TODO VA BIEN
Francisco Lezcano Lezcano
I
El doctor Emanuel León estaba invadido por la fatiga. No obstante, amodorrado, con la cabeza apoyada en la palma de la mano y el codo sobre la mesa, apenas se daba cuenta. Al resbalársele el brazo alzó asustado el rostro y por un instante destelló en su mente la idea de marcharse.
—Bazzz —zumbó el telefonovisor, sacándole de sí mismo.
—Hable —pidió después de pulsar el botón del aparato.
La pequeña pantalla se iluminó hasta concretar el rostro pálido y pomuloso de Marx Kasabubu, que sonreía. Aparentaba unos treinta años. Hombre de constitución física tipo capricorniana y rasgos faciales más orientales que africanos, no sólo gozaba de un extraordinario prestigio como capitán de navío interestelar, sino que le habían convertido en vital eslabón para unir asiduamente la Tierra con el alejado planeta Vidrio Blanco.
—Buenas noches, doctor... Tiene usted aspecto de cansado... ¿Debo relegar la visita?...
—¡Oh!, ¡no!, venga en seguida. Le estaré aguardando en mi despacho hasta las dos de la madrugada. Los 1000 H. están ya preparados.
Marx silbó de pasmo al oír la cifra.
—¿Mil?...
—Sí, mil —reafirmó el viejo doctor León, esbozando una sonrisa reflectora de la satisfacción que experimentaba. Hizo una pausa... y una sombra alcanzó su pensamiento, haciéndole endurecer la expresión y variar la voz a un tono más grave—. Esperamos que las mermas por imprevistos no logren el noventa por ciento de la última vez. Kasabubu frunció el entrecejo:
—...Aquello fue culpa del laboratorio. Nosotros no tuvimos que ver con el asunto, a pesar de los jueces que intentaron acusarme de asesinato masivo por imprudencia.
—Bueno, eso fue una extralimitaron de conceptos que feneció en el acto. De quién fue la culpa es cosa ya sin interés. Yo considero más grave el atraso de dos años que supuso la desgracia...
—¡Hura!..., para la gente de Albinia resultó un alivio, pues bastante jaleo tienen con las zanahorias, las lechugas, las vacas, y todo lo demás.
—¡Je!..., así no tendrán problemas para alimentar a los 1000 H.
—¡Tómeselo a broma!, pero muchos litros de leche y muchos vegetales se necesitarán para los mil. Y luego los inevitables problemas de siempre. Allá los habrá igual que aquí, o peores, porque todo es más reducido y por consecuencia más denso...
—...Señor Marx..., dejemos la conversación. Luego le daré los restantes datos precisos para la protección de los 1000 H. Deberán ser trasladados, según las instrucciones, en la astronave que espera para partir hacia Vidrio Blanco... Hasta ahora mismo..., ¿no?...
—En efecto. Iré inmediatamente.
La pantalla quedó a oscuras. León volvió a presionar el botón y a esperar. Al cabo de breves horas el proyecto estaría dentro de la gran nave conducida por Marx Kasabubu.
II
...Ya de viaje...
Marx anotó los datos registrados por la computadora de control general, y cuando se hubo cerciorado de que todo lo había trascrito cerró el cuaderno y lo soltó displicentemente sobre el cuadro de mandos a la vez que bostezaba de hastío. Juan Smith y Antonio Laviñé, a la derecha, se habían quedado dormidos en sus puestos de copilotaje. No podía considerarse un gesto de indisciplina porque en tal tramo del trayecto interestelar muchas cosas eran justificables. En el espacio se hacía necesario comprender desde otros puntos de vista. Además, hasta un amplio extremo, valía despreocuparse, pues la nave se desplazaba por autonomía. En realidad era más difícil idear algunas distracciones, aptas para vivir en aquella fortaleza llena de instalaciones electrónicas, entre las que se permanecía mucho tiempo a pesar de los trescientos mil kilómetros por segundo de velocidad, que vigilar y conducir.
