Philip K. Dick
Las
luces brillaban tarde en el gran edificio comunal de departamentos Abraham
Lincoln, porque esta era la noche. Todas las Almas, los residentes, todos los
seiscientos residentes, estaban obligados por su estatuto a asistir abajo, al
salón comunal subterráneo. Entraban apresuradamente, hombres, mujeres y niños.
En la puerta Bruce Corley, operando su lector de identificaciones nuevo y
bastante caro, verificaba cada una de ellas por turno para asegurarse de que
nadie de afuera, de otro edificio de departamentos comunal, se colara. Los
residentes se sometían de buen modo, y todo avanzaba muy rápido.
—¿Hey
Bruce, cuánto nos retrasará? —preguntó el viejo Joe Purd, el residente más
antiguo del edificio; se había pasado con su esposa y dos niños el día en que
el edificio había sido inaugurado, en mayo de 1980. Su esposa estaba ya muerta
y los niños habían crecido, se habían casado y marchado, pero Joe permanecía.
—Mucho
—dijo Bruce Corley—, pero es a prueba de error, quiero decir, no es sólo
subjetivo—. Hasta ahora, en su trabajo permanente como sargento de armas, había
admitido a la gente sólo con su habilidad para reconocerla. Pero de ese modo
había dejado entrar al menos a un par de agitadores de la Mansión de la Colina
Petirrojo y habían desbaratado la reunión entera con sus preguntas y
comentarios. No ocurriría de nuevo.
Haciendo
circular copias de la agenda, el Sr. Wells sonrió fijamente y cantó:
—Item
3A, Partida para Reparaciones del Techo, ha sido movido a 4A. Por favor tomen
nota de ello—. Los residentes aceptaron sus agendas y luego se dividieron en
dos corrientes fluyendo a lados opuestos del salón; la facción liberal del
edificio se sentó a la derecha y los conservadores a la izquierda, cada una
ignorando inconspicuamente la existencia de la otra. Unas pocas personas no
comprometidas (residentes nuevos o excéntricos) ocuparon asientos atrás,
autoconscientes y silenciosos mientras el salón zumbaba con muchas
conversaciones pequeñas. El tono, el estado de ánimo de la habitación, era
tolerante, pero los residentes sabían que esta noche habría un enfrentamiento.
Presumiblemente, ambos bandos estaban preparados. Aquí y allí documentos,
peticiones, recortes de períodos sonaban conforme eran leídos e intecambiados,
pasando de manos atrás y adelante.
En
el escenario, sentado tras la mesa junto con los cuatro fiduciarios
gobernadores del edificio, el consejero Donal Klugman se sentía mal del
estómago. Un hombre pacífico, se encogía ante estas violentas riñas. Incluso
antes, cuando se sentaba entre la audiencia, encontraba que eran demasiado para
él, y esta noche tendría que tomar parte activa; el tiempo y la marea habían
hecho rotar el puesto hasta llegar a él, como ocurría con cada residente por
turno, y por supuesto tenía que ser la noche en que el asunto de la escuela
alcanzaría su clímax.
El
salón casi se había llenado y ahora Patrick Doyle, el actual piloto celeste del
edificio, luciendo nada contento en su larga túnica blanca, levantó sus manos
pidiendo silencio.
—La
oración de apertura —llamó roncamente, se aclaró la garganta y sacó una pequeña
tarjeta—. Cada uno por favor cierre sus ojos e incline la cabeza. —Miró a
Klugman y los fiduciarios, y Klugman asintió para que continuara—. Padre
Celestial—, dijo Doyle—, nosotros, los residentes del edificio de departamentos
comunal Abraham Lincoln Te pedimos que bendigas nuestra asamblea esta noche. Hum,
pedimos que en Tu misericordia nos permitas reunir los fondos para las
reparaciones del techo que parecen imperativas. Pedimos que nuestros enfermos
sean curados y nuestros desempleados encuentren trabajos, y que al procesar las
solicitudes de aquellos que desean vivir entre nosotros mostremos sabiduría con
quienes admitamos y con quienes rechacemos. Además pedimos que nadie del
exterior se nos cuele y desbarate nuestras vidas ordenadas y respetuosas de la
ley, y finalmente pedimos en particular que, si es Tu voluntad, Nicole
Thibodeaux sea liberada de sus dolores de cabeza por sinusitis que han hecho
que no aparezca ante nosotros en la televisión últimamente, y que esos dolores
de cabeza no tengan nada que ver con esa vez, hace dos años, que podemos recordar,
cuando ese tremoyista permitió que un fardo cayera y le golpeara en la cabeza,
mandándola al hospital por varios días. En todo caso, amén.
La
audiencia concordó:
—Amén.
Levantándose
de su silla, Klugman dijo:
—Ahora,
antes de iniciar los asuntos de la reunión, tendremos unos pocos minutos de
nuestro propio talento presentado para nuestro disfrute. Primero, las tres
chicas Fettersmoller del departamento número 205. Ejecutarán un baile de
zapatilla suave al son de la melodía de «Construiré una escalera hasta las
estrellas».
Volvió
a tomar asiento, y al escenario salieron tres niñas de pelo rubio, familiares
para la audiencia por los muchos shows de talentos anteriores.
Mientras
las chicas Fettersmoller en sus pantalones de rayas y chaquetas plateadas
brillantes se deslizaban sonrientes en su danza, la puerta que daba al salón
exterior se abrió y un participante retrasado, Edgar Stone, apareció.
Había
llegado tarde, esta noche, porque había estado calificando las pruebas de grado
de su vecino de al lado, el Sr. Ian Duncan, y mientras estaba parado en la
entrada su mente seguía en la prueba y la pobre demostración que Duncan, quien
apenas lo sabía, había hecho. Le había parecido ver, aun antes de terminar la
prueba, que Duncan había reprobado.
En
el escenario, las chicas Fettersmoller cantaban con sus voces chillonas, y
Stone se preguntaba por qué había venido. Quizás por no otra razón que para
evitar la multa, siendo obligatorio para los residentes estar aquí, esta noche.
Estos espectáculos de talentos aficionados, presentados tan a menudo, no
significaban nada para él; recordaba los viejos tiempos cuando la televisión
brindaba entretenimiento, buenos espectáculos presentados por profesionales.
Ahora por supuesto todos los profesionales que servían para algo estaban
contratados por la Casa Blanca, y la televisión se había vuelto educativa, no
de entretenimiento. El Sr. Stone pensó en las viejas grandes películas de
madrugada con cómicos como Jack Lemmon y Shirley MacLaine, y entonces miró una
vez más a las chicas Fettersmoller y gruñó.
Corley,
oyéndolo, lo miró severamente.
Al
menos se había perdido la oración. Presentó su identificación a la nueva
máquina de Corley y ella lo dejó pasar al pasillo descendente hacia un asiento
vacante. ¿Estaría Nicole viendo esto, esta noche?¿Estaría un buscador de
talentos de la Casa Blanca presente en alguna parte entre la audiencia? No vio
caras desconocidas. Las chicas Fettersmoller estaban perdiendo su tiempo.
Tomando asiento, cerró los ojos y escuchó, incapaz de soportar mirar. Nunca lo
lograrán, pensó. Tendrán que encararlo, y también sus ambiciosos padres; no
tienen talento, como el resto de nosotros... Los Departamentos Abraham Lincoln
han aportado poco a la reserva cultural de la nación, a pesar de su sudorosa y
tenaz determinación, y ustedes no van a ser capaces de cambiar eso.
La
desesperanza de la posición de las chicas Fettersmoller le hizo recordar una
vez más las pruebas que Ian Duncan, temblando y con una cara como de cera, había
colocado en sus manos temprano esa mañana. Si Duncan fallaba estaría aun peor
que las chicas Fettersmoller porque ni siquiera estaría viviendo en Abraham
Lincoln; caería hasta perderse de vista —su vista, en todo caso— y revertiría a
una antigua y despreciada condición: se encontraría una vez más viviendo en un
cuarto, trabajando en una tarea manual como todos ellos lo habían hecho en su
adolescencia.
Por
supuesto también le sería reintegrado el dinero que había pagado por su
departamento y su plusvalía, una gran suma que representaba la única inversión
importante en la vida de ese hombre. Desde cierto punto de vista, Stone le
envidiaba. ¿Qué haría yo, se preguntó mientras yacía sentado con los ojos
cerrados, si recuperara mi plusvalía justo ahora, en un gran montón de dinero?
Quizás, pensó, emigraría. Compraría una de esas carcachas baratas e ilegales
que regatean en esos lotes que...
Los
aplausos lo despertaron. Las chicas habían terminado, y él, también, se unión
en el aplauso. Sobre la plataforma, Klugman movió los brazos pidiendo silencio.
—Muy
bien, gentes, sé que disfrutando eso, pero hay un montón más en reserva, esta
noche. Y también está la parte de negocios de la reunión, no debemos olvidarlo.
—Sonrió hacia ellos.
Sí,
pensó Stone. Los negocios. Y se sintió tenso, porque él era uno de los
radicales en Abraham Lincoln que quería abolir la escuela de gramática del
edificio y mandar a los niños a la escuela pública de gramática donde estarían
completamente expuestos a niños de otros edificios. Era la clase de idea que
encontraba oposición. Y aun así, en las últimas semanas, había ganado apoyo.
Qué experiencia tan ensanchadora sería, sus niños descubrirían que la gente en
los otros edificios de departamentos no era diferente de ellos. La barreras existentes
entre la gente de todos los departamentos de derribarían y surgiría un nuevo
entendimiento.
En
fin, así le parecía a Stone, pero los conservadores no lo veían de ese modo.
Demasiado pronto, dijeron, para revolverse así. Surgirían pleitos cuando los niños
chocaran acerca de cuál edificio era superior. Con el tiempo ocurriría... pero
no ahora, no tan pronto.
Arriesgando
una severa multa, Ian Duncan se perdió la asamblea y permaneció en su
departamento esa tarde, estudiando textos oficiales del Gobierno sobre la
historia político-religiosa de los Estados Unidos, polrel, como eran llamados.
Estaba flojo en esto, lo sabía; apenas podía comprender los factores
económicos, y menos aun todas las ideologías políticas y religiosas que habían
ido y venido durante el siglo veinte, contribuyendo directamente con la
presente situación. Por ejemplo, el surgimiento del Partido
Democrático-Republicano. Una vez había habido dos partidos, ocupados en
altercados antieconómicas, en luchas por el poder, del mismo modo que los
edificios luchaban ahora. Los dos partidos se habían fusionado, como en 1985.
