pantalla al puñado de agentes nuestros que los
acompañarán. Entre ellos estarás tú... y Planchet. Y lo que los hará poco
comunes será que llevarán explosores.
—Seguramente
—dijo Andorin, con deliberada malicia detrás de su expresión cortés-nos
detendrán en las puertas y nos demorarán con un interrogatorio. Ingresar
explosores ilícitamente al Palacio...
—No los
detendrán —dijo Namarti, ignorando la malicia—. No los revisarán. Está todo
arreglado. Serán todos saludados por algún funcionario del Palacio. No sé quién
se encargará habitualmente de esa tarea, tal vez el Tercer Asistente del
Chambelán a Cargo del Césped y las Hojas, no lo sé, pero en este caso, se
encargará Seldon en persona. El gran matemático saldrá rápidamente a saludar a
los nuevos jardineros y a darles la bienvenida.
—Estás muy
seguro de eso, supongo.
—Claro que sí.
Está todo arreglado. Se enterará, más o menos a último momento, de que su hijo
está entre esos nuevos jardineros incorporados, y le resultará imposible
contenerse de salir a verlo. Y cuando aparezca Seldon, Planchet levantará el
explosor. Nuestra gente comenzará a gritar "Traición". En la
confusión y alboroto, Planchet matará a Seldon y tú matarás a Planchet. Luego
arrojarás el explosor y huirás. Habrá quien te ayude a hacerlo. Está arreglado.
—¿Es absolutamente
necesario matar a Planchet?
Namarti
frunció el ceño.
—¿Por qué?
¿Tienes objeciones para un asesinato y no para otro? ¿Deseas que Planchet les
diga a las autoridades todo lo que sabe de nosotros cuando se recupere? Además,
estamos eliminando un feudo familiar. No olvides que Planchet es, en realidad,
Raych Seldon. Parecerá como si ambos se hubieran disparado simultáneamente, o
como si Seldon hubiera dado órdenes de que si su hijo hacía cualquier
movimiento hostil se disparara contra él. Nos encargaremos de que haya mucha
publicidad sobre problemas familiares. Será una reminiscencia de los viejos
días del Sangriento Emperador Manowell. El pueblo de Trantor, seguramente,
sentirá repulsión por la consumada vileza del acto. Eso, sumado a las ineficiencias
y los desperfectos que han estado atestiguando y viviendo, los hará bramar por
un nuevo gobierno, y nadie podrá negárselos, menos todavía el Emperador. Y es
ahí cuando entramos nosotros.
—¿Así como
así?
—No, así como
así no. No vivo en un mundo de sueños. Es posible que haya algún gobierno
interino, pero fracasará. Nos encargaremos de que fracase, y luego apareceremos
abiertamente y resucitaremos los viejos argumentos joranumitas que los
trantorianos jamás han olvidado. Y cuando corresponda, en no mucho tiempo, seré
Primer Ministro.
—¿Y yo?
—En algún
momento serás Emperador.
Andorin dijo:
—Las probabilidades de que todo esto marche bien son pocas. Esto está
arreglado. Aquello está arreglado. Y aquello otro también. Todo tiene que
armarse y ensamblar perfectamente, o fracasará. En algún lado, habrá alguien
que hará las cosas mal. Es un riesgo inaceptable.
—¿Inaceptable?
¿Para quién? ¿Para ti?
—Por cierto.
Esperas que me asegure de que Planchet asesine a su padre, y esperas que luego
yo lo asesine a él. ¿Por qué yo? ¿No hay otras herramientas que valgan menos
que yo y que puedan correr el riesgo con más facilidad?
—Sí, pero si
eligiéramos a cualquier otro el fracaso sería seguro. ¿Quién sino tú arriesga
tanto en esta misión como para asegurar que no habrá un ataque de
arrepentimiento a último momento?
—El riesgo es
enorme.
—¿No crees que
vale la pena? Te estás jugando por el trono Imperial.
—¿Y cuál es el
riesgo que corres tú, Jefe? Permanecerás aquí, muy cómodo, esperando las
novedades.
Namarti
frunció el labio.
