Gordon R. Dickson
Título
original: The Alien Way
1
Dando vueltas sobre el
lecho, y dormido, Jason Barchar se colocó de modo que el peso de la cabeza vino
a descansar sobre el lado derecho de su cráneo bajo el cual se había implantado
el receptor. El área estaba todavía tierna, incluso dos meses después de la
operación, de modo que giró un poco más hasta que quedó casi sobre su estómago
y siguió soñando con los osos.
Soñaba que estaba de nuevo
en la ladera de una colina en las montañas Rocosas del Canadá, donde estuviera
en realidad seis años antes. Yacía muy quieto bajo el sol de primavera, con los
prismáticos de gran potencia ante los ojos, contemplando un pequeño valle
natural en el que sólo crecían unos cuantos abedules y abetos. Los tallos rotos
y resecos de la hierba que no sobreviviera al invierno, y que aún perduraban
entre la recién brotada, le arañaban las muñecas allí donde las mangas de la
chaqueta no le protegían la piel, y tenía los codos doloridos por el contacto
con las rocas bajo la húmeda superficie de tierra; pero ni siquiera lo
advertía. Allá abajo había unas dos docenas de osos, y la furia de las batallas
primaverales del apareamiento los dominaba. Los cachorros, negros o castaños,
ya estaban casi todos en los árboles, y las hembras retrasaban el paso. Pero
justo a los pies de Jason, en aquel campo de batalla que era una extensión de
hierba, dos machos se atacaban de pie sobre sus patas traseras, los cuellos
arqueados como serpientes y las cabezas adelantadas en gesto de cólera.
Estaban enfrascados en su
rabia. Echado en la ladera no le veían, como tampoco veían a las hembras que se
rezagaban ni a los cachorros subidos a los árboles; tampoco les importaba. Para
cada oso no había mas que el adversario que se enfrentaba con él. Se mostraban casi
ceremoniosos y totalmente sinceros en sus avances y retrocesos pesados. El
corazón de Jase latía a su mismo ritmo. Eso había hecho de él un naturalista,
lo que, como todo trabajo importante, era en realidad un modo de pensar y no
sólo la aplicación de los conocimientos aprendidos en los libros, según la
gente que, pensando de ese modo, no comprendía cosas tales como la lucha
primaveral de los osos.
La gente creía que el ansia
de luchar, la lucha misma con su triunfo o derrota, era una simple cuestión de
instinto automático, de reflejos simplistas. Pero no era así. Había costumbre
en ello, y un complejo de experiencia que esperaban por parte de cada
combatiente. Se exigía de cada oso deseo y decisión. Y había también esperanza
y temor, y la necesidad de distinguir una baladronada de una amenaza auténtica.
Muchos factores entraban en cada situación de lo que tenía lugar en el valle,
en cada combate..., y jamás dos combatientes eran iguales a otros.
De modo que Jase, dormido
ahora, soñaba que observaba y aprendía de los osos. Mientras tanto, el zumbido
de los insectos en su sueño se mezclaba con el zumbido del aparato
acondicionador de aire en la ventana de su dormitorio y en la ventana de la
salita, más allá. Todo el apartamento de muros de ladrillo, en aquella noche
calurosa y húmeda de junio, era como un refugio totalmente aislado de la vida
nocturna de Washington capital, más allá de sus muros, donde los coches
circulaban toda la noche sobre el asfalto brillante, cruzando los semáforos y
pasando ante los anuncios luminosos de los restaurantes.
En el silencioso apartamento
nada se movía. El acondicionador de aire zumbaba. El dormitorio estaba en
sombras. La luz distante de un farol de la calle penetraba débilmente entre las
cortinas corridas y proyectaba en el muro fronterizo, más allá del lecho, dos
rectángulos borrosos y fantasmales. En ocasiones parecían a punto de fundirse,
tan inseguros y pálidos eran.
Las ropas de Jase estaban
echadas sobre una silla junto a la cama. Bajo ésta, la alfombra era un charco
de oscuridad que se prolongaba hasta la puerta abierta y pasaba por ella al
espacio más amplio que era la sala. Allí los muros estaban iluminados por otras
tres ventanas fantasmales. La luz difusa dejaba ver unos estantes de libros y
una caja de cristal llena a rebosar de pieles de pequeños animales,
cuidadosamente cosidas, preservadas con bórax y clasificadas. Vencidas por
aquellos muros invisibles de cristal como los osos estaban vencidos por los
instintos y deseos invisibles. En las librerías, que cubrían los muros de la
habitación desde el suelo al techo, la luz que penetraba entre las cortinas
apenas permitía ver algunos títulos: P. Chapin, Preparación de las pieles de
pájaro para su estudio; H. Hediger, Wildgere in Gefangenschaft; K.
P. Schmidt, Corolarios y comentarios al clima y la evolución; páginas de
revistas recortadas y encuadernadas; W. K. Gregori, Surgimiento de la
evolución...
Sobre la mesa llena de
papeles y en sombra estaba también el cheque, todavía sin cobrar, extendido a
nombre de Jason Lee Barchar por la Sección para el Estudio de la Vida Salvaje
del Departamento del Interior de los Estados Unidos, de reciente formación. Era
un cheque de media paga, ya que Jase había disfrutado de permiso sabático los
dos últimos meses. Bajo el cheque había una tarjeta de cumpleaños, que ya
llevaba allí dos semanas, y en la que podía leerse: «Sin la menor disculpa para
con A. A. Milne: Felicísimo cumpleañitos. Con cariño, Mele».
Aislado en la oscuridad, el
apartamento dormía... todo en él excepto el receptor, el diminuto microvideo
implantado bajo el cráneo de Jase y cuyos alambres, finísimos como cabellos,
penetraban en ciertas áreas de su cerebro. Insomne y en absoluto aislado, el
receptor estaba conectado mediante un canal impecable e invisible de espacio a
un frío y oscuro fragmento de fabricación terrestre, tan distante que ahora
empezaba a ser alcanzado por la misma luz que brillara sobre aquellos
condenados en los Juicios de Brujas de Salem en 1692.
Muy cerca, aproximándose
—aunque él no lo sabía— hacia aquel fragmento, y en una nave apenas mayor que
una lancha de motor de diez metros, venía otro soñador. Un soñador que jamás
había respirado el aire primaveral de las montañas, ni el ambiente húmedo de
una noche de Washington, ni la atmósfera terrestre. Las muestras de piel
conservadas para su estudio, los libros de nuestro mundo, los anuncios
luminosos de los restaurantes, le habrían resultado totalmente ininteligibles.
No habría podido comprender tampoco la tarjeta de cumpleaños, ni mantenerse con
aquel cheque firmado, ni se habría sentido interiormente agitado por aquella
batalla de los osos.
Sin embargo, también él
soñaba. Estaba sentado con las manos apoyadas en un tablero cubierto de
clavijas y conmutadores. Las manos, como el cuerpo, estaban cubiertos de pelo
espeso y negro. Pero su carne era cálida. Un fluido vital, impulsado por un
órgano semejante al corazón, fluía por las venas de su cuerpo renovado por el
oxígeno de una atmósfera que también Jase hubiera podido respirar.
Su mente obedecía a sus
propios impulsos. Sentía calor y frío, deseos y temor, y la necesidad de tomar
decisiones. Había valor en él; y esperanza.
Y ahora, al aproximarse a
aquel fragmento cuya existencia ignoraba, y lo mismo que Jase en el silencio
sólo cortado por un zumbido de su apartamento de Washington, el otro soñaba
también. Soñaba con un palacio blanco, de varios pisos bajo la superficie y
sólo tres por encima de ella, y recibiendo la luz de una estrella todavía no
descubierta. Y allá, en el piso superior, las madres de sus hijos, y sus
hijos..., erguidos, fuertes y honorables, y soñando como él soñaba ahora.
Pero él soñaba despierto. Y
su sueño consistía en la Fundación de un Reino.
2
...Y así sucedió que, antes de que Jason despertara, Kator Primosegundo,
que viajaba por una parte de Cefeo, anotaba en sus cartas de navegación como
47391L, pero a la que el durmiente habría llamado Ursae Minoris o Polaris,
la Estrella Polar, se vio bendecido de pronto por ese Factor Suerte que
todos buscamos.
Inmediatamente —ya que
aunque fuera simplemente un Primosegundo era de la familia de Brutogas—
aprovechó la oportunidad que se le ofrecía y ajustó los controles. Ante él se
hallaba la posibilidad de Fundar su Reino. Así pues, se lanzó a hacer planes
con todo cuidado y rapidez. Captó con un rayo transmisor aquel artefacto que
vagaba por el espacio y que le ofrecía el Factor Suerte. Era un hermoso
artefacto, incluso en su estado fragmentario, y unas cinco veces mayor que la
nave exploradora de dos plazas en la que él y Aton Tiomaterno, de la familia
Ochadi, habían estado haciendo un viaje rutinario de recogida de muestras y
restos por toda la galaxia.
Kator lo enfocó exactamente
en el centro de la pantalla visora y se echó atrás en su silla de piloto. Un
muro de contención de brillante superficie, a la izquierda de la pantalla, le
devolvió su propia imagen, y él se retorció pensativamente los bigotes tiesos
de gato en el rostro de forma casi triangular, y meditó satisfecho en la
situación con toda la velocidad que su prudencia le aconsejaba.
Nunca una situación habría
sido más conveniente. Aton Tiomaterno no estaba siquiera relacionado por
vínculos matrimoniales con la familia Brutogas. Cierto que él, como los
Brutogas, era en política del partido Hook y no de los Rod. Pero, por otra
parte, las posibilidades en contra de que un Factor Suerte como éste se
presentara a dos individuos en una investigación científica eran astronómicas.
Ello cancelaba
automáticamente todos los Deberes y Convencionalismos Habituales. Aton
Tiomaterno —de haber sido simplemente un observador de la situación y no el
otro único miembro de la tripulación— habría aprobado por supuesto la intención
de Kator de integrar positivamente el Factor Suerte en su propia vida. «Además
—se dijo Kator observando su propia imagen en la brillante superficie y
acariciándose los bigotes de gato—, yo soy joven y tengo mis mejores años por
delante.»
Se levantó de la silla del
piloto, desconectó la grabadora interior de la nave y extendió las garras casi
ocho centímetros al extremo de unos dedos cortos y gruesos. Volvió al
departamento en que ambos dormían, tras la sala de mandos. En una nave más
grande, esa puerta nunca habría estado abierta. Pero en una tan pequeña como
ésta, los exploradores habían de llevar a cabo su trabajo sin el beneficio de
un Hombre Clave. Aton dormía en la litera inferior, de espaldas a él.
Con la mayor destreza, Kator
hundió las garras en la espina dorsal, en la base del cráneo redondo y cubierto
de pelaje negro de Aton. Éste suspiró y quedó inmóvil. No había sentido nada,
de eso estaba seguro Kator. El golpe había sido rápido y certero. Sacó el
cuerpo pesado de la litera, lo llevó tiernamente a la cámara de presión de aire
y lo lanzó a la amplitud del espacio exterior. Volvió a la grabadora, la puso
de nuevo en marcha e informó del hecho de que Aton se había lanzado
violentamente contra él sin previo aviso en un ataque de locura, desconectando
involuntariamente la grabadora en el impulso de su ataque. Como Kator le
opusiera resistencia, Aton había enloquecido, saltado a la cámara de presión de
aire, y se había suicidado arrojándose al vacío exterior.
«Era cierto», pensó Kator
con gratitud, reflexionando en sus antepasados al terminar de grabar el relato.
«Mientras otros piensan, yo actúo», había sido el lema de los Brutogas
originales. Kator se acarició los bigotes, agradecido a sus antepasados.
Se colocó el equipo
espacial. Poco después de una hora según el equivalente del tiempo del pueblo
de Kator, que se llamaban los ruml, éste había unido con una cuerda magnética
el casco del artefacto dañado sin duda por una explosión y, cubierto por el
traje espacial, iba avanzando lentamente por esa cuerda hacia el casco. Lo
alcanzó sin dificultad y se puso a explorar el descubrimiento a la luz del
reflector que llevaba unido al traje espacial.
Evidentemente, había
pertenecido a un pueblo muy parecido al de Kator. Las puertas eran de tamaño
normal para él, y en sus asientos podría haberse sentado Kator con toda
comodidad. Por desgracia, la mayor parte del material original de lo que era
indudablemente una nave espacial había quedado destrozada por una explosión del
campo de reducción que la destruyó casi por completo. Lo cual era importante,
muy importante, ya que el sistema de conducción más rápido que la luz,
utilizado por el pueblo de Kator, también seguía la teoría del campo de
reducción del universo, y con un campo magnético semejante a éste, que, al
explotar, había dejado unas manchas con los colores del arco iris en los muros
ruinosos del artefacto.
Naturalmente, casi todo lo
que no quedó destrozado a bordo del artefacto fue lanzado al espacio como
resultado de la explosión... Pero no todo, descubrió Kator. Encontró una
especie de maletín de mano, con un asa semicircular, encajado entre las patas
de uno de los asientos. Kator lo sacó de allí y lo llevó a su nave con él.
Después de hacerle las
pruebas de seguridad rutinarias, procedió a abrirlo. El descubrimiento era
magnífico. Varios modelos de lo que parecía ser algo para cubrir el cuerpo,
fabricados todos de una pieza, de un material sólido y fino, como un arnés
capaz de cubrir el cuerpo entero, si es que algo así resultaba concebible. Pero
no había en él gancho alguno para colocarse honores ni armas. Sin embargo, sí
había honores de varias formas y diseños, de metal, en la caja; generalmente en
forma de anillo, y de un tamaño que sin duda sería adecuado para colocarlo en
los dedos o en los brazos. Y también lo que era evidentemente un utensilio de
escritura, de suave cera roja, con una punta afilada y un dispositivo para
proyectarlo de su caja.
Metidos en un fino material
envolvente de propiedades semejantes al plástico y de construcción
evidentemente artificial, había dos contenedores de forma extraña que tal
fueran protectores para los pies. Todavía había tierra adherida a su parte
inferior y Kator se quedó sin respiración al descubrirla. Desprendió la tierra,
se la llevó a un microscopio y la examinó cuidadosamente.
El Factor Suerte no le había
fallado. Entre aquellos terrones secos descubrió y separó una forma diminuta y
seca: el cuerpo de una criatura orgánica y muerta.
Era un gusano muy semejante
a la forma primitiva de los gusanos de su mundo.
Kator lo alzó cuidadosamente
de la suciedad con unas pinzas y lo encerró en un pequeño cubo de material
transparente y preservativo. «Esto era suyo», se dijo, metiéndolo en la bolsa
que pendía de un arnés. Quedaba mucho material en el resto del artefacto para
que los examinadores trabajaran sobre ello allá en su mundo, a fin de descubrir
la procedencia de la raza que construyera el artefacto. Esta pequeña forma, la
raíz de su futuro Reino, la conservaría siempre con él. Y si el Factor Suerte
seguía asociado con la situación, podría utilizarlo...
Kator marcó su posición y la
dirección de vuelo que el artefacto había estado siguiendo cuando lo viera por
primera vez. Entonces se dirigió, con el artefacto, a la zaga hacia el Mundo
Ruml, y se echó en la litera de Aton para un descanso bien merecido.
Al sumergirse en el sueño
empezó a recordar algunos de los otros vuelos que él y Aton habían realizado
juntos en esta misma nave de exploración, y el arrepentimiento se apoderó de él
como un dolor profundo, hasta que las sombras del sueño vinieron a suavizarlo.
No habían estado
emparentados, desde luego, ni siquiera por el matrimonio de unos parientes muy
lejanos, Pero había llegado a sentir una profunda amistad por aquel ruml más
viejo que él, y Kator no era de los que hacen amistad con facilidad.
«Ahora bien —pensó al
sumergirse hasta lo más hondo en el pozo del sueño—, cuando nos llama un Reino,
¿qué puede uno hacer?»
3
El hombre que dormía se
despertó y se encontró llorando. Por un momento continuó echado sin moverse, el
rostro hundido en la almohada contra la cabecera de madera de arce de su lecho
en la habitación en sombras. No podía apartar de su mente el hecho de que Aton
estaba muerto, de que él lo había matado.
Luego, gradualmente, el
zumbido continuo y reconfortante del acondicionador de aire empezó a mezclarse
con el recuerdo de Aton. La blandura de aquello que era la almohada junto a su
rostro, la superficie plana que era el colchón bajo su cuerpo horizontal,
empezaron a manifestársele como cosas que podía reconocer y pertenecientes a un
lugar que nada tenía que ver con el espacio vacío, ni con un artefacto, ni con
la Fundación de un Reino. El recuerdo de otra vida cobró vivencia allá en el
fondo del cerebro del durmiente e invadió de nuevo su consciencia. Secándose el
rostro con la fina sábana que le cubría, se incorporó en el lecho.
Estaba en su propia
habitación. En la mesilla de noche, junto a él, las cifras luminosas y
amarillentas del despertador brillaban en el círculo de oscuridad que era la
esfera. Era la una y veintitrés minutos de la madrugada. Extendió la mano
buscando a tientas la forma negra del teléfono detrás del reloj. Sus dedos,
torpes por el sueño, derribaron el auricular de su base antes de haberse
cerrado sobre él. Pero se lo acercó al oído, enfrentó el aparato a la luz débil
de las ventanas y marcó el número de Mele. Sonó, sonó otra vez.
—Diga —era su voz, cargada
de sueño, que respondía de pronto.
—Mele —comenzó, y parecía
que a la garganta le costaba modular la voz—. Soy yo, Jason. Estoy agotado. He
establecido contacto ahora mismo, mientras dormía.
—Jase. —Era como si captara
lentamente la información al otro extremo, y vaciló por un instante. De pronto
se oyó su voz más fuerte—: ¿Jase? ¿Estás bien, Jase?
—Sí. —Se secó el rostro con
una mano temblorosa y torpe e inspiró profundamente. Era ridículo sentirse de
este modo y en estas circunstancias. Pero así era como se sentía.
—Tu voz suena extraña, Jase.
¿Estás seguro de encontrarte bien?
—Sí —repitió—. Sólo se trata
de algo que sucedió al otro extremo. Eso es todo.
—¿Qué fue?
—Te lo diré más tarde. —Ya
recuperaba el dominio de sí mismo. Incluso a sus propios oídos, su voz sonaba
más controlada y fuerte, más sensata. Más oficial—. Me vestiré inmediatamente e
iré a la Fundación. ¿Quieres llamar a la Junta?
—En seguida. Ahora ya
pareces estar mejor.
—Me siento mejor —dijo él—.
Me vestiré y haré el equipaje. Saldré dentro de unos quince o veinte minutos.
Cogeré un taxi. ¿Quieres que te recoja de camino?
—Sí, por favor. —La voz que
le llegaba ahora era una voz cálida, alegre, más despierta ya; y a él le gustó
mucho—. Llamaré a los de la Junta y te telefonearé otra vez en cuanto lo haya
hecho. Hasta ahora, cariño.
—Adiós... cariño —contestó,
y oyó cómo ella colgaba el teléfono.
También él colgó y se
levantó de la cama. De pie y cubierto sólo con los pantalones del pijama, en la
habitación oscura, sintiendo el suave contacto de la blanda alfombra bajo los
pies y la brisa del acondicionador de aire refrescándole el pecho cubierto de
sudor, se despertó por completo.
Pulsó el aplique de la
mesilla de noche que encendió todas las luces del dormitorio. Con aquel brillo
repentino y amarillento, el lecho desordenado y los muros familiares parecieron
saltar hacia él con una brusquedad extraña. Agitó la cabeza cara librarse de la
última sensación de estar en la mente de Kator Primosegundo, pero no tuvo
éxito. Cogió unos calzoncillos y una camisa de manga corta del cajón inferior y
cruzó la puerta del cuarto de baño, frente a la sala de estar, que aún seguía
en la oscuridad.
Se duchó y el agua caliente
le reanimó. Empezaba —y ahora se hallaba lo bastante despierto para sonreír
ante la idea— a sentirse humano de nuevo. Salió de la ducha, se enjabonó el
rostro y se afeitó. Iba olvidando ya que sólo era un zoólogo normal, de
veintitantos años y muy apegado a la tierra.
Pero el enjuagarse el rostro
volvió la sensación de shock. Y con éste el temor que tratara de simular
que no existía. Alzó el rostro goteante del agua del lavabo y se enfrentó
súbitamente a la profundidad del espejo, las lámparas fluorescentes a cada lado
iluminándolo con crudeza. Y, por un segundo, no lo reconoció.
No sólo le resultaba
desconocido, sino que le era tan extraño como el de un animal al que jamás
hubiera visto.
El rostro que veía era
delgado y moreno, alargado y de huesos estrechos. Unos huesos muy finos para un
cuerpo de tal estatura; y la piel tostada por la vida al aire libre que era
parte de su trabajo como zoólogo y naturalista. El pelo negro, desordenado
ahora, caía rizado sobre una frente despejada de la que ya empezaba a retirarse
ligeramente Bajo esa frente, las cejas eran negras y rectas, como los barrotes
de una verja.
Y, más abajo aún, los ojos
estaban hundidos de tal modo que siempre parecían sombreados. Las mujeres —no
Mele— le habían dicho en ocasiones que tenía unos ojos hermosos. Ese término
siempre le había molestado. Sonaba como si dijeran que esos ojos le daban
aspecto de ser blando en extremo. Ahora, a la luz impecable de las lámparas
fluorescentes, no había nada hermoso en los ojos que él miraba. Eran duros
—como el granito viejo y gastado por los elementos—, pero él recordaba la
profunda negrura de los ojos reflejados en una superficie de metal pulido.
Se apartó rápidamente de su
imagen, volvió a toda prisa al dormitorio y empezó a vestirse. Una vez hubo
terminado, sacó una maleta plana y ligera de debajo de la cama y comenzó a
hacer el equipaje. En ese instante sonó el teléfono.
Lo cogió antes de que
hubiera terminado el primer timbrazo.
—Diga.
—¿Jase? —era la voz de Mele.
—Sí —repuso—. Ya estoy
vestido, y ahora estoy haciendo el equipaje. Cogeré un taxi y estaré en tu casa
en unos veinte minutos. Pero espera arriba. Si hay algún retraso, quiero poder
hablarte por teléfono.
—Podrás hablarme, aunque me
encuentre en el vestíbulo. El portero de noche siempre está allí. Puedes
pedirle que me pase su teléfono.
—Ah, sí. —Se pasó los dedos
de la mano derecha por la frente—. Claro, no lo había pensado. ¿Llamaste a la
Junta?
—Sí. Todos acudirán allí
menos Wanek. Está en la costa oeste. Jase —continuó—. ¿Cómo te encuentras
ahora?
—Muy bien. —Se obligó a
sonreír al teléfono—. Estupendamente.
—Perfecto. Te estaré
esperando.
—De acuerdo. Hasta ahora.
—Adiós.
Ella colgó Jason llamó a un
taxi, le dijeron que uno se hallaría ante su casa dentro de cinco minutos y
terminó de hacer la maleta.
Cuando bajó y atravesó la
puerta principal de los apartamentos, el taxi —un reflejo amarillo— le
aguardaba ya al pie de los anticuados escalones de granito. El aire aún seguía
cargado de humedad y calor. Pero la calzada y las aceras iban secándose
y perdiendo el brillo. Introdujo la maleta en el asiento trasero, a su lado.
—Calle Frontage,
cuatrocientos doce —dijo.
—Muy bien —contestó el
taxista.
El motor cobró fuerza y el
coche se apartó de la acera. Corrieron por la calle nocturna. Desde el asiento
posterior, Jase vio unos cabellos necesitados de un buen corte, que se
enroscaban bajo la gorra del taxista, y por un instante sintió asco, como a la
vista de un animal sucio y descuidado. Dirigió la mirada hacia la ventanilla
abierta del taxi y observó las luces de Washington que corrían junto a él.
Cuando se detuvieron al fin
ante las puertas gemelas y amplias, a través de las cuales se veía el vestíbulo
del Hotel-Residencia en que vivía Mele, la vio ya de pie en el interior.
Llevaba un traje azul y ligero de verano, que se pegaba a su figura alta y
esbelta, rematada por unos cabellos castaños. Llevaba guantes blancos, y los
dedos enguantados sostenían un bolso plano de un material ligeramente más claro
que el vestido. No esperó a que él bajara del taxi y entrara a recogerla, sino
que salió directamente a la vista del coche.
Jason le abrió la portezuela
alzando los ojos para mirarla, y ella entró y se instaló en el asiento, a su
lado. Un suave aroma de colonia —que él no encontraba molesto pero sí extraño—
penetró en el vehículo con ella. Se sentó muy erguida, la espalda tocando
apenas el asiento, y sus ojos le miraron con cariño.
—Avenida Independencia con
la calle Doce —dijo él al taxista sin volverse a mirarle. Mele le
besó. Sus
labios le resultaban fríos y extraños, como le parecía extraño el olor a
colonia.
De nuevo, el taxi se apartó
del bordillo de la acera. Mele se desplazó en el asiento para sentarse más
cerca de él, le tomó del brazo y enlazó su mano con la suya. Continuaron el
viaje así, sentados muy juntos y sin hablar. Por absurdo que pareciera, Jason
sentíase como el hombre que ha estado enfermo mucho tiempo y que, aun
recuperándose continúa sintiendo en él los efectos de su enfermedad. El
recuerdo de ser Kator Primosegundo —desde el momento en que Kator tocara el
cuerpo del gusano que le había infectado con sus transmisores tan diminutos
como virus, haciendo posible el contacto entre él y Jase— seguía envolviéndole
como una sábana. Como una sábana de plástico transparente y que a través de la
cual todo aquel mundo con el que estuviera familiarizado le parecía confuso y
distorsionado.
Mele no era sólo su
observadora en este experimento; era la mujer con la que proponía casarse. Ella
le amaba. Pero ahora, sintiéndola a su lado, tocándola, tan cerca como estaba,
le parecía en cierto modo alejada y extraña.
Y no había nada que pudiera
hacer al respecto. A partir de aquí, el experimento se introducía violentamente
en un área desconocida, y no había modo de volver.
4
Se detuvieron ante la amplia
escalinata y las pesadas puertas de bronce del edificio de granito que era el
cuartel general de la Fundación para la Asociación de Sociedades Científicas y
Profesionales. Jase pagó el taxi, cogió la maleta, subió los escalones con Mele
y tocó el timbre. Walt, el portero de noche, les hizo pasar.
—Ya están todos aquí —les
dijo—. En la biblioteca, esperándoles.
Jase y Mele cruzaron el
amplio vestíbulo alfombrado de verde, pasaron ante la escalera en curva, con su
balaustrada amplia, de madera oscura y brillante, y siguieron por un pasillo
que giraba hacia la derecha. Más allá de ese ángulo pasaron ante la primera
puerta cerrada a su izquierda y entraron por la segunda. Se hallaron en una
habitación bien iluminada, los muros cubiertos de librerías que llegaban hasta
el techo y equipadas con escalerillas, una a cada lado de la habitación.
En unas sillas de respaldo
recto que parecían un poco fuera de lugar entre el mobiliario recargado que,
aparte de ellas, llenaba la habitación, estaban sentados los ocho miembros de
la Junta en torno a una mesa en el extremo más lejano de la biblioteca. Detrás
de ellos se habían corrido las cortinas verdes ante los elevados ventanales que
daban al jardín de la Fundación, rodeado por un muro.
Jase y Mele se adelantaron y
ocuparon sus asientos junto a la mesa.
—Ya estáis aquí —dijo
Thornybright.
Jase los miró a todos.
«Ahora se libraría de ello», pensó. Aquí, en esta habitación tan familiar en la
que todo había sido planeado y decidido, la cuestión Kator adoptaba la
perspectiva más adecuada. Los ocho hombres que ahora miraba —ninguno menor de
treinta y cinco años, y al menos uno, Wilder, ya de sesenta y tantos— tenían el
aspecto de los que han saltado apresuradamente de la cama a medianoche. El
cabello despeinado sobre las orejas, la mayoría sin afeitarse, y no todos con
la corbata derecha ni con la chaqueta completamente abrochada.
Todos eran hombres
excelentes, sobresalientes en el campo de las ciencias. Jase los conocía a
todos. James Mohn le había enseñado biología en su segundo año en Wisconsin
—por un momento las calles empinadas y el campus rodeado de bosques allá en
Madison se alzaron en la mente de Jase; luego se desvanecieron—. William Heller
le había ayudado a conseguir su puesto actual en el Departamento del Interior,
y así todos. Pero únicamente dos de los ocho eran importantes en este momento.
Uno era Joe Dystra; el otro Tim Thornybright. De unos cincuenta años, grueso de
cuerpo y de aspecto imponente, Dystra dominaba la mesa sólo por el hecho de
estar sentado a ella. Frente a él, Thornybright, delgado, de aspecto delicado, medio calvo, y de unos
cuarenta años, parecía frágil y poco importante.
Pero eso era una ilusión.
Tim era tan duro como el acero. Como secretario de la Junta era el que tomaba
casi todas las decisiones. Él y Joe Dystra se completaban perfectamente. Como
todos los demás de la habitación —con excepción de Mele, que era bibliotecaria
de la Fundación—, Tim y Joe eran científicos. Pero ambos sobresalían incluso
fuera de su terreno, que era la psicología en el caso de Tim y la física en el
de Joe. Tim tenía gran afición por la política; Joe era un genio auténtico para
los negocios y la organización. Y ambos eran líderes.
—¿Todavía estás en contacto,
Jase? —preguntó ahora Dystra, el rostro duro algo hinchado y con las arrugas
del sueño.
Jase asintió.
—Todavía me siento...
diferente —dijo.
Thornybright alzó la mano.
—Voy a poner en marcha la
grabadora —dijo aquel flaco psicólogo—. Cuanto antes empecemos, mejor.
Extendió la mano hacia el
cuadro de madera pulida que se alzaba ligeramente de la mesa ante el lugar que
ocupaba, y todos en la habitación oyeron el click al ponerse en marcha.
—Muy bien —dijo Thornybright—. Esta grabación se
lleva a cabo el tres de junio a las... —miró el reloj— dos y ocho minutos de la
madrugada. Es la reunión número cuarenta y seis de la Junta para la Acción de
la Fundación Independiente, perteneciente a la Fundación para la Asociación de
Sociedades Científicas y Profesionales. Se hallan presentes Lester Wye, Joseph
Dystra, William Heller... —siguió con la lista nombrando a todos los reunidos
en torno a la mesa— ...y la
señorita Mele Worman, bibliotecaria de la Fundación y observadora de nuestro
Sujeto relacionado con el Anzuelo Trece, Jason Lee Barchar —terminó—. Las
razones que motivan que la Fundación haya permitido que unos miembros voluntarios
colaboren con esta Junta y su proyecto constan en los informes. Sin embargo,
ahora que hemos llegado a un punto decisivo, creo que sería conveniente
recapitular. —Miró en torno a la mesa—. Por tanto, propongo que un breve
resumen de los sucesos que han llevado a este momento sea dictado ahora a la
grabadora por el secretario, antes de seguir adelante con la reunión. Hizo una
pausa.
—Apoyo la moción —dijo
Dystra.
—¿Todos a favor? —Thornybright miró en torno a la
mesa y un coro de afirmaciones le respondió, todos excepto Mele, que no tenía
voto.
—Moción aprobada por
unanimidad —dijo Thornybright. Se metió la mano en el bolsillo interior de su
chaqueta deportiva y sacó varias hojas de papel mecanografiado que desdobló.
Empezó a leerlas.
—Esta Junta —leyó con voz
seca y rápida— fue fundada hace un año por miembros voluntarios de la Fundación
a fin de invitar a otros, voluntarios también, a que se nos unieran en un
esfuerzo independiente, financiado por esta Fundación, para proteger nuestro
mundo terrestre contra un posible contacto y destrucción por parte de una o más
razas extraterrestres y enemigas con origen en cualquier punto de nuestra
galaxia. La base del temor ante tal contacto puede hallarse en el informe de la
Probabilidad de Contactos Extraterrestres publicado hace cinco años, y después
de casi diez años de investigación llevada a cabo por miembros de esta
Fundación y sus sociedades y organizaciones constituyentes. Este informe, hecho
a expensas de la Fundación y publicado para información de todos en general,
fue compilado con el propósito de llamar la atención al gobierno de los Estados
Unidos y demás gobiernos relacionados de este planeta ante la situación
originada por la construcción de naves capaces de alcanzar los sistemas
estelares vecinos a velocidades muy superiores a las de la luz, y utilizando el
Impulso Teórico de Campo de Reducción del Universo de Joseph Dystra, miembro de
la Fundación y de esta Junta.
Thornybright se detuvo y se
aclaró ligeramente la voz con un seco carraspeo. Continuó:
—Estas naves fueron puestas
en funcionamiento y han estado en servicio durante casi doce años, a pesar de
las severas advertencias en contra hechas por esta Fundación. Y debe repetirse
en este punto que la Fundación se creó en principio, hace veintitrés años, para
coordinar la opinión de aquellos que, en todos los países del mundo, se hallan
comprometidos en la pura investigación y desarrollo científicos. El propósito,
tras su fundación, fue presentar a la atención del público, y especialmente de
los gobiernos, el hecho de que casi desde el principio del siglo veinte el
desarrollo tecnológico ha estado agotando las reservas de la pura investigación
básica o desinteresada y la investigación por los mismos conocimientos, mucho
más de prisa de lo que esas reservas pueden renovarse.
De nuevo hizo una pausa para
aclararse la garganta.
—Las razones de esta
situación, según ha indicado la Fundación durante los veintitrés años que lleva
trabajando, se basan en el hecho de que la competencia económica y el interés
público han dispuesto de grandes sumas para personal científicamente
adiestrado, así como de toda suerte de facilidades para los problemas inmediata
y tecnológicamente provechosos. De modo que, mientras el nivel público de la
vida tecnológica ha estado creciendo desmesuradamente, el fondo mundial de los
nuevos conocimientos, a partir de los cuales resultara posible este avance
tecnológico, ha ido disminuyendo.
Se detuvo y pasó a la
segunda hoja de las que tenía en las manos.
—Desde el principio —siguió
leyendo—, la recomendación de esta Fundación fue que los gobiernos de este
mundo contrarrestaran tal situación disponiendo de un fondo importante y de una
organización que pudiera competir, en cuanto a facilidades y salarios, con los
ofrecidos por la industria privada, de modo que se pudiera llevar a cabo por
todos aquellos que estén cualificados para comprometerse en la pura
investigación. En los últimos veintitrés años la Fundación ha apoyado este
punto de vista con no menos de seis informes importantes, cuya documentación
prueba plenamente el constante empeoramiento de la situación, y ha sugerido las
medidas a adoptar para remediarlo. A pesar de ello...
Thornybright se interrumpió
y buscó un vaso de agua bajo la mesa. Bebió un poco, volvió a dejarlo, se aclaró
la garganta y siguió leyendo:
—A pesar de ello, y a pesar
también del hecho de que ha habido un buen apoyo del público e incluso
gubernamental para tal acción en todos los gobiernos importantes del mundo, no
se ha proveído de tales fondos y organización.
Dystra gruñó secamente.
Thornybright le miró y continuó;
—Con la aplicación del
Impulso Teórico de Campo de Reducción del Universo, y la penetración de naves
espaciales de origen humano más allá de los sistemas estelares inmediatos
dentro de un radio de cincuenta años luz de nuestro sol, la situación, en
opinión de esta Fundación, se ha vuelto crítica. Según declaró hace tres años
el informe sobre la Probabilidad de Contactos Extraterrestres, tales contactos
se han convertido, a la luz de los actuales conocimientos científicos, en una
certeza estadística dentro de diez años a partir de la publicación de ese
Informe. También, como dicho Informe declara, debemos enfrentarnos con ese
contacto poseyendo una civilización científicamente desequilibrada, mucho más
desarrollada en la tecnología encargada de proveer de comodidades al pueblo. Y
una civilización que es totalmente inadecuada en los conocimientos y la ciencia
que podrían prepararnos para el contacto, comprensión, coexistencia o conflicto
con otra raza inteligente y tecnológica que viaje por el espacio. Una raza tal
como nuestro Informe de hace tres años calcula que encontraremos dentro de diez
años de una exploración espacial como la que entonces, y ahora, se hallaba en
marcha.
El psicólogo se detuvo a fin
de cambiar de nuevo la hoja de papel. Jase lanzó una mirada a Mele, sentada a
su derecha, para ver cómo reaccionaba ella ante la repetición de lo que todos
sabían. Pero su perfil era tan sereno como el de la estatua de una princesa
egipcia de hacía cuatro mil años. Jase se volvió pues a mirar a Thornybright.
En su interior, aquellos hechos tan antiguos resonaban con un eco distinto. Se
sentía helado y solitario.
—Por tanto —siguió leyendo
Thornybright—, se creó esta Junta para dirigir un proyecto en el que la
Fundación financiaría, de modo independiente y lanzaría al espacio secciones
aparentes de naves espaciales construidas en la Tierra y dañadas. Estas
secciones habían de enviarse a áreas todavía inexploradas del espacio
interestelar que nos rodea, donde se considera altamente probable el contacto
con otras razas inteligentes y tecnológicas que viajen por el espacio. Estas
secciones, a las que se llamó Anzuelos, se lanzaron equipadas con un reciente
descubrimiento de un investigador independiente financiado por la Fundación.
Este descubrimiento, que utiliza las Teorías de Campo de Reducción del Universo
junto con los desarrollos recientes en la interpretación, transmisión,
recepción y asociación de las actividades eléctricas que acompañan a la actividad
del cerebro, ya sea humano o perteneciente a un supuesto extraterrestre dotado
de inteligencia, sería introducido en unos mecanismos diminutos como virus.
Estos mecanismos entrarían en el sistema circulatorio de cualquier ser extraño
que se pusiera en contacto con ellos, viajaría mediante el sistema circulatorio
hasta su cerebro y fijarían un enlace de transmisión que no supondría la menor
pérdida de tiempo en la relación entre ese extraño y un sujeto voluntario y
responsable ante esta Junta.
Cambió la hoja de papel por
última vez.
—Estos sujetos, miembros de
la Fundación y miembros de este proyecto que se ofrecieran voluntarios y fueran
elegidos de entre todos ellos como los más adecuados para la tarea, han sido
doce en total. Esta mañana, y por primera vez, uno de ellos, Jason Lee Barchar,
ha informado de haber establecido contacto con un extraterrestre.
Se interrumpió y se volvió a
Jason.
—Él nos describirá ahora ese
contacto con toda la amplitud posible en este instante, aunque más adelante, y
en el momento conveniente, redactará un informe más extenso. ¿Jase?
Éste se inclinó hacia delante, puso los codos en la
mesa y empezó a hablar. Comenzó a partir del instante en que Kator, pocos
segundos después de quitarse el traje espacial, tocara el gusano muerto que se
había traído con él a su propia nave. Se refirió únicamente a los actos de
Kator a partir de entonces, guardándose para sí todas las emociones,
sentimientos y deseos no del todo comprendidos aún por él y que también había
percibido en el momento del asesinato de Aton Tiomaterno y más tarde, cuando
Kator se estaba quedando dormido.
Su conciencia le reprochaba
este silencio. Pero Jase se dijo que lo que no contara ahora podría exponerlo
en su informe escrito, y con mayor extensión, más tarde. Porque en estos
momentos se hallaba demasiado exhausto, demasiado afectado por el contacto con
la mente extraña de Kator, para juzgar qué más había sentido o comprendido.
—¿Es ésa toda la historia?
—preguntó al fin Dystra cuando él hubo terminado. Los ojos hundidos en aquel
rostro grueso frente a él, al otro extremo de la mesa, eran sumamente
penetrantes.
—Es eso todo lo que sucedió
—respondió Jase.
—Muy bien —dijo Dystra. Se
había retrepado en la silla mientras le escuchaba. Ahora se enderezó y miró a
Thornybright que estaba frente a él, junto a Mele, la cual se sentaba a la
derecha de Jase—. Ahora propongo que votemos si se entrega todo el proyecto al
gobierno de los Estados Unidos o si esperamos un poco más. Jase, tú no debes
votar a menos que lleguemos a un empate. Así pues, propongo la votación.
—Secundo la moción —dijo
Heller en voz baja desde su puesto en el extremo de la mesa. Su rostro sonreía
a Jase.
Votaron. Dystra, Heller,
Mohn y el único médico de la Junta, el doctor Alan Creel, estaban a favor de
aguardar todavía un poco más. Y a favor de informar al gobierno y entregar
todos los expedientes y el equipo estaban Thornybright y los tres restantes
miembros de la Junta.
—Creo que todos quienes
dudan sobre la conveniencia de entregarlo deberían recapacitar sobre ello —dijo
Thornybright con tono oficial después que se hizo la votación—. Después de
todo, ya hemos llegado hasta donde podría esperarse de unos ciudadanos
particulares.
—Por otra parte —dijo
Dystra—, el trabajo de muchos hombres inteligentes y el costo de una gran
cantidad de equipo carísimo sigue relacionado con algo que ahora empieza a
funcionar para nosotros. Ya en otras ocasiones hemos entregado información a
las autoridades sólo para verles vacilar, hacerse un lío con ello y
desaprovecharlo porque una rama del gobierno se negaba a colaborar con otra.
—Miró en torno a la mesa—. Una vez entregado, ya no podremos recuperarlo. Y
quedará pendiente lo que nosotros nos propusimos conseguir. Insisto en no
entregarlo hasta estar seguros de que el trabajo se llevará a su fin. Si
nosotros hemos establecido contacto con los ruml, también ellos se han puesto
en contacto con nosotros. Pueden examinar nuestro Anzuelo y aprender mucho...
¿Qué os parece? ¿Alguien desea cambiar su voto?
Miró de nuevo en torno a la
mesa. Nadie habló, ni se movió.
—De acuerdo —dijo a
Thornybright. Éste se volvió a Jase.
—De acuerdo, Jase —repitió
como un eco—, de ti depende. ¿De qué modo quieres romper este empate?
—Yo apoyo el que nos
quedemos con el proyecto —dijo Jase.
Vio que todos le observaban.
Había contestado rápidamente, tanto que Thornybright apenas había tenido tiempo
de terminar la pregunta.
—Te olvidas —continuó Jase—
que nuestra idea original fue que el gusano infectado con los mecanismos
transmisores pasaría de mano en mano, y que tendríamos cierto número de
contactos, no sólo uno. Hasta ahora mi contacto se lo ha guardado para sí, y su
compañero está muerto. Sigamos con ello al menos hasta que Kator llegue a su
mundo y tengamos un número mayor de contactos con otras mentes ruml.
Thornybright miró, uno a uno
y por última vez, a los miembros de la Junta.
—¿Alguno de vosotros se
siente movido a cambiar su voto por esta argumentación? —preguntó.
Tampoco ahora se movió
nadie.
—Ni tampoco yo deseo cambiar
el mío —continuó Thornybright—. Sigo creyendo que, ahora que se ha establecido
el contacto, el asunto debe estar en manos de las autoridades. Sin embargo, el
voto de Jase ha decidido la cuestión. Según las disposiciones previas, Jase se
trasladará ahora aquí, al edificio de la Fundación, donde podrá ser mantenido
bajo observación perenne y vigilado por uno de los miembros de la Junta, y
donde podrá conservarse una grabación constante de la información recibida de
su contacto extraterrestre. ¿Propone alguien que se levante la sesión?
—Lo propongo —dijo Dystra.
—Secundo la moción —añadió
Heller.
—Habiendo sido propuesto y
secundado, se levanta la sesión —dijo Thornybright, y desconectó la grabadora.
El click resonó
extraordinariamente fuerte en los oídos de Jase, el cual creyó oírlo reverberar
como un eco a una distancia inconcebible, una distancia que cubría todo el
espacio desde el lugar en que él se hallaba sentado ahora, a la nave
exploradora de Kator Primosegundo, con el artefacto a la zaga y dirigiéndose
hacia los expertos del Mundo Ruml.
5
Jason se hallaba instalado
en una habitación ya dispuesta de antemano para el primero de los sujetos del
Proyecto que estableciera contacto con una mente extraterrestre. La habitación
estaba en el sótano del edificio de la Fundación, entre la sala de billar y el
nivel inferior de los depósitos de libros. Porque la biblioteca en la que la
Junta se había reunido con Jase y Mele sólo contenía en realidad una parte de
los muchos y valiosos volúmenes de la Fundación. El resto se hallaba en un depósito
de cinco pisos que iba del sótano al tejado, espacio antes utilizado por tres
de los cuatro ascensores que funcionaran en el edificio cuando éste albergaba
únicamente oficinas, hasta que la Fundación lo adquirió y modificó su
estructura. Desde la biblioteca, y atravesando una puerta, se pasaba a un
despachito pequeño donde trabajaba Mele, y de éste se pasaba a uno de los
depósitos de libros, del edificio que tenía dos niveles en cada uno de los
pisos de cuatro metros y medio de altura.
La habitación de Jason en el
sótano tenía una puerta que daba al depósito, pero ésta fue cerrada por
Thornybright, que se encargaba del primer turno de guardia para mantener a
Jason bajo observación.
—Lo siento, Jase —había
dicho Thornybright al cerrarla—, pero debemos ajustamos a las reglas. Todo lo
que hagamos será examinado con un microscopio una vez se hagan cargo de ello
las autoridades.
Se instaló, pues, en una
mecedora, y graduó la luz muy tenue mientras Jason se tumbaba feliz en el lecho
dispuesto para él a fin de recuperar algo del sueño perdido. Le habían dado
seconal para aturdir los centros intelectuales de su cerebro y conseguir que se
durmiera en vez de ponerse de nuevo en contacto con Kator. De modo que, en
cuanto tocó la almohada, se sumergió en un profundo sueño.
Lo único que recordaba era
haber visto a Thornybright sentado a la luz de la lámpara y leyendo. La
chaqueta del psicólogo estaba abierta y algo oscuro y pesado asomaba bajo el
sobaco. Muy poca imaginación hacía falta para deducir que era una pistola; y
cargada. Antes de sumergirse en el sueño, y con el cerebro tan
extraordinariamente sensible ahora, cierto temor se apoderó de Jase a la vista
de aquel arma.
Después de todo, el miembro
de la Fundación responsable del desarrollo de los mecanismos de contacto
diminutos como virus se había mostrado enfático al declarar que había todavía
en ellos muchas cosas desconocidas. Se habían hecho pruebas con los
transmisores. Se había demostrado que no causaban daño físico o psicológico
entre sujetos humanos, ni siquiera entre humano y animal... Pero, ¿cómo
anticipar lo que sucedería en el caso de la relación establecida entre las
mentes de un humano y un extraterrestre?
El sueño puso fin a estos
pensamientos.
Jason se despertó hacia las
diez de la mañana siguiente, sintiéndose mucho más descansado y alegre. Le
sirvieron el desayuno, fue a darse una vuelta por los diversos pisos de la
Fundación y luego salió al jardín amurallado con Dystra, que estaba entonces de
turno de guardia con él. Después volvió a la biblioteca a fin de empezar a
escribir su informe completo del contacto inicial entre su mente y la de Kator.
Trabajó en ello durante el
resto de la mañana y toda la tarde. Cuando hubo terminado descubrió que tampoco
aquí había mencionado los sentimientos emocionales, vagos pero poderosos, que
formaran parte del contacto. Se dijo que eran demasiado difíciles de definir y
que los contactos sucesivos probablemente los revelarían bajo una mejor luz, de
modo que pudiera escribirlos con toda lógica.
Esa noche tomó la cena en el
despacho de Mele. Creyó observar que ella le miraba disimuladamente de vez en
cuando durante la comida, pero apenas le prestó atención. Aquella noche entró
de nuevo en contacto con Kator. Pero en este contacto, y en los que le
siguieron en los días sucesivos, Kator todavía continuaba el viaje de regreso
al Mundo Ruml, el planeta original de la raza y capital de los mundos de cuatro
sistemas estelares a los que los ruml se habían extendido.
A pesar de todo esto, Jase
estuvo muy ocupado. Una de las razones por las que se le había elegido entre la
masa de voluntarios como uno de los sujetos del Proyecto era que sabía dibujar.
Se había adiestrado para dibujar exacta y rápidamente, como un instrumento más
que le ayudara en la observación de los animales salvajes en sus hábitats
naturales. Había descubierto que, si dibujaba un animal, pájaro, reptil o
insecto, no sólo lo observaba con mucha más claridad que si lo fotografiaba
sino que se le grababa mejor la observación, de modo que podía recordar muchos
más detalles posteriormente. Ahora se pasaba los días dibujando, para el
Proyecto, los instrumentos, herramientas y aparatos del interior de la nave
espacial ruml. Esto aparte de grabar toda la información que él podía absorber.
Descubrió que en realidad no tenía un auténtico
contacto de pensamiento con Kator, como tampoco los humanos que utilizaran el
diminuto mecanismo de contacto habían podido leerse mutuamente el pensamiento.
Jason veía con los ojos de Kator, sentía con el cuerpo de Kator, y, cuanto más fuertes
eran las emociones de éste, más movido se sentía él a emociones paralelas.
Aparte de esto, y de vez en cuando, podía captar e interpretar recuerdos de
Kator cuando el ruml se concentraba intensamente en ellos. Éstos le llegaban a
Jase no como imágenes vistas por el ser humano, sino en términos de luz,
sombra, tensión muscular, emociones y conversaciones recordadas.
Las conversaciones fueron lo
que más turbara a Jase al principio. De momento, Kator no tenía a nadie con
quien hablar, ni razones para hablar. Las conversaciones recordadas que
emergían a la superficie de su mente de vez en cuando llegaban a Jase en una
especie de sensación doble. Jase oía con sus oídos humanos el eco del recuerdo
de unos sonidos extraños en el registro más bajo y más bronco de los ruml. Las
mandíbulas de los ruml eran más largas y más estrechas que las de los humanos,
y había otras diferencias todavía más graves hacia el fondo de la boca y la
garganta. Por ejemplo, el lenguaje ruml carecía por completo de sonidos
palatales o nasales. Es decir, las consonantes m, n, c y j, no
aparecían en absoluto en su idioma. Por otro lado, la lengua, más estrecha y
más gruesa, era capaz de dar cierta vibración al sonido de la t, la d
y la e, de un modo que jamás lograría un ser humano. Sin embargo, y
durante el contacto, Jason se oía en su mente pronunciando estos sonidos y al,
mismo tiempo, conseguía cierta impresión de su significado.
Era necesario aclarar bien
esa palabra, «impresión», incluso para sí mismo. Porque lo que le turbaba era algo
que jamás había molestado a ningún humano que hablara un idioma extranjero de
la tierra. Para expresarlo con claridad, y aunque resultara confuso: Jase
entendía perfectamente lo que Kator recordaba haber dicho. Pero su mente humana
era muchas veces incapaz de traducir perfectamente esa comprensión a los
términos humanos.
