NO HABRÁ OTRO MAÑANA
Arthur C. Clarke
—¡Esto es terrible! —exclamó el Científico Su premo—. ¡Seguramente podremos hacer algo!
—Sí, Su Conocimiento, pero será sumamente difí cil. El planeta se halla a más de quinientos años luz, y es difícil mantener el contacto. Sin embargo, cree mos poder establecer una cabeza de puente. Por des gracia, no es éste el único problema. Hasta ahora no hemos logrado comunicarnos con esos seres. Sus po deres telepáticos son sumamente rudimentarios... tal vez inexistentes. Y si no podemos hablar con ellos, no podremos ayudarles.
Hubo un largo silencio mental mientras el Cien tífico Supremo analizaba la situación y llegaba, como siempre, a la respuesta correcta.
—Una raza inteligente ha de poseer algunos indivi duos telepáticos —murmuró—. Tendremos que en viar a cientos de observadores, sintonizados para cap tar el primer atisbo de pensamiento, Cuando hallen una sola mente sintonizada, que concentren en ella to dos sus esfuerzos. Hemos de transmitirles nuestro mensaje.
—Muy bien, Su Conocimiento. Así se hará.
Al otro lado del abismo, al otro lado del golfo que la misma luz tardaba quinientos años en cruzar, los intelectos inquisitivos del planeta Taar extendieron sus tentáculos del pensamiento, buscando desesperadamente a un solo ser humano cuya mente pudiera per cibir su presencia. Y, afortunadamente, encontra ron a William Cross.
Al menos, en el primer momento lo consideraron una suerte, aunque después ya no estuvieron tan se guros. De todos modos, no les quedaba otra elección. La combinación de circunstancias que abrieron la mente de Bill a ellos sólo duró unos segundos, y no es fácil que vuelvan a ocurrir en este lado de la eter nidad.
El milagro constó de tres ingredientes, y es difícil decir si uno fue más importante que el otro. El pri mero fue el accidente de posición. Un frasco lleno de agua, al incidir encima la luz del sol, puede conver tirse en una lente tosca, concentrando la luz en una pequeña zona. A escala muchísimo mayor, el núcleo denso de la Tierra hacía converger las oleadas proce dentes de Taar. En la forma ordinaria, la radiación del pensamiento no queda afectada por la materia, ya que aquélla pasa a su través con la misma faci lidad con que la luz atraviesa el cristal. Pero en un planeta hay mucha materia, y toda la Tierra actuó como una lente gigantesca. Al parecer, esto situó a Bill en su foco, allí donde los débiles impulsos men tales de Taar se concentraban a centenares.
No obstante, otros millones de hombres estaban igualmente bien situados, pero no recibieron ningún mensaje. Claro que no eran ingenieros de cohetes ni habían pasado años pensando y soñando con el es pacio, hasta formar esta idea parte de su propio ser.
Ni estaban, como Bill, totalmente borrachos, va cilando ya en el último borde de la conciencia, tra tando de escapar de la realidad a un mundo de en sueños donde no existiesen desalientos ni fracasos.
Naturalmente, comprendía la opinión del Ejército.
—A usted le pagan, doctor Cross —había seña lado el general Potter con un énfasis inútil—, para planear cohetes, no... ah... naves espaciales. Haga lo que quiera en sus horas libres, pero he de rogar le que no utilice los instrumentos de nuestro estable cimiento para sus caprichos. A partir de ahora, yo mismo comprobaré todos los proyectos de la sección de cálculo. Nada más.
Naturalmente, no podían despedirle; era demasia do importante. Pero él no estaba seguro de querer quedarse. En realidad, no estaba seguro de nada, sal vo del trabajo que le habían asignado y de que Brenda se había largado definitivamente con Johnny Gardner... para poner los sucesos en su orden de importan cia.
Tambaleándose ligeramente, Bill apoyó la barbilla entre sus manos y miró la pared de ladrillos enca lados al otro lado de la mesa. El único intento de adorno era un calendario de la Lockheed, y una foto seis por ocho de un aerojet mostrando el «Li'l Abner Mark I» efectuando un atrevido despegue. Bill miraba tristemente el espacio comprendido entre am bos adornos y vació su mente de todo pensamiento. Las barreras cayeron...
En aquel momento; los intelectos de Taar lanza ron un inaudible grito de triunfo, y el muro que Bill tenía delante se disolvió lentamente en una arremoli nada niebla. A Bill le pareció estar mirando dentro de un túnel que se alargaba hasta el infinito. Y esto es lo que hacía en realidad.