—¡Qué tonto
eres, Andorin! ¡Vaya Emperador serás! ¿Supones que yo no correré riesgos al
quedarme aquí? Si el gambito fracasa, si el complot se frustra, si apresan a
nuestra gente, ¿crees que no dirán todo lo que saben? ¿Si te atraparan,
enfrentarías el tierno tratamiento de la Guardia Imperial sin contarles sobre
mí? Y con un intento fallido de asesinato, ¿no supones que registrarán Trantor
palmo a palmo para encontrarme? ¿Supones que no lograrán encontrarme? Y cuando
me encuentren ¿qué supones que tendré que enfrentar en sus manos? ¿Un riesgo?
Yo corro un riesgo peor que cualquiera de ustedes, sentado aquí sin hacer nada.
Todo se reduce a esto, Andorin: ¿quieres o no quieres ser Emperador?
Andorin dijo
en voz baja:
—Quiero ser
Emperador.
Por lo tanto,
las cosas se pusieron en movimiento.
22.
Raych se daba
cuenta sin dificultad de que lo estaban tratando con cuidados especiales. Todo
el grupo de futuros jardineros estaba ahora alojado en uno de los hoteles del
sector Imperial, aunque no en un hotel de primera, por supuesto.
Constituían un
grupo extraño, de cincuenta mundos diferentes, pero Raych tenía pocas ocasiones
de hablar con ellos. Andorin, tratando de no ser muy obvio, lo mantenía
apartado de ellos.
Raych se
preguntaba por qué. Lo deprimía. A decir verdad, se sentía algo deprimido desde
que dejara Wye. Esa depresión interfería con sus pensamientos y trataba de
luchar contra ella, pero no con completo éxito.
Andorin vestía
ropas rústicas e intentaba parecerse a un obrero. Iba a representar el rol de
jardinero para ayudar a montar el espectáculo... fuese cual fuese.
Raych se
sentía avergonzado de no haber tenido ni una oportunidad de poner sobre aviso a
su padre. Tal vez hacían lo mismo con todos los trantorianos que habían sido
introducidos en el grupo; por lo que sabía, era sólo para extremar las
precauciones. Raych estimaba que debía de haber una docena de trantorianos en
el grupo, todos ellos gente de Namarti, por supuesto, tanto hombres como
mujeres.
Lo que lo
sorprendía era que Andorin lo trataba casi con afecto. Lo monopolizaba,
insistía en tenerlo junto a él en las comidas, lo trataba en forma totalmente
distinta del modo en que trataba a los demás.
¿Sería porque
habían compartido a Manella? Raych no sabía lo bastante sobre los moros del sector
Wye como para determinar si habría un toque de poliandria en su sociedad. ¿Si
dos hombres compartían una mujer, de algún modo quedaban ligados
fraternalmente? ¿Se creaba un vínculo?
Raych jamás
había sabido de algo así, pero era muy astuto como para suponer que podía
comprender siquiera una mínima fracción de las infinitas sutilezas de las
sociedades galácticas, o de las sociedades de Trantor.
Pero ahora que
su mente había evocado a Manella, se quedó con ella por un rato. La extrañaba
terriblemente, y se le ocurrió que ésa podía ser la causa de su depresión,
aunque, a decir verdad, lo que ahora estaba sintiendo, mientras terminaba de
almorzar con Andorin, era casi desesperación... aunque no encontraba la causa
de ésta.
¡Manella!
Ella le había
dicho que quería visitar el sector Imperial y, presumiblemente, podría
engatusar a Andorin a su gusto. Estaba lo bastante desesperado para hacer una
pregunta estúpida:
—Señor
Andorin, no dejo de preguntarme si tal vez usted ha traído al sector Imperial a
la señorita Dubanqua.
Andorin
pareció totalmente perplejo. Luego rió suavemente.
—¿Manella? ¿Te
la imaginas trabajando en jardinería? ¿O siquiera aparentándolo? No, no.
Manella es una de esas mujeres que han sido inventadas para nuestros momentos
de tranquilidad. No tiene ninguna otra función, aparte de esa. —Y luego—: ¿Por
qué lo preguntas, Planchet?
Raych se
encogió de hombros.
—No sé. Aquí
es todo un poco aburrido. Estaba pensando... —Su voz se apagó.
Andorin lo
observó con cuidado. Finalmente, dijo:
—¿Seguramente
no opinarás que importa demasiado con cuál mujer te acuestas, verdad? Te
aseguro que a ella no le interesa con qué hombre se acuesta. Una vez que esto
termine, habrá otras mujeres. Muchas.
—¿Cuándo
terminará?