Por ejemplo, cuando Kator
tenía hambre se decía a sí mismo que se «permitía» sentir hambre. Y sin embargo
no tenía un control más consciente de las sensaciones de un cuerpo que deseaba el
alimento necesario de lo que pudiera tenerlo Jase. La diferencia estaba
enterrada en un laberinto de diferencias intelectuales y sociales que separaban
a la cultura ruml de la cultura humana.
—Yo entiendo, pero no
siempre puedo traducir. Y será muy difícil que traduzca perfectamente —dijo
Jase a Mele una noche, diez días después del contacto original. Estaban en el
despacho de Mele, y él le mostraba los dibujos que había hecho aquel día
mientras ella estaba fuera del edificio—. No me refiero únicamente a las
indicaciones y nombres de los instrumentos del panel de control de la nave, ahí
—señalaba el dibujo ante ella—, sino que los mismos instrumentos no parecen ser
exactamente iguales cuando los dibujo... Tal vez los ojos de Kator ven según un
espectro visual ligeramente distinto del nuestro.
—Y eso te fascina, ¿no es
cierto? —le preguntó Mele inesperadamente.
Algo le dio un vuelco en su
interior de modo incontrolable. Alzó la vista y vio sus ojos castaños,
ligeramente más claros que los suyos, que le observaban con intensidad.
—Sí —dijo conservando la voz
tranquila—. Supongo que sí. Son como una nueva especie de animal...
—No —le interrumpió ella—,
no quiero decir los ruml. Me refiero a que el proceso del contacto te fascina.
—No es... exactamente... que
me fascine... —dijo él lentamente. En su interior empezaba a latir un temor
inexplicable.
—¿Te asusta entonces?
—insistió ella.
—Asustarme..., sí —admitió—.
Un poco.
—Y quizás algo más —dijo
Mele—. Te he estado observando, Jase...
—¿Qué? —preguntó éste secamente,
volviendo a reunir los dibujos en un montón.
—Tal vez no deberías
continuar.
—¡No! —La dureza de su
propia respuesta le fascinó. Bajó la voz y la suavizó hasta un tono razonable—.
Hay algo aquí más importante que todo lo que se ha estudiado y analizado desde
que el fuego fue descubierto y controlado..., creo. Sólo que no sé expresarlo
con palabras. De todas formas —añadió—, ahora no podemos detenernos.
—Si fuera realmente
peligroso para ti, la Junta estaría de acuerdo...
—No —repitió él—. No es
peligroso. De todos modos no hay ni que pensar en detenernos. Hemos de seguir
adelante con ello ahora. Conoceré mejor las limitaciones del contacto después
que Kator aterrice. Habrá de aterrizar mañana por la tarde en el punto indicado
en su Mundo Ruml.
Pero Kator no aterrizó al
día siguiente, sino la misma noche en que él hablaba con Mele. Jase había
confundido en cierto modo el intervalo de tiempo. En realidad, para cuando Jase
se quedó dormido esa noche y su mente entró en contacto con Kator, el ruml ya
había aterrizado y estaba presentando su informe ante las autoridades ruml en
un edificio junto al área de aterrizaje, de cien kilómetros cuadrados, desde el
cual el Mundo Ruml enviaba y recibía las naves espaciales.
Si Jase no hubiera cometido
ese error —si se hubiera ido a la cama, o incluso cerrado los ojos más pronto,
como planeaba hacer al día siguiente— habría conseguido reunir gran cantidad de
datos valiosísimos sobre el área de aterrizaje y sus defensas. Ahora esa
oportunidad se había perdido para siempre.
Una vez dormido en el pozo
de oscuridad, que era el sótano del edificio de la Fundación, Jason volvió a
entrar de nuevo en el cuerpo peludo, ligeramente inclinado y cubierto sólo con
un arnés que, a una distancia de cientos de años luz, se hallaba frente a tres
ruml más viejos que le observaban desde una plataforma y sentados tras algo
semejante a una mesa. Kator era el que estaba allí de pie ante el Consejo de
Inspectores. Jason sentíase orgulloso y triunfante, pero ocultaba el latir
tumultuoso de su cálido corazón tras la formalidad de su postura.
Acababa de atravesar la
puerta a la orden del secretario de los Inspectores. Y ahora aguardaba allí, el
arnés brillante, los pies sólidamente afirmados en el suelo, las rodillas tan
juntas como le era posible y el cuerpo rígidamente erguido. Ni siquiera los
bigotes tiesos de gato se agitaban. Su expresión era imperturbable, pues él,
como los Inspectores, estaba representando la comedia de que aquel regreso no
era distinto de los otros muchos miles que tenían lugar mensualmente en aquel
edificio.
—Confío en que estoy entre
amigos —dijo a los Inspectores.
—Estás entre amigos
—contestó el Inspector que presidía a la derecha del Consejo. Pero el tono de
su respuesta era irónico. Jason no pudo culparle por ello. Los Inspectores eran
todos hombres de edad, y de Familia. Sus arneses estaban cargados de honores
heredados, mientras que Jason, aparte de su pequeño Honor de Explorador, sólo
llevaba el también pequeño Honor de un Brutogasi inferior, y el reciente,
aunque gran Honor, del Factor Suerte colocado en su arnés. Y este último Honor
deslumbraba con su brillo, casi charro de tan nuevo que era. Mientras que los
honores heredados de los viejos, tras la mesa, estaban respetablemente
empañados con el moho y el polvo.
Las fórmulas de cortesía
eran obligatorias ante este Consejo donde en ocasiones se presentaban gentes
cargadas de Honor, pero naturalmente eso no significaba que los Inspectores
hubieran de reaccionar hacia el joven Jason como si fuera su igual.
—Hemos examinado tu informe,
Kator Primosegundo Brutogasi —dijo el Inspector Presidente—. El artefacto que
nos trajiste ha sido ya trasladado, según creo, al Centro de Examen. ¿Tienes
algo que añadir, especialmente sobre la muerte de tu compañero en la nave de
exploración?
—Todo sucedió con demasiada
rapidez —dijo Jason—. En un instante luchaba por salvar mi vida y al siguiente
Aton había desaparecido y la compuerta interior de la cámara de presión de aire
se había cerrado tras él. Debido a la presión de la cabina no pude abrir la
puerta a tiempo para impedir que él abriese la compuerta exterior.
—Ya —dijo uno de los
Inspectores. Había un débil tono de respeto en su voz, que prestaba tributo a
la frialdad de la respuesta de Kator. No dejaba de tener importancia que un joven,
que sólo contaba dos estaciones, contestara tan bien—. Joven, es muy posible
que llegues a vivir largos años llenos de Honor si continúas así.
Kator inclinó la cabeza
aceptando el cumplido. Vio que el Inspector que acababa de hablar llevaba la
insignia del partido Hock, como él mismo y todos los Brutogasi. El Inspector
Presidente, así como el otro más viejo, llevaba la de los Rod. A Jason se le
ocurrió que tal vez todo el Consejo hubiera deseado expresarle su aprobación,
pero, naturalmente, no podía esperarse eso de los Rod. Jason se animó
interiormente y sintió los pulmones llenos del fuego de la excitación.
—Entonces —dijo el Inspector Presidente—, si no hay
más cuestiones que tratar, no te retendremos. Ya se te llamará para que acudas
al Centro de Examen si surgen algunas dudas sobre el artefacto.
Jason inclinó de nuevo la
cabeza, retrocedió de espaldas hasta la puerta y salió. En el exterior de la
sala, el Secretario le entregó la espada corta y ceremonial de un solo filo que
le había estado guardando, y Jason volvió a colgarla de su arnés Este empleado
no se había mostrado demasiado respetuoso, pero Jason sacó una moneda del
cinto, que formaba parle del arnés, y le dio una propina.
—Ojalá fundes un Reino —dijo
el empleado, inclinando su cabeza.
¡Qué poco sabía este pobre tipo! Jason salió y se
dirigió hacia la zona elevada que llevaba al interior de la ciudad y al
distrito en que se alzaba el Castillo del Brutogas. Era un camino corto por
calles estrechas y pavimentadas de conchas hasta el castillo, y muchas mujeres
viejas que ya habían criado a sus hijos trabajaban en grupos rastrillando y
sacando brillo al suelo. Los fragmentos de las conchas brillaban a la luz
blanco-azulada de un sol pequeño y penetrante que se alzaba ahora por encima de
los tejados del barrio occidental de la ciudad. Los pequeños lagos ornamentales
que se extendían a lo largo del camino brillaban también llenos de agua azul y
limpia, y eran como marcos para los cristales que se veían en el centro de
aquellos estanques circulares, ovales y de diversas formas.
Mientras llevaban a cabo su
trabajo, las mujeres cantaban canciones de la tierra, canciones de los
Fundadores del Reino. «¡Qué hermosa era esta ciudad de su pueblo, con el primer
sol del día y las mujeres cantando!», pensó Jason. En la curva de un camino
empinado y estrecho se detuvo a beber en un estanque de doble curva, casi tan
ancho como sus brazos extendidos y tan profundo que hubiera podido meterse en
él hasta la cintura. Muy grande, en el centro del mismo fondo de baldosas blancas
y pequeñas, la forma de un cristal creciente era de color rubí. Brillaba como
un gran Honor en el agua limpia.
—Que la sombra sea conmigo,
que el agua sea conmigo, que la fuerza sea conmigo —susurró Jason alzando los
bigotes goteantes del agua al pronunciar la invocación. Volvió a ponerse en
pie.
Una mujer solitaria limpiaba
las conchas muy cerca. Por su edad hubiera podido ser su madre, aunque eso no
era probable. La madre de Jason estaría aún indudablemente en el palacio de los
Brutogasi. Algún día tendría que acercarse a los informes para averiguarlo Era
algo que siempre se había propuesto descubrir. Un hombre honorable debía
conocer la identidad de la mujer que le concibiera y le llevara durmiendo en su
bolsa durante siete años.
Un impulso —enviado tal vez
por el Factor Suerte— obligó a Jason a actuar Sacó otra moneda de su cinto y se
la dio a la mujer que allí trabajaba.
—¿Quieres cantar una canción
para mí, prolífica mujer —preguntó— la
canción de la Fundación del Reino del Brutogas?
Ella cogió la moneda, se
apoyó en el rastrillo y cantó. Su voz era aguda y dulce. Era más vieja de lo
que él pensara. Empezó a cantar cómo el Brutogas había tomado parte en la gran
expedición al tercer planeta del segundo sistema al que deseaba extenderse su
pueblo. Un planeta que, lleno de selvas y mares emponzoñados, había destruido a
otras dos expediciones antes de ésta; y cómo, con doce compañeros de todos los
que allí fueran, el Brutogas —entonces Brutogas Hijoprimero del Primo-tercero
de los Leechena— había regresado después de fundar allí una colonia. Entonces
había acusado a los otros doce de crímenes contra la expedición y los había
desafiado uno tras otro, matándolos a los doce entre el amanecer y la puesta
del sol de un día..., ganando así y para sí mismo todo el mérito de la colonia
y fundando personalmente el Reino de los Brutogasi.
La canción llegó a su fin.
La mujer volvió a su trabajo. Jason siguió inmóvil dominado aún por la fuerza
de las imágenes que la canción había hecho surgir en su imaginación. Como él,
el primer Brutogas no había sido más que un pariente lejano de un linaje de
sangre ilustre. Claro que eso no tenía nada que ver con ello. Un gran hombre
podía surgir en cualquier lugar... pero la calidad engendraba calidad, eso no
podía negarse. Y había gran nobleza en los antepasados de Jason, aunque él
estuviera ahora por su parentesco muy distante del linaje principal.
Llegó al fin a las verjas
del Castillo del Brutogas y el portero le dejó pasar, ya que su obligación era
conocer de vista a todos los de la Familia. Entró en el patio que había a nivel
del suelo, bajo el piso segundo, donde vivían los miembros íntimos de la
Familia, y el tercero —el nivel de vivienda más alto que permitía la ley—,
donde habitaba el Brutogas actual. Él, y todas las madres de sus hijos,
ocupaban una extensión de más de un kilómetro cuadrado de corredores y
habitaciones.
La habitación de Jason, como
Primosegundo, estaba en la parte más alta de los quince niveles del sótano del
Castillo. Bajó a ella. Resultaba muy agradable poder cerrar la puerta tras de
sí en esta pequeña habitación cuadrada de muros negros, con la imagen del
primer Brutogas en un ángulo. Estaba tal como él la dejara para ir a su trabajo
de exploración, media estación antes. La luz del sol entraba por una alta
ventaja justo a nivel del suelo y sobre la cabeza de Jason, y venía a caer como
era habitual sobre el pequeño estanque en el suelo en el que uno se lavaba, el
cojín redondo sobre el que dormía y el armario con las posesiones de Jason.
Se acababa de quitar su
arnés cuando la puerta le habló, diciendo que alguien aguardaba fuera. La abrió
y se encontró con la figura alta de Bela Primoprimero, una generación mayor que
él y con un grado más cercano de parentesco con el actual Brutogas. Bela le
entregó un pequeño objeto brillante y dorado.
—Esto es para ti, del
Brutogas —dijo Bela. Eran parientes y casi amigos, y por eso se miraron sin la
menor tensión—. Mañana debes trasladarte a una habitación al nivel del suelo.
Saludó y dejó a Jason. Éste
examinó el objeto dorado que conservaba en la mano peluda. Era un semi-Honor,
la más pequeña de las dos medallas familiares que el jefe de la Familia podía
entregar a sus parientes de menor importancia. El pecho de Jason se hinchó de
emoción y un profundo sentimiento le embargó. No había pasado inadvertido el
hecho de que él, uno de la Familia, había sido visitado por una manifestación
del Factor Suerte que era aquel artefacto extraño, y luego había regresado
solo.
Cierto, no había habido más
que otro hombre en la nave, de exploración con él... mientras que, en el remoto
pasado, el Jefe original de la Familia había luchado con doce, por no decir
nada de los que al principio formaran también parte de la expedición de la que
el Brutogas original y sus compañeros habían vuelto. Pero su caso, aunque más
modesto, no había pasado inadvertido.
Expandió el pecho con amor y
orgullo. Se volvió hacia la imagen del Brutogas original, en el ángulo, y se
encogió lentamente en cuclillas ante él. Cruzó los brazos sobre el pecho,
desprovisto ahora del arnés. Un gozo y un dolor demasiado difíciles de soportar
se alzaron en él. Permaneció en esta posición reverente mientras el sol
ascendía en el exterior de su habitación y su luz iba extendiéndose por el
suelo.
—Dame sombra..., dame agua, dame fuerza... —oró.
Allá, en su propia habitación en el sótano, y en la tierra, Jason, de nuevo él
mismo, volvió a despertarse hallando otra vez la almohada húmeda de lágrimas.
6
—Pero —exigió Thornybright
en la siguiente reunión de la Junta— ¿por qué no está pasando el gusano de mano
en mano, con lo cual se introducirían los mecanismos transmisores en la
corriente sanguínea y en el cerebro de algunos más?
—¿Es que no puedes influir
en él de algún modo? —preguntó Heller.
Jason agitó la cabeza.
—Sólo soy un pasajero —dijo
a Heller—. Sé que había esperanzas de que, por pura casualidad, y con un
extraterrestre, un sujeto como yo pudiera ejercer cierta presión o dominio
mental. —Sonrió por un instante, secamente—. Asimismo, nadie ha abandonado del
todo el temor de que quizá Kator empieza a dominarse sutilmente. Pero os doy mi
palabra de que no sucede ninguna de esas dos cosas. Ocurre lo mismo que cuando
se me probó con otro ser humano antes de que el programa se pusiera en marcha.
El sujeto dormido, o inactivo, es simplemente arrastrado por el contacto.
Experimenta lo que experimenta su contacto. Y eso es todo.
—No has contestado a mi
pregunta —insistió Thornybright.
—No conozco la respuesta.
—Jase se volvió hacia el psicólogo, inclinándose al hablar ante Mele. Ésta,
como de costumbre, se hallaba en las reuniones de la Junta aunque no
relacionada oficialmente con ella y sin voto, siendo sus únicas misiones
observar y ayudar a Jason con el papeleo y los informes escritos durante el día
sobre los ruml—. Él conserva el gusano y a él se aferra por algún propósito.
Sólo sé que piensa en ello como en La Fundación de un Reino.
—¿Tal vez se propone
utilizarlo como una especie de símbolo? —sugirió Dystra mirando a Jase con
agudeza—. ¿O para iniciar una rebelión contra los Jefes de la Familia? ¿Para
ponerse al mando mediante una revolución contra el proceso establecido en ese
mundo suyo?
—No. Nada de eso. —Jase
agitaba la cabeza—. Tú no ves su sociedad tal como yo la veo. Cualquier clase
de revolución es... inconcebible. No quiero decir imposible. Quiero decir —de
nuevo buscó una palabra—: «inconcebible». Los ruml son individualistas
perfectos. La estructura de la autoridad social entre ellos es un arreglo
instintivo, no sociológico. —La inspiración le vino de pronto—: Si tuvieras a
Kator aquí ahora mismo, y pudieras explicarle lo que significa la palabra «revolución», él
te miraría y al fin preguntaría: «Revolución..., ¿contra qué?» Mira, aun en el
caso de que un ruml, y por alguna razón absurda para ellos, consiguiera el
poder de vida o muerte sobre sus congéneres ruml, eso no significaría nada.
—¿Que no significaría nada?
—repitió Thornybright.
—Quiero decir... —Jason
vaciló— ...que la autoridad que ganara con ello no significaría nada, en cuanto
a ser deseable, para el carácter ruml. Lo que ellos sí desean son los
Honores..., que son algo abstracto. Cierto que llaman Honores a las insignias
que llevan sobre sus arneses. Pero esas insignias son en realidad como nuestras
medallas: representan los Honores reales. Y los Honores reales tienen alguna
relación profunda y básica con los instintos de perpetuación y de evolución de
la raza ruml.
—¿Quieres decir que
representan acciones que demuestran cualidades de supervivencia, o acciones que
llevan a la continuidad y evolución de la raza? —saltó Thornybright.
—Sí... —contestó Jase de
mala gana—, pero odio tener que decir «sí» y dejarlo así sin más. Lo que dices
es cierto, y, sin embargo..., es mucho más que eso para un ruml. Hay algo
religioso, místico, profundamente noble y emocionalmente conmovedor para un
ruml en esos Honores. Nosotros pensamos en algo, digamos la Medalla de Honor
del Congreso, como una cosa aparte del hombre que la ganó. Pero para el ruml, y
en cierto modo, el hombre, perdón, supongo que tendría que decir el «individuo»,
pero es que ellos piensan en sí mismos como hombres, lo mismo que nosotros, el
hombre es el Honor. Es como si la concesión del Honor se limitara a
reconocer algo que ya estaba en él: que ha estado en él, o sido de él, o parte
de él, desde el momento de su nacimiento.
Les miró a todos con
sensación de impotencia, pues veía que no lograba penetrar en el cerebro humano
que latía tras aquellos rostros humanos. Ni siquiera Mele le miraba con una
auténtica comprensión.
—El que gana la Medalla del
Congreso... —continuó Jase—, bueno..., el hecho nos dejaría atónitos,
naturalmente, pero no consideraríamos imposible que alguien que la hubiera
ganado resultara ser más tarde un cobarde, un ladrón, un asesino... algo
totalmente reprensible. Para el ruml, eso es totalmente imposible. Si un
hombre, un individuo, recibiera un Honor por haber sido valiente, jamás
sucedería sencillamente que más tarde demostrara ser otra cosa que valiente.
Nunca ha sucedido en la historia conocida de la raza, ni jamás podrá suceder.
Aunque sucediera, no podría suceder. Si resultara ser un cobarde sería porque
sólo aparentemente era un cobarde.
—¿Quieres decir que no lo
creerían aunque fuera cierto? —preguntó Dystra.
—Quiero decir que no sería
cierto. Realmente lo que ocurriría es que sólo aparentemente era cobarde —dijo
Jase—. Él... —los miró, incapaz de explicarlo— no sería un cobarde. No podría
serlo.
—¿Qué es lo que impide que
pueda cometerse un error? —exigió Thornybright—. ¿Qué impide que un cobarde
consiga un Honor al valor debido a un error oficial?
—El destinatario no lo
aceptaría de no merecerlo —dijo Jase—. Pero no se llegaría a eso. Mucho antes
de presentarse el momento de concederle un Honor, todos comprenderían, los que
lo concedieran y el destinatario, si era merecido o no.
—Entonces ¿esos ruml no
pueden equivocarse? —preguntó Thornybright. Los ojos del psicólogo eran tan
agudos como agujas hipodérmicas a través de las cuales la incredulidad de aquel
hombre trataba de atravesar a Jase.
—Pueden cometer errores
pero... ¡os digo que es una cuestión de instinto! —dijo Jase—. No se equivocan
en lo que respecta a los Honores. ¡No lo hacen, sencillamente!
Thornybright se retrepó en
su silla.
—Presento una moción para
que entreguemos ya este proyecto a las autoridades gubernamentales —dijo—. El
contacto extraterrestre está reteniendo el gusano con el mecanismo infectado, y
nuestro único contacto humano tiene sobre él una terrible carga de
responsabilidad al exponer el modo de ser de esos extraños. Mientras tanto los
ruml, en su Centro de Examen, estarán averiguando, día a día, más cosas sobre
nosotros, gracias al Anzuelo y a pesar de todas las precauciones que tomamos.
No tenemos derecho a asumir de este modo la responsabilidad del contacto con
una raza extraterrestre y tal vez enemiga.
—Secundo la moción —dijo
Jules Warbow, el miembro de la Junta sentado a su lado.
—¿Alguien lo discute?
—preguntó Thornybright mirando en torno a la mesa.
—No debiéramos hacerlo; eso
es todo —dijo Jase—. No puedo explicar el porqué todavía, como tampoco puedo
explicaros todo ese asunto de los Honores o la Fundación de un Reino. Pero doy
mi palabra, como sujeto involucrado, de que deberíamos continuar manteniendo el
control del proyecto durante un poco más de tiempo.
Votaron. Como de costumbre,
quedaron cuatro a cuatro, y Jase fue el encargado de romper el empate, con lo
que se retrasó el momento de informar a las autoridades gubernamentales sobre
el Proyecto, que siguió estando bajo el control de la Fundación.
Se levantó la reunión de la
Junta.
Todos sus miembros se
reintegraron a su vida individual de trabajo fuera de los muros del edificio de
la Fundación. Jase siguió a Mele de regreso a su pequeño despacho, adjunto a la
biblioteca, y se sentó en una silla mientras ella se instalaba tras la mesa con
la grabadora, dispuesta a pasar a máquina los detalles de la reunión.
—No pueden descartar la idea
—dijo Jase amargamente—. Son incapaces de olvidar la posibilidad de que yo esté
cayendo tal vez bajo el dominio de la mente de Kator..., convirtiéndome en una
especie de monstruo de ciencia-ficción de la tele. Eso es lo que hay detrás de
gran parte de su oposición. Todos excepto Tim
Thornybright. Él
no tiene miedo ni a hombres ni a monstruos, pero quiere ver el proyecto en
manos del gobierno y diez veces más grande de lo que es ahora.
Observaba a Mele.
—Mele —dijo al fin—, tú no
crees que he caído bajo el dominio de una mente extraterrestre, ¿verdad?
Ella comenzaba a escribir a
máquina y detuvo las manos en el aire. Luego las bajó y le miró francamente
desde el otro lado de la mesa. Inspiró profundamente.
—No —dijo—. Pero creo que tú
estás equivocado, Jase.
—¿Equivocado? —La miraba
asustado.
—Equivocado al seguir
votando para romper el empate y mantener el Proyecto en manos de la Fundación
—dijo. Sus ojos castaños le miraban casi con dureza—. Eres demasiado cauto,
demasiado conservador. El Proyecto debería seguir adelante con el
financiamiento y las facilidades con que lo apoyarían, por ejemplo, las
Naciones Unidas; no sólo en manos de un hombre en un sótano y ocho científicos,
aunque sean algunas de las mejores mentes del mundo, sentados en torno a una
mesa y tomando decisiones.
Él la miró también
duramente. Era más joven que él, y más osada. Había leído muchísimos libros, y
los libros estaban llenos de soluciones para todo. Jase había sentido la misma
confianza en las soluciones de los libros hasta que se hallara echado en la
ladera de un monte observando la lucha de los osos en primavera, o siguiendo a
un grupo de ballenas por las heladas aguas del Antártico durante días y en un
pequeño submarino de dos plazas.
—Una vez se entregue a las
autoridades, ya no se podrá recuperar —dijo.
—Y ¿qué te hace suponer que
querrías que te lo devolvieran? —le contraatacó ella—. No has expresado ninguna
razón auténtica, ninguna razón real y lógica de por qué las autoridades no
habrían de entender lo que estás haciendo, lo mismo que la Junta y la
Fundación.
—Allí, en el Mundo Ruml
—insistió él tercamente—, la situación se halla por encima de las razones
lógicas. Las razones lógicas son parte del pensamiento lógico. El pensamiento
lógico es parte del proceso intelectual desarrollado en una sociedad civilizada
y compleja...
—¿Y la sociedad ruml no es
civilizada, ni compleja?
—Sí, naturalmente que lo es,
pero...
—Sinceramente, Jase —dijo
ella—, sinceramente, ¿es que no puedes admitir el hecho de que tu negativa no
tiene nada que ver con la situación de esos extraños en su mundo? No es ni más
ni menos que tu actitud cautelosa de siempre, tu deseo de jugar sobre seguro,
lo que te obliga a mantener esa postura y querer ser el único contacto con los
ruml hasta que lo sepas todo al respecto, aunque eso represente cuarenta años
más de estudio. ¡No quieres confiar en nadie más!
Con decisión, casi con
furia, empezó a escribir a máquina. Los dedos saltaban sobre la máquina.
—No —dijo él, y con tal
dureza que ella se vio inconscientemente obligada a dejar de escribir y a
mirarle ligeramente sorprendida—. Tú no lo entiendes, como no lo entienden
tampoco los de la Junta. La base instintiva de la civilización ruml es distinta
de la base instintiva de nuestra civilización. De cometer el mínimo error en
esto nos encontraríamos luchando por nuestra supervivencia contra ellos, cuando
eso es precisamente lo que queremos evitar.
Ella se inclinó hacia
delante con los codos sobre la mesa, mirándole fijamente bajo las cejas
arqueadas.
—Ahora sale a relucir la
verdad —dijo—. No confías en que nadie más establezca contacto con un
ruml. ¡Sólo tú mismo!
—¡Por lo visto soy el único
que comprende que el instinto puede ser una fuerza determinante muy superior al
intelecto en cuestiones de supervivencia o muerte! —dijo él. Comprendía que
estaba alzando demasiado la voz, pero no quería controlarse—. ¡Santo cielo, tú
eres una mujer! ¿Es que no tienes fe en el instinto?
—Tengo muchísima fe en el
instinto —dijo ella fríamente—, pero da la casualidad de que he nacido en este
siglo..., no hace quinientos años, cuando los hombres como tú pensaban que las
mujeres no existían fuera de los cuatro muros de su propia casa. Tengo todos
los instintos normales femeninos, por supuesto, pero eso no significa que no
pueda controlarlos con los centros superiores de mi cerebro cuando surge un
conflicto.
Jase seguía sentado y
mirándola. Ahora había recuperado la tranquilidad.
—Creo que tal vez el problema
esté en tu personalidad, y no en la mía —dijo al cabo de un momento.
Ella empezó a teclear de
nuevo.
—O, por lo menos, que tienes
tanta culpa como yo —continuó él—. Y algo más. Si tú crees que puedes controlar
siempre tus instintos, te equivocas, como todo el mundo aquí parece estar
equivocado.
Se levantó y salió, oyendo
el tecleo de la máquina tras él. Fuera, en la biblioteca, ahora desierta, vio
que el sol se había ocultado durante su breve discusión con Mele tras un banco
de nubes plomizas que cortaban el horizonte. El crepúsculo inundaba ahora la
habitación vacía con una fría luz rojiza que dejaba ver sombras polvorientas en
los ángulos y tras las sillas de complicada talla. Por un instante, Jase se
apoyó contra las estanterías a lo largo de un muro, sintiendo contra el dorso
de la mano los lomos de piel de los libros antiguos y respetables.
No se había propuesto luchar
con Mele. Ya era bastante problema que la Junta no comprendiera la fuerza
inexplicable, poderosa y emocional que él había sentido en sus contactos con
Kator. Sin duda surgía una crisis cuando la falta de comprensión y las
posibilidades de esta fuerza, dirigida hacia la raza humana, desembocaran en un
momento de auténtico e indudable peligro.
Subconscientemente, en ese
momento, había contado con el apoyo de Mele. Ahora, ya fuera por su culpa o por
la de ella, no importaba, el caso era que también Mele le había fallado.
Permaneció de guardia solo,
como un soldado con espada y armadura de las legiones romanas en un paso
montañoso por la noche, frente al norte, hacia los bárbaros, rodeado por la
oscuridad y el sonido de las hordas invasoras. Las legiones que él guardaba
dormían todas en el campamento a sus espaldas. No se había sentido tan solo en
toda su vida.
7
—Y ¿estás bien seguro de que
no se te ha olvidado algo que tal vez hayas hecho en tu registro del artefacto
y el viaje de regreso? —preguntó el Examinador.
—No he olvidado nada
—respondió Jason en el cuerpo de Kator—. Nada.
Estaba en pie ante el
Examinador, en la sala de entrevistas del Centro de Examen. El ruml que le
examinaba era un hombre de pelaje gris, entrado en años. Era el Aton, hombre
honorable, famoso en todos los mundos de los hombres, cabeza de una Familia
numerosa, experto en su campo de estudio de los fragmentos y artefactos
pertenecientes a otra raza y hallados en el espacio. Había sido la suya la
larga vida de un hombre honorable, y su arnés estaba cargado de Honores. Y
ahora bajaba los ojos para mirar a Jason no sólo por su posición más elevada
sobre un cojín colocado en un estrado, sino también por la altura que le
confería la nobleza de aquella larga vida.
—No eres más que un adulto
de dos estaciones —dijo ahora echando una mirada a los documentos del informe
del artefacto en una pequeña mesa colocada a un lado del estrado circular,
desenroscándose ligeramente y enderezándose para mirar a Jase—, y por eso estás
tan seguro. Yo no lo estaría tanto..., no después de todos estos años.
Por muy cuidadoso que hubiera sido de haber estado en tu lugar.
—El Factor Suerte... —empezó
Jase.
—Joven —interrumpió el
Examinador, pero su tono no era duro—, el Factor Suerte es un sueño, una
fantasía. ¡Oh, existe, existe, sí! Pero como parte de la masa estadística del
universo, no como algo que pueda distinguirse e integrarse en la vida de un
individuo.
Guardó silencio mirando las
hojas del informe. Jase se sintió vencido por la emoción a la vista de aquel
anciano honorable confundido con los problemas del artefacto que Jase —es
decir, Kator— había encontrado. Trató de sobreponerse.
—¿Hay algo —aventuró—, algo
que resulte inexplicable en el artefacto, señor?
El Examinador alzó la mirada
de los papeles y le contempló como sorprendido de verle todavía allí.
—Nada —dijo—. Aparentemente
nada, joven. Sólo que se me imagina que hemos obtenido de él una información
extraordinariamente reducida. Como si la explosión que destruyó la nave hubiera
sido inteligentemente diseñada de antemano para librar esta sección del mayor
número posible de elementos capaces de dar información.
Una ansiedad repentina
aceleró el latir del corazón de Jase.
—¿Pretende decir, señor
—preguntó con voz serena y controlada—, que no se podrá descubrir el planeta de
su origen?
—¡Oh!, eso..., sí —dijo el
Examinador—. Pero deberíamos conocer muchos más detalles antes de enviar una
expedición al planeta de su origen..., y eso tendría que haberse obtenido ya de
este artefacto. Y no es así. —Miró de nuevo los papeles del informe—. Por eso
te hice venir. Pensé que podrías darnos alguna pista... A propósito —su mirada
volvió a concentrarse en Jase—, supongo que no estarás programado para salir de
nuevo a otro viaje de exploración e investigación, ¿verdad? Te necesitamos aquí
para que contestes a nuestras preguntas, si fuera necesario.
—Señor —respondió Jase—, ya
me he retirado de las Listas del Servicio de Exploración.
—Bien —asintió el
Examinador. Sus ojos pasaron revista a la figura de Jase, cubierta de pelo
negro y espeso y tan erguida como se lo permitía el ángulo de su esqueleto
entre la pelvis y la columna vertebral—. A propósito, ¿crees que podrías
conseguir Honor trabajando aquí entre mi personal?
—Es usted demasiado amable,
señor.
El Examinador inclinó la
cabeza.
—Ya me figuré que tu
respuesta sería no —dijo—. Este trabajo es demasiado lento y aburrido para las
energías de un cuerpo joven. Los hombres de tu edad desean deberes activos,
como el trabajo de exploración. Bien, mantendré la oferta en pie. Mientras
sigas siendo un hombre de Honor puedes volver aquí más adelante si lo deseas.
—Le miraba fijamente ahora—. Tal vez te sorprendas a ti mismo y lo hagas
—continuó—. Cuando somos jóvenes, queremos hacerlo todo de la noche a la
mañana. Tenemos sueños fantásticos de grandes Honores y de la Fundación de
Reinos. Y así es como debe ser, naturalmente. Pero al cabo de algunos años llega
el momento de recordar que, por cada uno que funda un Reino y una Familia, ha
de haber millones que se preocupen de todas las demás responsabilidades del
Honor. Ya que en todos nosotros hay una responsabilidad mayor incluso que la de
ser un hombre honorable... Pareces sorprendido, joven.
—Yo... —vaciló Jase—, yo
sólo soy un Primosegundo.
—Eso no supone la menor
diferencia —dijo el Examinador—. Hasta un huérfano es miembro de la raza. Y
también él tiene una responsabilidad mayor que la de conseguir su propio honor:
su parte en la responsabilidad de saberse, al fin, miembro de una raza
honorable. —Miró a Jase con sorpresa y no sin amabilidad—: ¿Por qué gimes,
joven?
—¡...Yo no me siento apto!
—se lamentó Jase.
—Vamos —dijo el Examinador—,
¿no te dije que los sueños y fantasías son propias de los jóvenes? Y ¿dónde
estaríamos si, de vez en cuando y con grandes intervalos, no surgiera un
Fundador de tales sueños? Yo me limitaba a aconsejarte que no olvidaras todo lo
demás en la búsqueda del Honor personal. Vamos —repitió el examinador
amablemente de nuevo—. Veo que eres un joven muy sensible. Si vives otras cinco
estaciones, tal vez seas de la clase de esos hombres de los que todos podemos
sentirnos orgullosos... Puedes irte.
Jase inclinó la cabeza y
salió, profundamente afectado por lo que el honorable viejo le había dicho.
Únicamente al verse realmente libre del confuso complejo de estructuras que era
el Centro de Examen consiguió controlar de nuevo sus sentimientos. Se dirigió
hacia las oficinas de Corretaje de Valores en el centro de la ciudad,
preguntándose sobre su propia personalidad. Todo era tan difícil de entender...
En un momento dado, su ambición era tan desmesurada que se sentía inclinado a
mirar con desdén a todos los hombres pasados y presentes; luego, al minuto
siguiente, una palabra o dos como las que acababa de oír bastaban para que se
sintiera más indigno que el huérfano más pobre y desvalido de un asilo. Agitó
la cabeza, desconcertado.
Para cuando hubo llegado al
Centro de Corretaje, sin embargo, ya había olvidado su emoción, y de nuevo se
sentía en la vena de la decisión que dominara su vida desde el momento en que
el artefacto se registrase por vez primera en los instrumentos de su nave
exploradora. Halló al Corredor que Bela Primoprimero le había recomendado y le
entregó su lista de valores.
El Corredor echó una mirada
eficiente a la lista y luego se volvió a su conexión con la computadora y
comprobó la cotización actual de los valores que figuraban en ella, uno por
uno. Cuando hubo terminado asintió pensativamente, mecanografió un total y le
devolvió la lista a Jase.
—No está nada mal para un
Primosegundo en su segunda estación —dijo. Era un Rod de la familia Machidae,
que siempre se había mostrado amistosa con los Brutogasi (todo se remontaba a una
donación de agua que hiciera el Brutogas original al joven fundador de los
Machidae)—. Naturalmente, el crédito resultante del premio que se le ha
concedido por el hallazgo de ese artefacto es lo que hace que el total haya
subido muy por encima de lo normal. ¿Qué desea hacer con los valores?
—Liquidarlos —respondió
Jase. El Corredor alzó las cejas.
Jase tuvo que hablar largo y
tendido para convencer al Corredor —hombre sensato y ya en camino de una vejez
honorable— de que hablaba en serio. Y todavía hubo de insistir más para que
incluyera en la liquidación otro apartado: una demanda de emergencia a los
fondos privados de la familia de los Brutogasi.
—Eso no puede usted hacerlo.
—dijo finalmente el Corredor—, o digamos más bien que yo no lo haré por usted.
Probablemente, si insiste con empeño, tal vez encuentre a algún individuo sin
escrúpulos que lo liquide por usted..., pero yo no. Lo que haré, si lo desea,
es prestarle dinero con esta garantía..., hasta las tres cuartas partes de su
valor. Aun así habré de actuar en contra de mi propio Honor y de la amistad
entre nuestras dos Familias. Usted comprende bien lo que sucederá si no puede
devolverme ese préstamo al término de la próxima estación, ¿no es cierto?
—Sí —dijo Jase.
—Bien, de todas formas, se
lo repetiré —dijo el Corredor—. Si no me lo ha devuelto en la fecha
establecida, el cobro se cargará contra los fondos del Brutogas. Y ya sabe lo
que eso significa. El Jefe de su Familia lo pagará inmediatamente, pero en
cuanto lo haga, usted se convierte en un riesgo en potencia para la Familia, ya
que cualquier deuda posterior en que incurriera habría de pagarse también, si
bien usted ya no tendría crédito personal para que esos fondos familiares
absorbieran el pago. En defensa propia, su Familia tendría que repudiarle.
¿Sabe lo que significa vivir sin la protección de la Familia?
—Hombres honorables han
vivido así antes —dijo Jase con firmeza.
—¡Gigantes honorables!
¡Genios honorables! —dijo el Corredor—. Pero no unos simples y débiles hombres
honorables corrientes. La mayoría de los hombres corrientes, por muy honorables
que sean personalmente, o bien se suicidan ante tal circunstancia o bien son
asesinados por algún miembro de la Familia, pues ésta sabe que no corre el
menor riesgo al hacerlo así por propósitos privados e indiscutibles..., cosa
perfectamente justa, desde luego. De nada serviría el que tuviéramos Familias
sí fuese tan fácil existir fuera de ellas. Pero la cuestión es que el hombre
que ha sido repudiado no suele vivir más que unos días. Y es un modo bastante
estúpido de morir, y carente de propósito... ¿Todavía insiste en hacerlo?
—Sí —dijo Jase, aunque
sintió que se le contraía el estómago. Tenía una imaginación tan vivida que
casi podía verse ya en la horrible situación de una existencia sin Familia o
sin nombre.
—Muy bien —dijo el
Corredor—, y... ¿no me dirá para qué quiere el dinero?
—Prefiero no comentarlo
—dijo Jase.
—De acuerdo. Ya le he dicho
cuanto me exigía mi conciencia, y cuanto me permitían mis buenos modales. Eso
concluye entonces nuestro negocio. En realidad nos llevará una hora, poco más o
menos, el preparar todos los documentos, pero a efectos prácticos usted ya
puede empezar inmediatamente a firmar órdenes de pago contra la suma que le he
dicho.
Jase le dio las gracias y
salió de allí.
Fuera del edificio, y de
nuevo a la luz blanca del sol, no perdió el tiempo y se apresuró a tomar un
autobús, que, por unos túneles de marcha rápida, le llevó al otro extremo de la
ciudad, donde estaban las piscinas y gimnasios. En el Centro de la Salle
d'Armes, Jase entró en uno de estos establecimientos donde el instructor
estaba especializado en la enseñanza del uso de la espada de duelo. Casi pasó
ante la entrada al principio, pues se trataba de una sencilla habitación
desnuda de muebles, sin más que un pequeño estanque en el centro y algunas
plataformas para sentarse en torno a los muros. Entonces vio el anuncio, muy
pequeño sobre la entrada, en el que se leía que aquélla era la escuela de
Brodth Hermanomenor Clanth, Maestro de Esgrima. Entró.
Una vez dentro oyó el roce
de los pies y el entrechocar de unas espadas en otra habitación interior. Ésta
no tenía una puerta que la aislara, lo cual resultaba sorprendente..., o más
bien lo habría sido en el caso de tratarse de otro que no tuviera la reputación
de Brodth Hermanomenor como Maestro de Esgrima, se dijo Jase (es decir, Kator).
Para un hombre como Brodth constituía una cuestión de Honor el hecho de no
necesitar un Hombre-Clave, ni público ni privado.
Pasó pues a la habitación
interior. La escena con que tropezaron sus ojos en aquella cámara de techo
elevado, rectangular y brillantemente iluminada, era interesante: tres parejas
de duelistas luchando y un ruml alto y delgado, con una espalda casi
anormalmente erguida. Éste pasaba de unos a otros dando instrucciones. De vez
en cuando daba unas breves palmadas a fin de que uno de los duelistas
recuperara el ritmo firme y necesario para la pelea.
—¡...a fondo! —decía
exasperado y con voz dura y algo aguda a uno de los duelistas de la pareja que
se hallaba más alejada de la entrada de la habitación—. ¡Lánzate a fondo! ¡Otra
vez..., otra! ¡El golpe ha de salir de las caderas..., así! ¡Otra vez!
Al divisar a Jase se
interrumpió y se acercó a la entrada caminando con el suave equilibrio de un
metrónomo propio del espadista más diestro, las pisadas tan firmes y regulares
como el sonido de una pieza maestra de relojería.
—¿Señor? —dijo mirando a
Jase—. Soy el Maestro de Esgrima Brodth.
—Quiero matricularme como
estudiante de esgrima —dijo Jase.
—Será un honor tenerle aquí.
—Brodth inclinó la cabeza, de pelos ya grises—. Indudablemente sabrá que mis
precios son algo superiores a lo corriente...
—Sí —dijo Jase—, lo sé. Y no
me importa pagar un precio triple por aprender con un Campeón.
—Gracias —dijo Brodth
inclinando de nuevo la cabeza sin el menor cambio de expresión. Se volvió
ligeramente e indicó las tres parejas de duelistas—. Mis tres ayudantes se
hallan en acción en este momento, de modo que puede estudiarlos y escoger el
que prefiera. Los tres disponen de horas libres en su horario de trabajo. Si me
permite una sugerencia..., ¿qué experiencia ha tenido con las armas de duelo?
—He trabajado intensamente
en ello durante dos estaciones —contestó Jase—, pero, naturalmente..., solo. Y
con otros de mi Familia.
—Comprendo. Bien, yo le
sugeriría a Lith Primocarnal. Tal vez sea un poco fuerte para usted al
principio. Es mi mejor ayudante. Pero, si usted está dispuesto...
—Yo querría estudiar con
usted —dijo Jase.
—Pero si estará estudiando
conmigo... —Brodth se interrumpió. En torno a las aletas de la nariz la piel
pareció endurecérsele y sus ojos se estrecharon—. Señor —dijo secamente—, a mí
no se me alquila. Si desea estudiar directamente con otro maestro de esgrima,
hay muchas Salles d'Armes...
—Señor —dijo Jase—, lo
último que deseo, como hombre honorable que soy, es ofenderle en lo más mínimo.
Mi situación es extraordinaria y grave. En cuestión de días voy a tener que
luchar con un hombre tan diestro como un Maestro de Esgrima corriente; y
vencerle.
Brodth le miró.
—Y ¿quién podría ser ese
hombre? —preguntó secamente.
—No lo sé —dijo Jase—, pero
probablemente será un Campeón de uno de los Jefes de Familia.
Brodth siguió mirándole
fijamente. Al fin se relajó la tensión en torno a su nariz y en sus ojos
apareció una mirada burlona.
—Al menos no es usted un
jovencito descarado que cree poder comprar el derecho a presumir de que tiene a
Brodth Hermanomenor como su instructor personal de esgrima —dijo.
—Señor —dijo Jase
humildemente—, me sentiría incluso muy satisfecho de guardarlo en secreto si
así lo desea.
Brodth se rió. Como la
mayoría de los Maestros de Esgrima, según advirtió Jase, hacía tiempo que
dejara de mostrarse susceptible en exceso acerca de su Honor personal, pues no
era probable que un lego en la materia llegara a desafiarle en ningún caso.
Sintió crecer sus esperanzas. Y había esperado mucho, pero jamás se había
atrevido a confiar en que Brodth poseyera tal sentido del humor.
—Bien, bien —dijo el Maestro de Esgrima—, venga acá.
—Dirigió a Jase hacia una fila de floretes largos y de hojas gemelas, idénticos
en todo, excepto el filo y la punta, a las armas auténticas que se utilizaban
en las cuestiones de Honor—. Elija uno —dijo a Jase— y realice con él los
primeros veintiséis pasos del primer ejercicio. No necesito más que observarle
para saber cuanto deseo al respecto.
Con la piel un poco mate en
el cuello debido al sudor, Jase recorrió con la vista la fila de espadas. Las
había de los más diversos pesos y longitudes, adecuados a todo tipo de hombres.
Como Maestro de Esgrima, y mucho más habiendo ganado el título de Campeón
Supremo en las competiciones intermundiales de los mejores juegos de la raza
ruml, Broth habría elegido sin dudar la más pesada y más larga para él. Pero
Jase, un adulto de sólo dos estaciones, apenas sobrepasaba la altura media de
los ruml, y tampoco era un hombre de peso.
Extendió la mano y eligió
una espada que juzgó apenas más ligera y un poco más corta que aquella con la
que se ejercitaba en el castillo de los Brutogasi. La balanceó en el puño,
apuntó, luego se lanzó unas cuantas veces para calcular bien la ligereza
especial de su hoja de doble filo, larga y estrecha. Al fin se afirmó de nuevo
en el suelo para tomar impulso e inició el primero de los movimientos y
ejercicios fundamentales.
Atacó en cinco movimientos,
se retiró en cuatro; atacó en seis, se retiró en dos; atacó en dos, se retiró
en dos; atacó en cuatro... y de pronto le venció la timidez de saberse
observado. El quinto movimiento de ataque, la estocada final, le hizo vacilar y
casi perdió el equilibrio.
Se irguió rígidamente de
nuevo, la piel del cuello empapada con el sudor de la vergüenza y el odio hacia
sí mismo. Volvió a dejar la espada en su sitio y se enfrentó a Brodth casi
aguardando a que éste le rogara fríamente que abandonara su establecimiento.
Pero Brodth nada dijo. Le
miraba con curiosidad.
—No sé por qué... —empezaba
a tartamudear Jase cuando el otro le interrumpió con un ademán negligente
restándole importancia.
—¿Ese error? —dijo—. No
significa nada. Usted recordó de pronto que yo estaba observándole. En un duelo
auténtico no podría sentir esa emoción que ahora le ha dejado en ridículo.
No... —le examinaba frotándose la barbilla—, no está nada mal. No eligió una
espada demasiado pesada para sus fuerzas a fin de presumir en mi presencia. Sus
reflejos son realmente excelentes. Y cuando falló, hace un instante, no trató
de echarle la culpa al arma, con la que no estaba familiarizado, ni al suelo
resbaladizo.
Guardó silencio, frotándose
la barbilla y estudiando a Jase.
—Entonces... —preguntó
éste—, ¿cree posible que...? ¿Podría adiestrarme para ganar...?
Brodth dejó caer la mano.
—¿Contra el Campeón de un
Jefe de Familia? —dijo francamente—. Jamás; ni en mil años. Como he dicho, sus
reflejos son excelentes. Si eso fuera todo... —inclinó la cabeza a un lado, se
encogió de hombros—, pero es usted demasiado pequeño, mi joven amigo. —Miró a
Jase casi con simpatía—. Un Campeón de Familia le dominaría sólo con extender a
medias el brazo, y su peso sería el triple que el suyo..., por no mencionar la
experiencia y los reflejos, que posiblemente serán tan rápidos como los de
usted.
Agitó la cabeza.
—No —dijo—. Acepte mi
consejo... y ni siquiera se lo cobraré: No desafíe a ese hombre.
—Me temo... que no tengo
otra alternativa —dijo Jase.
—¿Que no tiene otra
alternativa? —Brodth le miraba fijamente—. ¿Qué quiere decir? Él no puede
haberle desafiado..., eso sería imposible. Y no puede forzarle a que usted le
desafíe. Mire —continuó—, si alguien se ha estado aprovechando de usted basándose
en su situación privilegiada o en su habilidad como Campeón de un Jefe de
Familia...
—No, nada de eso —dijo
Jase—. Como le dije, ni siquiera conozco al hombre al que debo desafiar. Pero
sí sé que desafiaré a alguien y antes de que transcurra mucho tiempo. —Vaciló—.
Señor, repito que lo último que yo deseo es ofenderle, pero si usted pudiera
prestarme ayuda con la espada, aunque crea que es inútil... —buscó y sacó la
lista de valores de la bolsa que llevaba pendiente del arnés y la entregó al
Maestro de Esgrima—. Tengo una buena cuenta de ahorros, e incluso la
instrucción de uno de sus ayudantes...
—¡Por mi espada y por mi
Honor! —explotó Brodth, mirando la lista—. ¿Ha comprometido sus derechos a los
cofres de la Familia...? ¿Y para pagar las lecciones de esgrima?
Jase sintió un temblor en la
garganta. Se reprimió justo a tiempo para no alargar la mano y recuperar la
lista que ahora examinaba el Maestro de Esgrima. Él se había propuesto
únicamente mostrarle el total. Sus ojos ardían de vergüenza. Toda la sala
parecía girar en torno suyo. Miró a derecha e izquierda, esperando ver que
ayudantes y alumnos, abandonando sus duelos, se fijaban en él. Pero advirtió de
pronto que, a excepción de él mismo y de Brodth, la sala estaba vacía. Los
otros habían terminado sus ejercicios y se habían marchado.
—Tengo un plan... —hablaba
con voz ronca—. Me propongo realizar un gran esfuerzo...
—Pero, ¡joven idiota! —dijo
Brodth con la indiferencia de un Maestro de Esgrima ante la obligación de
respetar los sentimientos de los demás y no insultarles—, ¿no comprende que se
vería repudiado si no pudiera devolver el préstamo a tiempo? Y, ¿de dónde va a
sacar un joven de su edad una suma así? ¿Qué se propone...? ¿Fundar un Reino?
—Sí —admitió Jase
tristemente—, sí...