El catorce de mayo, a los seis meses de haber abandonado la Tierra, cuando la mayor parte de la tripulación estaba viendo el pensamientomatógrafo, mientras sólo tres hombres permanecían en la guardia de rigor, el repentino aullido de alarma lanzado por los alertadores de proa obligó a que se ocupara con premura el puesto correspondiente. Era aún la alarma por algo que podría ocurrir, pero mejor es precaver que curar, sobre todo cuando no se sabe la clase de accidente que puede alcanzarnos, y menos aún su remedio. Es un tipo de conciencia, vital para subsistir donde cualquier mota es capaz de traer una hecatombe. Desde luego, los peligros extraterrestres eran menores que los pensados durante los primeros tiempos de rienda suelta a la imaginación, de la misma manera que ocurrió frente al océano cuando el hombre era un torpe bípedo temeroso en las cavernas de su propia ignorancia. Los riesgos y los dolores son peor de oídos y meditados que de pasados. No obstante, a pesar de la historia y de los refranes, seguían existiendo imprevistos problemas.
Marx Kasabubu miraba con ansiedad la clave electrónica emitida por la maquinaria pensante. Sobre el tablero luminoso las señales irregulares no permitían una conclusión como para reaccionar y decidir con lógica. Ante la incertidumbre y por lo que pudiera suceder, detuvieron progresivamente la marcha hasta alcanzar el cero, desde donde agudizaron las observaciones. A proa lo causante de la alarma continuaba fantasmal, tan grande como la cola de un cometa. A la orden el transporte prosiguió hacia aquello que los registradores autónomos describían como a una sutil masa fría, de constitución complicada.
La ruta no era nueva, por esto asombraba más tropezarse con variaciones. Muchas veces habían pasado junto a inexplicables cuestiones o a través de ellas, pero estaban clasificadas. Lo imprevisto se acogía con precaución y con alegría, porque traía una mota de color en la fría regularidad del itinerario.
Igual que un buque adentrándose en la bruma, el astronavío fue incorporando su masa a la rara inconsistencia. De pronto un chirrido, un burbujeo, un sonido que ponía los pelos de punta invadió todo el ámbito.
—¡Atrás!, ¡atrás! —gritó Marx Kasabubu, dejándose llevar por ese oculto impulso de reacción ante lo desconocido que a menudo brota, y por la serie de imágenes asociadas al extraño ruido que nacieron en su mente.
III
El día había amanecido radiante. Los dos soles arrojaban sobre la llanura de La Esperanza cálidos rayos de luz. La Pompa protectora de los terrícolas surgía de entre la vítrea estructura de los vegetales con aspecto de líquenes de doce metros de altura. En el interior del traslúcido "igloo", con atmósfera acondicionada, los habitantes estaban iniciando su diaria actividad rutinaria, ilusionados por la próxima arribada de la astronave, prevista para las quince de la tarde. Albinia en bloque acudiría a la pista de aterrizaje para iniciar, en ella misma, la ritual fiesta de bienvenida.
Albinia era una zona experimental eminentemente agrícola, integrada por pequeñas granjas y diminutas casas de estilo campero, un conjunto agradable y romántico. En la parte central se levantaba el Templo Universal donde sólo estaba presente la idea de Dios, simbolizado por el signo de infinito, forjado con una gran viga de bronce situada sobre un pedestal de roca, y hasta donde acudían todos los que necesitaban de sombra divina. El predicador de cada domingo era un humanista puro con habilidad extrema para hablar de ética y de mística siempre al margen de partidismos. Estaba investido, se puede decir, con aquella sublime conciencia de fraternidad y coexistencia que caracterizó la Vivekananda.
El Templo Universal era el edificio más alto, pero el mayor correspondía a la Fábrica de Vida, o procreadora, como la llamaban los bromistas. A ella iban los cargamentos de tubos de ensayo que contenían embriones traídos desde la Tierra. Habían sido bien desarrollados en las incubadoras de Albinia Años atrás se intentó traer hasta allí un par de ciento? de embriones humanos genéticamente tratados para darles mayor vitalidad y determinadas cualidades de adaptación a las condiciones exteriores de Vidrio Blanco, pero un accidente por error científico, ocurrido durante la travesía terminó con el ambicioso proyecto de repoblación.
La Fábrica de Vida estaba funcionando permanentemente. Para los que cuidaban de ella era un trabajo tranquilo y rutinario. Sólo existía un peligro, remoto, desde luego, pero no improbable: que alguno de los vientres artificiales explotara. Puede parecemos extraña tal afirmación si no conocemos que los gases producidos durante la evolución fetal forman una presión tal que obliga a construir gruesas paredes en las incubadoras. Generalmente no se pensaba en la posibilidad, aunque algunos ya habían hecho manifestación de sus temores en base de la precipitación con que habían sido terminados algunos montajes.