—Pronto. Y tú
vas a ser una parte muy importante. —Andorin observaba a Raych detenidamente.
Raych dijo:
—¿Qué tan importante? ¿No voy a ser solamente... un jardinero? —Su voz sonaba
hueca, y le resultó imposible imprimirle alguna expresión.
—Serás más que
eso, Planchet. Vas a entrar con un explosor.
—¿Con un qué?
—Un explosor.
—Nunca tuve un
explosor en mis manos. Nunca en mi vida.
—No pasa nada.
Lo levantas. Lo apuntas. Cierras el contacto, y alguien muere.
—No puedo
matar a nadie.
—Pensé que
eras uno de los nuestros, que harías cualquier cosa por la causa.
—No quise
decir... matar. —Raych no podía organizar sus pensamientos. ¿Por qué debía
matar? ¿Qué era lo que realmente tenían planeado para él? ¿Y cómo podría
alertar a los guardias de Palacio antes de consumar el asesinato?
De pronto, el
gesto de Andorin se endureció: una instantánea conversión de interés amistoso a
firme decisión. Dijo:
—Debes matar.
Raych se armó
de todas sus fuerzas. —No. No voy a matar a nadie. Es definitivo.
Andorin dijo:
—Planchet, harás lo que te ordenen.
—Asesinar no.
—Asesinar
también.
—¿Cómo va a
obligarme?
—Simplemente
te ordenaré que lo hagas.
Raych estaba
confundido. ¿Por qué Andorin estaba tan seguro?
Meneó la
cabeza. —No.
Andorin dijo:
—Hemos estado dándote de comer, Planchet, desde que partiste de Wye. Me
cercioré de que comieras conmigo. Supervisé tu dieta. Especialmente lo que
acabas de comer.
Raych sintió
que en su interior crecía el terror. De pronto, entendió.
—¡Desaliento!
—Exactamente
—dijo Andorin—. Eres muy astuto, Planchet.
—Es ilegal.
—Por supuesto.
Igual que el asesinato.
Raych sabía
del desaliento. Era una modificación química de un tranquilizante perfectamente
inofensivo. La forma modificada, sin embargo, no producía tranquilidad, sino
desesperación. Había sido declarado ilegal debido a que era usado para controlar
mentes, aunque había persistentes rumores de que la Guardia Imperial lo
utilizaba.
Andorin dijo,
como si no le fuera difícil leer la mente de Raych: —Se llama desaliento porque
es una antigua palabra que significa "desesperanza". Pienso que estás
desesperanzado.
—Nunca
—murmuró Raych.
—Eres muy
decidido, pero no puedes luchar contra un producto químico. Y cuanto más
desesperanzado te sientas, más efectiva será la droga.
—De ninguna
manera.
—Piénsalo,
Planchet. Namarti te reconoció de inmediato, incluso sin el bigote. Sabe que
eres Raych Seldon y, bajo mi dirección, vas a matar a tu padre.
Raych
masculló: —No antes de matarte a ti.
Se levantó de
la silla. No habría problemas. Andorin podía ser más alto, pero era delgado y
para nada un atleta. Raych lo partiría en dos con un solo brazo... pero al
levantarse se tambaleó. Agitó la cabeza, pero no pudo despabilarse.
Andorin
también se levantó y retrocedió. Sacó la mano derecha de la manga izquierda,
donde la tenía escondida. Tenía un arma.
Dijo, con tono
agradable: —Vine preparado. Me han informado de tus proezas como torcedor
heliconiano, así que no habrá combate cuerpo a cuerpo. —Bajó la vista, mirando
el arma—. Esto no es un explosor —dijo—. No puedo darme el lujo de que te maten
antes de que cumplas con tu tarea. Es un látigo neurónico. En cierto modo,
mucho peor. Apuntaré a tu hombro izquierdo y, créeme, el dolor será tan agudo
que el mayor estoico del mundo no podría soportarlo.
Raych, que
había estado avanzando en forma lenta y torpe, se detuvo abruptamente. Tenía
doce años de edad cuando probó por primera vez, por un breve instante, los
efectos del látigo neurónico. Después de la primera vez uno jamás olvidaba el
dolor, sin importar cuán larga fuera tu vida, cuán plena de incidentes.
Andorin dijo:
—Además, lo usaré a máxima potencia para que se estimulen los nervios de la
parte superior del brazo, primero causando un dolor inaguantable, y después
quedando inutilizados para siempre. Jamás volverás a usar el brazo izquierdo.