Se interrumpió al ver que
Brodth le miraba, y apenas llegó a darse cuenta de que el otro no había hecho
la pregunta en serio.
—¿Que usted... —dijo
finalmente el Maestro de Esgrima—, que usted realmente piensa...? ¿Conoce las
probabilidades en contra de que un hombre...?
Jase asintió torvamente.
—Por eso no me proponía
mencionárselo a nadie —dijo secamente—. ¿Puedo confiar en que, como hombre de
honor, se guarde para sí lo que le he revelado por descuido?
—Sí, sí, naturalmente
—murmuró Brodth, que seguía mirándole asombrado—. ¿Cómo se llama?
Jase se lo dijo. Brodth le
examinó unos segundos más; luego sus ojos se iluminaron al reconocerle.
—¡Es el explorador que
encontró aquel artefacto en el espacio hace semanas! —exclamó.
—Sí —dijo Jase secamente. Se
volvió hacia la entrada—. Bien, señor, si ninguno de sus ayudantes puede
encargarse de mí...
—¡Espere! —gritó Brodth.
Jason giró en redondo. El
Maestro de Esgrima le miraba de un modo extraño.
—Tal vez no lo crea, pero
también yo fui un joven idiota en mis tiempos —dijo lentamente—. También yo
soñé con la idea de Fundar un Reino... —Por un instante, la emoción iluminó su
rostro—. Y no era tan improbable... —murmuró—. Campeón de la Raza durante tres
estaciones seguidas... Tal vez hubiera podido avanzar un paso más. —Alzó los ojos
y la voz y habló a Jase con firmeza—: Venga conmigo.
Se dirigió hacia la antesala
donde se hallaba el estanque y, por una puerta cerrada que Jason no observara
antes, pasó a otra habitación que podía ser su despacho particular o bien el
salón de la suite donde vivía. Le hizo cruzar otra puerta y llegaron a
una sala dispuesta como un pequeño gimnasio. En los muros colgaban varias
armas, antiguas y modernas.
—Nuestras actuales espadas
de duelo no son buenas para usted —murmuró Brodth—. Conceden toda la ventaja al
nombre más alto y más fuerte. Pero aquí... —Se detuvo ante un sector de la
pared—. Examine éstas.
Jese miró. Vio dos espadas
de doble filo cruzadas sobre el muro. Pero prácticamente carecían de empuñadura
y las hojas eran de varias veces la anchura de la hoja de una espada normal y
sólo la mitad de largas. Entre la X formada por esas espadas colgaban dos
círculos de metal que Kator reconoció de pronto como escudos. Estaba viendo
unas armas como las que se utilizaran casi dos mil años antes.
—Aquí hay armas que
favorecen sus habilidades —dijo Brodth indicándolas con un gesto de su mano
cubierta de pelo—, lo mismo que las espadas actuales favorecerían a las de su
oponente. Nos queda muy poco tiempo para hacer de usted un antiguo guerrero
ruml, pero... ¿estás dispuesto a apostar, Kator Primosegundo?
8
Los días y las noches del
Mundo Ruml eran más cortos que los días y las noches de la Tierra. Pero como
Kator pensaba en el día ruml como un día normal, según sus términos, Jase se
halló pensando en él del mismo modo también. Por lo que en realidad se encontró
viviendo absurdamente en dos sistemas de tiempo diferentes: las horas, días y
semanas del mundo humano, y las divisiones de tiempo del Mundo Ruml, que
corrían el doble de aprisa.
El resultado no era tanto
una confusión en la mente de Jase como un tipo extraño de percepción
esquizoide, semejante a la doble visión («o tal vez —pensaba Jase— podría
llamarse visión alternada»), sin efectos desagradables. En cualquier caso, el
efecto práctico era que Jase no se confundía, pero sí confundía a los demás de
la Fundación con el hecho frecuente de que algo que había de suceder alrededor
de una semana más tarde, según el tiempo ruml, tendría lugar en realidad unos
tres días después, según el horario terrestre.
Un ejemplo típico era el
asunto del duelo para el que Kator se estaba adiestrando. Según la medida del
tiempo ruml apenas faltaba un mes. En la tierra no era más que cuestión de dos
semanas. Jase se pasaba todas sus horas de sueño viviendo con Kator los ejercicios
que realizaba según las instrucciones de Brodth con la espada y el escudo ruml
tan arcaicos, y los días grabando y dibujando cuanto él había visto, y sus
propios intentos por relacionarlo con los paralelos terrestres.
Como la mayoría de los
hombres que acaban por ser zoólogos, Jase se había sentido fascinado por todas
las criaturas, aparte de los seres humanos, desde que era un niño pequeño y
devolviera la salud a la primera ardilla que encontrara con una pata rota por
un disparo de su rifle de aire comprimido. El misterio de esos pequeños
universos de vida y muerte que existían en los huecos de los árboles y en los
montones de tierra, como en las llanuras africanas de los elefantes, y en los
terrenos de caza tan amplios como el océano de la ballena, siempre le habían
atraído extraordinariamente. Aquel sueño que ahora recordaba constantemente —él
mismo tumbado en la ladera de una montaña y observando con sus prismáticos la
pelea primaveral de los grandes osos machos—, había sido un sueño de anticipación
que tuviera una vez, cuando apenas era un niño.
En su opinión había
profundas similitudes entre todas las criaturas, incluido el hombre. Todos
estaban relacionados. Eran como gentes sin habla, con necesidades, deseos y
costumbres diferentes. Con un poco, sólo un poco de comprensión, había juzgado
posible llegar a entenderse al menos con todos los mamíferos superiores.
De niño se había imaginado a
sí mismo capaz de descubrir en realidad el modo de hablar con el lobo, el tigre
y el oso. Al crecer había dejado de lado las fantasías pero, a pesar de ello,
casi le habían arrastrado éstas al campo de la psicología y la comunicación en
vez de a su primer amor: el naturalismo.
Ahora, en contacto con Kator
y la vida de los ruml, el viejo sueño había cobrado realidad. Sólo que ahora él
era un hombre; y esto una obsesión, no un sueño.
Todo el tiempo libre de que
disponía —en cuanto terminaba sus dibujos y grabaciones— se lo pasaba en la
biblioteca de la Fundación. La imagen insegura y borrosa de un gran
descubrimiento parecía flotar ante él pero fuera de su alcance, como alguna
promesa velada obtenida de un relato tan fantástico como Las mil y una
noches. Registraba sin descanso los depósitos de libros en aquellos huecos
por los que antes subieran los ascensores, concentrando su atención y
enterrando su nariz en La mentalidad de los monos, de W. Kohler, Conducta
animal, de C. Loyd Morgan, y Psicología comparada, de Warner, hasta
que Mele llamaba su atención para devolverle a las prosaicas cuestiones de la
comida, la bebida, y el mismo experimento en que ambos estaban comprometidos.
Un día, casi dos semanas
terrestres después que Brodth iniciara su adiestramiento de Kator, Mele vino a
buscar a Jase y le halló sentado en el suelo en el sexto nivel de los
depósitos. Una bombilla de sesenta watios, bajo una pantalla que parecía un
plato sopero, brillaba sobre los estantes de libros y sobre el mismo Jase. Éste
se hallaba sentado con las piernas cruzadas, absorto en la lectura. En el
suelo, y abierto a su lado, estaba Las Aventuras de James Capen Adams,
montañero y cazador del oso gris de California, de Theodore H. Hittell.
Pero el libro que él leía, sosteniéndolo sobre sus rodillas, era La infancia
de los animales, de Chalmers.
—¡Estás aquí! —dijo Mele—.
Ya ha pasado la hora del almuerzo y ¿se te olvidó? Hay una reunión de la Junta
después de comer.
—¡Oh! —Jase alzó la vista y
se puso en pie—. Lo siento. —Recogió los libros—. ¿Tampoco tú has comido?
Vamos, en marcha.
Mele le miró y, casi sin
darse cuenta, extendió la mano hacia él. Luego se reprimió.
—¡Podrías quitarte un poco
de polvo! —dijo, furiosa—. Habrá gente en el bar y en el comedor.
—Sí. —Se sacudió los
pantalones con la mano en la que no sostenía los dos libros. Mele giró en
redondo y se dirigió hacia el estrecho pasillo entre las estanterías por donde
sólo podían pasar de uno en uno. Jase le siguió, bajó tras ella las escaleras
de los depósitos, cruzó el despacho de Mele y ambos pasaron a la parte
principal del edificio de la Fundación.
El bar y el comedor del
edificio —pues la Fundación era casi como un club para sus miembros científicos
repartidos por todo el mundo— ocupaban el espacio del primer piso que en
tiempos fuera una simple cafetería, cuando aquello era tan sólo un complejo de
oficinas. Pero los ocupantes del edificio original se habrían quedado atónitos
ante la diferencia. El comedor contenía ahora mesas relucientes, sillas
talladas, magníficas alfombras y paneles de madera.
El bar, una barra curva,
corta, de roble, ocupaba un ángulo de la habitación a la izquierda de la
entrada. Y cuando se abrían las puertas —dobles, grandes— de esta entrada,
quedaba a la vista un área reducida y sólo con tres mesas casi aisladas de las
demás, que ya tenían el bar a un lado, el muro al otro y las puertas abiertas y
que formaban como una pantalla delante.
Jase y Mele, desde que aquél
se trasladara a vivir al sótano del edificio al iniciarse el experimento, se
sentaban por lo general en una de esas tres mesas, preferentemente la del
ángulo al extremo del bar. Y el camarero de esta sección solía reservársela.
También hoy se la había
reservado, y era evidente que en este caso no le había supuesto un esfuerzo
extraordinario. En el comedor principal sólo había otras tres mesas
ocupadas..., pero ninguna entre las tres del rincón. Jase y Mele se sentaron y
encargaron la comida. Aquél dejó los libros en la mesa e inmediatamente abrió La
infancia de los animales, de Chalmers.
—Eso no, desde luego —le
dijo Mele—, y él tomará una copa —añadió al camarero que ya se iba—. Al estilo
antiguo. Y yo también.
Jase abrió la boca para
discutir, se encogió de hombros y cerró el libro. Luego dejó ambos volúmenes en
el suelo.
—De acuerdo. Ojos que no
ven, corazón que no siente. ¿Te gusta más así?
—Sí —dijo Mele. Pero no
sonreía. Sus ojos le escudriñaban el rostro—. ¿Estás perdiendo peso?
—No lo sé. ¿Por qué?
Pregúntaselo a Heller si quieres. Él se encarga de mi informe físico.
—Creo que deberías tomarte
una copa antes de cada comida —dijo ella—, y nada de libros.
—Y ¿qué te parece si salimos
una noche? —bromeó Jase; pero inmediatamente se puso serio—. No creo que
comprendas bien el porqué de tanta lectura. Soy un observador en este asunto...
y he de tener algún conocimiento de lo que debo buscar.
—Actúas como si hubieras de
hacerlo todo por ti mismo —le replicó Mele—. Habrá mucha gente que profundice
en ese tema más tarde. ¿Por qué no te limitas a hacer únicamente lo que en
principio se te dijo que hicieras... observar, informar y dejar las cosas así?
La discusión iniciada entre
ellos era ya cosa de rutina. Les interrumpió la llegada de las bebidas. Pero
volvieron de nuevo a la carga.
—Tú insistes en que no te
comprendo —le desafió Mele—. Bien, si no lo comprendo, explícamelo. Explícame
lo que no entienda. —Los platos con la comida estaban ya ante ellos, pero ambos
los ignoraban, inclinándose el uno hacia el otro sobre la mesa.
—Eso es lo que intento
hacer, pero por lo visto no me escuchas —dijo Jase—. Hay más elementos críticos
en esta situación de los que nadie parece creer. Verás, en realidad nosotros no
sabíamos en lo que nos metíamos. Es una cuestión de instintos, tanto por
nuestra parte como por la de los ruml. Y los esquemas instintivos de conducta,
o más bien podrían definirse como primitivamente impresos, son más poderosos de
lo que los miembros de la Junta, y tú en especial, alcanzáis a comprender.
—¡Otra vez con lo mismo!
—exclamó Mele. Sus ojos despedían chispas—. Ahora sugerirás de nuevo que ni
siquiera soy una mujer en lo que se refiere a los instintos, ¿no es así?
Bien...
—No —dijo Jase duramente,
pero manteniendo baja la voz—. ¡No! Interpretas mal mis palabras
deliberadamente. Lo único que yo digo es que tú eres un ejemplo típico de los
tiempos actuales. Y nuestros tiempos actuales, desde principios del siglo
veinte, han estado abrumados con la noción de que todos debemos vivir según un
modelo único. Se inició con la psicología popularizada, y ha llegado a
contagiar a todo el esquema del hombre y la civilización. Yo no digo que a ti,
o a cualquier otro, le falten sus instintos naturales. Lo que sí afirmo es que
tú y todos los demás parecéis haber olvidado el factor determinante que éstos
suponen cuando uno no está en guardia, muy superior a los esquemas
intelectuales, desde el doctor Spock a la automación...
—¡Hola! —interrumpió la voz
de Thornybright—. ¿Podéis soportar una interrupción y aguantar mi presencia al
mismo tiempo? Tengo aquí a alguien que me gustaría presentaros, y no puede
esperar hasta después de la reunión de esta tarde.
Jase y Mele se enderezaron
en sus asientos casi con aire de culpabilidad. Habían estado hablando en voz
baja y furiosa, las cabezas muy unidas. Ahora, al echarse atrás, Jase vio de
pie junto al flaco psicólogo, y al otro lado de la mesa redonda, a un hombre
alto, muy erguido, atlético y delgado, con el pelo tan pegado al cráneo y tan
corto que resultaba imposible adivinar si era gris o sencillamente rubio. El
que acompañaba a Thornybright llevaba un traje de verano ligero, gris, pero en
el estilo con que lo vestía había un matiz que Jase no conseguía discernir de momento.
El rostro de aquel hombre era bronceado, las mandíbulas muy firmes y sonreía
agradablemente.
—Por supuesto —dijo Jase—.
Siéntense los dos —indicaba el otro lado de la mesa y las dos sillas que por lo
general nunca se usaban—. Llamaremos al camarero para que traiga de nuevo el
menú.
—Gracias, ya hemos comido
—dijo Thornybright cuando se sentaron. Al verles, el camarero se acercó de
todos modos—. Para mí, nada. ¿Y tú, Bill?
—Nada, gracias. —El otro
agitó la cabeza, sonrió al camarero, sonrió a Mele y Jase y se volvió a mirar a
Thornybright.
—¡Oh, sí! —dijo éste—. Jase,
Mele, me gustaría presentaros a Bill Coth. Es uno de nuestros generales de las
Fuerzas Aéreas, uno de esos de tres estrellas siempre metidos en la Casa Blanca
por asuntos especiales. Él y yo hemos estado trabajando juntos en el nuevo
programa de salud mental de ámbito nacional.
—¿Es usted psicólogo? —le
preguntó Mele. Coth se echó a reír.
—Digamos que me dedico a la
psicología sólo con la mano izquierda —dijo—. Con la derecha trabajo únicamente
como militar de carrera.
Jase, que había estado a
punto de hacer una observación chistosa sobre los generales de las Fuerzas
Aéreas, cambió de opinión acerca del color de aquel cabello tan corto. La
cortesía del recién llegado, su dominio de la situación, era para él como un
instrumento social bien engrasado por los años de práctica. Ahora que lo miraba
más de cerca veía unas débiles arruguitas en la piel bronceada que se extendían
en un amplio círculo de los ojos a las sienes. Sobre todo aparecían y se
profundizaban cuando el general sonreía.
—Le decía a Bill —dijo
Thornybright— ...pero seguid, comed los dos, no os preocupéis de nosotros... Le
hablaba del informe que nos diste sobre la combatividad primaveral del oso
pardo.
—¿Acaso se dedica también a la
zoología con la mano izquierda? —preguntó Jase tragándose a toda prisa un trozo
de filete que (ahora lo descubrió) se estaba enfriando.
—Ya no me queda otra mano
más —dijo Coth, sonriendo—. No, sólo estoy interesado en ella. Siempre me
interesaron los animales, desde que era niño. Pensé dedicarme a la zoología,
como pensé también en la psicología. Pero cuando me nombraron para la Academia
en Denver todo se fue al traste. —Se encogió de hombros alegremente—. Aparte de
eso, y como militar,
me concierne todo lo referente a las peleas. Creo que me gustaría leer una
copia de su informe, pero no he podido encontrar ninguna.
—Fue leído, pero no
publicado —dijo Jase—. Ni siquiera yo tengo un ejemplar, pero creo que la
Fundación podrá prestarle uno. En su momento se sacaron fotocopias del informe.
—Miró a Mele—: ¿Dispondrá la Fundación de un ejemplar?
—Puedo averiguarlo. —Sonreía
a Coth, y Jase sintió un ligero atisbo de cólera. Aunque sabía perfectamente
que, si le sonreía, era tan sólo para molestarle a él.
—Se lo agradecería mucho
—dijo Coth. Se lanzó a un relato amargamente humorístico de las desgracias que
parecían caer sobre él cuando trataba de obtener material de la biblioteca del
Congreso de vez en cuando.
Jase volvió a su filete.
Para cuando hubo terminado de comer, Thornybright miraba ya el reloj.
—Bien, Bill —dijo el
psicólogo—, nosotros debemos irnos. Los otros ya estarán esperándonos para
comenzar la reunión allá en la biblioteca. —Todos se levantaron y Coth estrechó
calurosamente la mano de Jase al separarse.
—No crea que trato de darle
coba —dijo el general—, pero he leído algunos de sus artículos en la revista
«Ciencias Naturales»..., y realmente me fascinaron. —Su sonrisa era genuina, y
el apretón de manos, cálido. Jase se sintió momentáneamente avergonzado del
resentimiento que surgiera en él ante la sonrisa de Mele.
Thornybright tenía razón. El
resto de la Junta estaba ya en la biblioteca y esperándoles. Les aguardaban
sentados en torno a la mesa.
—Declaro abierta la reunión
—dijo Thornybright sentándose a su vez, poniendo en marcha la grabadora bajo la
mesa y sacando del bolsillo algunas notas escritas a máquina—. Se hallan
presentes... —leyó la lista y continuó con los datos de rutina sobre la fecha y
número de la reunión que habrían de constar en acta—. Sobre la lectura del acta
de la última reunión..., ¿alguien presenta una moción para que sea leída?
—Lo rechazo —gruñó Dystra.
Parecía un toro, como siempre, un monolito de carne sólida incrustado entre los
dos brazos del sillón.
—Secundo la negativa —dijo
Heller.
—Votemos —dijo Thornybright.
Todos votaron en contra.
—Por tanto, eliminamos la
lectura de los detalles de la reunión previa —dijo Thornybright—. El Voluntario
de este experimento pondrá ahora al día a esta reunión en lo referente a sus
experiencias mientras se halla en contacto con el ruml Kator Primosegundo
Brutogasi.
Se echó atrás en la silla.
Jason adelantó el torso y empezó a hablar, comenzando con la entrevista que
tuviera lugar entre Kator y el Examinador en el Centro de Examen, más el asunto
con el Corredor, etcétera, hasta los «días» de práctica —de acuerdo con el
tiempo del Mundo Ruml— en la Salle d'Armes de Brodth.
Cuando hubo terminado,
Thornybright declaró abierto el período de preguntas.
—Este asunto que mencionó el
Examinador... lo de enviar una expedición —comenzó Heller—, ¿qué quiere decir
con ese término «expedición», Jase? Y tu contacto, ese Kator, ¿estaba ya al
corriente, o sospechaba al menos que se enviaría una expedición?
—Parece darlo por supuesto
—dijo Jase frunciendo el ceño—. En cuanto a lo que significa..., creo que sólo
pensó en ello por un instante, pero la impresión que yo saqué fue de que se
trataba de echar una simple ojeada y regresar, más que de una fuerza de ataque
o de ocupación de cualquier tipo.
—Corrígeme si me equivoco
—dijo Thornybright—, pero, ¿no se mencionó ya anteriormente la palabra
«expedición»? ¿No fue una expedición la emprendida por el Brutogas original y
de la que regresó sólo con los doce compañeros que más tarde mató? Yo saqué la
impresión de que «expedición» significaba definitivamente una fuerza de
ocupación o de conquista.
Jase frunció el ceño de
nuevo y registró en su memoria. Era un proceso muy curioso éste: se le hacía
una pregunta a la que no podía contestar basándose en sus recuerdos como ser
humano, para al fin obtener una respuesta de sus experiencias extrañas como
Kator.
—Lo siento —dijo al cabo de
un minuto—. Es culpa mía. No era la misma palabra. Sencillamente utilicé el
término «expedición» para traducirlas ambas al inglés. Las palabras son casi
iguales, y ambas significan esencialmente «expedición», pero existe una
diferencia entre ellas. La del Brutogas fue una expedición para tomar posesión.
Lo que mencionó el Examinador era una expedición para explorar e informar. La
confusión proviene de... —Jase rebuscó un instante en su mente—. La confusión
proviene del hecho de que ambas expediciones serían las primeras enviadas a ese
destino en particular.
—¿Cuál es la diferencia?
—exigió Dystra—. ¿Por qué una «expedición de ocupación» al mundo del Brutogas y
una «de exploración» a la tierra?
—¡No había vida nativa
inteligente en el mundo del Brutogas! —exclamó Jase disgustado consigo mismo—.
¡Naturalmente! ¿Por qué no pensé en ello?
—Entonces —dijo Thornybright
muy interesado—, ¿juzgas posible que esta expedición a la tierra sea
simplemente preliminar al establecimiento de algo así como relaciones
diplomáticas con nosotros?
—No... —Apenas había
pronunciado Jase esta palabra cuando comprendió que se había dejado coger en la
trampa preparada por aquel psicólogo flaco y de mente muy astuta.
—¿Por qué dices que no?
—saltó Thornybright—. ¿Para qué otra cosa podía ser?
—Para espiarnos —dijo Jase
de mala gana.
—¿Con vistas a
conquistarnos?
—...Sí —tuvo que admitir.
—Has vacilado al decirlo
—insistió Thornybright—. ¿Por qué espiarnos si no están pensando en la
conquista..., o tampoco es «conquista» la palabra adecuada?
—No sé si puedo contestar a
eso —dijo Jase cuidadosamente.
—Pues sería mejor que lo
intentaras —dijo Dystra. Todos le miraban. Jase sintió cierta amargura
interior. De nada serviría tratar de evitar la respuesta ante aquellos hombres
tan interesados en sonsacársela. Y Thornybright, lo mismo que Dystra, seguiría
intentándolo hasta que lo lograra—. Cuando quiera que los ruml han tropezado con
otras razas inteligentes o semiinteligentes en el pasado —dijo Jase con
dureza—, las han eliminado al apoderarse de sus mundos, o las han reducido, más
o menos, al estado de animales domésticos. Pero...
—¿Por qué no nos dijiste
todo eso antes? —le acusó Thornybright.
—Pero... —continuó Jase—,
como iba a decir, sólo en dos ocasiones han encontrado mundos habitados. Y en
ningún caso se aproximaba ni de lejos la inteligencia o la civilización de esas
razas a la nuestra. En el mejor de los casos ese mundo estaba al nivel del Pithencanthropus
de hace unos doscientos mil años sobre la tierra, con un cerebro cuyo
tamaño era apenas dos tercios del del hombre actual. De momento no he hallado
nada en las gestas de los ruml que me obligue a creer que son incapaces de un
contacto y asociación libres de violencia con unos iguales, por su mente y su
cultura, como somos nosotros. Esa cuestión del envío de una expedición no es
más que el procedimiento habitual para ellos...
—Jase —le interrumpió Dystra
serenamente. Jase guardó silencio—. Yo creo —continuó el físico— que ya hemos
aclarado el significado de la palabra «conquista» en este contexto. ¿Alguien
tiene algo más que añadir al respecto? —Miró en torno a la mesa—. De acuerdo;
supongamos, pues, que llegamos a la pregunta que, en mi opinión, aclara mucho
más el tema. Jase... —bajo las cejas anchas y espesas, sus ojos se concentraron
de nuevo en el rostro de Jase—. Por lo visto, estás seguro de que tu contacto,
Kator, va a ganar ese duelo.
—Creo que lo hará.
—¡Lo crees! —exclamó
Dystra—. Pues ese Maestro de Esgrima, Brodth, no parece compartir tu confianza,
y se supone que él es el experto. —Se volvió para enfrentarse hacia el joven
rubio e inteligente que era el único médico de la Junta—. Alan, ¿qué opinas tú
de eso? Si Jase está en contactó con Kator, y Kator resulta muerto en el duelo,
¿qué ocurrirá?
Alan Creel apretó los
labios.
—Sólo puedo tratar de
adivinarlo —confesó—. No estábamos exactamente en situación de matar a uno de
nuestros voluntarios humanos cuando probábamos este equipo de unión a fin de
descubrir lo que le ocurriría al otro. Si el ruml resulta muerto... Bien...
—vaciló.
—Lo diré francamente —dijo
Dystra—: ¿morirá Jase también?
—Bien... —repitió Creel—, no
hay una razón definitiva para que muera... Por otra parte, el shock físico
tendrá que ser, por fuerza, extraordinariamente grave. Una persona que tuviera,
por ejemplo, un corazón débil, se expondría a un resultado fatal. El estado
físico de Jase, naturalmente, es magnífico, o no le habríamos elegido para este
trabajo. Pero incluso así va a compartir las reacciones de Kator.
Psíquicamente, morirá en el mismo momento en que Kator muera. Por supuesto, tal
vez la unión entre sus mentes falle justo antes del momento real de la muerte,
en cuyo caso no podrá haber un shock psíquico. Jase se encontrará
únicamente fuera de contacto.
—Pero, y teniéndolo todo en
cuenta —Dystra golpeaba suavemente en la mesa con un puño pesado—, tú no
aconsejarías que alguien estuviera en contacto con una mente cuando ésta
muriera, ¿verdad?
—¿Aconsejarlo? ¡Por supuesto
que no! —dijo Creel—. Todo lo contrario. En realidad... —se volvió a mirar a
Jase—, eso es lo que hago exactamente ahora. Aconsejo en contra de ello.
—Yo no creo que Kator vaya a
perder ese duelo —dijo Jase con toda deliberación.
—Pero ¿y si lo pierde?
—exigió Dystra.
—Si muere... —Jase se
interrumpió y luego continuó de nuevo—. Bien, aun suponiendo que muera no
podemos arriesgarnos a perder lo que podríamos aprender con mi contacto con él
entre este momento y su muerte. Una vez roto el contacto hay muchísimas
probabilidades de que ya no pueda reanudarse... Recordad que eso quedó
establecido en nuestras pruebas con humanos. Y si dos humanos no pueden
reanudar el contacto de nuevo tras haberlo interrumpido, ¿qué oportunidad
tenemos de que un humano y un extraterrestre lo consigan, cuando éste no sabe
que está en contacto y ambos se hallan separados por doscientos años luz?
—No sé si tenemos derecho a
decidir que Jase ponga en peligro su vida, peligro de muerte o de cualquier
daño que pudiera sobrevenirle —interrumpió Thornybright.
—No tienes por qué...
—empezó Jase. Pero Thornybright le interrumpió de nuevo.
—No he terminado, Jase. Lo
que iba a decir... —el psicólogo empezó a golpear rítmicamente la superficie
pulida de la mesa con el índice. El ruidito de la uña contra la mesa resultaba
enfático en el silencio de la habitación—, y no pretendo en absoluto insultar o
echar la culpa a Jase al decir esto..., es que la situación de este experimento
se nos está yendo por completo de la mano.
—¿Por completo? —preguntó
Heller alzando las cejas.
—Elegí estas palabras con
toda deliberación. —Thornybright miró al biólogo, que fuera profesor de Jase,
antes de dirigirse de nuevo a la reunión en conjunto—. Todos nosotros aquí, a
excepción de Mele, se hallan en una situación de gran responsabilidad con
respecto a un experimento en el que está involucrado no sólo un conejillo de
indias humano, sino posiblemente el futuro de toda la raza humana. Y ésta es
precisamente la cuestión: que hay muchas probabilidades de que nuestro mundo
sea atacado por una raza extraña, muy superior a nosotros en número y con un
historial de viajes y experiencias espaciales mucho más largo también. Nuestro
único contacto humano con esa raza, el agujerito de la cerradura por el que
contemplamos su Mundo, está dando señales, perdóname, Jase, pero así es como lo
siento, de ser al menos parcial, si no es que se halla ya real e
inconscientemente influenciado por la mente extraña con la que está en
contacto.
—¡Un momento! —le
interrumpió Jase—. No puedo permitir que eso figure en la grabación sin decir
algo. Niego cualquier influencia, inconsciente o del tipo que sea. En cuanto a
que yo desee mostrarme parcial...
—No tendrías por qué
desearlo conscientemente —dijo Thornybright—. Simplemente el hecho de compartir
el impulso emocional de Kator hacia sus propias metas podría hacer que te
identificaras con esas metas hasta el punto en que tu raciocinio humano se
dejara arrastrar por los prejuicios. ¿Puedes mirarme francamente a los ojos y
garantizarme que nada semejante a esto ha sucedido desde que por primera vez
estableciste contacto?
Jase abrió los labios; los
cerró de nuevo. Al fin habló:
—Positivamente —declaró—.
Nada de eso ha sucedido.
—No lo garantizas, sin
embargo —dijo Thornybright—. Continuaré. Aparte de lo que ya he mencionado, nos
acercamos al momento en el que nuestro conejillo de indias humano puede estar
arriesgando su propia vida, o al menos correr el riesgo de sufrir daños. Ahora
bien —miró deliberadamente de uno en uno a todos los sentados en torno a la
mesa—, yo no digo que debamos votar para obligar a Jase a romper su contacto
antes de que le amenace el peligro del duelo. Lo que sí digo, como he dicho
antes en esta habitación, es que debemos entregar este experimento a las
autoridades adecuadas. No nos corresponde a nosotros la decisión, ni en lo que
respecta a la vida de Jason, ni en la cuestión de un posible ataque por parte
de una civilización extraterrestre a nuestro mundo.
—En lo que a mi propia vida
se refiere —dijo Jase—, reclamo el derecho de tomar la decisión.
—En cualquier caso, aún
sigue en pie la otra mitad del problema —dijo Thornybright—. Hoy —continuó,
inclinándose hacia delante— traje a un hombre a almorzar conmigo aquí, al
edificio de la Fundación. Un general de tres estrellas de las Fuerzas Aéreas,
William Coth. Se lo acabo de presentar a Jase y a Mele. Es un hombre excelente,
hace trabajos especiales para la Administración y tiene una base superior en el
campo científico combinada con el respeto debido a los procesos de
investigación. Si votamos ahora, en vez de esperar hasta el último minuto, por
la entrega de este proyecto al gobierno, estoy seguro de que se respetarán
nuestros deseos con respecto al hombre que ha de hacerse cargo de él. Y Coth es
ideal para el trabajo, desde nuestro punto de vista.
Giró para enfrentarse con
Jase y Mele.
—Los dos lo conocisteis
—dijo—. Dejo la decisión en vuestras manos. ¿Qué os pareció Bill?
—A mí... —empezó Mele
vacilante, pero Jase la interrumpió.
—A mí me impresionó mucho
—dijo—. Creo que es todo cuanto Tim nos ha dicho que es. Pero la cuestión que
se nos presenta no es todavía a quién entregar el proyecto, sino si
debemos entregarlo. Probablemente, y en esta cuestión confío en Tim, no
podríamos encontrar un hombre mejor que Coth. Pero yo sigo insistiendo en que
debemos continuar trabajando con independencia en este experimento hasta el
último minuto. Repito: existen elementos y cualidades en la cultura ruml que
todavía no he podido explicaros. Sencillamente, no hay modo de expresar bien lo
que he sentido en este proceso de ser Kator. Tal vez, en cuanto yo entienda a
fondo todos esos matices, pueda explicároslos. Al menos podré confesaros que
soy incapaz de actuar al respecto. Ahora bien, este duelo inminente de Kator es
crucial. Quiero pasar por ello. Sin contar con nadie más que con la Junta.
—Pongo el asunto a votación
—dijo Dystra.
—¡Secundo la moción!
—exclamó Heller rápidamente.
—Y yo protesto —dijo
Thornybright—. Deseo que se hable un poco más del asunto.
—Votemos primero sobre lo
propuesto —dijo Dystra—. ¿Todos a favor...?
La votación quedó empatada.
Todos miraron a Jase.
—Yo voto a favor de que el
control de este experimento quede en manos de la Junta y a favor de seguir
adelante hasta el duelo de Kator, tanto si éste resulta muerto como si no. Mi
voto es afirmativo —dijo Jase lentamente.
Miró a Thornybright. Los ojos del psicólogo eran inescrutables en aquella cara de póquer.
Después, desviando la vista, Jase se enfrentó con los ojos de Mele.
Ésta le resultó más difícil
de rechazar. Recordó lo que Creel había dicho sobre las posibilidades que tenía
si moría Kator estando todavía en contacto con él. Y recordó lo que a veces
estaba casi a punto de olvidar..., que Mele le amaba.
9
El día en que se dio por terminado
el examen del artefacto, Jason estaba de pie en su habitación colocándose el
faldellín ceremonial para las funciones oficiales, bajo el arnés de las armas,
cuando la puerta le habló:
—Bela Primoprimero desea
entrar.
Jase se volvió hacia la
puerta.
—Pasa —dijo.
Se abrió la puerta y entró
Bela Primoprimero. Miró a Jase con una extraña y nueva combinación de aprecio y
respeto.
—Me envían a ti con un
mensaje —dijo—. El Brutogas desea verte en su despacho antes de que salgas del
castillo.
—¿El Brutogas?
Sus manos vacilaron sobre el
faldellín. Ahora comprendía la razón del respeto repentino, del aire de timidez
de su primo mayor y compañero ocasional fuera de los muros de la Familia. Le
inundó una tristeza amarga y repentina, cargada de superstición. Había
apreciado a Aton Tiomaterno, su compañero de exploración..., y se había visto
forzado a matarle. Bela había sido su único amigo íntimo en el ambiente
familiar, y ahora tendría que separarse de él. «Solitarios son los grandes
hombres», decía el proverbio; y era cierto. Se dio cuenta de que Bela le
observaba sorprendido.
—¿Por qué te entristeces? —preguntó Bela—. Éste es
un gran Honor entre los Honores de la Familia.
—Lo sé. Sólo que de pronto
siento el paso del tiempo —dijo Jase. Sus manos acabaron de ajustarse el
faldellín.
—Hablas —dijo Bela
observándole— como un hombre que hubiese alcanzado ya una edad honorable.
—¿Eso también? —preguntó
Jase amargamente—. Ya estoy dispuesto. ¿Vas a llevarme allí?
—Te conduciré al nivel
superior del castillo, y te indicaré el camino —dijo Bela—. No puedo pasar de
allí contigo, y ninguno de los miembros inmediatos de la Familia puede ser
honorablemente el guía de un Primosegundo. Vamos.
Salió con Jase de la
habitación y le llevó por unos corredores y unos tramos de escaleras hasta dos
pisos más arriba, llegando con él ante una puerta maciza, alta y blanca, con un
picaporte dorado. Bela lo cogió, lo hizo girar y, con esfuerzo, impulsó la
puerta lo suficiente para admitir el cuerpo de Kator.
—El Brutogas tiene cuatro
ayudantes para abrir estas puertas —dijo Bela con una mueca—. Pasa de prisa.
Pero Jase vaciló por un
momento. A través de la apertura parcial veía un corredor largo y de techo
elevadísimo, de mármol blanco, y en cuyo muro derecho se alzaban unos
ventanales. La luz del sol de la mañana que atravesaba sus cristales perdía su
blanca dureza al caer sobre el mármol y se hacía suave y brillante.
—¡Aprisa! —repitió Bela,
sosteniendo a duras penas el peso de la puerta—. Que el agua, la sombra y la
paz estén contigo.
—Gracias, primo —dijo Jase
con auténtica gratitud, y penetró en el corredor bañado por el sol. Tras él oyó
cerrarse la puerta con un golpetazo solemne, pero no miró atrás. Bela le había
indicado la ruta hasta el despacho del Brutogas. Jase la siguió.
Debido a la hora temprana de
la mañana, recorrió todo el camino sin encontrar a ninguno de los miembros de
la Familia. Cuando llegó al fin a otra puerta blanca más pequeña y con un
picaporte de oro, su destino, el recuerdo se despertó en él. No recordaba cómo
había llegado allí, pero sí que allí había estado sólo una vez en su vida, la
única ocasión que permitía la ley a los que no eran de la Familia inmediata.
Había tenido lugar el día en que le dieran un nombre, la tradicional tercera
hora después de haber abandonado la bolsa de su madre. Naturalmente, había
visto al Brutogas en cierto número de ceremonias y reuniones familiares desde
entonces..., pero nunca de cerca. Ahora, sin embargo, al alzar la mano hacia el
picaporte dorado de la puerta del despacho, todo lo recordó. Recordó al Jefe de
su Familia no como el hombre canoso e inclinado de hombros, de edad honorable,
que viera en las ceremonias, sino como una figura alta y misteriosa que le
había puesto una mano sobre la cabeza y había murmurado algunos sonidos bajos e
incomprensibles que, según más tarde supo, significaban: Kator Primosegundo
Brutogas.
El cuello de Jase tembló
bajo el recuerdo. Puso la mano en el picaporte, abrió la puerta sin hablar
—pues en aquel nivel superior no había Hombre-Clave, ni cerraduras, ni puertas
que hablaran— y entró en el despacho.
Era una habitación más
pequeña de lo que Jase podía recordar. Ante el alto ventanal y tras una mesa
colocada sobre un pedestal bajo, se hallaba sentado en cuclillas —más que
enroscado— el Brutogas. Ahora, en persona, le vio tal y como le recordaba de
las ocasiones y ceremonias familiares: un ruml canoso y encorvado, de edad
honorable. Kator se aproximó a la mesa e inclinó la cabeza.
—Soy Kator Primosegundo,
señor —dijo.
El Brutogas le examinó
reflexivamente.
—Sí —dijo el Jefe de la
Familia al fin—, eras un jovencito muy enérgico. Apenas podían mantenerte
quieto aquí el día en que recibiste el nombre. Bien —apartó a un lado los
papeles que cubrían la mesa—, se nos ha dicho que tienes la ambición de dirigir
la expedición que pronto se enviará al Mundo de las Gentes Embozadas.
—¿Cómo dice, señor?
—preguntó Jase sin comprender.
—¿No lo sabes? Ése es el
nombre que les han dado a los extraños que crearon el artefacto que tú
encontraste y trajiste, porque es evidente que se envuelven en ropas. Pero no
has contestado a mi pregunta sobre tu deseo de dirigir la expedición.
—Señor —dijo Jase
cuidadosamente—, no tengo idea de lo que el Centro de Examen ha descubierto y
deducido sobre el artefacto...
—Muy bien —asintió con aprobación
el Jefe de la Familia—, no deseas comprometerte hasta saber en lo que te metes.
Da la casualidad de que tengo aquí una copia del informe. ¿Te gustaría saber lo
que descubrió el Centro?
—Sí, señor —dijo Jase de pie
y tan rígido como se lo permitía la unión de su espina dorsal con la pelvis—.
Me gustaría mucho.
—Bien —dijo el Brutogas
pasando la página superior de un montón de papeles que se hallaban ante él,
sobre la mesa—. Han llegado a la conclusión de que esos extraños son poco más o
menos de nuestro tamaño, bípedos, con un nivel comparable de civilización...
Un sonido de excitación se
escapó de labios de Jase a pesar de sí mismo.
—Es cierto —dijo el Brutogas
alzando la vista y repitiéndolo lentamente—: un nivel comparable de
civilización. El desafío que supone una raza así será el mayor que se ha
encontrado en la historia del hombre. Pero sigamos... —y continuó leyendo—: Un
nivel comparable de civilización, pero dominada probablemente por tabúes de una
etapa más primitiva y anterior que ocuparían el lugar de un sistema de Honor.
Ellos... ¿Tienes alguna pregunta que hacer?
—Señor —dijo Jase—, ¿es que
acaso unos seres inteligentes podrían alcanzar un nivel de civilización sin
desarrollar un concepto y un sistema del Honor?
El Brutogas asintió con aprobación.
—El informe ha estudiado esa
cuestión y la conclusión es: No —contestó—. Por supuesto, no pueden evitar el
concepto del Honor. El desarrollo de una civilización exige una autocomprensión
racial, una autocomprensión que significa que han de sentirse conscientes del
deber de la supervivencia racial como cuestión intelectual; y la evolución del
concepto del Honor a fin de asegurar esa supervivencia resulta ineludible.
Miró a Jase pensativamente.
—Por otra parte —continuó—,
es casi seguro que nuestro sistema del Honor les resultaría a ellos totalmente
incomprensible. Las posibilidades de que surja espontáneamente en una raza
extraña son demasiado mínimas para que se cuente con ellas. Lo que el Centro de
Examen considera más probable, como ya te dije, es que esa raza tenga un
sistema de tabúes primitivos y elaborados a fin de adaptarse a las
complejidades de una civilización tecnológica. De modo que, aunque operen
efectivamente con arreglo a una especie de sistema del Honor por el bien de la
supervivencia, tal vez no lo comprendan.
—Pero, señor —dijo Jase—,
¡eso significa que cualquier expedición enviada contra ellos tiene grandes
oportunidades de éxito!
—Primosegundo, Primosegundo
—dijo el Brutogas agitando la cabeza—, ¿crees que una ventaja asegura el éxito?
Tal vez cuenten con grandes ventajas propias, personales o tecnológicas sobre
nosotros.
—Pero, con seguridad —dijo
Jase—, ninguna ventaja material o característica puede compararse con la
ventaja que el sistema del Honor tiene sobre todos los demás.
—Hablando en abstracto,
naturalmente que no —dijo el Brutogas—. Pero hablando prácticamente pueden
surgir gravísimos obstáculos aunque sólo sea por el número de esos extraños, o
su capacidad de armamento. Es una empresa honorable el morir por una buena causa,
pero no es honorable el arriesgar la muerte de toda la raza. Si los padres
mueren, ¿quién engendrará los hijos?
Jase guardó silencio
comprendiendo la reprimenda.
—Queda también la
posibilidad de que ellos no tengan el mismo sistema de Honor que nosotros
—siguió el Brutogas tras una pausa—, pero sí uno comparable que todavía no
hemos podido identificar. Probablemente incluso uno superior.
—¿Superior? —Jase miró
atónito al Jefe de su Familia.
—Teóricamente es posible
—dijo el Brutogas—. Recuerda que se dijo: «El Honor no tiene límites; el
esfuerzo no tiene límites. Sólo el hombre tiene límites.»
Jase inclinó la cabeza:
—Y ahora —dijo el Brutogas—,
¿quieres responderme si deseas dirigir la expedición a ese Mundo de las Gentes
Embozadas?
—Señor —contestó Jase—. Lo
deseo ardientemente.
—Sí. Estaba seguro de ello.
—El Brutogas respiró suavemente por la nariz y se acarició los bigotes largos y
grises en torno a la boca y la nariz, el doble de largos que los de Kator
Primosegundo—. Y, naturalmente, para la reputación de la Familia no sería malo
contar con un miembro de nuestro nombre como Hombre-Clave de tal expedición.
—Gracias, señor.
—No, no, es lo justo. Sin
embargo —dijo lentamente el Brutogas—, hay algo que debes comprender. Y es la
razón que me movió a hacerte venir hoy. El clima político en la actualidad me
impide arriesgar con Honor el prestigio de la Familia a fin de ayudarte a
conseguir el puesto de Hombre-Clave en esta expedición... ni siquiera el puesto
de Capitán.
—Señor... —empezó Jase.
—Lo sé, lo sé. —El Brutogas,
con un gesto de la mano, redujo sus protestas incipientes al silencio—. Siendo
un Primosegundo no esperabas la ayuda de la Familia en este caso. Sin embargo,
quiero que sepas que yo estaría dispuesto a dártela aunque sólo fuera por esa chispa
vital de ambición que veo en ti, de no hallarnos en esta situación política.
Algo que quizás ignores es que el Consejo de Selección estará formado por siete
hombres, y estoy prácticamente seguro de que los Rods tendrán cuatro hombres
por sólo tres de nuestros Hooks.
Jase sintió que se le
contraía el estómago. Pero mantuvo rígido el cuello y erecta la postura.
—Eso hará que yo tenga muy
pocas oportunidades de resultar elegido, señor —dijo.
—Sí —dijo el Brutogas—, así
lo diría yo, ¿no crees?
—Sí, señor.
—Pero ¿estás decidido a
intentarlo, de todas formas?
—No veo razón alguna —dijo
Jase apoyándose en su dignidad como en una armadura a fin de mantenerse erguido
en vista de las noticias tan desastrosas— para cambiar de opinión sobre la
situación, señor.
—Eso supuse. —El Brutogas
volvió a sentarse en cuclillas sobre la plataforma, mirándole—. Cada generación
o dos surge uno como tú en una Familia. El noventa y nueve por ciento de ellos
terminan en el desastre. Sólo uno —añadió suavemente—, uno entre un millón,
es... recordado por sus éxitos.
—Señor... —dijo Jase,
mientras sentía que la cabeza le daba vueltas. Jamás había soñado que su
ambición llegaría a ser conocida por el Jefe de su Familia.
—Los Brutogasi no pueden
participar oficialmente en esa ambición tuya —dijo el viejo—, ni les interesa
apoyarte oficialmente para el puesto de Hombre-Clave en esta expedición en
proyecto. Pero, si por algún milagro tuvieras éxito, supongo que puedo confiar
en que, como hombre de Honor, darás todo el mérito a la Familia por sus
consejos y demás ayuda.
—Señor..., ¿cómo podría
pensar de otro modo? —exclamó Jase casi a gritos.
—Realmente no lo pensé, pero
era mi deber mencionarlo. —El Brutogas dejó escapar el aliento por la nariz en
un profundo suspiro—. También es mi deber mencionar ahora que, si tu empeño
terminara, por la razón que fuere, en un escándalo o una situación deshonrosa,
se te exigirá el pago inmediato de ese dinero que tomaste a préstamo sobre tus
derechos, a los cofres de la Familia.
A Jase todavía se le
contrajo más el estómago.
—Lo comprendo, señor.
—Bien —dijo el Brutogas—,
esto es todo. Pero mis deseos personales van contigo. Que la sombra sea
contigo, que el agua sea contigo, que la paz sea contigo.
—Honro al Jefe de mi
familia, ahora y siempre —repuso Jase.
Retrocedió lentamente hacia
la puerta y salió. La última ojeada que echó al despacho le permitió ver la
cabeza gris del Brutogas inclinada de nuevo sobre los papeles de su mesa.
Apenas supo cómo halló el
camino de regreso por los corredores de mármol bañados por la luz del sol.
Pero, una vez fuera de ellos, fuera también del palacio, tomó el tren rápido
hacia el Centro de Examen e hizo un esfuerzo manifiesto por dominar las
emociones de su entrevista con el Jefe de su Familia. Tales emociones eran
honorables, pero necesitaba de todas sus facultades para enfrentarse a lo que
le esperaba.
Se habían enviado doce
invitaciones para el puesto de Hombre-Clave en respuesta a los cientos de
solicitudes (lo que era de prever) para una entrevista. Sólo aquellos con cierto
derecho a exigir consideración llegarían a verse ante el Consejo de Selección.
Los derechos que Jase aducía se referían al hecho de haber hallado el
artefacto, con lo que podía afirmar que el Factor Suerte le favorecía más que a
todos los candidatos. Para el que no estuviera relacionado con la política y
los Consejos de Selección, estos derechos le habrían parecido sin duda tan
importantes como para convertir a dicha selección en una simple formalidad.
Pero la realidad era que
Jase había recibido la undécima de las doce invitaciones distribuidas por el
consejo. Podía haber sido peor, se dijo Jase en el tren. Podía haber sido la
duodécima..
Cuando se halló al fin ante
el Edificio del Cuartel General del Centro de Examen y se le llamó a la
presencia del consejo de siete hombres —en la sala de la que él viera salir a
los diez candidatos previos—, descubrió que los rostros tras la mesa tenían
precisamente la mirada tan helada y los bigotes tan grises como él había
temido.
Sólo un miembro le miró con
algo semejante a la aprobación. Y eso porque este miembro era por casualidad un
Brutogasi también: Ardolf Hermanastro. Los otros seis miembros del Consejo eran
—contando a partir de Ardolf, al extremo derecho tras la mesa— un Cheles, un
Worna (ambos políticamente Hook y que posiblemente votarían por Jase) y cuatro
Rods; un Gulbano, un Ferth, un Achobka y el Nelkosan en persona. No podía ser
peor. No era sólo que el Nelkosan, como Jefe de Familia, sobrepasaba en rango a
todos los del consejo, sino que a su familia había pertenecido Aton Tiomaterno,
el compañero de exploración de Kator, muerto ahora. La Cámara de Investigación,
al regreso de Jase, le había hallado inocente de la muerte de Aton. Pero el
Jefe de la Familia de Aton no podía con honor aceptar graciosamente ese
veredicto. Como hombre honorable, su deber sería hacer el mayor daño posible a
Jase.
Éste inspiró profundamente
por la nariz al detenerse ante la mesa, tras la cual se hallaban los siete en
fila, y saludar con la mano derecha sobre el corazón, sobresaliendo las garras
de sus dedos.
—Soy Kator Primosegundo
Brutogas, señores —dijo—, en respuesta a su amable invitación para que me
presentara aquí hoy. Confío en que estoy entre amigos.
—Primosegundo —dijo el
Nelkosan respondiendo como el miembro más antiguo del consejo con la garantía
tradicional—: Estás entre amigos.
Jase respiró con mayor
facilidad. La garantía era honorable, pero no requerida. Evidentemente, el
Nelkosan era hombre de costumbres estrictas. Sin embargo, si estricto en la
justicia, también lo era en el deber. Sin detenerse a tomar aliento, se lanzó
de lleno al proceso.
—El candidato podría empezar
por explicarnos qué razones puede aducir, aparte de la declarada en su
solicitud, para justificar que concedamos el puesto de Hombre-Clave en esta
importante expedición a un hombre tan joven —dijo.
—Honorables miembros del
Consejo —respondió Jase con voz clara y precisa—. Mi expediente se encuentra
ante ustedes y unido a mi solicitud. Podría referirme sin embargo a mi
adiestramiento como explorador, lo que supone una labor tanto a nivel
científico como de navegación, así como la asociación íntima con el compañero
de exploración.
Continuó hablando. Como los
demás candidatos, Jase había preparado y ensayado cuidadosamente de antemano el
discurso que pronunciaría ante el Consejo. Los miembros escuchaban ahora con el
leve aburrimiento de unos hombres que ya habían oído diez discursos. La única
excepción a ese aire de aburrimiento general era el Nelkosan, que se sentaba
formidablemente alerta.