Una súbita explosión hizo vibrar toda la bóveda del "igloo" sintético. La sirena de alarma gritó como horrorizada hasta que el impacto de otra explosión pareció dejarla muda. Por una ventana de la fábrica varias nubéculas grises escaparon al exterior...
IV
Siglos atrás, cuando aún la Tierra soñaba con los viajes interplanetarios de largo alcance, y la Luna, Marte y Venus eran los únicos astros pisados por el hombre, una extraña nave con apariencia de gigantesco arácnido metálico se posó en zona próxima a una escuela. Un muchacho que estaba haciendo novillos descubrió al artefacto y dio parte a las autoridades, que rápidamente desplegaron sus fuerzas en torno a la máquina extraterrestre; se paseaba sobre el terreno como un extraño y monumental insecto inteligente especializado en tomar muestras...
Por medio de una serie de incidentes, promovidos por la conciencia de violencia que entonces imperaba sobre el globo, el aparato fue capturado. Nunca se supo si de intento o por casualidad, pero el hecho que ocurrió a continuación ocasionó una fabulosa catástrofe mundial: quienes estuvieron cerca de la máquina murieron contagiados por algo cuyo aspecto recordaba al moho y que resultó ser una masa compacta de bacterias litófagas de exorbitado índice reproductivo y gran ansiedad por el cemento. Las construcciones tomaban un aspecto leproso progresivo al ser súbitamente atacadas por la plaga. La enfermedad avanzaba hasta que el inmueble —pongamos por caso— quedaba reducido a escombros. La era del cemento estuvo a punto de desaparecer.
Marx, aunque nunca supo por qué, recordó esta historia cuando sintió el incomprensible sonido sobre el casco de la nave. Siguió ordenando marcha atrás hasta que llegó el silencio.
—Tranquilice a la tripulación e indíqueles que el peligro ha pasado..., o al menos lo parece...
—¿Qué... ha... sido... eso?... —balbució el copiloto tercero, mirando interrogante y alterado.
—No se preocupe. Usted es nuevo y se alarma demasiado... Envíe una sonda mecánica hasta eso. Y un ojo androide para que examine el casco...
—Sí..., señor...
Alguien puso en marcha varios mecanismos. Otros se pusieron a funcionar. En una pantalla televisora comenzó a verse, tramo a tramo, el exterior de la nave, que parecía haber sufrido los momentáneos efectos de un ácido, pero sin que los daños merecieran mayor atención. El ojo abandonó su misión primera cuando sus circuitos le indicaron que debía hacerlo y permaneció enfocado al vacío, mostrando a los astronautas el espacio que se extendía ante ellos como la insondable garganta de un monstruo infinito. En el campo de acción del ojo entró la sonda mecánica. Todos la podían ver, con su estrambótico aspecto de sombrilla anaranjada. Se dirigía en línea recta hacia el punto de existencia del desconocido fenómeno. El ojo androide corrió tras la sonda. Al poco ambos entraron en la bruma. Se pudo ver como algo esponjoso se acumulaba sobre el metal y lo disolvía —si es que esta palabra vale para explicar lo visto—. Todo quedó a oscuras. El ojo siguió la misma suerte.
Los hombres se miraron boquiabiertos.
"Esto no es lógico", pensaban todos, menos Kasabubu que, como si leyera en la mente de sus hombres, respondió, corrigiendo:
—Esto, no es "humanamente" lógico. Demos un rodeo. Nos esperan en Vidrio Blanco. Pero antes revisad si no arrastramos algo de ese enigma. No es conveniente meterlo en el planeta. Al llegar daremos un informe para que prevengan a la próxima astronave y sea abierta una investigación...
Cuando Kasabubu y sus quince hombres pusieron los pies en el suelo la multitud se manifestó con alegría. El señor Mao Mac Iván se adelantó del compacto grupo de autoridades para ofrecer su mano en un afable saludo. Mao dio la impresión que se perdía entre los hombres de Marx como un pigmeo entre gigantes. La gente se volvió a tomar a risa su estatura. Kasabubu preguntó cordialmente:
—¿Cómo están las cosas aquí?