No te lastimaré el derecho para que puedas empuñar el explosor... Ahora, si te
sientas y aceptas la situación, como debe ser, tal vez conserves los dos
brazos. Por supuesto, debes volver a comer, a fin de que suba tu nivel de
desaliento. Tu situación empeorará.
Raych sintió
que la desesperación inducida por la droga se apoderaba de él, y la
desesperación servía, por sí sola, para profundizar el efecto. Estaba
comenzando a ver doble, y no se le ocurría nada que decir.
Sólo sabía que
tendría que hacer lo que Andorin le ordenara. Había jugado el juego, y había
perdido.
23.
—¡No! —Hari
Seldon fue casi violento—. No te quiero allí afuera, Dors.
Venabili se lo
quedó mirando, con una expresión tan firme como la de él. —Entonces tampoco te
dejaré ir a ti, Hari.
—Debo ir.
—No es tu
lugar. Es el Primer Jardinero quien debe recibir a esa gente nueva.
—También. Pero
Gruber no puede hacerlo. Está destruido.
—Debe tener
alguna clase de representante, un asistente. Que vaya el viejo Jefe Jardinero.
Conservará el cargo hasta fin de año.
—El viejo Jefe
Jardinero está muy enfermo. Además —Seldon dudó-entre los jardineros hay
infiltrados. Trantorianos. Están aquí por algo. Tengo los nombres de todos
ellos.
—Ponles
custodia, entonces. A todos ellos. Es simple. ¿Por qué lo haces tan complicado?
—Porque no
sabemos por qué están aquí. Algo pasa. No me imagino qué podrán hacer doce
jardineros, pero... No, déjame decirlo de otra forma. Puedo imaginarme una
docena de cosas que pueden llegar a hacer, pero no sé cuál de todas esas cosas
es la que planean. Por cierto que los tendremos bajo custodia, pero debo saber
más de todo antes de actuar. Tenemos que saber lo suficiente como para atrapar
a todos y cada uno de los integrantes de la conspiración, del primero al
último, y debemos saber lo suficiente sobre lo que están haciendo para poder
establecer el castigo apropiado. No quiero atrapar a doce hombres y mujeres con
una acusación de cometer básicamente un delito menor. Alegarán haber estado
desesperados, o su necesidad de conseguir trabajo. Se quejarán de que no es
justo excluir a los trantorianos. Muchos se solidarizarán con ellos y
quedaremos como unos tontos. Debemos darles la oportunidad de condenarse más.
Además...
Hubo una larga
pausa y Venabili dijo, furiosa: —Bueno, ¿cuál es el nuevo "además"?
Seldon bajó la
voz. —Uno de esos doce es Raych, usando el alias de Planchet.
—¿Qué?
—¿Por qué te
sorprendes? Lo envié a Wye a infiltrarse en el movimiento joranumita y ha
tenido éxito en infiltrarse en algo. Tengo toda mi fe puesta en él. Si está
allí, sabe por qué está allí, y debe tener alguna clase de plan para
entorpecerlos. Pero yo también quiero estar allí. Quiero verlo. Quiero estar en
posición de ayudarlo si puedo.
—Si quieres
ayudarlo, pon cincuenta Guardias de Palacio uno al lado del otro, hombro con
hombro, rodeando a los jardineros.
—No. Otra vez,
no conseguiríamos nada. Seguridad estará en su lugar, pero no será evidente.
Los jardineros en cuestión deben pensar que tienen la vía libre para realizar
lo que sea que planean realizar. Antes de que puedan hacerlo, pero después de
que sus intenciones hayan quedado en evidencia, los apresaremos.
—Es
arriesgado. Es arriesgado para Raych.
—Los riesgos
son algo que tenemos que aceptar. Lo que está en peligro es mucho más que las
vidas de los individuos.
—Muy insensible
de tu parte.
—¿Piensas que
no tengo sentimientos? Aunque mis sentimientos quedaran destruidos, mi
preocupación tendría que ser la Psico...
—No lo digas.
—Se dio vuelta, como si sintiera dolor.
—Entiendo
—dijo Seldon—, pero tú no debes ir. Tu presencia sería tan inapropiada que los
conspiradores sospecharían que sabemos demasiado y abortarían el plan. No
quiero que aborten el plan.