Cuando Jase hubo concluido,
los miembros se volvieron unos a otros y se miraron.
—Bien —dijo el Nelkosan
secamente—. ¿Votamos sobre este candidato?
Se inclinaron las cabezas a
lo largo de la mesa. Las manos buscaron las bolas de votación negro para la
aceptación, rojo para el rechazo. Los cuatro miembros Rod cogieron
automáticamente la roja; los Hooks la negra. Jase se lamió los bigotes
furtivamente con una lengua seca y abrió la boca antes de que las bolas se
reunieran.
—¡Apelo! —gritó.
Las manos se detuvieron en
el aire. El consejo pareció despertarse de pronto como un solo hombre. Siete
pares de ojos negros se centraron súbitamente en él. Cualquier candidato podía
apelar, sí..., pero eso era declarar al consejo equivocado o injusto en uno de
sus actos, lo cual significaba que el Honor de alguno se había puesto en duda.
Para un candidato sin apoyo
familiar el actuar de ese modo con un consejo de ancianos como éste suponía el
dejar todo su futuro pendiente del resultado de la apelación. El Consejo volvió
pues a retreparse en la plataforma y examinó a Jase.
—¿En qué se basa la
apelación, si es que el candidato desea explicarlo? —preguntó el Nelkosan con
un tono de voz demasiado satisfecha.
—Señor, me baso en que tengo
otra razón más, aparte toda mi experiencia, para recomendar que se me elija
—respondió Jase.
—Muy interesante —murmuró el
Nelkosan. Miró a lo largo de la mesa a los demás miembros—. ¿No lo creéis así,
señores?
—Señor, yo sí lo encuentro
interesante —dijo Ardolf Hermanastro, el Brutogas, con un tono tan sereno que
era imposible deducir si copiaba la burla simulada del Nelkosan o si se mofaba
también.
—En ese caso, candidato —el
Nelkosan se volvió a Jase—, adelante, no faltaba más. ¿Qué otra razón tienes
para esa recomendación? Debo decir —y de nuevo miró significativamente a toda
la mesa— que espero justifiques tu apelación.
—Señor, así lo espero. —Jase
se metió la mano en la bolsa de su arnés, sacó un objeto pequeño y,
adelantándose, lo colocó sobre la mesa ante todos ellos. Al retirar la mano se
reveló un cubo de plástico transparente, en cuyo interior podía verse una
pequeña figura flotando.
—¿Un gusano? —El Nelkosan
alzó los bigotes.
—No, señor —dijo Jase—. El
cuerpo de una forma de vida primitiva del planeta de las Gentes Embozadas.
—¿Qué? —Repentinamente
la sala se vio dominada por el estruendo y no hubo un solo miembro del Consejo
que no se pusiera en pie. Por un instante todos parecieron hablar a la vez, y
luego todas las voces se apagaron de pronto y todos los ojos se clavaron en
Jase que seguía de pie y erguido ante ellos.
—¿De dónde sacaste esto?
Era el Nelkosan. Y como la
pregunta no podía por menos de ser puramente retórica, su voz era como una roca
helada.
—Señores —dijo Jase ardiendo
de gozo en su interior al comprender que, bajo el cuello peludo, ni siquiera
sudaba. Ahora que había llegado el momento final se sentía relajado, elevado y
arrastrado por el gran empeño al que se había consagrado. Su voz era serena—.
Señores, lo saqué del artefacto que traje a nuestro Mundo.
—¿Y no lo entregaste a las
autoridades adecuadas, en el Centro de Examen? ¿No informaste del hecho de que
lo poseías?
—No, señor.
Hubo un instante de silencio
mortal en la sala.
—¿Comprendes lo que
significa eso? —Las palabras salían espaciadas y claras de labios del Nelkosan.
El rostro del Jefe de Familia era tan rígido como una máscara. Aunque antes
había intentado con todas sus fuerzas, pero honorablemente, frustrar o
desacreditar a Kator Primosegundo, lo que sucedía ahora iba más allá de una
venganza honorable. Era una cuestión del Honor más delicado, y el Nelkosan
deseaba mostrarse tan impersonal como un juez.
—Comprendo lo que
significaría en circunstancias ordinarias... —respondió Jase.
—¿Ordinarias?
—Sí, señor. Ordinarias. Sin
embargo, mi caso es extraordinario. No saqué este organismo del artefacto por
el simple deseo de poseerlo.
El Nelkosan se dejó caer en
cuclillas sobre la plataforma y los otros miembros del Consejo, como si hubiera
dado una señal, siguieron su ejemplo.
—¿No fue por eso? —preguntó
el Nelkosan.
—No, señor.
—Y ¿por qué te lo guardaste
entonces..., si es que podemos saberlo?
—Señor —dijo Jase—, me lo
guardé tras meditarlo profundamente con el propósito específico de exhibirlo
ante el Consejo de Selección para lograr el puesto de Hombre-Clave en la
Expedición al planeta de las Gentes Embozadas.
Sus palabras parecían caer
como losas entre el silencio general de los miembros que le observaban. La
pausa se hizo eterna en sus oídos mientras aguardaba.
—¿Por qué decidiste eso?
—preguntó la voz del Nelkosan.
Jase contestó:
—Señor y miembros del
Consejo cuya responsabilidad honorable consiste en seleccionar a un
Hombre-Clave, el hombre con autoridad suprema en la nave y en la expedición, y
que saben mejor que nadie cuan importante es esta expedición. Es un rasgo
honorable y común el sentirnos seguros de nosotros mismos ante una gran
empresa. Pero la confianza sólo es parte de lo que se necesita para el mando de
esta expedición. El Hombre-Clave que la dirija no sólo ha de sentirse
confiado..., sino seguro de su capacidad de triunfar en ese primer
contacto con una raza que tal vez resulte ser casi igual a la nuestra.
Se detuvo y los miró,
buscando alguna prueba de su reacción. Pero todos eran hombres de edad
honorable. Su expresión resultaba inescrutable. Jase continuó.
—Registré mi mente para
hallar prueba definitiva de la seguridad que siento en mi interior, la
seguridad de que yo era el hombre que tendría éxito en esa importante tarea.
Comprendí que me era necesario realizar algún acto simbólico de esa seguridad,
de modo que, cuando llegara el momento de la selección, ustedes, señores del
consejo, se sintieran justificados al elegirme como Hombre-Clave.
Se detuvo de nuevo.
—Adelante —dijo el Nelkosan
con una voz perfectamente equilibrada, pero observándole con unos ojos tan entrecerrados
que apenas eran dos ranuras.
—Por tanto cogí y me guardé
el organismo extraño y muerto —dijo Jase—. Y ahora se lo ofrezco como prueba de
mi propia dedicación a la tarea de la expedición. En tan alta consideración
tengo ese nombramiento, que he puesto todo mi peculio, mis lazos familiares y,
finalmente, mi Honor personal en peligro, con objeto de que este rasgo les
convenciera de que en mí tendrían al Hombre-Clave superior a todos los demás y
capaz de traer de regreso, y con éxito, a esta expedición. Estoy en sus manos,
señores del consejo. Si me rechazan para el puesto que aquí se selecciona,
asegúrense bien de elegir a quien tenga una dedicación a propósito de la
expedición superior a la mía.
Dejó de hablar. Todos le
miraron desde la mesa sin comentarios. Luego habló el Nelkosan:
—Te guardas una propiedad
que debería estar en poder del Centro de Examen —dijo— y, no contento con eso,
te atreves a dar instrucciones a este consejo sobre quién debe resultar elegido
Hombre-Clave de una expedición vital y única. La cuestión es... —se inclinó
hacia Jase—, ¿serán tus palabras una simple osadía, un bluff? ¿O
realmente lo pones todo en la balanza por este nombramiento?
El tono de voz con que
hablaba era grave, sinceramente inquisidor. El estómago de Jase se tranquilizó
al fin. Por lo menos había podido arrastrar al Nelkosan más allá del área de
una venganza mezquina en cuestiones de Honor. Ahora era el momento. La suerte
estaba echada.
—Tan nobles considero mis
actos —dijo— de apoderarme del organismo extraño como prueba correcta y
honorable de mi derecho y no sólo al puesto de Hombre-Clave en virtud del
Factor Suerte que puso al artefacto a mi alcance en primer lugar, que —hubo de
detenerse para inspirar profundamente, a pesar de su dominio propio— ¡...que desafío
el derecho de ustedes a quitarme ahora el organismo!
Y, de pronto, ante los ojos
de Jase, la escena empezó a girar, se tornó confusa y luego desapareció.
10
Se despertó luchando y
llorando. Unos rostros libres de pelos le rodeaban. Unas manos libres de pelo
le ponían en pie y le guiaban por corredores fantásticos hacia una jaula que
ascendía...
—¡No! —gritó luchando—. ¡Mi
Honor! ¡El duelo...!
—Jase, Jase —un rostro libre
de pelo se inclinaba muy próximo a él—. Todo va bien. Soy Alan Creel..., ¿no te
acuerdas? Mediante una sugerencia hipnótica te ordené que te despertaras cuando
llegara el momento del duelo. Sólo te llevamos arriba, donde tendré todo el
equipo a mano por si surgen problemas.
Jase sentía que se le iba la
cabeza. Lo que él oía tenía lógica, y a la vez carecía de ella. Todo se le
confundía en su mente.
—Puedes volver a dormirte en
cuanto te llevemos a la otra habitación —dijo la voz de aquel rostro llamado
Alan Creel.
Jase dejó de luchar y les
permitió que le condujeran, que le sacaran de la jaula y le llevaran por otro
corredor, esta vez de muros oscurecidos con alguna sustancia extraña. Lo que le
sonaba lógico estaba bien y en cuanto a lo demás, iba a volver a tiempo para el
duelo, de modo que también eso estaba bien.
Le hicieron cruzar una
puerta y entrar en una habitación brillantemente iluminada. Estaba llena de un
equipo mecánico que le resultaba familiar. Había una larga mesa, estrecha y
blanca, con un almohadón. Le ayudaban a subir a ella.
Se echó de espaldas. La luz
que le dio en los ojos le cegó por un momento; luego alguien dijo algo y la
encaró hacia el techo. Las sombras cubrieron su rostro. Sintió un pinchazo
justo bajo el codo, en el brazo derecho.
—Todo irá bien. Ahora puedes
volver. Vuelve... —Era la voz del hombre (¿hombre?) llamado Alan. Jase sintió
que todo le daba vueltas. Esta escena, esta pesadilla, se disolvió...
Ya se encontraba de nuevo en
un ambiente familiar. Era un gimnasio en el Centro de Examen. Al otro extremo
del gimnasio estaban los miembros del Consejo de Selección. Uno de ellos —el
Nelkosan— hablaba con un hombre alto y de cuerpo poderoso cuya capa de pelo
negro brillaba de salud. En un estribo sobre el hombro —aquel que no podía ser
otro que el Campeón familiar del Nelkosan— llevaba una espada de duelo, larga y
de doble filo.
—Aquí viene ya —dijo una voz
familiar.
Jase se volvió y vio a
Brodth, el Maestro de Esgrima. Bruscamente, toda la confusión se aclaró en
su mente. Recordó que Brodth se había ofrecido a reunirse con él aquí y a
actuar como su portador de armas. Mirando al otro lado de la habitación, Jase
advirtió que el Campeón del Nelkosan se le acercaba. Era un hombre de aspecto
agradable, sereno y capaz, aunque muy grande, y saludó a Jase y a Brodth al
detenerse ante ellos.
—Soy Horaag Hijoadoptivo —dijo
a Jase—. Campeón del Nelkosan. ¿Es usted Kator Primosegundo Brutogas?
—Sí, lo soy —repuso Jase.
—Entonces, señor —dijo
Horaag—, y como delegado del Nelkosan, el Honor me exige que le acuse de
arrogancia, de una actitud desafiante hacia mi amo.
—Señor —dijo Jase—, habrá de
retirar esa acusación o luchar conmigo con las armas de mi elección.
—Con Honor lucharé con usted
—dijo Horaag—. ¿En qué armas ha pensado?
Jase se lamió los bigotes.
—Espadas de doble filo
—dijo. Horaag empezó a asentir— ...y escudos —añadió Jase.
Horaag quedó cortado en su gesto. Miró fijamente a
Jase. Había un ligero endurecimiento en la piel en torno a su nariz.
—¿Habla en serio? —preguntó,
sin alterarse.
—Mi jefe —se apresuró a
decir Brodth— habla totalmente en serio.
La mirada de Horaag pasó a
éste y al parecer le reconoció como otro Maestro de Esgrima. Le observó por un
instante.
—Señor —dijo—, ¿puedo
preguntarle..., es usted Brodth Hermanomenor?
—Lo soy —dijo Brodth.
Horaag le saludó.
—Es un honor conocerle,
señor. —Se volvió y llamó más allá de sus interlocutores, a un ángulo diferente
de la habitación—. ¿El Arbitro?
Un hombre delgado, cuyo pelo
apenas empezaba a grisear en torno a las orejas, se acercó a ellos.
—¿Señores? —preguntó
cortésmente.
—Voy a presentarles al
Arbitro de este gimnasio —dijo Horaag—. Bolf Sobrinopaterno Cheles. Bolf, éstos
son mis oponentes.
—Ya los conocía. —Bolf
saludó a Jase y a Brodth—. ¿Cuál es el problema?
—Mi oponente desea luchar
con espada de doble filo... y escudo —dijo Horaag—. ¿Entra eso dentro de los
cánones honorables del combate?
—Comprobaré los expedientes
—Bolf se fue. Horaag habló cortésmente de temas banales con Jase y Brodth. Era
evidente que le interesaba sobre todo hablar con Brodth, pero dedicar casi toda
su atención al portador de armas de su oponente habría sido descortés, ya que
Jese se hallaba ante él. Por tanto, Horaag habló de temas generales,
felicitando a Jase por haber descubierto el artefacto y comentando el tamaño de
la expedición que ahora iba a enviarse.
Bolf Sobrinopaterno se
acercaba ya por el gimnasio, hacia ellos.
—Los escudos son arcaicos y
no se usan generalmente, pero siguen estando permitidos —declaró—. Sin embargo,
si el Campeón del Nelkosan desea aplazar el duelo sobre la base de que no está
familiarizado con los escudos...
—En absoluto —dijo Horaag.
Como Campeón no podía aplazarlo honorablemente, aunque fuera su derecho legal.
Como representante de una Familia, tenía la obligación de estar familiarizado
con toda clase de armas—. Si puedes encontrarme un escudo, Bolf, yo utilizaré
mi propia espada, ya que estoy familiarizado con ella.
—Por supuesto —dijo el
Arbitro.
—Buscaré las armas de mi
jefe —dijo Brodth.
Los tres salieron. Por supuesto, a Brodth se le
había pedido que dejara las armas en manos del portero de la entrada del Centro
de Examen, y Horaag tenía ya un permiso para llevar la suya. Mientras Jase
aguardaba, vio que Horaag se ejercitaba con el escudo redondo, en forma de
blanco de tiro, que Bolf le entregara. Era un círculo de metal sin adornos, que
se colocaba sobre el brazo izquierdo, el cual pasaba por unos asideros en su
superficie interior, mientras el derecho utilizaba la espada. Horaag se lanzaba
a atacar a fondo con su espada larga de doble filo a la vez que trataba de
decidir qué hacer con aquel escudo que el Honor le exigía llevar. Si se lo
colocaba muy bajo en el brazo, al adoptar la posición normal de ataque, el
escudo le hacía perder el equilibrio, y, si lo sostenía ante él, le restringía
los movimientos.
Llegaron las armas de Jase,
las mismas con las que practicara con tanta asiduidad durante los últimos días.
Las recibió de Brodth. El escudo era como el que habían entregado a su
oponente, pero la espada que sostenían sus manos era tan arcaica como el
escudo. Casi sin empuñadura, de hoja ancha y corta, era una de las que Brodth
había guardado colgadas en el muro de la sala a la que condujera a Jase aquel
primer día.
Éste metió la mano y el
brazo izquierdo por los asideros en el interior del escudo apretando
fuertemente el anterior con el puño. Aferró violentamente la empuñadura de la
espada y, en vez de adoptar la posición de ataque, se colocó más bien como un
boxeador, el hombro izquierdo y el escudo delante, y no el hombro derecho
delante y la espada tendida.
Los miembros del consejo, y
una docena o más de espectadores que se habían reunido, murmuraron al ver esto.
Una voz comentó la similitud de la posición de lucha de Jase con la de las
figuras de los viejos grabados que representaban a los guerreros ancestrales,
quienes utilizaran unas armas tan antiguas. Horaag, con la notable
adaptabilidad del atleta entrenado, copió instantáneamente la postura de Kator,
si bien con cierta torpeza. Bolf Sobrinopaterno les hizo una seña a los dos y
ambos se reunieron en el centro del gimnasio.
—Se hallan ustedes aquí por
cuestiones de Honor —empezó Bolf Sobrinopaterno mientras ellos se enfrentaban
con las armas dispuestas—, y de acuerdo con el código del combate honorable, a
fin de resolver una situación para la cual no puede hallarse otra solución.
—Jase escuchaba bolo a medias. Abría los ojos de par en par y le parecía poder
percibir el olor de todos los presentes en la habitación e incluso el mismo
aroma de ésta. Y todos los sonidos, por débiles que fuesen, llegaban claramente
a sus oídos incluso a través del resonar de la voz de Bolf.
Pensó que dentro de poco, un
breve espacio de tiempo, quizá lo bastante largo para escuchar la canción del
primer Brutogas, triunfaría o estaría muerto. Se repitió de nuevo para sí que
podía estar muerto, pero era incapaz de creerlo. Nunca se había sentido tan
vivo. El corazón le latía fuertemente, con firmeza pero no con excesiva
rapidez. El aliento entraba suavemente por las aletas de su nariz. Sudaba un
poco por debajo del cuello, pero no era tanto el sudor del temor como el de la
exultación.
Miró la figura alta y enorme
de Horaag Hijoadoptivo y la espada larga y de doble filo que sostenía en su
mano. Lo veía todo con tal claridad que podía distinguir unas muescas y roces
en la empuñadura y advertir unas como rayas sobre el suave pelaje de Horaag,
allí donde los pelos crecían en una dirección a un lado de la raya en otra al
otro. Incluso distinguía las venas en el interior de las aletas de la nariz de
Horaag.
—y éste es un caso del punto noventa y nueve —continuaba Bolf—, en el que
está previsto que, si un hombre posee algo y le ordenan que lo entregue, puede
honorablemente desafiar el derecho del que se lo quita: el derecho a exigir un
Campeón por cada parte, aunque en este caso el que desafió lucha personalmente.
Por tanto, como Arbitro, declaro el combate autorizado, celebrado ante testigos
y honorable ¡Adelante!
Esta palabra, que marcaba el
comienzo, agitó a Jase de sus pensamientos. De no haber sido por los días de
entrenamiento, habría vacilado pero los reflejos respondieron por él.
Los dos se movieron a la vez
y Jase alzó el escudo a tiempo de rechazar un ataque de la larga espada de
Horaag. En el instante en que el impacto le echó atrás, la emoción se apoderó de Jase. De pronto le
pareció que él y Horaag estaban solos en algún lugar lejano, donde se había
borrado no sólo la vista, sino incluso el sonido de todo lo que les rodeaba. Se
veían unidos en un empeño que excluía todo lo demás, compañeros en una danza
que sólo uno de ellos terminaría. Por encima del borde de su escudo veía los
ojos de Horaag entrecerrados y rápidos mientras las espadas chocaban entre
ellas y sobre el escudo del contrario.
Un grito distante penetró el
silencio que les rodeaba. Por un segundo Jase se negó a oírlo, enojado. Luego
reconoció la voz. Era Brodth, gritándole un aviso. Jase había estado cediendo
terreno. El Maestro de Esgrima de pelaje grisáceo le había reconvenido por ello
repetidamente durante los días de práctica anteriores al duelo. La ventaja del
antiguo escudo y la espada corta y arcaica se basaba precisamente en el
ataque... ya que ésta podía introducirse bajo la hoja más larga del oponente.
Jase se agachó, alzó el escudo que vino a chocar con la espada de Horaag que le
atacaba y se adelantó levantando bruscamente la suya.
Horaag cedió terreno. Jase
sintió una exaltación repentina. Entonces, sin previo aviso, su oponente le
atacó por la izquierda. Por un instante su propio escudo privó a Jase de la
visión... y Horaag se lanzó a fondo. Jase, al volverse a toda prisa, vaciló y
casi cayó al suelo. Horaag estuvo instantáneamente sobre él. Jase le rechazó
con su escudo. Horaag, rápido en aprender, le golpeó también con el suyo,
utilizándolo como un arma.
Jase resbaló bajo el golpe,
aún recibió otro fortísimo de su contrario, mucho más alto, y cayó sobre una
rodilla.
Horaag se lanzó a fondo con
la espada. Jase la detuvo con el escudo, trató de atacarle con la suya aún
arrodillado y falló. Horaag dispuso el arma para un golpe mortal, y Jase,
moviendo en círculo su espada más corta, la alzó bajo el escudo y, cogiéndole
desprevenido, dio a Horaag en el hombro. Éste dejó caer el arma de su mano,
ahora insensible, y pasó el otro brazo en torno a su oponente, más pequeño, con
el propósito de quebrarle la espalda. Jase, soltando ahora la espada, ya que no
había lugar para utilizar el arma, levantó la mano y clavó las garras en la
garganta de su oponente.
Cayeron juntos.
Cuando Jase, ensangrentado y
sin aliento, fue sacado de debajo del cuerpo de Horaag, sólo vio a un brazo de
distancia al Nelkosan que, de pie, sostenía en la mano el aro de metal del que
pendían todas las llaves de una nave expedicionaria. Las llaves de todas las
habitaciones e instrumentos de la nave que llevaría a la expedición al planeta
de las Gentes Embozadas.
Se las entregó a Jase.
11
Jase durmió profundamente al
fin.
Ya no era el sueño mediante
el cual vivía en el cuerpo de Kator. Era el sueño profundo originado por unos
fuertes sedantes que siguiera a su despertar de la conclusión triunfante del
incidente del duelo, y después de haber reconocido esta vez que se hallaba de
vuelta y entre amigos de su propia especie. Era también el sueño del
agotamiento. Pero drogado como estaba, y por profundo que fuera el sueño,
cierta impresión de confusión pervivía en él agitándole y turbándole, de modo
que creía ver unas formas oscuras que se le acercaban y le amenazaban de un
modo absurdo.
En algunos momentos le
parecía que tales formas correspondían a los ruml. En otros se sentía
igualmente seguro de que eran humanos. Finalmente, le dejaron y durmió sin
sueños ni agitación.
Cuando despertó en su
habitación en el sótano no tenía a nadie sentado en un sillón y vigilándole
como hasta entonces. Se alzó sobre un codo y miró el reloj en la mesilla de
noche junto a su lecho. Las manecillas, luminosas y amarillentas, le indicaron
que era un poco más de las tres. Se incorporó, agitando la cabeza para librarse
del sopor, y pasó las piernas sobre el borde de la cama.
Deseaba un café. Vencido aún
por el entumecimiento que sigue a un sueño tan pesado, se puso lentamente las
ropas y se dirigió a la puerta. Pero el picaporte no cedió bajo su mano cuando
intentó girarlo, y la puerta permaneció cerrada.
Frunciendo el ceño lo
intentó de nuevo; golpeó la puerta. Ésta se agitó, pero no se abrió. Empezó a
despertarse por completo. Movió otra vez el picaporte, trató de abrir la puerta y comprendió al fin que
eso era lo que no querían que hiciera.
—¡Encerrado! —dijo en voz
alta mirando la silla vacía donde debía haberse hallado un observador de
guardia. Así que, puesto que no dejaban allí a nadie para vigilarle, ¿le habían
encerrado como a un criminal o a un maníaco?
La rabia se apoderó
súbitamente de él. Cogió bruscamente el picaporte, lanzó el hombro contra la
puerta y —con mucha más facilidad de lo que esperara, ya que nunca en su vida
había tenido que derribar una puerta— saltó la cerradura del marco y la puerta
se abrió de par en par. Salió vacilante al corredor del sótano.
Con la rotura de la puerta,
su cólera, en vez de disminuir, se había incrementado. Avanzó con paso rápido
hacia las escaleras del sótano, que llevaban al piso superior, despreciando el
ascensor lento y asmático. Al dar la vuelta al ángulo más lejano del corredor,
donde se iniciaba la escalera, tropezó con un muchacho joven, con el uniforme
del ejército, y que llevaba una pistola colgando del cinturón.
—Un minuto —dijo el soldado
cogiéndole del brazo—. No puede subir. Tiene que volver a su habitación.
Jase, al rojo vivo, se soltó
de un tirón.
—Y ¿qué va a hacer, matarme?
—preguntó. Y, pasando violentamente ante el joven, subió los peldaños de dos en
dos.
Cuando pisó la alfombra
verde del rellano de la primera planta, lo encontró lleno de hombres, algunos
con uniforme de oficial. Todos le miraron y varios se acercaron a él y trataron
de hablarle, como si se propusieran detenerle, pero Jase pasó a toda prisa ante
todos ellos y continuó por el corredor hacia la parte posterior del edificio y
la biblioteca. La puerta de ésta se hallaba abierta. Un hombre con ropas
civiles guardaba la entrada. Jase entró a toda prisa en la biblioteca.
También había gente en su
interior. Estaban presentes Mele, todos los miembros de la Junta y Bill Coth,
el general que Tim les presentara a Jase y Mele hacía una semana. Hoy llevaba
su uniforme, y junto a él había un hombre bajo de mediana edad, la cabeza como
una bala de cañón, con un traje gris de corte europeo, y otro de aspecto
erudito, delgado, de unos cincuenta años y que llevaba unas gafas anticuadas
(en vez de las habituales lentes de contacto) ante los ojos azul pálido; tenía
el pelo muy rubio y las cejas casi albinas.
La entrada algo violenta de
Jase, por no decir nada del grito que lanzó inmediatamente el hombre ante el cual
pasara en la puerta, hizo que todos le miraran.
—¿Qué hace aquí, Jase?
—preguntó Coth—. No, suéltale, Hobart. —El hombre de la puerta, que sujetara a Jase por detrás, le soltó justo a
tiempo para evitar que éste le lanzara una violenta coz a la entrepierna. Jase
miró furioso a Coth.
—¿Fue idea suya el
encerrarme? —preguntó con rabia—. ¿Qué hace aquí toda esta pandilla?
—Yo los traje, Jase.
Era Thornybright, que estaba
de pie un poco separado de Coth y los demás desconocidos. El psicólogo, delgado
y muy erguido, con un traje azul marino, conservaba sus modales comedidos y
astutos de siempre.
—¿Tú? —exclamó Jase,
mirándole—. ¿Por qué?
—Eso es lo que Bill y yo nos
proponíamos explicar —respondió Thornybright—. En este proyecto las cosas
habían llegado a un punto en el que comprendí que no podíamos seguir adelante
sin informar a las autoridades adecuadas y entregarles el control. Tuvimos una
reunión y ofrecí a todos la última oportunidad de votar la entrega inmediata
del proyecto. Cuando empatamos de nuevo, llame a Bill en mi ayuda —y miró al
militar de rostro bronceado—. Él había estado aguardando fuera.
—¿Ah, sí? —dijo Jase. Se
adelantó para mirar de frente al psicólogo—, y ¿qué es eso de convocar una
reunión no estando yo presente?
Thornybright le devolvió la
mirada. Era un hombrecillo bastante bajo, y sólo dos tercios del peso de Jase,
pero su mirada era tan fría y autoritaria como siempre.
—Tal vez deba recordarte,
Jase —dijo—, que tú no eres, en realidad, miembro de esta Junta.
—Y ¿qué tal si yo te
recuerdo...? —empezó Jase—. Si es que ahora vamos a actuar por nuestra cuenta,
tal vez deba recordarte que yo soy el proyecto. ¡Yo! —Jase se golpeó el pecho
con el índice. Su cerebro era como una bola de fuego—. ¡Yo soy el único
imprescindible para lo que estamos haciendo aquí..., no todos vosotros! Y yo
soy un ciudadano americano... —se interrumpió mirando a su entorno, observando
a los demás miembros de la Junta que ya ocupaban sus sillas. Dystra estaba
tranquilamente sentado y le contemplaba sin emoción aparente—. Eso me recuerda
—dijo Jase secamente— que al parecer hemos sido ilegalmente invadidos. ¿Por qué
no llama nadie
a la policía... o a un abogado?
—No es necesario... —empezó
Thornybright, pero Coth le interrumpió.
—Creo que Jase lo
comprenderá en seguida —dijo sonriéndole—. Lo que ocurre es que nadie le ha
explicado todavía la situación. Jase, me gustaría presentarte a un par de
amigos. —Se volvió al hombre de cabeza de bala de cañón—. Éste es... —el nombre
desconcertó a Jase con su pronunciación extranjera—. Ha venido para
representar, más o menos, a los miembros extranjeros de esta Fundación de
ustedes, y a sus gobiernos. Podríamos definirle como el hombre de las Naciones
Unidas.
—Encantado de conocerle
—dijo el hombre de las Naciones Unidas sin una pizca de acento, pero con una
entonación que resonó extrañamente en los oídos de Jase. Éste se limitó a inclinar
brevemente la cabeza.
—Y éste es Artoy Swanson, de
la Casa Blanca —continuó Coth, mirando al hombre alto con gafas—. Si necesita
un abogado, él puede conseguirle incluso al Inspector General. —Coth sonrió.
—Lo tendré muy en cuenta
—dijo Jase.
La sonrisa de Coth no se
borró, pero se tornó algo grave.
—No se muestra especialmente
razonable —dijo lentamente.
—No —confirmó Jase—. ¿Por
qué no se van al diablo usted y los demás?
—No —dijo Coth mirándole con
dureza también, pero todavía controlando su voz.
—Entonces me iré yo —dijo
Jase. Se volvió y se dirigió a la puerta.
—Hobart —dijo Swanson al
hombre delgado y con gafas. El que vestía de civil se corrió a un lado para
bloquear la salida. Jase se detuvo y se volvió. Miró sarcástico a Thornybright.
—Espera un minuto, Bill
—comenzó a decir éste—. Hay otros modos...
—Me temo que no —le
interrumpió Swanson. Aparte de su aire inofensivo, se mostraba decidido. Aquel
modo de cortar en seco a Thornybright era como tratar de detener a un tigre con
una pluma, pero el caso es que el psicólogo se calló. Swanson se quitó las
gafas y empezó a limpiarlas con una servilleta de papel que se sacó del
bolsillo lateral de la chaqueta—. Todos somos voluntarios aquí, mister
Thornybright. La situación ya fue discutida esta mañana..., en otra parte, en
el cuartel general.
Y se aceptó definitivamente que cualquier intento legal por controlarles a
ustedes sería demasiado lento. Habríamos de empezar por descubrir causas para
un interdicto... basándonos en todo aquello de que pudiéramos echar mano. Y,
mientras tanto, muchas cosas podrían seguir sucediendo con Jase... y a Jase.
—Con... y a él —repitió
Jase—. Pensé que eso sería lo primero que se les ocurriría en cuanto oyeran
hablar del proyecto... La idea de que a mí me están controlando los
extraterrestres. —Miró hoscamente a Thornybright que le devolvió la mirada sin
cambio absoluto en su expresión—. De modo que has puesto en sus manos nuestros
derechos legales, ¿no es eso?
—¡Alto ahí! —dijo Swanson
con cierta exasperación—. Sea razonable. Esta gente ya ha seguido adelante por
su cuenta, sin ninguna autoridad de este gobierno, ni de ningún gobierno de la
tierra, y han establecido contacto con una raza extraterrestre, una
civilización extraña más grande, mejor, más fuerte que la nuestra, y en la que
evidentemente existen individuos interesados en borrarnos del mapa. ¿Esperaba
usted que le enviáramos una citación para ser investigado por el Congreso?
—¡No había ningún secreto
particular en torno al proyecto! —dijo Thornybright con una intensidad
extraordinaria en él—. Tanto el proyecto como el equipo que hemos utilizado se
ha descrito en una docena de revistas técnicas. Y de ahí pasó a los periódicos,
merced a los escritos de los científicos.
—Y ¿quién lee las revistas
técnicas, cuando cada año se publica un millón de artículos en casi mil lenguas
distintas? —preguntó Swanson—, y ¿quién cree a los escritores científicos... o,
si es que les cree, recuerda diez minutos después lo que ha leído? —Miró a
Jase—. Nadie que supiera lo que ustedes estaban haciendo podría pensar en serio
que de ello iba a salir algo importante.
—No —dijo Jase amargamente—.
Nunca lo creen.
—Pero ustedes lo hicieron
—dijo Swanson—, y yo afirmo que debían haber tenido más sentido de la
responsabilidad. Para con ustedes... para con el mundo y para con el resto de
la gente que lo habita. De todas formas, como digo, todos hemos venido aquí
voluntariamente. Pueden demandarnos más tarde si lo desean y si quedan
tribunales ante los que demandarnos. En lo que a mí se refiere, nada me
importa. Para el general Coth, será un final bastante desastroso después de veintiocho años de servicio
militar. Pero a ninguno de nosotros nos preocupa en lo más mínimo. La cuestión
es que ahora estamos al frente... y lo seguiremos estando a partir de este
momento.
Se volvió a mirar a los
miembros de la Junta.
—Vamos a tener que
retenerlos a todos..., al menos de momento. Les trasladaremos a una instalación
de las Fuerzas Aéreas, una pequeña, no demasiado lejos de Washington. Cuando
tengamos bien controlado este proyecto suyo les dejaremos libres —e hizo una
mueca— pueden tratar de demandarnos y conseguir que nos metan en la cárcel, o
lo que quieran. Pero, por ahora...
—No —dijo Jase.
Swanson le miró.
—No, no lo creo —repitió
Jase. Se echó atrás y se apoyó en el borde de la mesa en torno a la cual se
sentaba habitualmente la Junta y donde, con excepción de Mele y él mismo, todos
se hallaban sentados ahora—. No va a trasladarles, ni a ellos ni a mí ni nada,
fuera de este edificio.
Swanson se quitó las gafas.
—¿Ah, no?
—Eso es —dijo Jase—. Por lo
visto usted no me ha oído cuando le hablaba a Tim Thornybright hace un momento.
Le recordé que yo era el proyecto. Y lo soy... Y usted no puede obligarme a
moverme de aquí ni a hacer nada que yo no quiera hacer. Y me niego a separarme
de la biblioteca de este edificio.
Swanson volvió a ponerse las
gafas.
—Creo que sí hará lo que
nosotros queramos. Y, después de todo —añadió—, sólo queremos que continúe con
lo que ha estado haciendo, es decir: ponerse en contacto con Kator e informar
sobre lo que experimenta.
—¿Y si no lo hago? —preguntó
Jase—. Quiero decir... ¿y si no informo?
—Podemos hacer que la vida
le resulte bastante incómoda —contestó Coth muy serio.
Jase miró al general.
—¿Y si miento?
—¡Oh! —Coth se echó a reír y
contestó inmediatamente—: Lo sabríamos, por supuesto.
Jase le miró por un
instante. Luego también él rió, pero no ligeramente, sino con aire de gravedad.
—Lo hace usted muy bien
—dijo Jase—. Por un segundo pareció tan seguro de sí mismo que casi estuve a
punto de creerle. No. No podría saberlo. Y usted sabe bien que no podría. —Pasó
la mirada de Coth a Swanson, y al otro—. Soy el único eslabón que tienen con
los ruml, y necesitan mi cooperación voluntaria; la necesitan más que nada en
el mundo, porque sin mí no les quedarían sino sus pesadillas sobre una invasión
de extraterrestres.
Hizo una pausa.
—Por tanto —continuó
lentamente—, voy a decirles cómo pueden conseguir esa cooperación. Intégrense
si quieren en el proyecto, ya que se han unido a él; pero, si creen que van a
dirigirlo, están muy equivocados. La Junta seguirá actuando como lo ha hecho
siempre. Ustedes tres pueden sentarse en ella; eso es todo. Y yo continuaré
como lo he hecho hasta ahora..., sin ninguna interferencia por su parte, ni por
parte de la Junta tampoco.
Hubo un silencio mortal en
la biblioteca. Jase y Swanson seguían vigilándose. Tras un instante, éste se
quitó las gafas.
—Por el momento —dijo con
serenidad—, de acuerdo.
Jase asintió lentamente y se
volvió hacia Mele. Estaba a punto de decirle que, ahora que toda la excitación
había terminado, deseaba comer algo. Estaba a punto de pedirle que le
acompañara al comedor mientras la Junta se reunía en sesión con sus tres nuevos
miembros a fin de curarse la herida de la declaración de independencia de Jase.
Pero no se lo pidió.
Los ojos de Mele le miraban
tan aterrados como si —al estilo de la mutación Jekyll-Hyde— Jase se hubiera
transformado en Kator en su presencia. Como si ya no le conociera.
Jase salió de la biblioteca
y se dirigió solo al comedor.
12
Kator subió inmediatamente a
la Nave de la Expedición. La disposición de la misma se basaba en todas las
experiencias acumuladas a lo largo de los años en el Centro de Examen, y el
propósito era tenerla totalmente dispuesta para despegar en el momento en que
hubiese terminado la investigación del artefacto. La selección de Kator como
Hombre-Clave había tenido lugar la misma mañana en que concluyera el examen del
artefacto. Y el Capitán y la tripulación de la nave quedaron listos en muy
pocos días.
Jase, en el cuerpo de Kator,
se halló presente en la elección de estos últimos. Teóricamente podía vetar a
cualquier candidato. En la práctica, los Consejos de Selección conocían bien su
trabajo y no habría sido político por su parte el interferir. Así que se sentó
silencioso en el consejo viendo cómo se elegía a su tripulación. En realidad,
según dedujo Jase de los pensamientos de Kator y de acuerdo con los propósitos
particulares de éste, pero importaba mucho quiénes resultaran elegidos
para ir en la nave. Pues Kator tenía sus propios planes en qué pensar.
Y Jase también. Ya que,
viviendo en el cuerpo de Kator, se dejaba arrastrar por sus sentimientos e
imaginación. En su propio cuerpo, y vigilado ahora no sólo por los ojos de la
Junta, sino por los de Swanson, Coth, el hombre de las Naciones Unidas y sus
ayudantes, intentaba olvidarse de todo lo demás que no fuera la grabación de
cuanto experimentaba como Kator y su investigación personal sobre el
significado que todo aquello ocultaba.
Aunque todos lo ignoraban,
había perdido parte de su antigua confianza. Ésta fue una de las razones que le
hicieran perder el control al hallar cerrada la puerta de su habitación y, más
tarde, al descubrir que Swanson y los demás trataban de apoderarse del mando.
Swanson y el resto manifestaban claramente con su actitud la creencia de que
Jase estaba cayendo —si no había caído ya— bajo el dominio de la personalidad
extraterrestre de Kator. El hecho de que lo implicaran sin decirlo enfurecía a
Jase. Porque tal dominio sería no sólo fantástico, sino supersticioso.
Pero ya no estaba seguro de
que fuera imposible.
Esto se lo guardaba en
secreto. Desde el principio había habido un aspecto de Kator que él fue incapaz
de expresar a los miembros de la Junta o a cualquier otro observador terrestre.
Se refería a toda el área de los sentimientos de Kator como ruml. Había
empezado con el exagerado orgullo que Kator experimentaba por ser miembro de la
raza ruml, un orgullo comparable a la sensación de superioridad —inconsciente y
jamás expresada— de un ser humano al pensar en sí mismo en comparación con un
animal. Pero en el caso de Kator había algo más, mucho más. Toda un área de la
personalidad racial ruml para la que no había equivalente humano. Y era
completamente inconsciente. Los ruml no lo expresaban con palabras, ni siquiera
entre ellos mismos. ¿Por qué habían de hacerlo? Era parte del conocimiento
inconsciente de todos ellos.
Como raza, asumían ciertas
cosas. Daban por sentado ciertas cosas, cosas que ningún humano podría imaginar
y mucho menos dar por ciertas.
Cuando la mente y la
personalidad humana se duplicaban con la mente y la personalidad ruml, no había
peligro de que Jase pudiera sentirse turbado por el contacto. Pero en esta otra
área, en esta área realmente extraña, Jase había empezado a sentir los primeros
síntomas de temor. Por primera vez se admitía abiertamente el hecho de que
Kator, sin saber siguiera que Jase estaba allí, y por el simple hecho de
existir, tal vez fuera capaz de atacar y destruir ciertos elementos humanos en
Jase. Era posible que la personalidad de Kator contagiara y conquistara la
personalidad de Jase inconscientemente.
El duelo había sido lo que
finalmente llevara a Jase a esta conclusión. Hasta entonces se había ido
acercando a la verdad sin verla, como el que asciende por una montaña sin
comprender que ya se halla en la ladera. La diferencia esencial entre el humano
y el ruml era algo que Jase había apreciado desde el principio como nadie más
podría hacerlo. Pero incluso él —se decía ahora— podía haberse dejado arrastrar
a un error terrible. Había comprendido, sí, cuan distintos eran los ruml...,
pero también él había visto esa diferencia como la que pudiera haber, digamos,
entre un hombre y un oso negro inteligente.
Había olvidado que donde
había inteligencia, tenía que haber historia y cultura, e incluso un alma.
Tanto él como el ruml tenían
un modo de ser que les llevaría a luchar y morir por ciertos conceptos. ¿Y si
esos conceptos no eran mutuamente comprensibles?
¿Y si eran diametralmente
opuestos?
El hombre y el ruml podían
lanzarse entonces uno contra otro buscando la destrucción mutua. Ambos
totalmente convencidos de sus derechos, ambos entregados a una lucha a muerte y
sin la admisión de compromisos, por una diferencia de opinión inconsciente que
no podían expresarse a sí mismos, y mucho menos ante el otro.
Y sólo había una persona a
ambos lados capaz de hacer algo para impedir ese Armagedon de dos razas. Jase.
Sólo con que, en alguna parte, en los libros y revistas técnicas y profesionales
que registraba constantemente, llegara a descubrir algún concepto mutuamente
comprensible en aquella área inconsciente. Algo ni humano ni ruml, pero
reconocible por ambos. Algo, en biología o zoología, que ambas razas pudieran
comprender.
Mientras tanto, y desde el
duelo, el temor insidioso al contagio de la personalidad de Kator permanecía
siempre latente en el fondo de su mente. No había modo de resolverlo en
términos concretos, como tampoco parecía haber un medio de librarse de él. En
otro tiempo hubiese podido utilizar a Mele como refugio. Pero ahora se había
alzado un muro entre ellos. Desde aquel día en la biblioteca, con Swanson y los
demás, ella vivía casi temerosa de él, convencida de lo irrazonable de la
actitud de Jase. Éste se decía amargamente que Mele estaba por lo visto
convencida de que su conducta arbitraria se debía a una pura ansia de poder.
Gracias a Dios, ella no
compartía la impresión de que Kator podía estar contagiándole. A pesar de eso,
el temor dominaba a Jase. Era su temor y su secreto. En el duelo, y por primera
vez, se había hallado compartiendo el punto de vista de Kator, cuando ese punto
de vista era totalmente opuesto al suyo.
Kator no tenía razones para
odiar a Horaag Hijoadoptivo. Pero gozosamente, orgullosamente, alegremente
casi, le había matado, cuando podía haberse limitado a derrotarle dejándole
vivir. Al hacerlo, Kator se había sentido noble a sus propios ojos, triunfante
y admirable. Y, por un momento, Jason lo había sentido también.
Y la huella de esa actitud
extraña a él había formado parte de su actuación en la biblioteca, cuando se
enfrentara con Swanson y el resto después de romper la puerta y subir furioso
al otro piso. No había sido la suya una actuación normal en Jason Barchar...,
no, ahora ya no lo creía.
Pero sí habría sido éste el
modo en que hubiera actuado Kator Primosegundo de haberse despertado encerrado
contra su voluntad en una habitación. ¿Se estaría convirtiendo Jase en
extraterrestre por su modo de pensar?
Mientras registraba los
depósitos de libros del edificio de la Fundación a altas horas de la noche, a
la luz vacilante de la bombilla de sesenta watios bajo su pantalla que parecía
un plato
invertido, Jase se hacía esta pregunta al ver reflejado su rostro en las
ventanas ennegrecidas por la noche entre los estantes.
Y su imagen no podía darle
una respuesta.
13
La nave de la Expedición
llevaba cincuenta y ocho miembros, incluido un Capitán y un Hombre-Clave. Poco
después de despegar del Mundo Ruml, Jase se dirigió a todos los miembros de la
expedición por el sistema de intercomunicación de la nave. Se hallaba en la
sala de control, en la parte delantera de la nave, a la que se abrían los
departamentos del Capitán y el Hombre-Clave. El Capitán se hallaba a su lado.
—Miembros de la expedición
—dijo, hablando ante la pantalla de intercomunicación—, todos sabéis que
estamos comprometidos en un esfuerzo conjunto para llevar a cabo con éxito esta
Expedición al Mundo de las Gentes Embozadas y regresar con la información que
nos permitirá establecernos con éxito en ese mundo. Para todos nosotros supone
una gran oportunidad. Como miembros de esta Expedición, y una vez el mundo
quede abierto para nosotros, podemos colonizarlo y Fundar Familias propias. Así
fue colonizado cada uno de nuestros seis mundos, aparte del que habitamos, y
así se Fundaron las Familias principales.
Hizo una pausa. Con la
imaginación veía a la tripulación, repartida por toda la nave, escuchándole de
pie y honorablemente erguidos.
—Por tanto —continuó—, el
éxito de esta Expedición debe ser, para nosotros y según nuestro Honor, lo más
importante en toda nuestra vida. Yo, vuestro Hombre-Clave, me he consagrado a
esta empresa. Os prometo, por mi parte, toda la imparcialidad que pudierais
esperar de los Jefes de vuestras propias Familias. Y me comprometo a volver a
Nuestro Mundo con la información de la exploración del planeta de las Gentes
Embozadas que justificará esta Expedición. En realidad me comprometo al
cumplimiento de una operación perfecta.
Hizo una pausa de nuevo.
Sentíase consciente de una exaltación en todas sus venas, del estallar de
aquella fuerza y confianza que por primera vez naciera en él con el Factor
Suerte al descubrir el artefacto, y que le había permitido pasar con éxito la
prueba del duelo con Horaag.
—Os ordeno que recordéis la palabra que acabo de usar —continuó
levantando más la voz—. Me refiero a la palabra perfecta. Me he
consagrado a una expedición perfecta. Os sugiero que leáis los últimos escritos
del Morahnpa, jefe de la primera Expedición que salió de Nuestro Mundo. La
declaración escrita por el Morahnpa fue: Sí todas las cosas se cumplen a la
perfección, ¿cómo puede hallar lugar el fracaso en esa operación en la que así
las cosas se han cumplido? Espero una dedicación similar en todos vosotros.
Se apartó de la pantalla y
miró al Capitán de la nave que estaba de pie, un poco inclinado hacia delante
desde las caderas, los brazos cruzados ante el pecho y las piernas separadas.
Tenía la mirada clavada en él.
—Hombre-Clave. Usted nunca
había sido antes Hombre-Clave en ningún viaje, ¿verdad? —preguntó el Capitán.
—Ya sabe que no —respondió
Jase.
—Yo he sido Capitán en trece
viajes —continuó éste—, y he aprendido unas cuantas cosas sobre los que van en
las naves, tanto si éstas son de Expedición como si no. Puede ordenarse a los
hombres y esperar que obedezcan de dos modos distintos. Se les puede mandar
como un hombre, y ellos obedecerán como un hombre, es decir, no perfectamente
pero sí con gran responsabilidad. O bien se les puede dar órdenes como
Fundador, y entonces ellos le seguirán ciegamente y hasta la muerte sin
discusión. Ahora bien, como hombre se pueden cometer errores. Como Fundador,
no.
—Yo sigo hacia donde me
lleva el Factor Suerte —dijo Jase.
—Si basa sus órdenes y sus
actos en el Factor Suerte —dijo el Capitán—, no hay alternativa para el fallo.
Eso lo sabe usted bien, Hombre-Clave. El que se apoya en el Factor Suerte para
dar sus órdenes y fracasa después, debe ser destruido, a fin de que ese Factor
Suerte no quede sólo en una experiencia que pueda intentarse de nuevo para
ganar la segunda vez. No puede haber segunda vez si la raza ha de evolucionar a
partir de los mejores.
—Eso lo sé —dijo Jase—. Lo
he sabido desde que divisé el artefacto extraño.
El Capitán inclinó la
cabeza.
—Entonces —dijo—, ¿es un hombre
o es un Fundador el que llevamos como Hombre-Clave? Tengo derecho a saberlo. La
tripulación ya lo comprenderá por sí misma a su debido tiempo.
Jase miró francamente los
rasgos cubiertos de pelo gris del otro más viejo.
—Un Fundador.
El rostro del Capitán no se
inmutó. Inclinó de nuevo la cabeza.
—Señor, ¿puedo dedicarme
ahora a mis obligaciones? —preguntó.
—Sí —contestó Jase.
El Capitán se alejó hacia
los paneles de mandos que cubrían las paredes de la sala.
También Jase dio la vuelta y salió de la Sala de
Control. Recorrió todos los pasillos de la nave, inspeccionándolos a fondo.
Como Hombre-Clave, parte de su trabajo consistía en asegurarse de que ninguna
cerradura hubiese sido manipulada. No debía haber a bordo actos deshonrosos ni
luchas o crímenes que quedaran sin resolver, por haberse alterado las normas de
seguridad obligatorias para todos. Los de esta nave, desde luego, eran hombres
bien seleccionados y de probado honor, de modo que un crimen resultaba
inconcebible. En cuanto a los actos deshonrosos, la posibilidad era también muy
remota, pues resultaba difícil creer que alguien de una tripulación como ésta
pensara en algo tan mezquino como las ventajas y ganancias personales. Ahora
bien, en cuanto a las luchas no podía haber Honor en un ruml si no tenía una
gran opinión de sí mismo. Y cuando muchos hombres vivían juntos y como
enjaulados, esa soberbia individual por fuerza había de resultar conflictiva.
Los pocos miembros de la
tripulación que encontró lo saludaron y continuaron con sus deberes. La nave
iba equipada con tres hombres para cada puesto, de modo que sólo un tercio de
ellos estaba ahora de servicio. Jase examinó el gimnasio, el espacio para la
carga en el fondo de la nave, y la Sección de Construcción, cuya maquinaria
ocupaba la mayor parte de la sección media de la nave, aparte de los
departamentos destinados a la tripulación. Finalmente recorrió los dos
corredores flanqueados por los camarotes, y probó la cerradura de la puerta de
cada uno.