Ahora había sólo el único partido, que gobernaba a una sociedad estable y
pacífica, y todo el mundo pertenecía a él. Todo el mundo pagaba sus tributos y
asistía a las reuniones y votaba, cada cuatro años, por un nuevo Presidente,
por el hombre que creían le gustaba más a Nicole.
Era
agradable saber que ellos, la gente, tenía el poder de decidir quién se
volvería el esposo de Nicole, cada cuatro años; en cierto sentido le daba al
electorado un poder supremo, incluso por sobre la misma Nicole. Por ejemplo,
este último hombre, Taufic Negal. Las relaciones entre él y la Primera Dama
eran bastante frías, indicando que a ella no le gustaba mucho esta última
elección. Pero por supuesto, siendo una primera dama, ella nunca lo dejaría
entrever.
«¿Cuándo
fue que empezó la posición de Primera Dama a asumir un estatura mayor que la de
Presidente?» inquiría el texto polrel. En otras palabras, cuándo se volvió
matriarcal nuestra sociedad, se dijo Ian Duncan. Sé la respuesta a esa, como en
1990. Hubo indicios antes de ello; el cambio llegó gradualmente. Cada año el
Presidente se volvía más oscuro, y la Primera Dama mejor conocida, más gustada,
por el público. Fue el público quien lo provocó. ¿Fue una necesidad de madre,
de esposa, señora, o quizás los tres juntos? De cualquier modo tuvieron lo que
querían; recibieron a Nicole y ciertamente ella es las tres cosas y mucho más.
En
la esquina de su sala el aparato de televisión dijo taaaaang, indicando que
estaba a punto de encenderse. Con un suspiro, Ian Duncan cerró su libro de
texto oficial del Gobierno de los Estados Unidos y volcó su atención hacia la
pantalla. «Un especial, sobre de las actividades en la Casa Blanca» especuló.
«Un tour más, tal vez, o un escrutinio completo (de profundidad masivamente
detallada) de una nueva afición o interés de Nicole. ¿Ha empezado a coleccionar
tazas de loza china? Si es así, tendremos que ver todos y cada uno de los
azules Royal Albert.»
Como
era seguro, las facciones redondas y con papada de Maxwell Jamison, el
secretario de prensa de la Casa Blanca, aparecieron en la pantalla. Levantando
su mano, Jamison hizo su gesto familiar de saludo.
—Buenas,
gente de esta tierra nuestra, —comenzó solemnemente—. ¿Se han preguntado alguna
vez cómo sería descender al fondo del Océano Pacífico? Nicole lo ha hecho, y
para responder a esa pregunta ha reunido en el Salón Tulipanes de la Casa
Blanca a tres de los más destacados oceanógrafos del mundo. Esta noche ella les
pedirá que relaten sus historias, y ustedes las oirán, también, porque fueron
grabadas en vivo, apenas hace un rato con las facilidades de la Oficina de
Asuntos Públicos de la Cadena Triádica Unificada.
Y
ahora a la Casa Blanca, se dijo Ian Duncan. Al menos vicariamente. Nosotros,
quienes no podemos encontrar nuestro camino hasta allí, quienes no tenemos
talentos que pudieran interesar a la Primera Dama incluso por una tarde:
nosotros tenemos que ver de todos modos, a través de la ventada cuidadosamente
regulada de nuestro aparato de televisión.
Esta
noche realmente no quería verla, pero parecía prudente hacerlo; podría haber un
examen rápido sorpresivo en el programa, al final. Y una buena calificación en
un examen rápido bien podría neutralizar la mala calificación que seguramente
había obtenido en la prueba de política, que ahora estaba siendo corregida por
su vecino el Sr. Stone.
En
la pantalla florecieron ahora unas facciones adorables, tranquilas, la piel
clara y los ojos negros, inteligentes, la cara sabia y aun así alegre de la
mujer que había llegado a monopolizar su atención, de quien una entera nación,
casi un planeta entero, vivía pendiente obsesivamente. Al verla, Ian Duncan se
sintió envuelto por el miedo. Le había fallado, los podridos resultados de sus
pruebas eran de alguna forma conocidos por ella y aunque no diría nada, la
desilusión estaba allí.
—Buenas
tardes —dijo Nicole con su voz suave, sedosamente grave.
—Es
así —Ian Duncan se encontró mascullando—. No tengo cabeza para las
abstracciones; quiero decir, toda esta filosofía político-religiosa; no tiene
sentido para mí. ¿No podría concentrarme en la realidad concreta? Debería estar
horneando ladrillos o haciendo zapatos. —Debería estar en Marte, pensó, en la
frontera. Estoy fracasando allí afuera; a los treinta y dos años estoy fuera, y
ella lo sabe. Déjame ir, Nicole, pensó con desesperación. No me hagas más
exámenes, porque no tengo oportunidad de pasarlos. Incluso este programa sobre
el fondo del océano; para cuando haya terminado habré olvidado todos los datos.
No le sirvo de nada al Partido Democrático-Republicano.
Pensó
en su hermano. Al podría ayudarme. Al trabajaba para Loony Luke, en una de sus
junglas de carcachas, vendiendo los pequeños barcos de estaño y plástico que
incluso la gente derrotada podía costearse, naves que podían, si la suerte las
acompañaba, hacer un viaje exitoso de ida a Marte. Al, se dijo, tú podrías
conseguirme una carcacha, en buen estado.
En
la pantalla de televisión Nicole estaba diciendo:
—...y
realmente, es un mundo con mucho encanto, con entidades luminosas que
sobrepasan en variedad y pura maravilla deliciosa cualquier otra cosa
encontrada en otros planetas. Los científicos calculan que hay más formas de
vida el océano...
Su
cara se desvaneció, y una secuencia mostrando extraños, grotescos peces surgió
en lugar suyo. Esto es parte de la línea deliberada de propaganda, se dio
cuenta Ian Duncan. Un esfuerzo por apartar nuestras mentes de Marte y de la
idea de alejarse del Partido... y de ella. En la pantalla un pez de ojos
bulbosos lo miró, y su atención, a pesar suyo, fue capturada. Caramba, pensó,
es un mundo extraño, el de allá abajo. Nicole, pensó, me tienes atrapado. Si
tan sólo Al y yo hubiésemos tenido éxito; podríamos estar actuando ahora mismo
para ti, y seríamos felices. Mientras tú entrevistas a oceanógrafos
mundialmente famosos, Al y yo estaríamos tocando discretamente en el trasfondo,
quizás una de las «Invenciones en dos partes» de Bach.
Yendo
hasta el armario de su departamento, Ian Duncan se agachó y cuidadosamente
levantó un objeto envuelto en tela y lo puso bajo la luz. Teníamos tanta fe
juvenil en esto, recordó tiernamente, desenvolvió la garrafa; entonces,
haciendo una inspiración profunda, sopló un par de notas huecas en ella. Los
Hermanos Duncan y su Banda de Garrafas de Dos Hombres, habían sido él y Al,
tocando sus propios arreglos para dos garrafas de Bach y Mozart y Stravinsky.
Pero el cazador de talentos de la Casa Blanca, el canalla. Nunca les dio una
audición honesta. Había sido hecha, les dijo. Jesse Pigg, el fabuloso artista
de la garrafa de Alabama, había llegado a la Casa Blanca primero, entreteniendo
y encantando a la docena más o menos de miembros de la familia Thibodeaux
reunida allí con su versión de «Derby Ram» y «John Henry» y otras por el
estilo.
—Pero
—había protestado Ian Duncan—, esta es garrafa clásica. Nosotros tocamos
sonatas del fallecido Beethoven.
—Nosotros
les llamaremos —dijo apresuradamente el buscador de talentos—. Si Nicky muestra
interés en algún momento en el futuro.
¡Nicky!
Había palidecido. Imaginen ser tan íntimo de la Primera Dama. El y Al,
farfullando sin objeto, se habían retirado del escenario con sus garrafas,
haciendo campo para el próximo acto, un grupo de perros vestidos con disfraces
Isabelinos representando personajes de Hamlet. Los perros tampoco lo habían
logrado, pero poco servía de consuelo.
—Me
han dicho —estaba diciendo Nicole—, que hay tan poca luz en las profundidades
del océano que... bien, observen a este extraño prójimo. —Un pez, portando una
linterna luminosa delante suyo, nadó cruzando la pantalla de TV.
Sobresaltándole,
hubo un golpetear en la puerta del departamento. Con ansiedad Duncan fue a
abrir; encontró a su vecino el Sr. Stone allí parado, luciendo nervioso.
—¿No
estaba en lo de Todas las Almas? —dijo el Sr. Stone—. ¿No revisarán y se darán
cuenta? —Tenía en sus manos la prueba corregida de Duncan.
—Dígame
cómo me fue —dijo Duncan. Se preparó.
Entrando
en el departamento, Stone cerró la puerta tras sí. Miró el aparato de
televisión, vio a Nicole sentada con los oceanógrafos, la escuchó por un
momento, y entonces dijo abruptamente con una voz ronca:
—Le
fue bien —levantó la prueba que traía en la mano.
—¿La
pasé? —se asombró Duncan.
No
podía creerlo. Aceptó los papeles, los examinó con incredulidad. Y entonces
comprendió lo que había ocurrido. Stone había conspirado para que él pasara;
había falsificado la calificación, probablemente por motivos humanitarios.
Duncan levantó su cabeza y se miraron el uno al otro, sin hablar. Esto es
terrible, pensó Duncan. ¿Que haré ahora? Su reacción lo sorprendió, pero allí
estaba.
Yo
quería fallar, se dio cuenta. ¿Por qué? Para así poder salir de aquí, y así
tener una excusa para dejar todo esto, mi departamento y mi trabajo, e irme.
Emigrar con nada más que mi camisa a mi espalda, en un carcacha que se cae a
pedazos en el momento que se posa en la selva marciana.
—Gracias
—murmuró sombríamente.
—Podrá
hacer lo mismo por mí alguna vez —dijo Stone con una voz rápida.
—Oh
sí, estaré feliz de hacerlo —respondió Duncan.