Hizo una
pausa, y luego dijo con suavidad: —Dors, dices que tu trabajo es protegerme.
Eso se antepone a proteger a Raych y lo sabes. No insistiría en el tema, pero
protegerme es proteger a la Psicohistoria y a toda la especie humana. Eso es
prioritario. Lo que descubrí con la Psicohistoria me dice que yo, a mi vez,
debo proteger el centro a cualquier costo, y es lo que estoy tratando de hacer.
¿Me entiendes?
Venabili dijo:
—Te entiendo —y se apartó de él.
Seldon pensó
"Ojalá esté en lo cierto".
Si no lo
estaba, ella jamás iba a perdonarlo. Mucho peor, jamás se perdonaría a sí
mismo, con o sin Psicohistoria.
24.
Estaban ubicados
en hermosas hileras, con los pies separados, las manos detrás de la espalda,
todos con el impecable uniforme verde, holgado y de amplios bolsillos. Había
muy poca diferenciación de sexo, y sólo se podía suponer que los de estatura
más baja eran mujeres. Las gorras cubrían sus cabellos, pero de todos modos los
jardineros debían cortárselos bien cortos, fuera cual fuera su sexo, y tampoco
debían tener vello facial.
Por qué debían
hacerlo, no se sabía. La palabra "tradición" lo explicaba todo, como
explicaba tantas otras cosas, algunas útiles, otras estúpidas.
Frente a ellos
se encontraba Mandell Gruber, flanqueado a ambos lados por un delegado. Gruber
temblaba y sus ojos bien abiertos estaban vidriosos.
Hari Seldon
apretó los labios. Si Gruber lograba decir "Los Jardineros del Emperador
los saludan", sería suficiente. El propio Seldon se haría cargo luego.
Sus ojos
recorrieron el nuevo contingente y localizaron a Raych.
Su corazón
pegó un ligero brinco. Allí estaba Raych, sin bigotes, en la fila delantera,
más rígidamente parado que el resto, mirando hacia adelante. Sus ojos no se
movieron para mirar a Seldon, ni evidenció ninguna señal de reconocimiento,
siquiera sutil.
Bien, pensó
Seldon. Se supone que no debe hacerlo. No está delatándose.
Gruber masculló
una débil bienvenida y Seldon entró en acción.
Avanzó con
paso despreocupado, colocándose inmediatamente delante de Gruber y dijo:
—Gracias,
Primer Jardinero a cargo. Hombres y mujeres, Jardineros del Emperador, van
ustedes a encarar una importante tarea. Serán responsables de la belleza y la
salud del único terreno a cielo abierto de nuestro gran mundo Trantor, capital
del Imperio Galáctico. Serán responsables de que, aunque no tengamos los
paisajes interminables de los mundos abiertos, sin domo, tengamos una pequeña
joya que opacará cualquier otra cosa del Imperio.
»Todos ustedes
responderán a Mandell Gruber, quien en breve se convertirá en Primer Jardinero.
l reportará a mí, cuando sea necesario, y yo reportaré al Emperador. Esto
significa, como podrán ver, que ustedes estarán a sólo tres niveles de
distancia de la Imperial presencia, y que siempre se encontrarán bajo su
benigna vigilancia. Estoy seguro de que en este mismo momento se encuentra
inspeccionándonos desde el Palacete, su hogar particular, que es el edificio
que ven a la derecha, el que tiene la cúpula de ópalo, y se complace con lo que
está viendo.
»Antes de que
comiencen a trabajar, por supuesto, todos ustedes tomarán un curso de
entrenamiento que los familiarizará con los parques y sus necesidades.
Ustedes...
Para entonces,
Seldon se había ido desplazando, casi subrepticiamente, hasta un punto
directamente delante de Raych, que aún permanecía inmóvil, sin pestañear.
Seldon trató
de no parecer anormalmente benigno, pero entonces frunció ligeramente el ceño.
La persona que estaba detrás de Raych le parecía conocida. Podría haber pasado
desapercibida si Seldon no hubiera estudiado su holograma. ¿No era Gleb Andorin
de Wye? ¿El protector de Raych en Wye, en realidad? ¿Qué estaba haciendo aquí?
Andorin debió
haber notado el repentino interés de Seldon, puesto que murmuró algo abriendo
apenas los labios, y el brazo derecho de Raych, apareciendo desde atrás de su
espalda, extrajo un explosor del ancho bolsillo de su jubón verde. Lo mismo
hizo Andorin.