Cada cuatro o cinco puertas
abría una al azar, para comprobar el funcionamiento de sus llaves. Que hiciera
esto el Hombre-Clave no suponía violación al derecho a la protección y al
aislamiento. En la primera media docena de camarotes que abrió no había nadie.
Casi todos estaban en el gimnasio, recreándose. Pero a la séptima puerta que
abrió halló a un miembro de la tripulación enroscado y leyendo en el cojín de
dormir.
Se puso instantáneamente en
pie y le saludó. Jase le miró.
—¡Bela! —dijo. Era su
Primosegundo entre los Brutogasi.
—He sustituido a otro —dijo
Bela. Se miraron y Jase sintió que le dominaba una oleada de afecto por aquel
miembro de su propia Familia. Pero no podía expresarlo, ya que se interponía
entre ambos su cargo y las reglas de la nave.
—Me alegro de tenerte con
nosotros —dijo Jase. Salió, cerrando cuidadosamente, y probó la cerradura a sus
espaldas. De entre todos los que estaban a bordo, había que impedir, sobre
todo, que Bela fuera atacado en su sueño, como el pobre Aton Tiomaterno por su
compañero de exploración.
Regresó a sus propias
habitaciones. Sobre una mesa pequeña, había dejado el gusano en su cubo de
plástico y una maqueta del artefacto. Añadió las llaves de la nave a los otros
dos sujetos y se sentó en cuclillas ante ellos. Sentía que el Factor Suerte lo
iluminaba con una gran luz interior. A su resplandor, la dedicación con que se
entregaba a su tarea llegaba a alcanzar a Bela, a Aton que ya muriera, a esta
tripulación, a su Familia y a todos los ruml. Arrastrado e impulsado por el
éxtasis de su sueño, Jase se enroscó en el suelo y se entregó por completo a
soñar.
En los días siguientes la
nave saltó al área de una amplitud de tres años luz en la que se calculaba que
estaría el planeta de las Gentes Embozadas. Sólo había dos posibles sistemas
estelares en esta área, ambos notablemente parecidos por el hecho de que sus
soles eran estrellas pequeñas y amarillas, y de que ambos tenían más de una
docena de cuerpos planetarios circundándoles, a juzgar por las lecturas
magnéticas de su área espacial.
Únicamente un planeta del
sistema más próximo sería capaz probablemente de mantener la evolución de una
raza en cierto modo similar a la de los ruml, y a las órdenes del Hombre-Clave
fue examinado, descubriéndose que no sólo estaba deshabitado, sino que era totalmente
inhabitable, ya que carecía por completo de agua. Se tomaron muestras y se
hicieron informes para el caso de que el futuro desarrollo científico
descubriera el modo de hacerla habitable para los colonizadores ruml, y la nave
se desplazó a las proximidades del otro sol, con su posible sistema de mundos
habitables.
Precisamente a la conclusión
de este salto sonó la señal del Capitán. Jase, en sus habitaciones en ese
momento, contestó a la pantalla.
—Ha habido una pelea entre
dos de los hombres —dijo el rostro del Capitán desde la pantalla.
—Voy en seguida —dijo Jase
poniéndose en pie de un salto—. Reúna a los miembros de la expedición en el
gimnasio.
Cuando llegó allí, todos los
hombres de a bordo se habían reunido en pie en dos grupos, dejando un pequeño
espacio entre ellos. En él se hallaban los dos luchadores y frente a ellos el
Capitán con una mesa portátil ante él sobre la que se hallaban los documentos
referentes a la investigación sumaria que ya se estaba celebrando.
Jase se colocó junto al
Capitán y miró sobre la mesa a los dos que habían peleado. Se le contrajo el
estómago. Uno de ellos era Bela.
—¿Los informes? —preguntó
volviendo al Capitán.
—Aquí están, señor. —El
Capitán le entregó los documentos que, naturalmente, estaban ante Jase y sobre
la mesa. Éste los tomó y los estudió de una rápida ojeada. Los dos
involucrados, leyó, eran Bela y uno de los Antoniti. Ninguno había reclamado el
derecho a guardar silencio. Ambos habían contado sinceramente su versión, y las
dos coincidían. El Antoniti había creído que Bela trataba de desacreditar su
labor en la nave. Por tanto, había atacado a Bela sin aguardar a desafiarle
públicamente. Bela le había devuelto el golpe.
El estómago de Jase se
relajó. Era indudable que Bela no había tenido alternativa. Una vez atacado, y
siendo hombre de Honor, sólo podía pelear, aunque por su carácter hubiera
sabido dominarse. Ahora sólo se trataba de condenar al Antoniti y excusar a
Bela de toda culpa.
Pero ya a punto de
pronunciar esas palabras, Jase tuvo una idea. Una idea tan repentina y tan conveniente
que sólo podía surgir del Factor Suerte, causante sin duda de que en esa
primera pelea estuviese involucrado Bela. Era inevitable que estallaran
diferencias de opinión en un viaje tan largo y con cincuenta y ocho hombres
encerrados entre las paredes de una nave. Pero sólo el Factor Suerte podía ser
el responsable de que uno de los contendientes de la primera pelea fuera el
Primosegundo de Jase. Alzó pues la vista de los documentos y contempló a todos
los miembros reunidos de la Expedición.
—El Antoniti —declaró—, y
según confesión propia, ha sido el instigador. Normalmente, sólo él sería
condenado. Sin embargo, juzgo necesario recordaros ahora que, al comienzo de
este viaje, ya os comuniqué que esperaba de todos vosotros una actuación
perfecta en esta Expedición. Ejecutar únicamente al Antoniti sería permitir que
continuara entre nosotros un hombre que ha puesto en peligro la Expedición con
su actitud. Por tanto, si bien absuelvo a Bela Primosegundo Brutogas de
cualquier culpabilidad en el accidente, y en los archivos de la nave constará
mi declaración de que él actuó honorablemente en todos los aspectos, en interés
de la perfección suma e inexorable de mi actuación, a la que me consagré al
principio de este viaje, a él condeno también.
Observó a Bela y al
Antoniti. La mirada de Bela se cruzó firmemente con la suya.
—Así los juzgo como
Hombre-Clave.
Se echó atrás y se apartó de
la mesa, oyendo a sus espaldas el rugido estentóreo de la tripulación que se
lanzó como un solo hombre sobre los dos condenados para desgarrarles la
garganta. Volvió lentamente por los corredores hasta sus propias habitaciones,
y sólo cuando estuvo de nuevo tras la puerta cerrada del camarote individual
cedió a los sentimientos de dolor que antes amenazaran con vencerle.
Se dejó caer en cuclillas
ante la mesa sobre la que se veía el gusano en su cubo transparente, silencioso
e inmóvil. La violencia del dolor agitó todo su cuerpo, y de tal modo que hubo
de abrir violentamente la boca y respirar a fondo porque creía ahogarse. Primero
había sido Aton Tiomaterno. Ahora Bela. ¿A quién más iba a exigirle el Factor
Suerte que sacrificara al Jefe de su Familia, al mismo Brutogas?
La puerta habló tras él
anunciándole que el Capitán estaba fuera y deseaba verle. Jase recuperó la
compostura y se puso en pie.
Franqueó la entrada al
Capitán cerrando la puerta tras aquel hombre más viejo. El Capitán le saludó.
—¿Qué hay? —preguntó Jase.
—Señor —dijo el Capitán, y
había un respeto profundo en su voz—, deseo ofrecerle mis condolencias por la
muerte necesaria de su pariente.
—Gracias —dijo Jase con voz
inexpresiva.
—Y, señor. —el Capitán
vaciló—, los miembros de la Expedición me han encargado de que le transmita
también sus condolencias.
—Gracias.
El Capitán todavía parecía
vacilar.
—¿Algo más? —preguntó Jase.
—Sí, señor. —El rostro del
Capitán estaba rígido de emoción—. Algo que deseaba decirle, Hombre-Clave.
Estoy seguro de que la tripulación a bordo de esta nave le seguirá a cualquier
parte. Cuando emprendimos el vuelo le dije que había dos clases de líderes a
los que siempre siguen los ruml. Al que es un hombre, y al que es un Fundador.
Señor —continuó el Capitán—, es un gran Honor para mí, y para todos los de a
bordo de la nave, el tener a un Fundador como Hombre-Clave en esta Expedición.
Saludó y salió del camarote.
Jase cerró la puerta tras él
y se acurrucó de nuevo ante la mesa donde estaba el cubo de plástico y la
maqueta del artefacto. Dos grandes emociones en conflicto —dolor y triunfo—
luchaban en su interior. Era algo maravilloso, y muy solitario también —se
dijo—, el sentirse impulsado por el Factor Suerte. Se cubrió los ojos con las
manos y dejó que sus emociones le agitaran al máximo.
Lloroso y exultante, seguro
tras la puerta cerrada, y en glorioso aislamiento de Hombre-Clave se quedó al
fin dormido.
14
—Le digo —insistió Swanson— que sabemos que han aterrizado. En el lado
opuesto de la Luna. ¿Por qué no nos lo dijo?
Jase sintió que vacilaba un
poco debido al cansancio y decidió sentarse. Se dejó caer en uno de los
sillones pesados y ricamente tallados que solían estar en torno a la mesa de
reuniones en la biblioteca; pero éste se hallaba ahora algo retirado.
Coth sí estaba sentado junto
a la mesa de la biblioteca, así como el hombre de las Naciones Unidas. Swanson,
de pie ante la mesa, hablaba con Jase. No se hallaba presente Mele ni ninguno
de los miembros originales de la Junta. En cierto modo éstos habían dejado de
tomar parte en las discusiones —peleas más bien— entre Jase y los asociados de
Swanson. Pero habían venido a ocupar su lugar algunos individuos no
identificados —hombres con ropas civiles y de diversa edad— que se sentaban en
la habitación y escuchaban con gran interés, pero sin interrumpir jamás el
duelo verbal entre Swanson y Coth por una parte, y Jase por la otra.
—¿...Que no se lo dije?
—Jase se pasó la mano por la mandíbula. Necesitaba afeitarse. Incluso Alan
Creel había desaparecido para ser reemplazado por un médico con cierto acento
francés y el típico cuello grueso del hombre de mediana edad—. He estado tan
ocupado en los depósitos de libros... —registró en su memoria, tratando de
aislar los recuerdos de Kator que trataban de dominar toda su atención—. Debe
habérseme olvidado.
—Pues recuerde que lo que le
hace a usted valioso es precisamente el hecho de no olvidarse de decirnos nada
—dijo Coth desde la mesa.
Jase le miró agotado.
—No me amenace —dijo—. Estoy
demasiado exhausto para que me vengan con amenazas. He de conservar todas las
fuerzas para las cosas necesarias.
—Sí —dijo Swanson sin
volverse—, tal vez será mejor que nos mostremos amables, Bill. Jase parece
trastornado. Pero, Jase, eso sucede porque se está agotando en esos depósitos
de libros. ¿Por qué no lo deja por algún tiempo?
—Es nuestra única
oportunidad —dijo Jase apoyando la cabeza contra la parte superior del respaldo
de su sillón y cerrando los ojos por un segundo.
Lo que Swanson decía se
convertía en un revoltillo de palabras incomprensibles en esos instantes en que
el sueño trataba de arrastrarle a la inconsciencia. Jase abrió los ojos y de
nuevo escuchó con claridad la voz de Swanson.
—¿Qué ha averiguado, de
todos modos?
—Mucho —afirmó Jase—. Mucho.
—¿Por ejemplo?
—Estoy en la pista —dijo
Jase— de lo que es ese manantial del que surgen sus reacciones instintivas. Eso
es lo que tenemos que comprender. No lo que hacen, sino por qué lo hacen.
—¡Sea razonable!
—interrumpió Coth de pronto, con tono furioso—. Han aterrizado en el otro lado
de la Luna, y se han ocultado allí en alguna parte. Los tendremos encima en
cualquier momento. ¿Acaso tenemos tiempo ahora para tanta investigación
científica y tanta tontería?
—¡Tontería! —Jase se
enderezó de nuevo en el sillón alzando la cabeza del respaldo—. Precisamente
hemos llegado a este punto porque el mundo no tuvo tiempo para eso que usted
llama tonterías. Sí, la misma clase de tonterías y con el mismo tipo de
personas como usted sin interesarse por ellas. Tenemos ya el cuello lanzado al
espacio y dispuesto a que nos lo corten mientras el cuerpo, toda nuestra raza,
sigue apegado a la tierra, viviendo y pensando siempre «que hay mucha distancia
de aquí a Tokio». Y el mundo desnudo e indefenso en un espacio con un radio de
seiscientos años luz en torno...
Se interrumpió de pronto. Ya
había perdido así el control con esta gente en otras ocasiones. Y todo era
inútil; ni siquiera llegaba a penetrar en su mentalidad cerrada que juzgaba a
los ruml como algo entre una horda de extraños de pelaje negro y una mezcla de
todos los monstruos cinematográficos de la ciencia-ficción que habían visto en
la tele.
—¿Qué quieren ahora de mí?
—preguntó Jase cansadamente.
—Sabemos que han aterrizado
en el otro lado de la Luna —dijo Swanson—, pero desconocemos el lugar exacto.
Eso puede decírnoslo usted.
—¿Para qué? —preguntó Jase—.
¿Para que pueda enviar una de nuestras naves espaciales sobre ese punto y que
deje caer en él una bomba nuclear?
—¡Por supuesto que no!
—gritó Swanson—. Intentaríamos cogerlos vivos si fuera posible.
—No sería posible —dijo
Jase—. En cualquier caso, van a tener que dejarles en paz. —Cerró los ojos de
nuevos acariciando la idea de un sueño profundo y prolongado—. Porque yo no se
lo diré.
—¡Que no nos lo dirá! —La
voz de Coth le obligó a abrir los ojos, asustado—. ¿No quiere decírnoslo?
—No —dijo Jase—. Mientras
les dejen en paz, ellos no tienen razones para pensar que ustedes conocen su
existencia. Seguirán explorando en vez de enviar mensajes a su Mundo mandando
traer una fuerza invasora conjunta de sus siete planetas. Porque, una vez lo
hagan, ya no habrá esperanza para nosotros. Mientras continúen a la espera,
tengo tiempo para seguir investigando qué es lo que mueve a alguien como Kator.
Qué es lo que hace nobles sus actos...
—¿Nobles? —dijo Coth—. Ese
tipo que comparte su mente, ese Kator Primosegundo, mató a su compañero de
exploración mientras éste dormía, mintió al respecto, les robó parte del
artefacto Anzuelo a sus propias autoridades, se aprovechó injustamente de su
ventaja para matar a un congénere en el duelo... y acaba de ejecutar al único
pariente próximo al que apreciaba con objeto de ganarse la admiración de la
tripulación de su nave. —Inspiró profundamente por un segundo. Había dos
manchas violentas de color en su rostro, sobre los pómulos agudos— ¡...Y todo
eso son actos nobles, según lo que a usted le parece adecuado contarnos de él y
de su raza!
—Nobles según sus normas, no
las nuestras —contestó Jase. Fue mirándoles a todos en torno, de uno en uno—.
¿Es que no hay uno solo de ustedes dispuesto a ver con una nueva mentalidad más
amplia la diferencia entre los ruml y los humanos?
—Por supuesto —dijo
Swanson—, sólo esperamos que nos explique esas diferencias. Y lo que
significan.
—¡Pues para lograr eso es
para lo que me estoy rompiendo el cuello! —estalló Jase, furioso—. ¡No les pido
que escuchen una serie de diferencias para sacar como única conclusión que los
ruml no son como nosotros! ¡Para empezar ya les pido que crean que no son como
nosotros, y luego utilicen ese hecho como punto de partida para comprender las
diferencias de creencias, de ideas y de actos!
—Y, después que lo hayamos
comprendido, ¿qué? —preguntó Coth—. ¿Acaso el que los comprendamos detendrá a
Kator y a su Expedición? ¿O a los ruml que vengan tras ellos?
—No —respondió Jase—, pero
si les comprendemos, tal vez podamos explicarles por qué no necesitan ni deben
tratar de matarnos y de apoderarse de nuestro mundo del modo que desean. ¿No lo
entienden? —miró a Swanson—. Ellos no saben el porqué. Ni nosotros
tampoco..., todavía. Pero sí existe la oportunidad de llegar a saberlo a través
de mí y de mi contacto con Kator. Por tanto, la responsabilidad de hallar la
respuesta es nuestra, no suya.
Uno de los presentes, que
jamás hablaba, gruñó ahora despectivamente.
—Cállese —le dijo Jase,
mirándole con asco—; yo soy tan humano como usted. Ningún extraterrestre está
hablando a través de mí. —El hombre que gruñera sacó un cigarrillo, lo estudió
y lo encendió, sin mirar a Jase ni demostrar que le había oído.
—Adelante —dijo Swanson
pacientemente—. Adelante. Explíquenoslo.
—Miren —dijo Jase
incorporándose en el sillón—. J. P. Scott, a principios de la década de los
sesenta, hizo algunas investigaciones sobre los períodos críticos en el
desarrollo de la conducta, que se publicaron en la revista «Ciencia». Acabo de
leer otra vez aquel artículo que él escribió. Según las investigaciones de
Scott, existe una flexibilidad notable en el desarrollo de la conducta. En los
seres humanos y los perros, por ejemplo, los períodos pueden tener lugar
realmente en un orden inverso...
—¿Qué períodos? —preguntó
Swanson.
—Bien, esto es algo que
varía de una especie a otra. La golondrina, por ejemplo, dice Scott, tiene seis
períodos de desarrollo. Los perros, los cachorros, tienen cuatro. Primero el
neonatal, el período de cuidado materno. Luego el período de transición, en el
que el cachorro se inicia en los métodos adultos de alimentación y movimiento.
En tercer lugar viene el período de socialización, en el que empieza a
relacionarse con sus iguales, jugando y formando los lazos sociales primarios.
La etapa cuarta y última, la juvenil, está caracterizada por el principio de la
ablactación definitiva: la independencia.
Jase hizo una pausa y tragó
saliva. Tenía la garganta seca por su esfuerzo para hacerse entender.
—¿Y qué? —exigió Coth.
—¿No lo comprende? —preguntó
Jase—. Vea lo muy diferente que es un perro de un ser humano. Y, sin embargo,
esos cuatro períodos se corresponden, aunque no en el mismo orden, a los
períodos similares en el desarrollo humano. Pero, de estos cuatro, sólo uno es
comparable a un período del desarrollo ruml. Los demás son inconscientes o no existen
en absoluto en el desarrollo de un individuo joven como lo fue Kator.
—¿Qué quiere decir?
—preguntó Swanson quitándose las gafas y empezando a limpiarlas con una
servilletita de papel.
—¿Es que no leyó mis
informes iniciales? —le acusó Jase—. Kator ni siquiera fue consciente hasta
que, según contamos nosotros, tenía unos diez años. Nació después de ser
llevado durante tres años en el seno de su madre, luego fue transferido a una
bolsa, una bolsa como la de los marsupiales, en la que pasó los seis años
siguientes, desarrollándose físicamente, pero creciendo apenas, y tan
inconsciente como el ser humano hundido en un sueño profundo, alimentándose,
respirando y realizando todas las demás funciones mediante reflejos
instintivos. Luego, de pronto, al cumplir los diez años, empezó a crecer. Al
cabo de una semana ya era demasiado grande para la bolsa que fuera su hogar
durante seis anos. Se despertó a la consciencia, luchó por salir de la bolsa y
abandonó a su madre. Al cabo de un par de horas de haberla dejado ya caminaba
erguido, físicamente capaz de cuidarse de sí mismo, en realidad un joven adulto
en miniatura, ya ablactado. Si hubiera actuado por sus propios instintos, se
habría alejado de su madre. Pero, según las normas civilizadas de los ruml, fue
llevado primero al Jefe de su Familia y recibió un nombre; más tarde se le dio
una habitación particular. Durante los dos años siguientes creció hasta
alcanzar casi las nueve décimas partes del tamaño de un adulto, y ocupó su
lugar en la sociedad ruml.
Se detuvo, agotado, tragó
saliva de nuevo y miró en torno. Ninguno de los rostros que le observaban daba
muestras de haber comprendido las implicaciones de lo que acababa de decir. En
realidad, aquellos hombres silenciosos reflejaban más bien un aire de aburrimiento.
—¿Es que no, es que no pueden
comprender? —Jase se volvió suplicante a Swanson—. Todas aquellas cosas que
el niño humano aprende en diez años de asociación, creciendo entre sus padres u
otros adultos, es completamente desconocido para un ruml. El amor materno les
resulta desconocido; los juegos y los grupos juveniles les son desconocidos.
Todo el proceso de aprendizaje mediante el ejemplo les es desconocido. En lugar
de todo esto sólo tienen los reflejos o los condicionamientos instintivos que
únicamente podemos adivinar. Las razones que puede tener Kator para hacer todo
lo que hace carecen literalmente de lógica según nuestros términos, pero sí
tienen lógica para él. ¡Y hemos de comprender por qué son lógicas estas razones
si queremos impedir el ataque de los ruml!
Calló sin fuerzas al fin.
Swanson seguía mirándole.
—Lo siento —dijo éste al
cabo de un instante—. Ni le he entendido, ni me ha convencido de que todo ese
estudio e investigación que realiza nos conduzca a algo vital. Y mucho menos
que sea más importante que la acción sensata y realista de apresar esa
Expedición ruml allá arriba, en el otro lado de la Luna. Ahora, ¿quiere
decirnos dónde están?
—No —dijo Jase. Se puso en
pie, se balanceó ligeramente y se echó hacia atrás para apoyarse en el respaldo
del sillón a fin de afirmar los pies—. Y usted no seguirá adelante sin que yo
se lo diga, porque lo que sí afirmo es que no puede acercarse a investigar en
el otro lado de la Luna sin que ellos le vean. Y, si ellos le ven, enviarán un
mensaje inmediatamente, por redifusión a través del universo, hasta el Mundo
Ruml, y con ellos habrá empezado la invasión ruml. Por tanto..., no se lo diré,
y usted los dejará en paz.
Se volvió y se dirigió hacia
la puerta cerrada de la biblioteca. A medio camino se detuvo y se enfrentó de
nuevo con ellos.
—Pero sí le diré lo que van
a hacer ahora que se han instalado en la Luna —continuó—. Enviarán diminutas
cámaras transmisoras sobre la superficie de la Tierra a fin de que recojan
filmaciones de su aspecto, y del aspecto que tenemos nosotros. Les mantendré al
corriente del punto a que se envíe cada una de esas cámaras..., y si allí hay
algo que no desean que vean ellos pueden arreglárselas para que esas cámaras se
estropeen por accidente. —Se interrumpió, vacilando ligeramente—. Y mientras
tanto, yo continuaré con el trabajo más importante, que usted me permitirá.
Porque yo soy el único vigía tras el campo enemigo, y no puede obligarme a
actuar contra mis deseos.
Se rió..., o más bien se
había propuesto reír, pero el sonido que salió de sus labios fue el gemido de
un hombre a punto de derrumbarse.
—Porque —continuó, como si
deseara compartir el chiste con ellos— yo estoy tan dispuesto a morir por
salvar el mundo a mi modo, como ustedes lo están para hacerlo al suyo...
Giró en redondo, tanteó
hasta abrir la puerta de la biblioteca y salió cerrándola a sus espaldas. Ya en
el exterior, vaciló y hubo de apoyar una mano contra la pared.
Desde el interior de la
habitación que acababa de abandonar, una voz penetró la consistencia relativa
de los paneles de la puerta. No era una voz familiar, y supuso que pertenecía a
uno de los hombres que siempre se hallaban presentes y nunca hablaban.
—¡Ese bastardo en su torre
de marfil! —dijo la voz—. ¡Probablemente jamás tuvo que trabajar para ganarse
la vida!
15
La nave de Expedición había
alunizado y se hallaba bien segura bajo doce metros de roca lunar. Al examinar
la situación, Jase se sintió satisfecho. Todos los hombres habían trabajado con
plena dedicación, y aunque las Gentes Embozadas pudieran compararse con los
ruml, y aun en el caso de que se hubieran despertado sus sospechas,
necesitarían echar mano de todos sus instrumentos para tratar de encontrar la
Expedición..., y tal vez ni así la hallaran.
Jase atravesó la Sección de
Construcción. En esta parte de la nave —y con la única excepción del Capitán y
de él mismo— los otros miembros de la Expedición trabajaban constantemente a
fin de construir las copias de objetos y criaturas extraños que albergarían las
cámaras transmisoras, diminutas pero extraordinariamente potentes.
«Recolectores de información», se les llamaba oficialmente, y «colectores»,
lisa y llanamente, entre los miembros de la Expedición.
Éstos eran de tres tipos,
dos de los cuales habían sido ya enviados. El inicial era sencillamente un cubo
metálico de hierro y níquel con una superficie monomolecular altamente
sensibilizada para recoger durante tres días imágenes del ambiente que le
rodeaba. Además, estos colectores habían sido equipados con pequeñas unidades
impulsoras internas a fin de que descendieran hasta la superficie del planeta
de las Gentes Embozadas y regresaran luego a la nave..., y también para que
explotaran mediante control remoto desde la nave o bien si caían en manos de
alguien y éste se propusiera investigarlos.
Varios miles de este tipo,
semejantes a fragmentos de meteorito, habían sido enviados al planeta y
recuperados con sólo una pérdida de un veinte por ciento debida a los
accidentes o a la autodestrucción conveniente. Por cuanto sabían los ruml a bordo
de la nave, ninguno de esos colectores primarios había sido siquiera reconocido
como algo distinto de un fragmento de roca..., y mucho menos manipulado por uno
de los nativos. A ello se habían dedicado cinco semanas, y la Expedición
contaba ahora con un mapa completo y detallado del mundo de las Gentes
Embozadas, desde el plano de las calles de sus ciudades hasta los contornos de
sus océanos más profundos.
Ésa había sido la fase
primera del trabajo de exploración que debía llevar a cabo esta Expedición. Al
reseñarlo en su cuaderno
de bitácora particular, Jase había escrito tras el último informe: Completado
a la perfección.
La siguiente etapa consistió
en el envío de los colectores secundarios. Éstos eran muy semejantes a los
primeros —cubos de hierro y níquel—, pero algo más grandes y con capacidad de
carga en su interior. Tras cuatro semanas de trabajo, y según el cuidadoso
estudio llevado a cabo por los xenobiólogos que figuraban en la Expedición,
éstos recomendaron tres tipos de formas vivas y pequeñas, nativas del planeta,
como el tercer tipo de colectores. Y, tras una consulta con el Capitán, Jase
había estado de acuerdo en seguir adelante y utilizarlos.
Al terminar de escribir la
segunda fase de su cuaderno, Jase añadió: Completado a la perfección.
Los tres tipos de vida
nativa que se eligieran fueron un insecto volador y pequeño que chupaba la
sangre, conocido por los habitantes del planeta como el mosquito; un
pseudo-insecto reptante de seis patas, del género de los artrópodos según la
clasificación de las Gentes Embozadas —arácnido o «araña»—, y un animal pequeño
de morro alargado, cola larga también, que se alimentaba de carroña, ya que era
evidente que vivía de los restos de comida y de cuanto podía robar en los
almacenes y alcantarillas de las ciudades de las Gentes Embozadas. En las
reduplicaciones de estas criaturas vivas se ocupaba ahora la Expedición.
Las reduplicaciones que
fabricaba la tripulación estaban muy lejos de ser imitaciones ideales; era
difícil que lo fueran cuando se construían con tanto apresuramiento y en el
estrecho espacio de una nave. Pero, lo mismo que los colectores primarios,
podían destruirse mediante control remoto antes de que los nativos los
capturaran e investigaran; por tanto no era necesario que hubiesen de soportar un
examen a fondo.
Estas reduplicaciones iban
enviándose ya a las ciudades de la Tierra. Jase se detuvo junto a la pantalla
del monitor de uno de los tripulantes y examinó un informe filmado y enviado
por un colector depositado en uno de los hospitales nativos. Jase contempló
fascinado el interior de una habitación con dos plataformas para dormir, muy
elevadas y sobre cuatro patas.
Los nativos eran en verdad
sorprendentes; desde luego incomprensibles. Por supuesto poseían cerraduras y
llaves. Pero aquellos que hubieran podido equipararse con el Hombre-Clave sólo
operaban de noche y generalmente en áreas de las que se hallaban ausentes los demás
nativos. Parecía que las Gentes Embozadas consideraban más digna de guardarse
la propiedad que la vida. Lo cual sugería que el concepto de Honor en este
planeta era totalmente distinto del de los mundos de los hombres. Las mujeres
no llevaban a sus hijos en bolsas, como era lo normal, sino que los pequeños
nacían diminutos e impotentes, y gran parte de la vida de la madre estaba
dedicada a cuidarles hasta que crecían en tamaño, fuerzas y salud a fin de
enfrentarse a sus responsabilidades como individuos.
Todo aquello era un poco
repulsivo. Pero —se recordó Jase— para las Gentes Embozadas, resultaba
perfectamente normal. Los miembros de la Expedición habían sido bien instruidos
antes de dejar su Mundo, y los xenobiólogos les habían advertido y aconsejado
con firmeza que no adoptaran una actitud de superioridad hacia la vida nativa.
Porque eso confundía y cargaba de prejuicios no sólo los informes, sino también
las facultades de información y observación.
«Es de esperar que sean
diferentes.» Éste fue, en resumen, el consejo de los xenobiólogos a la
Expedición, indicando que los ruml habían encontrado criaturas extrañas antes
de ahora en los seis mundos conquistados en la antigüedad y colonizados por
completo más tarde.
Por supuesto, eso era muy
cierto. Sin embargo —pensó Jase—, una cosa era contemplar un animal extraño
sin reacción emocional; y otra contemplar a un extraño que era un ser tan
inteligente como uno mismo. Se tendía a esperar de él —o de «ello»— que se
condujera según las normas adecuadas e inteligentes de limpieza, de moral, de
ética, etcétera.
Era una suerte —siguió
pensando al apartarse de la pantalla—, que los ruml no hubieran encontrado este
planeta de las Gentes Embozadas antes de haber aterrizado en los otros planetas
sobre los que vivían tan sólo criaturas semiinteligentes La primera reacción
sincera y espontánea de una raza de hombres no acostumbrada a la vista de los
extraños les hubiese llevado a exterminar a las Gentes Embozadas por pura
repulsión. Y eso habría sido una acción en absoluto honorable.
Pensando ahora por
anticipado en el momento en que se convertiría en la suprema autoridad en aquel
planeta a sus pies, tras la conquista. Jase tomó buena nota de no permitir el
exterminio de los nativos, a no ser para reducir su número a un nivel normal de
conservación. Era criminal, por no decir deshonroso, el modo en que se había
eliminado por completo especies extrañas y notables en los primeros planetas
colonizados por los ruml.
En realidad —seguía pensando
Jase—, la cuestión podía ir incluso más allá de la conservación de la especie.
Las Gentes Embozadas eran realmente inteligentes, y con una tecnología notable.
Además, a juzgar por su indiferencia al aislamiento total y a la seguridad
individual, eran evidentemente una especie amistosa, amable por lo general. Los
colectores habían transmitido millones de escenas filmadas, pero casi no se
veían luchas en absoluto. Lo único que se parecía en cierto modo a un duelo
había sido una pelea de dos nativos que recogiera un colector. Ahora bien,
aquella especie de mitones no podían considerarse armas; en realidad, no cabía
la menor duda de que eran todo lo contrario. Probablemente se proponían impedir
que los duelistas se hicieran daño. Y, a juzgar por el número de espectadores,
aquello debía haber sido un caso muy excepcional.
Tal vez era incluso posible
que los nativos —siempre que se les adiestrara, y que no olieran demasiado mal
ni nada semejante— pudieran utilizarse como criados y obreros en la cultura
ruml. Quizá...
—¡Señor! —la voz del Capitán
interrumpió los pensamientos de Jase.
—¿Sí, Capitán? —dijo,
volviéndose.
—Deseaba hablarle,
Hombre-Clave. —El Capitán se lo llevó al corredor donde nadie podía oírles—.
Resulta notable y apenas puedo llegar a creerlo. Pero, aparte de lo que puedan
ser unos instrumentos superficiales y ornamentales, los colectores no han
recogido la menor información sobre su armamento. Bueno, tienen armas de mano
que utilizan para cazar los animales de la localidad.
—Sí, es sorprendente —dijo
Jase—, pero tal vez no debamos preocuparnos demasiado por ello. Ya sabíamos que
era preciso que fueran diferentes.
—Pero es increíble. Una raza
inteligente. Una tecnología semejante a ésta.
—¡Oh!, no dudo que
llegaremos a tropezar con su potencial de guerra —dijo Jase—. ¿Han probado bajo
tierra?
—No con mucho detenimiento,
señor.
—Pues inícienlo con todo
interés. Dedique el, digamos quince por ciento de los colectores que imitan la
vida nativa, al registro de las instalaciones subterráneas. Como digo, no hay
duda de que eventualmente encontraremos su potencial de guerra. Es muy difícil
que vivan sin algún concepto del Honor.
—Sí, señor —dijo el Capitán
inclinando la cabeza—. Me ocuparé inmediatamente del envío de esos colectores.
Jase le observó marcharse.
Era cierto, a pesar de lo que había dicho. La falta de instinto guerrero, tan
aparente en los extraños del mundo a sus pies, le daba una sensación incómoda
de temor.
No era natural. ¿Cómo podían
haber llegado las Gentes Embozadas a dominar a las demás especies nativas de su
mundo sin instintos honorables en primer lugar? Y ¿cómo era posible que
hubiesen sobrevivido para construir esta civilización suya sin crear un sistema
de Honor sobre aquel instinto?
«Tal vez había algo más allí
de lo que los xenobiólogos de su Mundo, o él mismo, habían sospechado», pensó
Jase, dirigiéndose ahora hacia su camarote privado. Indudablemente sería mejor
que se reservara para sí la repentina sospecha que acababa de penetrar en su
mente: la sospecha de una sociedad carente por completo de Honor y, en
consecuencia, inconcebible.
Si ése era el caso con las
Gentes Embozadas —una especie sin Honor, como las bestias que nacían, vivían su
vida y morían sin propósito—, entonces no podía conservarse la especie. En ese
caso serían peores que las bestias..., ya que las bestias no sabían más. Pero
un pueblo con inteligencia, y sin embargo sin Honor, sería una abominación.
Precisamente por el Honor, los ruml no podrían soportar que esos tales
existieran. Sería un deber, dejando aparte todas las demás consideraciones, el
limpiar de esa basura el universo.
La piel del rostro de Jase
se endureció.
Esto era algo que, en la
primera oportunidad, debía estudiar reservadamente, sin comunicarlo a nadie.
16
En un rincón de los
depósitos de libros, en un montón de viejas revistas encuadernadas con tapas de
cartón y cubiertas de polvo, Jase encontró al fin lo que tanto tiempo llevaba buscando.
Las rodillas le cedieron por el alivio y el agotamiento, y se dejó caer sentado
con las piernas cruzadas en el suelo nada limpio del depósito.
Había estado viviendo entre
los estantes de publicaciones que contuvieran resúmenes de artículos
científicos en el campo zoológico y en el biológico. Sólo unos pocos días antes
se había decidido a abandonarlos e iniciar el registro de los índices
periódicos, tales como la Guía del Lector a la Literatura Periódica durante
los cincuenta años últimos. Lo que Kator pensara apenas una semana antes sobre
la posibilidad de que la raza humana careciera del concepto del Honor había
encendido finalmente una chispa en la mente de Jase. Chispa que, por primera
vez, iluminó la respuesta hacia la que había estado avanzando desde la sensación
inicial de shock que experimentara al ponerse en contacto con la mente
extraterrestre de Kator.
Era un recuerdo semiolvidado
de algo que leyera hacía años. Un artículo escrito por alguien con autoridad en
el campo zoológico o biológico. Pero le era de todo punto imposible recordar el
nombre del autor. Ni siquiera podía recordar el formato y el mensaje del
artículo en sí, pero la computadora innata e intrincada de su mente había
establecido la relación entre el ruml y aquella pieza literaria escrita mucho
antes de que el hombre pudiera llegar a imaginar nada semejante al
establecimiento de un contacto con los ruml.
El proceso mental de su
cerebro insistía en que en el artículo tenía la clave que buscaba para la
comprensión mutua entre los humanos y los ruml. Era como una voz que le
torturaba constantemente. Y, como la mayoría de los hombres que han vivido
muchos años entre libros y procesos de investigación, él confiaba en esa voz.
Si la sentía era porque estaba allí, lo mismo que el recuerdo de una canción
que los labios no aciertan a pronunciar se aferra a nosotros y nos persigue
desde el fondo de la mente, la cual sabe que la canción está allí pero no puede
expresarla.
La antevíspera, y en un
impulso repentino, había abandonado los resúmenes de artículos científicos
publicados y se había pasado a los índices periódicos. Durante dos días su
esfuerzo había sido inútil. Luego, hacía únicamente una hora poco más o menos,
una corazonada súbita le había obligado a comprobar los títulos, más que los
índices de temas. Siempre había pensado en lo que buscaba como en la clave de
la solución, y
la palabra clave se le había fijado en la parte principal de su cerebro.
Durante algún tiempo no había prestado atención a ello. Había pensado que la
preocupación de Kator por las llaves, y su cargo de Hombre-Clave, era lo que
introducía constantemente aquella palabra en su investigación.
Luego, cediendo un poco ante
el impulso de su investigación, la niebla de su memoria pareció alzarse por un
segundo y Jase se sintió dispuesto a jurar que en el artículo que buscaba
figuraba la palabra clave como parte de su título.
Se dedicó de nuevo a la
investigación de los índices, comenzando con el que tenía en la mano en ese
momento y que estaba fechado hacia mediados de la década de los sesenta.
Recorrió apresuradamente con el dedo una lista de títulos que comenzaban con la
C.
Y uno pareció saltar ante
sus ojos.
Dio media vuelta, registró
los montones de aquel almacén de revistas antiguas y halló lo que buscaba. En
el instante en que vio la cubierta se retiró por completo la niebla de su
memoria y recordó dónde había leído la revista. Había sido en la universidad,
antes de que se fuera a las Rocosas para observar las reuniones y luchas
primaverales de los osos. Levantó la cubierta y buscó rápidamente la página
donde hallaría el artículo que buscaba. Ya lo tenía a la vista.
Clave del por qué de la
ferocidad de los osos, por Peter Krott. Y estaba en la «Revista de Historia Natural», en el
ejemplar de enero de 1962. Ahora que lo había encontrado recordó claramente y
sin ninguna dificultad que el ejemplar del 15 de enero de la revista
«Newsweek», de aquel año también, se había referido a las ideas de Krott.
Temblándole un poco las
manos y bajo el brillo de la bombilla con su pantalla primitiva, pasó
rápidamente la vista por el artículo. Y todo iba volviendo a él, como si lo
hubiera leído tan sólo un día o dos antes. Krott, acompañado de su esposa y sus
dos hijos, había pasado un par de años en los Alpes italianos. Mientras estaban
allí habían criado a dos pequeños osos, dedicándose a observarlos. Y había
comprobado que los cachorros eran amables, incluso tímidos en sus juegos con
sus propios niños, pero que no se dedicaban demasiado a jugar simplemente
porque estaban siempre ocupados buscando alimento, actividad que ocupaba la
mayor parte de su tiempo, ya que los Krott dejaban que se buscaran la comida
por sí mismos.
La única interrupción de
aquellas relaciones tan perfectamente amistosas tuvo lugar un día en que la señora
Krott llevaba algunos tubos de ensayo con alcohol en el bolsillo de una
chaqueta de piel. Uno de los osos la atacó, le clavó las garras en la chaqueta,
le desgarró el bolsillo, les quitó el tapón de corcho a los tubos de ensayo y
se bebió el alcohol que había en ellos.
Esto inició una
investigación por parte de Peter Krott, zoólogo finlandés de gran reputación. Y
sus conclusiones, tras la observación prolongada de los dos mismos osos, y
relacionándola con relatos anteriores de otras personas que se habían mezclado
con osos en condiciones de vida salvaje y sin el menor problema, se resumían
hacia el final del artículo. Jase pasó a él rápidamente. Leyó:
...Para resumir: Un
herbívoro puede ser alimentado porque su cuerpo no está adaptado en absoluto a
los movimientos necesarios para hacer presa. Muchos carnívoros, a su vez,
adquieren la capacidad de ser alimentados mediante los cuidados de sus
padres...
Jase hizo una pausa
registrando en su memoria algo que se entremezclaba con la lectura. ¿Cuál era
el libro...? ¡Oh, sí! Nacida libre, acerca de una leona llamada Elsa,
educada por una mujer y su marido en condiciones similares en la selva
africana... ¿Cómo se llamaba la autora? La mente de Jase, ahora nublada de
nuevo, renunció al esfuerzo de hallarlo. De todas formas sólo venía a corroborar
lo que tenía aquí... Volvió pues al resumen de Krott:
El oso carece de dicha
capacidad, y es evidente que no puede adquirirla. Eso, en mi opinión, es el
factor decisivo en el peligro que supone que los osos vivan en contacto con los
hombres. El modo de ganarse el corazón del oso no es a través de su estómago;
por eso es difícil que lo comprendamos, ya que nosotros sí somos capaces de ser
alimentados como otros muchos entre las auténticas bestias de presa...
Agarrando la revista. Jase
se puso en pie vacilante y cruzó los depósitos de libros hacia la puerta que
daba paso al pequeño despacho de Mele, entre éstos y la biblioteca. Él y Mele
no se habían visto apenas desde el día en que Swanson, Coth y los otros se
hubieran apoderado del proyecto, pero ahora el éxito —unido a su estado de
agotamiento— borró ese hecho de su mente y fue en su busca. Subió tambaleándose
las escaleras y entró como un huracán por la puertecita.
Mele estaba sentada a su
mesa, pasando a máquina el informe de una grabadora. El sonido de los dedos
sobre las teclas se interrumpió al detenerse ella alzando la vista ante su
aparición repentina. En el breve silencio que siguió, Jase pudo distinguir, al
otro lado de la puerta más lejana, las voces de Swanson y los demás
conversando, si bien no podía entender las palabras debido al grosor de la
puerta.
—¡Mele! —gritó—. ¡Lo he
encontrado!
De pronto descubrió que las
rodillas le fallaban. No había lugar para sentarse en aquel pequeño despacho.
Cerró la puerta que daba a los depósitos, a sus espaldas, cogió nervioso la
papelera del rincón, tras la mesa de Mele, volcó su contenido en el suelo y la
colocó boca abajo. Y allí se sentó colocando la revista abierta en la máquina
de escribir, ante la muchacha.
—Mira... —comenzó,
ansiosamente.
—Jase... —Mele adelantó una
mano para apartar la revista—. Tengo mucho que hacer.
—¡Escucha! —dijo brusca,
rudamente, cogiéndole la mano—. ¡Tienes que escucharme!
Ella le miró entonces y su
rostro se alteró. Agitó un poco la cabeza, los ojos nublados por el sufrimiento.
—Estás cubierto de polvo
—dijo—, y a punto de morir de agotamiento. Jase, ¿por qué no te echas un rato?
Luego, más tarde, después que hayas descansado, podremos hablar de lo que
sea...
—¡Mele! —Se inclinaba hacia
ella golpeando la superficie de la página abierta ante sus ojos con un índice
muy sucio—. ¡Es esto! ¿Es que no lo entiendes? ¡Ahora podremos conseguir algo
más!
Mele continuaba mirándole
con los ojos abiertos, muy oscuros.
—¿Sobre qué? —preguntó.
—Sobre los ruml..., ¡los
ruml y nosotros! —La miró—. Lo que yo he estado buscando desde el principio. Un
puente entre su carácter básico y el nuestro. Y está aquí, en este artículo.
—¿Este artículo? —Lo miró—.
Pero si eso se escribió... —volvió la página para comprobar la fecha de
publicación de la revista— hace años.
—Y ¿qué importa? —dijo Jase.
Sonrió un poco como borracho de fatiga, pero dichoso de tener al fin la
oportunidad de explicárselo—. Se trata de una investigación básica y honesta,
de la clase que esos tipos de ahí dentro... —e indicó la puerta de la
biblioteca, de la que salía el rumor de voces— jamás creyeron útil. «¿A quién
le importa la razón de la ferocidad de los osos?» —dijo, imitando furioso la
voz de Swanson—. ¿No te parece ya oírselo decir? O bien: «¿Quién quiere ir a la
Luna?» «¿Qué importancia tiene que haya algo más pequeño que el átomo... si el
átomo es tan pequeño que, de todas formas, no podemos verlo?» Tú les has oído
hablar así toda su vida. Y yo también. Bien, por una vez, una pizca de
investigación básica va a salvar su vida... ¡La vida de todos!
—Jase... —empezó ella,
suplicante.
—No, escucha —continuó—.
Déjame decirte lo que descubrió Krott. Siempre ha habido un problema con los
osos, los osos salvajes, que a veces atacan a los humanos y en otras ocasiones
no les hacen el menor caso. Mira el Parque de Yellowstone. Cada año resultan
malheridos turistas de los que dan de comer a los osos, y a otros turistas en
cambio no les pasa nada. Bien, Krott halló una explicación.
—Jase.
—No, escucha —continuó a
toda prisa—. Mira, apenas unos años antes de la publicación de este artículo,
la gente empezaba a interesarse por lo que llamaban esquemas de alimentación.
Una barracuda, por ejemplo, atacará un objeto brillante tanto si tiene hambre
como si no. Un tiburón, en la locura ciega del hambre, destrozará cualquier
cosa e intentará comer aunque sean sus propias entrañas si ha sido atacado por
la locura ciega de los demás tiburones. Y seguirá intentando comer incluso
cuando se esté muriendo.
Se detuvo para tomar
aliento. Las palabras habían salido en un torrente arrollador.
—Krott descubrió parte de un
esquema de alimentación en unos osos que crió. Los osos son omnívoros. Están a
medio camino entre los herbívoros y los carnívoros. Los herbívoros no son
alimentados por sus padres cuando son pequeños. Los carnívoros, sí. Pero los
herbívoros no atacan para conseguir comida. Los osos, sí. El oso tiene los
reflejos de alimentación del herbívoro y el equipo ofensivo del carnívoro, así
que ataca cualquier alimento que se mueva y con el que tropiece. Pero
eso no es algo consciente. Es un reflejo. Y ese reflejo tendrá lugar incluso
contra un humano que el oso aprecie si aquél agita por ejemplo una tira de
carne ante el oso. Si lo hace, el oso atacará. Atacará la carne y, de paso, por
coincidencia, al ser humano que la sostiene. Y el hecho del ataque no tendrá
nada que ver con los sentimientos o pensamientos del oso acerca del ser humano.
—Bien, y ¿qué, si eso es
cierto? —preguntó Mele—. Hablas de osos, no de los ruml o de seres humanos.
—¡Pero los seres humanos
también tienen reflejos! —exclamó Jase, desesperado—. No reflejos de
alimentación comparables a los de los osos. Pero un niño humano, capaz de
caminar pero incapaz aún de defenderse, correrá y tratará de subirse al adulto
más próximo en caso de peligro patente. En grandes grupos o multitudes, el
instinto del rebaño por escapar, como de un edificio en llamas, o de atacar,
como en el caso de un linchamiento, vencerá a los procesos intelectuales que,
en otras circunstancias, controlarían tal conducta.
—¡Oh, Jase! —Mele abrió un
cajón de la mesa y sacó una caja de servilletitas de papel. Sacó varias de la
caja y empezó con suavidad a secar la frente de Jase del sudor del cansancio al
que se mezclaba el polvo de los depósitos—. Jase, estás agotado. ¿Por qué no
dejas todo eso para los hombres de ahí dentro? —indicaba la habitación
inmediata—. Ellos son los expertos. Déjales que se encarguen de ello...
—¡Pero es que lo están
haciendo todo al revés! —dijo Jase—. Nuestra confrontación con los ruml no es
una situación política, ni siquiera sociológica. ¡A efectos prácticos hemos
retrocedido a hace cien millones de años, y vamos a enfrentarnos como dos
animales primitivos y diferentes en la ladera de una colina! Te digo que, en un
caso como éste, el proceso intelectual de la civilización queda barrido a un
lado. Y sólo pervive el carácter básico de una raza, el carácter animal de una
raza, frente a frente con el carácter animal de la otra. Y estos caracteres
animales anulan las decisiones de nuestro cerebro superior. Ya no actuamos como
individuos que piensan. Actuamos como representantes primitivos de nuestro
propio y particular tipo de ser. Estos reflejos básicos están ligados
directamente al instinto de supervivencia, el instinto de supervivencia racial,
y te digo que ésos vencen a las decisiones intelectuales e individuales.
—Bien, pues no vencen a la
mía —dijo Mele, con firmeza, echando al montón de papeles que Jase tirara de la
papelera las servilletitas de papel que había ensuciado—. Ahora, Jase, tratarás
de dormir un poco.
—Lo harán —insistió él
interrumpiéndola—. Ya lo verás. Un día.
—No, no lo veré —dijo Mele
con decisión—. No soy una campesina inculta del siglo diecinueve, gracias. Yo
me controlo perfectamente a mí misma como cualquier mujer moderna, y continuaré
haciéndolo...
—Eso no tiene nada que ver
con el hecho de ser moderna..
La voz desesperada de Jase
se cortó bruscamente cuando la puerta de la biblioteca se abrió de golpe y
Swanson apareció en el umbral, las gafas colgándole de la mano.
—Mele... —dijo—, ¿ha visto a
Jase por alguna parte...? ¡Oh, está aquí, Jase! Entre. ¡Entren los dos, por
favor!
Jase se levantó, las piernas
temblándole de cansancio, cogiéndose a un ángulo de la mesa de Mele. Entró en
la biblioteca tropezando con el marco de la puerta. La muchacha le cogió por el
codo y le ayudó a enderezarse.
—Siéntate —le dijo. Por
encima del hombro, al dejarle en un sillón, habló furiosa a Swanson—: Necesita
dormir. ¿Es que no lo ve? ¿No pueden hablar con él más tarde?
—No —dijo Swanson brevemente,
sin énfasis. Desde el sillón. Jase alzó la mirada hacia él viendo tras Swanson
el rostro de Bill Coth, que hoy no llevaba el uniforme de las Fuerzas Aéreas, y
de los otros hombres que jamás hablaban cuando Jase estaba en la habitación.
—¿Qué ocurre? —inquirió
Jase.
Swanson le miró por un
segundo como dudando si debía hablar, y cuánto.
—Han encontrado algo —dijo
al fin—. El grupo de Kator. Con sus colectores. Han penetrado en un área donde
nosotros no queríamos que se introdujeran.
—¿Cuándo? —preguntó Jase.