Escurriéndose
de vuelta fuera del departamento, Stone lo dejó a solas con el aparato de
televisión, su garrafa, los papeles falsamente corregidos, y sus pensamientos.
Al,
tienes que ayudarme, se dijo. Tienes de sacarme de esto; no puedo ni salir por
mí mismo.
En
la pequeña estructura en la parte de atrás de Jungla de Carcachas Nº 3, Al
Duncan estaba sentado con sus pies sobre el escritorio, fumando un cigarrillo y
viendo la gente pasar, la acera y la gente y las tiendas del centro de Reno,
Nevada. Más allá del brillo de las carcachas nuevas estacionadas con banderas
ondeantes y cintas cayendo en cascada desde ellos, vio una figura esperando,
escondiéndose detrás del anuncio con las letras «LOONY LUKE».
Y
él no fue la única persona que vio la figura; por la acera venían un hombre y
una mujer con un pequeño niño trotando delante de ellos, y el chico,
exclamando, brincaba arriba y abajo, gesticulando excitado:
—¡Hey,
papi, mira! ¿Sabes que es eso? Mira, es la papuula.
—Oh,
vaya —dijo el hombre con una sonrisa—, sí que lo es. Mira, Marion, allí hay una
de esas criaturas marcianas, escondiéndose debajo de ese letrero. ¿Qué te
parece si vamos a conversar con ella? —Empezó a ir en esa dirección, junto con
el chico. La mujer, sin embargo, continuó por la acera.
—¡Ven,
mami! —urgió el chico.
En
su oficina, Al tocó ligeramente los controles del mecanismo dentro de su
camisa. La papuula salió de debajo del letrero de LOONY LUKE, y Al hizo que se
deslizara con sus seis patas cortas y macizas hacia la acera, su sombrero
redondo y tonto resbalando sobre una antena, sus ojos cruzándose y
descruzándose conforme distinguía a la mujer. Habiéndose establecido el
tropismo, la papuula caminó con esfuerzo tras ella, para delicia del chico y su
padre.
—¡Mira,
papi, está siguiendo a mami! ¡Hey mami, date la vuelta y mira!
La
mujer miró para atrás, vio al organismo de forma de plato con su cuerpo
anaranjado con forma de insecto, y se rió. Todo el mundo ama a las papuulas,
pensó Al. Mira la divertida papuula marciana. Habla, papuula; di hola a la
agradable dama que está riéndose de ti.
Los
pensamientos de la papuula, dirigidos a la mujer, alcanzaron a Al. La estaba
saludando, diciéndole lo agradable que era conocerla, calmándola y
coaccionándola hasta que se devolvió por la acera hacia ella, reuniéndose con
su niño y su marido, así que ahora los tres estaban juntos de pie, recibiendo
los impulsos mentales que emanaban de la criatura marciana que había venido a
la Tierra sin planes hostiles, sin capacidad para provocar problemas. La
papuula los amaba, también, así como ellos la amaban, les decía justo ahora,
les trasmitía la gentileza, la cálida hospitalidad que se acostumbraba en su
propio planeta.
Que
lugar maravilloso debía ser Marte, sin duda estaban pensando el hombre y la
mujer, conforme la papuula vertía sus recuerdos, su actitud. Dios, no es frío
ni esquizoide, como la sociedad terrícola; nadie espía a nadie, ni califica sus
innumerables exámenes políticos, ni los reporta a los comités de Seguridad del
edificio semana de por medio. Piensen en ello, les decía la papuula mientras se
quedaban como clavados en la acera, incapaces de seguir adelante. Ustedes son
su único jefe, allí, libres para trabajar su tierra, creer en sus propias
creencias, volverse ustedes mismos. Mírense, temerosos incluso de estar aquí
escuchando. Temerosos de...
Con
una voz nerviosa el hombre le dijo a su esposa:
—Mejor
nos vamos.
—Oh,
no —imploró el niño—. Quiero decir, vaya, ¿qué tan seguido puedes hablar con
una papuula? Debe pertenecer a esa jungla de carcachas, allí...
El
chico señaló, y Al se encontró bajo el agudo, observador escrutinio del hombre.
—Por
supuesto —dijo el hombre—. Aterrizaron aquí para vender carcachas. Nos está
trabajando justo ahora, suavizándonos—. El encantamiento se desvaneció
visiblemente de su cara—. Allí está el hombre sentado, operándola.
Pero,
la papuula pensó, aun así lo que les digo es cierto. Incluso si es un gancho de
venta. Usted puede ir allí, a Marte, por sí mismo. Usted y su familia pueden
ver con sus propios ojos, si tienen el coraje para liberarse. ¿Puede hacerlo?
¿Es un hombre de verdad? Compre una carcacha Loony Luke... cómprela mientras
todavía tiene la oportunidad, porque usted sabe que algún día, tal vez dentro de
no mucho, la ley va a ser traída abajo. Y ya no habrá más junglas de carcachas.
No más fisura en la pared de la sociedad autoritaria por la cual unos pocos
—una poca gente afortunada— puede escapar.
Tocando
con los controles en su abdomen, Al aumentó la potencia. La fuerza de la psique
de la papuula aumentó, atrayendo al hombre, tomando control de él. Usted debe
comprar un carcacha, urgió la papuula. Plan de pagos fáciles, garantía de
servicio, muchos modelos para escoger. El hombre dio un paso hacia el lote.
Apresúrese, le dijo la papuula. En cualquier momento las autoridades pueden
cerrar el lote y su oportunidad se habrá ido para siempre.
—Así
es como lo arreglaron —dijo el hombre con dificultad—. El animal seduce a la
gente. Hipnosis. Tenemos que irnos. —Pero no se fue; era demasiado tarde: iba a
comprar un carcacha, y Al, en la oficina con su caja de controles, estaba
conduciendo al hombre hacia adentro.
Sin
apresurarse, Al se puso de pie. Hora de salir y cerrar el trato. Apagó la
papuula, abrió la puerta de la oficina, salió al lote, y vio una figura que una
vez le fuera familiar caminando entre las carcachas, hacia él. Era su hermano
Ian y no lo había visto en años. Por Dios, pensó Al. ¿Qué querrá? Y en un
momento como este...
—Al
—llamó su hermano, saludando—. ¿Puedo hablar contigo un segundo? ¿No estás
demasiado ocupado, verdad? —Sudando y pálido, se acercó, viendo a los lados en
forma temerosa. Se había deteriorado desde la última vez que Al lo había visto.
—Escucha
—dijo Al enojado. Pero ya era demasiado tarde; la pareja y su niño se había
soltado y se movían rápidamente calle abajo.
—No
pretendía molestarte —murmuró Ian.
—No
me estás molestando —dijo Al mientras miraba apesadumbrado a las tres gentes
que se iban—. ¿Cual es el problema Ian? No te ves bien; ¿estás enfermo? Ven,
entra en la oficina—. Condujo a su hermano adentro y cerró la puerta.
—Encontré
mi garrafa —comenzó Ian—. ¿Recuerdas cuando tratábamos de llegar a la Casa
Blanca? Al, tenemos que tratar una vez más. Para ser honesto, no puedo seguir
así; no puedo soportar ser un fracasado con lo que estuvimos de acuerdo era lo
más importante en nuestras vidas—. Jadeando, se secó la frente con su pañuelo,
sus manos temblando.
—Yo
ya ni siquiera tengo mi garrafa —dijo Al.
—Debes.
Bueno, podríamos grabar cada uno nuestras partes por separado con mi garrafa y
luego sintetizarlas en una cinta, y presentarlo a la Casa Blanca. Esta
sensación de estar atrapado; no sé si puedo seguir viviendo con ella. Tengo que
volver a tocar. Si empezáramos a practicar ahora mismo las «Variaciones
Goldberg», en dos meses podríamos...
Al
lo interrumpió:
—¿Todavía
vives en ese sitio? ¿Ese Abraham Lincoln?
Ian
asintió.
—¿Y
todavía tienes ese puesto allá en Palo Alto, todavía eres inspector de equipo?
—No podía entender por qué su hermano estaba tan alterado—. Diablos, si pasara
lo peor puedes emigrar. Tocar la garrafa está fuera de discusión; no he tocado
en años, desde la última vez que te vi, de hecho. Espera un minuto—. Movió las
perillas del mecanismo que controlaba la papuula; cerca de la acera la criatura
respondió y empezó a regresar lentamente a su lugar bajo el letrero.
—Creí
que estaban todas muertas —dijo Ian viéndola.
—Lo
están.
—Pero
esa de allí se mueve y...
—Es
falsa —dijo Al—. Un títere. Yo lo controlo. —Mostró a su hermano la caja de
controles—. Hace que la gente salga de la acera. De hecho, se supone que Luke
tiene una de verdad con base en la cual modela éstas. Nadie lo sabe con
seguridad y la ley no puede tocar a Luke porque técnicamente ahora es un ciudadano
de Marte. No pueden hacer que muestre la verdadera, si es que la tiene—. Al se
sentó y encendió un cigarrillo —Falla en tu examen polrel—, le dijo a Ian
—pierde tu departamento y recupera tu depósito original; tráeme el dinero y
veré que recibas una carcacha condenadamente buena que te llevará a Marte.
¿Bien?
—Traté
de fallar en mi examen —dijo Ian—, pero no me dejaron. Arreglaron el resultado.
No quieren que me vaya.
—¿Quiénes
son «ellos»?
—El
hombre del departamento de al lado. Ed Stone es su nombre. Lo hizo
deliberadamente; vi la expresión en su cara. Tal vez creyó que me hacía un
favor... No lo sé —Miró a su alrededor—. Es una pequeña y agradable oficina la
que tienes aquí. ¿Duermes en ella, no? Y cuando se traslada, te trasladas con
ella.
—Sí
—dijo Al—. Siempre estamos listos para despegar. —La policía casi lo había
pescado varias veces, a pesar incluso de que el lote podía alcanzar velocidad
orbital en seis minutos. La papuula había detectado que se aproximaban, pero no
con el adelanto suficiente para un escape confortable; generalmente era apurado
y desorganizado, con una parte de su inventario de carcachas dejado atrás.
—Estás
un salto delante de ellos —se divirtió Ian—. Y aun así no te preocupa. Supongo
que todo está en la actitud.