Seldon se
sintió a punto de desmayarse. ¿Cómo era posible que hubieran ingresado
explosores en los parques? Confundido, apenas oyó los gritos de
"Traición" y el repentino ruido de las corridas y los alaridos.
Lo único que
ocupaba la mente de Seldon era el explosor de Raych apuntando directamente
hacia él, y Raych mirándolo sin dar señales de reconocerlo. Su mente se llenó
de horror al advertir que su hijo iba a dispararle y que se encontraba a pocos
segundos de la muerte.
25.
Un explosor, a pesar de su nombre, no hace
explotar algo en el sentido estricto del término. Vaporiza y funde un interior
y, en todo caso, causa una implosión. Emite un sonido suave, como un susurro,
dejando luego lo que parece ser un objeto que ha hecho "explosión".
Hari Seldon no
esperaba oir ese sonido. Sólo esperaba la muerte. Fue, entonces, una sorpresa
que oyera el distintivo susurro suave. Pestañeó rápidamente mientras se miraba,
con la boca abierta.
¿Estaba vivo?
(Lo pensó como una pregunta, no como una afirmación.)
Raych todavía
estaba ahí parado, apuntando el explosor hacia adelante, con los ojos
vidriosos. Absolutamente inmóvil, como si el poder que lo motivaba hubiera
cesado.
Detrás de él
estaba el cuerpo contraído de Andorin, tendido en un charco de sangre, y junto
a éste, explosor en mano, había un jardinero. Se le había caído la gorra: el
jardinero era obviamente una mujer de pelo recién cortado.
La mujer miró
a Seldon y dijo: —Su hijo me conoce como Manella Dubanqua. Soy Guardia
Imperial. ¿Quiere mi identificación, Primer Ministro?
—No —dijo
Seldon con un hilo de voz. El personal de Seguridad se había aproximado a la
escena—. ¡Mi hijo! ¿Qué le pasa a mi hijo?
—Desaliento,
creo —dijo Manella—. Se desintoxicará con el tiempo. —Estiró la mano para
retirar el explosor de la mano de Raych—. Lamento no haber actuado antes. Tuve
que esperar hasta que actuaran abiertamente y, cuando lo hicieron, casi me
toman por sorpresa.
—Tuve el mismo
problema. Debemos llevar a Raych al hospital de Palacio.
De pronto, un
ruido confuso surgió del Palacete. Se le ocurrió a Seldon que el Emperador
estaba observando los acontecimientos y que si así era estaría por cierto
enormemente furioso.
—Encárguese de
mi hijo, señorita Dubanqua —dijo Seldon—. Debo ver al Emperador.
Emprendió una
indigna carrera a través del caos de los Grandes Parques y se precipitó al
interior del Palacete sin mayores ceremonias. Cleon no enfurecería mucho más
por eso.
Y allí, con un
agobiado grupo que lo miraba con estupor... allí, en la escalinata
semicircular, estaba el cuerpo de Su Majestad Imperial, Cleon I, deshecho más
allá de toda identificación. Sus ricos ropajes imperiales servían ahora de
mortaja. Arrinconado contra la pared, mirando estúpidamente los rostros
horrorizados que lo rodeaban, estaba Mandell Gruber.
Seldon sintió
que ya no podía soportar más. Tomó el explosor que yacía a los pies de Gruber.
Era el de Andorin, estaba seguro. Preguntó suavemente:
—¿Qué has
hecho, Gruber?
Gruber,
mirándolo fijo, balbuceó: —Todos gritaban y chillaban. Pensé ¿quién se dará cuenta?
Van a pensar que algún otro mató al Emperador. Pero después no pude correr.
—Pero
Gruber... ¿por qué?
—Para no tener
que ser Primer Jardinero. —Y se desmayó.
Seldon miró,
atónito, al inconsciente Gruber.
Todo había
funcionado con el más ajustado margen. l estaba vivo. Raych estaba vivo.
Andorin estaba muerto y la conspiración joranumita sería ahora eliminada hasta
su último miembro.
El centro se
habría salvado, como lo había dictado la Psicohistoria.
Y entonces un
hombre, por una razón tan trivial que desafiaba todo análisis, había asesinado
al Emperador.
Y ahora, pensó
Seldon con desesperación, ¿qué hacemos? ¿Qué sucederá?
FIN
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