—Hace veinte minutos...,
media hora —dijo Swanson—. Uno de sus colectores en forma de rata llegó a
cruzar el umbral de una instalación secreta. Los ruml lo hicieron estallar
antes de que pudiéramos capturarlo.
—¿Qué instalación? —exigió
Jase—; ¿y qué hay en ella que sea tan secreto?
Swanson vaciló.
—No estoy autorizado para
decírselo. Lo siento.
Jase le miró por un segundo,
incapaz de hablar.
—¡Vaya, ustedes... son
increíbles! —estalló cuando al fin halló la voz—. ¿Ahora van a jugar al
escondite conmigo? Soy la única persona que puede salvarles el cuello. En
realidad, acabo de descubrir algo...
—Lo siento —repitió Swanson,
tercamente—. Simplemente no estoy autorizado para decírselo.
Jase sintió que la furia le
aclaraba el agotado cerebro por un instante y le daba fuerzas, por lo que se
sintió agradecido.
—¡No autorizado! —repitió—.
Probablemente puedo adivinar... ¡Qué otra cosa podía ser sino algo capaz de
utilizarse contra los ruml? ¿Qué son..., proyectiles tierra-aire? ¿Algo que
tiene que ver con la observación telescópica del área del espacio ruml? ¿Naves
de guerra espaciales de alguna...?
Los párpados de Swanson se
agitaron involuntariamente. Su rostro, como el de Jase, estaba marcado por las
arrugas del cansancio.
—¡Naves de guerra
espaciales! —volvió a decir Jase mirando al hombre que ahora trataba de
colocarse de nuevo las gafas—. ¡Así que tienen tales cosas! Y yo que lo lancé
como un tiro al azar...
—Se trata de una instalación
subterránea. Bajo lo que parece una fábrica abandonada —dijo Swanson duramente—.
No entiendo cómo lo encontraron.
—Sabían lo que buscaban...,
probablemente —dijo Jase—. ¿Cuándo vio la filmadora del colector?
—No llegó a entrar en el
área subterránea de aparcamiento de naves, sólo al hueco del ascensor que
llevaba allí. Entonces estalló antes de que nuestros oficiales pudieran llegar
al colector y detenerlo. Eso es lo que nos hace creer que los ruml sabían lo
que habían encontrado. De otro modo no tenían razón alguna para destruir al
colector. No querían correr el riesgo de que nosotros descubriéramos que ellos
lo sabían.
—Sí... —dijo Jase. Se
levantó del sillón. Los pensamientos se atropellaban en su cerebro—. Eso es lo
que él haría.
—¿Él?
—Kator —Jase reflexionaba.
Su mente trabajaba con furia, con inteligencia, como la mente de un hombre
dominado por la fiebre justo antes del colapso del delirio. Jase era consciente
de aquella claridad extraordinaria de visión, como el estallido final de luz
que precede al segundo en que una bombilla se funde. Y sentíase agradecido por
ello—. Ha sucedido en el mejor momento.
—¿Un momento mejor? —dijo
Coth. Jase podía ver cómo le miraban todos. Mele, a sus espaldas, sin duda
estaría mirándole también.
—Se lo dije, acabo de
encontrar lo que he estado buscando desde el principio de mi contacto con Kator...
—Jase bajó la mirada hacia sus manos, al ejemplar de la revista que contenía el
artículo de Krott, y luego recordó que la había dejado sobre la máquina de
escribir de Mele—. Tengo la clave para el carácter básico del ruml. Ahora debo
encontrarme con uno de ellos.
—Eso nada importa —le
interrumpió Swanson—. Volvamos al problema importante. ¿Cómo impedir que otros
colectores penetren hasta la misma área del aparcamiento de las naves de
guerra? Debe haber algún colector que los mismos ruml conozcan y que nos avise
cuando uno de esos malditos transmisores se acerquen...
—¿Por qué no desean ustedes
que sus colectores vean que la raza humana tiene armamento espacial también?
—preguntó Jase—. Ellos ya saben por el artefacto que la etapa de nuestro
desarrollo espacial es... Comprendo. —Se interrumpió de pronto, pues aquella
claridad brillante y definitiva de su mente le había dado la respuesta—.
Ustedes han sacado las naves de allí..., y eso es lo que no quieren que ellos
vean, ¿no es cierto? Ustedes creen que ellos, al ver sólo unas cuantas naves
estropeadas en lo que es indudablemente el lugar donde debían hallarse nuestras
naves de guerra espaciales, comprenderán que estamos al tanto de sus
movimientos.
Ahora advirtió que sus ojos
llameaban al mirar a Swanson y a los otros.
—¡Qué torpes...! —Se
interrumpió—. ¿Dónde están entonces las naves?
—Lo siento —repitió
Swanson—. No estoy en situación de discutirlo con usted.
—¿Quiere que lo adivine? —se
burló Jase—. Las han enviado a volar por el espacio, a la mayor distancia
posible del Mundo Ruml. Sí, esa manera de actuar sería muy propia de ustedes.
Ahí es donde están, ¿no es cierto? ¿No es cierto?
—No puedo... —empezó
Swanson.
—Tanto da —le interrumpió
Jase—. No tiene por qué admitirlo. Eso es exactamente lo que el esquema humano
básico le obligaría a hacer a usted, así como los esquemas de ellos. Pero
insisto, tanto da. —Su mente corría tan aprisa que la lengua apenas podía
seguirle—. No importa. Él mismo vendrá. Sí, eso es lo que habrá de hacer él.
—¿De qué está hablando?
—exigió Coth, detrás de Swanson.
—Kator. Vendrá en persona
—murmuró Jase—. Sí, todo encaja ahora... Está bien. Sé que puedo manejarlo.
Pero es preciso
que yo me reúna con él.
—¿Reunirse con quién?
—exigió a su vez Swanson.
—Con Kator. Sé que vendrá en
persona a investigar en ese su aparcamiento espacial subterráneo. Quiero
encontrarme con Kator cuando él venga. Ustedes deben disponerlo todo para que
yo esté allí. —Miró a Swanson—. Puede hacerlo, ¿no? Le aseguro que ahora tengo
la solución. Acabo de encontrarla en los depósitos de libros. Podremos
habérnoslas con ambos.
—Habérnoslas..., ¿con qué?
—Con ambos esquemas de
conducta, el humano y el ruml. De lo contrario se atacarían a muerte. Bien...
—miró a Swanson—, no me ha contestado. Le pregunté si lo dispondrá todo para
que yo esté allí.
Swanson le miró y agitó la
cabeza lentamente:
—No —dijo con toda calma—.
Ya debía saber para este momento que quedan muy pocas personas, tal vez
ninguna, convencidas de que aún no le haya contagiado e influido en usted esa
mente extraterrestre con la que ha estado trabajando. Me temo que ya no
confiamos en usted. Me temo que no se le permitirá acercarse al lugar... y
sobre todo si va a venir su amigo Kator.
Jase le miró. La
habitación pareció girar repentinamente en torno á él, pero luchó por no
dejarse arrastrar por ese mareo. «Tengo que aguantar un minuto más», pensó.
—Haré un trato con usted
—dijo Jase—. Le gustaría actuar sin mí, ¿verdad? A todos ustedes les gustaría
seguir la pista de Kator, y los demás ruml, sin acudir a mí, ¿no es cierto?
Swanson le miró a los ojos
con toda franqueza.
—Sí —admitió brevemente.
—Pues asegúrese de que yo
esté allí cuando llegue Kator —dijo Jase—. Asegúrese de que yo tenga la
oportunidad de verme con él cara a cara y hablar con él a su llegada... y,
cuando salga de allí, le ayudaré a capturarle. Le garantizo que podrá
capturarle vivo y llenarle de instrumentos sin que él lo sepa. Podrá colocar en
él sus propios transmisores y prescindir así de mí. Incluso podrá adaptarle un
control remoto, a fin de hacerle explotar más tarde si así lo desea.
Swanson se quedó inmóvil un
segundo sin contestar.
—No tengo autoridad para
hacer esa clase de trato con usted —dijo al fin—. No está en mi mano...
—Acabará por estar de
acuerdo —dijo Jase—. Todos ustedes lo estarán porque eso forma parte de su
esquema de conducta
y, como los ruml, los humanos reaccionan según su esquema básico cuando llega
el momento de...
La habitación giró de nuevo en torno a él.
Sólo que esta vez no se detuvo. Dio la vuelta. Jase tuvo consciencia de los
rostros de Swanson y los demás girando, de la habitación girando en círculos
ante él. Y luego, la nada.
17
Jase dejó que la Expedición
se tomara un descanso para celebrar el éxito. No se unió a la celebración, ni
tomó tampoco uno de sus efímeros cultivos de bacterias que daban lugar a la
formación de alcohol etílico en el estómago de los ruml a partir de los
carbohidratos que los miembros de la Expedición habían tomado en el banquete
anterior. Jase no deseaba el estímulo momentáneo ni el olvido rápido que era la
consecuencia que seguía a una borrachera de tales cultivos. La intoxicación que
deseaba sobre todas las cosas era algo más sutil, algo que resonaba gozoso en
su mente y su cuerpo desde que por primera vez tomara la trascendental decisión
de intentar Fundar su Reino. Hizo venir al Capitán para que se entrevistara con
él en las habitaciones privadas del Hombre-Clave a bordo de la nave.
—Naturalmente —dijo al
Capitán—, la siguiente etapa será enviar a un hombre para que examine todo el
subterráneo y el área, indudablemente secreta.
—Naturalmente, señor
—asintió éste. Como el resto de la Expedición, el Capitán había tomado ya uno
de los cultivos de bacterias pero, debido a su responsabilidad a bordo, no
comería hasta que los demás se hubieran recuperado de la borrachera. Al pensar
en el resto de los hombres que estarían atiborrándose ahora de comida en el
gimnasio, el hambre se le despertó furiosa y reforzó en él el deseo de la
intoxicación.
—Hasta ahora la Expedición
ha operado sin errores —dijo Jase—. La perfección de esta operación debe
continuar. El hombre que baje al planeta de las Gentes Embozadas debe ser el
único en el que yo pueda confiar absolutamente para que lleve la misión al éxito. No queda
la menor duda de quién debe ser ese hombre.
—Señor —dijo el Capitán,
repentinamente alerta y olvidándose del hambre. Sintió una contracción súbita
en el estómago—, ¿está pensando en mí, Hombre-Clave? Si alguien puede tomar mi
puesto aquí.
—No estoy pensando en usted.
—¡Oh! —dijo el Capitán. La
excitación le abandonó, la desilusión volvió a distenderle el estómago—. Bueno,
sólo era una esperanza absurda, señor. Naturalmente sé que desea un hombre más
joven, más apto físicamente que...
—Exacto —dijo Jase—. Yo
mismo.
—¡Hombre-Clave!
Surgió casi como una
explosión de los labios del Capitán. Los bigotes le cayeron lacios contra las
mejillas.
—Yo, yo le ruego que me
perdone, señor —dijo—. Por supuesto es responsabilidad suya, y cae bajo su
autoridad. Puede seleccionar a quien quiera. Pero ¿desea que yo actúe como
Hombre-Clave mientras usted está allá abajo?
Jase le miró francamente.
—No —dijo.
Los rasgos del rostro del
Capitán se contrajeron ligeramente. Pero inquirió, impasible:
—Nadie.
Esta vez el Capitán no
explotó. Se limitó a mirar sin ver, casi ciegamente a Jase.
—Nadie —repitió éste
lentamente—. Espero que me comprenda. Capitán. Me llevaré conmigo las llaves de
la nave.
—Pero, señor —La voz del
Capitán se cortó. Inspiró con mucha más fuerza de lo habitual—. Realmente
comprendo que nos resultaría difícil volver a casa si las llaves de la nave
quedaran en las manos de un Hombre-Clave suplente que ya tuviera amistades y
enemistades entre los demás miembros de la Expedición.
—Probablemente sería
imposible —dijo Jase—, y por esta razón me propongo cerrar la nave antes de
marcharme; y llevarme las llaves. De ese modo no habrá peligro de un motín o
una sedición que destruya a nuestros hombres en el viaje de vuelta. Y toda la
valiosa información ya recogida sobre las Gentes Embozadas no correrá peligro
de perderse para siempre en una nave sin vida que continuaría navegando por el
espacio. En el caso de que yo me perdiera con las llaves, otra nave podría encontrar ésta
nuestra, tan bien situada aquí, y con toda la información que contiene intacta
y utilizable.
—Sí, señor —dijo el Capitán.
Le saludó con respeto.
—Será mejor que informe a
sus oficiales sobre esta decisión mía después que yo me haya ido. Luego
informará al resto de la Expedición en conjunto.
—Sí, señor.
—Entonces le permito que vuelva
a la celebración —dijo Jase. El Capitán se volvió y se dirigió hacia la
puerta—. Y, Capitán...
Éste se detuvo en la puerta,
entreabierta ya, y miró atrás. Jase asintió con aprobación, felicitándole.
—Dígales que se diviertan y
disfruten de este descanso.
—Sí, señor.
El Capitán salió, cerrando
la puerta tras él. Jase se volvió y se dirigió a la mesa en la que estaban sus
llaves, el modelo del artefacto y el cubo que contenía el gusano. Alzó el cubo
y lo miró por un instante, reteniéndolo tiernamente.
—El primero de mi Reino —le
dijo—. Vas a volver ahora al suelo del que viniste.
Lo dejó suavemente de nuevo
en la mesa. Sentándose sobre sus ancas permaneció largo tiempo mirándolo. Y por
su mente pasaban las imágenes de sus hijos, sus nietos, todos los miembros de
su Familia Fundada por él, jugando y creciendo bajo un sol extraño. Y, entre
ellos, quizá surgiera un día no uno sino varios que, a su vez, Fundarían Reinos
también.
Terminada la celebración,
Jase puso a trabajar a la mayoría de los miembros de su Expedición en la
construcción de colectores que tomaran películas, examinaran y enviaran más
amplia información de los alrededores del área secreta y subterránea de las
Gentes Embozadas. Pero, al enviarlos, se programaron de modo muy estricto para
evitar cualquier movimiento sospechoso en las proximidades del área crítica.
Allí únicamente había de penetrar él; y solo.
Mientras tanto, con ayuda
del Capitán y de los especialistas en la materia, se enfrentó con el problema
de conseguir al menos una similitud pasable con la raza de las Gentes
Embozadas, y no por su aspecto únicamente, sino por su modo de hablar y de
conducirse en general.
Era una tarea ambiciosa.
La primera transformación (y
la más evidente) consistió en cortar los largos bigotes rígidos que le rodeaban
la boca. El hecho no implicaba dolor o incomodidad, pero el shock emocional
fue considerable, ya que los criminales, los que tenían defectos de nacimiento
y los pacientes del hospital que habían de sufrir una operación en el rostro,
eran los únicos varones ruml a los que se veía alguna vez sin bigotes. Por
extraño que fuera, Jase descubrió que el hecho de saber que crecerían de nuevo
en pocos meses —si no en cuestión de semanas— no servía de nada. Sin los
bigotes se sentía castrado.
Y el habérselos cortado con
sus propias manos aún lo hacía peor, en cierto modo.
Por otro lado, el cortar y
afeitar toda la piel del rostro y la cabeza resultó ser casi una operación sin
importancia. Tras el shock de la pérdida de los bigotes, Jase se había
sentido tentado a teñirse simplemente de color castaño el pelaje negro y
brillante que le cubría todo el cráneo como una espesa alfombra. Pero eso
habría sido una solución demasiado arriesgada del problema. Pues, aunque la
tiñera, aquella capa natural que le cubría la cabeza no habría tenido el menor
parecido con el cabello humano.
De modo que, sin bigotes y
afeitado, Jase se enfrentó con una visión horrible al mirarse al espejo. Por
suerte, sí se parecía ahora a las Gentes Embozadas, al menos del cuello para
arriba. Hacía más bien el efecto de un oriental de piel rosada, con unos
párpados algo hinchados sobre unos ojos extraordinariamente grandes y
alargados, con una mandíbula muy chata y más estrecha que la de las Gentes
Embozadas. Pero indudablemente tenía el aspecto de un nativo.
El resto de su disfraz
habría de correr a cargo de las ropas que llevaría según el uso habitual entre
ellos. Las complicadas coberturas del cuerpo resultaron ser, por tanto, una
bendición y no la maldición constante y molesta que él había esperado. Sin
ellas le habría resultado casi imposible ocultar las diferencias existentes
entre el cuerpo ruml y las formas de las Gentes Embozadas.
Así pues, aquello con lo que
se cubrían los pies, y con unos tacones simulados, ayudó a disimular la
relativa cortedad de las piernas ruml; lo mismo que el faldón suelto de aquella
prenda con mangas ocultaba —según el punto de vista de los nativos— la
estrechez antinatural de sus caderas. Claro que poco podía hacerse para salvar
el obstáculo que suponía la inclinación de la columna vertebral ruml, unida de
tal modo a la pelvis que todos caminaban con la parte superior del cuerpo en
ángulo inclinado hacia delante. Pero unas grandes almohadillas de relleno
ampliaron los hombros ruml, tan estrechos; y las mangas anchas vinieron a
ocultar el hecho de que los brazos ruml, como las piernas ruml, estaban
diseñados por la naturaleza para mantenerse siempre doblados en las rodillas y
los codos.
Cuando todo hubo terminado
quedó convertido en una imitación pasable de una Persona Embozada. Pero esta
transformación fue sólo el principio. Ahora era necesario que aprendiera a
moverse de un lado a otro con aquellas ropas molestas y con cierto aire de
naturalidad nativa.
Las ropas resultaban
horriblemente incómodas, como la piel sin vida de una criatura repugnante. Pero
Jase se exigía tanto a sí mismo como a los demás miembros de la Expedición.
Éstos, por relevos, seguían enviando más y más colectores que los otros
preparaban; en la Luna se recogían toda suerte de películas diversas; y Jase
recorría incansable sus propias habitaciones vestido con aquellas ropas y sin
bigotes mientras el Capitán y dos especialistas comparaban su actuación con las
muestras de los nativos en movimientos y actuaciones similares. Y le expresaban
sus críticas.
La vida inteligente, según
todos sabían, es extraordinariamente adaptable, y Jase se lo estaba jugando
todo. Al fin tuvo lugar un ensayo en el que los tres observadores fueron
incapaces de criticar nada y el mismo Jase dejó de sentir el contacto de las ropas
en torno a su cuerpo como algo tan antinatural.
Se confesó satisfecho de sí
mismo. Fue a la sala de grabación para una última documentación sobre la
información que los mecanismos habían recogido acerca del lugar subterráneo y
secreto de las Gentes Embozadas. Permaneció inmóvil —un ruml de aspecto extraño
con aquellas ropas— mientras la grabadora le informaba que el mecanismo había
registrado por completo el área subterránea, descubriendo que era enorme. La
décima parte de una milla nativa en profundidad, casi cinco millas de longitud
y media de anchura. Y que toda el área subterránea estaba recubierta de una
capa extraordinariamente gruesa de cemento reforzado con vigas de acero.
Los mecanismos no habían
podido recoger grabaciones a través del espesor de esa capa y, como habían sido
programados estrictamente para no tratar de atravesarla por temor a alarmar a
los nativos, nada se sabía del interior del área.
Por tanto, lo que había en
el interior de aquella estructura de cemento seguía siendo un completo
misterio. En consecuencia, y si Jase había de invadir el lugar secreto, debería
hacerlo a ciegas..., sin saber qué iba a encontrar en cuestión de defensas
internas. El único camino que los mecanismos habían descubierto era el hueco
del ascensor por el que se enviaban provisiones al interior del área.
Jase se concentró por un
momento en sus pensamientos, mientras el Capitán y los miembros de la
Expedición aguardaban.
—Muy bien —dijo al fin—,
considero que lo más probable es que ese lugar se haya construido de tal modo
para protegerse contra la invasión de los mismos nativos... y no de alguien
como yo. En cualquier caso, voy a seguir adelante con ello, basándome en esta
suposición.
Y se dirigió al Capitán y a
los oficiales a fin de darles sus órdenes definitivas para todo el período de
tiempo que se hallara ausente. No se molestó en decirles lo que habían de hacer
en el caso de que no volviera. Tales órdenes serían innecesarias, hasta el
punto de constituir un insulto deshonroso.
En la superficie del
planeta, oculta tras el círculo de la Luna, era aún de noche cuando Jase salió
al exterior de la superficie lunar exactamente sobre el lugar que ocupaba su
nave enterrada. Tras él, el agujero formado en aquellas rocas cubiertas de
polvo se rellenó de nuevo, como por arte de magia.
Su nave individual subió
hacia el horizonte de la Luna y se hundió en la oscuridad de la noche, ya en
marcha hacia el planeta a sus pies.
Llegó a la superficie de
éste en el preciso instante en que el sol asomaba sobre el horizonte oriental,
con la frescura del amanecer —según la temperatura nativa— en el aire. Camufló
su nave entre unos arbustos, exactamente unos zumaques nativos, salió de ella y
pisó por vez primera un suelo totalmente desconocido.
La atmósfera extraña e
insípida del planeta llenó sus pulmones. Miró hacia el sol naciente y vio una
fila de árboles y un edificio ruinoso silueteado claramente contra el rojo del
semicírculo solar. Se volvió un cuarto de círculo y empezó a caminar hacia la
fábrica abandonada que cubría y ocultaba el área subterránea.
No lejos de su nave llegó a
la carretera que corría entre las granjas aisladas y que llevaba hasta aquel
complejo de edificios —la fábrica abandonada— que se alzaban ante él en el
horizonte como un montón informe de grandes cajas. La costumbre de las Gentes
Embozadas de construir a una altura desmesurada (incluso las viviendas
individuales llegaban a tener tres pisos sobre el suelo, como un Palacio
Familiar de su Mundo) le permitió vislumbrar su punto de destino desde el
momento en que abandonó la nave. Continuó a lo largo de la carretera mientras
el sol seguía ascendiendo por el cielo a su izquierda, un sol grande, de un
rojo amarillento. Al cabo de cierto tiempo llegó a un puente de madera sobre un
pequeño arroyo. El arroyo estaba casi cubierto de vegetación salvaje. No se
había hecho el menor intento por arreglar sus bordes ni por hermosearlo en
honor al líquido portador de vida que corría por él. El puente en sí era muy
rústico y, al cruzarlo, sus pies calzados caían sobre él con un sonido hueco.
En la quietud de aquel amanecer nativo, este sonido parecía hallar ecos en todo
el mundo dormido en torno suyo. Se apresuró a cruzar las últimas tablas que le
separaban de la carretera. Y, notando el alivio de la tensión interior, llegó finalmente
al extremo opuesto del puente.
—Ha madrugado mucho, ¿no?
—dijo la voz de un nativo sólo a unos pasos y bajo el puente.
Jase giró en redondo, y se
vio... a sí mismo.
18
Kator permanecía inmóvil
contemplando al nativo que le hablara. Contemplaba una figura sentada en la
ribera de suave pendiente del arroyo, a pocos pasos de él y bajo el extremo del
puente.
Y Jase se miraba a sí mismo.
Él mismo se miraba a sí
mismo. Aquella figura llevaba en la boca un contenedor con vegetación
encendida, del que salía una nubécula de humo. Tenía cubiertas las piernas con
unas prendas azules y la parte superior del cuerpo envuelta en una pieza con
mangas de cuero nativo, bastante maltratada por el uso. Las manos, sin pelo,
sostenían un palo largo de vegetación nativa sobre las aguas del arroyo, y el
sedal que pendía de su extremo se hundía bajo la superficie del agua. Sus
labios, en aquel rostro libre de pelo, se alzaban en las comisuras según el
estilo nativo que no significaba excitación ni rabia, sino amistad.
Pero él mismo estaba también
de pie al extremo del puente. Había algo a la vez osado y patético en la
pequeña figura que contemplaba desde el lugar en que estaba sentado. Ningún
hombre se habría dejado engañar ni por un segundo por el aspecto de aquel ser
al extremo del puente. Las ropas que llevaba estaban torpemente fabricadas, y
mal abrochadas. Y la figura que cubrían caminaba encogida como Groucho Marx en
las viejas películas de los primeros años treinta. El rostro afeitado parecía
infantil sin el pelaje y los bigotes, y medía apenas metro y medio.
A Jase le resultaba
fantástico medir sólo un metro y medio y a la vez sobrepasar al otro toda la
cabeza. Caminar encogido y estar sentado y erguido al mismo tiempo. Sentirse
alarmado a la vista de sí mismo, y movido a piedad a la vista de sí mismo. El
punto de vista en la mente de Jase pasaba de su cuerpo humano al cuerpo de
Kator, y del cuerpo de Kator a su cuerpo de Jase... a su cuerpo y mente de
Kator, a su cuerpo y mente de Jase, a su mente de Kator, a su mente de Jase.
Él era Jase. Él era Kator.
Él era Jase-Kator o Kator-Jase Kase Jator Jaskatore.
Era ambos. Las
personalidades se confundían. Se mezclaban. Se fundían. Vaciló.
—¿Está enfermo? —se preguntó
a sí mismo. Tal vez era un nativo infectado con una enfermedad a la que fueran
propensos los de su raza.
—No —respondió,
dominándose—. ¿Qué hace por aquí? ¿De paseo?
—Sí —dijo, preguntándose si
aquel nativo observaría cierto acento extraño en sus palabras—. Y usted de
pesca, ¿verdad?
—Lubinas —contestó, agitando
el palo. Un objeto pequeño y de colores se agitó en el agua, allí donde el
sedal cortaba el líquido.
—Comprendo —dijo sin saber
lo que eran lubinas—. ¿Y encuentra aquí, en estas aguas?
—Bueno —contestó—, nunca se
sabe lo que va a pescar uno. A lo mejor encuentro eso, o cualquier otra cosa.
¿Es usted de por aquí?
—No —respondió.
—¿De la ciudad?
—Sí —dijo. Pensó en la
ciudad, tan grande como el planeta, que era su Mundo. Sí, era de una ciudad.
—¿Hacia dónde se dirige?
—¡Oh! —contestó (había
ensayado este discurso)—, pensaba llegarme hasta esos edificios que hay allá y
buscar la carretera principal y algún transporte hasta la ciudad más próxima.
—Siga adelante entonces
—dijo Jase a su pequeño yo, tan encogido—. Le mostraría con gusto el camino,
pero tengo que pescar. De todos modos, no tiene pérdida. Tanto si continúa
adelante, como si retrocede desde aquí, ambos caminos le llevarán a la misma
carretera.
—Gracias —dijo.
—De nada.
—Y buena suerte con su caza
en el agua.
—Gracias, amigo. —El impulso
surgió de lo más profundo de su ser. Él había tenido razón, él había tenido
razón. Pero había sido imprescindible que se enfrentara con Kator como consigo
mismo a fin de poner ambas personalidades una sobre otra, como recortes de
cartón. Ahora lo había hecho, y lo que sobresalía de ambas resultaba, al fin,
claro y patente. Habló a la pequeña figura encogida y con el rostro afeitado—.
Nosotros nos parecemos mucho, más de lo que usted cree.
Se miró a sí mismo incapaz
de entender aquellas palabras. Parecían tener sentido... y a la vez resultaban
incomprensibles. Por lo visto el nativo se refería a algo que daba por sentado,
algo que él no había mencionado previamente en la conversación.
—Sí —dijo, decidiendo
sencillamente pasar por alto aquella declaración tan incomprensible—. Ahora ya
debo marcharme. —A punto de dar la vuelta, una sensación extraña le domina. Tal
vez fuera un impulso del Factor Suerte. El nativo le había desconcertado... No
estaría mal desconcertarle un poco por su parte. Si el otro se sentía alarmado,
él llevaba armas que podían matarle silenciosa y rápidamente—. Tal vez —dijo,
movido por aquel extraño impulso— pueda usted decirme ¿Estoy aquí entre amigos?
—Sí —repuso el nativo—. Aquí
está entre amigos.
Se le contrajo el estómago.
Con seguridad había sido el Factor Suerte el que le obligara a hablar, y al
nativo a contestar según el estilo ruml, cortés y honorable. Probablemente el
Factor Suerte deseaba demostrarle que los nativos de su futuro Reino no
carecían de Honor, como él temiera anteriormente cuando los informes de los
colectores comenzaron a mostrarle su falta de arma y de combatividad. La
gratitud creció en su interior. Alzó la mano en gesto de despedida al estilo
nativo, y se volvió para marcharse, pero silenciosamente, para sí, pronunció la
bendición destinada a este ser extraño que jamás la habría entendido aun de
habérsela dicho en voz alta, tantos miles de años de historia ruml latían tras
ella:
—Que el agua sea contigo,
que la sombra sea contigo, que la paz sea contigo.
Con toda su atención fija
ahora en las aguas del arroyo, el nativo alzó su propia mano sin mirarle, como
si le hubiera oído, en cierto modo.
Volviéndose, disfrazado con
aquellas burdas ropas y en el cuerpo ruml de Kator, Jase continuó su camino
hacia la fábrica.
Un poco más adelante,
después de pasar una curva y de cruzar un grupo de árboles, llegó a la gran
verja de hierro donde acababa el camino ante los terrenos que rodeaban los
edificios de la fábrica. La verja estaba cerrada, y con cerrojo. Jase, en el
cuerpo de Kator, miró a su alrededor, no vio a nadie y sacó un pequeño cono de
plata del bolsillo. Acercó la punta del cono al cerrojo, una repentina nubécula
de humo, y la verja se abrió. La cruzó, la cerró tras él y se dirigió al
edificio que albergaba al ascensor hacia el área oculta y subterránea.
La puerta del edificio
también estaba cerrada. Una vez más miró cuidadosamente en torno, pero los
vigilantes de la fábrica abandonada no dieron señales de su presencia. Jase
utilizó el objeto en forma de cono en la cerradura de una puerta más pequeña
enmarcada en otra lo bastante ancha para que los camiones entraran en el
edificio. Se deslizó en el interior.
Más allá del espacio abierto
donde evidentemente aparcaban los camiones que descargaban provisiones y
material que luego se enviaba bajo tierra, descubrió el extremo de una ancha
correa de transmisión para el transporte de cajas. Continuaba a través de un
conjunto de máquinas paradas bajo la débil luz de unas ventanas que se abrían a
una altura de varios pisos en los muros de plancha de hierro ondulada que
envolvían el edificio.
Jase escuchó inmóvil a la
sombra de la puerta. No se oía nada. Se guardó el cono y sacó el arma de mano.
Se encogió ligeramente y luego pasó de un salto a la correa de transmisión, a
metro y medio sobre el suelo. Con el arma dispuesta, fue caminando por la
correa, introduciéndose entre la maquinaria.
Le parecía circular por una
selva extraña y mecánica. La correa de transmisión no era corta. Tras haber
recorrido cierto trecho, sus atentos oídos captaron un sonido allá delante. Se
detuvo y escuchó.
Era el sonido de voces
nativas que hablaban.
Continuó con cautela. Fue aproximándose gradualmente
a las voces que no parecían estar sobre la correa, sino a la derecha, a poca
distancia. Finalmente llegó a su nivel. Poniéndose de rodillas, y mirando a
través de las formas de las máquinas, distinguió una área vacía en el edificio,
a unos diez metros de la correa sobre la que se hallaba. Al extremo de dicha
área había una caja acristalada en la que se veía a cinco humanos con ropas
azules y con arneses de los que colgaban armas de mano, sentados ante las mesas
o de pie y charlando.
Jase bajó la cabeza y se
arrastró como una sombra sobre la correa. Las voces se desvanecieron tras él y
en pocos instantes llegó al hueco del ascensor y a la plataforma interior en la
que se suponía que la correa de transmisión descargaría sus mercancías.
Jase examinó la plataforma,
estando ya instruido de antemano sobre su probable construcción. Era evidente
que se controlaba desde abajo, pero debía haber alguna clase de controles en la
misma plataforma... aunque sólo fuera para una emergencia.
Jase registró en torno al
borde del hueco y descubrió unos botones en fila y sobre una placa en el
extremo más distante de la plataforma. Utilizando un pequeño instrumento de
energía magnética, quitó la placa y se dedicó por unos instantes a estudiar los
alambres conectados a los botones. Sí era lo que los expertos de la Expedición
le habían dicho que debía hallar. Por absurdo que resultara —según las normas
lógicas y sensatas de los ruml—, no había la menor cerradura en aquellos
controles.
Volvió a colocar la placa en
su sitio, extendió la mano y tocó levemente el botón que, según sus
instrucciones, enviaría a la plataforma hacia abajo. Por un segundo vaciló. A
partir de este instante ya todo sería un riesgo calculado. No había modo de
averiguar qué le aguardaba en el fondo de aquel pozo, ya fueran guardias o
instrumentos de defensa. Habíase visto obligado a elegir entre enviar los
colectores para obtener de antemano esa información, a riesgo de alertar a los
nativos, o probar suerte ahora. Y había elegido probar suerte ahora.
Apretó el botón. La
plataforma se hundió bajo sus pies y la oscuridad del piso superior se cerró
sobre su cabeza.
La plataforma caía con tal
rapidez que instintivamente se extendieron sus garras desde las puntas de los
dedos a fin de sujetarse bien. Por un momento le alarmó la idea de encontrarse
con un espacio no diseñado para un cargamento vivo. Luego vino a tranquilizarle
el pensamiento de las frutas y verduras que bajarían en aquel ascensor y que no
debían resultar dañadas. Por supuesto, tras lo que le pareció una bajada mucho
más larga que la que los recolectores de información dieran como problable, la
plataforma fue reduciendo la marcha con suavidad hasta detenerse y salir a la
luz que se divisaba por una puerta en un lado del hueco.
Jase estuvo fuera de la
plataforma en el mismo instante en que ésta se detuvo, e inmediatamente corrió
al refugio más próximo: tras la puerta de la pequeña habitación en la que el
ascensor se había detenido. Y bueno fue que lo hiciera. Un haz de rayos
azulados cortó el espacio y fue a dar en el lugar en que estuviera de pie en la
plataforma un momento antes.
Parpadearon los rayos. El
olor del ozono llenó la habitación. Por un instante Jase permaneció inmóvil,
helado de terror y con el arma dispuesta en la mano. Pero no apareció ninguna
criatura humana. Resultaba evidente que los rayos se habían disparado
automáticamente, como una defensa contra animales intrusos. Sería parte de la
maquinaria autoprotectora habitual del ascensor. Sin embargo, observó, con una
contracción en el estómago, que el lugar que eligiera para ocultarse había sido
el único punto de la habitación no barrido por los rayos.
Salió ahora de detrás de la
puerta. Se deslizó a través de la misma y se detuvo súbitamente. Lo había
encontrado.
Se hallaba en un área
subterránea de enormes dimensiones, su propia figura empequeñecida en contraste
hasta ser semejante a los diminutos colectores. Aquí era un pigmeo. No, menos
que un pigmeo. Una hormiga entre gigantes, apenas iluminados desde un techo
casi invisible, a ciento cincuenta metros sobre su cabeza.
Estaba a un extremo de lo
que era, nada menos, que un campo espacial subterráneo. Alzándose como torres
muy próximas a él, demasiado enormes para captarlas de una sola mirada, se
hallaban las formas gigantescas de unas impresionantes naves de guerra
espaciales. Lo había descubierto al fin: el escondrijo secreto de las fuerzas
guerreras de las Gentes Embozadas. Y en su interior, en algún rincón oculto de
su espíritu, ronroneó dando las gracias porque se hubiera demostrado, sin la
menor duda, que no carecían de Honor tan por completo.
Entre aquellas formas
titánicas, allá delante, se escuchaba el sonido del metal chocando con el
metal, y también con el cemento. Y el sonido de pies y voces. Como un animal de
presa en el Mundo Ruml, Jase se deslizó de sombra en sombra entre las grandes
naves hasta llegar a un punto en que, sin exponerse, podía ver lo que estaba
sucediendo.
Se atrevió a asomarse tras
la forma redonda de un gran soporte semejante a un barril y vio que,
inesperadamente, había llegado al final de las naves allí encerradas. El
descubrimiento fue para él un shock enorme. ¿Acaso no había más que esas
pocas?
Apenas veía más de una
docena en un espacio en el que podían aparcarse muchísimas más.
Miró hacia delante. Más allá
se extendía el vacío inmenso del suelo y, a unos veinte metros de donde se
hallaba oculto, una tripulación de cinco nativos, con ropas verdes de una sola
pieza, desmontaban los mandos de una unidad de campo de reducción del universo
de una de las naves próximas a ellos. Un nativo vestido de azul, con arnés para
las armas y un arma pendiente del mismo, se hallaba junto a los obreros
observando, sin duda de guardia.
Mientras Jase les vigilaba,
otro nativo de azul y con el arnés para las armas apareció entre las naves
próximas a los obreros. Jase se retiró tras el soporte que le escudaba. El
segundo guardia se acercó al primero que había estado vigilando.
—...nada —le oyó decir
Jase—. Tal vez fuera un cortocircuito en la central eléctrica. De todas formas,
nada salió ahora del ascensor. Ya lo he mirado.
—¿Una rata, quizá? —sugirió
el primer guardia.
—No. Examiné toda la
habitación. Estaba vacía. Cualquier cosa que hubiese estado en la plataforma
habría sido captada por los rayos. Sin embargo, lo están comprobando arriba.
Jase se deslizó de nuevo
entre las naves.
Los nativos ya estaban
alertados, aunque no sospecharan seriamente de un intruso como él. No obstante,
una gran exultación le invadía el espíritu. Había venido dispuesto a
introducirse en una de las naves a fin de descubrir la naturaleza de su
maquinaria interna. Ahora —gracias a la unidad desmantelada en que los viera
trabajando— eso ya no era necesario. Sus esperanzas tan locas, la apuesta en la
que todo se lo había jugado, estaban a punto de rendirle beneficios. Ya tenía a
su Reino a la vista.
Sólo dos cosas le restaban
aún por hacer. La primera una grabación visual de todo el lugar para llevársela
a su Mundo; la segunda salir de allí sano y salvo y regresar a su pequeña nave.
Extendió la mano y tocó el
primer botón de la prenda exterior y con mangas que cubría la parte superior de
su cuerpo, al estilo nativo. El botón ocultaba la grabadora que había estado
funcionando incansablemente, almacenando imágenes y sonidos de todo cuanto
había descubierto. Pero era necesario hacer unos cuantos ajustes para que
pudiera captar las enormes formas y el gran espacio que ahora le rodeaba. Jase
realizó los ajustes necesarios mediante unos leyes toques en el exterior del
botón —aparentemente sin ningún rasgo distintivo— y que durante una media hora
actuaría como una grabadora permanente, tomando imágenes no sólo de las enormes
naves sino de todo cuanto hubiera en este secreto campo espacial subterráneo.
«Una pena —pensó— que no
pudiera grabar la imagen del techo sobre su cabeza, muy por encima de los
chorros de luz que brillaban sobre las naves y sobre él mismo.» Porque tal
imagen hubiese mostrado los mecanismos necesarios para correr a un lado el
techo y permitir la salida de las naves. Sin embargo, ésa no era una
información trascendental. Lo más importante era lo que él estaba filmando aquí
abajo.
Cuando hubo terminado
emprendió el camino de regreso hacia la habitación en que se hallaba el hueco
del ascensor. En aquel enorme laberinto de naves y soportes, casi se le había
olvidado dónde estaba. Pero el sentido de la orientación en que fuera
adiestrado al máximo durante su entrenamiento para explorador, cuando sólo
contaba una estación, vino ahora a salvarle. Se orientó y llegó al fin a la
entrada de la habitación.
Se detuvo allí, justo en el
umbral, contemplando la plataforma que aguardaba, al parecer inocua, en el
fondo del hueco. Era indudable que, si cruzaba la habitación para llegar a
ella, pondría en marcha el mecanismo automático que antes disparara un arma.
Dedicó unos instantes a la búsqueda de los controles de que sin duda
dispondrían los nativos para anular el mecanismo cuando ellos mismos desearan
aproximarse a la plataforma. Pero no encontró nada, y cada minuto que se
retrasara allí aumentaban las posibilidades de que le descubrieran. Y ser
descubierto ahora destruiría todas las ventajas de la información que había
conseguido... y alertaría a los nativos de que el pueblo de los ruml había
descubierto su mundo. Mientras que, si conseguía salir de allí sin alarmar a
nadie de momento, la invasión futura contaría con todas las ventajas de la
información y la sorpresa total. Su Reino caería en manos de los ruml, y en las
suyas propias, casi sin el menor esfuerzo.
Volvió a la puerta abierta y
miró a través de ella. Durante un largo segundo permaneció inmóvil y pensando
con más rapidez e intensidad de lo que nunca lograra en su vida, ni siquiera
durante el duelo con Horaag Hijoadoptivo. Había de haber un camino hacia la
plataforma que evitara los rayos.
De pronto se le ocurrió un
plan. Era algo rebuscado, pero osado también. Sabía que el área tras la puerta
era segura. Los rayos no habían llegado allí la última vez. Desde ese punto, y
en dos largos saltos, podría alcanzar la plataforma. Al contrario que los
nativos, su cuerpo estaba creado para saltar. «Si él —con aquel cuerpo que las
Gentes Embozadas no podían ni imaginar cuando diseñaron el circuito de rayos
automáticos y la habitación— lograra evitar el contacto con el suelo entre la
parte posterior de la puerta y la plataforma...», pensó. Tal vez entonces le
fuera posible alcanzar la plataforma sin poner en funcionamiento el mecanismo
de defensa.
«Había un modo», se dijo.
Pero era como jugárselo todo a una carta. Si fallaba, no habría medio de evitar
los rayos.
La puerta se abría hacia
dentro y tendría menos de dos metros de altura y poco más de un metro de
anchura. Desde el punto interior de giro, estaba a unos siete metros de
distancia de la plataforma. Tocándola desde el umbral, abrió la puerta de modo
que quedara en ángulo recto con la entrada, proyectándola en toda su anchura
hacia el interior de la habitación. Entonces se echó atrás y se quitó aquellas
molestas coberturas de los pies, metiéndoselas en los bolsillos de las ropas
que le cubrían el cuerpo.
Se agachó sobre manos y pies
y arqueó la espalda. Sus garras se extendieron desde los dedos, en las manos y
en los pies, arañando el piso de cemento. Por un instante sintió una oleada de
desesperación porque las ropas que le estorbaban imposibilitarían la hazaña.
Pero no tenía ahora tiempo para quitárselas. Apartó con resolución toda duda de
su mente y aún retrocedió un poco más hasta hallarse a unos diez metros de la
puerta.
Pensó en su Reino, y se
lanzó hacia delante.
Era un adulto de sólo dos
estaciones, sus reflejos eran soberbios y los ejercicios que efectuara bajo las
instrucciones de Brodth, Maestro de Esgrima, le habían ayudado a estar en
inmejorable forma. Para cuando hubo cubierto los diez metros que le separaban
de la puerta, corría ya a más de treinta kilómetros por hora. Desde el umbral
saltó entonces a la parte superior de la puerta.
Le hizo el efecto de que
apenas la rozaba, pero las garras de manos y pies dejaron sus huellas en la
madera en el instante en que, cambiando ligeramente de dirección, se lanzó
hacia delante con ímpetu adicional. Por un instante voló sobre el suelo
peligroso de la habitación. Luego el hueco y la plataforma parecieron venir
volando a su encuentro y cayó sobre aquella superficie plana con un impacto
terrible que le dejó sin aliento.
No aparecieron los rayos. La
habitación seguía silenciosa... y segura.
Un poco mareado, pero
consciente del ruido que hiciera al aterrizar y que tal vez atrajera la
atención de algún nativo que se hallara próximo al lugar, tanteó
apresuradamente en torno al borde de la plataforma, halló los botones y apretó
el que antes grabara en su mente como el que enviaría a la plataforma hacia la
superficie.
Y ascendió en la oscuridad
del hueco.
Mientras subía recuperó el
aliento. No se entretuvo en ponerse de nuevo las molestas coberturas de los
pies; sacó el arma y la mantuvo dispuesta en la mano. En el instante en que la
plataforma se detuvo en lo más alto, ya estaba él fuera y corriendo sin ruido
de nuevo por la correa de transmisión a una velocidad que ningún nativo podría
mantener en aquella postura encogida para la que era tan apto su cuerpo ruml.
Escuchaba voces de nativos
que trabajaban entre la maquinaria a través de la cual marchaba la correa de
transmisión. Pero cerró voluntariamente los oídos y siguió corriendo. Con
seguridad que, tras haberle llevado hasta allí, el Factor Suerte no iría a
abandonarle ahora. Se aferraba a la sensación de confianza de que prácticamente
había escapado ya cuando escuchó un grito entre las máquinas que se alzaban a
su izquierda.
—¡Alto! ¡Deténgase!
Disparó sin vacilar en la
dirección de la voz y, saltando de la correa, se introdujo en un conjunto de
motores y soportes, a su derecha. Tras él se oyó un gruñido y el sonido de un
cuerpo al caer. Un rayo azulado atravesó el lugar en que él se hallara hacía un
instante, sobre la correa de transmisión.
A unos cuatro metros de la
correa, y entre las máquinas, se pegó a un tubo de gran diámetro y escuchó. Su
primera impresión había sido la de que sólo había un nativo en aquel área de la
que procediera el grito. Pero ahora escuchó tres voces que se dirigían hacia el
punto sobre el cual había disparado.
—¿Qué sucedió?
—Me pareció ver algo —La voz
que le diera el alto soltó ahora un gemido—. Intenté dispararle de cerca y
resbalé entre esos rodillos.
—¿Te has quedado ahí
encajado?
—Creo que me he roto las
piernas.
—Y ¿dices que has visto
algo? Espera un segundo, vamos a sacarte.
—Creí ver algo. No lo sé.
Supongo que aquella alarma me hacía ver cosas raras porque no hay nada en la
correa. Ayúdame a salir, ¿quieres?
—Bill, échame una mano.
—¡Despacio! Cuidado,
¡despacio!
—Muy bien, eso es. Te
llevaremos al médico.
Continuó escuchando mientras
los dos recién llegados alzaban a su compañero herido del lugar en que cayera y
le sacaban del edificio. Luego se hizo de nuevo el silencio en torno a él, y en
ese silencio inspiró profundamente. Era difícil creerlo pero, una vez más, el
Factor Suerte había estado de su parte.
Sin hacer el menor sonido se
deslizó de nuevo hacia la correa de transmisión. Ahora que avanzaba con menos
urgencia vio una ruta más clara. Gateando junto a ella distinguió una gran viga
metálica inclinada, de casi un metro de anchura, que llenaba el espacio entre
lo que parecía ser el punto más alto de algo semejante a un motor de turbina y
la oscuridad que rodeaba a las tuberías en que se había ocultado. Y esa viga le
llevaría, con la comodidad de una carretera, y sobre la correa de transmisión,
hacia el área abierta donde ésta comenzaba.
Mirando desde allí vio
entreabierta la puerta del edificio y un pequeño rayo de luz que se
filtraba del exterior.
«La perfección —se dijo a sí
mismo— atrae al Factor Suerte.»
Empezó a avanzar por la viga
metálica inclinada, las garras arañándola, resbalándose. Era más resbaladiza de
lo que él había juzgado. Descubrió que se resbalaba irremediablemente hacia un
lado. Aumentó la velocidad. Tercamente, en silencio, trató de evitar la caída
en la oscuridad que se abría a sus pies.
Sus garras dañaban la pulida
superficie. De alguna parte le llegó un sonido aislado, extraño, vibrante Mientras
seguía aferrado al metal sintió la impresión de que le pellizcaban en un
músculo del cuello. Siguió adelante con renovado esfuerzo e inesperadamente
advirtió que perdía el sentido.
Una extraña confusión le
invadió. Sintió que se relajaban sus miembros, que el cuerpo le resbalaba hacia
la oscuridad del fondo.
Cayó, y la oscuridad se
cerró en torno a él al perder por completo el sentido.
19
Jase desenroscó las dos
partes de una pequeña cerbatana y volvió a meterse el arma en el bolsillo
interior de su chaqueta de cuero. Cuando los dos guardias de uniforme azul
sacaron el cuerpo inconsciente de Kator del estrecho espacio en el que había
caído, también él se dirigió allá. Y en el instante en que depositaban a Kator
en un pequeño espacio abierto. Jase se inclinó y retiró un dardo diminuto y
emplumado clavado en el cuello del ruml, justo detrás y debajo de la oreja
plana y puntiaguda.
Al inclinarse sobre el ruml,
y ocultando por un instante el brazo izquierdo con el cuerpo, arrancó con la
mano izquierda el botón superior de la chaqueta de imitación de Kator. Al
enderezarse y volverse tropezó con Swanson.
—Ahora podrá decírnoslos,
¿no? —dijo el hombre de gafas—. ¿Qué era ese anestésico?
Jase sonrió cansadamente,
con cierta ironía.
—Alcohol etílico —respondió.
—¡Alcohol! —Swanson le miró
y explotó—. ¿Pretende decir que su sistema es tan parecido al nuestro? ¡También
nosotros podríamos haber utilizado alcohol!
—No son tan parecidos, no
tanto como cree —dijo Jase—. Da la casualidad que el alcohol los emborracha
como a nosotros. Pero no exactamente del mismo modo. La mayoría de nuestras
drogas, el cloroformo, por citar un ejemplo, le habría matado. Ni siquiera el
alcohol les afecta lo mismo que a nosotros —Hizo un ademán hacia Kator—. ¿No
vio con qué rapidez quedó inconsciente sin más que unas cuantas gotas
introducidas en sus venas? La misma cantidad no nos habría hecho sentir nada a
usted o a mí.
—Sí. —aceptó Swanson sin
relajarse. Se volvió a mirar a Kator—. Bien, empecemos a cargarle ahora. Cuando
vuelva en sí y regrese a su nave, irá tan lleno de grabadoras en miniatura como
podría estarlo una convención política. ¿Cuánto tiempo seguirá inconsciente?
—Ellos se toman esos
cultivos productores de bacterias para relajarse, del mismo modo que nosotros
bebemos whisky —dijo Jase—. Se sienten borrachos en un instante, se duermen
casi inmediatamente y permanecen inconscientes unas dos horas, hundiéndose
gradualmente en un sueño profundo que dura cuatro de nuestras horas.
—¿Seis horas, entonces?
—No; no si quiere estar bien
seguro —dijo Jase—. Se le puede despertar en cuanto haya pasado el período de
la auténtica inconsciencia. Pero con la urgencia que yo, que él —Jase vio que
los ojos de Swanson parpadeaban momentáneamente al escuchar aquel error en sus
labios—, que él sentía, tal vez se recupere en cuanto lo desee. Ahora bien, a
fin de asegurarse se le puede mover, o hacer algún ruido.
—Está seguro, ¿verdad?
—Swanson le miró en aquella relativa penumbra del interior del edificio—,
acerca de toda esa información.
—Sí —dijo Jase—, pero ¿por
qué no hace venir a su médico si quiere comprobarlo?