—Si
me agarran —dijo Al—, Luke pagará mi fianza —La imponente, poderosa figura de
su jefe estaba siempre allí, respaldándole, así que ¿de qué tenía que
preocuparse? El magnate de las carcachas conocía un millón de trucos. El clan
Thibodeaux limitaba sus ataques contra él a artículos para intelectuales en las
revistas populares y en la TV, hablando como arpías de la vulgaridad de Luke y
el mal estado de sus vehículos; le tenían un poco de miedo, sin duda.
—Te
envidio —dijo Ian—. Tu prestancia. Tu calma.
—¿No
tiene tu apartamento un piloto celeste? Habla con él.
—De
nada sirve —la voz de Ian era amarga—. Ahora es Patrick Doyle y está tan mal
como yo. Y Don Klugman, nuestro gerente, está todavía peor; es un saco de
nervios. De hecho todo nuestro edificio está cargado de ansiedad. Quizás tenga
que ver con los dolores de sinusitis de Nicole.
Mirando
a su hermano, Al vio que de veras hablaba en serio. La Casa Blanca y todo lo
que representaba significaban tanto para él; todavía dominaban su vida, como lo
habían hecho cuando eran niños.
—Por
tu bien —dijo Al quedamente—, conseguiré mi garrafa y practicaré. Haremos un
intento más.
Sin
habla, Ian lo miró con la boca abierta de gratitud.
Sentados
juntos en la oficina de negocios del Abraham Lincoln, Don Klugman y Patrick
Doyle estudiaban la solicitud que el Sr. Ian Duncan, del Nº 304, les había
presentado. Ian deseaba aparecer en el show de talentos bisemanal, y en un
momento en que un buscador de talentos de la Casa Blanca estuviera presente. La
solicitud, vio Klugman, era rutinaria, excepto porque Ian proponía hacer su
presentación en conjunto con otro individuo que no vivía en el Abraham Lincoln.
Doyle
dijo:
—Es
su hermano. Una vez me lo contó; ellos dos solían hacer este acto, hace años.
Música barroca con dos garrafas. Una novedad.
—¿En
cual casa de departamentos vive su hermano? —Preguntó Klugman. La aprobación de
la solicitud dependería de cómo estaban las relaciones entre el Abraham Lincoln
y el otro edificio.
—En
ninguna. Vende carcachas para ese Loony Luke, ustedes saben. Esas naves
pequeñas y baratas que apenas llegan a Marte. Vive en uno de los lotes, hasta
donde entiendo. Los lotes se cambian de lugar; es un existencia nómada. Estoy
seguro que han oído de ellos.
—Sí
—concordó Klugman—, y está completamente fuera de discusión. No podemos
presentar ese acto en nuestro escenario, no con un hombre como ése involucrado.
No hay razón para que Ian Duncan no toque su garrafa; es un derecho político
básico y no me sorprendería si es una actuación satisfactoria. Pero va contra
nuestra tradición tener a alguien de afuera participando; nuestro escenario es
para nuestra propia gente exclusivamente, siempre lo ha sido y siempre lo será.
Así que no hay necesidad de discutir esto. —Miró al piloto celeste con
expresión crítica.
—Es
verdad —dijo Doyle—, pero es un pariente de sangre de uno de los nuestros,
¿cierto? Es legal que uno de nosotros invite a un pariente a mirar los shows de
talentos... así que ¿por qué no dejarlo participar? Esto significa mucho para
Ian; creo que sabes que ha estado fallando, últimamente. El no es una persona
muy inteligente. De hecho, debería estar haciendo un trabajo manual, supongo.
Pero si tiene habilidad artística, por ejemplo este concepto de la garrafa...
Examinando
sus documentos, Klugman vio que un cazador de talentos de la Casa Blanca
debería estar asistiendo a un show en el Abraham Lincoln en dos semanas. Los
mejores actos del edificio serían, por supuesto, programados para esa noche...
los Hermanos Duncan y su Banda de Garrafas Barroca tendrían que competir
exitosamente para poder obtener ese privilegio, y había una cantidad de actos
que —pensó Klugman— eran probablemente superiores. Después de todo, garrafas...
y ni siquiera garrafas electrónicas, además.
—Está
bien —dijo en voz alta a Doyle—. Estoy de acuerdo.
—Estás
mostrando tu lado humano —dijo el piloto celeste, con una sonrisa de
sentimentalismo que disgustó a Klugman—. Y creo que todos disfrutaremos a Bach
y Vivaldi como lo tocan los Hermanos Duncan en sus garrafas inimitables.
Klugman,
encogiéndose, asintió.
La
gran noche, cuando empezaron a entrar en el auditorio en el primer piso de los
Departamentos Abraham Lincoln, Ian Duncan vio, deslizándose detrás de su
hermano, la figura chata y de paso apresurado de la criatura marciana, la
papuula. Se detuvo en seco.
—¿Traerás
eso contigo?
—No
entiendes. ¿Acaso no tenemos que ganar?
Tras
una pausa, Ian respondió:
—No
de ese modo —Bueno, él entendía; la papuula atraparía a la audiencia como había
atrapado al tráfico de la acera. Ejercería su influencia extrasensorial en
ellos, coaccionándoles para que tomaran una decisión favorable. Vaya con la
ética de un vendedor de carcachas, comprendió Ian. Para su hermano, esto
parecía perfectamente normal; si no podían ganar con su ejecución de las
garrafas, ganarían por medio de la papuula.
—Oh
—dijo Al, haciendo un gesto—, no seas tu propio peor enemigo. En lo único que
estamos metidos es en una pequeña técnica subliminal de ventas, como la que han
estado usando por un siglo, es un método antiguo y de buena reputación para
inclinar la opinión de la gente a tu favor. Quiero decir, enfrentémoslo, no
hemos tocado la garrafa profesionalmente en años. Tocó los controles en su
cintura y la papuula se apresuró a alcanzarles. De nuevo tocó Al los
controles...
Y
en la mente de Ian surgió un pensamiento persuasivo, ¿por qué no? Todos los
demás lo hacen.
Con
dificultad dijo:
—Quítame
esa cosa, Al.
Al
se encogió de hombros. Y el pensamiento, que había invadido la mente de Ian
desde afuera, gradualmente se retiró. Y aun así, quedó un pequeño residuo. Ya
no estaba seguro de su posición.
—No
es nada comparado con lo que la maquinaria de Nicole puede lograr —señaló Al,
viendo la expresión de su cara—. Una papuula por acá y allá, contra ese instrumento
de cobertura planetaria en que Nicole ha convertido a la televisión, allí
tienes el verdadero peligro, Ian. La papuula es tosca; tú sabes que estás
siendo trabajado. No es así cuando escuchas a Nicole. La presión es tan sutil y
tan completa...
—No
sé nada de eso —dijo Ian—, sólo sé que a menos que tengamos éxito, a menos que
lleguemos a tocar en la Casa Blanca, la vida hasta donde me importa, no vale la
pena vivirla. Y nadie puso esa idea en mi cabeza. Es como me siento; es mi
propia idea, maldita sea. —Mantuvo la puerta abierta, y Al entró en el
auditorio, cargando su garrafa por el mango. Ian lo siguió, y un momento
después los dos estaban en el escenario, frente al salón parcialmente lleno.
—¿Alguna
vez la has visto? —preguntó Al.
—La
veo todo el tiempo.
—Quiero
decir, en realidad. En persona. Es decir, de carne y hueso.
—Por
supuesto que no —dijo Ian. Ese era el punto de tener éxito, de llegar a la Casa
Blanca. La verían realmente, no sólo la imagen de tele, no sería ya más una
fantasía, sería verdadero.
—Yo
la vi una vez —dijo Al—. Acababa de colocar el lote, la Jungla de Carcachas No
3, en la avenida comercial principal de Shreveport, Louisianna. Era temprano en
la mañana, como las ocho. Vi autos oficiales que venían; naturalmente pensé que
era la policía; empecé a despegar. Pero no era. Era un desfile de autos, con
Nicole en él, que iba a dedicar un nuevo edificio de departamentos, el más
grande que se ha construido.
—Sí
—dijo Ian—. El Paul Bunyan —El equipo de fútbol de Abraham Lincoln jugaba cada
año contra su equipo, y siempre perdía. El Paul Bunyan tenía cerca de diez mil
residentes, y todos ellos provenían de la clase administrativa; era un edificio
de departamentos exclusivo de miembros activos del Partido, con pagos mensuales
únicos enormes.
—Deberías
haberla visto —dijo Al pensativo mientras se sentaba frente a la audiencia, su
garrafa sobre el regazo. Tanteó a la papuula con su pie; se había colocado bajo
su asiento, fuera de la vista—. Sí —murmuró—, de veras deberías haberla visto.
No es lo mismo que en tele, Ian. De veras que no.
Ian
asintió. Había comenzado a sentirse aprehensivo, ahora; en pocos minutos serían
presentados. Había llegado su prueba.
Viéndole
agarrar su garrafa fuertemente, Al dijo:
—¿Uso
la papuula o no? Tú decides —Levantó una ceja.
—Úsala
—dijo Ian.
—Bien
—dijo Al, poniendo la mano dentro de su saco. Lentamente movió los controles.
Y, saliendo de debajo de su asiento, la papuula rodó hacia adelante, sus
antenas moviéndose en forma rara, sus ojos cruzándose y descruzándose.
Al
momento la audiencia se puso alerta, la gente se inclinó hacia adelante para
ver, algunos de ellos riendo con deleite.
—Miren
—dijo un hombre excitado. Era el viejo Joe Purd, tan ansioso como un niño—. ¡Es
la papuula!
Una
mujer se puso de pie para ver con más claridad, y Ian pensó para sí, Todos
quieren a la papuula. Nosotros ganaremos, toquemos la garrafa o no. ¿Y entonces
qué? ¿Conocer a Nicole nos hará aun más infelices de lo que somos? ¿Es eso lo
que sacaremos de este descontento masivo, sin esperanza? ¿Un dolor, una
carestía que no puede ser nunca satisfecha en este mundo?
Era
demasiado tarde para echarse atrás, ahora. La puertas de auditorio se habían
cerrado y Don Klugman se estaba levantando de su asiento, golpeando la mesa
para poner orden.
—Bien,
gentes —dijo en su micrófono de solapa—. Vamos a tener una pequeña exhibición
de talento, ahora mismo, los Hermanos Duncan y sus Garrafas Clásicas con un
mosaico de melodías de Bach y Handel que deberían poner sus pies a bailar.