Bill estudió el fenómeno con escaso interés. Era una novedad, aunque no llegaba a la altura de alucinaciones anteriores. Y cuando la voz empezó a ha blar en su mente, resonó algún tiempo antes de que entendiera algo. Incluso bebido, Bill poseía un pre juicio anticuado respecto a conversar consigo mismo.
—Bill —murmuró la voz—, oye atentamente. Tene mos grandes dificultades para contactar con voso tros y esto es extremadamente importante.
Bill dudaba de esta declaración sobre principios generales. No hay nada tremendamente importante.
—Te hablamos desde un planeta muy distante —prosiguió la voz en tono amistoso—. Tú eres el úni co ser humano con el que hemos logrado entrar en contacto, de modo que has de comprender lo que decimos.
Bill se sintió algo inquieto, aunque de manera impersonal, puesto que ahora la resultaba más difícil concentrarse en sus propios problemas. A veces uno está muy grave si empieza a oír voces. Bueno, era mejor no excitarse. «Doctor Cross, se dijo, puedes tomarlo o dejarlo. Lo tomaré hasta que resulte mo lesto.»
—De acuerdo —repuso con indiferencia—. Adelante, háblame. Aunque sea largo, siempre que resulte interesante.
Hubo una pausa. Luego, la voz continuó en forma algo preocupada.
—No entendemos. Nuestro mensaje no es sólo in teresante. Es vital para toda vuestra raza y debes notificarlo inmediatamente a tu gobierno.
—Estoy esperando —asintió Bill—. Esto me ayuda a pasar el tiempo.
A quinientos años luz de distancia, los taars con ferenciaron apresuradamente entre sí. Parecía pasar algo intempestivo, pero ignoraban exactamente qué era. No había duda de que habían establecido contac to, mas no era ésta la reacción que esperaban. Bien, no tenían más remedio que proseguir y esperar lo mejor.
—Escucha, Bill. Nuestros científicos han descu bierto que vuestro sol está a punto de estallar. Esto sucederá dentro de tres días a partir de hoy... den tro de setenta y cuatro horas, para ser exactos. Nada puede impedirlo. Pero no tenéis que alarmaros. No sotros podemos salvaros, si hacéis lo que diremos.
—Adelante —repitió Bill.
La alucinación era ingeniosa.
—Podemos crear lo que se llama un puente... una especie de túnel a través del espacio, como éste por el que ahora miras. Es difícil explicar una teoría tan complicada, incluso para uno de tus matemáticos.
—¡Un momento! —protestó Bill—. Yo soy mate mático, terriblemente bueno, incluso cuando estoy sereno. Y he leído todas estas cosas en las revistas de ciencia ficción. Supongo que te refieres a cierta clase de atajo a través de una dimensión más elevada del espacio. Esto ya era viejo, en la época anterior a Eins tein.
En la mente de Bill se introdujo una sensación de enorme sorpresa.
—No sabíamos que estuvierais tan avanzados cien tíficamente —respondieron los taars—. Pero ahora no hay tiempo para discutir esa teoría. Sólo esto im porta: si te introdujeses por la abertura que hay delante de ti, instantáneamente te hallarías en otro pla neta. Como dijiste, es un atajo, en este caso, a tra vés de la dimensión treinta y siete.
—¿Y esto conduce a vuestro mundo?
—Oh, no, no podrías vivir aquí. Pero en el univer so hay muchos planetas como la Tierra, y hemos ha llado el que os conviene. Estableceremos cabezas de puente como ésta en toda la Tierra, de modo que la gente sólo tendrá que entrar en ellas para salvarse. Claro está, tendrán que volver a forjar una civiliza ción en su nueva patria, pero ésta es su única espe ranza. Tienes que transmitir este mensaje y decirles qué han de hacer.
—Ya les veo escuchándome —rezongó Bill—. ¿Por qué no habláis vosotros con el Presidente?
—Porque sólo hemos podido entrar en contacto con tu mente. Las otras están cerradas para nosotros, aunque no entendemos por qué.
—Yo podría contároslo —repuso Bill mirando la botella vacía que tenía delante.
Ciertamente, valía lo que costaba. ¡Qué notable era la mente humana! Naturalmente el diálogo no era original, y era fácil ver de dónde procedía la idea. La semana anterior había leído un relato sobre el fin del mundo, y todos estos pensamientos respec to a puentes y túneles a través del espacio era sólo una compensación para todo aquel que llevaba cin co años luchando con los recalcitrantes cohetes.
—Si el sol estalla —preguntó Bill bruscamente, tratando de pillar por sorpresa a su alucinación—, ¿qué sucederá?
—Vuestro planeta se fundirá instantáneamente. En realidad, todos los planetas hasta Júpiter.