—Buena idea. —Swanson se
volvió para hablar con los guardias. Jase se deslizó de nuevo hacia las
sombras. Sacó de un bolsillo una cajita cuadrada, pequeña y oscura, del tamaño
de un estuche de joyería en el que se presenta un anillo. Operando casi al
tacto en la oscuridad, procedió a hacer unos ajustes en la superficie del botón
que cogiera de la chaqueta de Kator y lo mantuvo contra una pequeña abertura
existente en la cajita, haciendo presión sobre ella con los dedos.
Se escuchó un sonido muy
débil, casi inaudible, como una cinta que girara, que sólo captaron los oídos
de Jase. El zumbido se detuvo al fin.
Jase volvió a meterse la
cajita en su bolsillo y se acercó a la figura inmóvil de Kator pasando entre
dos de los tres guardias que le rodeaban ahora.
—Voy a comprobar de nuevo ese punto donde le di con
el dardo —dijo Jase. Aunque algo inseguros, le permitieron acercarse al cuerpo
inconsciente del ruml. Jase se arrodilló, giró la cabeza de Kator a un lado
para exponer el área del cuello donde le clavara el dardo anestésico, y se inclinó
a mirar el punto de cerca. Dejó caer la mano izquierda sobre la chaqueta de
Kator, como si se apoyara en él para levantarse y colocó de nuevo el botón
sobre los ganchos diseñados por los ruml a fin de sujetarlo.
Ninguno de los guardias lo
advirtió al parecer. Aquella sujeción de los botones era típicamente ruml, y
sólo uno como Jase —en contacto con la mente de un ruml— pensaría en
examinarlos o en buscar el conjunto de superficies microscópicas y altamente
sensibles bajo el camuflaje exterior del botón y que eran la versión ruml de
una cámara de espionaje en miniatura.
—¿Qué hace? ¡No interfiera
en esto! —dijo la voz de Swanson a sus espaldas cuando se ponía en pie—. ¡Salga
de aquí, Jase! A partir de ahora, todo es cosa nuestra.
El tono de su voz era oficial,
impersonal. Estaba bien claro que cuanto decía reflejaba sus pensamientos: una
vez las grabadoras y cámaras implantadas bajo la piel de Kator, el ruml sería
seguido por medios mecánicos de observación y enviaría imágenes y sonidos a
través de una unidad de campo de reducción del universo incluso desde el Mundo
Ruml, cuando Kator regresara a él. Jase ya no era importante a los ojos de
Swanson, de Coth y de los demás hombres que nunca hablaban en su presencia.
Jason volvió a hundirse
entre las sombras de las máquinas. Cuando se planeara la captura de Kator había
dicho a Swanson que era imprescindible que él conociera los planos no sólo del
área de aparcamiento espacial subterránea, sino de la fábrica abandonada que
servía como camuflaje a nivel del suelo. Ahora siguió su camino tranquilamente
por la fábrica, pero no hacia el patio lateral donde le aguardaba el transporte
que había de llevarle de regreso a Washington.
Cruzando unas habitaciones
vacías, pasando entre las máquinas silenciosas, llegó al otro extremo de la
fábrica y, atravesando una pequeña puerta herrumbrosa, salió a un campo lleno
de malas hierbas, de unos cuarenta metros cuadrados, rodeado de una valla de
alambre espinoso y pequeños bosques de álamos y robles.
Cruzó el campo con aire
casual. Una vez fuera de la vista y ya entre los árboles, caminó a paso rápido.
Una hora más tarde tomaba un autobús en la estación de un pequeño pueblo.
Hubo algún retraso en la
partida del vehículo. Pero unos dieciocho minutos más tarde silbó al fin el
aire en los compresores y el autobús salió de la terminal. Jase apoyó la cabeza
contra el respaldo almohadillado de su asiento y cerró los ojos cargados de
fatiga. Ya había cumplido su parte en la misión.
A partir de ahora todo
dependía de Kator y de los Jefes de Familia, allá en su Mundo.
20
Al despertar tuvo que
detenerse a pensar por un momento para recordar que no estaba en su Mundo, para
recordar que había estado huyendo por un edificio, una fábrica del planeta de
las Gentes Embozadas, y que había estado a un paso del triunfo cuando algo
había ocurrido.
Poco a poco lo recordó todo;
lentamente comenzó a darse cuenta de lo que le rodeaba.
Se hallaba encajado en algún
punto entre muros estrechos. Por encima de él no había sino silencio y
penumbra. Le pareció que había estado inconsciente cierto tiempo, pero allá
arriba, y para sus ojos ruml, la luz que todavía entraba por los altos
ventanales de la fábrica cortaba la oscuridad casi en el mismo ángulo. Siguió
tumbado y mirando la luz por un instante.
No. Se equivocaba. Tal vez
había transcurrido la octava o la sexta parte del período de luz solar de este
planeta mientras él se hallara totalmente inconsciente.
El cuello le dolía
ligeramente detrás de la oreja, y había algunos puntos más en su cuerpo
dolorosos al tacto. Pensó que se habría dañado al caer. Ahora bien,
evidentemente no le habían encontrado los guardias que le perseguían.
Sus pensamientos se
interrumpieron súbitamente. Unas voces llegaban a sus oídos. Las voces de dos
nativos que se hallaban en pie a cierta distancia. Alzó ligeramente la cabeza y
vio que se encontraba en un espacio muy estrecho entre dos muros de metal.
Aquel espacio, como un túnel sin techo, venía a terminar en el área entre la
correa de transmisión y la puerta que daba al exterior.
—No es posible —decía una de las Personas Embozadas—. Hemos buscado por
todas partes.
—Pero dejaron este lugar
para llevar a Rogers a la ambulancia, ¿no es cierto?
—Sí, señor. Sin embargo,
Corry quedó de guardia ante esa puerta mientras nosotros lo hacíamos. Cuando
volvimos, todos juntos registramos el edificio. No hay nadie aquí.
—¡Qué cosa más extraña!
—dijo la segunda voz—. Primero ese cortocircuito o lo que fuera abajo, y luego
Rogers creyendo ver a alguien, o a algo, y rompiéndose la pierna... —Las voces
se alejaron del área despejada y se dirigieron hacia una parte más lejana del
edificio—. Bien, olvídenlo entonces. Lo anotaré en mi informe y cerraremos el
edificio cuando salgamos hasta que un inspector venga a examinarlo.
Se escuchó el sonido de la
puerta pequeña al abrirse.
—De todas formas, ¿qué va a
robar nadie? —preguntó la primera voz que también se alejaba—. ¿Es que se va a
meter bajo el brazo medio millón de toneladas de naves espaciales para largarse
con ellas?
—Las reglas... —La puerta al
cerrarse cortó las palabras. Se hizo el silencio en la penumbra, que iba
aumentando.
Jase se agitó en la
oscuridad.
Por un momento temió haberse
roto algún miembro al caer en aquel espacio tan reducido. Pero los brazos y
piernas respondieron. Lo que él había pensado: sólo magulladuras. Se sintió
agradecido por el hecho de ser un adulto de dos estaciones. Un hombre más
viejo, con los huesos más débiles... No quería ni pensar en ello.
Y no se había hundido tanto
como para quedar atrapado. Luchó por abrirse camino entre las dos superficies
hasta que un objeto le bloqueó el camino. Consiguió subirse encima de él —otra
porción de tubería, al parecer—, y un instante después estaba sobre el suelo.
Todo estaba vacío, libre de
nativos, como si fuera realmente el edificio desierto que simulaba ser.
El sol local estaba muy alto
en el centro del cielo cuando se deslizó fuera de la fábrica. No había nadie a
la vista. A paso medianamente rápido, pues cojeaba un poco, se escurrió a la
sombra de un ala del edificio. Dos minutos después había cruzado la verja sin
problemas y entraba en el refugio de los árboles que corrían paralelos a cada
lado de la carretera, dirigiéndose de regreso hacia su pequeña nave individual.
El pescador nativo ya no
estaba junto al arroyo. No había nadie en absoluto a la vista en aquel día
cálido, con el sol acercándose ahora a su cénit. Corrió a su nave y, sólo
cuando se vio sano y salvo en el interior de la entrada camuflada, obtuvo una
sensación de seguridad.
Pero, se corrigió, aún no
estaba completamente seguro. Contaba sencillamente con una nave en la que huir
en caso de que fuera descubierto. Anuló la sensación de seguridad, porque ésta
podía llevarle a un descuido, y ya sería de noche antes de que se arriesgara a
salir. Habría de ser noche cerrada antes de dar el paso final para la
consecución definitiva de su Reino.
Se libró de las repelentes
ropas que había tenido para llevar y se curó las magulladuras de su cuerpo.
Eran molestas, pero en una o dos semanas se habrían curado y no quedaría
recuerdo de ellas. El botón que contenía la grabadora seguía intacto en su
chaqueta. Y el informe de cuánto había llevado a cabo, disponible en su
interior. Nada más sería preciso allá en su Mundo, a excepción de los
valiosísimos conocimientos de Kator sobre las reacciones de las Gentes
Embozadas. Ahora, si se hiciera rápidamente de noche...
Aguardó haciendo acopio de
paciencia y soñando en los rostros de los hijos que tendría. Al primero le
llamaría Aton, por Aton Tiomaterno; al segundo Horaag; y Bela al tercero. En
cuanto estuvieran fuera de la bolsa el tiempo suficiente para comprender el
concepto del Honor, les hablaría personalmente a cada uno de ellos del hombre
cuyo nombre habían recibido. Y del papel que aquellos tres hombres honorables
habían jugado en la Fundación del Reino de su padre, en el planeta de las
Gentes Embozadas.
Él mismo, el Kator, viviría
aquí toda su vida, hasta la muerte. Pero quizá la segunda o la tercera
generación de sus descendientes —como era su derecho de primer hijo o primer
nieto— volvería a fundar el palacio de los Katori en su Mundo. Y, con el
tiempo, de este palacio de los Katori, surgiría algún día uno —o quizá varios—
que Fundaría nuevos Reinos propios..
Él no lo vería. Sus huesos,
polvo enterrado en este mundo de las Gentes Embozadas, nunca lo sabrían. Pero,
en los cuerpos de sus descendientes, sus genes sí lo sabrían, y ellos honrarían
su nombre y se considerarían verdaderamente de la raza ruml. Los ruml,
honorables como raza, siempre creciendo, siempre evolucionando hacia ese futuro
lejano e inimaginable, cuando el hombre olvidaba toda la escoria de su carácter
y ya no pensaba sino en el Honor.
Al fin el sol amarillento,
más rojizo, más oscuro, empezó a hundirse por el horizonte en la pantalla unida
al colector de luz fuera de la nave. Las sombras cubrieron los caminos, los
campos, las arboledas. Se sentó en la cámara de comunicaciones de su pequeña
nave y conectó la comunicación auditiva, mediante un canal de reducción del
universo, con la nave de la Expedición allá en la Luna.
El altavoz resonó:
—¿Hombre-Clave?
No respondió.
—¿Hombre-Clave? Aquí el
Capitán. Su canal nos está enviando información. ¿Puede oírnos?
Continuó en silencio, la
piel del rostro ligeramente endurecida por la emoción.
—¡Hombre-Clave!
Se inclinó al fin hacia el
colector de voz de la transmisora que tenía ante él. Y susurró:
—Es inútil. —El susurro se
interrumpió, se convirtió en una voz estrangulada y confusa—. Los nativos me
han rodeado. Capitán..
Hizo otra pausa. Había un
silencio expectante al otro extremo; luego habló de nuevo la voz del Capitán.
—¡Hombre-Clave! ¡Resista!
Enviaremos una nave en su rescate.
—No hay tiempo —susurró—. No
hay escape. Destrúyanse, a sí mismos y a la nave. Que el agua, la sombra y...
Extendió la mano hacia los
controles y la pequeña nave saltó hacia el cielo y la oscuridad creciente. Al
alzarse disparó un objeto cilíndrico sobre el terreno en el que había estado.
Segundos más tarde, el
fulgor breve pero increíblemente violento de los colores del arco iris, que era
la explosión de una unidad de campo de reducción del universo, iluminó la faz
de un anochecer en el campo.
Pero Jase, ante los
controles de la nave, cortaba la oscuridad hacia lo alto. Se dirigía a la Luna,
pero sin la menor prisa. Siguió una marcha convencional hasta que llegó a los
límites prácticos de la atmósfera, y sólo entonces utilizó la unidad de
reducción del universo que conservaba intacta en la nave para llegar al lado
opuesto de la Luna en tres saltos.
Había necesitado cuatro
horas, según el tiempo local, para llegar a la nave de la Expedición enterrada
bajo la superficie. No recibió respuesta al aproximarse a ella y a toda la red
de habitaciones excavadas en la roca bajo el polvo lunar. Abrió el pasadizo por
el que saliera de la nave en su transporte individual y penetró en él. Habían
vaciado la nave de atmósfera, y se vio forzado a rellenarla antes de seguir
adelante.
No había nadie en los
corredores ni en las habitaciones exteriores de la nave. Pero cuando llegó al
gimnasio los vio allí a todos según había esperado: echados e inmóviles por
graduaciones; los oficiales y el Capitán aparte. Sin esperanza de volver a su
Mundo, sin las llaves con que abrir la nave, y desaparecido el Hombre-Clave,
habían puesto fin a su vida de modo honorable, dejando asegurada la nave para
los que vendrían después.
Los miró a todos vencido por
el afecto y pasó a examinar el diario de navegación de la nave. Lo hizo
retroceder hasta el momento de su llamada desde el planeta inferior. El Capitán
había grabado todo el relato de la conversación con él y la situación que
obligaba a la decisión a adoptar. Concluía con las Palabras de la bendición que
Jase no lograra terminar en el momento en que, según las apariencias, la
pequeña nave había sido destruida en el otro planeta.
Jase leyó ante la grabadora
un breve relato de cómo había podido escapar de las Gentes Embozadas que le
creían atrapado y regresar a la nave, y luego volvió al gimnasio.
La nave de la Expedición
tenía un amplio lugar de almacenamiento en el área de carga. Llevó allí los
cadáveres uno a uno, y, una vez colocados, dejó el espacio a temperatura de
congelación. Los cuerpos serían devueltos a sus Familias en su Mundo. No era
algo necesario, pero sí honorable de su parte. Regresó entonces a la sala de
controles, los abrió todos y se dispuso a trabajar.
No había gran diferencia
entre cualquiera de las naves que utilizaban como impulso el campo de reducción
del universo. Pedía manejar solo esta gran nave, lo mismo que la pequeña que le
llevara al planeta de las Gentes Embozadas. Fijó la dirección hacia su Mundo.
Era una cuestión sencilla ahora que había identificado la posición de la
estrella del mundo de las Gentes Embozadas, y las computadoras de la nave
podían calcular por sí solas la distancia y la dirección del vuelo. En
contraste con el tiempo que les había costado llegar hasta aquí, ahora
regresaría a su Mundo en sólo tres saltos por el espacio sin tiempo. No más de
dos días según el cómputo de su Mundo (o día y medio según el de las Gentes
Embozadas).
Hizo salir a la nave de su
escondite bajo la superficie de la Luna y la alejó de cualquier cuerpo solar
sólido antes de entregar la programación del primer salto a las computadoras.
Luego regresó a sus propias habitaciones.
Allí todo seguía como él lo
dejara cuando se dispusiera a bajar al planeta de las Gentes Embozadas. Abrió
un departamento de servicio para sacar alimentos y tomó asimismo uno de los
cultivos de bacterias productoras de alcohol. Pero, una vez lo hubo llevado con
la comida a la mesa donde se hallaban sus papeles, descubrió que no deseaba
tomar el cultivo.
Este momento tenía su propia
intoxicación, una intoxicación que empequeñecía y ridiculizaba la borrachera
química que se obtenía del cultivo. Lo tiró, pues, por una ranura de
eliminación que había en su mesa. Al hacerlo recordó algo de pronto.
De la bolsa del arnés que
había llevado bajo las ropas, ahora desechadas, sacó el cubo que contenía el
gusano. Después de todo, se había olvidado de devolverlo a la tierra de su
origen. Bien, ya habría otra ocasión.
Lo sostuvo contra la luz en
el cubo transparente sobre la mesa en la que estaban los papeles. Ante la luz,
el gusano parecía casi vivo. Como si se volviera para hacerle una reverencia,
como si reconociera su dominio sobre él y el mundo del que provenía.
Dejó el cubo en la mesa y
fue a colocar el botón que contenía la grabadora en un dispositivo que
proyectaría la información almacenada, sonido e imágenes, y en dimensiones
naturales, en una pantalla que era la misma atmósfera de la habitación. Tocó
los controles de la máquina proyectora. Las luces de la habitación
disminuyeron, y la mañana que él contemplara al salir de la nave individual
cobró vida en el espacio vacío del centro de la habitación. Retrocedió unos
pasos hasta la plataforma ante su mesa y se sentó en ella, enroscándose con
sensación de satisfacción.
Observó toda la historia de
los sucesos del día, la conversación con el nativo junto al arroyo, el viaje
por la correa de transmisión, la bajada y el regreso del área subterránea. En
el momento en que resbalara y cayera entre las máquinas, las imágenes cesaron
de pronto; cesó el sonido.
«Evidentemente —se dijo—, la
caída había roto la grabadora en aquel punto. Estaría en blanco a partir de
entonces. Una lástima que hubiera ocurrido así pero, después de todo, la información
más importante había quedado bien grabada.»
Estaba a punto de levantarse
para apagar la proyectora cuando aquel cubo de atmósfera de la habitación se
encendió de nuevo. Frente a él estaba la figura del nativo que viera junto al
arroyo, pero le rodeaban las paredes de una habitación; no era la misma escena
al aire libre.
El nativo se quitó de la
boca aquel contenedor lleno de vegetación ardiente.
—Saludos. Confío en que
estoy entre amigos —dijo en un ruml tan perfecto como su boca y labios de
nativo eran capaces de pronunciarlo—. Saludos a Kator Primosegundo Brutogas y a
todos los Honorables Jefes de Familia que estarán contemplando esto allá en su
Mundo...
Kator saltó de la
plataforma.
21
Jase vaciló ligeramente y
vino a darse contra una gran verja de barrotes de hierro forjado. El dolor
repentino que sintió en el hombro le reanimó un poco. De nuevo, y
automáticamente, trató de ajustarse al cuello de la gabardina que ya se había
alzado contra el terrible aguacero que los cielos abiertos dejaban caer sobre
la capital. Hacía ya más de veinte horas que regresara a Washington, y no había
dejado de circular un instante por la ciudad. Mientras no se detuviera y se
mantuviera alejado de su apartamento o de cualquier lugar donde fuera fácil que
le reconocieran, creía tener muchas probabilidades de evitar la captura hasta
el momento crítico. Lo había conseguido hasta ahora, y calculaba que aún le
quedaban seis horas más.
Cediendo por un instante al
cansancio de sus piernas que parecían pedirle un respiro, se apoyó ahora contra
los barrotes de hierro forjado y sacó una hoja del periódico del bolsillo de la
gabardina. Estaba doblada y sólo se veían tres columnas de la primera página,
su propia fotografía y parte del título:
...BUSCADO POR EL F.B.I.
Bajo el título le miraba su
propio rostro, una fotografía suya con atuendo deportivo tomada, por suerte,
unos tres años antes. Como reflejo automático de su propio agotamiento, empezó
a leer por enésima vez las primeras palabras del artículo:
Por Will Uhlmann: Todavía se
sigue buscando hoy al doctor Jason Barchar, al que desea someter a
interrogatorio el F.B.I., en relación con la supuesta entrega de secretos de
Estado a una potencia extranjera no identificada.
Desvió la mirada de aquellas
letras impresas y húmedas. Lo que allí se decía no era importante. Pero su
fotografía, sí. Afortunadamente habían perdido peso en las últimas semanas, y
una barba de más de treinta y seis horas le ocultaba el mentón. Sólo con que
recordara que no debía defenderse, ni moverse o actuar como era su costumbre...
Porque el moverse o actuar de modo habitual era lo que solía traicionar a los
que se disfrazaban, según había leído una vez en alguna parte; pero hacía tanto
tiempo que ni recordaba dónde. En algún momento de aquel remoto pasado,
muchísimo antes de que hubiera oído hablar siquiera de una raza de seres
llamados los ruml. «Ése no eres tú —se dijo, mirando la fotografía del
periódico—. Tú no tienes ese aspecto, ni sonríes así, ni te sientes de ese
modo. Tienes veinte años más, y los hombros cargados. Eres un vagabundo..., un
ser sin importancia...»
Volvió a meterse la hoja del
periódico en el bolsillo. Empezó a caminar de nuevo antes de quedarse dormido,
apoyado contra la verja de hierro. Se apartó cansadamente de aquel punto de
apoyo y obligó tercamente a sus piernas hinchadas y doloridas a avanzar. «No es
cierto —se dijo— que uno no puede dormirse de pie.» Él mismo lo había hecho en
la Escuela de Adiestramiento del Ejército, cuando les obligaban a una caminata
nocturna de casi cincuenta kilómetros tras una marcha de otros cincuenta
durante el día. Bajo la luz de la luna había observado la mancha blanca que era
el soldado que le precedía, y su cabeza había comenzado a inclinarse, a
inclinarse, a inclinarse... y de pronto había dado un traspié y casi se había
caído en el charco de luz de luna que era el camino, comprendiendo que se había
salido de la fila. Entonces había vuelto a incorporarse a ella, había tratado
de mirar a cualquier otro lado, hasta que la figura blanca había atraído de
nuevo su visión... y vuelta a comenzar el mismo proceso.
«Es preciso que no me duerma, caminando por aquí
—pensó—. Si me durmiera, podría caer bajo las ruedas de un camión. O meterme en
problemas por lo que fuere y llamar la atención.» Metió la mano en el bolsillo
donde llevaba la Dexedrina y las demás cápsulas con las que llenara una
botellita cuando había planeado esta fuga. Pero, en las dos últimas ocasiones
en que las tomara, la Dexedrina ya no le había hecho el menor efecto. Todo lo
más le había dado náuseas, lo que aún contribuía a debilitarle más.
La lluvia caía con fuerza de
un cielo tan oscuro que las luces de la calle se habían encendido a mediodía.
De vez en cuando el trueno resonaba en la distancia. Las luces de los edificios
comerciales estaban encendidas también. Los semáforos brillaban difusos entre
la neblina producida por la humedad cuando él se acercaba a las esquinas.
Tenía la garganta como papel
de lija, los ojos cargados y secos; el rostro le ardía bajo el ala del sombrero
y el cuello alzado de la gabardina. Este caminar constante tras el agotamiento
de las pasadas semanas le había llevado más de sus fuerzas. Estaba enfermo,
enfermo de algo que le daba mucha fiebre. Al principio se había sentido
agradecido por la fiebre, pues ésta le mantendría despierto y
extraordinariamente alerta. Pero ya había recorrido el círculo completo y ahora
la odiaba... porque le privaba de fuerzas.
Se le trabaron los pies y
casi se cayó. Una mujer que caminaba en dirección opuesta le echó una mirada al
pasar, y él vio por un instante una boca muy apretada, unos ojos muy
despectivos, cuando la mujer dio un rodeo a fin de no pasar junto a él y
mantenerse a prudente distancia.
«Es inútil —se dijo de
pronto—. No vas a poder soportarlo aquí en la calle, tratando de seguir yendo
de un lado para otro... Ve a esconderte en algún lado.»
Agitó la cabeza para
aclararla y miró en torno a fin de descubrir dónde estaba. Por un momento no
reconoció la calle... pero, de pronto, una punzada de alarma le despertó por
completo. Había regresado una vez más a territorios familiares; esta vez se
hallaba de nuevo a unas cuantas manzanas del edificio de la Fundación.
Agudizada momentáneamente su
mente ante esta impresión de alarma, y por primera vez desde el amanecer,
meditó en las probabilidades del edificio de la Fundación. En principio su plan
había consistido en regresar allí, deslizarse al interior y ocultarse en los
depósitos de libros. Lo había rechazado porque existía el peligro de que, una
vez sospecharan de su presencia en el edificio, les sería bien fácil atraparle
y cortarle la salida. Mientras que, caminando de un lado para otro, estaba en
libertad de cambiar sus planes rápidamente.
Pero ahora, la mente nublada
ya y con el agotamiento físico amenazando con traicionarle y hacerle caer en
manos de la policía local —o, lo que probablemente tendría el mismo resultado,
en las de algún samaritano que llamaría a la policía—, el edificio de la
Fundación le pareció más seguro que continuar así en el exterior.
Allá se dirigió pues.
Estaba a unas tres manzanas.
Mientras se acercaba a él, en su mente se iba formando esa imagen que encierra
toda suerte de promesas de comodidad y del calor de una chimenea y que persigue
al hombre agotado y perdido de noche en una tormenta de nieve. La visión del
lecho en la habitación del sótano que ocupara hasta la víspera surgió en él
como un pozo de deseos, de olvido piadoso, en el que podría dejarse caer al
fin. Luchó contra el pensamiento seductor de dormir en la cama.
Ahora, apoyando la mano
contra los ladrillos húmedos de un lado del edificio de la Fundación para
afirmarse sobre sus piernas, se acercaba ya a la entrada de la callejuela
lateral. Se introdujo por ella. A unos diez metros estaba la entrada posterior
del edificio, la entrada al vestíbulo que daba a la cocina de la antigua
cafetería y a las escaleras que bajaban al sótano. Claro que, a esta hora del
día, habría gente trabajando en la cocina. Con suerte podría evitarlos. Tenía
ya un plan medio pensado.
Llegó a la puerta metálica
en la fachada posterior del edificio. La luz tan débil aún le permitió
distinguir los arañazos y muescas en su superficie. Se detuvo apoyándose contra
la puerta cerrada, que se abría hacia dentro, y sopesó cuidadosamente lo que
planeara hacer, a fin de tenerlo todo bien claro en la cabeza, ya tan vencida
por el mareo.
Se llenó los pulmones de
aire a fin de que la voz no sonara ronca y exhausta. Tragó un par de veces para
humedecerse la garganta. El trueno retumbó en la distancia y se renovó la
fuerza del aguacero. Enderezándose, golpeó la puerta con el puño y la abrió de
par en par.
—¡El contador de la luz!
—gritó entrando en el vestíbulo sin detenerse y dejando que la puerta se
cerrara de golpe tras él.
—¡Abajo! —le contestó una
voz desde la cocina, a su derecha, de la que salía la luz y el ruido constante.
Nadie se asomó a mirarle. Continuó caminando briosamente de modo que sus
pisadas sonaran naturales. Pero, al iniciar la bajada por una escalera estrecha
de madera y sin balaustrada, las rodillas le fallaron súbitamente y casi se
cayó.
Sin embargo siguió adelante
y poco después ya estaba en el sótano. Recorría un pasillo en el que las
puertas de los almacenes y demás habitaciones destacaban como recuadros verdes
contra las paredes pintadas de blanco.
Casi le abandonó su dominio
propio al acercarse a una puerta de madera barnizada, ligeramente más grande,
entre las otras puertas verdes que había a su izquierda. Tras ella se hallaban
la habitación y el lecho que habían estado flotando en su mente desde hacía
horas, tan seductoramente como la imagen de una fuente para el hombre perdido
en el desierto.
Sin embargo, siguió adelante
por el pasillo y llegó a la puertecita que daba al nivel más bajo de los
depósitos de libros. Aquí, en esta profundidad del sótano, las ventanas que se
abrieran en lo alto de los huecos de los ascensores no permitían el paso de la
luz natural suficiente para ver por dónde iba. Y todas las lámparas estaban
apagadas. Extendió la mano, halló el cordón de la primera bombilla junto a la
entrada y tiró de él. Una luz amarillenta reveló los estantes de libros y
revistas que, partiendo de allí, y como una escalera de caracol, ascendían
hacia lo alto.
Subió con gran esfuerzo,
encendió las luces a medida que avanzaba. En el tercer nivel dejó la escalera y
recorrió cansadamente un corredor estrecho entre los estantes de libros hasta
llegar a la puerta de madera pulida que daba paso al despachito de Mele.
Acercando el oído al panel
de la puerta (y sintiendo una enorme gratitud por aquel instante de apoyo)
escuchó el débil tecleo de la máquina de escribir. Suspiró..., casi una
explosión de aire de los pulmones: alivio y agotamiento. Puso la mano en el
picaporte, la abrió y en dos pasos llegó a la mesa.
Extendió la mano buscando la
papelera para volcarla y sentarse en ella, como ya hiciera antes. Pero el
esfuerzo fue demasiado complejo, excesivo para sus fuerzas. Le fallaron las
rodillas y se dejó caer pesadamente sobre una grabadora audiovisual, portátil
pero de gran tamaño, que estaba junto a la mesa. Por un momento se le fue la
cabeza con el alivio de no saberse en pie, y tuvo que aferrarse el borde de la
mesa con ambas manos para no caer.
Tuvo conciencia del rostro
de Mele que le contemplaba por encima de la máquina de escribir, ahora
silenciosa. Él la miró también. En algún instante, confuso y vencido por el
delirio, había imaginado lo que le diría, y cómo le explicaría que aquella
situación justificaba su petición de ayuda, aunque la involucrara con ello.
Pero ahora, ahora que estaba al fin ante Mele, no hallaba fuerzas ni palabras.
Por eso se dejó caer sencillamente y quedó, con las ropas goteantes, apoyado
contra el borde de la mesa y mirándola en silencio.
Luego la habitación pareció
vacilar, dar la vuelta. Ni siquiera comprendió que era él el que caía, que resbalaba
de la grabadora a pesar de sus débiles esfuerzos por sostenerse. Luego..., la
nada.
Cuando se despertó estaba de
nuevo en el depósito de libros. No muy lejos de la puerta que daba al despacho
de Mele, pero sí en un rincón. La luz del pasillo adjunto no cortaba las
sombras que le ocultarían a todos. Se hallaba echado en un ángulo y una manta
pesada de lana gris le cubría, envolviéndole desde los hombros.
Mele estaba arrodillada ante
él vertiendo en un tazón el líquido de su termo. Parpadeó inseguro tratando de
recuperar el sentido. Que ella hubiera conseguido levantarle o arrastrar su
peso de casi ochenta kilos por los escalones y hasta este depósito... por no
mencionar el hecho de que le hubiera envuelto en una manta antes de depositarle
en aquel rincón... era más de lo que su cerebro, agotado de fatiga, podía
imaginar.
—Bébete esto ahora —dijo
ella, alzando el tazón lleno. Jase empezó a sorber; luego se detuvo tan
bruscamente que parte del líquido le resbaló por la barbilla. Había creído de
primer momento que lo que le daba podía ser café, y, después de beberse
innumerables tazas en las cafeterías y en las máquinas automáticas en las
últimas veinticuatro horas, la idea de tomarse una taza más le daba náuseas.
Pero el sabor de lo que
habían tocado sus labios y el aroma que el líquido desprendía le
tranquilizaron. Era una sopa caliente con verduras y carne, y le sabía como un
plato extraño y maravilloso de algún país exótico. Tenía tanta sed como hambre,
y temblaba con un frío que parecía estar íntimamente unido a la fiebre que le
abrumaba la cabeza. Se tomó con ansia la sopa, indiferente al hecho de que le
escaldaba la lengua, el paladar y la garganta.
Se bebió el tazón entero, y
medio más, y de pronto se sintió lleno. Descubrió que no podía beber ni una gota
más y cerró los labios contra el borde, tratando mientras tanto de sacar la
mano de debajo de la manta para rechazarla. Pero Mele le entendió y apartó el
tazón. Le secó la barbilla con una servilleta de papel y ésta se desgarró
contra el rastrojo que era su rostro sin afeitar.
—...Es mejor que me vaya
ahora —dijo Jase—. Ahora ya estoy bien —Pero se apretó la manta en torno de un
nuevo acceso de temblor. Mele no se movió. Continuó arrodillada allí,
mirándole.
—Tómate esto —le dijo,
sacando unas cápsulas y una taza llena de agua—. Son antibióticos. Acrocidina.
—Él se llevó las cápsulas a la boca y se las tragó con un poco de agua—. Jase
—continuó Mele, dejando la copa—, ¿hiciste lo que..., lo que dicen que hiciste?
—¿Qué? —preguntó él—. ¿Qué
es lo que dicen?
—¿Añadiste una película a la
grabación hecha por Kator para comunicarles a los ruml todo lo que sabemos de
ellos, y lo de los Anzuelos, y para enseñarles nuestras naves espaciales?
—Sí —repuso roncamente
debido a la garganta irritada que ahora empezaba a dolerle espantosamente—.
Tuve que hacerlo. Verás...
—No tienes por qué
explicármelo —Seguía mirándole, de rodillas—. No me importa por qué lo hiciste.
Cuando Swanson vino por primera vez para averiguar si yo sabía que tú habías
planeado algo así, traté de pensar por qué habías de hacer una cosa semejante.
¡Darles la única ventaja que tenemos sobre esos extraterrestres que nos
sobrepasan en número de diez a uno! Pero luego, cuando no te encontraron,
cuando empecé a comprender cómo se sentían todos al respecto, y lo que deseaban
hacerte si te capturaban me di cuenta de pronto que no tenía importancia.
Parpadeó él mirándola. En su
cerebro febril, las palabras zumbaban sin sentido ni lógica.
—Jase... —continuó ella. Le
cogió los brazos por encima de la manta—. ¿No me entiendes? Tienes que
entenderme. ¡A mí no me importa lo que hayas hecho! Yo estaba tan
orgullosa de mí misma, estaba convencida de que las cosas eran buenas o malas,
sin importar lo que yo sintiera al respecto..., ¡pero no es verdad!
Se inclinó y le pasó los
brazos en torno al cuerpo cubierto con la manta, abrazándole, dejando caer la
cabeza, la mejilla, contra la manta áspera que cubría el pecho de Jase.
—¡Sólo tú me importas! ¡Tú!
—El abrazo se hizo más intenso, como si deseara absorber y ahogar su temblor en
su propio cuerpo—. ¡Y no van a cogerte! ¡No se lo permitiré!
Jase veía la masa oscura de
sus cabellos justo bajo la barbilla. Abrió la boca para decir algo pero sus
labios empezaron a temblar y fue incapaz de emitir cualquier sonido. A espaldas
de Mele advirtió una sombra que avanzaba y obscurecía la luz del pasillo
vecino. Por un momento siguió adelante y luego retrocedió de nuevo, una forma
negra el extremo del pasillo en que se hallaban.
Se inclinó hacia ellos;
identificó la forma de un hombre, luego de varios más, uno tras otro. Se
lanzaron sobre los dos mientras Mele seguía abrazada a él.
Mele no tuvo conciencia de
su presencia hasta que unas manos la cogieron. Sólo entonces comprendió que los
habían descubierto a ella y a Jase, y empezó a luchar.
22
—¿Por qué lo hizo? —preguntó
Swanson.
Era la misma pregunta que
había estado lanzando constantemente Jase desde que le cogieran con Mele y los
trajeran desde el edificio de la Fundación hasta este lugar..., dondequiera que
fuese. Ignoraba qué habían hecho con Mele. Pero a él le habían traído a esta
habitación desnuda con sólo unas pocas sillas, en las que unos hombres que
jamás había visto seguían haciéndole esta única pregunta.
Podían hacérsela —y esperar
una respuesta— gracias a los milagros que la química había realizado con su
cuerpo enfermo y exhausto. Unas cápsulas y dos inyecciones, una en cada brazo,
habían cortado la fiebre, despejando la cabeza y anulado el cansancio; o más
bien lo habían disimulado, pues Jase sabía que aún estaba allí pero, en cierto
modo, no le molestaba. El corazón le latía violentamente, tal vez demasiado
rápido, y notaba un ligero zumbido en los oídos. Aparte de estos síntomas, y
del hecho de que el sudor le corría constantemente y se veía obligado a secarse
de continuo el rostro, y de que sólo podía vencer una sed rabiosa con los
incontables vasitos de agua, se sentía casi normal.
Pero no del
todo. Había algo antinatural en su sensación de vigilancia, en la ausencia de
los temblores, que le hacían sentirse como hecho de la porcelana más delicada y
temer que cualquier movimiento o emoción le desgarraría en pedazos
irreparables. Se mantenía muy erguido en la silla, dominándose con toda su
fuerza de voluntad, y por eso las preguntas parecían venir de un lugar tan remoto
y desconectado con él que no resultaban tan amenazadoras como intentaban ser.
Contestaba monótonamente, invariablemente, como hizo ahora con Swanson, el cual
había entrado y salido ya varias veces de la habitación y acababa de regresar
de nuevo a ella:
—No puedo explicarlo de modo
que le resulte comprensible. Tendrían que haber estado dentro de Kator para
comprender mi explicación, y ninguno de ustedes lo estuvo. Sólo yo. No puedo
explicarlo.
—Vamos. Pónganos a prueba
—dijo Swanson—. Si no lo entendemos, nada se ha perdido, ¿verdad?
—No hay palabras —dijo
Jase—. No las hay, a menos hasta después de haberlo experimentado. Verá:
nosotros somos inteligentes,
y también los ruml. —Era la misma explicación que había repetido tantas veces
desde que entrara en esta habitación—. Ambos tenemos cerebros altamente
desarrollados. Pero ahora, en esta cuestión, ninguna de las dos razas
reaccionamos con el cerebro. Reaccionamos de modo primitivo... —Se detuvo. Era
inútil...
—Siga —dijo Swanson,
secamente.
—...de modo primitivo
—repitió Jase—, emocional, por instinto. Estamos reaccionando contra ellos como
extraños, y ellos contra nosotros. Debido a esa reacción a nivel emocional, no
nos mostramos razonables. La racionalidad, la comprensión..., son cosas
intelectuales. Cosas que aprendemos en el proceso de crecimiento en un ambiente
civilizado. Un animal joven, un niño pequeño, no es razonable. No es
comprensivo de natural. Se concentra únicamente en el ansia de sobrevivir, de
crecer. Se aprovecha de cualquier ventaja que se le ofrece sin tener en
consideración los valores morales abstractos o las diferencias invisibles. Si
hubiéramos mantenido abierto el camino de la investigación básica...
—¿No se está alejando del
tema? —le cortó Swanson—. Estamos en una carrera contra reloj.
—Todo está relacionado. Pero
no importa —dijo Jase—. Ya le dije que no lo comprendería. La comprensión está
bloqueada en su mente, lo mismo que en la de los ruml, por las reacciones
primitivas y emocionales ante el extraño. La investigación básica habría podido
demostrar que esto sucedería; y antes de que ocurriera, antes de que entráramos
en contacto con alguna raza como los ruml. Habríamos estado prevenidos y
hubiésemos podido evitar caer bajo el dominio de sus reacciones primitivas al
tropezar con el primer extraterrestre inteligente. Pero no lo estábamos. Y
ahora se trata de un conjunto de mentalidades estrechas que se dan de cabeza
contra otro conjunto de mentalidades estrechas.
—Demuéstreme —dijo Swanson—
por qué es tan estrecha nuestra mentalidad. Tal vez podamos corregirla.
—Usted cree decirlo en serio
—contestó Jase—, pero no es así. Usted ha de empezar por comprender a Kator.
Empezar por pensar en él como un nombre con un código de moral estricto.
—¡Código de moral! —explotó
alguien en la habitación. Jase ni siquiera se volvió para ver quién lo había
dicho.
—¿Lo ve? —dijo a Swanson—.
No fue usted el que lo dijo, pero seguro que lo pensó. Así es como se sienten
todos.
—Ni siquiera necesitamos
pensar en cómo ha actuado y pensado en lo referente a nosotros —dijo Swanson—.
Con relación a su propio pueblo, ha demostrado tener cualquier cosa menos un
código de moral. ¿No mintió a cincuenta y siete de su propia raza, engañándoles
deliberadamente para que se suicidaran? ¿Qué hay de moral en eso?
—La mayor moralidad que
pueda existir —le repitió Jase—. La moralidad de la supervivencia, tanto
individual como de la raza. Habían de morir para que él pudiera no sólo vivir,
sino triunfar. Si existía una sola persona de su propia raza y familia a la que
apreciaba era Bela, y decidió arbitrariamente que Bela muriera para aumentar su
prestigio a los ojos de la Expedición...
—Cuando, mientras tanto,
sabía perfectamente que también iba a matarles a ellos —dijo Swanson—.
Comprenderá que nos resulte bastante difícil el tragarnos que eso fuera una
hazaña noble.
—¡Pero es que aún no había
llegado al punto en que podía matarlos a todos sin el menor riesgo! —gritó Jase
abandonando al fin su frío aislamiento—. ¡Usted juzga la autoridad de Kator
según los términos humanos! ¡Usted piensa en sus obligaciones según los
términos humanos! Usted calibra sus metas según los términos...
La puerta de la habitación
se abrió. Un hombre asomó la cabeza y Jase se detuvo bruscamente a la vista de
la expresión de aquel rostro, le expresión del hombre que ha visto las pruebas
de su propia condena.
—Está empezando —dijo el
hombre a Swanson—. Usted dijo que le avisáramos. Si quiere venir, será mejor
que se apresure.
—Inmediatamente —dijo
Swanson—. Vamos, Jase. Venga con nosotros y vea lo que ha hecho.
Jase se puso en pie
torpemente, inseguro. Rodeado por todos y con Swanson al frente, dejaron la
habitación y, tras doblar varios ángulos de un largo corredor, llegaron al fin
a una sala enorme con una amplia pantalla visora tridimensional a un extremo y
los asientos entre ella en pendiente, como en un teatro.
En la segunda fila,
acompañada de una mujer alta y de dos hombres con ropas civiles, se hallaba
Mele. Hicieron que Jase entraba en la misma fila y se sentó en una butaca vacía
a la derecha de Mele.
—Mele —comenzó—, ¿cómo...?
—Estoy muy bien. —Le sonrió
y le tomó la mano, estrechándosela. Siguió reteniéndole la mano, y ni sus
acompañantes, ni los de Jase, se opusieron a ello. Swanson se había sentado
también junto a Jase.
—Listos —dijo Swanson volviendo
la cabeza para hablar con uno de los hombres a sus espaldas. Los asientos
continuaban llenándose. Al final eran unas treinta o cuarenta personas.
Un momento más tarde las
luces del techo de la habitación se redujeron a una débil penumbra y la pantalla
tridimensional se iluminó con una escena. Instantáneamente la reconoció Jase,
aunque ni siquiera Kator había estado allí antes. Pero todo ruml conocía su
aspecto. Era la Sala de Reuniones de los Jefes de las Familias principales y
que presidían en la actualidad. Normalmente esta presidencia se hallaba formada
por cincuenta y un Jefes de Familia, elegidos por rotación entre más de
quinientos mil Jefes de Familia de todos los mundos ruml. La incapacidad, la
oposición al servicio o los negocios apremiantes, impedían que la mitad de los
miembros llegaran a ser elegibles. El resto representaba a sus Familias cuando
les llegaba el turno, y formaban parte del grupo presidencial por un período
que iba desde los diez días a toda una estación.
Por tanto la oportunidad de
este servicio sólo tenía lugar una vez en la vida de un Jefe de Familia
elegible, si es que llegaba a presentarse. Y las responsabilidades de los
cincuenta y un miembros eran dos, según sabía Jase: Primero, disponer las
acciones necesarias para el Honor de los ruml como raza. Y, segundo, dar fe de
un Fundador, ya fuera sólo de una Familia o de una Familia y un Reino.
Para este último propósito
se habían reunido los cincuenta y uno aquí y en este día. El Brutogas había
sido invitado a la reunión, aunque sin voto, lo que hacía cincuenta y dos en
total. Precisamente ahora, en el instante en que Jase ocupó su asiento, los
ruml de largos bigotes, todos ancianos honorables, entraban en la Sala y
ocupaban sus puestos en un semicírculo elevado en torno a un pequeño anfiteatro
circular e inferior. Cuando todos estuvieron sentados, y por una puerta baja en
el anfiteatro, entró Kator y se quedó en pie, saludando a sus mayores con la
mano derecha sobre el pecho y las garras extendidas.
A la vista Kator, el cerebro
de Jase —dormido por el agotamiento, la enfermedad y los estimulantes que le
habían hecho ingerir a la fuerza— recuperó el contacto. Soñando despierto se
halló repentinamente dentro del cuerpo de Kator que veía en la pantalla, como
lo estuviera mientras dormía. El eslabón mental entre ellos seguía operando. Y
en ese instante dejó la habitación de este edificio desconocido en Washington y
saltó hacia la Sala de Reuniones del Mundo Ruml.
Su cuerpo continuó sentado
muy erguido y con los ojos abiertos observando aquel cubo que era la enorme
pantalla de la habitación de la tierra. Pero sólo los que le rodeaban
observaban la escena. Porque Jase vivía ya la escena que ellos veían. Y, por
última vez... fue Kator.
Alzó la vista hacia los
Jefes de Familia que se inclinaban para mirarle y, cuando vio el rostro gris
del Brutogas entre ellos, la emoción instintiva del orgullo amenazó estallar en
él... para ser barrida casi instantáneamente por una oleada de vergüenza y de
dolor. Se irguió cuando pudo y habló a los Jefes de Familia allí reunidos.
—Señores —dijo—, soy Kator
Primosegundo Brutogas. Confío en que estoy entre amigos.
—Hombre-Clave —contestó el
miembro más honorable—. Aquí estás entre amigos. ¿Tienes un informe que
presentarnos?
—Señor —dijo Jase—, lo
tengo. El diario de a bordo de mi viaje con la nave de la Expedición al mundo
de las Gentes Embozadas está en sus manos. Ustedes ya saben lo que está escrito
allí. Tengo un informe adicional que presentarles, pero primero me gustaría
exponer ante esta reunión una petición de especial carácter.
—¿Esa petición se refiere a
ti mismo? —preguntó el miembro más honorable repitiendo las palabras que
siempre se dirigían a los que habían estado donde él estaba ahora y en las
mismas circunstancias.
—Sí, señor. Es una petición
por la que suplico que se considere especialmente el hecho de que yo he llegado
a ser distinto de cualquier otro hombre y, por tanto, necesario y valioso para
la raza honorable de los hombres.
—¿Cuál es la base para esa
petición? —preguntó el miembro más honorable.
—La base para mi petición
consiste en el descubrimiento de que las Gentes Embozadas son distintas de
cualquier otra raza hallada por los hombres desde el principio de los tiempos.
Han desarrollado una civilización casi tan grande como la nuestra, y es posible
que su inteligencia y Honor sean incluso muy similares a los nuestros.
Basándome en esta diferencia de todo lo conocido a lo largo de la historia, yo
reclamo una consideración especial. —Hizo una pausa.
—Y ¿cuál es esa
consideración especial? —La pregunta le llegó desde el lugar del más honorable,
muy por encima de él y entre las filas de ancianos.
—Señores —dijo Jase—. De la
expedición que se envió al mundo de las Gentes Embozadas sólo yo he regresado
con el conocimiento necesario para asegurar el éxito de un intento de Fundar
Familias en su mundo. Debido a esta mi valía, única y especial para la raza de
los hombres, suplico por tanto que esta reunión decida una acción especial en
mi caso.
—¿Qué acción especial,
Hombre-Clave?
—Me gustaría señalar —dijo—
que, así como las Gentes Embozadas son extrañas a nuestra experiencia, también
pueden resultar extraños los modos honorables de tratar con ellos, incluida la
importancia del conocimiento que yo tengo al respecto. Por tanto suplico a esta
reunión que no actúe de inmediato al término de mi informe una vez lo haya
presentado aquí, por muy clara que parezca ser la acción más honorable. Sino
que esta reunión retrase la acción al menos por un día, durante el cual
considere si el cambio más claro de la acción honorable lo es así
verdaderamente, o si no debería seguirse más bien un nuevo camino del Honor, un
Honor todavía no conocido.
Hubo un breve silencio en la
habitación cuando Jase acabó de hablar.
—Hombre-Clave —dijo el
anciano presidente al cabo de un momento—, esto no resulta normal en absoluto.
A ver si lo entendemos: ¿pides a esta reunión que retrase cualquier acción con
respecto a ti, incluso el juicio de si tus acciones fueron honorables o no,
cualquier respuesta en forma de premio o retribución? ¿Sin importar lo muy
claro que nos parezca el asunto una vez hayas presentado tu informe?
—Sólo por un día —dijo
Jase—. Deseo que retrasen y mediten bien su juicio sólo por un día.
De nuevo hubo vacilaciones.
—¿Alguno de los ancianos se
opone a ello? —preguntó el presidente. Se observó cierta agitación, pero no
surgió ninguna voz en las filas de asientos—. Muy bien —dijo el presidente—. Un
día de retraso, y nuestra consideración, durante ese tiempo, no supondrá
diferencia si es una cuestión de Honor, ya que todas las cuestiones de Honor
deben resultar bien claras a un hombre honorable. Accedemos a tu petición,
Hombre-Clave. Ahora, ¿quieres presentarnos tu informe?
—Si, señores. Y gracias
—dijo Jase, inclinando la cabeza—. Creo que no necesito decir más ahora sino
repetir lo que ya dije anteriormente: que las Gentes Embozadas representan una
nueva percepción para nosotros, y que, en consecuencia, es posible que se
requieran nuevos métodos de Honor en el trato con ellos. Y ahora os mostraré mi
informe adicional.
Jase se apartó a un lado de
aquel espacio abierto y tocó el control de su arnés.
—Ya han visto —comenzó
diciendo— cómo escapé de los guardias y regresé a la nave de la Expedición, a
cuyos tripulantes hallé muertos. Puesto que habían dado mi muerte por segura, y
teniendo en cuenta que no les era posible volver a Nuestro Mundo sin las llaves
de la nave y sin el Hombre-Clave, se habían suicidado..., lo más honorable para
ellos de acuerdo con las circunstancias. Yo, como habrán deducido, les había
llevado con engaño a este fin para ser el único que regresara con los
conocimientos necesarios de las Gentes Embozadas y colonizar su mundo aun en
contra de la oposición de los nativos...
Se interrumpió y les miró
con énfasis.
—Lo más honorable para
mí..., de acuerdo con las circunstancias. Para un hombre consagrado a la
Fundación de su Reino, todas las acciones que contribuyen a su éxito son
honorables, ¿no es cierto?
—Lo son —contestó la voz del
miembro presidente de la Reunión.
—Sin embargo —dijo Jase, la
voz lenta y penosa ahora—, una vez a bordo de la nave y ya en mi camino de
regreso, observé cuanto había tomado mi grabadora, antes y después de mi caída
en la fábrica de los nativos. Y, lo que vi en ella, me obligaba a renunciar en
mi ambición.
—¿Renunciar? —media docena
de voces lo habían gritado simultáneamente desde los asientos—. ¡Hombre-Clave!
¡Un hombre no puede renunciar a la ambición una vez ha iniciado la acción
encaminada a Fundar un Reino! —La voz del miembro presidente, aguda y clara,
destacaba sobre todas las demás.