—Sonrió de lado a Ian y Al, como diciendo, ¿Qué les parece esa introducción?
Al
no le prestó atención; manipuló sus controles y miró pensativamente a la
audiencia, luego al fin levantó su garrafa, miró a Ian y comenzó a golpetear
con el pie. «La pequeña fuga en sol menor» abrió su mosaico, y Al comenzó a
soplar la garrafa, emitiendo el vivaz tema.
Bum, bum, bum. Bum-bum bum-bum bum bum de dum. De bum,
De bum, de de-de bum... Sus mejillas se pusieron rojas e hinchadas conforme
soplaba.
La
papuula vagó por el escenario, y luego bajó, con una serie de movimientos
tontos e incómodos, hasta la primera fila de la audiencia. Había empezado a
trabajar.
Las
noticias colocadas en el tablero del boletín comunal afuera de la cafetería del
Abraham Lincoln de que los Hermanos Duncan habían sido escogidos por el cazador
de talentos para actuar en la Casa Blanca sorprendió a Edgar Stone. Leyó el
anuncio una y otra vez, preguntándose cómo el pequeño, nervioso y encogido
hombre se las había arreglado para hacerlo.
Ha
habido trampa, se dijo Stone. Así como lo pasé en sus pruebas de política... ha
conseguido a alguien más que le falsifique unos cuantos resultados en la línea
de talento: él mismo había oído las garrafas; había estado presente en ese
programa, y los Hermanos Duncan, Garrafas Clásicas, simplemente no eran así de
buenos. Eran buenos, había que admitirlo... pero intuitivamente sabía que había
algo más involucrado.
Muy
dentro de sí sintió enojo, un resentimiento por haber falsificado la
calificación de la prueba de Duncan. Yo lo puse en el camino del éxito, se dio
cuenta Stone; yo lo salvé. Y ahora está camino a la Casa Blanca.
No
era de extrañar que Duncan hubiera sacado una calificación tan pobre en el
examen de política, se dijo Stone. Estaba ocupado practicando con su garrafa;
no tiene tiempo para las realidades comunes y corrientes que los demás tenemos
que enfrentar. Debe ser grandioso ser un artista, pensó Stone con amargura.
Estás exento de todas las reglas, puedes hacer lo que quieras.
Seguro
que me ha hecho quedar como un tonto.
Caminando
a zancadas hacia el salón del segundo piso, Stone llegó a la oficina del piloto
celeste del edificio; tocó el timbre y la puerta se abrió, mostrándole una
vista del piloto celeste inmerso en su trabajo de escritorio, su cara arrugada
de cansancio.
—Um,
padre —dijo Stone—, me gustaría confesarme. ¿Tiene usted unos minutos? Es muy
urgente para mi mente, mis pecados, quiero decir.
Rozando
su frente, Patrick Doule asintió:
—Sssi
—murmuró—. O llueve o diluvia; me han llegado diez residentes hoy hasta ahora,
pidiendo usar el confesionario. Adelante. —Apuntó hacia la cámara que abría a
su oficina—. Siéntese y enchúfese. Estaré escuchando mientras lleno estas
formas 4-10 de Boise.
Lleno
de furiosa indignación, sus manos temblando, Edgar Stone pegó los electrodos
del confesionador en los puntos correctos de su cráneo, y entonces, tomando el
micrófono, empezó a confesarse. Los tambores de cinta de la máquina giraban
mientras hablaba.
—Movido
por una falsa piedad —dijo—, violé una regla del edificio. Pero estoy
preocupado principalmente no con el acto en sí sino con los motivos tras él; el
acto es meramente el resultado de una falsa actitud hacia mis compañeros
residentes. Esta persona, mi vecino el Sr. Duncan, salió muy mal en su reciente
prueba polrel y yo lo vi expulsado de Abraham Lincoln. Me identifiqué con él
porque inconscientemente me considero un fracasado, tanto como residente de
este edificio como hombre, así que falsifiqué su calificación para indicar que
había pasado. Obviamente, habrá que aplicar una nueva prueba polrel al Sr.
Duncan y la que yo califiqué tendrá que ser anulada. —Miró al piloto celeste,
pero no hubo reacción.
Eso
se hará cargo de Ian Duncan y su Garrafa Clásica, se dijo Stone.
Para
entonces el confesionador había analizado su confesión; escupió una tarjeta, y
Doyle se puso de pie cansadamente para recibirla. Luego de un cuidadoso estudio
levantó la vista.
—Sr.
Stone —dijo—, el punto de vista expresado aquí es que su confesión no es una
confesión. ¿Qué es lo que realmente tiene en su mente? Regrese y comience de
nuevo; usted no ha hurgado lo bastante hondo como para sacar el material
genuino. Y le sugiero que empiece por confesar que confesó incorrectamente
consciente y deliberadamente.
—No
hay tal cosa —dijo Stone, pero su voz (incluso para él) sonaba endeble—. Tal
vez pueda discutir esto con usted informalmente. Yo falsifiqué la calificación
de la prueba de Ian Duncan. Ahora bien, mis motivos para hacerlo...
Doyle
le interrumpió.
—¿No
estará celoso de Duncan? Con lo de su éxito con la garrafa. ¿El premio Casa
Blanca?
Se
produjo un silencio.
—Podría
ser —admitió Stone al fin—. Pero no cambia el hecho de que de a por derecho Ian
Duncan no debería estar viviendo aquí, debería ser expulsado,
independientemente de mis motivos. Mire en el Código de edificios de
departamentos comunales. Sé que hay una sección que cubre una situación como
ésta.
—Pero
usted no puede salir de aquí —dijo el piloto celeste—, sin confesar; tendrá que
satisfacer a la máquina. Usted está intentando forzar la expulsión de un vecino
para satisfacer sus propias necesidades emocionales. Confiese eso, y entonces
tal vez podamos discutir la regulación del código en lo que concierte a Duncan.
Stone
gruñó y una vez más fijó los electrodos a su cráneo.
—Está
bien —rechinó los dientes—. Odio a Ian Duncan porque es artísticamente dotado y
yo no. Estoy dispuesto a ser examinado por un jurado de doce residentes de
entre mis vecinos para ver cuál es la pena por mi pecado; ¡pero insisto que a
Duncan se le haga otra prueba polrel! No cederé con esto; él no tiene derecho a
vivir aquí entre nosotros. ¡Es moral y legalmente incorrecto!
—Al
menos está siendo honesto, ahora —dijo Doyle.
—De
hecho —dijo Stone—, yo disfruto la música de las bandas de garrafa; me gustó su
música, la otra noche. Pero debo actuar del modo que creo conviene a los
intereses comunales.
El
confesionador, le pareció, hizo un bufido de escarnio cuando escupió una
segunda tarjeta. Pero quizás era tan sólo su imaginación.
—Está
usted profundizando —dijo Doyle, leyendo la tarjeta—. Mire esto —Le pasó la
tarjeta a Stone—. Su mente es un motín de motivos confusos, ambivalentes.
¿Cuándo fue la última vez que se confesó?
Sonrojándose,
Stone musitó:
—Creo
que en agosto pasado. Pepe Jones era el piloto celeste entonces.
—Habrá
que hacer un montón de trabajo con usted —dijo Doyle, encendiendo un cigarrillo
y reclinándose en su sillón.
El
número de apertura en su presentación en la Casa Blanca, habían decidido
después de mucha discusión, sería la «Chaconna en re». A Al siempre le había
gustado, a pesar de las dificultades involucradas, los silencios dobles y todo.
Incluso pensar en la chaconna ponía nervioso a Ian. Deseó, ahora que había sido
decidido, haberse sostenido en la más sencilla «Quinta suite para chelo sin
acompañamiento». Pera era demasiado tarde. Al había mandado la información al
Secretario de A y R (Artistas y repertorio) de la Casa Blanca, Harold Slezak.
—No
te preocupes, te toca la segunda garrafa en esto. ¿Te importa ser segunda
garrafa conmigo? —dijo Al.
—No
—dijo Ian. Era un alivio, de hecho, Al tenían una parte mucho más difícil.
Afuera
del perímetro de la Jungla de Carcachas Nº 3 la papuula se movió, zigzagueando
por la acera mientras de deslizaba, persiguiendo quedamente a un prospecto de
venta. Sólo eran las diez de la mañana y todavía no había llegado nadie digno
de atrapar. Hoy el lote se había posado en la sección montañosa de Oakland,
California, entre las curvadas calles bordeadas de árboles de la mejor zona
residencial. Al otro lado de la calle, frente al lote, Ian podía ver al Joe
Louis, un edificio de departamentos de forma peculiar pero llamativo de un
millar de unidades, en su mayoría ocupadas por Negros acomodados. El edificio,
bajo sol de la mañana, lucía especialmente limpio y cuidado. Un guardia, con
placa y pistola, patrullaba la entrada, deteniendo a cualquiera que tratara de
entrar sin vivir allí.
—Slezak
tiene que aprobar el programa —le recordó Al—. Tal vez Nicole no quiera oír la
«chaconna»; ella tiene gustos muy especializados y cambian todo el tiempo.
En
su mente Ian vio a Nicole, sentada en su enorme cama, con su camisón rosado y
lleno de encajes, su desayuno en una bandeja a su lado mientras revisaba los
programas que le presentaban para su aprobación. Ya ha oído de nosotros, pensó.
Ella conoce nuestra existencia. En ese caso, en realidad existimos. Como un
niño que tiene que tener a su madre vigilando lo que hace; estamos siendo
traídos a la existencia, validados consensualmente, por la mirada de Nicole.
¿Y
cuando aparte su mirada de nosotros, entonces qué? ¿Qué pasa con nosotros
después? ¿Nos desintegramos, nos hundimos de nuevo en el olvido?
De
vuelta, pensó, a átomos amorfos y aleatorios. Al lugar de donde vinimos... el
mundo del no ser. El mundo en el que hemos estado todas nuestras vidas, hasta
ahora.
—Y
—dijo Al—, podría pedirnos un encore. Podría incluso solicitar una favorita en
particular. Lo he investigado, y parece que algunas veces pide oír «El granjero
feliz», de Schumann. ¿Tienes eso presente? Mejor trabajamos «El granjero
feliz», por si acaso. —Sopló unos cuantos tut tuts en su garrafa, pensativo.