Bill tuvo que admitir que ésta era una concepción grandiosa. Dejó que su cerebro jugara con la idea y, cuanto más la consideraba, más le gustaba.
—Mi querida alucinación —observó piadosamen te—, si te creyese, ¿sabes qué diría?
—¡Tienes que creernos! —fue el grito desespera do a través de quinientos años luz.
Bill ignoró el grito. Estaba gozando con el tema.
—Te diré una cosa. Sería lo mejor que podría ocu rrir. Sí, ahorraría muchos pesares. Nadie tendría que preocuparse por los rusos, la bomba atómica o el ele vado índice de la vida. ¡Oh, sería maravilloso! Es justamente lo que todos anhelan. Gracias por habér noslo dicho, y ahora vuélvete a casita y llévate ese puente.
En Taar reinó la consternación. El cerebro del Científico Supremo, flotando como una gran masa de coral en su tanque de solución nutritiva, amarilleó ligeramente por los bordes... cosa que no había ocu rrido desde la invasión Xantil, cinco mil años atrás. Al menos quince psicólogos sufrieron desquiciamien tos nerviosos, y jamás se recuperaron. La principal computadora de la Facultad de Cosmofísica empezó a dividir cada número de sus circuitos de memoria por cero, y no tardó en estropear todos sus fusi bles.
Y en la Tierra, Bill Cross exponía sus puntos de vista.
—Mírame —decía apuntando su pecho con un dedo vacilante—. He pasado muchos años intentando cons truir cohetes que fuesen útiles para algo, y ahora me dicen que sólo puedo diseñar proyectiles dirigidos, a fin de poder destruirnos unos a otros. El Sol podrá, entonces, hacerlo mejor y más de prisa, y si nos entregaras otro planeta, volveríamos a empezar con el mismo afán destructor.
Hizo una triste pausa, acariciando sus morbosos pensamientos.
—Y Brenda se ha marchado de la ciudad sin de jarme ni una nota. De modo que has de perdonar mi falta de entusiasmo por tu amable oferta.
Bill comprendió que no podía pronunciar la pa labra «entusiasmo», en voz alta. Pero aún podía pen sarla, lo cual era un interesante descubrimiento cien tífico. A medida que se emborrachara tal vez sólo acertase a pensar palabras monosílabas.
En un intento final, los taars enviaron sus pensa mientos por el túnel formado entre las estrellas.
—¡No puedes hablar en serio, Bill! ¿Todos los seres humanos son como tú?
Vaya, una pregunta filosófica muy interesante. Bill la consideró atentamente... o al menos con la aten ción de que era capaz en vista del cálido y rosado resplandor que empezaba a envolverle. Al fin y al cabo, las cosas podrían ser peores. Podía hallar un nuevo empleo, aunque sólo fuese por el placer de de cirle al general Potter lo que podía hacer con sus tres estrellas. Y en cuanto a Brenda... bueno, las mu jeres eran como los tranvías: cada minuto pasa uno.
Pero lo mejor era que había una segunda bo tella de whisky en el cajón de MAXIMO SECRETO. ¡Oh, maravilloso día! Se puso en pie con dificultad y se tambaleó por la habitación.
Por última vez, los intelectos de Taar se comuni caron con la Tierra.
—¡Bill! ¡Todos los seres humanos no pueden ser como tú!
Bill se volvió hacia el túnel del tiempo. Era ex traño... parecía iluminado por puntos estrellados... y era realmente magnífico. Se sintió orgulloso de sí mismo; pocas persona podían imaginar tal cosa.
—¿Como yo? —repitió—. No, no lo son.
Sonrió a través de los años luz, al tiempo que la marea creciente de euforia apagaba su desaliento.
—Pensándolo bien —añadió—, hay muchos indi viduos mucho peores que yo. Sí, creo que, a pesar de todo, yo aún soy uno de los felices.
Parpadeó levemente sorprendido, ya que el túnel acababa de replegarse sobre sí mismo y allí estaba de nuevo la pared encalada, exactamente igual que siempre. Los taars sabían que estaban derrotados.
—Adiós, alucinación —musitó Bill—. Veamos cómo será la próxima.
En realidad, no hubo ninguna más porque cinco segundos más tarde perdió el conocimiento, mientras estaba marcando la combinación del cajón del ar chivo.
Los dos días siguientes resultaron vagos e inyec tados en sangre, y Bill olvidó todo lo referente a la alucinación.
Al tercer día algo empezó a atosigarle la mente, y hubiera recordado la advertencia de los taars de no haber vuelto Brenda, pidiéndole perdón.
Naturalmente, no hubo un cuarto día.
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