—Lo sé —dijo Kator, el
rostro rígido de angustia—. Permítanme que les explique mis razones. Ustedes
han visto la copia del informe tomado por mi grabadora hasta el momento en que
caí inconsciente en la fábrica. Permítanme que les muestre ahora lo que
encontré a continuación de ese informe en esa misma grabadora que formaba parte
de las ropas que yo llevaba como disfraz. Lo que yo vi al regresar no sólo me
hizo renunciar a mi ambición sino que, por mi Honor, me impidió unirme al
suicidio general de los demás miembros de la Expedición y me obligó a regresar
hasta aquí.
—¿Unirse? —empezó a decir el
miembro presidente. Pero Kator ya había activado el botón de control de su
arnés. Él ya no era visible para los que ocupaban los asientos. En cambio,
todos veían una proyección de luz y sonido que llenaba el amplio espacio ante
ellos.
Por un segundo sólo se
vieron los breves chispazos de una grabación interrumpida, ya que varias de las
superficies tan sensibles habían quedado destruidas. Luego se aclaró la
pantalla y cincuenta y dos ruml, incluido el Brutogas, contemplaron el rostro
de un nativo de las Gentes Embozadas, el nativo que hablara con Jase a
principios de la grabación, cuando éste cruzara el puente sobre el arroyo.
Ahora el nativo se quitó de
la boca aquel contenedor lleno de vegetación ardiente, sacudió las cenizas en
una roca a su lado y soltó la caña y el sedal pendiente de ella para metérselo
en el bolsillo. Habló en un ruml tan perfecto como le era posible pronunciar a
su boca.
—Saludos —dijo—. Confío en
que estoy entre amigos. Saludos a Kator Primosegundo Brutogas y a todos los
Honorables Jefes de Familia que estarán contemplando esto allá en su mundo.
Como saben, soy miembro de esta raza de seres inteligentes a quienes ustedes,
los ruml, llaman Gentes Embozadas debido a nuestra costumbre de cubrirnos el
cuerpo, al contrario que ustedes. Sin embargo, lo más correcto sería referirse
a nosotros como humanos. —Los labios del desconocido pronunciaron la palabra
nativa cuidadosamente, al modo en que la pronunciaría un ruml—. Huu-maa-noos.
Con un poco de práctica encontrarán que no es demasiado difícil de decir.
Una babel de voces empezaba
a alzarse en los asientos de la Reunión cuando habló el miembro presidente.
—¡Silencio! —ordenó
bruscamente—. ¡Seguid escuchando!
—Nosotros los humanos
—continuaba diciendo la imagen del nativo alzando de un modo muy extraño las
comisuras de los labios— tenemos un gran historial guerrero. Pero preferimos la
paz. Nuestro honor no tiene la misma base que el de ustedes. Por tanto,
permítanme que les muestre algunos de los medios que hemos desarrollado y que
significan para nosotros lo que el Honor significa para ustedes.
La escena cambió
rápidamente. Los ruml reunidos contemplaban ahora uno de los animalitos más pequeños
y de larga cola que Kator utilizara como modelo para algunos de sus colectores
de información. Éste, sin embargo, era más pequeño que los que la Expedición
tomara como modelo, y de piel blanca. Iba tratando de abrirse camino arriba y
abajo por los corredores de una caja sin tapa, confundiéndose a veces ante un
callejón sin salida, o equivocándose ante la entrada a un corredor adjunto.
—Esto —dijo la voz del
nativo— es lo que los humanos llamamos un «laberinto». Lo utilizamos a fin de
probar la inteligencia del animal con que experimentamos. Esto es uno de los
instrumentos de investigación que se utilizan en nuestro estudio de una parte
de los conocimientos conocida como «psicología», que corresponde, en cierto
modo, a lo que ustedes los ruml llaman su sistema de Honor, y que creen con
firmeza que ha de desarrollar necesariamente en cualquier ser civilizado e
inteligente.
Cambió la imagen y de nuevo
apareció el rostro del nativo dirigiéndose a ellos.
—La psicología —dijo— nos
enseña a los humanos muchas cosas útiles sobre la reacción que debe esperarse
de otros organismos. Porque, como su sistema del Honor, la psicología se basa
en los deseos primarios y universales, tales como el ansia del individuo, o de
la raza, por sobrevivir.
Se inclinó a un lado y recogió
la caña con el sedal que antes utilizara. Lo levantó en alto a fin de que todos
lo vieran.
—Esto —dijo—, aunque ya lo
utilizaban los humanos mucho antes de que empezaran a estudiar la psicología
según un esfuerzo consciente, opera basándose en un principio psicológico.
La imagen pasó a lo largo de
la caña, del sedal unido a ella y —¡oh sorpresa!— hasta el agua que los que
observaban no habían advertido anteriormente. El sedal se prolongaba por debajo
del agua hasta terminar en un gusano como el que Kator había guardado y sellado
en un cubo transparente. Luego la imagen se desplazó unos centímetros hacia un
lado y apareció una criatura nativa y viviente bajo el agua que no poseía
miembros, sino una cola en forma de abanico, y otras, de menor tamaño, por todo
el cuerpo. La criatura fue nadando hacia el gusano y se lo tragó.
Inmediatamente empezó a luchar, y un primer plano reveló un gancho metálico en
el interior del gusano. No obstante sus esfuerzos, la criatura fue arrastrada
fuera del agua por el nativo, que le dio un golpe en la cabeza y la
metió en el cesto.
—Como ven —de nuevo les
hablaba la imagen del nativo—, este aparatito se aprovecha del deseo de
sobrevivir, a nivel muy primitivo, de esta criatura llamada pez. Para
sobrevivir, el pez debe comer. Nosotros le ofrecemos algo comestible pero, al
tomar lo que le ofrecemos, el pez se entrega en nuestras manos. Queda prendido
en el gancho oculto tras el ofrecimiento que ponemos ante sus ojos, y nosotros
lo aseguramos mediante el sedal.
Hizo una pausa como para
dejar que sus palabras hicieran efecto. Sólo hubo silencio entre los ruml de
edad honorable en los asientos del anfiteatro.
El nativo continuó hablando:
—Todas las razas
inteligentes que viajan por el espacio concebible, deben exhibir el deseo natural
de sobrevivir como el pez, aunque en un nivel mucho más complejo.
Pareció inclinarse hacia
delante, hacia los que observaban, como para hacerles partícipes de una
confidencia.
—El gusano que pende del
anzuelo se llama cebo —dijo—. Del mismo modo, el gusano que Kator encontró en
el artefacto que parecía ser parte de una de nuestras naves espaciales, era un
«anzuelo». Su propósito era operar sobre razas y culturas desconocidas al modo
en que el gusano opera sobre el pez. Nuestro objetivo consistía, naturalmente,
en estudiar a quienquiera que cogiera el «anzuelo». Ahora bien, cuando Kator se
llevó el artefacto tras él, un monitor le siguió desde miles de kilómetros
hasta ese su Mundo.
»Cuando llegó su nave
Expedicionaria se le permitió que aterrizara en nuestra Luna y se procedió a un
estudio intensivo y exhaustivo, no sólo de la nave sino de sus métodos para
lograr información acerca de nuestro mundo y sus gentes. Naturalmente, también
aquí nuestro propósito consistía en aprender lo más posible sobre ustedes, los
ruml, basándonos en la afirmación de que el que conoce a un competidor en
potencia, mientras éste lo ignora todo sobre él, cuenta con una ventaja
indudable.
El nativo se enderezó.
—Después que hubimos grabado
todo cuanto podía aprenderse de tal observación —continuó—, permitimos que uno
de sus colectores descubriera una de nuestras áreas subterráneas de
lanzamiento, y que uno de ustedes, Kator, viniera a nuestro mundo y entrara
realmente en el área subterránea.
»Hicimos a Kator una serie
de tests, a nivel del laberinto que les mostré, mientras él penetraba y
escapaba del área subterránea. Les complacerá saber —de nuevo el rostro del
nativo se contorsionó con aquella extraña mueca que alzaba las comisuras de sus
labios— que su inteligencia racial resultó muy alta en nuestra opinión, aunque
ustedes no sean lo que podríamos llamar sofisticados. No nos costó demasiado
influir en Kator para que dejara la correa de transmisión y siguiera una ruta
que le llevaría a una superficie demasiado resbaladiza por la que caminar.
Cuando cayó, le dejamos inconsciente...»
Se escuchó un barullo mezcla
de exclamación y gruñido ahogado, entre los Jefes de Familia que escuchaban.
—Y, durante la hora
siguiente, pudimos hacer todos los estudios y tests más completos de un varón
adulto ruml. Luego volvimos a depositar a Kator en el lugar en que había caído
y se le permitió que recobrara el sentido. Finalmente se le permitió escapar.
El nativo dejó a un lado la
caña con el sedal colgando y que había sostenido en la mano todo el tiempo. En
aquel gesto había algo que indicaba el final de su discurso.
—Ahora lo sabemos todo sobre
su raza honorable —dijo—. Y ustedes, como raza y con la única excepción de
Kator, no saben nada sobre nosotros. Debido a lo que hemos aprendido acerca de
ustedes, confiamos en que los conocimientos de Kator no podrán serles de mucha
utilidad. —Alzó el índice—: Aún tengo una escena más que mostrarles.
Desapareció. En su lugar, y
contra un cielo estrellado que ninguno pudo reconocer en la Sala de Reuniones,
apareció la imagen de un número inconcebible de naves espaciales, formas
enormes, una tras otra, como demonios oscuros y gigantescos que estuvieran
aguardándoles.
—Kator —continuó la voz del
nativo— debía haberse preguntado a sí mismo por qué había tantos lugares vacíos
en el área subterránea en la que le permitimos adentrarse. Vengan a vernos a la
tierra cuando estén dispuestos a hablar sobre un contacto entre nuestras dos
razas que no suponga necesariamente la violencia.
Desapareció definitivamente
la imagen en el espacio abierto de la Sala de Reuniones. Bajo el brillo de las
luces se alzaba Kator, pequeño y solo, con los cincuenta y dos Jefes de Familia
mirándole fijamente.
Por un momento todos
estuvieron silenciosos e inmóviles. Luego, como respondiendo a una señal
inconsciente, instintiva, primitiva..., a un reflejo como el que obliga a una
manada de lobos a caer sobre uno de sus miembros que ha quedado inválido, todos
se alzaron de sus asientos y cayeron en tromba sobre él.
—¡Esperen! —gritó Kator,
desesperadamente—. ¡Esperen y piensen! ¡Están desaprovechando su única ventaja,
como el nativo les dijo que harían! ¿No ven que yo soy su única oportunidad, y
que esto es distinto de todo lo que nosotros...?
Pero ya estaban sobre él.
Era joven y fuerte, pero los otros eran cincuenta y dos, incluso el Brutogas, y
el instinto luchaba contra él y a favor de sus oponentes. Cayó al suelo
sintiendo apenas las garras que le destrozaban y hacían pedazos.
—¡Muero con Honor! —consiguió
gritar mientras aún quedaba aliento en su cuerpo.
Y, al morir, el cuerpo de
Jase allá en la Tierra se alzó luchando entre las filas de espectadores que le
rodeaban. Luego cayó desmadejado, y Jase sintió que la oscuridad de la muerte
le tomaba al fin en sus brazos y lo arrastraba consigo muy lejos de cuanto
existía, tanto en el Mundo Ruml como en la Tierra.
23
«Morir es detenerse —pensó
Jase, vagamente—. Pero experimentar esa detención sin morir supone recorrer un
largo trecho y tener por delante un largo camino por el que regresar...»
No sabía cuánto tiempo había
transcurrido desde que se «detuviera» con la muerte de Kator y con la sensación
de aquellas garras arrancándole la vida; pero sí habían pasado varios días
desde que por primera vez se sintiera consciente del techo blanco sobre el lecho
del hospital en que yacía. La luz diurna y la oscuridad cortaban por turnos
aquel techo. Entraban y salían gentes en la habitación. De vez en cuando le
hablaban, pero durante mucho tiempo no se molestó en responder.
«Después que uno se ha
detenido —pensó—, nada tiene importancia, ni siquiera una nueva detención. Sólo
es preciso continuar adelante un poco más con objeto de detenerse de nuevo, y
esta vez para siempre.» En ocasiones, Jase se preguntaba vagamente por qué no
lo hacía. Parecía haber alguna razón para no morir, pero sentíase demasiado
indiferente para inquirir al respecto.
Luego, algún tiempo después,
Mele empezó a figurar entre los que entraban y salían. Gradualmente fue dándose
cuenta de que ella se sentaba junto al lecho incluso varias horas seguidas. Y
muy lentamente, al cabo de cierto tiempo, se halló respondiendo de vez en
cuando a las preguntas que Mele le hacía sobre su estado físico o sus
pensamientos. Y de este modo, imperceptiblemente, fue volviendo a la conciencia
de su mundo y de sus conversaciones con ella.
—No —le dijo en respuesta a
una de sus preguntas—. Kator era un hombre muy extraño, valiente y
extraordinario... un ruml, quiero decir. Por uno como Kator hay un millón entre
los ruml que no se habrían atrevido a hacer cuanto él hizo. Eso es algo que
Swanson y los demás son incapaces de comprender. Otra cosa que...
—No tienes por qué decirme
nada si no quieres —le interrumpió Mele—. Esta habitación está llena de
micrófonos, ya sabes. Lo que tratan de conseguir es la información suficiente
para poder juzgarte por traición o algo así. Por eso me permiten que venga,
confiando en que hablarás conmigo.
—Está bien —dijo él con
indiferencia—. Es que quiero que ellos lo entiendan. ¿Qué iba diciendo? Otra
cosa que los de aquí no entienden, pero que comprenderán algún día, es que ni
Kator ni los demás ruml deseaban conquistar la tierra en el sentido que damos
nosotros a la palabra conquista. Kator quería lograr su derecho a Fundar un
Reino, lo que significa que podría iniciar una familia propia y tener tantos
hijos como quisiera. Los ruml corrientes sólo pueden tener uno.
Veía a Mele sentada muy
cerca de él, observándole.
—¿Dices que quieres que los
otros lo sepan? —le preguntó.
Asintió con aire ausente. Se
hundía de nuevo en la marea de la indiferencia.
—Si realmente quieres que lo
sepan, yo te haré preguntas —dijo ella—. ¿Quieres que te haga preguntas?
Consideró sus palabras sin
interés. Lentamente, como obedeciendo a un torpe reflejo, surgió la respuesta.
Se incorporó un poco.
—Claro —dijo—. ¡Pero si
acabo de decírtelo!
—Sé lo que me dijiste. Pero
¿para qué había de querer él muchos hijos? ¿Para sentirse orgulloso de ellos?
Jase agitó la cabeza.
—Piensas como un ser humano
—dijo—. La posibilidad de que pudiera enorgullecerse de uno de sus hijos era
muy remota. Pero, el tener muchos, aumentaba las posibilidades.
—¿Qué posibilidades?
—La de llegar a tener otro
como él, entre sus hijos o los hijos de éstos. Tal vez surgiera, uno, o más,
que asimismo Fundaran Familias.
Mirándole, Mele agitó la
cabeza, desconcertada.
—Pero ¿por qué? —insistió—.
No lo entiendo. ¿Él Funda Familias o Reinos?
—Es lo mismo —murmuró Jase.
—para que algunos de sus descendientes puedan hacerlo también? Es un
círculo. Lo mismo repetido una y otra vez.
Jase agitó la cabeza sobre
la almohada.
—Es la supervivencia de los
más adecuados, según ellos lo entienden —dijo.
Por un instante no le
comprendió. Luego estalló de pronto:
—¡Ya lo veo! ¡Lo entiendo!
¡Para que al fin todos los ruml sean descendientes de los que Fundaron Familias,
de los líderes!
—Sí —dijo Jase. Empezaba a
alejarse otra vez.
—Pero, Jase...
Sin embargo, él ya estaba
más allá del alcance de su voz. La conversación prolongada le había agotado. En
los días siguientes fue recuperando las fuerzas pero resistió al empeño de Mele
por obligarle a seguir hablando. De nada servía. Sólo le había explicado todo
aquello por puro reflejo. Las gentes estaban emocionalmente bloqueadas contra
la comprensión de las razones de los ruml... como los Jefes de Familia ruml lo
estuvieran en contra de comprender a Kator y dejarle aceptar la vergüenza de
vivir. De nada servía tratar de explicarlo.
De pronto se despertó en una
brillante mañana y descubrió que Mele le sacudía violentamente.
—¡Despiértate! —decía en voz
baja pero intensa—. ¡Despierta, Jase! Los ruml han venido. Una gran flota vuela
ya en órbita en torno al mundo precisamente ahora. ¡Tienes que despertarte! Por
lo visto no querían que yo lo supiera, pero lo decían por la radio en la sala
de enfermeras y lo oí por casualidad. Y he sabido que van a llevarte de aquí...
a alguna parte. Y probablemente te matarán. ¡La enfermera de noche se lo estaba
diciendo a la de día! Jase, ¡despierta! Tal vez consigamos antes salir de aquí,
de algún modo. ¡Pero tienes que despertarte!
La miró aturdido, irritado
por el hecho de que continuara sacudiéndole. Al fin la comprensión, la
consciencia de cuanto ella le decía, le invadieron como una suave oleada que
iba creciendo en intensidad. La sujetó por los brazos.
—Ayúdame a levantarme
—dijo—. Ayúdame. Intentaré caminar.
Mele le ayudó. Cuando estuvo
en pie casi le fallaron las rodillas, pero las forzó a seguir adelante.
—Ayúdame a caminar —repitió.
Le acompañó ella y así recorrieron la habitación—. Swanson —dijo él de pronto—.
Tengo que hablar con Swanson.
—¡No es posible, Jase!
—gritó Mele—. ¡Hay que sacarte de aquí! Las enfermeras...
—No importa eso. ¡Pero esto
sí! —gritó obligando a sus piernas a que caminaran—. ¿Cómo podemos hacernos con
Swanson?
—No podemos —dijo Mele—.
¡Oh, Jase, deja de actuar tontamente! Ya no estás en poder de Swanson. Hay que
irse de aquí como sea. Ellos no creen que puedas levantarte de la cama todavía,
así que tenemos una posibilidad. Si cruzamos el vestíbulo hacia el otro lado,
hay una salida de incendios.
—No —le interrumpió él—.
Escucha, Mele. Si me llevaran de aquí quiero que tú misma trates de hablar con
Swanson. Si los ruml han venido debes hacerte con él y obligarle a que
comprenda cómo debe tratar con ellos. Si actúa equivocadamente, los ruml
atacarán. Con la misma seguridad con que mataron a Kator.
—Pero atacarán de todos
modos..
—No. Escúchame. ¿Quieres
escucharme? —insistió—. Probablemente no tenemos mucho tiempo antes de que
venga a buscarme quienquiera que sea.
—Te escucharé. Si eso es lo
que tú quieres, te escucharé. Pero, Jase...
—Pues escucha y recuerda
bien esto —le interrumpió él de nuevo—. Dile a Swanson, y tal vez ahora sí esté
dispuesto a escuchar y a creerme, después de haber visto morir a Kator y
después de la llegada de los ruml, dile que el problema involucra a ambas
razas, a la nuestra y a los ruml. Ambos tenemos el instinto de la conservación
y mejora de la raza mediante la supervivencia de los más aptos pero, debido a
diferencias animales básicas, esto ha evolucionado en dos culturas diferentes.
Culturas en las que los instintos de sus individuos les empujarán a un
enfrentamiento terrible a menos que se comprendan. ¿Lo has entendido?
—Sí..., creo que sí...
—Seguía ayudándole a caminar de un lado a otro de la habitación.
—De todas formas no hay
tiempo para repetirlo —dijo Jase—. Continuaré. La primera unidad protectora
entre los humanos fue la familia. Luego el clan, y la tribu, y siguió
ampliándose más y más hasta incluir la nación y los grupos de naciones.
Incluyendo cada vez más personas en la categoría de compatriotas. Hasta que
finalmente empezamos a incluir a toda la población del mundo en un grupo capaz
de protegerse a sí mismo. Y entonces...
Se interrumpió súbitamente;
las piernas le temblaban.
—Será mejor que me siente un
momento —dijo. Mele le llevó de nuevo al lecho y Jase se sentó en el borde,
sintiéndose algo violento con aquel ridículo camisón del hospital y sus cintas
atadas a la espalda—. De cualquier modo la aparición de una raza extraña e
inteligente vino a despertar, tanto en nosotros como en los ruml, el antiguo
sentimiento de protección ante lo desconocido que tiene su origen en la
asociación primitiva de la familia en los seres humanos, pero en algo distinto
en los ruml.
—¿Algo distinto? —repitió
Mele.
—Sí, eso es lo que intento
explicarte. El instinto que obliga a los humanos a agruparse frente al peligro
que supone un enemigo extraño se basa en los lazos primitivos de afecto
existentes no sólo en la familia humana, sino también en los mamíferos
superiores. Es lo que obliga a los elefantes a tratar de levantar a un
congénere herido por un cazador, o las marsopas a sostener a cualquier miembro
del grupo que haya quedado inconsciente. Esa respuesta nace del afecto entre
madre e hijo, entre marido y mujer, etcétera. Pero el ruml no conoce esa clase
de afecto.
—Pero sí tienen Familias. Tú
siempre estabas hablando de las Familias.
—No según lo que nosotros
denominamos familia —dijo Jase—. El bebé ruml se pasa todos sus años de
formación viviendo semiinconsciente en la bolsa de su madre. Poco después de
salir de la bolsa, a una edad que equivale a los diez años del niño humano,
madura mucho más aprisa que nosotros y llega a olvidarse incluso del aspecto
que tenía su madre. Los años de afecto de un niño humano no existen para el
ruml. El único afecto de que son capaces, con una base individual, es una
especie de cálida admiración entre los varones y un amor momentáneo y
transitorio entre varón y hembra, en absoluto relacionado con el nacimiento de
su hijo al mundo ruml unos diez años más tarde.
Mele frunció las cejas.
—Pero... ¿Tienen una
sociedad? —preguntó.
—Una clase distinta de
sociedad —contestó Jase—. Ya te dije que la familia no era la base de su
respuesta social. Pero sí tienen el mismo instinto racial por la supervivencia.
En su caso esto encuentra la expresión más adecuada en su concepto de Honor.
—La miró ansiosamente—. ¿Lo entiendes?
Agitó la cabeza.
—No comprendo cómo podría
comprarse el Honor con...
—Exactamente. Un ser humano
es incapaz de imaginarlo. A menos que haya estado en el interior de una mente
ruml, como he estado yo. Habrás de aceptar mi palabra al respecto. Todo el
mundo habrá de aceptar mi palabra, ya que es cierto. Créeme, un ruml reacciona
con la misma fuerza y emoción ante una posible amenaza a su Honor, o al sistema
del Honor, con que un humano reacciona ante una amenaza a su hijo. —Jase se
levantó del borde de la cama—. Ayúdame de nuevo a caminar. Reacciona con la
misma fuerza, y de un modo igualmente primitivo.
—Pero ¿por qué? —preguntó
Mele sosteniéndole—. ¿Cómo puede reaccionar ante algo tan frío y abstracto? Es
decir, ¿por qué habría de hacerlo?
—Porque —respondió Jase
apretando los dientes y obligándose a caminar— así es como funciona el sistema
ruml de la supervivencia racial y el proceso de selección de la supervivencia
de los mejores.
—¿Cómo?
—La raza ruml —empezó Jase—.
No, no, quiero seguir caminando —Le habían cedido las rodillas, pero se
resistió a la sugerencia de Mele de volver de nuevo a la cama—. La raza ruml es
exactamente como un ejército a la espera de su general, una espera constante.
Cualquier individuo que se proponga dirigirlo hacia una empresa, ya sea el
establecimiento de nuevas tierras, o algo con lo que se obtengan mejores
condiciones de vida para la raza, puede contar con los servicios de ese ejército
sólo por el hecho de iniciar la empresa.
—Pero eso carece de sentido
—dijo Mele—. Todos estarían intentando...
—¡Por supuesto! —dijo Jase,
y no había alegría en su voz—, pero es que existe un riesgo. Aquel que los
dirija, aquel que intente Fundar un Reino, una Familia, como hizo Kator, ha de
triunfar... o morir. No se le permite el menor fallo. Si lo que alcanza no
llega a ser el éxito completo, eso es prueba de que el Factor Suerte no actuaba
en su favor, es decir, que no era un líder elegido, y hay que librarse de él
inmediatamente.
—Y ¿le matan?
—Ya viste —repuso Jase— lo
que hicieron con Kator.
—Pero ¿por qué matarle?
Castigarle por intentar...
—No —dijo Jase—. Ahí es
donde interviene el elemento primitivo e instintivo de la reacción. Socialmente
creen que lo matan como castigo, pero el moderno sociólogo ruml sabe que la
verdadera razón es algo distinto. —Volvió la cabeza para mirar a Mele—. Verás,
si le permitieran vivir podría intentarlo de nuevo y triunfar después de todo.
Y eso daría lugar a una pregunta muy peligrosa: ¿Triunfó debido a su genio
innato y genético para dirigir a los ruml hacia el éxito y las mejores
condiciones de vida? ¿O triunfó porque aprendió de su primer error? Para
asegurarse de los puros talentos genéticos, matan a los que no triunfaron en
toda la línea. Compréndeme: en sentido evolutivo marchan inconscientemente
hacia la creación de un super-ruml, lo mismo que nosotros luchamos
inconscientemente por llegar al super-hombre.
—Pero tampoco esto explica
el que tú dijeras que Kator era uno entre un millón —dijo Mele—. ¿Es que no lo
intentan otros, muchos?
—No —dijo Jase—, y ése es el
otro lado de la moneda. El bloqueo
emocional del ruml corriente ante la decisión del intento es tremendo. Lo que
dirige todo este proceso es un rasgo del carácter ruml que se opone al intento
de Fundar un Reino. El temor del fracaso es intenso pero el temor de
enfrentarse al reconocimiento de su fracaso aún lo es más. Por eso fue Kator
tan noble al regresar. Pero no volvamos de nuevo a eso. La cuestión es que si
el individuo ruml, o la raza ruml, tienen ciertas razones para dudar del éxito
de una hazaña, nadie puede obligarles a intentarla, a no ser como una medida
desesperada y a muerte.
Se interrumpió. La puerta se
había abierto. Dos hombres altos, de rostro sereno y traje gris, aparecieron en
ella.
—¡Me han estado escuchando!
—dijo Jase—. Lo oyeron, ¿verdad? Pues déjenme que les explique en qué nos
afecta.
—No sé de qué habla
—contestó uno de ellos—. Nosotros acabamos de llegar. Han de venir con nosotros.
Los dos.
—¡No puede caminar! —gritó
Mele—. Trataba de dar unos cuantos pasos. Lleva tres semanas sin moverse del
lecho.
—Lo sé —dijo el hombre que
había hablado—. Todo está arreglado. Tenemos una silla de ruedas para él ahí
fuera, en el corredor. Vamos. —Cogió a Jase del brazo.
—¿Para qué la quieren a
ella? —exigió Jase mientras le conducían hacia la puerta—. ¿Adónde nos llevan?
—Puede ahorrarse las
preguntas —dijo el hombre que le sujetaba—. No va a recibir ninguna respuesta.
24
Los dos hombres de traje
gris les escoltaron hasta un ascensor de servicios del hospital en el que
bajaron al jardín, fuera del edificio. Un helicóptero de las fuerzas aéreas les
aguardaba allí. En él salieron de los terrenos del hospital y se dirigieron
hacia el norte. Veinte minutos de vuelo les llevaron a la vista de una gran
instalación militar que, poco después. Jase reconoció como el Fuerte Ladd, a
medio camino entre Washington y Filadelfia. El helicóptero se detuvo y
descendió hacia el terreno de aterrizaje espacial, en el ángulo noroeste del
Fuerte.
Sin embargo, y antes de
llegar a él, el helicóptero se detuvo frente a un edificio amplio y
rectangular, rematado por una torre de control de muros de cristal, del que
salía una pista de cemento para los aterrizajes espaciales. Fueron escoltados
luego al interior del edificio y subieron en ascensor hasta el piso superior de
la torre de control. Se hallaron en una habitación cuadrada rodeada de
ventanas. Delante de Jase una ventana daba al terreno de aterrizaje espacial y,
entre las naves que lo llenaban, vio una recortada contra el cielo que le
pareció familiar aunque jamás había visto una semejante con sus ojos humanos.
En ese momento distinguió a
Thornybright. Erguido, con un traje azul, delgado y con aire competente, se mostraba
tan frío y duro como una hoja de afeitar. Estaba de pie con Swanson, Coth y
algunos otros con ropas civiles. Todos se volvieron a mirar cuando Jase y Mele
aparecieron. A la brillante luz del día que entraba por las ventanas, Jase
creyó verles extraordinariamente pálidos. Cuando se acercaba a Swanson comprobó
que éste daba claras muestras de agotamiento y, al aproximarse más, casi creyó
oír el latido de su corazón.
—Les dije que tú eras su
única oportunidad. Jase. —Thornybright hablaba a espaldas de Swanson—. Y, por
una vez, me creyeron.
—Eso no importa ahora —dijo
Swanson sin volver a la cabeza. Miró a Jase—. Esa nave espacial, ¿la reconoce?
Jase la miró de nuevo por la
ventana.
—No conozco esa nave en
particular —contestó—, pero, por supuesto, es un navío espacial ruml, del tipo
utilizado para transporte de tropas y para asalto.
Coth se volvió y dijo algo
inaudible a uno de los oficiales.
—Los oficiales de la nave...
—comenzó Swanson nerviosamente—, ¿puede distinguirlos?
La nave ruml estaba a unos
trescientos metros de distancia. Alguien puso un par de prismáticos en manos de
Jase y, cuando él se volvió para cogerlos, sus ojos se cruzaron con los de
Mele. Los ojos azules de la muchacha estaban perfectamente serenos y le miraban
con fe indudable. Se llevó los prismáticos a los ojos.
—Sí —dijo cuando las figuras
se hicieron reconocibles a su vista—. Ése es el Capitán, de pie al borde de la
rampa, a la derecha. El primer y el tercer oficiales están disponiendo en filas
a la tripulación. El Hombre-Clave está dentro. Será el último en salir.
Estudió por un momento, a
través de las lentes de los prismáticos, las formas peludas con el arnés ruml.
Con estos prismáticos, más ligeros y con un campo de visión más amplio que los
suyos, le habría gustado poder observar la migración otoñal de los halcones
hacia el sur, sobre las colinas de la parte oeste del lago Superior. Los bajó
al fin y se volvió a Swanson.
—No reconozco a ninguno de
los que están fuera de la nave —dijo—. La tripulación parece estar dividida.
Políticamente, una mitad son Hooks y el resto Rods.
—¿Por qué están aquí? ¿Qué
quieren? —exigió Swanson.
Jase le miró.
—Han venido a negociar, si
ustedes se lo permiten —respondió.
—¡Sí se lo permitimos!
—gruñó Swanson—. ¡Es exactamente lo que queremos que hagan!
—Entonces, adelante —dijo
Jase—. No hay más que hablar, ¿verdad? —Había sufrido mucho. No podía por menos
de expresar cierta amargura en su voz.
Swanson le miró con
atención.
—No queremos dar un paso en
falso —dijo finalmente.
—¡Por fin! —exclamó Jase con
un gran suspiro de cansancio—. Por fin no desea dar ningún paso en falso. Ya
era hora... —La habitación empezó a girar lentamente en torno. Se sintió caer y
notó que unas manos le cogían y le llevaban a una silla.
—No... —se reía débilmente,
sin control—, no desean cometer un error, no quieren —La risa surgía
descontrolada, entorpeciendo sus palabras. Como el que se ahoga advierte por
última vez que se hunde, él comprendió que se hundía en la histeria..
25
Inmediatamente Mele estuvo
junto a su silla. Jase sintió que las manos de la muchacha se apoyaban en sus
hombros. Pero seguía riendo.
—¡Este hombre tiene que
descansar! —dijo ella furiosa a cuantos le rodeaban.
—No. —Jase agitó la cabeza,
ya recuperado el control—. Lo que pasa es que aún no estoy acostumbrado a estar
de pie, eso es todo. Me sentiré mejor si no me muevo de la silla —sonrió
cansadamente—. ¿Por qué no se sientan todos?
Swanson acercó una silla
próxima que estaba vacía y se sentó. El resto continuó de pie.
—Muy bien —dijo Swanson—.
Tal vez me lo haya dicho en otras ocasiones y nunca quise escucharle. Ahora sí
escucharé todo cuanto tenga que decir. Todo.
Jase asintió.
—Es una cuestión de los
instintos básicos, tanto en nosotros como en los ruml —dijo—. Debe comprender
esto para llegar a saber cómo tratar con ellos. Como le decía a Mele.
—¿Lo que dijo en la
habitación del hospital, justo antes de que le trajéramos aquí? —preguntó
Swanson—. Eso ya lo tenemos. —Jase le miró, sin comprender—. Estábamos
escuchando su conversación Cuando llamamos para dar la orden de que los
trajeran, el monitor a cargo de la cinta me leyó todo cuanto grabara el
micrófono. —Miró a la nave espacial ruml—. Vamos. No pierda el tiempo. Continúe
en el mismo punto en que estaba habiéndole.
—La investigación básica
—insistió Jase—. Si hubiéramos llevado adelante un programa decente de
investigación básica durante los últimos cien años, habríamos estado preparados
para captar las diferencias en el carácter ruml, las diferencias con respecto a
nosotros, en el momento de encontrarnos con ellos.
—¿Cómo era posible saber
nada antes de encontrarnos con ellos? —preguntó Swanson—. ¿Cómo comprender nada
antes de saber cómo eran?
—Usted no entiende la labor
de la investigación básica —dijo Jase—. Es una investigación de los conocimientos
por el puro hecho de saber. Se habían realizado trabajos aquí en la tierra que
nos hubieran podido prevenir sobre el tipo de psicología y el carácter ruml. En
realidad, sí los hubo; yo lo encontré. Buscaba un puente, algún conocimiento
común entre su modo de ser y el nuestro. Y lo encontré en un artículo escrito
por un zoólogo finlandés allá en mil novecientos sesenta.
—¿En mil novecientos
sesenta? —La voz de Swanson temblaba al borde de la incredulidad.
—En una revista llamada
«Historia Natural» —explicó Jase—, y creo que en el ejemplar de enero. Se llama
Clave del porqué de la ferocidad de los osos, y fue escrito por un
hombre llamado Peter Krott. En él refería que él mismo, su esposa y sus hijos
criaron a dos cachorros de oso en condiciones de libertad durante un año en los
Alpes italianos. Y ofrecía ciertas conclusiones a las que había llegado como
resultado de su observación de los osos.
—¿Es que acaso los ruml son
como osos?
—No —empezó Jase agitando la
cabeza cuando uno de los hombres de uniforme le interrumpió.
—¡Algunos extraterrestres
vuelven a entrar a la nave!
—Está bien —dijo Jase—. Sólo
van a buscar al Hombre-Clave. Éste no saldría sin una escolta en una situación
así. Bien, ¿dónde estaba?
—Decía que los ruml no son
como osos —apuntó Swanson.
—Es cierto. Sólo que, en
cierto aspecto mínimo, sí son similares. Pero, lo mismo que los osos no son
como los humanos, eso nos indica que los ruml no son como nosotros —Se detuvo,
vencido por el agotamiento.
—Adelante —insistió Swanson.
—Lo que descubrió Krott
—continuó Jase— fue que, después de cierto período de crecimiento, los
cachorros de oso que él cuidaba empezaban a desarrollar un esquema de
alimentación... —Miró en torno a aquel círculo de rostros—. ¿Alguno de ustedes
ha oído hablar de los esquemas de alimentación, como los de los tiburones, por
ejemplo? ¿Saben qué es un esquema de alimentación?
»Cuando un tiburón prueba la
sangre en el agua, el instinto le hace enloquecer en la búsqueda de alimento.
En la acción refleja de esa locura se ve obligado a morderlo todo, ya sea la
hoja de una hélice propulsora o sus propias entrañas en el punto en que otro
tiburón le ha herido. Y seguirá intentando comer aun cuando esté muriendo. Esa
reacción es parte de su esquema de alimentación. Está por debajo del nivel del
control consciente.
—Pero los ruml...
—Un minuto —dijo Jase—. Los
humanos, aunque hoy en día los tengan bien enterrados por falta de uso, también
poseen reflejos por debajo del nivel del control consciente. Reflejos de
supervivencia. Un niño pequeño, hasta cierta edad, se verá obligado por los
reflejos a refugiarse en los brazos del adulto más próximo ante un peligro real
o imaginario. Eso es parte del esquema de supervivencia.
Miró a Mele.
—Intelectualmente, Mele
opinaba que yo no debía haber hecho lo que hice cuando añadí aquella
información a la grabadora de Kator —dijo—. Pero repito: intelectualmente. A
nivel instintivo obedeció a los reflejos que le impulsaban a protegerme porque
me amaba.
Miró a Mele y ella le
devolvió la mirada con ojos firmes.
—Los osos, según descubrió
Krott —continuó—, han desarrollado un reflejo que les lleva a atacar cualquier
fuente de comida que se mueva. Aunque los cachorros se mostraban afectuosos y
amables con todos los miembros de la familia, un día atacaron a la señora Krott
y le desgarraron la chaqueta para coger unos tubos de prueba llenos de alcohol
que llevaba en el bolsillo. El ataque no tenía nada que ver con lo que los osos
sentían hacia la señora Krott.
—Pero los ruml... —volvió a
interrumpirle Swanson con impaciencia.
—Eso es —dijo Jase—. Los
ruml son llevados durante tres años en el interior del cuerpo de su madre, y
durante unos seis años más en una especie de bolsa de marsupial, digamos como
los canguros, período en el cual viven semiinconscientes. Luego empiezan a
crecer de pronto, salen de la bolsa y, en una semana, ya son independientes. Se
alejan de la madre y aprenden el lenguaje y las costumbres a lo largo de unas
cuantas semanas de un aprendizaje extraordinariamente rápido, del tipo que
llamamos «intensivo» aquí en la Tierra, cuando lo observamos en los bebés y
animales. Al cabo de pocas semanas ya son pequeños adultos, individualmente
independientes y responsables.
—Comprendo... —dijo Swanson
lentamente—. Operan mediante reflejos, mientras que nosotros pensamos, ¿no es
cierto?
—Y nosotros operamos
mediante reflejos en las áreas en las que ellos piensan —dijo Jase—. Por
ejemplo, el cachorro de un perro aquí en la tierra pasa por cuatro etapas de un
desarrollo muy importante; neonatal, o sea la etapa de nutrición; transitorio,
cuando empieza a imitar los métodos adultos de locomoción y alimentación;
socialización, en el que aprende a jugar y a responder al estímulo de sus
compañeros; y juvenil, una etapa final de la independencia ya lograda. Por
contraste, la golondrina tiene seis etapas. Los ruml no tienen ninguna... que
pueda compararse con éstas. Cuando el niño humano está aprendiendo y
respondiendo a los estímulos de la estructura social y afectuosa de la familia
humana, el pequeño ruml aún vive inconsciente en la bolsa de su madre. Emerge
de esta bolsa esencialmente adulto e independiente. Apenas recuerda a su madre,
y mucho menos siente afecto por ella, ni el menor reflejo impreso de afecto.
Siendo así, el ruml no puede desarrollar una sociedad sobre la misma base que
la nuestra.
—Bien, ¿y cuál es su base?
—preguntó Swanson.
—¿Está usted seguro de saber cuál es la nuestra?
—preguntó Jase a su vez—. ¡Oh, sí, claro, ya me dijo que había oído cuanto yo
le dijera hace poco a Mele en el hospital! Bien, se lo repetiré de nuevo para
asegurarme. Nuestro instinto como humanos consiste en proteger la raza de modo
individual. El ruml, que carece de los primeros años formativos del desarrollo
humano, tiene en cambio el impulso de proteger la raza como una idea, un sistema
de Honor que tiende a asegurar la supervivencia de la misma. —Miró directamente
a Swanson—. Se trata de hallar el modo de convencerles de que pueden vivir
pacíficamente junto con los humanos. Pero de un modo que pudiera expresarse en
términos de Honor tal como ellos lo entienden, no en términos de nuestros
sentimientos y derechos humanos, incomprensibles para los ruml. Literalmente no
existen para ellos. Para nosotros, por ejemplo, sería inmortal enviar
injustamente a nuestro mejor amigo a la muerte sólo para impresionar a otras
personas. Para alguien como Kator no había relación alguna entre la moral y esa
acción. Lo que para él era moral, era el hecho de triunfar en la Fundación de
su Reino. Todo lo que le ayudara a lograr ese fin era moral porque iba
encaminado a la mejora de la raza ruml al justificar la supervivencia y
extensión de sus genes particulares y superiores como Jefe de una Familia con
un número ilimitado de hijos, mientras que, a causa de las limitaciones de
espacio en los mundos ya colonizados, la mayoría de los ruml se ven
restringidos a tener un solo hijo.
Hizo una pausa y cerró los
ojos por un momento para descansar. Oyó que los otros se agitaban impacientes y
abrió los ojos.
—¿Qué es inmoral entonces?
—preguntó Swanson, pero más como si deseara que Jase continuara con su
disertación que por hallarse realmente interesado en la respuesta.
Jase se rió débilmente.
—Me alegro de que me lo
pregunte —dijo—. Bien. Es inmoral el fracaso. Eso es lo inmoral ante los ruml.
Toda la raza ruml es como un reino de súbditos dispuestos y esperando ser
dirigidos por alguien con la audacia necesaria para ceñirse la corona y
llevarles a un futuro brillante. Pero si se ciñe la corona ha de ofrecerles un
éxito inmutable Por eso sólo un ruml entre millones lo intenta. Cualquier
fracaso, por ligero que sea, supone su condena. Por eso añadí aquella sección a
la grabación de Kator.
—¿Qué quiere decir?
—preguntó Swanson.
—Lo que pretendo decir...
—Un minuto —interrumpió uno
de los hombres uniformados junto a la ventana y mirando a la nave espacial—.
Allí ocurre algo. Ahora salen muchos más. Hay uno en el centro con una especie
de cinturón metálico...
—El Hombre-Clave —Jase
intentó levantarse—. Ése será el Hombre-Clave. Alguien debería ir a
recibirle...
—Siéntese —la mano de
Swanson le retuvo en la silla—. Díganos por qué hizo aquello con la grabación
de Kator.
Jason sonrió tristemente.
—Para demostrar que había
fracasado —explicó—. El hecho de que nosotros hubiéramos sabido constantemente
todos sus movimientos, y mi afirmación demostraba que le habíamos estado
utilizando, hacían de él un fracaso. Con lo cual todo lo que él había realizado
ya no era moral, sino inmoral. Había sido un falso líder. Debía haber dirigido
la nave de la Expedición hacia el sol más próximo o cortarse el cuello.
—Y ¿por qué no lo hizo?
¿Sabía usted que no lo haría? —exigió Swanson.
—Lo sabía —asintió Jase—.
Llevaba muchas semanas viviendo dentro de su mente y de su cuerpo. Era un
hombre demasiado grande, un ruml demasiado grande, si lo prefiere, para seguir
el camino más fácil. En vez de matarse y poner fin con ello a su vergüenza, y
es una vergüenza que los seres humanos no pueden siquiera imaginar la de matar
a un ruml que de otro modo podía haber engendrado hijos que serían auténticos
líderes, decidió vivir con ello. Decidió volver y confesárselo a los Jefes de
Familia en su Mundo. Decidió pedirles, y usted vio cómo se lo pedía, que le
dejaran vivir el tiempo suficiente para que sus conocimientos sobre los humanos
resultaran útiles a los ruml en su ataque contra nosotros. Y ya vio lo que
sucedió.
—Le mataron —dijo Swanson.
Tenía muy hundidos los ojos por la falta de sueño y la tensión—. Pero es que no
sabían...
—Sí lo sabían. Le habían
prometido meditarlo por un día antes de actuar, ¿recuerda? —dijo Jase—. Pero
cuando llegó el momento, cuando se vieron enfrentados al hecho de que habían
fracasado, actuaron en vez de pensar. Como nos ocurre a nosotros los humanos. Y
como le ocurrió también a Mele, aunque de un modo distinto, cuando se vio enfrentada
con una decisión entre su sentido intelectual de la justicia y su ansia
instintiva de protegerme en cualquier circunstancia. Su reacción instintiva
venció los centros intelectuales.
—Pero ahora ellos han venido
—dijo Swanson.
—Han tenido mucho tiempo
para pensarlo —dijo Jase—. Son inteligentes y civilizados. Han comprendido que
debían haber permitido que Kator soportara su vergüenza moral de continuar vivo
y ayudarles. Y creen que tenemos una ventaja positiva sobre ellos, ya que
nosotros les conocemos y ellos no nos conocen.
Swanson miró a Jase durante
un largo instante.
—¡Usted sabía que le
matarían! —explotó—. ¡Usted sabía que matarían a Kator cuando añadió aquella
sección a la grabación!
Jase sintió el dolor del
recuerdo como una punzada en el cuerpo.
—Sí —confesó—, como también
sabía que Kator era lo bastante grande como para volver en vez de tomar el
camino más fácil del suicidio. Era el único modo de convencer a los ruml de que
nosotros teníamos una ventaja sobre ellos.
—Pero... —Swanson le miraba
intensamente—, ¿por qué ponerlo todo en peligro para conseguir una ventaja? ¿No
habría sido mejor tratar con ellos a través de Kator?
Jase agitó la cabeza.
—Kator sólo deseaba su
Reino. Cualquier cosa inferior a eso habría supuesto el fracaso para él y le
habría hecho la vida insoportable de todos modos, una vez consagrado a la tarea
de ganar un Reino. Usted piensa ahora como humano. No hay término medio para un
ruml, porque lo importante no es su propia vida sino la mejora de su raza,
representada en el concepto y el sistema de lo que él llama Honor.
Apoyó las manos en los
brazos de la silla y se incorporó.
—Teníamos que detener a
Kator. Pero, al detenerle, dimos lugar a una cuestión de Honor; la duda de si,
al acabar con Kator, no estábamos nosotros mismos organizándonos tras algún
individuo que deseara Fundar un Reino en los Mundos Ruml. Esa cuestión había de
resolverse con Honor. No suponía diferencia alguna el que los civilizados y
actuales Jefes de Familia ruml, en cuanto meditaron en ello, llegaran a pensar
en el concepto de una asociación pacífica entre nuestras dos razas. El instinto
les decía que, al detener a Kator como tuvimos que hacer por fuerza, ya que la
alternativa era convertirnos en sus criaturas, nosotros presentábamos una
amenaza al futuro de su raza. Por su Honor habían de actuar contra nosotros, a
no ser por una cosa.
—¿Cuál cosa? —preguntó
Swanson. Todos miraban ahora a Jase, incluso Thornybright.
—El reflejo control. El que
gobierna. Usted oyó lo que le dije a Mele en el hospital —señaló Jase—. Ese
reflejo que impide que casi todos los individuos ruml intenten jamás la
Fundación de un Reino. El ruml sólo sabe triunfar en todo..., o no intentarlo
en absoluto. Su cultura se basa en el descubrimiento del talento puro. Se trata
del éxito o el fracaso... No hay término medio.
Les miró a todos, pero
comprobó que aún no le entendían.
—Como dije a Mele
—continuó—, el temor al fracaso es intenso. Sólo en última instancia, como una
medida desesperada, y acorralados, el carácter ruml se decidirá por una acción
cuando el fracaso parece probable, posible incluso. Por eso los juegos
deportivos son desconocidos entre ellos, y los duelos son automáticamente a
muerte. Si usted les demuestra una sola ventaja, como hice yo con la sección
que añadí a la grabación de Kator, el impulso instintivo del ruml será evitar
la prueba.
—Pero usted dijo... —Swanson
vaciló—, dijo que intelectualmente eran capaces de ver a través de sus impulsos
instintivos una vez tuvieran tiempo para pensar, como después que mataran a Kator.
—Es cierto —dijo Jase—. Y
por eso han venido ahora. Si la raza humana hace algo por desafiar su sentido
de supervivencia racial, lucharán aquí y ahora mismo. Pero si un desafío
semejante pudiera evitarse, pudiera ser evitado por nosotros... —y sonrió
tensamente—, los centros intelectuales de su mente tendrán la oportunidad de un
cauteloso acercamiento y de acariciar la idea de la coexistencia en la misma
área del espacio interestelar con unos monstruos como nosotros.
—¿Monstruos? —dijo
Thornybright, hablando ahora por primera vez desde que entrara Jase—.
¿Realmente nos creen monstruos, Jase?
—¿Por qué no? —replicó éste
con toda seriedad—. ¿No los juzgamos así nosotros? Después de todo, ellos
carecen del sentimiento de la amabilidad humana. Y nosotros, a sus ojos,
carecemos del sentido del Honor.
Swanson asintió, se enderezó
y miró a Jase.
—Al fin lo he comprendido
—dijo—. Sí, creo que, si está dispuesto, será mejor que venga con nosotros a
recibirles. No nos gustaría empezar con mal pie.
Se inclinó y tomó a Jase del
brazo. Éste se levantó vacilante y luego se afirmó sobre sus piernas. Ahora que
todo estaba terminado sentía como si una fuerza oculta resurgiera en él.
Con Swanson a su derecha y
uno de los hombres vestidos con ropas civiles sosteniéndole por el otro lado,
bajaron por el ascensor y salieron al área de aterrizaje. Una furgoneta de
equipajes, con una plataforma baja, les aguardaba. Subieron a la plataforma y
seguidamente la furgoneta se dirigió a la nave, ante la cual las filas de los
ruml, con su pelaje oscuro, se apiñaban en formación; el Hombre-Clave, con su
cinturón metálico, estaba ante ellos.
La furgoneta se detuvo.
Todos bajaron. Jase, siempre acompañado de Swanson y el otro, dio un par de
pasos hacia el Hombre-Clave. Éste le miró:
—Usted —las palabras humanas
salían casi irreconocibles al ser pronunciadas por la mandíbula estrecha y boca
de labios casi inexistentes en aquel rostro cubierto de piel oscura—, usted es
el pescador.
—Sí —dijo Jase. Asintió con
la inclinación de cabeza que era el gesto ruml de una respuesta respetuosa.
El Hombre-Clave dejó de
mirarle. Se irguió todavía más. Era un ruml ya viejo, que llevaba un arnés
cargado de Honores, y, en la parte superior del cuerpo, el pelo era casi
uniformemente gris.
—Confío en que estoy entre
amigos —dijo oficialmente y con precisión en lengua ruml.
—Sí, Hombre-Clave —respondió
Jase en ruml—. Aquí está entre amigos.
FIN
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