—No
puedo hacerlo —dijo Ian abruptamente—. No puedo continuar. Significa demasiado
para mí. Algo irá mal; no la complaceremos y nos echarán a patadas. Y no
seremos capaces de olvidarlo nunca.
—Mira
—empezó Al—. Tenemos la papuula. Y eso nos da... —se detuvo. Un hombre mayor,
alto y de hombros anchos vestido con un costoso traje azul de fibra natural con
rayas finas venía por la acera—. Mi Dios, si es Luke en persona —dijo Al. Se
veía asustado—. Sólo lo he visto dos veces antes en mi vida. Algo debe andar
mal.
—Mejor
retraes la papuula —dijo Ian. La papuula había empezado a moverse hacia Loony
Luke.
Con
una expresión perpleja en su cara, Al dijo:
—No
puedo —Tocaba desesperado los controles de la papuula en su cintura—. No
responde.
La
papuula alcanzó a Luke, y Luke se agachó, la recogió y continuó hacia el lote,
la papuula bajo el brazo.
—Ha
tomado precedencia sobre mí —dijo Al. Miró a su hermano aturdido.
La
puerta de la pequeña estructura se abrió y entró Luke.
—Recibimos
un reporte de que has estado usando esto en tu tiempo libre, para propósitos
personales —le dijo a Al, con voz grave y queda—. Se te dijo que no lo
hicieras, las papuulas pertenecen a los lotes, no a los operadores.
—Oh,
vamos, Luke —dijo Al.
—Deberías
despedirte —dijo Luke—, pero eres un buen vendedor, así que te retendré por un
tiempo. Mientras tanto, tendrás que llenar tu cuota sin ayuda —Agarrando más
fuerte la papuula, empezó a retirarse—. Mi tiempo es valioso, tengo que irme.
—Vio la garrafa de Al—. Ese no es un instrumento musical, es algo para echar
whisky dentro.
—Escucha,
Luke, —dijo Al— esto es publicidad. Tocar para Nicole significa que la red de
Junglas de Carcachas aumentará de prestigio, ¿captaste?
—Yo
no quiero prestigio —dijo Luke, deteniéndose en la puerta—. No le organizo
fiestas a Nicole Thibodeaux. Que ella dirija la sociedad en la forma que quiera
y yo dirigiré las junglas del modo que yo quiera. Ella me deja en paz y no la
dijo en paz y así está bien para mí. No lo revuelvas. Dile a Slezak que no
puedes presentarte y olvida el asunto, ningún hombre adulto en sus cinco
sentidos soplaría en una botella vacía, de todos modos.
—Pero
allí es donde estás equivocado —dijo Al—. Puede hallarse arte en las formas más
mundanas y cotidianas de la vida, como estas garrafa, por ejemplo.
—Ahora
no tienes una papuula para ablandar a la Primera Familia para ti. Mejor piensa
en ello... ¿de veras esperas lograrlo sin la papuula? —dijo Luke, escarbándose
los dientes con un palillo de plata.
Luego
de una pausa Al le dijo a Ian:
—Él
tiene razón. La papuula lo hizo por nosotros. Pero, diablos, vayamos de todos
modos.
—Tienes
agallas —dijo Luke—. Pero no sentido común. Aun así, no me queda más remedio
que admirarte. Puedo ver por qué has sido un vendedor de primera para la
organización, no te rindes. Toma la papuula la noche que toques en la Casa
Blanca y devuélvela la mañana siguiente —Le lanzó la criatura redonda y de ojos
saltones a Al. Atrapándola, Al la apretó contra su pecho como una gran
almohada. No le gustamos a Nicole. Demasiada gente se le ha escapado de entre
los dedos por nuestra culpa; somos una gotera en la estructura de mamá y mamá
lo sabe—. Sonrió, mostrando dientes de oro.
—Gracias,
Luke —dijo Al.
—Pero
yo operaré la papuula —advirtió Luke—. Por control remoto. Soy un poco más
diestro que tú, después de todo, yo las construí.
—Seguro
—respondió Al—. Tendré las manos ocupadas tocando, de todos modos.
—Sí
—dijo Luke—, necesitarás ambas manos para esa botella.
Algo
en el tono de Luke puso a Ian Duncan incómodo. ¿Qué estará tramando? se
preguntó. Pero en cualquier caso él y su hermano no tenían opción; tenían que
tener a la papuula trabajando para ellos. Y sin duda Luke podía hacer un buen
trabajo operándola, ya había demostrado su superioridad sobre Al, justo ahora,
y como dijo Luke, Al estaría ocupado soplando su garrafa. Pero aun así...
—Loony
Luke —preguntó Ian— ¿algunas vez te has reunido con Nicole? —Fue un pensamiento
repentino de su parte, una intuición repentina.
—Seguro
—dijo Luke sin perturbarse—. Hace años. Tenía algunos títeres de mano, mi papá
y yo viajábamos por ahí presentando espectáculos de títeres. Finalmente nos
presentamos en la Casa Blanca.
—¿Qué
pasó allí? —preguntó Ian.
Luke,
luego de una pausa, respondió:
—No
le interesamos. Dijo algo acerca de que los títeres eran indecentes.
Y
tú la odias, se dio cuenta Ian. Nunca la perdonaste.
—¿Lo
eran? —le preguntó a Luke.
—No
—respondió Luke—. Es cierto, uno de los actos era de desnudo, teníamos títeres
coristas. Pero nadie nunca lo objetó. Fue muy duro para mi papá pero a mí no me
importó. —Su cara estaba imperturbable.
—¿Era
Nicole la Primera Dama hace tanto tiempo? —preguntó Al.
—Oh,
sí —dijo contestó—. Ella ha ocupado el cargo durante setenta y tres años, ¿no
lo sabían?
—Eso
es imposible —dijeron Al e Ian, casi al unísono.
—Seguro
que lo es—, dijo Luke—. Ella es realmente vieja, ahora. Una abuela. Pero
todavía luce bien, supongo. Lo sabrán cuando la vean.
Anonadado,
Ian dijo:
—En
la televisión...
—Oh,
sí —concordó Luke—. En la tele luce como de veinte. Pero busquen en los libros
de historia por sí mismos, dénse cuenta. Los hechos están todos allí.
Los
hechos, se dio cuenta Ian, no significan nada cuando tú puedes ver con tus
propios ojos que ella luce más joven que nunca. Y nosotros lo vemos cada día.
Luke,
estás mintiendo, pensó. Lo sabemos, todos lo sabemos. Mi hermano la vio, Al lo
habría dicho, si de veras fuera así. La odias, ese es tu motivo. Sacudido, le
volvió la espalda a Luke, no queriendo tener que ver nada con el hombre, ahora.
Setenta y tres años en el cargo; eso significaría que Nicole tenía casi
noventa, ahora. Se estremeció con la idea, la bloqueó fuera de su mente. O al
menos trató de hacerlo.
—Buena
suerte chicos —se despidió Luke, masticando su palillo de dientes.
Mientras
dormía, Ian Duncan tuvo un terrible sueño. Una odiosa mujer vieja con garras
verduscas y retorcidas lo rasguñaba, gimoteándole que hiciera algo; no sabía
qué era porque su voz, sus palabras, eran borrosas hasta ser indistinguibles,
tragadas por su boca de dientes quebrados, perdidas en el hilo de saliva
retorcido que le bajaba hasta la barbilla. Luchaba por liberarse.
—Por
Cristo —le llegó la voz de Al—. Despierta, tenemos que poner el lote el
movimiento, se supone que estemos en la Casa Blanca en tres horas.
Nicole,
se dio cuenta Ian mientras se sentaba adormilado. Era ella en la que había
soñado, anciana y gastada, pero todavía ella.
—Está
bien —murmuró mientras se levantaba inseguro del camastro—. Escucha, Al —dijo—,
¿supón que ella es vieja, como dijo Luke? ¿Y entonces qué? ¿Qué haremos?
—Tocaremos
—dijo Al—. Tocaremos nuestras garrafas.
—Pero
no podría pasar por eso —dijo Ian—. Mi habilidad para ajustarse es demasiado
frágil. Esto se está convirtiendo en una pesadilla; Luke controla la papuula y
Nicole es vieja, ¿qué sentido tiene continuar? ¿No podríamos volver a verla
solamente en la tele y tal vez por una vez en nuestra vida a gran distancia,
como hiciste tú en Shreveport? Eso es suficiente para mí, ahora. Eso quiero, la
imagen, ¿bien?
—No
—dijo Al obstinadamente—. Tenemos que terminar esto. Recuerda, siempre puedes
emigrar a Marte.
El
lote se había elevado ya, se estaba moviendo hacia la costa este y Washington,
D.C.
Cuando
aterrizaron, Slezak, un individuo rotundo, pequeño y activo, los recibió
calurosamente; estrechó sus manos mientras caminaban hacia la entrada de
servicio de la Casa Blanca.
—Su
programa es ambicioso —les dijo, rebosante—, pero si pueden cumplirlo, está
bien conmigo, con nosotros acá, la Primera Dama quiero decir, y en particular
la Primera Dama que es activamente entusiasta de todas las formas de arte
original. De acuerdo con sus datos biográficos ustedes hacen un estudio
comprensivo de las grabaciones discográficas primitivas de los tempranos mil
novecientos, tan temprano como 1920, de las bandas de garrafas que
sobrevivieron a la guerra civil, así que son auténticos garrafistas, excepto
por supuesto porque tocan música clásica, no folklórica.
—Si
señor —aseguró Al.
—¿Podrían
ustedes, sin embargo, meter algún número folklórico? —preguntó Slezak mientras
pasaban los guardas en la entrada de servicio y entraban en la Casa Blanca, por
el largo y alfombrado corredor con sus candelas artificiales colocadas a
intervalos—. Por ejemplo, les sugerimos «Rockabye My Sarah Jane». ¿Tienen esa
en sus repertorio? Si no...
—La
tenemos —dijo Al cortante—. La añadiremos cerca del final.
—Bien
—dijo Slezak, empujándoles amablemente delante suyo—. Ahora, ¿podría
preguntarles qué es esta criatura que van cargando? —Miró a la papuula con algo
menos que entusiasmo—. ¿Está viva?
—Es
nuestro animal tótem —dijo Al.
—¿Quieren
decir un hechizo supersticioso? ¿Una mascota?