—Dentro de lo que permiten las circunstancias, muy bien. Hace horas hemos sufrido un accidente. Pero nada grave. Mucho ruido, dos vacas menos y nada más. Reventó un vientre artificial. Parece mentira que esto no ocurra con las madres que tienen sus hijos por la vía normal.
—...Bueno, nosotros también hemos tenido una rara sorpresa —respondió Marx, tratando de suavizar los posibles hechos desagradables ocurridos en Vidrio Blanco. Pero Mao se alarmó...
—¿Y los mil H? —preguntó nervioso.
—Los mil embriones están en perfecto estado.
Mao respiró hondamente aliviado.
—Quiero verlos —dijo.
Los hombres de la nave se apartaron para dejar paso a Mao. Y Kasabubu le indicó gentilmente el camino hasta la sala donde, en conservadores especiales, mil tubos de ensayo guardaban otros tantos embriones de seres humanos. Mao se consideró una especie de padre-dios al sentirse responsable de la vida de tantos hijos; sí, él sería como un gran padre. Comprendiendo Kasabubu que allí nada tenía que hacer, dio media vuelta. Mientras recorría el pasillo hacia la salida un montón de ideas se arremolinaron en su mente, de manera inconexa, sin saber explicarse por qué le asaltaban: Los embriones se desarrollarían hasta hacerse adultos en un tercio del tiempo lógico. Luego vivirían tanto como cualquier hijo de matrimonio tradicional y hasta con más salud. ¿Qué porvenir tendrían esos hombres?, se preguntó a sí mismo, pues sabía los problemas que por la producción In Vitro habían brotado en la Tierra. Muchos científicos se consideraban en el derecho de tenerlos como seres experimentales. Y la sociedad no acababa de aceptar a aquellos individuos prefabricados como normales, les costaba trabajo admitirlos de igual a igual. Su origen científico los colocaba, ante la mentalidad popular, en un puesto entre el hombre y los androides más perfeccionados...
Cuando alcanzó la portilla de salida se olvidó de todo. Afuera la gente bailaba. Alzó su brazo para mirar la hora en el reloj de pulsera y sufrió un sobresalto al comprobar que de él sólo quedaba la correa y un trozo de metal carcomido.
—¡Atiza!, aquello está aquí —exclamó.
Desde el otero que era la nave buscó entre la multitud danzante la cabellera rizada, abundante y blanca, de su copiloto de primera Smith, su compañero de más confianza y serenidad. Al distinguirlo le hizo una seña nerviosa para que se aproximara.
—Mira —le dijo sin preámbulos cuando lo tuvo cerca, mostrándole lo que restaba del reloj.
—¡Aquello!...
—¡Calla! No me lo explico. No quiero que cunda el pánico. Sonríe para que no nos vean con estas caras. Entra tranquilamente en la nave y pon en rutinaria marcha los androides de examen y los controladores electrónicos. Creo que en un par de horas sabremos a qué atenernos. —Volvió a observar el reloj—. El aspecto que tiene me da la impresión de que algo detuvo el trabajo de las bacterias.
—Sí, quizás el medio ambiente.
—Quizá. Pero compruébalo... Yo estaré ahí, entre la gente.
Todos bailaban al son de la música esparcida por el aire acompañada de aromas sutiles y luces de colores.
Hora y media más tarde Kasabubu soltó la mano de la chica de pelo teñido en verde a la usanza del planeta Acranio, y el collar de llamativos zapatos violeta de los diminutos habitantes del asteroide Minimut; miró a la nave desde la cual Smith reía feliz.
Kasabubu volvió su pensamiento hacia la joven de lunares dorados e inició la danza. Ella sonrió.
La gente bailaba.
Mao estaba besando sus tubos de ensayo.
En la Procreadora una máquina daba a luz.
La tarde era radiante. Los dos soles arrojaban sobre la llanura de la Esperanza sus cálidos rayos. Los vítreos líquenes vibraban como arañas de un salón antiquísimo bajo la música. Kasabubu se quitó el reloj y lo tiró a una esquina. Ella le miró sorprendida.
—No sirve —le dijo con naturalidad y se acercó más a la muchacha de pelo verde. Aquellos lunares dorados le volvían loco.
Todo iba bien...
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