—Exacto
—afirmó Al—. Con ella calmamos la ansiedad. —Dio unos golpecitos en la cabeza
de la papuula—. Y es parte de nuestro acto, baila mientras tocamos. Ya sabe,
como un mono.
—Bueno,
pues que me condenen —dijo Slezak, recuperando su entusiasmo—. Ya veo. Nicole
estará encantada, ella adora las cosas suaves y peludas. —Sostuvo una puerta
abierta delante de ellos.
Y
allí estaba ella sentada.
¿Como
podía estar Luke tan equivocado? Pensó Ian. Era incluso más adorable que en la
tele, y muy distinta; esa era la diferencia principal, la fabulosa autenticidad
de su apariencia, su realidad para los sentidos. Los sentidos sabían la
diferencia. Allí estaba sentada, con pantalones de algodón azul desteñido,
mocasines en sus pies, una camisa blanca abotonada descuidadamente a través de
la cual podía ver —o imaginaba que podía ver— su piel bronceada, suave... qué
informal era, pensó Ian. Careciendo de toda pretensión o exhibicionismo. Su
pelo corto, exponiendo su nuca y orejas bellamente formadas. Y, pensó, tan
condenadamente joven. Parecía no tener ni veinte. Y la vitalidad. La tele no
podía captarlo, el delicado brillo de color todo a su alrededor.
—Nicky
—dijo Slezak—, estos son los garrafistas clásicos.
Ella
volvió a ver para arriba, de lado; había estado leyendo un periódico. Entonces
sonrió:
—Buenos
días —dijo—. ¿Ya desayunaron? Podríamos servirles algo de tocino canadiense y
panecillos horneados y café, si quieren. —Su voz, extrañamente, no parecía
provenir de ella; se materializaba desde la parte superior de la habitación,
casi en el cielo raso. Viendo hacia allí, Ian vio un grupo de altavoces y se
dio cuenta de que una barrera de vidrio los separaba de Nicole, una medida de
seguridad para protegerla. Se sintió decepcionado y aun así comprendió por qué
era una necesidad. Si algo le ocurriera...
—Ya
comimos, Sra. Thibodeaux —dijo Al—. Gracias —El, también, miraba hacia los
altavoces.
Ya
comimos, Sra. Thibodeaux, pensó Ian locamente. ¿No es más bien totalmente al
revés? ¿No está ella, sentada allí con sus pantalones azules y su camisa de
algodón, no está ella devorándonos?
Ahora
el Presidente, Taufic Negal, un hombre oscuro, delgado, pulcro, entró y se
colocó detrás de Nicole, y ella levantó su cara hacia él y dijo:
—Mira,
Taffy, tienen una de esas papuulas, ¿no te parece divertido?
—Sí
—dijo el Presidente, de pie junto a su esposa.
—¿Podría
verla? —le pidió Nicole a Al—. Déjenla venir acá. —Hizo una señal, y la pared
de vidrio comenzó a levantarse.
Al
dejó caer la papuula y ella se deslizó hacia Nicole, por debajo de la barrera
de seguridad levantada, brincó, y de pronto Nicole la sostuvo con sus fuertes
manos, mirándola intensamente.
—Diantre
—dijo—, no está viva, es sólo un juguete.
—Ninguna
sobrevivió —dijo Al—. Hasta donde sabemos. Pero este es un modelo auténtico,
basado en remanentes encontrados en Marte. —Dio un paso hacia ella...
La
barrera de vidrio volvió a colocarse en su lugar. Al quedó separado de la
papuula y allí se quedó, boquiabierto como un tonto, aparentemente muy contrariado.
Entonces, como por instinto, tocó los controles en su cintura. No ocurrió nada
por un rato, y entonces, al fin, la papuula se estremeció. Se deslizó de las
manos de Nicole y saltó de nuevo al suelo. Nicole exclamó sorprendida, sus ojos
brillantes.
—¿La
quieres, querida? —preguntó su esposo—. Podemos indudablemente conseguirte una,
incluso varias.
—¿Que
hace? —le preguntó Nicole a Al.
Slezak
barbotó:
—Baila,
madam, cuando ellos tocan, tiene ritmo en sus huesos ¿correcto, Sr. Duncan? Tal
vez podrían ustedes tocar algo ahora, una pieza cortita, para mostrarlo a la
Sra. Thibodeaux. —Se restregó las manos. Al e Ian se volvieron a ver.
—S-seguro
—afirmó Al—. Ah, podríamos tocar alguito de Schubert, ese arreglo de «La
trucha». Bueno, Ian, prepárate. —Desabotonó la cubierta protectora de su
garrafa, le levantó y la sostuvo incómodamente. Ian hizo lo mismo—. Este es Al
Duncan, en la primera garrafa —dijo Al—. Y a mi lado está mi hermano en la
segunda garrafa, trayéndoles un concierto de favoritos clásicos, comenzando con
un poquito de Schubert —Y entonces, a una señal de Al, ambos comenzaron a
tocar.
Bump
bump-bump BUMP-BUMP buuump, bump, ba-bumpo bumpo bup-bup-bup-bup-bupppp. Nicole
se rió.
Hemos
fracasado, pensó Ian. Dios, ha ocurrido lo peor: somos ridículos. Dejó de
tocar; Al continuó, sus mejillas rojas e infladas con el esfuerzo de tocar.
Parecía no darse cuenta de que Nicole sostenía su mano delante de su boca para
tapar la risa, lo que le divertían ellos y sus esfuerzos. Al siguió tocando,
solo, hasta terminar la pieza, y entonces él, también, bajó su garrafa.
—La
papuula —dijo Nicole, tan inalteradamente como le fue posible—. No bailó. Ni un
pequeño paso; ¿por qué no? —Y de nuevo rió, incapaz de detenerse.
Al
dijo tiesamente:
—Yo...
no tengo control sobre ella, está bajo control remoto, justo ahora—.
Dirigiéndose a la papuula, dijo— Mejor bailas.
—Oh,
de veras, esto es maravilloso —dijo Nicole—. Mira —se dirigió su esposo—, tiene
que rogarle que baile. Baila, cualquiera que sea tu nombre, cosa-papuula de Marte,
o más bien imitación de cosa-papuula de Marte —Punzó a la papuula con la punta
de su mocasín, tratando de animarla—. Vamos, pequeña y antigua criatura
sintética y linda, hecha toda de alambres. Por favor —La papuula saltó hacia
ella. La mordió.
Nicole
chilló. Sonó un agudo pop detrás de ella, y la papuula se desvaneció hecha
partículas que giraban. Una guardia de seguridad de la Casa Blanca apareció, su
rifle en las manos, mirándola intensamente y a las partículas flotantes; su
cara estaba calmada pero sus manos y el rifle temblaban. Al comenzó a
maldecirse, repitiendo las palabras una y otra vez, las mismas tres o cuatro,
sin parar.
—Luke
—dijo entonces, a su hermano—. Lo hizo. Venganza. Es nuestro fin —Se veía gris,
agotado. Reflexivamente comenzó a empacar su garrafa una vez más, pasando por
los movimiento paso a paso.
—Están
bajo arresto —vociferó un segundo guardia de la Casa Blanca, apareciendo detrás
de ellos y apuntando su rifle hacia ambos.
—Seguro
—lo tranquilizó Al como de piedra, su cabeza asintiendo, oscilando vacuamente—.
No tuvimos nada que ver con ello, así que arréstenos.
Poniéndose
de pie con la ayuda de su esposo, Nicole caminó hacia Al e Ian.
—¿Me
mordió porque me reí? —preguntó con voz queda.
Slezak
estaba parado allí secándose la frente. No dijo nada; sólo los miraba sin
verlos.
—Lo
siento —dijo Nicole—. ¿Le hice enojar, no? Es una lástima, habíamos disfrutado
su acto.
—Luke
lo hizo —dijo Al.
—«Luke»
—Nicole le estudió—. Loony Luke, quieres decir. Es el dueño de esas terribles
junglas de carcachas que van y vienen a sólo un paso de la ilegalidad. Sí, sé a
quién te refieres, lo recuerdo —y mirando a su marido— Supongo que mejor lo
hacemos arrestar.
—Lo
que digas —convino su esposo, escribiendo en un talón de papel.
—Todo
este asunto de las garrafas... ¿era sólo una cubierta para un acto hostil hacia
nosotros, no? Un crimen contra el estado. Vamos a tener que revisar la
filosofía completa de invitar ejecutantes aquí... quizás ha sido un error. Le
da demasiado acceso a cualquiera que tenga intenciones hostiles hacia nosotros.
Lo siento —Se veía triste y pálida, ahora, cruzó los brazos y se quedó
balanceándose hacia atrás y adelante, perdida en sus pensamientos.
—Créeme,
Nicole... —empezó Al.
Introspectivamente,
ella comenzó a hablar:
—Yo
no soy Nicole; no me llames así. Nicole Thibodeaux murió hace años. Yo soy Kate
Rupert, la cuarta que toma su lugar. Soy sólo una actriz que luce lo bastante
como la Nicole Original como para poder mantener su puesto, y a veces deseo,
cuando pasa algo como esto, no tenerlo. Hay un Consejo en alguna parte que
gobierna... ni siquiera los he visto nunca —A su esposo le preguntó—, ¿Ellos
saben acerca de esto, no?
—Sí
—afirmó—, ya fueron informados.
—Ya
ven —le dijo a Al—, él, incluso el Presidente, tiene de hecho más poder que
yo—. sonrió apagadamente.
—¿Cuántos
atentados ha habido contra tu vida? —inquiró Al.
—Seis
o siete —murmuró ella—. Todos por razones sicológicas. Complejos de Edipo sin
resolver o algo por el estilo. En realidad no me importa. —Se volvió hacia su
marido, entonces—. La verdad creo que esos dos hombres, allí... —Señaló hacia
Al e Ian—. No parecen saber qué ocurre, tal vez son inocentes. —A su esposo y a
Slezak y al guardia de seguridad les dijo— ¿Tienen que ser destruidos? No veo
porqué no pueden sólo erradicar una parte de sus células de memoria y dejarlos
ir. ¿Por qué no hacen eso?
Su
esposo se encogió de hombros.
—Si
quieres que sea de ese modo.
—Sí
—aseguró ella—. Preferiría eso. Haría mi trabajo mas fácil. Llévenlos al centro
médico en Bethesda y luego déjenlos ir; démosle una audiencia a los próximos
ejecutantes.
Un
guardia de seguridad empujó a Ian en la espalda con su pistola.
—Bajando
por el corredor, por favor.
—Está
bien —murmuró Ian, agarrando su garrafa—. ¿Pero qué pasó? se preguntó. No lo
entiendo del todo. Esta mujer no es Nicole y lo que es peor, ya no hay más
Nicole en ninguna parte; es sólo la imagen de televisión, la ilusión, y tras
ella, detrás de ella, manda otro grupo por completo. Un Consejo de alguna
clase. ¿Pero quiénes son ellos y cómo llegan al poder? ¿Alguna vez les
conoceremos? Llegamos tan lejos; casi parecemos saber lo que ocurre. La
realidad tras la ilusión... ¿No pueden contarnos el resto? ¿Que diferencia
haría ahora? ¿Cómo...?
—Adiós
—le estaba diciendo Al.
—¿Qué?
—lo miró, horrorizado—. ¿Por qué dices eso? ¿Nos van a dejar ir, no?
—No
recordaremos quién es el otro. Tienes mi palabra; no se nos permitirá mantener
ningún lazo como ese. Así que... —Le tendió la mano—. Así que adiós, Ian.
Logramos llegar a la Casa Blanca. Tampoco recordarás eso, pero es cierto, lo
logramos. —Sonrió torcidamente.
—Muévanse
—les conminó el guardia de seguridad.
Sosteniendo
sus garrafas, los dos caminaron bajando por el corredor, hacia la puerta y la
ambulancia médica negra que estaba al final.
Era
de noche, e Ian Duncan se encontró en la esquina desierta de una calle, frío y
temblando, parpadeando bajo la luz blanca de la plataforma de carga de un
monorriel urbano. ¿Que estoy haciendo aquí?, se preguntó, confundido. Miró su
reloj de pulsera; eran las ocho en punto. ¿Se supone que esté en la Reunión de
Todas las Almas, no? pensó confundido.
No
puedo perderme otra, se dio cuenta. Dos seguidas; es una multa terrible, es la
ruina económica. Empezó a caminar.
El
edificio familiar, el Abraham Lincoln con toda su red de torres y ventanas,
yacía extendido adelante; no estaba lejos y se apresuró, respirando
profundamente, tratando de mantener un buen paso uniforme. Debe haber
terminado, pensó. Las luces del gran auditorio subterráneo central no estaban
prendidas. Maldita sea, resopló con desesperación.
—¿Todas
las Almas acabó? —preguntó al portero mientras entraba en el lobby, sosteniendo
su identificación en alto.
—Está
un poco confundido, Sr. Duncan —dijo el portero, guardando su pistola—. Todas
las Almas fue anoche, hoy es viernes.
Algo
anda mal, se dio cuenta Ian. Pero no dijo nada; sólo asintió y corrí hacia el
elevador.
Cuando
salía del elevador en su propio piso, se abrió una puerta y una figura furtiva
lo llamó:
—Hey,
Duncan.
Era
Corley. Cuidadoso, porque un encuentro así podía ser desastroso, Ian se le
acercó.
—¿Qué
ocurre?
—Un
rumor —le informó Corley rápido, con una voz llena de temor—. Sobre tu última
prueba polrel; alguna irregularidad. Van a levantarte a las cinco o a las seis
mañana y aplicarte un quiz sorpresa. —Miró arriba y abajo del corredor— Estudia
los tardíos ochentas y los movimientos religio-colectivistas en particular. ¿Lo
tienes?
—Seguro
—dijo Ian, con gratitud—. Y muchísimas gracias. Tal vez pueda hacer lo mismo...
—Se interrumpió, porque Corley había corrido a meterse de vuelta en su propio
departamento y cerrado la puerta; Ian estaba solo.
Ciertamente
muy gentil de su parte, pensó mientras seguía caminando. Probablemente me salvó
el pellejo, de ser expulsado a la fuerza de aquí para siempre.
Cuando
llegó a su departamento se puso confortable, con todos sus libros de referencia
sobre la historia política de los Estados Unidos abiertos a su alrededor.
Estudiaré toda la noche, decidió. Porque tengo que ganar ese quiz, no tengo
opción.
Para
mantenerse despierto, encendió la tele. En ese momento el cálido y familiar
ser, la presencia de la Primera Dama, fluyó en movimiento y empezó a llenar la
habitación.
—...y
en nuestro espectáculo musical de esta noche, —estaba diciendo—, tendremos un
cuarteto de saxofón que interpretará temas de las óperas de Wagner, en
particular de mi favorita, «Die Maistersinger». Creo que verdaderamente
encontraremos es una profundamente gratificante y ciertamente enriquecedora
experiencia digna de atesorar. Y, después de todo, mi esposo el Presidente y yo
hemos dispuesto traerles de nuevo un viejo favorita suyo, el chelista de
renombre mundial, Henri LeClercq, con un programa de Jerome Kern y Cole Poter.
—Sonrió, y en su pila de libros de referencia, Ian Duncan sonrió de vuelta.
Me
pregunto cómo sería tocar en la Casa Blanca, se dijo. Actuar ante la Primera
Dama. Lástima que nunca aprendí a tocar ningún tipo de instrumento musical. No
puedo actuar, ni escribir poemas, bailar o cantar; nada. Así que, ¿qué
esperanza hay para mí? Ahora, que si viniera de una familia musical, si hubiera
tenido un padre o hermanos que me enseñaran cómo...
Sombrío,
garabateó unas pocas notas sobre el levantamiento del Partido Fascista
Cristiano Francés de 1975. Y luego, atraído como siempre por el aparato de
televisión, dejó su pluma y se volvió a ver el aparato. Nicole estaba ahora
exhibiendo una pieza de mosaico de Delft que había recogido, explicó, en una
pequeña tienda en Vermont. Qué colores pálidos tan deliciosos tenía... miró,
fascinado, cómo sus fuertes, delgados dedos acariciaban la lustrosa superficie
de lustre negro del mosaico.
—Vean
el mosaico —murmuraba Nicole con su voz profunda—. ¿No desearían tener un
mosaico como este? ¿No es adorable?
—Sí.
—¿A
cuántos de ustedes les gustaría ver algún día un mosaico de estos? —preguntó
Nicole—. Levanten sus manos.
Ian
levantó su mano esperanzado.
—Oh,
un verdadero montó de ustedes —dijo Nicole, con su sonrisa radiante, íntima—.
Bueno, tal vez más tarde tendremos otro tour de la Casa Blanca. ¿Les gustaría?
Ian
brincabaarriba y abajo en su sillón.
—Sí,
me gustaría.
En
la pantalla de la TV ella sonreía directamente hacia él, parecía. Y así él
devolvió la sonrisa. Y luego, reluctante, sintiendo que un gran peso descendía
sobre él, por fin regresó a sus libros de referencia. De vuelta a las duras
realidades de su diaria, interminable vida.
En
la ventana de su apartamento algo golpeteó y una voz lo llamó quedamente.
—Ian
Duncan, no tengo mucho tiempo.
Volviéndose,
miró hacia afuera, en la oscuridad de la noche, una figura flotando, una
construcción con forma como de huevo cerniéndose. Dentro de ella un hombre le
hacía señas enérgicamente, llamando todavía. El huevo produjo un sonido sordo
de putt-putt, sus cohetes apagándose mientras el hombre abría de una patada la
esclusa del vehículo y se levantaba para salir.
—¿Vienen
ya por mí para este quiz? —se preguntó Ian Duncan. Se puso de pie, sintiéndose
desvalido. Tan pronto... no estoy listo, todavía.
Enojado,
el hombre del vehículo volvió los jets hasta que el fuego blanco y constante de
su escape se encontró con la superficie del edificio; el cuarto tembló y
cayeron trozos de recubrimiento. La ventana colapsó cuando el calor de las
turbinas pasó por ella. Por el boquete expuesto el hombre gritó una vez más,
tratando de atraer las facultades de Ian Duncan.
—¡Hey,
Duncan! ¡Apresúrate! ¡Ya tengo a tu hermano; va de camino en otra nave! —El
hombre, mayor, vistiendo un costoso traje azul de fibra natural con líneas
delgadas, se bajó con destreza del vehículo con forma de huevo que flotaba y
cayó de pie en la habitación—. Tenemos que ir yéndonos si queremos lograrlo.
¿No me recuerdas? Tampoco Al. Chico, me quito el sombrero ante ellos.
Ian
Duncan lo miró, preguntándose quién era y quién era Al y qué estaba ocurriendo.
—Los
sicólogos de Mamá hicieron un buen, buen trabajo con ustedes—, jadeó el hombre
mayor —Esa Bethesda; debe ser todo un lugar. Espero que nunca me lleven allí—.
Vino hacia Ian, lo atrapó por el hombro. —La policía está cerrando todas mis
junglas de carcachas; tengo que largarme a Marte y los llevo conmigo. Trata de
componerte; yo soy Loony Luke; tú no me recuerdas pero lo harás cuando estemos
todos en Marte y veas de nuevo a tu hermano. Vamos—. Luke lo empujó hacia el
boquete en la pared de la habitación, donde una vez estuvo la ventana, y hacia
el vehículo; era llamado carcacha, cayó en cuenta Ian, lo que flotaba más allá.
—Está
bien —dijo Ian, preguntándose qué podría llevar consigo. ¿Qué necesitaría en
Marte? ¿Cepillo de dientes, pijamas, un abrigo grueso? Miró apresuradamente a
su alrededor en el departamento, una última mirada. A lo largo sonaban las
sirenas de la policía.
Luke
se encaramó de vuelta en la carcacha, e Ian lo siguió, asiéndose de la mano
extendida del hombre mayor. El piso de la carcacha estaba lleno de criaturas
anaranjadas de ojos saltones que se arrastraban, cuyas antenas se agitaban
hacia él. Papuulas, recordó, o algo parecido.
Ahora
estarás bien, estaban pensando las papuulas. No te preocupes, Loony Luke te sacó
a tiempo, apenas a tiempo. Ahora sólo relájate.
—Sí
—dijo Ian. Se recostó contra el costado de la carcacha y se relajó; por primera
vez en muchos años se sintió en paz.
La
nave salió disparada hacia arriba, dentro del vacío de la noche y hacia el
nuevo planeta que estaba más allá.
FIN
Título original: Novelty Act
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